La ensalada del coronel Cray
El padre Brown retornaba a casa después de misa en una mañana extrañamente luminosa, cuando la niebla se levantaba lentamente: una de esas mañanas en que la luz aparece como algo misterioso y nuevo. Los árboles dispersos recobraban poco a poco sus siluetas al disolverse el vapor que los rodeaba, como si hubieran sido dibujados con tiza gris y luego con carboncillo. A intervalos aparecían las casas de las afueras, sus perfiles se iban aclarando hasta que reconoció muchas de ellas en las que había sido invitado y muchas otras de las que conocía el nombre de los propietarios. Pero todas las puertas y ventanas estaban como selladas, ninguna de esas personas estaría levantada a esas horas, ni mucho menos de paseo. Pero cuando pasó bajo la sombra de una elegante villa con balaustrada y amplios jardines de gran belleza, oyó un ruido que le obligó a detenerse. Era el ruido inconfundible de una pistola o carabina o de otra arma de fuego ligera que acababa de ser disparada. Pero esto no fue lo que más le sorprendió. El primer ruido fue inmediatamente seguido por una serie de ruidos más ligeros; los contó y fueron seis. Supuso que se trataba del eco, pero lo más extraño era que el eco no se parecía en nada al ruido original. No se le ocurría qué podría haber causado esos sonidos. Pensó que lo más similar era el ruido del sifón, el producido por algún animal o el realizado por una persona intentando contener la risa. Ninguno de ellos parecía tener mucho sentido.
En el padre Brown había dos personalidades. Una de ellas era el hombre de acción, tan modesto como una prímula y tan puntual como un reloj, que cumplía sus deberes y que jamás soñó con alterarlos. Pero también era un hombre de reflexión, más simple aunque más fuerte, a quien no se podía detener fácilmente, cuyo pensamiento era siempre un pensamiento libre (sólo en el sentido más inteligente de la palabra). No podía evitar, incluso inconscientemente, preguntarse todas las preguntas y responder a todas las que podía; todo eso era tan natural para él como su circulación o su respiración. Pero jamás amplió, conciente de ello, la esfera de sus acciones más allá de lo que consideraba su deber, y en este caso las dos actitudes fueron sometidas a prueba. Así que estaba a punto de reanudar su camino en la penumbra, diciéndose que ese asunto no le incumbía, pero al mismo tiempo analizaba las veinte teorías que podían explicar esos extraños ruidos. Poco después, el horizonte gris se tornó brillante y plateado, y con la luz se dio cuenta de que había estado ante una casa que había pertenecido a un comandante angloindio llamado Putnam, y que el comandante había tenido un cocinero nativo de Malta de su misma confesión. Recordó que los disparos suelen ser a veces asuntos serios, acompañados de consecuencias que son legítimamente de su jurisdicción. Regresó y entró por la puerta del jardín, dirigiéndose hacia la entrada principal.
En el costado de la casa había una especie de cobertizo muy bajo, pero, como descubrió después, se trataba de un gran cubo de basura. Cerca de él apareció una figura, al principio sólo una sombra en la neblina, que parecía mirar a su alrededor. Al acercarse produjo una extraña sensación de solidez, de una solidez inusual. El comandante Putnam era un hombre calvo y con cuello de toro, bajo y muy ancho, con uno de esos rostros apopléticos que son el resultado de intentar combinar el clima oriental con los lujos occidentales. Pero en su semblante se reflejaba su sentido del humor e incluso ahora, evidentemente inquisitivo y confuso, mostraba una sonrisa inocente. Llevaba un sombrero de ala ancha echado hacia atrás —sugiriendo un halo que no le iba nada al rostro—; por lo demás estaba vestido con un pijama amarillo con rayas moradas, lo cual, en una mañana fresca, y por muy cómodo que fuese, debía de resultar bastante frío. Era evidente que había salido de la casa por alguna urgencia, y el sacerdote no se sorprendió cuando exclamó sin ninguna ceremonia: —¿Ha oído ese ruido?
—Sí —respondió el padre Brown—. Pensé que lo mejor sería mirar por si acaso.
El comandante lo miró algo extrañado con sus ojos sonrientes como grosellas.
—¿Qué cree que ha sido? —preguntó.
—Sonó como un arma o algo parecido —respondió el otro con algo de dudas—, pero pareció tener un eco singular.
El comandante aún lo observaba con tranquilidad, pero con los ojos saltones, cuando la puerta principal se abrió, liberando un rayo de luz de gas que penetró en la niebla, y otra figura en pijama irrumpió en el jardín. Esta figura era mucho más alta, delgada y atlética; el pijama, aunque igualmente tropical, era, en comparación, de mejor gusto: blanco y con franjas amarillo limón. El hombre estaba ojeroso pero era bien parecido, más bronceado que el otro. Tenía un perfil aguileño y ojos algo hundidos, así como un ligero aire extravagante que surgía de la combinación de un cabello negro como el carbón con un mostacho claro. Todos estos detalles fueron percibidos lentamente por el padre Brown. Pero en principio sólo se fijó en una cosa: el revólver en su mano.
—¡Cray! —exclamó el comandante, mirándolo fijamente—. ¿Ha sido usted el que ha disparado?
—Sí, he sido yo —afirmó el caballero de pelo negro algo acalorado—, y así lo habría hecho usted en mi lugar. Si a usted le acosasen los demonios y estuviese a punto de…
El comandante pareció intervenir a toda prisa.
—Mi amigo, el padre Brown —dijo. A continuación, y dirigiéndose al sacerdote, añadió—: No sé si conoce al coronel Cray de la Artillería Real.
—He oído hablar de él, desde luego —dijo el sacerdote con gesto de inocencia—. ¿Le ha… le ha dado a algo?
—Creo que sí —respondió con seriedad Cray.
—¿Cayó, gritó o hizo algo? —preguntó en voz baja el comandante Putnam.
El coronel Cray contempló con una extraña fijeza a su anfitrión.
—Ya le dije exactamente lo que hizo: estornudó. —La mano del padre Brown se fue hacia su frente, con el gesto de alguien que se acaba de acordar del nombre de alguien. Ahora sabía que no se había tratado ni de un sifón ni del gruñido de un perro.
—Bien —intervino el comandante—, jamás he oído que un revólver de servicio haga estornudar.
—Ni yo tampoco —dijo tenuemente el padre Brown—. Ha tenido suerte de que no descargarse sobre él toda su artillería: podría haberle dado un serio resfriado.
Después de una confusa pausa, añadió:
—¿Era un ladrón?
—Vayamos adentro —dijo abruptamente el comandante Putnam, y les guió hacia el interior de la casa.
En el interior se producía un fenómeno paradójico corriente a esas horas de la mañana: las habitaciones parecían más brillantes que el cielo en el exterior, incluso después de que el comandante hubo apagado las luces de la entrada. El padre Brown se quedó sorprendido al ver la mesa puesta para un festín, con las servilletas preparadas y copas de seis formas diferentes al lado de cada plato. Era común encontrar a esas horas los restos de un banquete nocturno, pero encontrarlo recién preparado era algo completamente inusual.
Mientras permanecía en el recibidor, el comandante Putnam se adelantó rápidamente y echó un vistazo a la mesa oblonga. Finalmente, exclamó:
—¡Ha desaparecido el servicio de plata! ¡Se han llevado los cuchillos del pescado y los tenedores! ¡Ya no está la vieja vinagrera! ¡Han robado hasta la vieja salsera de plata! Y ahora, padre Brown, ya estoy dispuesto a contestar a su pregunta de si ha sido un ladrón.
—Sólo ha sido un pretexto —dijo obstinadamente Cray—, yo sé mejor que tú por qué la gente quiere penetrar en esta casa, sé mejor que tú por qué…
El comandante le dio unos golpecitos en el hombro con un gesto peculiar, como quien quiere consolar a un niño enfermo, y dijo:
—Ha sido un ladrón. Es obvio que ha sido un ladrón.
—Un ladrón con un buen resfriado —observó el padre Brown—; eso puede ayudarles a rastrearlo en el vecindario.
El comandante negó con la cabeza con una actitud desconsolada.
—Me temo que ya tiene que estar muy lejos.
Después, cuando el hombre nervioso del revólver volvió a dirigirse al jardín, añadió rápidamente y con una voz confidencial:
—No creo que sea conveniente llamar a la policía. A causa del miedo mi amigo ha sido demasiado liberal con las balas y se ha puesto en la parte equivocada de la ley. Ha vivido en lugares muy salvajes y, para ser franco, me parece que a veces se imagina cosas.
—Ahora recuerdo que me lo contó una vez —dijo Brown—; cree que le persigue una sociedad secreta india o algo parecido.
El comandante Putnam asintió, pero al mismo tiempo se encogió de hombros.
—Supongo que sería mejor que le acompañásemos afuera —dijo—. No quiero más, ¿cómo lo diría…?, estornudos.
Salieron a la luz diurna, que ahora estaba incluso teñida con los rayos del sol, y vieron la alta figura del coronel Cray inclinada, examinando minuciosamente la condición de la tierra y del césped. Mientras el comandante caminaba con discreción hacia él, el sacerdote tomó una actitud igualmente indolente y se dirigió hacia la esquina próxima, a una o dos yardas del cubo de basura mencionado.
Lo observó desde la distancia durante unos minutos, luego se dirigió hacia él, levantó la tapa e introdujo su cabeza. Polvo y otra materia incolora se elevaron al hacerlo, pero el padre Brown nunca se fijaba en su propia apariencia, fuera lo que fuese lo que observaba. Así que permaneció en esa postura durante un buen rato, como si estuviera sumido en misteriosas oraciones. Después salió con algunas cenizas en la cabeza y siguió caminando como si nada.
Cuando llegó otra vez a la puerta del jardín encontró a un grupo que parecía haber dispersado las morbosidades como la luz solar había dispersado la niebla. No era de ningún modo tranquilizador ni razonable, sino cómico, como salido de una obra de Dickens. El comandante Putnam se las había ingeniado para entrar y ponerse una camisa y unos pantalones decentes, con un fajín carmesí y una chaqueta ligera; con eso puesto, su rostro festivo parecía irradiar una cordialidad ingenua. Era, ciertamente, algo enfático, pero en ese momento estaba hablando con el cocinero: el oscuro hijo de Malta, cuyo rostro delgado, oliváceo y algo agobiado contrastaba dolorosamente con su ropa blanca como la nieve. El cocinero tenía todas las razones para estar agobiado, pues el comandante era un gran aficionado a la cocina. Era uno de esos «amateurs» que siempre saben más que los profesionales. Al único que hubiera admitido como juez de una tortilla habría sido a su amigo Cray, y cuando Brown recordó esto se volvió a mirar al otro oficial. Con la nueva luz solar y la gente vestida de manera correcta, su visión supuso una conmoción. El hombre, que era más alto y elegante, aún llevaba una bata negra, con su cabello negro enmarañado, y ahora estaba a gatas en la hierba, buscando las huellas del ladrón, pero una y otra vez, según las apariencias, golpeaba el suelo de la rabia que le daba no encontrarlas. Al ver a ese cuadrúpedo sobre el césped, el sacerdote elevó tristemente sus cejas y por primera vez pensó que eso de «imaginarse cosas» no era más que un eufemismo.
El tercer miembro del grupo formado por el cocinero y el epicúreo también era conocido por el padre Brown: se trataba de Audrey Watson, el ama de llaves y portera del comandante; en ese momento, y a juzgar por su delantal, sus brazos remangados y sus maneras resueltas, su papel se concentraba más en la portera que en el ama de llaves.
—Se lo merece —estaba diciendo—, siempre le he dicho que no utilice esas vinagreras tan pasadas de moda.
—Pero yo las prefiero —dijo apaciblemente Putnam—, yo mismo también estoy pasado de moda, además pega con lo demás.
—Y también se desvanecieron con todo lo demás, como ve —añadió ella—. Bueno, si no se preocupa por el ladrón, yo tampoco debería preocuparme por la comida. Es domingo y no podemos encontrar una vinagrera en todo el pueblo, y ustedes, caballeros indios, no pueden disfrutar de una comida sin lo que llaman un montón de ingredientes picantes. Ojalá que no le hayan pedido al primo Oliver que me lleve al servicio divino musical. Durará hasta las doce y media y el coronel deberá salir para entonces. No creo que ustedes, los hombres, puedan disponerlo todo solos.
—¡Oh!, sí, claro que podremos —dijo el comandante mirándola con amabilidad—. Marco tiene todas las salsas y ya nos ha salido muy bien en sitios mucho peores, como ya sabrá. Y ya es tiempo de que tenga un descanso: no debe ser ama de llaves durante todo el día; además, sé que quiere escuchar la música.
—Quiero ir a la iglesia —dijo con una mirada severa.
Era una de esas mujeres bien parecidas que siempre quieren serlo, pues la belleza no está en un gesto o en un matiz, sino en la estructura de la cabeza y en los rasgos. Pero, aunque aún no había alcanzado la mediana edad y su cabello era de una plenitud tizianesca tanto en la forma como en el color, tenía unos rasgos en la boca y alrededor de los ojos que sugerían algunas penas, del mismo modo en que el viento termina por afectar los contornos de un templo griego. En cierto modo, la pequeña dificultad doméstica de la que estaba hablando con tanta decisión era más cómica que trágica. El padre Brown dedujo, por el curso de la conversación, que Cray, el otro «gourmet», tenía que irse antes de la hora de comer, pero que Putnam, su anfitrión, sin la posibilidad de organizar un festín para su viejo camarada, había dispuesto un desayuno especial para consumirse a lo largo de la mañana, mientras Audrey y otros criados estaban en Misa. Ella iba a ir acompañada por uno de sus parientes y amigo, el doctor Oliver Ornan, quien, pese a ser un científico del tipo mordaz, sentía pasión por la música y era incluso capaz de soportar una Misa con tal de escucharla. No había nada en todo esto que pudiese tener alguna relación con la tragedia reflejada en el rostro de Miss Watson, y por un instinto semiconsciente, el padre Brown volvió a fijarse en el lunático que continuaba inspeccionando la hierba.
Cuando caminó hacia él, la cabeza negra y enmarañada se alzó abruptamente, como si se sorprendiese de su continuada presencia. Y, ciertamente, el padre Brown, por razones sólo conocidas por él mismo, había permanecido más tiempo del que aconsejaba la cortesía o, incluso, en el sentido más ordinario, de lo que permitía.
—¡Bien! —exclamó Cray con la mirada errática—. Supongo que usted también cree que estoy loco, como el resto.
—He considerado la hipótesis —respondió serenamente el hombrecillo—, pero me inclino a creer que no lo está.
—¿Qué quiere decir? —gritó con furia Cray.
—Los locos de verdad —explicó el padre Brown— siempre alientan su propia enfermedad. Jamás luchan contra ella. Pero usted está tratando de encontrar huellas del ladrón, incluso cuando no las hay. Usted está luchando, usted quiere lo que el loco nunca quiere.
—¿Y qué es?
—Usted quiere que prueben que está equivocado —dijo Brown.
Durante las últimas palabras, Cray se había puesto de pie de un salto y contemplaba al clérigo con los ojos agitados.
—¡Demonios! ¡Eso es verdad! —exclamó—. Todos están aquí a favor de que ese tipo sólo quería la plata, como si debiera hacerles el favor de pensar así. Ella ha estado detrás de mi —y volvió su negra cabellera hacia Audrey—, ha estado detrás de mi diciéndome lo cruel que he sido por dispararle a un pobre e indefenso ladrón y echándome en cara lo mal que me porto con los pobres e indefensos nativos. Pero una vez fui un hombre bondadoso, tan bondadoso como Putnam.
Después de una pausa, continuó:
—Atiéndame, jamás le he visto antes, pero usted juzgará la historia. El viejo Putnam y yo fuimos camaradas de regimiento, pero, debido a cierto accidente en la frontera afgana, yo renuncié a mi mando mucho antes que los demás; nosotros dos obtuvimos un permiso para ir a casa por estar heridos. Yo estaba prometido con Audrey, y todos regresamos juntos. Pero algo ocurrió en el viaje de regreso, cosas curiosas. El resultado fue que Putnam quiso interrumpir el viaje, al igual que Audrey, y yo se lo que pensaban y lo que piensan de mi, como usted.
Bien, éstos son los hechos. El último día que estuvimos en una ciudad de la India le pregunté a Putnam dónde podía encontrar unos cigarros Trichinopoli, y me señaló un lugar en la parte opuesta al hotel en que él pernoctaba. Estaba en lo cierto, pero la parte opuesta es una palabra peligrosa cuando una casa decente está enfrente de cinco o seis escuálidas. Debí de equivocarme de puerta. Se abrió con dificultad y me interné en la más profunda oscuridad. Cuando me di la vuelta, la puerta se cerró sola de un modo violento, produciendo un ruido terrible. No podía hacer otra cosa que avanzar, lo que hice a través de pasillos y pasillos, negros como el alquitrán. Por fin llegué a unas escaleras y luego a una puerta cerrada, asegurada con un cerrojo de hierro ricamente labrado al estilo oriental, que sólo pude percibir con el tacto y que logré abrir. Salí de la penumbra y penetré en un espacio débilmente iluminado por un resplandor verdoso proveniente de numerosas lámparas, pequeñas y fijas. Mostraban sólo los pies o los bordes de una arquitectura enorme y vacía. Enfrente de mi había algo que parecía una montaña. Confieso que casi me caigo en la plataforma de piedra en la que estaba al darme cuenta de que se trataba de un ídolo. Y lo peor de todo, de un ídolo que me daba la espalda.
Apenas era humano, supongo, al menos a juzgar por su cabeza pequeña y agazapada, y por algo parecido a un rabo o un miembro que daba la vuelta y señalaba, como un dedo largo y repugnante, hacia algún símbolo grabado en el centro de la vasta espalda de piedra. Había comenzado a distinguir con claridad el jeroglífico gracias a la escasa luz, aunque no sin horror, cuando ocurrió algo aún más terrible. Una puerta camuflada en la pared del templo, situada detrás de mi, se abrió silenciosamente y un hombre salió con un rostro bronceado y una chaqueta negra. Su semblante mostraba una sonrisa que parecía esculpida, hecha de carne de cobre y dientes de marfil, pero creo que lo más odioso en él era que vestía como un europeo. Yo, sin embargo, había esperado ver sacerdotes velados o faquires desnudos. Pero eso parecía significar que el culto al diablo se había extendido por toda la tierra. Y así lo pude constatar.
—Si sólo hubiese visto los Pies del Mono —dijo sin dejar de sonreír y sin más prefacios—, habríamos sido muy corteses, sólo le habríamos torturado y matado. Si hubiese visto la Cara del Mono, habríamos seguido siendo moderados, muy tolerantes, sólo le habríamos torturado pero seguiría viviendo. Pero como ha visto el Rabo del Mono, nos vemos obligados a pronunciar la peor sentencia, que reza así: «Váyase».
Cuando dijo estas palabras, oí el cómo el cerrojo con el que había estado luchando se abrió automáticamente, y luego, desde el fondo de los pasillos por los que había pasado, cómo la pesada puerta de la entrada giraba sobre sus goznes.
—No sirve de nada que pida misericordia, tiene que irse, está libre —dijo el hombre de la sonrisa—; de aquí en adelante un pelo podrá cortarle como una espada y un soplo de aire podrá morderle como una víbora. Le lanzarán todo tipo de armas, desde ninguna parte, y morirá muchas veces.
Dicho esto desapareció en la pared trasera, y yo salí a la calle.
Cray hizo una pausa, y el padre Brown se sentó sin afectación alguna en el césped y se puso a recoger margaritas.
Poco después, el soldado continuó su relato:
—Putnam, desde luego, con su jovial sentido común, se burló de todos mis miedos, y desde aquella fecha alberga dudas acerca de mi salud mental. Bien, me limitaré a decirle, en breves palabras, las tres cosas que han ocurrido desde entonces, y usted juzgará quién de nosotros tiene razón.
»La primera ocurrió en un pueblo de la India, al borde de la selva, pero a cientos de millas del templo, del pueblo, de la tribu o de las costumbres en que habían pronunciado la maldición. Me desperté a medianoche y me quedé desvelado sin pensar en nada en particular, de repente sentí un hormigueo alrededor de la garganta, como si fuese un pelo o un hilo. Me incorporé de inmediato y no pude dejar de pensar en las palabras del templo. Cuando me levanté y busqué una luz y un espejo, comprobé que la línea que había alrededor de mi cuello era una línea de sangre.
»Lo segundo ocurrió en mi alojamiento, en Port Said, más tarde, en nuestro viaje de regreso. Era una taberna caótica y al mismo tiempo una tienda de curiosidades, y aunque no había nada que sugiriese remotamente el culto del Mono, es posible, desde luego, que algunas de sus imágenes o talismanes pudieran encontrarse en un lugar semejante. Su maldición estaba allí de todos modos. Me volví a despertar en plena noche con la sensación de que me faltaba la respiración. Esa opresión suponía una auténtica agonía, golpeé mi cabeza contra las paredes antes de hacerlo contra una ventana, y me tiré por ella cayendo en el jardín que había abajo. Putnam, el pobre, que había denominado al primer suceso un rasguño superficial y casual, se vio obligado a tomar en serio el hecho de encontrarme semiconsciente sobre el césped. Pero me temo que lo que él tomó en serio fue mi estado mental y no mi historia.
»El tercer suceso ocurrió en Malta. Estábamos en una fortaleza y nuestros dormitorios tenían vista al mar, que casi llegaba hasta el antepecho de la ventana, pero que era contenido por un muro externo blanco y desnudo. Me desperté otra vez. Había luna llena y caminé hacia la ventana; podría haber visto un pájaro en la almena o una vela en el horizonte, pero lo que vi fue una suerte de bastón o brazo girando por si mismo, sin ningún soporte, en el cielo. Voló directamente hacia mi ventana y destrozó la lámpara que había junto a la almohada que yo acababa de abandonar. Era una de esas mazas de forma extraña que suelen usar algunas tribus orientales. Pero ninguna mano humana la había lanzado.
El padre Brown arrojó la guirnalda de margaritas que estaba trenzando y se levantó con un aspecto nostálgico.
—¿Tiene el comandante Putnam —preguntó— algunas de esas armas curiosas y de esos ídolos con los que podamos hacernos una idea?
—Muchos, pero no de mucha utilidad, me temo —respondió Cray—, pero entre en esta habitación por si acaso.
Mientras entraban, Miss Watson pasó ante ellos abotonándose los guantes para ir a la iglesia y oyeron la voz de Putnam en la parte inferior de las escaleras impartiéndole al cocinero algunas lecciones de cocina. En el despacho del comandante, un curioso cubil, encontraron a otro personaje, con sombrero de seda y vestido para salir, que estaba hojeando un libro abierto sobre la mesa, un libro que dejó con actitud culpable y que cerró.
Cray lo presentó con la suficiente cortesía como el doctor Ornan, pero en su rostro se reflejó tal disgusto que Brown albergó la sospecha de que, lo supiera Audrey o no, eran rivales. Y el sacerdote no pudo dejar de simpatizar con el prejuicio. El doctor Ornan era un caballero muy bien vestido, de aspecto agradable pero casi tan oscuro como para ser un asiático. El padre Brown tuvo que decirse que uno debía sentir caridad incluso con aquellos que se enceran las puntiagudas barbas, que tienen manos pequeñas enguantadas y que hablan con voces perfectamente moduladas.
Cray parecía encontrar algo especialmente irritante en el pequeño libro de oraciones sostenido por el guante negro de Ornan.
—No sabía que eso estaba en su línea —dijo con algo de rudeza.
Ornan sonrió suavemente pero sin ofenderse.
—Éste lo está más —dijo poniendo su mano en el libro que acababa de dejar—, es un diccionario de drogas y otras cosas semejantes. Pero por desgracia es demasiado grande como para llevárselo a la iglesia.
Entonces cerró el libro y pareció quedar otra vez confundido y tener prisa.
—Supongo —dijo el sacerdote, que parecía ansioso por cambiar de conversación— que todas estas armas y estos objetos son de la India.
—Son de todas partes —respondió el doctor—. Putnam es un viejo soldado y ha estado en México y Australia, incluso en las Islas Caníbal por lo que sé.
—Espero que no haya sido en las Islas Caníbal —dijo Brown— donde ha aprendido el arte culinario.
Y recorrió con la vista los extraños utensilios que había en la pared.
En ese momento, el alegre objeto de la conversación penetró en la habitación.
—Venga, Cray —exclamó—, su comida está a punto, y las campanas suenan para los que quieran ir a Misa.
Cray bajó las escaleras para ir a cambiarse, el doctor Ornan y Miss Watson salieron solemnemente a la calle y se unieron a otro grupo que tenía el mismo destino. Pero el padre Brown notó que el doctor miró dos veces hacia atrás y observó la casa, e incluso regresó a la esquina de la calle para observarla una vez más.
El sacerdote quedó confuso.
—No ha podido estar en el cubo de basura —murmuró—, no con esa ropa, ¿o estuvo por la mañana temprano?
El padre Brown, sondeando a la gente, era como un barómetro, pero hoy parecía tan sensitivo como un rinoceronte. Por ninguna ley social, explícita o implícita, podía demorar la comida angloindia de los amigos, pero la demoró cubriendo su posición con una conversación divertida y completamente inútil. Estaba en una situación muy extraña, ya que no quería probar la comida. Cada vez que dejaban un plato con los alimentos más suculentos, acompañados de sus respectivas salsas, ante los otros dos, él se disculpaba diciendo que era uno de sus días de ayuno y se limitaba a mordisquear un trozo de pan y a levantar y volver a posar un vaso de agua fría. Su conversación, sin embargo, era exuberante.
—Le diré lo que puedo hacer por usted —exclamó—: le haré una ensalada. No la puedo comer, pero se la haré y sabrá de maravilla. Ya veo que tiene lechuga.
—Por desgracia —respondió con buen humor el comandante—, lechuga es lo único que tenemos. Recuerde que la mostaza, el vinagre y el aceite se han desvanecido con el ladrón.
—Ya lo sé —respondió vagamente el padre Brown—, siempre temo que algo así pueda ocurrir y por eso siempre llevo conmigo una vinagrera y una aceitera. Me gustan mucho las ensaladas.
Y para sorpresa de los dos hombres sacó un pimentero de su chaleco y lo puso encima de la mesa.
—Me pregunto por qué el ladrón también quiso llevarse la mostaza —continuó, sacando un frasco de mostaza de otro bolsillo—. La mostaza y el vinagre hacen un buen condimento, sobre todo si se le añade aceite, que creo lo he puesto en mi bolsillo izquierdo…
Su locuacidad se detuvo un instante, pues, al levantar la mirada, vio algo que nadie más veía, la oscura figura del doctor Ornan de pie a la luz del sol y mirando fijamente hacia la habitación. Antes de haberse podido recuperar por completo, Cray intervino.
—Usted es un tipo asombroso —dijo, clavándole la mirada—. Vendré y escucharé sus sermones si son tan divertidos como sus modales.
Su voz cambió un poco y se reclinó en el respaldo de la silla.
—Oh, también hay sermones sobre una vinagrera —dijo con seriedad el padre Brown—, ¿ha oído hablar de una fe como un grano de mostaza, o de la caridad que se unge con aceite? Y en lo que respecta al vinagre, ¿puede olvidar un militar a aquel soldado solitario que, cuando el sol se oscureció…?
El coronel Cray se inclinó hacia adelante y asió con fuerza la mesa.
El padre Brown, que estaba haciendo la ensalada, puso dos cucharadas de mostaza en un vaso de agua junto a él, se levantó y dijo con una voz repentina y nueva:
—¡Beba!
En ese mismo momento, el doctor, hasta entonces inmóvil, vino corriendo por el jardín y abriendo violentamente la ventana, exclamó:
—¿Me requieren para algo? ¿Ha sido envenenado?
—Casi —dijo Brown con la sombra de una sonrisa, pues el vomitivo había hecho un efecto inmediato.
Mientras, Cray yacía en un sillón, respirando con fuerza, pero vivo.
El comandante Putnam se había levantado de un salto, con una veta de color morado en su rostro.
—¡Un crimen! —exclamó ásperamente—. ¡Voy a llamar a la policía!
El sacerdote pudo oír cómo cogía el sombrero del perchero y salía tambaleándose por la puerta principal; luego oyó cómo se cerraba la puerta del jardín. Pero él seguía con la mirada fija en Cray. Después de un silencio, dijo:
—No le hablaré mucho, pero le diré lo que desea saber. No tiene ninguna maldición. El Templo del Mono fue o una coincidencia o parte del truco, y el truco era el truco de un hombre blanco. Sólo hay un arma que puede hacer sangrar con un roce tan ligero, y es una navaja de afeitar empleada por un hombre blanco. Hay un modo de llenar una habitación de un veneno poderoso e invisible: abriendo el gas, el crimen de un hombre blanco. Y sólo hay una especie de maza que puede ser arrojada a una ventana, que gira y regresa por la misma ventana: un «boomerang» australiano. Podrá ver algunos en el despacho del comandante.
Dicho esto, salió afuera y habló un momento con el doctor. Poco después, Audrey Watson entró corriendo en la casa y cayó de rodillas al lado del sillón en que se encontraba Cray. Él no podía oír lo que ellos se estaban diciendo, pero sus rostros reflejaron asombro, no infelicidad. El doctor y el sacerdote caminaron lentamente hacia la puerta del jardín.
—Supongo que también el comandante estaba enamorado de ella —dijo con un suspiro, y cuando el otro asintió, observó:
—Usted fue muy generoso, doctor. Hizo un buen trabajo, pero ¿qué le hizo sospechar?
—Una pequeñez —dijo Ornan—, pero no me quedé tranquilo hasta que regresé de la iglesia y pude comprobar que no había ocurrido nada. Ese libro sobre la mesa era una monografía sobre venenos y estaba abierto por una página en que se daba información sobre cierto veneno indio, mortal pero difícil de identificar, aunque podía expulsarse fácilmente tomando el vomitivo más común. Supongo que lo leyó en el último momento…
—Y recordó que había un vomitivo en las angarillas —dijo el padre Brown—. Exactamente. Arrojó la vinagrera en el cubo de la basura, donde la encontré, junto con el resto de la plata, para que pareciese obra de un ladrón. Pero si mira en el frasco de la pimienta que puse en la mesa, verá un pequeño agujero. Ése es el lugar adonde fue a parar la bala disparada por Cray, esparciendo la pimienta y provocando los estornudos del delincuente.
Se produjo un silencio. Después, el doctor Ornan dijo con severidad:
—El comandante ya hace mucho tiempo que busca a la policía:
—¿O la policía al comandante? —dijo el sacerdote—. Bueno, adiós.