La extinción de los Pendragon

El padre Brown no estaba para aventuras. Hacía poco que había caído enfermo por el exceso de trabajo y, cuando comenzó a recobrarse, su amigo Flambeau se lo llevó de crucero en un pequeño yate con Sir Cecil Fanshaw, un joven hacendado natural de Cornualles y un entusiasta del paisaje costero de su región. Pero Brown aún se sentía débil, no era un marinero muy feliz, y aunque nunca había sido ese tipo de persona que refunfuña o pierde el ánimo, su espíritu no superaba la paciencia y la amabilidad. Cuando los otros dos elogiaban el crepúsculo violeta o los despeñaderos volcánicos, él asentía. Cuando Flambeau señalaba una roca en forma de dragón, él la miraba y pensaba que se parecía a un dragón. Cuando Fanshaw indicaba mucho más excitado que una roca se parecía a Merlín, él la miraba y lo confirmaba. Cuando Flambeau preguntó si una entrada rocosa en un meandro del río podría ser la entrada al país de las hadas, él contestó que si. Escuchaba todas las cosas, ya fuesen importantes o triviales, con la misma indiferencia. Escuchó que la costa significaba la muerte para todos excepto para los marineros cuidadosos; también escuchó que el gato del barco estaba dormido. Escuchó que Fanshaw no podía encontrar por ninguna parte la boquilla de su cigarrillo, también escuchó cómo el piloto pronosticaba: «Dos ojos brillantes, vamos adelante; uno parpadea, nos vamos a pique». Escuchó cómo Flambeau le decía a Fanshaw que el piloto se refería, sin ninguna duda, a que debía mantener abiertos los ojos y permanecer alerta. Y escuchó cómo Fanshaw le decía a Flambeau que, por extraño que pareciese, no quería decir eso, sino que mientras vieran dos luces costeras, exactamente una al lado de la otra, se encontraban en la zona correcta del río, pero que si una de las luces quedaba oculta por la otra, se iban a las rocas. Escuchó cómo Fanshaw añadía que su país estaba lleno de extrañas leyendas y dichos raros, era el hogar de los romances; incluso opuso esa parte de Cornualles a Devonshire como pretendiente a los laureles de la marinería isabelina. Según él, habían existido capitanes entre esas calas e isletas, comparados con los cuales Drake había sido prácticamente un novato. Oyó cómo se reía Flambeau y cómo preguntaba si quizá la exclamación aventurera «¡hacia el oeste!» sólo significaba que los hombres de Devonshire deseaban vivir en Cornualles. Oyó cómo Fanshaw decía que no había necesidad de ser tan tonto, que no sólo los capitanes de Cornualles habían sido héroes, sino que aún lo eran, que cerca de ese lugar vivía un viejo almirante, ya retirado, que estaba marcado por emocionantes viajes llenos de aventuras y que en su juventud había encontrado el último grupo de ocho islas del Pacífico añadidas al mapa del mundo. Cecil Fanshaw era ese tipo de persona del que se apodera un entusiasmo desbordante pero agradable, un hombre muy joven, con el pelo fino, piel rosada y con un perfil aguileño; su espíritu era infantil y bravío, pero con una delicadeza casi femenina en el aspecto y en la piel. Los amplios hombros, las oscuras cejas y los negros mostachos de Flambeau representaban un gran contraste.

Brown escuchó y vio todas estas trivialidades, pero las escuchó como un hombre cansado escucha el ritmo del tren o como un hombre enfermo contempla el papel pintado de la pared. Nadie puede calcular los cambios de ánimo en una convalecencia, pero la depresión del padre Brown podía tener mucho que ver con su falta de familiaridad con el mar. Pues cuando penetraron en la boca del río, que se estrechaba como el cuello de una botella, y el agua comenzó a calmarse, el aire a templarse y a oler a tierra, pareció despertar y prestar atención como un bebé. Habían llegado a esa fase inmediatamente posterior al crepúsculo, cuando la atmósfera y el agua adoptan cierto brillo, pero la tierra se torna oscura. No obstante, esa tarde en particular se produjo algo excepcional. Era una de esas atmósferas extrañas en las que parece como si hubiesen colocado un cristal ahumado entre nosotros y la naturaleza, de tal modo que incluso los colores oscuros parecían más relucientes que los colores brillantes en días nublados. La tierra de la ribera y los charcos fangosos no parecían de color pardusco, sino de un ocre ardiente, y los tallos oscuros agitados por la brisa no parecían, como es usual, de un color azul débil, sino masas de flores de un violeta intenso plegadas por el viento. Esta mágica claridad e intensidad en los colores fue reforzada por la lenta reanimación de los sentidos de Brown y por algo romántico e incluso enigmático en la forma del paisaje.

Ese río era lo suficientemente ancho y profundo para un barco de placer tan pequeño como el suyo, pero los meandros y el panorama sugerían que se acercaban a otra región. Los tallos parecían haberse roto y realizar intentos para tender puentes, como si el barco estuviese pasando de la fantasía de un valle a la de una cavidad, y de ésta a la de un túnel. Más allá del aspecto de las cosas, había poco de lo que se pudiese alimentar la renacida imaginación de Brown; no vio seres humanos, excepto a algunos gitanos caminando por la ribera del río, llevando gavillas y cestas de mimbre; aunque sí vio una escena no extraña, pero sí inusual en esos remotos lugares: una dama de pelo negro, con la cabeza descubierta y remando en su propia canoa. Si el padre Brown dio alguna importancia a esas personas, se olvidó de ella por completo al girar el barco y presentarse ante él un objeto singular.

El agua parecía extenderse y dividirse, quedando hendida por una isla con la oscura forma de un pez y profusamente arbolada. A la velocidad con que se desplazaban, la isla parecía nadar hacia ellos como una nave, una nave con una proa muy elevada o, para hablar con más exactitud, con una chimenea de gran altura, pues en la zona más próxima a ellos se encontraba un edificio de aspecto extraño, en el que no había nada que pudiese recordar algún propósito. No era especialmente elevado, pero si demasiado alto para su anchura, por lo que se podía denominar una torre. Parecía construido de madera, aunque de un modo excéntrico y desigual. Muchas de las tablas eran de buena madera de roble, que en parte había sido cortada recientemente y con tosquedad; otra era de pino blanco, y había algunas tablas de la misma proveniencia pero que estaban embreadas de negro. Esas tablas negras estaban colocadas de un modo torcido o cruzándose en todo tipo de ángulos, proporcionando al edificio un aspecto parcheado o como si fuese un rompecabezas. Había un par de ventanas, que parecían haber sido construidas y coloreadas con un estilo ya anticuado aunque más elaborado. Los viajeros contemplaban la construcción con ese sentimiento paradójico que tenemos cuando algo nos recuerda otra cosa y de repente tenemos la certeza de que es completamente diferente.

El padre Brown, aun cuando estaba envuelto en un misterio, era inteligente a la hora de analizar sus propios estados confusos. Y se encontró pensando que la extrañeza de aquel edificio consistía en una forma peculiar lograda en un material incongruente, como si alguien viera una chistera de hojalata o una levita de tela de tartán. Estaba seguro de haber visto en algún lugar maderos de diferentes tonos dispuestos de ese mismo modo, pero nunca con esas proporciones arquitectónicas. Un instante después, un resplandor a través de los oscuros árboles le dijo todo lo que quería saber y se rió. A través de un hueco en el follaje apareció por un momento una de esas viejas casas de madera con tablas negras que aún se pueden encontrar en algunos lugares de Inglaterra, pero que la mayoría de nosotros hemos visto imitadas en algún espectáculo llamado «El viejo Londres» o «La Inglaterra de Shakespeare». El sacerdote pudo verla el tiempo suficiente como para comprobar que la casa de campo, aunque de estilo anticuado, era confortable y parecía estar bien conservada, con macizos de flores en su parte frontal. No tenía nada del aspecto caótico y extravagante que presentaba la torre.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Flambeau, que aún permanecía contemplando la torre.

La mirada de Fanshaw brillaba y dijo con un tono triunfal:

—¡Ajá! Seguro que no han visto antes un lugar como éste. Ésa es la razón por la que les he traído aquí, amigos. Ahora comprobarán si les he exagerado con lo de los marinos de Cornualles. Este lugar pertenece al viejo Pendragon, a quien llamamos el Almirante, aunque se retiró antes de recibir el rango. El espíritu de Raleigh y de Hawkins es un recuerdo para el pueblo de Devon, pero para nosotros los Pendragon sigue siendo algo actual. Si la reina Isabel se levantase de la tumba y viniese por este río en una barca dorada, sería recibida por el Almirante en una casa exactamente igual a las que ella estaba acostumbrada, en cada esquina y en cada batiente, en cada pared y en cada pilar. Y aún encontraría a un capitán inglés hablando con audacia sobre nuevas tierras por descubrir, del mismo modo que si hubiese cenado con Drake.

—Pero se encontraría con algo extraño en el jardín —dijo el padre Brown—, que no agradaría mucho a un ojo renacentista. La arquitectura isabelina es encantadora a su modo, pero resulta algo contrario a su naturaleza romperla con una torre.

—Pero eso —respondió Fanshaw—, eso es lo más romántico e isabelino del asunto. Fue construida por los Pendragon en la época de las guerras con España, y aunque ha sido reparada y reconstruida por otra razón, siempre se ha hecho conforme al modelo antiguo. La historia dice que la esposa de Lord Pendragon la construyó en ese lugar y con esa altura para poder ver desde lo alto el espacio en el que viran los veleros para entrar en la boca del río. Ella deseaba ser la primera en avistar el navío de su esposo cuando regresaba a casa del mar Caribe.

—¿Cuál fue la otra razón —preguntó el padre Brown— por la que fue reconstruida?

—¡Oh!, también hay una historia extraña sobre eso —dijo con placer el joven hacendado—. Se encuentra en una tierra de extrañas historias. El rey Arturo estuvo aquí, y antes que él Merlín y las hadas. Según la historia, Peter Pendragon, quien, me temo, aunaba los vicios de los piratas y las virtudes de los marinos, traía a casa a tres caballeros españoles en honorable cautividad, acompañándolos a la Corte isabelina. Pero era un hombre de temperamento ardiente y osado. Así que cuando se produjo una discusión con uno de ellos, le cogió por la garganta y lo arrojó, voluntaria o involuntariamente, por la borda. Un segundo español, que era el hermano del primero, sacó inmediatamente la espada y se abalanzó sobre Pendragon. Después de un combate corto pero furioso, en el cual ambos recibieron tres heridas en pocos minutos, Pendragon atravesó el cuerpo del otro con su espada y dio cuenta del segundo español. Cuando esto ocurrió, la nave acababa de entrar en la boca del río y había poca profundidad. El tercer español saltó por la borda, luchó por llegar a la orilla y logró hacer pie. Entonces se volvió hacía el navío y levantando los dos brazos al cielo —como un profeta anunciando terribles plagas a una ciudad perdida por el vicio— se dirigió a Pendragon con una voz penetrante y terrible. Dijo que ahora estaba vivo y que seguiría vivo, que viviría para siempre, pero que ninguna de las sucesivas generaciones de la casa de los Pendragon podría verlo, pero sabrían por ciertos signos que él y su venganza estaban con vida. Dicho esto, una ola lo sumergió y fue tragado por las aguas; no se lo volvió a ver jamás.

—Allí está otra vez la joven en la canoa —dijo con indiferencia Flambeau, para quien las mujeres bonitas anulaban los efectos de cualquier tipo de leyenda—. Parece inquietarle la extraña torre, como a nosotros.

Ciertamente, la joven dama de pelo oscuro dejaba flotar lenta y silenciosamente la canoa delante de la isla, y no cesaba de mirar hacia la torre con una curiosidad que se reflejaba en su rostro oval y oliváceo.

—No importan las jóvenes —dijo con impaciencia Fanshaw—, el mundo está lleno de ellas, pero hay muy pocas cosas comparables a la torre de los Pendragon. Como pueden suponer fácilmente, muchas supersticiones y escándalos siguieron las huellas de la maldición española, y no hay duda de que todo accidente ocurrido a la familia de Cornualles se conecta con ella con una credulidad rural. Pero es completamente cierto que esa torre ha sido destruida dos o tres veces, y la familia no puede considerarse afortunada, pues más de dos parientes del Almirante han perecido en naufragios, y uno de ellos al menos, por lo que se, prácticamente en el mismo lugar en que Sir Peter arrojó al español por la borda.

—¡Qué lástima! —exclamó Flambeau—. Se está yendo.

—¿Cuándo le contó su amigo el Almirante la historia de su familia? —preguntó el padre Brown, mientras la joven remaba en la canoa sin mostrar ninguna intención de desviar su atención hacia el yate, que Fanshaw ya había aproximado a la isla.

—Hace muchos años —contestó Fanshaw—. Aunque no se embarca desde hace tiempo, aún lo anhela. Creo que hay un pacto familiar o algo parecido. Bien, ahí está el desembarcadero, vayamos a tierra y visitemos al viejo lobo de mar.

Lo siguieron por la isla, hasta llegar a la torre, y el padre Brown, ya fuese por haber tocado tierra firme o porque algo le interesaba en la otra orilla del río —a lo que había estado mirando fijamente durante unos segundos—, pareció revivir. Entraron en una alameda de árboles delgados y grisáceos, como los hay en las entradas de los parques y jardines públicos, y en cuyo extremo las ramas de árboles oscuros se agitaban de un lado a otro como plumas negras y moradas sobre lo que parecía una enorme carroza fúnebre. Al dejar atrás la torre, ésta parecía aún más extraña, ya que ese tipo de entradas suele estar escoltado por dos torres, y esa torre, al faltarle su gemela, parecía desequilibrada. Pero por ese mismo motivo, la avenida presentaba la apariencia de la entrada a las propiedades de un caballero, y poseyendo una forma sinuosa, de algún modo parecía un parque más grande de lo que podría haber sido cualquier plantación en una isla parecida. El padre Brown, quizá por su cansancio, tendía algo a la fantasía, pues casi creyó que todo el lugar se hacía más grande, como les ocurre a las cosas en una pesadilla. De todos modos, su marcha se caracterizaba por una monotonía mística, hasta que Fanshaw se detuvo repentinamente y señaló algo que sobresalía a través de un seto, algo que al principio les pareció como el cuerno de una bestia. Una observación más detenida, sin embargo, les mostró que era una hoja de metal ligeramente curvada que brillaba tenuemente en la luz mortecina.

Flambeau, quien, como todos los franceses, había sido soldado, se inclinó sobre ella y dijo con una voz sorprendida:

—¡Pero si es un sable! Creo que conozco el tipo, pesado y curvo, pero más corto que el de caballería; lo han usado en artillería y…

Cuando decía esto, la hoja salió por si misma de la hendidura y cayó con un ruido pesado, cortando las ramas del seto. A continuación, se alzó de nuevo, brilló unos centímetros por encima y volvió a atravesar el seto de un golpe. Después de agitarse para liberarse —acompañado de maldiciones en la oscuridad— cayó al suelo en un segundo. Pero un impulso de energía diabólica envió una rama hacia el sendero, abriéndose un gran hueco en el cercado.

Fanshaw miró por la oscura abertura y lanzó una exclamación de asombro:

—¡Mi querido Almirante! ¿Suele abrir una nueva entrada cada vez que sale a pasear?

La voz en la penumbra volvió a maldecir y luego rompió en una risa alegre.

—No —dijo—, en realidad he salido para cortar este seto pues está devastando el resto de las plantas y aquí no hay nadie que pueda hacerlo. Pero voy a cortar algo más y ahora estoy con ustedes para darles la bienvenida.

Y una vez más alzó el pesado sable y con dos tajos abrió un nuevo hueco, ampliando su diámetro. Cuando fue lo suficientemente grande, pasó por él con una rama gris aún pendiendo de la hoja del arma.

Por un momento se adaptó perfectamente a todas las fábulas de Fanshaw acerca de un viejo Almirante bucanero, pero poco después los detalles parecieron descomponerse en meros rasgos aislados. Por ejemplo, llevaba un amplio sombrero para protegerse del sol, pero la parte delantera estaba torcida hacia arriba y las dos laterales dobladas hacia abajo, tapando las orejas, así que rodeaba su rostro en forma de media luna, como el sombrero de Nelson. Llevaba una chaqueta azul oscura de corte muy común, con nada especial excepto los botones, pero la combinación de éstos con las líneas de los pantalones le daban cierto aire marinero. Era alto y desmañado, caminaba con una especie de contoneo, que no era propio de un marino pero que de algún modo lo sugería, y en su mano sostenía un sable corto que se parecía a un machete de la Armada, pero dos veces más largo. Bajo el ala de su sombrero, su rostro aguileño parecía afanoso, probablemente no sólo porque estaba rasurado, sino porque carecía de cejas. Parecía como si todo el pelo de su rostro hubiese sido barrido por la fuerza de los elementos. Sus ojos eran saltones y penetrantes, su rostro poseía un color curioso y atractivo, en parte tropical; recordaba vagamente al de una naranja de sangre. Eso era porque al mismo tiempo que era rojizo y sanguíneo había en él algo de amarillo que no era de ningún modo un signo de enfermedad, pero parecía brillar como las manzanas doradas de las Hespérides. El padre Brown pensó que jamás había visto una figura tan expresiva de todas las novelas de aventuras.

Cuando Fanshaw terminó de presentar a sus dos amigos, volvió a hablar en tono de burla sobre su lucha con el seto y su aparente rabia irreverente. Al principio, el Almirante le quitó importancia como un trabajo jardinero necesario aunque aburrido, pero finalmente la energía volvió a su risa y exclamó con una mezcla de impaciencia y buen humor:

—Bien, quizá me afané en ello con un poco de rabia y encontré algo de placer en destrozar algo. Así lo haría usted si su único placer consistiese en navegar para encontrar alguna isla de caníbales, pero tuviera que permanecer en esta aburrida y rústica isla. Cuando recuerdo cómo me abrí paso por una milla y media de selva venenosa con un viejo machete la mitad de afilado que éste, y luego recuerdo que debo permanecer aquí y cortar estas ramitas porque un viejo loco emborronó una Biblia familiar y…

Volvió a levantar el acero y esta vez cortó de un tajo la verde pared desde arriba hasta abajo.

—Así me siento —dijo riéndose y arrojando con fuña la espada varios metros—, y ahora vayamos a casa, allí les daré algo de cenar.

El semicírculo de césped frente a la casa contenía tres macizos de flores, uno de tulipanes rojos, otro de tulipanes amarillos y un tercero de flores blancas, de aspecto cerúleo, que los visitantes no conocían y que supusieron flores exóticas. Un pesado y peludo jardinero, de aspecto hosco, sostenía una manguera. Los reflejos del crepúsculo, que parecía quedar prendido de las esquinas de la casa, causaban brillos con los colores de flores remotas, y en un espacio sin vegetación al lado de la casa que daba al río se veía un alto trípode que sostenía un gran telescopio broncíneo. Frente a la escalera de la entrada había una pequeña mesa pintada de verde, como si alguien acabase de tomar el té. La entrada estaba flanqueada por dos troncos con agujeros en forma de ojos y que se suelen identificar como ídolos de los Mares del Sur, y en una tabla de roble situada sobre la entrada se veían confusas inscripciones que parecían bárbaras.

Cuando iban a entrar en la casa, el pequeño clérigo se acercó a la mesa, se subió repentinamente sobre ella, y contempló a través de sus lentes y con toda naturalidad las inscripciones grabadas en la tabla. El almirante Pendragon le miró sorprendido aunque no particularmente molesto; sin embargo, Fanshaw estaba tan divertido con lo que parecía un pigmeo ante su pequeña cabaña que no pudo contener la risa. Pero el padre Brown no estaba en condiciones de notar ni la risa ni el asombro.

Estaba observando tres símbolos grabados que, aunque oscuros y casi borrados, parecían significar algo para él. El primero parecía el perfil de una torre u otro edificio, coronado con algo similar a lazos ensortijados. El segundo era más claro, un galeón isabelino con olas decorativas, pero interrumpido en la mitad por una curiosa roca dentada que podía ser o un desperfecto en la madera o una representación convencional del agua que penetra. El tercer símbolo representaba la parte superior de una figura humana, que terminaba en una línea ondulada, como una ola; el rostro no poseía rasgos y parecía borrado, y los dos brazos estaban alzados con rigidez.

—Bien —murmuró el Padre Brown parpadeando—, aquí está la leyenda del español con toda claridad. Aquí lo tenemos levantando los brazos y maldiciendo en el mar, y aquí están las dos maldiciones: el barco naufragado y el incendio de la torre de los Pendragon.

Pendragon sacudió la cabeza con una suerte de venerable divertimento.

—¿Y qué otras cosas no podría ser? —dijo—. ¿No sabe que esa media figura humana, como la del león o la del ciervo, son comunes en la heráldica? Y esa línea podría ser una de esas líneas dentadas que hay en las naves, y aunque el tercer símbolo no resulta muy heráldico, lo sería más si supusiésemos una torre coronada por un laurel y no por fuego, y así lo parece.

—Pero reconocerá que es muy extraño que confirme exactamente la vieja leyenda.

—¡Ah! —replicó el escéptico aventurero—, pero no saben cuánto de la vieja leyenda coincide con los acontecimientos reales y con sus protagonistas. Además, sólo se trata de eso, de una vieja leyenda. Fanshaw, a quien le gustan esas cosas, les puede contar otras versiones del relato y mucho más horribles. Algunos testimonios históricos cuentan que mi infortunado antepasado partió al español por la mitad, y eso también encajaría con ese bonito símbolo. Otros testimonios olvidados hablan de una torre llena de serpientes, lo que explicaría esas extrañas ondulaciones en el grabado. Y una tercera teoría supone que la línea dentada sobre el navío no es más que un rayo; esto demuestra, si lo examinamos seriamente, hasta qué punto pueden llegar esas infelices coincidencias.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Fanshaw.

—Sucede —replicó con frialdad su anfitrión— que no hubo ningún rayo ni relámpago en dos de los tres naufragios que conozco en mi familia.

—¡Oh! —dijo el padre Brown, y se apartó de la pequeña mesa.

Hubo otro silencio durante el cual oyeron el continuo rumor del río; luego Fanshaw dijo con un tono dubitativo y quizá decepcionado:

—¿Entonces no cree que haya algo de cierto en los relatos acerca de la torre en llamas?

—Están los relatos, por supuesto —dijo el almirante encogiéndose de hombros—, y algunos de ellos, no lo niego, con una evidencia más decente de lo que uno puede esperar en ese tipo de cosas. Alguien vio un trueno cerca de aquí, cuando atravesaba el bosque; alguien guardaba las ovejas en las montañas y pensó que la torre de los Pendragon estaba en llamas. Bueno, en un lugar tan húmedo como esta detestable isla en lo último que se puede pensar es en un fuego.

—¿Y aquel fuego de allí? —preguntó el padre Brown con una cortesía precipitada, señalando hacia el bosque en la ribera izquierda del río.

Todos perdieron un poco el equilibrio y Fanshaw, el más imaginativo, tardó bastante en recuperar el suyo, mientras veían una columna de humo ascendiendo silenciosamente hacia la luz crepuscular.

Pero Pendragon volvió a soltar una carcajada.

—¡Son gitanos! —dijo—. Acampan en las cercanías desde hace una semana. Caballeros, me imagino que querrán cenar.

Y se dio la vuelta con la intención de entrar en la casa.

Pero la tendencia supersticiosa de Fanshaw aún no se había aplacado, así que dijo precipitadamente:

—Almirante, ¿qué es ese siseo que se oye cerca de la isla? Parece fuego.

—Sólo lo parece —dijo el almirante riéndose—, es una canoa que pasa.

En el mismo momento en que habló, el mayordomo, un hombre delgado vestido de negro, con el pelo muy oscuro y el rostro amarillo, apareció en la entrada y dijo que la cena ya estaba servida.

El comedor era tan náutico como un camarote, pero correspondía más al moderno capitán que al isabelino. Había, ciertamente, tres machetes antiguos sobre la chimenea y un mapa del siglo XVII con dragones y navíos en el proceloso mar. Pero esos objetos destacaban poco en comparación con algunas abigarradas aves suramericanas, representadas con intenciones científicas, a lo que se añadían fantásticas caracolas del Pacífico y algunos instrumentos tan primitivos en la forma que algunos salvajes los podrían haber utilizado para matar a sus enemigos o para cocinarlos. Pero el colorido llegaba a su punto culminante con el hecho de que, además del mayordomo, el almirante tenía otros dos criados que eran negros, embutidos en unos uniformes amarillos. La tendencia instintiva del sacerdote a analizar sus propias impresiones le dijo que el color y las estrechas chaquetillas de esos bípedos sugerían la palabra «canario», y así, con un simple juego de palabras, se los conectaba con viajes por el sur. Hacia el final de la cena, sacaron de la habitación sus ropas amarillas y sus negros rostros, dejando sólo las ropas negras y el rostro amarillo del mayordomo.

—Lamento que se tome esto a la ligera —dijo Fanshaw al anfitrión—, porque la verdad es que he traído a estos amigos míos con la idea de que le ayudasen, ya que saben mucho acerca de estos asuntos. ¿No cree entonces en la historia familiar?

—No creo en nada —respondió bruscamente Pendragon dirigiendo su mirada hacia un pájaro tropical rojo—. Soy un hombre de ciencia.

Para la sorpresa de Flambeau, su amigo el padre Brown, que parecía haberse espabilado enteramente, habló de historia natural con su anfitrión y ofreció una información inesperada, hasta que llegó el postre y se desvaneció el último de los sirvientes. A continuación, dijo sin alterar el tono:

—Por favor, no me crea impertinente, Almirante Pendragon. No pregunto por curiosidad, sino para orientarme y por su propia conveniencia. ¿Lo he entendido mal o no quería hablar de estas cosas delante de su mayordomo?

El Almirante levantó sus cejas desprovistas de pelo y exclamó:

—Bueno, no sé adonde quiere llegar, pero la verdad es que no soporto a ese tipo. Sin embargo, no puedo desembarazarme de un criado que lleva mucho tiempo en la familia, Fanshaw, con sus cuentos de hadas, diría que mi sangre se rebela contra hombres con ese pelo negro y tan español.

Flambeau dio un golpe en la mesa con su pesado puño y exclamó:

—¡Por Dios! ¡Y así era el pelo de la joven!

—Espero que todo acabe esta noche —continuó el Almirante—, cuando mi sobrino regrese sano y salvo de su travesía. Parecen sorprendidos. No lo comprenderán, supongo, a menos que les cuente la historia. Ya ven, mi padre tuvo dos hijos, yo permanecí soltero, pero mi hermano mayor se casó y tuvo un hijo que se hizo marino como todos nosotros, y heredará las propiedades. Bien, mi padre era un hombre extraño, de algún modo combinaba la superstición de Fanshaw con una gran porción de mi escepticismo, ambas tendencias combatían constantemente en su interior, y después de mis primeros viajes, desarrolló una argumentación que demostraría definitivamente si la maldición era verdadera o falsa. Si todos los Pendragon navegaban al mismo tiempo por el mundo, pensó que había demasiadas posibilidades de catástrofes naturales como para probar algo. Pero si salíamos al mar de un modo consecutivo, en orden estricto de sucesión hereditaria, eso, según pensó, mostraría si algún destino perseguía a la familia como tal familia. Era una argumentación estúpida, creo, y tuve una dura disputa con mi padre, pues yo era un hombre ambicioso y me dejó el último, después de mi propio sobrino.

—Y su padre y su hermano —dijo cortésmente el sacerdote— me temo que murieron en el mar.

—Sí —gruñó el Almirante—, y en dos de esos accidentes brutales en los que se basan las mitologías de la humanidad, en dos naufragios. Mi padre, cuando regresaba del Atlántico y ya se encontraba en esta costa, se estrelló contra las rocas de Cornualles. El barco de mi hermano se hundió, nadie sabe dónde, cuando regresaba de Tasmania. Jamás encontraron su cuerpo. Le digo que se trató de un accidente completamente natural, mucha gente murió con los Pendragon, y semejantes desastres se consideran normales entre los navegantes. No obstante, han encendido el fuego de la superstición, y la gente ve la torre en llamas por todas partes. Por eso digo que el asunto se arreglará en cuanto Walter regrese. La joven con la que está prometido tiene que venir hoy, pero como temía que cualquier retraso la asustaría le dije que no viniera hasta que yo se lo dijera. Pero es seguro que estará aquí esta noche, y entonces todo se disolverá en humo de tabaco. Romperemos esa vieja mentira como una botella de este vino.

—Un vino muy bueno —dijo el padre Brown, levantando gravemente su copa—, pero como ve, un mal bebedor. Le pido sinceramente perdón.

Brown había derramado unas gotas de vino sobre el mantel. Bebió y dejó la copa con un rostro sosegado, pero su mano dio un respingo en el momento en que fue conciente de un rostro que miraba hacia el interior desde el jardín, justo detrás del Almirante, era el rostro de una mujer, morena, con pelo y ojos meridionales, joven, pero que parecía la máscara de una tragedia.

Después de una pausa, el sacerdote volvió a hablar con suavidad.

—Almirante —dijo—, ¿me puede hacer un favor? ¿Nos permite pasar esta noche en la torre? ¿Sabe que en mi actividad usted es un exorcista antes que cualquier otra cosa?

Pendragon se levantó y paseó rápidamente de un lado al otro de la ventana, de la que el rostro se había desvanecido instantáneamente.

—Ya le digo que no hay nada de verdad en todo eso —exclamó con un tono violento—. Sólo hay una cosa que sé en todo este asunto. Usted me puede llamar un ateo. Soy un ateo.

Aquí se volvió y miró fijamente al padre Brown con un semblante de temerosa concentración.

—Este asunto es completamente natural. No hay ninguna maldición.

El padre Brown sonrió.

—En ese caso —dijo—, no opondrá ninguna objeción a que duerma en su deliciosa casa de verano.

—Esa idea es extremadamente ridícula —replicó el Almirante, tamborileando con los dedos en la parte posterior de su silla.

—Por favor, perdóneme —dijo Brown con su tono más compasivo, derramando otra vez el vino—, pero me parece que no está tan tranquilo acerca de esa torre en llamas como quiere aparentar.

El almirante Pendragon volvió a sentarse tan abruptamente como se había levantado, pero se quedó en silencio, y cuando habló, lo hizo en voz baja:

—Lo hará bajo su propia responsabilidad —dijo—, pero ¿no se volvería usted un ateo para guardar la cordura en todo este pandemónium?

Unas tres horas después, Fanshaw, Flambeau y el sacerdote se internaban en la oscuridad del jardín, y los otros dos comenzaron a comprender que el padre Brown no tenía la intención de acostarse ni en la torre ni en la casa.

—Creo que el césped necesita que lo corten —dijo con voz soñadora—, si encuentro una escarda lo haré yo mismo.

Lo siguieron riendo y con algunas protestas, pero él respondió con solemnidad, explicándoles con un pequeño sermón exasperante que uno siempre puede encontrar alguna pequeña ocupación que sea más útil a los demás. No encontraron ninguna escarda, pero si una vieja escoba hecha de ramas, con la que empezó a barrer con energía las hojas caídas.

—Siempre hay algo que hacer —dijo con necia alegría—, como dijo George Herbert: «Quien barre el jardín de un Almirante en Cornualles, hace algo por la ley».

Y poco después añadió, arrojando repentinamente la escoba:

—Vamos a regar las flores.

Con la misma confusión de emociones observaron a una distancia prudencial cómo desenrollaba la manguera, diciendo con un aire de nostálgica discriminación:

—Los tulipanes rojos antes que los amarillos, creo. Parecen algo secos, ¿verdad?

Giró la boca de la manguera y el agua salió como disparada como un sólido y largo cable de acero.

—Tenga cuidado, Sansón —exclamó Flambeau—, acaba de cortarle la cabeza al tulipán.

El padre Brown permaneció arrepentido contemplando la planta decapitada.

—En vez de regar, me parece que estoy sembrando el pánico entre las plantas —admitió, rascándose la cabeza—. Supongo que es una lástima que no haya encontrado la escarda. ¡Tendrían que haberme visto con esa herramienta! Hablando de herramientas, Flambeau, ¿tiene el bastón estoque que siempre lleva consigo? Así está bien. Y Sir Cecil podría llevar la espada que el Almirante arrojó cerca del seto. ¡Qué gris parece todo!

—Se está elevando la niebla sobre el río —dijo Flambeau mirándola fijamente.

Casi en el mismo instante en que habló, apareció la figura del peludo jardinero en una loma de césped y les gritó con un rastrillo en la mano y voz terrible:

—¡Deje esa manguera, déjela y váyase…!

—¡Oh, lo siento mucho! —replicó el reverendo con voz débil—, ¿sabe? He derramado algo de vino en la cena.

Hizo un gesto ondeante de disculpa hacia el jardinero con la manguera aún en la mano, y roció su rostro con un buen chorro de agua fría que hizo el mismo efecto que una bala de cañón. Se tambaleó y cayó con las botas por el aire.

—¡Qué horror! —dijo el padre Brown, mirando a su alrededor con cara de sorpresa—. ¡He golpeado a un hombre!

Permaneció un momento con la cabeza inclinada hacia adelante, como si escuchara, y luego emprendió un trote hacia la torre, llevando consigo la manguera. La torre estaba cerca, pero su silueta aparecía curiosamente indistinta.

—Su niebla del río —dijo— tiene un olor extraño.

—Por Dios que tiene razón —exclamó Fanshaw, que estaba pálido—, pero no querrá decir…

—Quiero decir —dijo el padre Brown—, que una de las predicciones científicas del Almirante se va a cumplir esta noche. La historia va a terminar en humo.

Mientras hablaba, una luz de un rojo maravilloso pareció abrirse como una gigantesca rosa, pero acompañada de un crujido que parecía la risa de un diablo.

—¡Dios mío! ¿Qué es eso? —exclamó Sir Cecil Fanshaw.

—El signo de la torre llameante —dijo el padre Brown, y dirigió el chorro de agua de la manguera hacia el centro del parche rojo.

—Hemos tenido suerte de no habernos ido a la cama —dijo Fanshaw—; supongo que podría haberse extendido a la casa.

—Recuerde —dijo tranquilamente el sacerdote— que el seto al que se podía haber extendido ha sido cortado.

Flambeau dirigió su mirada electrizada hacia su amigo, pero Fanshaw se limitó a decir con tono ausente:

—Bien, de todos modos no se ha producido ninguna víctima.

—Es una torre extraña —observó el padre Brown—; si mata a alguien lo hace cuando está en otro sitio.

En ese instante la figura monstruosa del jardinero se perfiló de nuevo contra el cielo sobre la verde loma con su barba flameante, haciendo señas a otros para que acudieran, pero ahora no hacía ondear un rastrillo sino un machete. Detrás de él aparecieron los dos negros, también con los viejos machetes curvos sacados del escudo de adorno. Pero en el resplandor rojo, con sus negros rostros y sus figuras amarillas, parecían diablos llevando instrumentos de tortura. Desde la penumbra del jardín, detrás de ellos, surgió una voz distante que trasmitía consignas. Cuando el sacerdote oyó esa voz, su semblante sufrió un cambio terrible. Pero permaneció tranquilo, y nunca apartó la mirada de la llama que había comenzado a extenderse, pero que se había contraído algo al entrar en contacto con el chorro de agua. Mantuvo su dedo en la boca de la manguera para poder dirigir el agua con precisión y no se preocupaba de nada más, percibiendo sólo por el ruido y el semiconciente rabillo del ojo los excitantes incidentes que comenzaban a ocurrir en el jardín de la isla. Dio dos instrucciones breves a sus amigos. Una fue: «Tumba a esos tipos como sea y átalos, hay cuerda allí abajo, junto a esa gavilla. Me quieren quitar mi preciosa manguera». Y la segunda: «Tan pronto como puedan llamen a la joven de la canoa, está en la otra orilla, con los gitanos. Pregúntenle si puede conseguir algunos cubos y llenarlos de agua». Luego cerró la boca y continuó regando la flor roja con menos consideración de la empleada con el tulipán rojo. No volvió la cabeza para mirar la extraña lucha que siguió entre amigos y enemigos del fuego misterioso. Casi sintió cómo temblaba la isla cuando Flambeau colisionó con el enorme jardinero; se limitó a imaginar cómo giraban a su alrededor durante la lucha. Oyó el estruendo de una caída, así como el resuello de triunfo de su amigo cuando arrojó al suelo al primer negro, así como los gritos de los dos negros cuando Flambeau y Fanshaw los ataron. La fuerza enorme de Flambeau hizo más que equiparar la lucha, especialmente cuando el cuarto hombre aún rondaba cerca de la casa como una sombra y una voz. También oyó el ruido del agua al ser golpeada por los remos de una canoa, la voz de la joven impartiendo órdenes, las voces de los gitanos respondiendo y acercándose, el ruido pesado de cubos vacíos al ser arrojados a la corriente y, finalmente, el ruido de muchos pies alrededor del fuego. Pero todo esto apenas significaba nada para él en comparación con el hecho de que el resplandor rojo, después de aumentar de tamaño, había vuelto a disminuir ligeramente.

Entonces sonó un grito tan cerca de él que volvió la cabeza. Flambeau y Fanshaw, con el refuerzo de algunos gitanos, habían salido en persecución del hombre misterioso cercano a la casa, y oyó desde el otro extremo del jardín cómo el francés gritaba de horror y de asombro. Su grito fue acompañado de un aullido que no se podía llamar humano y que resonó por todo el jardín. Tres veces retumbó en la isla y de un modo tan terrible como el alarido de un demente, confundiéndose con los gritos de los perseguidores. Pero aún daba una sensación más terrible, ya que parecían niños jugando en el jardín. Cuando por fin lo arrinconaron, la figura saltó a la corriente del río y desapareció con un chasquido en el agua oscura.

—Me temo que ya no pueden hacer nada más —dijo Brown con una voz dolorosa—. Se habrá estrellado contra las rocas, adonde ha enviado a muchos. Sabía cómo usar una leyenda familiar.

—¡Oh, no hable con parábolas! —exclamó con impaciencia Flambeau—. ¿No lo puede poner con palabras de una sílaba?

—Sí —respondió Brown con la mirada en la manguera—, dos ojos brillantes, vamos adelante; uno parpadea, nos vamos a pique.

El fuego siseó y crepitó más y más, como un ser estrangulado, mientras se iba reduciendo bajo el ímpetu del agua de los cubos y de la manguera, pero el padre Brown aún mantuvo la mirada fija en él mientras continuaba hablando:

—He pensado en pedirle a esta joven, en cuanto amanezca, que mire a través de ese telescopio hacia la boca del río. Podrá ver algo que le interesará: el barco en el que Mr. Walter Pendragon regresa a su hogar y quizá incluso el torso del hombre, ya que ahora se encontrará a salvo, pues habrá llegado a la orilla. Ha estado a punto de naufragar, y jamás hubiera podido eludir ese destino, si la joven no hubiese sospechado del telegrama del viejo Almirante y no hubiese venido para vigilarlo. Pero no hablemos del viejo Almirante. No hablemos de nada. Baste con decir que si esta torre, con su madera resinosa bien ensamblada, hubiese ardido, el resplandor en el horizonte hubiese parecido la luz del faro costero.

—Y así es —dijo Flambeau— como murieron el padre y el hermano. El tío demente de las leyendas se habría apropiado de todo.

El padre Brown no respondió, y no habló, excepto para alguna cortesía, hasta que se encontraron todos a salvo en el camarote del yate alrededor de una caja de cigarros. Vio que el fuego frustrado se había extinguido, y luego rechazó demorar la partida, aunque oyó al joven Pendragon, escoltado por una entusiástica multitud, llegar a la orilla del río, y podría —si le hubiera impulsado el interés por las curiosidades románticas— haber recibido las gracias del hombre del barco y de la joven de la canoa. Pero la fatiga se había apoderado nuevamente de él y sólo se movió cuando Flambeau le dijo repentinamente que sobre sus pantalones se había caído algo de ceniza encendida.

—Eso no es ceniza de cigarro —dijo con cansancio—, eso es por el fuego, pero no lo saben porque están fumando sus cigarros. Ése fue el primer motivo que me hizo sospechar del mapa.

—¿Se refiere al mapa de Pendragon de las islas del Pacífico? —preguntó Fanshaw.

—Usted pensó que se trataba de un mapa de las islas del Pacífico —respondió Brown—. Ponga una pluma con un fósil y un trocito de coral y todos creerán que es un espécimen. Ponga la misma pluma con un lazo y una flor artificial y todo el mundo creerá que es un sombrero de señora. Ponga la misma pluma con un tintero, un libro y unas hojas, y todos los hombres jurarán que han visto una pluma de escribir. Así, usted vio ese mapa entre pájaros tropicales y conchas y pensó que era un mapa de las islas del Pacífico. En realidad, era el mapa de este río.

—Pero ¿cómo lo sabe? —preguntó Fanshaw.

—Vi la roca que usted pensó que se parecía a un dragón, y la otra que se parecía a Merlín, y…

—Parece haberse fijado en muchas cosas en cuanto entramos —exclamó Flambeau—; creímos que estaba abstraído.

—Estaba mareado por el barco —dijo simplemente el padre Brown—. Me sentía fatal, pero sentirse así de mal no tiene nada que ver con dejar de ver las cosas.

Y dicho esto cerró sus ojos.

—¿Cree usted que la mayoría de los hombres se hubiera fijado? —preguntó Flambeau.

No obtuvo respuesta alguna. El padre Brown se había quedado dormido.