CAPÍTULO VII

LA GUERRA VERDE

DESPUÉS de la partida de Ambar, Miguel Ángel Aznar intentó olvidarla en el torbellino de una actividad febril. Redujo sus horas de descanso y aumentó las de trabajo. Cada día visitaba personalmente las factorías donde se fabricaban las bombas anticatalizadoras y los gigantescos talleres donde proseguía a ritmo ininterrumpido la construcción de buques siderales. Estos salían de la cadena de montaje a razón de unos 300 diarios, número que venía a compensar el de las pérdidas diarias de la Armada.

También se interesó por la pronta devolución del pueblo oceánide al mundo gaseoso a que habían pertenecido en sus remotos orígenes. Los cirujanos oceánides, auxiliados por sus colegas de Valera, procedieron inmediatamente a operar sobre las branquias de los oceánides transformándolas en pulmones.

El rey Tritón II, dando ejemplo de lo que debería ser un auténtico monarca, se empeñó en ser el último oceánide que abandonara las limpias aguas del Lago Mayor. El Duque Cloris y los ministros del Consejo del Reino imitaron a Tritón y se negaron a ser operados mientras quedara uno solo de sus súbditos en las aguas.

Esto, sin embargo, no quería decir que Tritón, su gobierno ni los oceánides tuvieran que permanecer forzosamente prisioneros del Lago Mayor. Durante las primeras semanas, muy pocos oceánides salían del lago. Pero a medida que la atareada industria valerana pudo atender los pedidos de yelmos de cristal, los oceánides fueron apareciendo por las calles del Nuevo Biarritz, ciudad veraniega que se levantaba a orillas del lago, llegando el día en que esta población vio atestadas sus salas de proyección, sus museos, sus parques y almacenes por más de 200.000 oceánides provistos de yelmo o sin él.

Entre tanto proseguía la guerra en el espacio. Las escuadrillas «fantasma» de la Armada Sideral patrullaban el espacio en todas direcciones, atacaban los convoyes de buques mercantes y entablaban pequeños y violentos combates con la Imperial Flota de Nahum. Los convoyes nahumitas eran cada vez más escasos y de aquellos que se aventuraban en el espacio muy pocos llegaban a Noreh.

Miguel Ángel expidió a Noreh algunos cruceros de descubierta para que sacaran fotografías del planeta. El diario examen de estas fotografías tomadas desde varios millones de kilómetros de distancia por medio del telescopio, indicaron que los nahumitas estaban roturando grandes extensiones de su planeta metropolitano para convertirlas en cultivos.

—Perfectamente —dijo Miguel Ángel a la vista de aquellos informes—. Los nahumitas han comprendido al fin que no pueden depender exclusivamente de sus colonias en tanto nosotros estemos patrullando el espacio. Han comprendido también que la necesidad de escoltar los convoyes distrae una gran cantidad de sus buques, lo que contribuye a debilitar sus defensas. Por lo tanto se disponen a extraer del suelo de su propio planeta los alimentos vitales y reducir en lo posible la navegación mercante.

—¡Lástima de esfuerzos en vano! —exclamó el almirante Cicerón riendo—. Los nahumitas no llegarán a recoger el fruto de sus cosechas. Sus sembrados se disiparán en humo apenas hayan brotado de la tierra.

Los días continuaron transcurriendo rápidos en Valera. Pese a sus esfuerzos por olvidar a la princesa Ambar, Miguel Ángel se levantaba cada día con la vana esperanza de que le aguardaba un radiograma de Noreh invitándole a una conferencia de paz con el Emperador Tass. Naturalmente, el ansiado radiograma no llegó nunca. Y era lógico que fuera así, porque los nahumitas continuaban considerándose los más fuertes y no querían entrar en negociaciones en las que, al menos bajo su punto de vista, nada tenían que ganar y sí mucho que perder.

Entre afanes, nerviosismos y preparativos llegó la fecha prevista para el asalto a Noreh. El Estado Mayor había decidido lanzar una flota contra el planeta Ursus antes de atacar al planeta Noreh. Se esperaba que la Imperial Flota de Nahum acudiría en auxilio del planeta dejando una fuerza en Noreh. El propósito del Estado Mayor Expedicionario era engañar al enemigo haciéndole creer que se proponía desembarcar en Ursus, para volver de pronto sobre Noreh y pillar por sorpresa a la guarnición.

Una semana antes de lo previsto, las bombas anticatalizadoras de clorofila se hallaban almacenadas en los arsenales de Valera en cantidad suficiente para volatizar toda la vegetación de los once planetas de Nahum.

El autoplaneta Valera, lanzando fantásticas cantidades de buques siderales al espacio, se precipitó sobre el planeta Ursus. La Imperial Flota de Nahum cayó en la trampa. Los nahumitas creyeron que los terrícolas, dándose cuenta de la inutilidad de atacar a Noreh, se proponían conquistar los planetas-colonia para dejar aislada a la metrópoli.

A muchos millones de kilómetros de distancia de Ursus, el autoplaneta Valera y la Armada Sideral tropezaron con una gigantesca concentración de buques de guerra nahumitas. En este momento, diez escuadrillas se dispersaron en varias direcciones para simular un asalto a los otros planetas y fijar en ellos una importante guarnición enemiga.

La Armada Sideral terrícola, mandada por control remoto desde el autoplaneta, salió por primera vez al encuentro del enemigo. Éste había concentrado en torno a Ursus un número de buques igual al de toda la Armada terrícola. Desde la sala de derrota del autoplaneta, Miguel Ángel y sus almirantes vieron como la Imperial Flota de Nahum viraba en redondo y se retiraba hacia el planeta Ursus.

—¡Cómo! —exclamó el vicealmirante Blasón—. ¿Huyen?

—Solamente se retiran —dijo el almirante Herrera—. Los nahumitas están dispuestos a dar la cara a nuestros buques, pero no quieren combatir a la vez con Valera. Saben que nuestro autoplaneta no puede aproximarse a Ursus a una distancia menor de seis millones de kilómetros. En este espacio será donde se desarrollará la batalla.

Las palabras del almirante Herrera resultaron proféticas. La Imperial Flota de Nahum, perseguida por la Armada Sideral terrícola y el autoplaneta Valera, se retiró hasta dos millones de kilómetros de distancia del planeta Ursus. Allí viró en redondo y cargó contra los terrícolas al estilo de la vieja caballería. Valera había empezado a describir una órbita en torno a Ursus. La Armada Sideral se había separado de él y avanzaba contra la Imperial Flota de Nahum en formación de combate. La más grande batalla sideral de cuantas se habían librado en el Universo hasta entonces empezó ante los ojos de Miguel Ángel Aznar y su Estado Mayor.

Ambas fuerzas siderales se aproximaron la una a la otra llevando por delante una densa barrera de torpedos «robot». Estos torpedos se encontraron aproximadamente a igual distancia entre las dos flotas y entablaron combate.

El Estado Mayor Expedicionario, confiando en la superioridad técnica de los «cerebros» electrónicos que tripulaban sus buques, decidieron llegar al cuerpo a cuerpo con la Imperial Flota de Nahum. De la confusión que se originara a partir del choque de las dos armadas, los buques terrícolas estarían en condiciones de superioridad sobre el enemigo por su mayor precisión y estar controlada desde el autoplaneta.

La Imperial Flota de Nahum no podía rehuir este cuerpo a cuerpo porque se encontraba entre el planeta Ursus y el autoplaneta. Si retrocedía sería para entrar en la atmósfera de Ursus. Los nahumitas se decidieron por aceptar el combate.

En los noventa minutos siguientes, la batalla sideral fue de una violencia y una confusión tremenda. Los buques terrícolas, conducidos por sus pilotos electrónicos, que a su vez obedecían las órdenes dadas de viva voz desde el autoplaneta, dejaron sentir su superioridad técnica desde el primer instante. Ningún cerebro humano hubiera sido capaz de poner orden en aquella confusión ni seguir el desarrollo de la batalla a partir del momento en que las dos fuerzas entraron en contacto. Sin embargo, los cerebros electrónicos no se azaraban ni se confundían ni agitaban en las alternativas de una lucha como la que estaba desarrollándose.

Los cerebros electrónicos funcionaban con la fría precisión de una máquina de jugar al ajedrez. Aquí, todas las jugadas estaban previstas de antemano. Y los mejores jugadores eran los cerebros electrónicos terrícolas. Los pilotos mecánicos de Miguel Ángel sabían esquivar los torpedos enemigos mejor que los nahumitas. A su vez, los torpedos lanzados por los buques terrícolas eran más rápidos y más certeros que los de la Imperial Flota de Nahum.

Al cabo de aquella hora y media de combate, los radiotelegrafistas de la sala de control del autoplaneta interfirieron un mensaje cifrado nahumita. En él, el almirante que mandaba la Imperial Flota de Nahum pedía auxilio a las fuerzas de reserva que estaban en Noreh.

—¡Magnífico! —exclamó el almirante Herrera. E inclinándose sobre el micrófono ordenó a la sala de control—: No pierdan el contacto con la fuerza destacada cerca de Noreh. Queremos saber la importancia de la fuerza que venga en auxilio de Ursus.

La batalla prosiguió con furia apocalíptica. Al cabo de dos horas los nahumitas habían perdido más de dos millones de buques, frente a sólo ochocientos mil de los terrícolas. A partir de este instante la batalla decayó porque siempre habían gran número de buques yendo del campo de batalla al planeta Ursus o al autoplaneta para aprovisionarse de torpedos.

Miguel Ángel y sus almirantes comieron en la misma cámara de derrota, sin apartar sus ojos de las lisas paredes de la esfera en cuyo interior se hallaban. Lentamente, la Armada Sideral iba sacando ventaja a la Imperial Flota de Nahum. Hasta entonces no se había visto ni uno solo de los buques de guerra que los nahumitas habían construido en número de cinco millones en los últimos tres años, copiándolos de los apresados a Valera. Miguel Ángel suponía, con razón, que los nahumitas reservaban estos magníficos buques para la defensa de su planeta metropolitano. Esta creencia quedó confirmada, cuando algunas horas después el destacamento de observación anunció que una flota sideral de 4.000.000 de buques de modelo idéntico al terrícola habían sido vistos navegando rumbo a Ursus.

—Esperaremos unas horas más aquí —dijo Miguel Ángel—. En tanto llegan los refuerzos nahumitas podemos acabar de destrozar a la guarnición de Ursus.

Cinco horas más tarde, la superioridad de la Armada Sideral de los terrícolas era neta. Sólo dos millones de buques nahumitas combatían frente a los 4.500.000 que sumaban los buques terrestres.

—Esta sería una magnífica ocasión para bombardear a Ursus —dijo el almirante Mendizábal.

—No utilizaremos las bombas anticatalizadoras contra estos planetas a menos que sea absolutamente necesario —contestó Miguel Ángel—. Recuerden que en cada uno de estos planetas hay diez millones de compatriotas nuestros y que ellos serían los primeros en sufrir los rigores del hambre. Los planetas-colonias caerán sin lucha una vez hayamos aniquilado el planeta-metrópoli. Sería lamentable que hundiéramos a los desgraciados habitantes de estos planetas en el hambre y la desesperación sin necesidad imperiosa de ello. Es fácil destruir la vegetación de un mundo, pero para restaurarla se necesitan siglos. Y además, aún vencedores, nosotros no podríamos correr en auxilio de estos desdichados con toda la prisa que ellos necesitarían.

En este instante, desde la sala de control anunciaron la proximidad de la Flota nahumita que llegaba en auxilio del vapuleado destacamento de Ursus. Este era el momento esperado por Miguel Ángel. El joven empuñó con mano crispada el micrófono y ordenó:

—¡Atención, todas las fuerzas siderales de la Armada Valerana! ¡Sigan al autoplaneta! ¡Atención, cámara de derrota a sala de máquinas! ¡Pongan los reactores a la máxima potencia! ¡Sala de control! ¡Arrumben a Noreh!

Inmediatamente después de recibir esta orden, la Armada Sideral abandonó el campo de batalla. Había empezado la competición de velocidad entre la Armada Sideral terrícola y la Imperial Flota de Nahum. La meta era el planeta Noreh.

El orbimotor, con sus reactores atómicos a la máxima potencia, aceleraba constantemente mientras surcaba el espacio en dirección a la Flota nahumita que venía en sentido contrario.

Los destrozados restos del destacamento del planeta Ursus se quedaron atrás. La Flota nahumita que llegaba para reforzar a Ursus vio venir a su encuentro el gigante y se aprestó a virar, no tanto para salir de su trayectoria como para ponerse a volar en su persecución. Sólo existía un inconveniente: aquella flota llevaba muchas horas de continua aceleración. Ahora, para detenerse necesitaba casi tanto tiempo como había empleado para alcanzar la velocidad que llevaba. Este frenado no podía efectuarse antes de que Valera rebasara a los nahumitas. A éstos no les quedaba más recurso que virar, pero para ello tenían que describir una curva de varias decenas de miles de kilómetros y perder mucha de su velocidad.

La Imperial Flota de Nahum que llegaba desde Noreh se dispuso en efecto a virar. Para ello se alejó de la ruta del autoplaneta y desapareció en las profundidades del espacio.

—¡Muy bien! —dijo el almirante Cicerón con una risita de conejo—. Cuando acaben su viraje y se lancen en nuestra persecución les llevaremos una ventaja de varios millones de kilómetros. Llegaremos a Noreh antes que ellos.

La carrera sideral prosiguió durante muchas horas. El planeta Noreh, que al principio era visible como una pequeña estrella, aumentaba rápidamente de tamaño ante los ojos fatigados del Estado Mayor terrícola. Valera se encontraba todavía muy lejos de Noreh cuando detuvo los reactores atómicos y empezó a frenar el tremendo impulso que llevaba. Entonces la Armada Sideral, que había venido haciendo de cola de Valera, pasó delante de éste y le fue ganando ventaja según se acercaba al planeta Noreh.

En Noreh quedaba una guarnición de dos millones de buques de combate, en su mayor parte acorazados de modelo idéntico al terrestre.

En pos del autoplaneta, con hora y media de retraso, llegaba el destacamento nahumita que saliera de Noreh para auxiliar a Ursus.

—Tenemos una hora de tiempo para arrollar a la guarnición de Noreh y bombardear el planeta antes de que lleguen los refuerzos enemigos que nos vienen a la zaga —dijo Miguel Ángel. Y volviéndose hacia el almirante Herrera agregó—: ¿Cree que nos bastará?

—¡Oh, desde luego! —aseguró Herrera. Y empuñando el micrófono empezó a disparar secas y rápidas órdenes.

La Armada Sideral Expedicionaria estaba entonces en la proporción de dos a uno sobre la Imperial Flota de Nahum. Forzosamente había de vencer la primera.

En una formación de cuña, los buques de guerra terrícolas descendieron sobre Noreh y entablaron combate con los nahumitas. Esta vez, los almirantes de Valera no permitieron que sus navíos llegaran al cuerpo a cuerpo con el enemigo. Todo lo contrario; se mantuvieron a una distancia prudencial para hacer valer su supremacía numérica. Desde larga distancia, los cuatro millones de navíos cósmicos lanzaron densas andanadas de torpedos. Estos eran siempre doble en número a los máximos que podía lanzar la Imperial Flota de Nahum, barrían literalmente a los torpedos que les salían al paso y caían en forma de lluvia mortal sobre los navíos nahumitas.

Los nahumitas lanzaron al combate sus autoplanetas. Éstos eran grandes esferas metálicas rodeadas de un anillo que les daba notoria semejanza con el planeta Saturno del sistema planetario del que formaba parte la Tierra. Estos gigantescos globos se desmontaban en tres piezas cada uno: dos medias esferas y el disco central que también operaba por su cuenta.

Con la intervención de los grandes autoplanetas nahumitas las fuerzas se nivelaron ligeramente. Pero los autoplanetas no eran buques de asalto, sino fortalezas volantes. La Armada Sideral terrícola, que disfrutaba del privilegio de la movilidad, podía llevar el combate al lugar más conveniente… y así lo hizo.

Dando vueltas en torno al planeta Noreh, como una nube de mosquitos empeñados en extraña danza, la Armada Sideral Expedicionaria y la Imperial Flota de Nahum combatieron furiosamente durante cuarenta minutos. Al cabo de este tiempo, las fuerzas de ataque terrícolas habían abierto una tremenda brecha en las filas contrarias. Un millón de buques siderales fueron derribados a los nahumitas. Esto quería decir que cada minuto saltaban despedazados en la hoguera de las explosiones atómicas 25.000 navíos de guerra nahumitas. En igual tiempo, las pérdidas de la Armada Sideral terrícola eran prácticamente nulas. Los torpedos «robot» nahumitas jamás llegaron hasta el flanco o la popa de los buques valeranos. Como quiera que la Armada de Miguel Ángel ponía siempre en el espacio doble número de torpedos que el enemigo, los artefactos nahumitas eran destruidos apenas salían de sus tubos de lanzamiento. A medida que avanzó la lucha y aumentó la proporción de los proyectiles terrícolas sobre los nahumitas, la batalla fue inclinándose más y más rápidamente a favor de los terrestres.

Una lluvia de buques y autoplanetas destrozados caía constantemente sobre el planeta Noreh. Miguel Ángel Aznar, bañado en sudor, empuñó el micrófono.

—¡Atención! ¡Cámara de derrota a sala de control… Pongan en el éter a la fuerza de bombardeo!

Cincuenta mil destructores, llevando las fatídicas bombas anticatalizadoras de la clorofila, empezaron a salir como proyectiles de los tubos de lanzamiento de Valera y se dirigieron contra Noreh. Al penetrar en la atmósfera del planeta, las baterías antiaéreas entraron en acción disparando cantidades aterradoras de proyectiles teledirigidos rellenos de explosivos atómicos, que estallaban en las altas capas de la atmósfera. En la lejanía acababa de aparecer la Imperial Flota nahumita.

Los minutos estaban contados. Si aquel refuerzo de más de cinco millones de navíos llegaba antes de que los terrícolas pudieran desencadenar la Guerra Verde, todos los esfuerzos de Miguel Ángel habrían sido inútiles. Los nahumitas repondrían sus pérdidas más rápidamente que Valera y no con viejos buques del modelo que utilizaban antes, sino con el nuevo tipo de los terrícolas. El autoplaneta Valera no podría hacer un nuevo intento y tendría que retirarse hacia la Tierra dejando el Imperio de Nahum intacto y prisioneros de éste a cincuenta millones de valeranos.

En quince minutos de mortal angustia, la fuerza de bombardeo alcanzó la atmósfera de Noreh y dejó caer sus proyectiles entre el incesante crepitar de los torpedos atómicos disparados por las defensas de superficie del planeta-metrópoli. Ni uno solo de los 50.000 buques que tomaron parte en el bombardeo había de regresar. Esto lo daba por descontado el Estado Mayor terrícola y consecuentemente había expedido a la fuerza de ataque por control remoto. Si bien los buques fueron sacrificados, ni una sola vida humana se perdió en la acción.

Las bombas anticatalizadoras de clorofila estallaron a cierta altura sobre el planeta, todas en el intervalo de cinco minutos. Desde la cámara de derrota del autoplaneta, Miguel Ángel vio cómo Noreh se envolvía en un deslumbrante halo de luz.

—¡Lo conseguimos! —chilló el vicealmirante Blasón pegando un brinco de alegría—. ¡Las bombas verdes han alcanzado su objetivo!

—No hay tiempo que perder —dijo roncamente Miguel Ángel—. Hemos de alejarnos de Noreh antes que llegue la flota nahumita.

El almirante Herrera se inclinó sobre la batería de micrófonos y dio la orden de retirada. La Armada Sideral abandonó el campo de batalla y se acogió al autoplaneta. Éste, poniendo sus monstruosos motores en marcha, abandonó la órbita de Noreh y se alejó con creciente rapidez. Pero antes de que pudiera alejarse demasiado, la Imperial Flota de Nahum llegó sobre él.

La Armada buscó la protección del planetillo. Valera, como una clueca enfurecida, se revolvió contra el enemigo y empezó a disparar por todos sus tubos lanzatorpedos a la vez. La refriega duró media hora y en ella perdieron los atacantes gran cantidad de sus mejores buques de guerra. Finalmente, los nahumitas se replegaron para ir a formar una cubierta protectora en torno a su planeta metropolitano.

Grandes nubes se levantaban de la superficie de Noreh. Sus árboles, sus plantas, y hasta la última brizna de hierba habían sido convertidos en humo por las bombas anticatalizadoras de clorofila.