CAPÍTULO III

ATAQUE A VALERA

TRANSCURRIERON cuatro semanas antes de que la Imperial Flota de Nahum hiciera acto de presencia en las inmediaciones de Valera. La razón de esta tardanza era bien sencilla. Los nahumitas, que habían sido dueños del planetillo durante algunas semanas y tuvieron ocasión de inspeccionar sus formidables defensas de superficie, no se lanzaron al ataque hasta tener reunidas a las tres cuartas partes de su poderosa Flora Sideral. Sólo cuando el número les ofreció razonables garantías de éxito se decidieron a acometer. Y entonces, ciertamente, lo hicieron poseídos de una furia diabólica.

En aquellos momentos Miguel Ángel Aznar se encontraba en su despacho particular. No iba a dirigir la batalla, pero creyó oportuno aconsejar al almirante Herrera por televisión:

—Doce millones de buques son muchos, incluso para nuestra defensa de superficie. ¿No convendría ir sacando nuestros aparatos por lo que pudiera ocurrir?

El almirante Herrera se manifestó del mismo parecer y ordenó a la Armada que comenzara a salir al espacio. Como quiera que las unidades de la Armada Sideral Terrícola eran muy superiores al número de supervivientes de Valera y como quiera que los dos millones y medio de valeranos estaban sobrecargados de trabajo, ninguno de los buques de línea iba tripulado por seres humanos. Por primera vez en la historia de la Armada Sideral terrícola, ésta iba a entrar en combate dirigida por control remoto.

Los torpedos «robot» nahumitas surcaron el espacio en dirección al planetillo en el momento en que los buques siderales de los terrestres irrumpían en el espacio por los múltiples tubos de lanzamiento. Éstos parecían gigantescos cañones disparando ininterrumpidos chorros de colosales proyectiles.

Miguel Ángel podía seguir parte de estas escenas a través de una gran pantalla de televisión emplazada frente a su mesa. También se encontraban en el despacho, con la mirada puesta en la pantalla, la princesa Ondina y el profesor Marcos, al cual acompañaban hasta media docena de sus ayudantes. Estos hombres, que habían dedicado toda su existencia al estudio y la investigación, no sabían una palabra de estrategia, Miguel Ángel hubo de explicarles:

—Los nahumitas han comprendido la necesidad de deshacerse de nosotros. Nuestro autoplaneta constituye una seria amenaza para sus planetas y ellos lo saben. Se disponen ahora a atacarnos en masa para silenciar una tras otra nuestras baterías de superficie y barrer luego a nuestra Armada.

—¿Cree usted que podremos rechazarles? —interrogó uno de los sabios mirando lleno de inquietud hacia la pantalla.

—En ello confiamos —repuso Miguel Ángel—. Los nahumitas no pueden imaginar que nos hayamos recuperado en sólo tres años, y mucho menos que hayamos duplicado casi el número de nuestras baterías lanzacohetes de superficie. Su fuerza, realmente, es muy importante. Por eso he considerado prudente ayudar a nuestras baterías con un millón de buques de línea.

Los sabios profesores miraron llenos de aprensión a la pantalla:

—¡En fin! —suspiró Miguel Ángel—. Dejemos aparte la estrategia y hablemos de la bomba anticatalizadora. ¿Podría nuestra industria construir una cantidad suficiente para aniquilar la vegetación de todos los planetas enemigos en un tiempo razonablemente corto?

—Hemos calculado que podríamos estar listos para dentro de cinco meses —dijo el profesor Marcos.

—Dejémoslo en cuatro meses —dijo Miguel Ángel—. ¿Sería posible estar preparados dentro de ciento veinte días, a partir de hoy?

El profesor Marcos consultó con la mirada a sus ayudantes.

—Sí —dijo—. Haciendo un gran esfuerzo puede que concluyéramos la tarea para esa fecha.

—Perfectamente. Y ahora pasemos a otro punto muy interesante. Estas bombas anticatalizadoras, ¿pueden lanzarse como las bombas de hidrógeno desde una considerable distancia del objetivo?

—No, señor Aznar. Las bombas anticatalizadoras, para que surtan efecto, han de hacer explosión en las capas más densas de la atmósfera, que son, como usted sabe, las más próximas a la superficie de la tierra. Si se lanzaran como las bombas «H», los proyectiles, al choque con las altas capas de la atmósfera, estallarían a gran altura de la tierra, de la misma forma que hacen explosión los aerolitos que están cayendo constantemente sobre los planetas.

Miguel Ángel hizo una mueca de disgusto.

—Sí que es una contrariedad —aseguró—. Un torpedo lanzado desde lejos y con escasa velocidad, para que no se funda al roce con la atmósfera, no tendría ni una probabilidad entre un millón de alcanzar el fondo de la atmósfera de un planeta enemigo a través de la barrera de proyectiles nahumitas. Nuestra Armada tendía que abrirse paso combatiendo y largar sus torpedos tan cerca de la atmósfera del planeta que los nahumitas no tengan tiempo para destruirlos en el aire.

Los científicos contemplaron en silencio el arrugado ceño de Miguel Ángel mientras éste se acariciaba pensativamente el lóbulo de una oreja.

—¡En fin! —suspiró el joven caudillo—. Nos abriremos paso hasta los planetas nahumitas si no hay otro remedio. Hablemos ahora del plan de producción.

Por espacio de dos horas, Miguel Ángel discutió con los científicos los pormenores de la campaña de trabajo intensivo que iba a desarrollarse y efectuó numerosas conferencias telefónicas con otros hombres notables del autoplaneta. La conferencia estuvo frecuentemente interrumpida por las llamadas del almirante Herrera, que dirigía la batalla sideral.

En el transcurso de estas dos horas, mientras Miguel Ángel movilizaba todos los recursos industriales del autoplaneta, dando primacía a la fabricación de las bombas «Verdes» —que era como los sabios habían dado en llamar a los anticatalizadores de la clorofila—, centenares de millones de torpedos «robot» combatían en el espacio envolviendo a Valera en el pavoroso crepitar de una continua hoguera atómica.

Muchos torpedos nahumitas conseguían llegar hasta la superficie del planetillo, donde hacían explosión levantando grandes polvaredas. A su vez, no pocos torpedos autómatas terrestres conseguían tras formidable combate rebasar las líneas defensivas nahumitas y hacer blanco contra los buques de combate. Estos navíos estallaban la mayoría de las veces en el espacio. Otras veces, sin control y con los motores parados, seguían su loca carrera, eran arrastrados por la fuerza de atracción del planeta y se estrellaban sobre la superficie de éste.

La conferencia de Miguel Ángel con los científicos terminó antes que la batalla sideral. Miguel Ángel apresuróse a descender a la cámara de derrota, donde el almirante Herrera, el almirante Mendizábal y el vicealmirante Blasón, roncos y sudorosos, continuaban dirigiendo aquella descomunal batalla.

Los nahumitas habían conseguido silenciar a cierto número de baterías de superficie de Valera. Pero los buques perdidos y la fantástica cantidad de torpedos utilizados superaba el valor de los destrozos causados. Súbitamente los nahumitas viraron en redondo y se alejaron en dirección al planeta Noreh. La batalla, librada exclusivamente entre torpedos «robot», había quedado en tablas; es decir, sin vencido ni vencedor.

—¡Uf! —suspiró el almirante Mendizábal enjugándose el sudor del rostro con un pañuelo—. Se han largado. No les habremos destruido más allá de doce o quince mil aparatos, pero al fin les hemos dado una lección.

El almirante Herrera, con voz enronquecida de tanto gritar, acercó un micrófono a sus labios y ordenó:

—¡Recuenten nuestras pérdidas! Ordenen al Ejército que envíe patrullas a la superficie para recoger a los posibles supervivientes nahumitas. Si los hay, llévenlos a la Comandancia.

Herrera abandonó el micrófono y volviéndose hacia Miguel Ángel, añadió:

—Esa gente es endiabladamente astuta. No se han dejado coger en la trampa que les teníamos preparada.

—No —gruñó Miguel Ángel—. No se han dejado coger en la trampa. Y era lógico que fuera así, puesto que ellos conocían ya la potencia de fuego de nuestras defensas. Si desconociendo nuestra fortaleza se hubieran lanzado al ataque con sólo tres o cuatro millones de navíos, les habríamos pulverizado. Sin embargo, han sondeado nuestra capacidad defensiva con un número tal de buques que su derrota era prácticamente imposible. Conocen ahora nuestra potencia de fuego. Esto nos obliga a alterar de arriba abajo nuestros planes.

—¿Por qué? —protestó el almirante Herrera—. Nuestra posición es sólida. Valera constituye de por sí una fortaleza inexpugnable, que podemos llevar de un lado a otro, según nos convenga, o retirar del campo de batalla en el momento en que ésta se nos presente desfavorable. Y además, nos queda la bomba «Verde» del profesor Marcos. Nuestra táctica se reduce a esperar, a rechazar todos los ataques nahumitas y largarles nuestros torpedos anticatalizadores en cuanto los tengamos listos.

—No —negó Miguel Ángel moviendo lentamente la cabeza—. No podemos permanecer indefinidamente a la defensiva. Las bombas «Verdes», al igual que las bombas «Doble Uve», para que surtan efecto han de estallar en las bajas capas de la atmósfera. Esto quiere decir que para desencadenar la guerra verde nos hemos de lanzar a la ofensiva, aproximarnos a los planetas nahumitas a través de la oposición enemiga y soltar nuestros torpedos «verdes»… si nos lo permiten.

—¡Ah! —exclamó Herrera lúgubremente—. Eso es otra cosa. Ciertamente, puede obligarnos a alterar todos nuestros planes.

—Voy a reunir al Estado Mayor —anunció Miguel Ángel. Y mirando hacia las paredes de la esfera dentro de la cual estaban, añadió—: Los nahumitas no volverán por ahora.

Miguel Ángel y los almirantes salieron por la Sala de Control. Aquí fueron informados de que las patrullas del Ejército estaban recogiendo de la superficie del planetillo cierto número de astronautas nahumitas milagrosamente salvados de la catástrofe de sus navíos.

—Enciérrenlos y llamen al doctor Blasco para que les inyecte una droga hipnótica. Tal vez podamos recoger algún informe valioso.

En la media hora siguiente Miguel Ángel estuvo muy ocupado reuniendo al Estado Mayor. Los miembros de éste, que andaban dispersos por varios puntos del planetillo, se pusieron inmediatamente en ruta hacia Nuevo Madrid. De la Comandancia, situada en la planta baja del Palacio Residencial, anunciaron que tenían a dieciocho oficiales nahumitas en estado hipnótico, dispuestos para ser interrogados.

Miguel Ángel, acompañado de José Luis y de la princesa Ondina, que parecía su sombra, descendió a la planta baja para asistir al interrogatorio. Los oficiales nahumitas habían sido recluidos en otras tantas habitaciones, en las cuales yacían completamente inmóviles con los ojos abiertos, clavados en el techo.

El doctor Blasco salió al encuentro de Miguel Ángel.

—Hay entre los prisioneros una muchacha que parece ser un personaje de importancia —anunció—. En su armadura de vacío y también bordado en la espalda de su chaquetón, lleva un emblema muy extraño. ¿Quiere verla?

En pos del doctor, Miguel Ángel entró en una reducida habitación. Detrás de la puerta había un lecho. En éste vio tendida a una mujer. Al mirarla, el joven sintió como un extraño escalofrío le recorría la espina dorsal. La ocupante del lecho era una muchacha joven y de extraordinaria belleza. Los soldados terrícolas habíanla despojado de su armadura de cristal. Debajo de ésta, la muchacha vestía un sencillo calzón corto y una blusa cerrada en el cuello y en los puños con pasadores de diamantina.

Los miembros de la joven eran esbeltos, finos y bien formados. Su turgente busto subía y bajaba a impulsos de una respiración acompasada. Llevaba los rubios cabellos cortados al estilo paje. Sus cejas y pestañas eran también rubias. Tenía los ojos abiertos de par en par fijos en el techo. Estos ojos, grandes y de singular belleza, tenían las pupilas de un color dorado, como oro viejo. Las facciones de la mujer eran de una corrección increíble y recortaban su limpio perfil sobre la penumbra de las paredes de la habitación.

Miguel Ángel la estuvo observando en religioso silencio durante un largo minuto, hasta que el doctor Blasco le arrancó de su abstracción al mostrarle la casaca que habían quitado a la prisionera.

—Vea aquí, almirante. ¿No le es a usted vagamente familiar este sol llameante con un dragón en el centro?

Miguel Ángel tomó la prenda. Ésta dejaba escapar un tenue y delicado perfume. Tenía bordado en la espalda un sol llameante en cuyo centro, según acababa de decir el doctor, campeaba un dragón rampante de dos cabezas.

—Es el emblema imperial de Nahum —aseguró Ondina tomando la prenda—. Sólo los príncipes de Nahum y el propio Emperador Tass lo llevan en sus ropas.

Miguel Ángel volvió a mirar a la exánime joven. Ésta, después de saber que pertenecía a la familia imperial, se le antojó envuelta en una invisible aureola de nobleza y distinción. Los inciertos pensamientos del joven caudillo fueron nuevamente interrumpidos por el doctor Blasco, quien le mostraba la armadura de cristal que solían utilizar los astronautas en previsión a un abandono forzoso de sus navíos siderales. La coraza en sí carecía de importancia. Era bastante parecida al tipo que utilizaban los astronautas terrestres, solamente que negra en vez de azul. En la coraza se veía también el sol encerrando al dragón imperial.

Miguel Ángel dejó la pieza en manos de su amigo y fue a inclinarse sobre la muchacha. Ésta, a no ser por el rítmico movimiento de su pecho, hubiera podido muy bien pasar por una estatua tallada en mármol. El mismo sutil perfume de la prenda emanaba de aquel hermoso cuerpo.

—¿Quién eres? —le preguntó Miguel Ángel en lengua nahumita.

Los labios de la muchacha, rojos y gordezuelos, se entreabrieron apenas para murmurar:

—Mi nombre es Ambar. Soy la tercera princesa de la generación cuadragesimocuarta del Gran Tass.

—¿Quieres decir que eres hija del propio emperador de Nahum?

—Sí. Yo soy la hija mortal del inmortal Emperador de Nahum, el Gran Tass, Señor de los Cielos y los Planetas —repuso la prisionera.

Miguel Ángel Aznar intercambió una mirada de inteligencia con el doctor Blasco. Los terrícolas sabían ya, por los prisioneros que hicieron tres años atrás, durante la reconquista de Valera, que el Emperador Tass, quien se titulaba a sí mismo Señor de los Cielos y los Planetas, era considerado como un ser inmortal elevado a la categoría de Dios Hijo del Sol.

La verdad era que el Gran Tass cambiaba frecuentemente su cerebro de cuerpo, consiguiendo así alargar extraordinariamente su existencia. El cambio de cuerpos no se practicaba, por lo general, en el Imperio de Nahum, si bien era conocido. El Emperador lo prohibía reservándose para sí la facultad de cambiar su cerebro de un cuerpo a otro, alargando su vida en una ilusoria y pretendida inmortalidad. La princesa Ambar debía ser descendiente del Gran Tass en una de las varias «reencarnaciones» de éste.

Al joven caudillo le hubiera gustado hacer a la princesa otras preguntas de carácter íntimo. Mas recordando que su Estado Mayor le esperaba, imprimió un cambio al curso de sus propósitos y preguntó:

—¿A cuánto ascienden los efectivos de vuestra Imperial Flota?

—Nuestra Flota suma ahora cerca de quince millones de navíos de combate —contestó la princesa Ambar—. De éstos, cinco millones fueron construidos en los últimos tres años, copiándolos de los buques siderales tomados a los terrestres, los cuales son más grandes, más veloces y van mejor acorazados que los nuestros…

—¡Válgame Dios! —exclamó José Luis—. Debiéramos habernos figurado que los nahumitas construirían en adelante sus naves copiándolas de las nuestras… ¡Ahí son nada quince millones de aeronaves! ¿Pero es que esta gente no tiene otra faena que dedicarse a construir buques y más buques?

—Los nahumitas son por naturaleza una raza guerrera. Su vasto imperio y las revueltas que en sus dominios se producen cada día les obliga a contar con una numerosa Flota Sideral. En ésta apoyan los nahumitas toda su fuerza —explicó Ondina.

Miguel Ángel hizo seña a sus amigos para que callaran y volvió a inclinarse sobre la princesa de Nahum.

—Vosotros habéis visto al Ejército Autómata que los terrestres tenían en su autoplaneta ¿Lo habéis copiado también o tenéis algo semejante?

—Los nahumitas no necesitan crear un ejército autómata como el terrestre. Los nahumitas tienen sus numerosas legiones humanas y para apoyar a éstas cuentan con su poderosa Flota Sideral.

—¿Qué impresión produjo a los nahumitas el regreso del autoplaneta Valera? —interrogó Miguel Ángel.

—Nos sorprendió mucho. Los nahumitas creíamos que el autoplaneta de los terrícolas había emprendido el retorno a su patria. Teníamos la seguridad de que volvería alguna vez, dentro quizás de dos mil años. Pero no tan pronto. Sin embargo, nos alegramos de verle de vuelta. Confiamos en apoderarnos de él y utilizarlo como vehículo interplanetario para emprender la conquista de todo el Orbe y especialmente de los mundos de donde proceden esos hombres que se titulan terrícolas.

Miguel Ángel se irguió y estuvo contemplando pensativamente a la princesa Ambar durante un buen rato. La llegada de un oficial interrumpió sus pensamientos.

—¡Superalmirante! El Estado Mayor está reunido en la sala de conferencias.

—Voy en seguida —murmuró Miguel Ángel. Y tras lanzar una última mirada sobre la princesa de Nahum dijo al doctor Blasco—: Interróguenla ustedes. Mándeme el cuestionario en cuanto esté lleno.

—Yo me quedo —dijo José Luis.

La princesa Ondina se quedó también junto a la bella enemiga de su raza. Miguel Ángel subió solo en el ascensor hasta la señorial sala de conferencias.