CAPÍTULO PRIMERO

REGRESO A NAHUM

AQUELLA mañana, como todas, la sirena del campo de prisioneros próximo a Kindal saludó con un largo y taladrante aullido la aparición de las primeras luces del alba. En las míseras chozas, una humanidad sucia, doliente y somnolienta rebulló entre suspiros y bostezos. Los capataces samobahos se precipitaron en las barracas para activar, látigo en mano, el desperezo de los cautivos y los sacaron a golpes bajo la fría y difusa claridad lechosa del alba. Como todos los días, los 10.000 esclavos de origen terrestre de aquel campo fueron agrupados en cuadrillas que inmediatamente emprendieron el camino de Kindal, la próxima y suntuosa capital imperial donde serían empleados en la limpieza de sus calles subterráneas y el adorno y arreglo de los fastuosos jardines de superficie.

Los conductores del rebaño humano, los gigantescos negros samobahos designados por su fuerza y brutalidad para mantener en cintura a la levantisca grey terrícola, no volvían en sí de su asombro al comprobar el perfecto orden y silencio en que aquella mañana marchaba la columna de esclavos. Cada día, por espacio de muchos meses, los escoltas samobahos habían tenido que emplear a fondo sus fuerzas y sus látigos para mantener el orden en la columna de cautivos. Algunas veces empleaban también sus temibles sables, decapitando a algún que otro loco que intentaba escapar. Hoy, sin embargo, toda la columna marchaba envuelta en un extraño y fúnebre silencio, sólo alterado por el restregar de millares de pies sobre las losas del camino y el restallar del látigo de algún samobaho malhumorado.

Los terrícolas avanzaban hacia Kindal con los ojos pensativamente clavados en el suelo. Algunos levantaban la mirada hacia el cielo, suspiraban y humillaban sus cabezas murmurando ininteligibles palabras. La razón del silencio y el buen orden de la columna quedó aclarada cuando uno de los guardianes más viejos del campo de prisioneros comentó:

—Sólo una vez desde que estoy en Kindal he visto a los terrestres tan callados y tristes como hoy. Fue cuando celebraron el segundo aniversario de su cautividad.

—Cierto —aseveró otro de los escoltas que marchaba empuñando en una mano su largo látigo y en la otra su pesado sable—. Recién acababa de llegar yo a Kindal cuando los esclavos terrícolas se pasaron todo un día gimiendo y llorando como mujeres, dóciles y sumisos, sin hacer el menor intento por escapar. Pero de entonces acá no ha transcurrido un año.

—Los años que cuentan los terrestres son más cortos que los de Noreh —recordó el capataz samobaho—. Según la medida de su tiempo deben de haber transcurrido en su planeta tres años desde que fueron apresados por los nahumitas.

Los gigantescos negros samobahos que escoltaban a la columna de terrícolas miraron a éstos entre curiosos y compasivos. También los samobahos eran esclavos de los nahumitas, aunque gozaban de mayores privilegios que los levantiscos terrícolas. Éstos, que odiaban a los samobahos casi tanto como a los nahumitas, ni siquiera advirtieron la mirada de compasión de su escolta. Aquella mañana cada terrícola vivía para su recuerdo. Miraba hacia adentro de su corazón y sentíase abandonado de Dios. Sí. Hoy era el tercer aniversario de su cautividad. Aunque en este planeta nahumita la cuenta del tiempo fuera distinta, en los relojes terrícolas habían transcurrido tres años desde que el autoplaneta Valera llegara a la galaxia nahumita.

¡Tres años! En aquella misma hora, cincuenta millones de terrícolas cautivos, repartidos entre los planetas nahumitas, volvían sus recuerdos hacia aquel día aciago en que el autoplaneta Valera, tras 54 años de navegación cósmica, se detuvo a la vista de Nahum. Con su detención, Valera selló en aquel instante su propia ruina y la de los 80 millones de terrícolas que lo tripulaban.

Los nahumitas lanzaron desde uno de sus planetas exteriores un misterioso Rayo Azul que paralizó los generadores del sistema eléctrico del autoplaneta. El efecto del Rayo Azul no pudo ser más demoledor. Valera quedó imposibilitado de efectuar ningún movimiento. El sol artificial que calentaba e iluminaba sus entrañas se apagó. Dejaron de funcionar los servicios que utilizaban la energía eléctrica; tales como la radio, la televisión, los ascensores, los automóviles y demás sistemas de transporte.

Pero esto no fue lo peor. La suerte de los 80 millones de terrícolas que tripulaban el autoplaneta hubiera sido muy otra de haber podido éste hacer funcionar sus defensas y poner a su formidable Armada Sideral en el espacio. Mas la Armada no pudo actuar, ni las formidables defensas del autoplaneta fueron capaces de lanzar un sólo torpedo cuando llegó sobre él la Imperial Flota de Nahum.

Los nahumitas pusieron su planta sobre la superficie exterior de Valera sin que el desesperado Estado Mayor Expedicionario terrícola pudiera hacer nada para evitarlo.

Cuando los nahumitas retiraron su Rayo Azul de Valera, al restablecer la corriente eléctrica y poderse ver unos a otros, los valeranos escucharon llenos de estupor un mensaje del «superalmirante» Aznar, comandante en jefe del autoplaneta, en el cual daba cuenta de haber rendido la fortaleza a los nahumitas. El invasor estaba ya en la Sala de Control y era dueño de todo el planetillo.

A partir de este instante las cosas empezaron a sucederse con dramática rapidez. El «superalmirante» Aznar y su hijo se suicidaban para impedir que el invasor les arrebatase información alguna sobre la situación del planeta Tierra. Otros miembros de la familia Aznar, se dieron a la fuga en un desesperado intento de escapar a los nahumitas y proceder a la voladura y destrucción de Valera cuando los tripulantes de éste hubieran sido evacuados.

Pero los Aznares y el núcleo del Estado Mayor General fueron detenidos por los soldados de sus mismas tropas y linchados por éstos de forma atroz. De aquellos que hasta entonces habían sido los ídolos de la nación terrícola sólo quedó el más joven de sus descendientes: Miguel Ángel Aznar, cadete de la Academia Astronáutica de San Carlos.

Este joven intrépido consiguió huir a las montañas y permanecer oculto durante algunos días. Mientras tanto, los nahumitas, controlando todo el autoplaneta desde la Cámara de control, se apoderaban de la Armada Sideral terrícola, desarmaban al Ejército y se manifestaban como absolutos dueños del autoplaneta.

El «superalmirante» Aznar había rendido a Valera confiado de los sentimientos humanitarios de una nación que era portadora de una cultura idéntica a la terrestre. Sin embargo, los nahumitas procedieron de muy distinta manera a lo que ellos se esperaban. Procedieron, ciertamente, a evacuar el autoplaneta. Pero en vez de llevarse a los 80 millones de valeranos, sólo evacuaron a aquellos que por su edad y robustez podían servirles de esclavos. Los niños por demasiado jóvenes, los viejos por demasiado ancianos, los enfermos y todos los que padecían de alguna tara física eran más bien un estorbo para los nahumitas, quienes se deshicieron de ellos precipitándolos en masa en los gigantescos hornos de fundición de las instalaciones fabriles de Valera.

Este acto de salvajismo encendió la cólera del joven Aznar refugiado en las montañas. Decidido a reconquistar el autoplaneta o hacerlo volar en pedazos, Miguel Ángel lanzó un hábil y audaz golpe de mano contra la Sala de Control de Valera, consiguiendo apoderarse de ella. Pero la suerte no favoreció al último descendiente de la familia Aznar, y Miguel Ángel tuvo que huir en un crucero sideral que sus antepasados tenían en una esclusa secreta, contigua a la cámara de Control.

Hasta aquí era cuanto sabían de cierto los 50 millones de terrícolas supervivientes que vivían en los planetas nahumitas una existencia ahíta de sufrimientos, crueldades y angustias. El resto de la historia tenía más bien el carácter de una leyenda.

Circulaba entre los terrícolas el rumor de que, con aquel puñado de buques liberados y los cautivos que se encontraban a bordo de ellos, Miguel Ángel Aznar atacó el planeta desde el cual habían lanzado los nahumitas su Rayo Azul.

Dueño del Rayo Azul nahumita, Miguel Ángel lo asestó sobre su propio autoplaneta arrebatándole la energía eléctrica e impidiéndole todo movimiento, igual que semanas antes hicieron los nahumitas para apoderarse de él. Al frente de su reducida escuadra sideral, Miguel Ángel Aznar atacó audazmente a Valera consiguiendo recuperarlo.

Que Miguel Ángel Aznar había reconquistado al orbimotor era un hecho del que no podía dudarse. De ésta o de otra manera, el joven caudillo entró en Valera, y huyó con el planetillo adentrándose en las misteriosas profundidades del espacio. Todavía hoy, al cabo de tres años, los nahumitas sentíanse desolados por la pérdida de aquella poderosa máquina interplanetaria que estuvo breves días en su poder.

Después de la fuga de Miguel Ángel y del autoplaneta, el Gran Tass, Emperador de los Cielos y los Planetas, descargó su cólera sobre buena parte de los almirantes de su Imperial Flota sideral haciéndoles pagar con la vida las imprudencias que motivaron la pérdida del orbimotor. De este simple hecho ya podía deducirse que la leyenda de Miguel Ángel Aznar era cierta, al menos en lo que se refería a la afortunada reconquista del autoplaneta.

Pero para los millones de terrestres que seguían en poder de los nahumitas, la fuga de Valera sólo podía proporcionarles un pequeño consuelo. Valera, sin duda alguna, había emprendido el viaje de regreso al planeta Tierra. Algún día, quizás, Valera regresaría a Nahum y reduciría a polvo cósmico estos planetas o los invadiría con sus tropas. En sus mortales horas de angustia, la persuasión de que Valera regresaría más pronto o más tarde, ponía un sabor dulciamargo en las bocas de aquellos desdichados.

Ninguno de ellos viviría lo bastante para ver con sus propios ojos el regreso del autoplaneta. Ni siquiera los hijos de sus hijos asistirían al grandioso espectáculo de la venganza de Valera sobre el Imperio de Nahum. Valera había invertido en su viaje desde la Tierra, algo más de cincuenta años luz. Para regresar a Nahum, Valera necesitaría al menos doble número de años. Pero los cien años vividos por los tripulantes de Valera durante el viaje representaban dos mil trescientos años en la medida del tiempo de la Tierra. Mientras los tripulantes de Valera vivían 100 años en el espacio, en Nahum las generaciones se habrían sucedido naciendo y muriendo varias de ellas.

Ninguno de los terrícolas, que en la actualidad vivían sobre los planetas nahumitas presenciaría el regreso de su fantástico orbimotor. Los 50 millones de cautivos terrícolas estaban irremisiblemente perdidos. Ellos lo sabían. Y por esta causa, en el tercer aniversario de su cautividad, la desesperación más intensa les torturaba arrebatándoles toda esperanza. De nada serviría escapar del campo de prisioneros. En cualquier punto de aquel planeta extraño serían cautivos. Su cárcel era todo el planeta… todos los planetas de Nahum.

Como todos los días, los esclavos terrícolas llegaron muy temprano a la ciudad de Kindal y se dedicaron a sus cotidianas operaciones de limpieza y reparación. Abrumados por la intensidad de sus recuerdos, sus movimientos eran torpes y lentos este día. Los látigos de los escoltas samobahos se empleaban a fondo en las espaldas de los esclavos terrícolas. Éstos, insensibles al dolor, continuaron indiferentes en su lenta tarea sin apresurarse ni hacer el menor gesto de rebeldía… Pero al filo del mediodía…

En un extremo de la Ciudad-Jardín, un grupo de esclavos terrestres trabajaba bajo la somnolienta mirada de los negros samobahos que les daban escolta. Un joven terrícola, cargado de herramientas y escoltado por otro samobaho, llegó corriendo sin hacer caso de los gritos y amenazas del gigantesco negro que corría tras él esgrimiendo su látigo.

—¡Escuchad, compañeros! —gritó el joven, jadeando por la carrera—. ¡Noticia bomba! ¡El autoplaneta Valera ha regresado a Nahum!

En efecto, una bomba cayendo en medio del grupo no hubiera causado efectos más demoledores. Las cabezas de los esclavos terrícolas se irguieron, desdobláronse los torsos encorvados, los oídos se agudizaron y los ojos se clavaron en los del recién llegado.

—¡Que sí, que es verdad! —gritó éste arrojando al suelo una brazada de herramientas.

El samobaho llegó en aquel momento y dejó caer sobre las espaldas del muchacho un cruel latigazo. La mano de uno de los esclavos se adelantó deteniendo en el aire el brazo del negro.

—¡Quieto, maldito! —rugió—. ¡Deja en paz el látigo y deja que este amigo se explique!

El negro se detuvo impresionado por el tono autoritario del esclavo. Éste asió al muchacho del cuello y le zarandeó.

—¡Habla… repite eso que acabas de decir! —gritó furioso.

—¡Valera ha regresado… acaba de decirlo uno que venía de abajo!

—Muchacho, te habrán gastado una broma.

—A mí me dieron la noticia como cierta. El rumor procede del harén del Emperador Tass. Hacía días que los servicios de vigía y escucha de la Armada imperial tenían sus telescopios apuntados sobre Valera, pero la noticia no trascendió hasta hoy, y eso por una razón insoslayable. Los nahumitas ya no pueden mantener por más tiempo el secreto del regreso de Valera. Todo el mundo tiene que saberlo, puesto que el autoplaneta es ya visible en el cielo de Noreh sin ayuda de telescopio.

Los esclavos levantaron los ojos hacia el cielo azul surcado de rápidas nubes algodonosas.

—Pues yo no veo nada —gruñó uno.

—No se le puede ver a plena luz del día —apuntó el informador—. Tal vez a la caída de la tarde o al amanecer.

El portador de la noticia hizo una mueca y se alejó para llevar la nueva a otros grupos. En toda la ciudad la noticia del regreso de Valera corría de boca en boca.

Sin embargo, en las horas siguientes, el entusiasmo de los esclavos terrícolas sufrió rudos golpes al circular rumores contradictorios que pusieron en duda el regreso de Valera. Los negros samobahos volvieron a empuñar sus látigos arreando al rebaño humano entre gritos y golpes. El entusiasmo de los cautivos se enfrió, mas no se apagó del todo la esperanza. Toda la tarde fue un constante anhelo de que llegaran las sombras de la noche para comprobar por sus propios ojos la veracidad del rumor que acababa de abrirles las amplias puertas de la esperanza.

Aunque aquella tarde pareciera más larga que otras, el sol se ocultó tras el horizonte a la hora que tenía por costumbre. Las sombras de la noche adelantaron a pasos de gigante por el lado opuesto. Millares y millares de pares de ojos clavados en el cielo pudieron ver entonces una nueva estrella que brillaba en el firmamento con un fulgor parecido al que los habitantes de la Tierra veían en Venus. Aquella estrella era Valera.

El júbilo que la aparición del nuevo astro despertó entre los terrícolas resistíase a toda descripción. Todavía los ignorantes negros samobahos resistíanse a creer que aquella estrella fuera el orbimotor de los cautivos. Pero la realidad del hermoso astro azul quedó admitida sin reservas cuando con las primeras sombras de la noche empezó a destellar de una manera extraña.

—¡Miren, compañeros! —gritó un esclavo ex-oficial de la Armada Expedicionaria Terrícola—. ¡Valera está emitiendo un mensaje proyectando el Rayo Azul!

Todos los cautivos terrícolas conocían perfectamente el alfabeto telegráfico Morse por haber pertenecido a las Fuerzas Armadas Expedicionarias de Valera. De tal manera que los guiños luminosos de la lejana estrella pudieron ser perfectamente interpretados. Decían así:

«Saludos, hijos de la Tierra. Este es el autoplaneta Valera. Venimos a rescataros y no nos marcharemos hasta haberos liberado o haber hecho pedazos los planetas nahumitas. No estáis solos. Valera vela por vosotros. Tened valor. Y cuando os sintáis desfallecer alzad vuestros ojos al cielo. En él veréis a Valera cada noche lanzándoos su mensaje luminoso. Confiad en Dios y esperad.»

El mensaje, deletreado por decenas de millares de hombres y mujeres, no era muy extenso, mas sí lo suficiente para confirmar el regreso del autoplaneta y levantar las esperanzas de cuantos llevaban tres años viviendo en miserables condiciones bajo el dominio de la cruel raza nahumita. El final del mensaje luminoso de Valera fue subrayado con un aullido de entusiasmo.

Poco después, el rebaño, humano marchaba en columna hacia el campo de concentración. Bajo la plateada luz de Persen, el más próximo de los satélites de Noreh, la columna avanzaba entonando himnos patrióticos. Nada en el aspecto de aquellos hombres y mujeres recordaba a la columna de esclavos que a las pálidas tintas del amanecer recorriera el mismo camino en sentido contrario. Sus pasos sonaban recios sobre las losas de la carretera. Los pechos dilatábanse orgullosos. Las cabezas se erguían y clavaban sus ojos en el cielo, donde el hermoso astro azul repetía una y otra vez, sirviéndose del alfabeto Morse, el mensaje de salutación que la más poderosa máquina del Universo transmitía a su desamparada tripulación.

Los negros samobahos, a uno y otro lado de la columna sonreían con los látigos ocultos bajo el brazo. También hasta ellos llegaba la luz de esperanza irradiada de aquella estrella recién nacida en el firmamento de Nahum.

Los prisioneros entraban en su campo cuando un veloz y hermoso rayo azul surcó el espacio en dirección a Valera.