CAPITULO IX

Olivia conservaba una aparente serenidad, la cual se derrumbó de pronto cuando Pike entró en la celda.

Sobre el camisón de dormir, Olivia se había puesto una bata abierta por delante. Sus pies, sin medias, estaban metidos en unas zapatillas afelpadas. Parte de su alborotado cabello caía en una sola y gruesa trenza sobre un hombro. Tenía sangre en la cara, en el cuello y en las manos, con las que ocultó su rostro.

Pike acercó una banqueta y se sentó en ella, esperando pacientemente a que ella se tranquilizara. Desde el corredor, Launders les contemplaba con expresión grave.

—¡Vamos, Olivia, vamos! —dijo Pike cariñosamente—. Ya estoy aquí, serénate.

Ella apartó las manos de su rostro, mirándole a través de las lágrimas que cubrían sus hermosos ojos.

—¡Fue horrible, Pike! —exclamó—. Lait se introdujo en mi piso por la puerta de la galería. Estaba yo durmiendo cuando de repente desperté al sentir que alguien me tapaba la boca. El cuarto estaba a oscuras y yo no podía saber quién era. Luego, Lait me habló en voz baja y pude reconocerle.

Olivia se interrumpió. Pike miró hacia Launders, el cual seguía en el pasillo recostado contra la reja de barrotes.

La joven continuó:

—Yo no atinaba al principio si estaba despierta o dormía todavía en una horrible pesadilla. Lait parecía como loco. Dijo que me amaba, que no podía soportar los celos que le producía verme con otro hombre… y que tendría que casarme con él por grado o por fuerza. Se arrojó sobre mí queriendo besarme… y empezamos a luchar… Yo grité con fuerza…, él me golpeó y me desgarró el camisón. Sentí que el terror me paralizaba, pero hice un esfuerzo y seguí luchando por rechazarle. Mis manos, al empujarle hacia atrás por el pecho, tocaron la pistola que Lait llevaba en la sobaquera. Me apoderé de ella, la apoyé en su nuca y le grité que dispararía si no me dejaba en paz… Él rugió de rabia, me cogió del brazo y empezamos a luchar por la posesión de la pistola. El arma se disparó y la sangre de Lait cayó sobre mi cara y mi cuerpo haciéndome gritar espeluznada. Creo que estuve desmayada unos segundos. Alguien golpeaba en la puerta. Salí a tientas de la habitación y le abrí a mi vecina, la señora Grove, que venía con uno de sus huéspedes… El sheriff llegó al cabo de un rato y…

Pike se volvió hacia Launders, preguntando al mismo tiempo que se ponía en pie:

—¿Por qué está ella aquí, sheriff?

—Usted la ha oído admitir que mató a Lait.

—Accidentalmente, luchando contra Lait en defensa de su honor.

—Eso es lo que ella dice. ¿Cómo saber la verdad? Admitió que conocía a Lait, que habían sido novios y que le vieron algunas veces en el mismo lugar donde ocurrió el crimen.

—¡Eso es mentira! —gritó Olivia poniéndose en pie—. ¡Jamás nos vimos en mi alcoba!

Launders hizo una mueca.

—Usted confesó haber recibido a Lait en su apartamiento en otras ocasiones.

—¡Sólo dos veces estuvo Lait en mi apartamento y las dos tuve que abrirle por no armar un escándalo Madame Grove podrá decir si miento.

—Cálmate, Olivia. No es este momento de llamar a los testigos. Lo importante ahora es sacarte de aquí.

Pike cruzó la celda hasta la puerta de barrotes, que el sheriff mantenía abierta con el hombro.

—Al fiscal no le gustará saber que encerraron en la cárcel a la señorita Towner, como si fuera un vulgar criminal —dijo Pike.

Launders se separó de la puerta haciendo una mueca.

—Está fuera de toda duda que la señorita Towner cometió un homicidio, ella lo ha confesado —repuso, y agregó—: Pero podemos discutir si debe permanecer en la cárcel, mientras tomamos una copa en mi oficina. Tengo una botella en el armario.

Launders señaló con la cabeza la oficina que se veía al final del pasillo, por entre la reja de separación. Pike dirigió a Olivia una mirada de aliento, abandonando a continuación la celda para preceder al sheriff hasta la oficina.

Launders sacó del armario una botella de whisky y un par de vasos.

—Hablemos de la chica —dijo Launders tendiendo a Pike uno de los vasos—. Se os ha visto juntos últimamente. ¿Es tu novia?

—Sí.

—¡Ah, tanto mejor! Eso quiere decir que llegaremos a un acuerdo. Dejaré marchar a tu novia… con una condición.

—¿Cuál condición?

—El fiscal no debe saber que desoí la orden del juez de mantener arrestado a Knee. Conociendo bien a Ditmare, es seguro que habrá de ponerse furioso si llega a saber lo ocurrido.

—Usted sabía que el fiscal no le perdonará haber dejado marchar a Knee. ¿Por qué le soltó? —inquirió Pike.

—Creí habértelo explicado esta tarde. Un sheriff no puede estar contra todo el mundo. A veces se presentan ciertos compromisos, y uno tiene que cerrar los ojos o abrir la mano, según las circunstancias. Tú mismo me estás rogando que falte a mi deber y permita marchar a esa chica. Somos compañeros de profesión y ambos ocupamos cargos en los que podemos ayudarnos. En otras palabras, a mí no me cuesta nada hacerte ese favor… y tú me prestas otro en correspondencia.

—¿Quiere que diga que Knee ya no estaba en la cárcel cuando llegué esta tarde con la orden de arresto?

—Sí.

Pike movió negativamente la cabeza.

—No haré eso.

—¿Prefieres ver a tu novia encerrada en la cárcel a decir una pequeña mentira en mi favor?

—No estará encerrada mucho tiempo, se lo aseguro. Tan pronto se haga de día voy a cabalgar hasta el rancho de Ditmare para contarle lo ocurrido. Espero estar de regreso temprano con una orden de libertad para la señorita Towner.

—¿Qué te propones, Steeple, maldición? —rugió Laun-ders furioso—. ¿Prefieres irle al fiscal con el cuento de lo que pasó, no es cierto? ¿Quieres que me echen de mi cargo?

—No me importa que le echen o que continúe en su cargo. Se trata de que no quiero entrar en chanchullos con usted. Sé lo que es eso. Se empieza por cosas pequeñas, y se acaba arriesgando el cargo por hacer un favor.

—¿No quieres deberme nada, eh, ni el más pequeño favor?

—Exacto, así es.

Dejando sobre la mesa su vaso, Pike regresó a la celda de Olivia, que el sheriff había dejado abierta.

—No puedo sacarte ahora —le dijo desde la puerta—. Hablaré con Ditmare y volveré a buscarte por la mañana temprano.

Olivia Towner se resignó con una mueca de desencanto, dejándose caer de nuevo en el borde del camastro. Pike regresó hacia la oficina poniéndose el sombrero. Launders había ocupado su sillón giratorio y bebía con expresión sombría. Por la puerta que llevaba al dormitorio interior asomó Gurney su rostro soñoliento.

—Escucha esto, Steeple —gruñó Launders pasándole el dorso de la mano por los labios húmedos—. Detesto a los chivatos. Puedes hacer lo que quieras, pero te advierto que has equivocado el bando hacia el cual deberías inclinarte. Nosotros somos tus verdaderos amigos, yo… Gumey y Attwood…

—¿Y Duke Austin… y Don Wade… y Louis Handy? preguntó Steeple—. ¿Son también amigos?

—Tú eres joven todavía. Algún día comprenderás la sabiduría que se encierra en esta sencilla máxima: Si no puedes vencer a tu enemigo… ¡únete a él! Es lo que yo llamo política de convivencia. Vivir y dejar vivir.

—Tal vez algún día, cuando me vea viejo y acabado como usted, y si el contacto con individuos como usted termina por destruir mi moral… y hacerme olvidar la palabra «decencia»…

Launders descargó sobre la mesa un puñetazo que hizo bailar a la botella y los vasos. Luego se puso en pie, apoyando las manos en el borde de la mesa e inclinando el cuerpo hacia adelante mientras clavaba sus ojos furiosos en Pike.

—¿Quién dice que esté acabado? —rugió.

—Yo lo digo.

La tranquila respuesta de Steeple tuvo el poder de amansar a Launders. Este aspiró profundamente el aire por la nariz, enderezó su pesada figura y dijo bufando despreciativamente:

—¿Quién te crees que eres, Steeple?

—Yo sé quién soy —repuso Pike—, Pero usted olvida quien es, empeñándose en vivir de la ilusión de que todavía es el mismo hombre de cuando tenía treinta años.

—¡Todavía soy bastante rápido y me sobran agallas para enfrentarme contigo y meterte un balazo entre los ojos, antes que tengas tiempo de amartillar tu revólver!

—Eso es pura fanfarronería, Launders. Usted sabe mejor que nadie que está viviendo de la renta de su prestigio pasado. Todavía se le respeta, sí. Pero ya nadie le teme… ni yo tampoco. Es por eso que ya no puede dominar a los tipos como Wede… como Austin y «Fly>, Howard cuando se presentan en la cárcel a imponerle la libertad de Knee. La verdad, Launders, es que le viene ancho el cargo de sheriff de una ciudad importante como Cheyenne. Una aldea pequeña y tranquila le iría mejor para acabar sus años…, jugando al póker y tomando una copa mientras fascina a los pacíficos aldeanos con sus historias del pasado.

—¿Quieres decir que soy un inútil como sheriff? —bramó Launders fuera de sí.

—Peor que eso, Launders. Más que inútil, su actuación como sheriff está resultando nefasta para esta ciudad. Tome un consejo; presente su renuncia. De todos modos, Ditmare va a obligarle a renunciar mañana.

Antes que Launders pudiera reponerse de su bochorno, Pike abandonó la oficina para dirigirse de nuevo al hotel.

Se dejó caer vestido en la cama de su habitación, y permaneció en una especie de atenta duermevela hasta que se anunció el nuevo día con las primeras luces del alba.

Entonces se levantó, se dirigió al establo y despertó al caballerango ordenándole le ensillara un caballo.

Salía el sol cuando llegó a la vista del rancho de Tunney.

El nuevo rancho de Tunney, como la mayoría de los muchos que se habían construido en la pradera aquel último año, era realmente fantástico; amplio, cómodo, ajustado a su función, lleno de luz y alegría.

El personal ya se estaba moviendo, iniciando su actividad para la nueva jornada, cuando Pike Steeple desmontó en el patio ante la casa principal. Un hombre salía por la puerta y se quedó mirando a Pike con atención. Era míster Tunney, el antiguo patrón de Pike.

—Buenos días, señor Tunney —saludó Pike con seriedad.

—Ya me pareció que eras tú —dijo Tunney sin mostrar entusiasmo por la visita del joven—. ¿Qué quieres, Steeple?

—Necesito ver a Ditmare.

—Él está todavía acostado. No se encuentra muy bien y me rogó que enviara recado a su oficina, diciendo que no acudiría hoy tampoco.

—Si es así me alegro de haber venido. No será necesario que envíe ningún recado, señor Tunney. Ya avisaré yo cuando regrese a la ciudad. Ahora, ¿puedo ver a Ditmare?

El señor Tunney se quedó reflexionando un minuto. Luego asintió y dijo:

—Le diré que estás aquí.

Pike amarró su caballo al poste y se quedó esperando, hasta que, transcurrido un buen rato, apareció de nuevo Tunney seguido de una criada negra.

—La criada te acompañará —dijo. Y se alejó.

Pike siguió a la mujer a través de un lujoso «living» y luego por una elegante escalera de caoba hasta la segunda planta del edificio, donde estaban las habitaciones de Ditmare.

Algo más pálido que de costumbre, Ditmare esperaba recostado en la cama contra una pirámide de almohadones.

—¿Qué ocurre, alguacil? —preguntó—. ¿Es tan grave la cosa que no admite espera?

—La señorita Towner está presa en la cárcel —repuso Pike.

—¡Imposible! —exclamó Ditmare estupefacto—. ¿Qué ha hecho?

Pike contó lo ocurrido, concluyendo:

—Eso es todo, en lo que a la señorita Towner se refiere…, pero hay más. A últimas horas de la tarde, un tahúr llamado Knee disparó a quemarropa contra un soldado por una disputa surgida en el curso de una partida de naipes. El soldado resultó muerto y sus compañeros se unieron para linchar a Knee. El sheriff llevó al jugador a la cárcel para protegerlo de la furia de los soldados. Un piquete armado llegó del fuerte al mando de un oficial y disolvió la manifestación. Instantes después, Don Wade y Duke Austin, con algunos de sus guardaespaldas, se presentaban en casa del juez Cliford insistiendo en pagar la fianza por la libertad de Knee. El juez ni siquiera había tenido tiempo de dictar orden de arresto contra Knee, y como en realidad ignoraba lo ocurrido, se negó a la pretensión de los gariteros. El juez fue amenazado primero y luego golpeado. Wade y Austin se trasladaron acto seguido a la prisión y pusieron en libertad a Knee.

—¿Cómo pudo ocurrir eso? — exclamó Ditmare furioso—. ¿No había ni un vigilante en la cárcel?

—El sheriff estaba allí.

—¿Quiere decir que Launders dejó en libertad a Knee… así, porque a él le dio la gana? —bramó Ditmare enrojeciendo de rabia.

Pike permaneció callado, dudando entre contar todo lo ocurrido o silenciar el episodio de su llegada a la prisión llevando la orden de arresto contra Knee. Ditmare interpretó el silencio de Pike como señal de asentimiento. Entonces se puso a maldecir y a jurar, hasta que, reprimiendo a duras penas su cólera, dijo con energía:

—Regrese a la ciudad y saque a la señorita Towner de la cárcel. También dígale al sheriff que le veré dentro de una hora en mi oficina.

—Es muy posible que Launder se niegue a poner a la señorita Towner en libertad, sin una orden firmada por usted.

—¿Acaso necesitó de una orden firmada por mí para dejar en libertad a ese Knee? —contestó Ditmare en el mismo tono violento—. Dígale que yo se lo ordeno.

—Se lo diré —prometió Pike. Y abandonó la habitación.

Una esbelta figura estaba esperando a Steeple en el living cuando este bajaba la escalera. Era la señora Ditmare. Por la bata que vestía, sus zapatillas y su peinado, se dejaba adivinar que hacía poco que abandonó el lecho.

Gem había sido siempre a los ojos de Steeple la mujer más hermosa de cuantas había conocido. Esta mañana, sin embargo, se le apareció bajo un aspecto distinto, y la vio más envejecida, más cansada y ajada.

—¿Ralph te mandó a llamar? —preguntó Gem sin preámbulos.

Pike negó con la cabeza mientras decía:

—No. Yo le vine a ver por ciertos asuntos relacionados con su oficina.

Ella pareció sentir cierto alivio. Pike la observó un instante pensativo, hasta que finalmente dijo:

—Siempre he tenido la impresión de que se ocultaba algo detrás de esa frialdad de Ralph para conmigo, desde que nos volvimos a encontrar. Ayer, por fin, supe lo que ya todo el mundo parece saber en Cheyenne. Dime, Gem; ¿la niña es hija mía?

Gem Ditmare palideció, quedando sin aliento por espacio de un minuto. Sus grandes ojos se clavaron en el rostro de Pike, reprobadores y asustados.

—¿Quién te habló de eso? —preguntó con un hilo de voz.

—Launders, el sheriff. Mas parece que no es el único en conocer esa turbia historia. Como ocurre siempre en estos casos difamatorios, el único que estaba ignorante de todo era el ofensor, o sea yo mismo… Pero no has contestado a mi pregunta, Gem. ¿Tenemos una hija?

—¡Cielos, no! —protestó ella con furia—. ¿Quién te hizo pensar semejante disparate?

—¿De veras es un disparate? ¿Por qué entonces lo piensa Ditmare?

El tiro de Steeple había dado en el blanco. La mujer palideció y enrojeció sucesivamente. Se detuvo a recobrar el aliento, y luego dijo:

—La niña nació antes de tiempo. En una recién casada, eso da siempre motivo a que la gente haga comentarios maliciosos. Por mi mala suerte, Ralph había estado ausente muchos meses, hasta que regresó faltando pocos días para la boda. La gente, por tanto, puso en duda que Ralph fuera realmente el padre de la criatura… y buscando e indagando, descubrió que yo había sostenido relaciones secretas con otro hombre… hasta más o menos el tiempo que sería necesario para que la niña naciera a los siete meses de mi boda con Ditmare. Corrieron los rumores… y la especie llegó a cobrar tal cuerpo que acabó por llegar a oídos de mi padre y de Ralph.

—Pero, Ditmare…, ¿por qué tuvo que dudar él también?

—Ralph creyó en mi palabra… Durante cierto tiempo. Para colmo de desdichas, todos nuestros intentos por tener otro hijo resultaron inútiles. Ralph consultó con un médico… ¡y el doctor le dijo que probablemente éramos incompatibles y jamás podríamos tener hijos!

—Pero ese doctor se equivocó, no ¿es cierto? Tu hija es realmente hija de Ditmare.

—¡Sí, lo es! —exclamó Gem compungida, retorciendo sus blancas manos—. ¡Pero no quiere creerlo! ¡Sólo yo lo sé… y nadie cree lo que digo!

La mujer, finalmente, estalló en un sollozo, que contuvo inmediatamente, como mujer educada en el arte del autodominio y el disimulo de las debilidades del espíritu.

Mientras Pike la observaba aturdido, ella sacó un pañuelo y secó sus indiscretas lágrimas.

—Créeme, Pike —dijo ya más serena—, no tienes que sentirte obligado a mí ni a mi hija. La niña es una Ditmare, te lo aseguro.

—Lo creo y me tranquiliza oírte decir eso —repuso Pike.

Míster Tunney apareció en la puerta de la calle y se quedó allí contemplándoles.

—Debo regresar a la ciudad —dijo Pike, y se dirigió a la puerta.

Tunney no se había movido y quedaba por lo tanto interceptando el paso a Pike. Este se detuvo ante el ranchero.

—Toma un consejo, Steeple —dijo Tunney—. Si puedes evitarlo… es mejor que no vuelvas por esta casa.

—No me costará ningún esfuerzo evitarlo, señor —repuso Pike.

El ranchero se apartó y Steeple cruzó por delante de él, saliendo al patio inundado de sol.

Los comercios abrían sus puertas cuando Pike llegó a la ciudad. Pike llevó su montura hasta la misma puerta de la cárcel. Dan Attwood salió de la oficina hasta el pórtico.

—¿Busca a la chica?

—Sí.

—Launders la acompañó hasta el hotel poco después que usted se hubo marchado.