CAPITULO II

Casi lo primero que supo Pike fue que el suegro de Ditmare se había establecido recientemente en el condado.

Muchos rancheros téjanos habían comprado terrenos y establecido sus ranchos en la región, pero, con todo, las mayores extensiones de pradera y el mayor número de cabezas de ganado habían sido adquiridos por los inversionistas ingleses.

Estos rancheros ingleses eran por el momento la nota más pintoresca de la ciudad, pudiéndoseles distinguir por sus grandes sombreros de ancha ala y alta copa, así como por los estragos que el ardiente sol de Wyoming causaba en sus sonrosadas pieles.

Los ingleses eran los tipos más conservadores del mundo. Tan pronto estuvieron acomodados en sus nuevos ranchos, se apresuraron a fundar la Asociación de Ganaderos de Wyoming. Y, naturalmente, instituyeron un club.

En su club, los ricos extranjeros europeos y la aristocracia local, se sentaban alrededor de las mesas saboreando exquisitos vinos, jugando al «boston» y determinando políticas financieras que afectaban a la industria ganadera de todo el Oeste.

Impresionaba calcular la enorme riqueza que se estaba gestando en la región y que pronto estallaría en espectacular «boom» haciendo de Cheyenne la ciudad más rica de todo el vasto territorio situado al oeste de Omaha hasta las Montañas Rocosas.

El dinero corría en abundancia, los sueldos eran altos y parecía que nunca habría bastantes brazos para atender a tantas cosas como quedaban por hacer.

Cow-boys, soldados y trabajadores atestaban los saloons al caer la tarde. Las tiendas no daban abasto para surtir de equipo y materiales a sus impacientes clientes. En la pradera se abrían caminos y se levantaban cercas, corrales, graneros y casas para los nuevos ranchos. En la ciudad, el ayuntamiento emprendía nuevas obras, trazaba calles, tendía tuberías, instalaba alumbrado público, plantaba árboles, abría pozos y presupuestaba 150.000 dólares para el edificio del futuro Capitolio.

Viendo aquella actividad y correr tanto dinero, Pike comprendía mejor la importancia de la tarea que esperaba a las nuevas autoridades.

Los millonarios extranjeros, los rancheros, la clase acomodada formada por los comerciantes, los hombres de carrera y los funcionarios públicos, y la clase modesta que alineaba a los artesanos, colonos y obreros, venían a construir la levadura de una nueva sociedad progresista y pujante, que necesitaba sentirse protegida por la ley y el orden para desarrollarse.

Pero, como todas las cosas buenas, también aquel rápido progreso tenía su lado malo.

La ciudad había crecido demasiado aprisa, aun antes que el «Infierno con Ruedas» levantara sus tiendas de lona para seguir al ferrocarril en su marcha hacia el Oeste. Consecuencia de ello fue que aquellos que llegaron a título temporero, optaran por quedarse en la ciudad a la expectativa de los grandes acontecimientos que se anunciaban.

Los saloons, las casas de juego y los prostíbulos que un día surgieron provisionalmente sobre la hierba de la pradera y el excremento de las grandes manadas de búfalos, se afianzaron en la posición privilegiada que tomaron al llegar, y se convirtieron en sólidos edificios permanentes.

Sin embargo, no era lo peor el gran número de garitos existentes, sino las mujerzuelas, tahúres, estafadores, pistoleros y ladrones que hormigueaban en la ciudad y tomaban los saloons como lugares de refugio o cuartel general para tramar sus enredos, sus timos y sus asaltos.

Hasta que las nuevas autoridades juraron sus cargos, la única ley efectiva allí había sido la de los vigilantes. En la actualidad, la ciudad permanecía a la expectativa, esperando las nuevas disposiciones que deberían de acabar con aquel desorden.

Dick Launders era el nuevo sheriff.

Tenía cuarenta y dos años y era un hombre de cabellos entrecanos, que estaba echando barriga y volviéndose pesado como un buey bien cebado. Launders era un veterano de la profesión. Pero no siempre fue policía.

Su nombre había surgido del anonimato y empezó a citarse con mucha frecuencia después de haber matado en duelo al famoso Saf Cuddle en Sacramento. Participó en el «rush» del oro de Australia, regresó años más tarde y sentó plaza de alguacil en Santa Fe, estando por temporadas al servicio de la ley y contra ella.

Pike no le conocía personalmente, pero la acusada personalidad que le atribuyó en un principio se desvaneció pronto en cuanto le vio.

En realidad, Luanders era un hombre acabado. Era cierto que estaba bien reputado. Los jóvenes pistoleros de Cheyenne le concedían cierto respeto en mérito a sus hazañas del pasado. Pero ya nadie le temía.

Más peligrosos eran sus «deputys», un par de jóvenes pistoleros ansiosos de notoriedad, para quienes la estrella de policía equivalía a una licencia para usar el revólver impunemente, respaldados por el sagrado nombre de la ley.

Hacer todas estas observaciones no representó ningún trabajo para Pike, quien como buen policía era agudo observador.

Aburrido y sin cosa mejor que hacer, Pike se encontraba la mañana del sábado tomando el sol a la puerta del hotel, cuando vio pasar un elegante carruaje azul con las altas ruedas pintadas de rojo, el cual fue a detenerse dos casas más allá ante una tienda de modistería. En cada uno de los asientos del carruaje viajaban una niña de unos ocho años y una elegante dama que se protegía del sol con una sombrilla rosa de encajes.

Al ver a la dama, Pike sintió que el corazón le daba un vuelco. La mujer era Gem Ditmare; es decir, Gem Tunney de soltera.

El cochero, que lucía impecable librea, se había apeado del carruaje para entrar en la tienda. Pike abandonó su silla y se acercó.

—Gem.

Ella volvió la cabeza con vivacidad y quedó mirándole un instante como esforzándose por reconocerle. Luego, en la expresión sorprendida de sus hermosos ojos azules, y en el rubor que cubrió súbitamente su lindo y pálido rostro, Pike comprendió que le había reconocido.

—¡Pike Steeple! —exclamó.

—Sí —dijo Pike apoyando su mano en la portezuela del carruaje.

Gem miró rápidamente a su alrededor. Había cierta mal disimulada inquietud en los ojos de la mujer al posarlos de nuevo en Steeple.

—Ha sido una sorpresa…, no sabía que estuviese usted en la ciudad, Steeple.

Aquel ceremonioso trato apagó de golpe todo el entusiasmo de Pike, como se apaga el fuego con un cubo de agua. El apartó su mano irrespetuosa del carruaje mientras su cuerpo se envaraba.

—Sólo llevo en la ciudad desde ayer. Su marido me escribió ofreciéndome un empleo como alguacil.

—¿Ralph le ofreció un empleo? —exclamó la dama en el colmo del asombro—. ¡Oh, no sabía eso!

—Es evidente que no lo sabía —dijo Pike retirándose un paso hacia atrás—. Sentiría mucho haberla molestado… Ha sido un placer, señora.

El cochero de librea salía de la tienda con una gran caja de cartón, la cual tendió a Gem Ditmare. Un poco retirado, Pike observó al cochero mientras trepaba al pescante y empuñaba las riendas. Gem Ditmare volvió la cabeza para mirarle. Pike esperó que diría algo, pero ella renunció a hacerlo en el último instante y se ocultó tras la sombrilla, diciendo:

—Volvamos a casa, Patrick.

Después de seguir con la mirada al carruaje que se alejaba, Pike daba media vuelta para regresar al hotel cuando se encontró de manos a boca con la señorita Towner.

—¡Oh, usted! —murmuró Pike, y se tocó galantemente el ala del sombrero con la punta de los dedos.

—Buenos días, Steeple. ¿Cómo está usted? —preguntó la joven sonriéndole con sus grandes ojos.

—Pues ya ve, me aburro paseando al sol. De momento no tengo cosa mejor que hacer.

—Pronto tendrá usted más trabajo del que quisiera. Allí en el hotel encontrará usted una nota que yo misma escribí, citándole para que acuda a jurar el cargo esta tarde a las cuatro. Un ujier se la llevó.

Pike se limitó a mirar hacia la calle con expresión sombría.

—No parece usted muy contento —observó la señorita Towner.

—¿Cómo dice? —preguntó Pike distraído.

—Me refiero a tomar el cargo. Hoy redacté su contrato y vi que ajustaron su sueldo en tres mil seiscientos dólares. El fiscal fue muy generoso, o acaso espera mucho de usted. Ni siquiera nuestro sheriff tiene un sueldo tan elevado. ¿Es cierto que el señor Ditmare y usted son viejos amigos?

—No tan amigos como yo creía.

—He observado que usted y el señor Ditmare nacieron en el mismo condado.

—Sí. Fuimos juntos al colegio de niños. La infancia es una bendita edad. Al menos en la que yo conocí no había discriminación de razas ni de clases. Negros, blancos, pobres y ricos formábamos la misma pandilla y llevábamos a cabo las mismas travesuras… Pero no sé por qué le cuento esto. ¿Quería usted saber si estoy contento por el cargo? No, no lo estoy. Pienso incluso si no sería una buena cosa hacer las maletas y marcharme por donde vine.

La señorita Towner le miraba entre sorprendida y escudriñadora.

—A usted le ocurre algo.

—Nada que tenga importancia. ¿A dónde iba usted?

—Pues a comer, naturalmente. Ya son más de las doce —dijo la joven sonriendo.

—Una chica como usted no debería andar sola por la calle. ¿Me permite que la acompañe? He visto llegar muchos vaqueros durante la mañana, y también hay más soldados que de costumbre.

—Con mucho gusto aceptaré su escolta.

Echaron a andar uno junto al otro. Pero no fueron muy lejos. Una manzana más allá la señorita Towner se detuvo señalando la puerta de un restaurante.

—Llegué a salvo. Gracias por su compañía, yo me quedo aquí.

Pike leyó la muestra del restaurante: «La Pequeña China».

—¿Vive usted en este lugar?

—Almuerzo aquí. La comida es buena, abundante y barata. Mi trabajo en la oficina no me da tiempo para guisar, excepto por las tardes. Vivo en un pequeño piso alquilado, justamente en esa esquina que se ve allí.

Pike miró hacia el edificio que señalaba la joven. Después de breve meditación él preguntó:

—¿Me permite que la invite a comer?

Olivia Towner pareció quedar momentáneamente sin aliento.

—Bueno —dijo con gran azoramiento, y se corrigió—: Quiero decir que acepto encantada.

Entraron juntos en el restaurante. Este era muy pequeño, aunque muy limpio y acogedor. El establecimiento estaba regentado por un matrimonio chino.

La señorita Towner debía ser cliente asiduo, tanto por la forma en que fue acogida como por la seguridad con que ella se encaminó hacia una de las mesas en el más apacible rincón.

Mientras esperaban el almuerzo, los ojos de la señorita Towner se encontraron con los de Pike Steeple. Cierta oculta excitación parecía activar la circulación de la sangre bajo la delicada epidermis de la joven, la cual aparecía con las mejillas arreboladas.

—Disculpe mi curiosidad —dijo Pike—. ¿Vive usted sola? ¿No tiene parientes aquí en Cheyenne…, padres, hermanos…, algún familiar?

—Soy huérfana. Mi madre murió siendo yo muy niña. Mi padre cayó en la guerra. Era coronel del Ejército de Grant.

—¡Oh, lo siento! —murmuró Pike.

Algún recuerdo penoso enturbió por un momento el brillo de las pupilas de la señorita Towner. Luego volvió a animarse su mirada.

—¿Estuvo usted en la guerra? —preguntó.

—Sí, con los confederados.

—Esa guerra fue un lamentable error. Por fortuna ya todo pasó.

—Así es —dijo Pike.

Guardaron silencio. El chino vino con varios platos que depositó sobre la mesa entre sonrisas y reverencias. La señorita Towner habló con locuacidad

—Era —dijo— pariente del juez Cliford. Era un parentesco muy remoto en verdad, pero gracias a ello y a una recomendación del gobernador Camber, que fue durante la guerra ayudante del gabinete del general Grant y buen amigo del coronel Towner, conseguí un empleo en la oficina del fiscal. Corno huérfana de guerra recibía una pequeña pensión del Gobierno. Con la pensión y lo que ganaba en la oficina tenía más que suficiente para vivir con independencia, e incluso ahorraba algunos dólares todos los meses.

Olivia Towner tenía veintinueve años. A esta edad una mujer que no se hubiese casado podía considerarse una solterona. Por lo que Pike entendió, la señorita Towner había perdido toda ilusión de conseguir un marido. Esto equivalía a asegurar que se sentía amargada, tal vez decepcionada, adoptando una actitud de defensa frente a la vida, pensando en el ahorro a ultranza que asegurara su vejez prematura, una vejez solitaria y triste que acaso acabara haciendo de ella una chismosa de genio irascible y corazón endurecido.

Mientras tanto hablaban se había llenado de gente el pequeño restaurante. Repentinamente algo ocurrió en la calle que hizo que los comensales abandonaran sus sillas y corrieran hacia la puerta y las ventanas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pike.

Pero nadie de momento supo darle razón de lo que estaba ocurriendo en la calle. Algunas personas salieron y otras regresaron a sus mesas.

Un hombre que pasaba junto a Pike refunfuñó, sacudiendo la cabeza:

—Otra de esas peleas callejeras. ¡Asco de ciudad, cada día va siendo más peligroso vivir en ella!

Todavía quedaba gente amontonada ante la puerta. Pike, a su vez todo era estirar el cuello tratando de alcanzar a ver lo que ocurría en la calle. Se volvió con cierto sobresalto al sentir una mano que se posaba sobre la Suva.

Era la señoría Towner. Ella le sonrió comprensiva diciendo con acento cariñoso:

—Vaya usted. Su instinto de policía no va a permitirle sosegar si no indaga lo ocurrido.

—Gracias, voy a echar una mirada. En seguida soy con usted

Pike se puso en pie, cruzó por entre las mesas y se abrió paso a codazos entre el grupo que bloqueaba la puerta.

Salió a la calle. La gente corría por las aceras de tablas en dirección al cruce con la avenida Thomes. Había grupos en los pórticos más nutridos; ante los saloons y restaurantes. Pike vio pasar a Dick Launders por el centro de la calle, pisando el espeso barro en dirección a la intersección de las calles donde se veía gente.

Pike echó a andar en la dirección que seguía el sheriff, quedando pronto rezagado respecto a este por causa del público que entorpecía el paso en las aceras. Mientras se esforzaba por avanzar, disculpándose aquí, empujando más allá, pudo oír diversos comentarios:

«También Lusty desenfundó muy rápido, pero Archer le ganó por la mano.»

«Me pregunto qué hará el sheriff respecto a Archer.»

“Nada, no hay quien pueda con esa gente."

«Parece que hay un herido, un transeúnte.»

Dick Launders ya se encontraba en el lugar del suceso cuando Pike abandonó la acera de tablones y cruzó la calle pisando el barro. Un hombre yacía de espaldas en mitad de un charco, los brazos abiertos y los ojos fijos y vidriosos- mirando sin vida al espacio.

Cerca del cadáver, en el barro, se veía un revólver.

Launders interrogaba a los testigos.

—¿A dónde fue Archer?

Un hombre señaló la fachada casi suntuosa del «Hamper Gambling», una casa de juego que ocupaba las dos plantas de un edificio en la encrucijada de la Main Street con la avenida Thomes.

Otro de los hombres que formaban corro aclaró:

—Hubo un herido. Cuando Lusty disparó no le dio a Archer, pero alcanzó a un hombre que pasaba por aquella esquina.

—¿Quién es el hombre?

—No le conozco. Le cogieron entre varios y se lo llevaron corriendo a casa del doctor.

Launders soltó un gruñido y giró sobre sus tacones, acabando de cruzar la calle en dirección al pórtico del «Hamper». Pike le siguió, curioso por ver cómo resolvía el sheriff aquel asunto.

«Long» Archer se encontraba solo ante el largo mostrador de reluciente caoba, que era casi lo primero que el parroquiano se echaba a la cara al entrar en el edificio. Era un hombre de unos treinta años, desmesuradamente alto y extremadamente delgado, con un bigotito antipático sobre los crueles labios, y una crencha de pelo grasiento escapando por debajo de su sombrero negro de curvadas alas.

Long abandonó el vaso de whisky que tenía en la mano y se encaró con Launders, como dispuesto a dejar claras las cosas desde un principio.

—Hola, Launders —saludó sombríamente—. Supongo sabrás ya lo que ocurrió. Fue una pelea limpia. Le di a Lusty amplias oportunidades. Él cayó con la pistola en la mano. Todavía llegó a disparar.

—Sí —repuso Launders secamente—. Lusty disparó y alcanzó a un transeúnte que pasaba por la esquina.

—No me di cuenta de eso.

—Pues ocurrió. No sé quién es el hombre ni cuál es su estado, pero será mejor que abandones la ciudad ahora mismo. Los duelos están prohibidos en Cheyenne… y las cosas podrían ponerse feas para ti si ese hombre llegara a morir.

—¡Pero si no fui yo quien le hirió! —protestó Archer.

—El fiscal no querrá saber quién le hirió. Lo cierto es que resultó alcanzado el individuo, y culpa tuya es, tanto como de Lusty. Sólo que estando Lusty muerto, tú vas a cargar con el paquete. ¿Está suficientemente claro? Pues andando, ¡lárgate!

El largo y siniestro Archer guardó sombrío silencio. Uno de los jóvenes ayudante de Launders, Dan Attwood entró en este momento y fue junto al sheriff.

Launders se dirigió entonces a su ayudante:

—Dan, acompaña a Archer. Si no tiene caballo propio búscale uno alquilado. Asegúrate de que abandona la ciudad antes de media hora. Voy a ver que ha sido de ese. transeunte que resultó herido.

Launders dio media vuelta y abandonó rápidamente el local.

Junto al mostrador, «Long». Archer hizo una mueca de contrariedad. Tomó su vaso, se echó el whisky al coleto de un trago y sacó una moneda del bolsillo.

—Buen viaje, Archer —dijo el barman cogiendo la moneda que el pistolero le arrojaba—. Esperamos que regreses pronto.

Archer salió seguido del «deputy» y Pike Stelle les siguió a su vez hasta la calle. Los dos hombres se alejaron en dirección a las cuadras de Hook. El cadáver de Lusty seguía tendido en mitad de la calle. Alguien había echado sobre él una manta, de la cual asomaban las punteras de los zapatos apuntando al cielo.

Pike regresó a «La Pequeña China» para reunirse con la señorita Towner.