CAPITULO VIII

Cheyenne amaneció al día siguiente bajo la llovizna. Desde el rancho de su suegro, Ditmare mandó recado con un vaquero, anunciando que se sentía enfermo y no iría aquel día a la ciudad.

Pike Steeple pasó la mayor parte del tiempo en la oficina del fiscal. El día, gris y triste, convidaba poco al trabajo. Debido a esto, y también a que no se esperaba a Ditmare, ni Olivia ni los escribientes dieron golpe en toda la jornada.

Un día de lluvia en Cheyenne era una bendición del cielo para los garitos. Soldados, vaqueros y trabajadores ociosos, acudían a los saloons a matar el aburrimiento jugando, bebiendo, bailando con las chicas, o, simplemente, charlando con un amigo o viendo jugar a los demás.

Poco después de la una de la tarde, negras nubes de tormenta se amontonaron en el cielo gris. Llovió torrencialmente entre relámpagos y truenos. El agua cenagosa corrió por las calles e inundó las zanjas abiertas para las tuberías de desagüe. La ciudad se puso intransitable.

En el ambiente cargado de los saloons, mucha gente había agotado ya todos los temas de diversión. En casi todos estallaron riñas y en dos de ellos, por lo menos, tuvieron que intervenir el sheriff y sus ayudantes.

Pero la peor de todas fue la del «Apex», donde un jugador llamado Rocky Knee disparó a boca de jarro su pequeño «Derringer» contra un soldado llamado Bendix, por diferencias surgidas en el juego. Sacado rápidamente del saloon, el soldado Bendix ingresó cadáver en la clínica del doctor Branson. Había muchos soldados en Cheyenne este día y su reacción fue muy violenta.

Para proteger a Rocky de la furia de la soldadesca, Launders ingresó al homicida en la cárcel. Al anochecer, los soldados pateaban el barro ante la prisión, amenazando con asaltar el edificio si el sheriff no les entregaba a Rocky.

Un piquete armado llegó desde el cercano fuerte al mando de un oficial y los soldados fueron obligados a regresar en formación a su acuartelamiento.

Mientras los soldados se manifestaban en la calle, Pike merodeaba por los alrededores de la prisión recogiendo con disimulo las impresiones de la gente reunida en grupos. Cuando, finalmente, tuvo formado un juicio cabal de lo ocurrido, Pike se apartó de aquel lugar y se dirigió al domicilio del juez Cliford.

La idea de Pike era que el juez le podía necesitar. Y, en efecto, así era. Sólo que llegó demasiado tarde para prestar ayuda eficaz a Cliford.

Cuando Pike llegaba a la casa del juez, entre las medias luces de un anochecer prematuro todavía alcanzó a ver a un pequeño grupo que salía.

Eran seis hombres, pero de ellos sólo pudo identificar a cuatro. Dos de ellos eran Don Wade y Duke Austin. Los otros cuatro iban armados y tenían la planta característica de los pistoleros guardaespaldas. Pike reconoció por lo menos a Howard «Fly» y Thomas Ford. A los otros les conocía simplemente de vista, ignorando su nombre.

Pike quedóse un instante mirando con recelo al grupo que se alejaba cruzando la calle. Luego fue a llamar a la puerta de la casa del juez.

Nadie contestó a su llamada, aunque se oían dentro voces y algo parecido a un llanto. Pike probó con el picaporte, empujó la puerta y entró.

Siguiendo las voces hasta el despacho del juez, cuya puerta estaba abierta, Pike encontró a la señora Cliford y a la criada negra de la casa que, llorando una, lanzando gritos plañideros la otra, trataban de levantar del suelo al juez. Pike temió en el primer momento que estuviera muerto, pero no era así.

Cliford no estaba muerto, ni siquiera desvanecido, y sus heridas, por lo demás, eran leves, limitándose a unas cuantas magulladuras en la cara y una hemorragia de la nariz que, aunque aparatosa, carecía en realidad de importancia.

—¡Esos bestias le golpearon! —dijo la asustada señora Cliford llorando—. Espero que usted los meta en la cárcel, alguacil. ¡Es allí donde deberían estar!

Cuando el juez, más asustado que lastimado, se repuso al fin de su desmayo, contó lo ocurrido. Una representación de los tahúres de la ciudad, encabezada por Don Wade y Duke Austin, se había personado en el domicilio de Cliford ofreciéndose a pagar la fianza que fuera menester para obtener la libertad inmediata de Rocky Knee.

—Les dije que no había firmado todavía orden de arresto contra Knee, pero que no habría fianza en su caso, por tratarse de un homicidio. Ellos insistieron en que fijara una fianza para Knee y, como quiera que yo seguía negándome, los guardaespaldas de Wade y de Austin me golpearon hasta dejarme sin sentido en el suelo —dijo el juez con voz sofocada, mientras apretaba un pañuelo ensangrentado contra su hinchada nariz. Luego rogó a Pike que le contara lo ocurrido, ya que era poco lo que sabía sobre el asunto.

Pike le contó cuanto había visto en la calle, añadiendo:

—Por cierto, acaba de ocurrírseme una cosa, y es que si no existe orden de arresto contra Knee, tampoco existe razón alguna para que el sheriff lo retenga en prisión.

—Knee mató a un hombre. No creo que Launders se atreva a dejarle en libertad, después de haber procedido a su arresto.

—¿De veras cree usted eso?

Cliford meditó un instante. Luego dijo:

—Firmaré esa orden de arresto ahora mismo. Usted se la llevará a Launders.

La noche había cerrado cuando Pike Steele salió de la casa del juez para dirigirse a la prisión.

Brillaban ya las luces en los saloons, los dancing, las casa de juego, los teatrillos y los escaparates de las tiendas de la calle principal. Un empleado del municipio encendía los faroles de petróleo recién instalados en las esquinas.

La cárcel quedaba un poco lejos del ruido y la luz de la calle principal, en la avenida Thomes. Aquella tarde había habido mucho alboroto allí, mas ahora todo estaba tranquilo.

Pike entró en la oficina del sheriff empujando la puerta, para pararse en seco un poco sorprendido.

Había gente en la oficina: Launders, sus ayudantes, y Don Wade y Duke Austin. Uno de los «deputys», Att-wood, estaba detrás de la reja que separaba la oficina de la cárcel propiamente dicha. La súbita rigidez que se apoderó de todos los allí presentes, indicaba bien a las claras la inoportunidad de la llegada de Steeple.

Launders, encarándose con Pike, inquirió con brusquedad:

—¿Qué buscas aquí, Steeple?

Pike señaló a Knee, a punto de salir de la celda cuya puerta sostenía abierta Attwood.

—¿Qué van a hacer con él?

—Le soltamos —dijo Launders con aspereza.

—¿Por qué?

—No hay orden de arresto contra Knee.

—Aquí está la orden —dijo Pike sacando un pliego del bolsillo interior de su chaqueta. Y lo dejó caer sobre la mesa.

En la oficina se había hecho un silencio sepulcral. Wade y Austin se miraron entre sí y luego miraron a Launders, como esperando de éste una decisión.

Launders se acercó a la mesa, tomó el papel y echó un vistazo a su contenido bajo la luz de la lámpara. Plegó de nuevo la orden, se la entregó a Pike y dijo:

—Toma, guárdate eso.

Steeple no sabía todavía entonces cuál iba a ser la actitud de Launders ante aquella orden. Tomó el papel y lo conservó en la mano. Launders dijo dirigiéndose a Attwood, que estaba detrás de la reja:

—Echa a ése fuera de una vez.

Pike vio cómo Knee salía de la celda, pasando por el corredor hasta la oficina.

—¿Van a soltarle? —preguntó Pike—. ¿A pesar de la orden de arresto?

Launders dijo volviéndose a mirarle:

—¿Quién va a saber si la orden llegó antes, o después que Knee fue puesto en libertad?

—Yo lo sé —contestó Steeple.

De nuevo se hizo un silencio. Todos miraban a Pike. Hasta que Launders gruñó:

—Tú no dirás nada.

—¿Por qué?

Launders aspiró profundamente el aire, como preparándose a soltar una palabrota. Pero a última hora debió cambiar de idea, se contuvo y dijo volviéndose hacia Wade y Austin, que esperaban con la intranquilidad pintada en sus ruines rostros:

—Llevaos a Knee por la puerta de atrás.

Los dos gariteros se movieron hacia la puerta del fondo de la oficina llevando consigo a Knee. Pike indicó a Launders:

—Prácticamente, esto es facilitarle la fuga a un detenido.

—No tienes por qué preocuparte. La responsabilidad es toda mía —repuso Launders secamente.

—¿Se da cuenta de que esto puede costarle el cargo? —insinuó Pike. Pero Launders no contestó.

Attwood salió detrás de Knee por la puerta trasera, cerrando la que daba a la oficina. Launders dijo a Gurney:

—Ve a comer, Joe.

Joe Gurney entendió lo mismo que Steeple, o sea que Launders deseaba que los dejaran solos. El «deputy” se marchó cerrando la puerta de la espalda y Launders se dejó caer en el sillón giratorio, mirando a Pike.

—Ya es hora de que hablemos tú y yo, Steeple —dijo. Pike levantó los hombros, contestando:

—Muy bien. Hablemos.

—Hace tiempo que deseo tener una conversación a solas contigo, éste es el momento oportuno. Empezare aclarando el asunto de Knee. No había orden de arresto contra él. Lo traje a la prisión para ponerle a salvo de la furia de los soldados. Los soldados se marcharon hace un rato, y ahora pongo en libertad a Knee. Ha prometido abandonar la ciudad esta misma noche, de modo que no nos creará más problemas.

—¿Recuerda el caso de Archer? También le dejó marchar de la ciudad. Luego el fiscal me ordenó a mí salir en su persecución…

—Y le capturaste —interrumpió Launders—. Todavía no comprendo por qué lo hiciste. Archer estaba ya lejos cuando le alcanzaste, fuera del territorio de Wyoming y de la jurisdicción del fiscal. Pudiste haber regresado con una buena excusa, pero preferiste coger a Archer y traerle a la ciudad. ¿Por qué?

—Porque era mi deber hacerlo. Archer había cometido un delito. Me ordenaron proceder a su captura, así lo hice.

—Maldita sea si te comprendo, Steeple. No eres un novato, llevas muchos años en esta profesión y sabes como yo distinguir entre lo conveniente y lo obligado. No diré que no tuvieras que ir a arrestar a Archer, si se hubiese encontrado todavía en la ciudad y tu fiscal te lo hubiese ordenado… y aún entonces te habría quedado el conocido recurso de enviarle un recado por delante, avisándole que ibas por él, y Archer se habría marchado, como hacen los amigos decentes cuando un policía se ve obligado por las circunstancias a cumplir un deber. Pero tú no estabas en ese caso. Archer ya se había marchado, y todo lo que tenías que hacer era cabalgar sin prisas hasta la divisoria y regresar diciendo que no le habías alcanzado. ¿Por qué tuviste que hacer tan difíciles las cosas?

—Seguramente porque soy un tonto que todavía, a los ocho años de llevar una placa prendida del chaleco no acabó de aprender el oficio de policía —dijo Pike con mordacidad.

—¿Te estás burlando de mí? —preguntó Launder arrugando el ceño, escamado ante la sonrisa y el tono de Pike.

—No. Lo que digo es cierto. Llevo muchos años haciendo de policía… y es la primera vez que alguien me descubre la forma de eludir el arresto de un granuja… o de llevar a cabo un arresto sin éxito… aunque sin riesgos, que es, desde luego, la forma más segura de llegar a viejo, incluso ejerciendo una profesión tan peligrosa como la nuestra.

Launders repuso irritado:

—No adoptes ese aire de superioridad, Steeple. Ignoro cómo habrás ejercido tu profesión en otras partes, pero te digo que aquí en Cheyenne sólo hay una forma de sobrevivir. ¿O crees que nadie podría ser sheriff en esta ciudad, si no supiéramos manejar la política mejor que las pistolas y los rifles? ¿Cuánto crees que durará el viejo Launders, si aplicando la Ley al pie de la letra empezara a encarcelar gente y llevar delincuente ante el juez? ¿Cuánto tiempo crees que vas a vivir tú mismo, teniendo en contra tuya a todos los Archer los Murrey, los Marshall, los Davis y los Knee de la ciudad? Ya has matado a cuatro de ellos. ¿Crees por eso que eres más respetado? ¿Te crees más temido? ¿Qué has salido ganando? ¡Sólo odio y enemigos!

—Espero haber ganado también algún amigo.

—¿Cuántos? Señálame a uno, ¡sólo a uno!

Pike reflexionó unos instantes, diciendo mientras levantaba los hombros:

—Supongo que están allí…, en alguna parte, entre los tenderos, los artesanos, la gente laboriosa y honrada que sólo aspira a disfrutar en paz de su vida y su trabajo… entre las mujeres, los niños y los ancianos, entre los que nos pagan para que ejecutemos con honradez un trabajo honrado y necesario.

—¡Tonterías! —rechazó Launders con ademán despectivo—. Aun si no cobráramos un sueldo, podríamos esperar ganar amigos. Pero cobramos. Nos pagan un salario alto por realizar un servicio que no siempre podemos cumplir como ellos desearían. No nos deben nada, y en el fondo no nos consideran diferentes de los demás pistoleros y rufianes, excepto porque llevamos una estrella en el chaleco. Nos desprecian. Cuanta mayor es su alcurnia, tanto mayor es su desprecio. El alcalde…, el juez…, el fiscal…, ¡sobre todo el fiscal! Ese nos desprecia más que todos. No sólo a mí, sino a ti también. ¡Quizá más a ti que a todos!

—No sabía yo eso — exclamó Pike sorprendido—. ¿Por qué tiene él que despreciarme? ¿Y por qué a mí más que a los demás?

—Porque tú le has causado más daño que todos nosotros. ¿Es que acaso has olvidado el lío que tuviste con la mujer de Ditmare?

Por primera vez desde que empezó a hablar con Launders, Pike sintió verdadera alarma. Algo no marchaba bien. Allí había alguna confusión que convendría aclarar en seguida, cuanto antes mejor.

—¡Un momento! —exclamó Pike—. ¿De qué me está hablando?

—Tú fuiste novio de la mujer de Ditmare, antes que ella se casara con él, ¿no es cierto?

—¿Cómo ha sabido eso? —preguntó Pike intrigado.

Launders sonrió. Abriendo un cajón de la mesa escritorio sacó de él un sobre que tenía sellos y había sido abierto por un lado rasgando el papel.

—¿Ves esta carta? Llegó esta mañana. Está fechada de hace unos días en un lugar que tú conoces muy bien; Homely. Tú naciste en ese pueblo. Tu padre fue alguacil de aquel lugar hasta que le mataron unos bandidos. Tenías catorce años y te metiste a trabajar en el rancho de los Tunney. Fuiste un vaquero aventajado, buen jinete, muy hábil rastreador, rápido con el revólver e infalible con el rifle. Los Tunney te tenían en gran estima…, especialmente la hija de tu patrón. Todo el mundo sabía que la chica estaba por ti, pero su padre tenía formados otros planes para ella y prefirió ignorarlo. La chica se casó con Ditmare, pero antes tuvo sus cosas contigo, resultando de todo ello, que a los pocos meses de casada, tuvo una niña.

—¡Un momento, Launders! —exclamó Pike furioso.— Acláreme eso que acaba de decir.

—La niña era tuya.

—¡No!

—Te diré que aquí se sabía todo eso, Steeple. Ocurre siempre que se inicia una campaña electoral. Cada candidato investiga la vida y milagros de sus antagonistas…, buscando cualquier punto flaco de su pasado para desacreditarle u obligarle a abandonar. Los enemigos políticos de Ditmare averiguamos eso. Pero se produjeron presiones de mucha influencia, tuvimos una reunión y, finalmente, decidimos no utilizar esa historia.

—Me sorprende tanta nobleza…, sobre todo si estaba usted también entre los oponentes políticos del fiscal. Probablemente lo que ocurrió fue que no hallaron una base firme sobre la que apoyar tan grave insulto. Esa historia es falsa, Launders —dijo Pike con energía, inclinándose hacia el sheriff—. Si hubiera sido cierta, no hubiesen desaprovechado ustedes la ocasión de pulverizar la candidatura de Ditmare.

—Hablar de lo que pasó durante la campaña política no viene al caso. Si lo he mencionado ahora fue solamente para abrirte los ojos respecto a tu amigo el fiscal. La historia de su mujer, cierta o falsa, le perjudicó mucho en su reputación. Él tiene motivos para odiarte, Steeple.

—Los tendría si esa historia fuera cierta.

—¿Quién sabe si no lo es?

Pike Steeple echó su zarpa al cuello del sheriff, agarrándole por las solapas y obligándole a levantarse de un tirón.

—¡No vuelva a repetir eso, Launders! —dijo amenazador, y le soltó al mismo tiempo que le empujaba hacia atrás, sentándolo de nuevo en la silla.

Ligeramente pálido, Launders le miró en silencio mientras él se apartaba de la mesa y cruzaba la oficina hasta la puerta. Allí se detuvo Steeple, volviéndose a mirarle.

—Esa carta que recibió hoy… ¿quién la escribió? — preguntó.

—Smithson, el alguacil de tu pueblo.

—¿Qué dice?

—Es muy corta. Únicamente confirma lo que yo me sospechaba, o sea que tú fuiste el novio de la mujer re Ditmare, el seductor a quien se atribuye la paternidad de esa niña que lleva el apellido del fiscal.

—¿Qué sabe Smithson de eso? Ni siquiera le conozco —dijo Pike entre dientes.

—Él no es de allí. Simplemente se limitó a escribir lo que dicen tus paisanos.

—Es, pues, como me figuraba. Nunca hubo pruebas de que esa criatura no es hija legítima de Ditmare.

—Nació a los siete meses de celebrarse la boda.

—Comprendo —dijo Pike con amargura y desprecio. Y salió.

Había convenido con Olivia que cenarían juntos y se dirigió allá.

Ella se había puesto su mejor vestido, peinando sus cabellos oscuros en una gruesa trenza que formaba a modo de una corona en lo alto de su cabeza y le sentaba muy bien.

La noche anterior habían tomado una cena improvisada, pero en esta ocasión, con tiempo para prepararla, Olivia Towner había dispuesto una comida extraordinaria. La mesa estaba puesta, no faltando en ella ni los candelabros ni la botella de champaña.

—Llegas con retraso —dijo ella ofreciéndole sus rojos labios—. Temí que te hubiese ocurrido algo.

Él la besó, más por la forma fría de hacerlo, Olivia notó que algo le ocurría.

Mujer prudente como era, Olivia no hizo ninguna pregunta de momento. Esperaba que él le confiaría sus cuitas, pero Steeple se encerró en una actitud distraída, respondiendo con monosílabos y palabras ambiguas.

—¿Qué ocurre, Pike? — preguntó Olivia finalmente.

Él le contó lo de la pelea de Knee con un soldado, cómo golpearon al juez y convencieron a Launders para que pusiera en libertad al homicida.

Olivia comentó:

—Ditmare no le perdonará a Launders que hiciera eso. Sobre todo, si dices la verdad y acusas al sheriff de haber desdeñado la orden de arresto que traías.

Pike guardó silencio, diciendo al cabo de un rato:

—Contéstame a esto, Olivia. En algún momento, desde que vine a esta ciudad…, ¿tuviste la impresión de que Ditmare me odiara?

Pike vio colorearse las mejillas de la joven.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Es muy rara la actitud de Ditmare para conmigo desde que nos volvimos a encontrar al cabo de tantos años. Antes me tuteaba…, éramos amigos. No amigos íntimos, pero sí lo suficiente amigos para permitirnos cierta franqueza.

Olivia se puso a jugar con el mango del cuchillo, diciendo:

—Sinceramente, yo creo que no te aprecia en absoluto.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Oh, él no lo ha dicho! Pero no importa, esas cosas se adivinan. Casi no se comprende que te mandara a llamar expresamente para darte este empleo…; aunque, bien mirado, no te hizo ningún favor mezclándote en sus problemas.

—Háblame de Ditmare. ¿Es feliz en su matrimonio?

—Conozco muy poco de la vida íntima del fiscal. Una cosa es segura, sin embargo. Él no es feliz. No hay más que verle la cara para adivinarlo. Dicen… —Olivia se interrumpió, meneando la cabeza como renunciando a proseguir—, pero no voy a decirlo. Son chismes nada más.

Pike adivinó lo que su novia quería decir, pero no insistió. Sintiéndose incómodo y ansiando encontrarse a solas para ordenar sus pensamientos, se despidió temprano de Olivia retirándose a su habitación del hotel.

Metido en cama, con los brazos cruzados detrás de la nuca, la luz apagada y los ojos abiertos, Pike revolvió sus recuerdos para trasladarse nueve años atrás en el tiempo, cuando era vaquero de los Tunney y andaba enamorado de Gem.

Sus amores con Gem Tunney tuvieron un desdichado final, y, sin embargo, Pike recordaba todavía aquellos días con nostalgia. ¡Ah los perdidos años veinte! Aquella su juvenil ingenuidad…, aquella inexperta Gem de dieciocho años…, las noches cálidas del verano…, la nerviosa espera en la sombra del corral…, sus ardientes deseos…, sus temblorosas caricias…

¿Cómo volvería a sentir jamás de nuevo el frío de la emoción del primer beso…, la romántica evocación de la muchacha amada en la separación…, la ansiedad del reencuentro en los fines de semana…, aquellos éxtasis bajo la noche estrellada… erizada la piel bajo el choque de mil emociones nuevas y desconocidas?

Pike había sido feliz incluso en la contrariedad, hallando como un goce morboso en el propio dolor de la infelicidad, bebiendo hasta la última gota la amargura de su amor imposible. Hasta unos años más tarde, cuando conoció el verdadero valor de la posición social, la educación y el dinero, no experimentó Pike una auténtica sensación de fracaso.

A los veinte años de edad, hasta la renuncia más dolorosa podía parecer un acto hermoso, si se presentaba envuelto en los ropajes del más ingenuo romanticismo. Hasta mucho tiempo después, no comprendió Pike que su renuncia, en realidad, fue una estupidez.

Pike no desandaría el camino andado, ni iba a sentir emoción cuando se viera frente a la hija de Gem, solo porque se decía que la niña era también hija suya.

En primer lugar, Pike no creía que fuera cierto. Y un si lo fuera, ¿en qué modificaba las cosas? ¿Tenía algún derecho a reclamar a la niña? ¿Podía obligar a Ditmare a divorciarse de Gem? ¿Tenía que casarse con Gem? ¿Quién quería nada de todo esto?

Pike empezaba a quedar dormido cuando fue despertado bruscamente por una llamada en su puerta.

La llamada le sobresaltó, poniéndole en pie como impulsado por un muelle. Hasta llegó a dudar de que fuera para él. Debía ser muy tarde. ¿Quién podría…?

—¡Steeple, abra! ¡Soy Attwood, el ayudante del sheriff!

Pike buscó las cerillas, encendió la lámpara y empuñó su revólver antes de dirigirse a la puerta. Quitó el seguro y entreabrió la hoja, falcándola con el pie por precaución. Por la rendija vio el pasillo iluminado y en éste a Attwood.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pike sin abrir totalmente.

—Será conveniente que acuda usted a la prisión. Su amiga, la señorita Towner, acaba de matar a un hombre. Ella le reclama.

—¿Cómo?

—La víctima es Lait, ese jugador antiguo novio de la muchacha. Parece ser que pelearon… En fin, venga allí.

—Acudo en un instante —murmuró Pike roncamente, apartándose de la puerta en busca de sus ropas.