CAPITULO III
La cita estaba concertada para las cuatro de aquella tarde. Poco después de las tres, el ujier de la Corte se presentó en el hotel con una nota de la señorita Towner para que Pike se personara inmediatamente en la oficina del fiscal.
Pike fue allí. Mientras subía por la escalera podía escuchar las grandes voces que daba Ralph Ditmare, aunque sin llegar a entender lo que decía.
La puerta de la oficina estaba abierta, así como también la puerta del despacho de Ditmare, pudiendo verse por esta última a Launders y al fiscal, ambos encarados como dos gallos de pelea y discutiendo a gritos.
En la oficina, de pie y con los sombreros en la mano, vio a los dos ayudantes del sheriff. La señorita Towner se encontraba al otro lado de la valla que separaba las dos oficinas, de pie junto a los silenciosos y expectantes escribientes que allí trabajaban.
Ahora gritaba Dick Launders:
—¡El pueblo de Cheyenne me eligió sheriff por votación popular! ¡Y no tengo por qué escuchar sus insultos ni sus rabietas! Usted será muy fiscal… ¡pero no tiene autoridad sobre mí!
—¿La tiene el señor gobernador? —preguntó Ditmare a voces.
—¿Qué tiene que ver el gobernador con este asunto?
—¿Tiene autoridad sobre usted el gobernador? —insistió el fiscal.
—¡Sí! —bramó Launders—. ¿Y qué?
—Pues márchese, pronto recibirá un escrito del señor gobernador ordenándole lo que debe hacer.
—Escuche, Ditmare —rugió el sheriff, rabioso—. No trate de poner en contra mía al gobernador. Usted es el fiscal y yo el sheriff del condado. No le conviene llevar las cosas hasta este punto. Va a encontrar usted muchas dificultades para imponer la ley en esta ciudad si yo no colaboro.
—Jamás pensé que usted tuviera interés alguno en imponer la ley aquí —respondió Ditmare—. Conozco a los tipos de su calaña.
—¡No vuelva a sus insultos, Ditmare! —gritó Launders amenazador.
—¡Váyase al cuerno! —chilló el fiscal agudamente—. Le demostraré que soy capaz de imponer el orden en esta ciudad… ¡con usted o contra usted! ¡Ya váyase!
Launders salió del despacho estrujando el sombrero entre sus grandes manos. Resoplaba como un búfalo y tenía el rostro abotargado, tal como si estuviera próximo a caer bajo un ataque de apoplejía. Lanzó apenas una mirada al pasar junto a Pike, diciendo a sus dos silenciosos comisarios:
—Vamos.
Joe Gurney fue el último en salir y cerró la puerta tras sí. Desde la puerta abierta del despacho, Ditmare llamó a Pike:
—Venga acá, Steeple.
Y se retiró de la puerta dejándola abierta.
Pike pasó ante la señorita Towner, entrando en el despacho. Pensaba Pike que el fiscal se encontraba solo, pero no era así. Un hombre de cabellos blancos ocupaba uno de los sillones. Era el juez Gliford. Pike sabía que aquel personaje era el juez, pero Ditmare ni siquiera se molestó en hacer las presentaciones.
—¿Está dispuesto a jurar el cargo, Steeple? —preguntó.
—Sí.
Ditmare arrojó casi con violencia un ejemplar reducido de la Biblia sobre la mesa.
La ceremonia fue muy breve. El juez le tomó juramento a Steeple, y el fiscal tendió a éste una placa de latón que tenía grabado el lema: «Wyoming Territory. Marshal».
—Póngasela en el bolsillo —dijo Ditmare.
Pike la guardó en uno de los bolsillos del chaleco. Ditmare tomó una hoja de papel plegada, que entregó al nuevo oficial.
—Cumpla esta orden.
—¿De qué se trata? —preguntó Pike desdoblando el papel.
—Es una orden de arresto firmada por el juez con un hombre llamado «Long» Harry Archer. ¿Le conoce?
—Sí.
—Archer y otro pistolero llamado Lusty ventilaron este mediodía sus rencillas personales, enfrentándose pistola en mano en plena calle. Archer dio muerte a su enemigo, y éste, antes de caer, disparó hiriendo a un transeúnte que pasaba casualmente por la esquina. El hombre murió hace media hora sobre la mesa de operaciones del doctor Miller, pero Archer escapó saliendo de la ciudad por consejo de nuestro muy estúpido sheriff. Usted buscará a Archer, lo arrestará y lo traerá a la ciudad ingresándolo en la cárcel.
—¿Es todo tan sencillo como parece? —preguntó Pike—. Perseguir a Archer, buscarle… encontrarle y ponerle las esposas. ¿Creen de veras que él se entregará sin ofrecer resistencia?
Ditmare contestó abruptamente:
—Eso es cuenta suya, Steeple. No le hemos hecho venir adrede, ofreciéndole trescientos mensuales, para que haga las cosas más sencillas.
—Comprendo —dijo Pike irónico. Y guardó el papel en el bolsillo—. Necesitaré un caballo, un rifle y provisiones.
—Agéncieselos donde sea. Puede presentar su nota de gastos al regreso. Se le abonará.
Pike emitió un gruñido, dirigiéndose hacia la puerta.
—Steeple —llamó Ditmare. Pike se volvió desde la puerta y el fiscal concluyó—. Queremos a Archer vivo… a ser posible.
—Bien —repuso Pike. Y salió.
La señorita Towner se puso en pie, saliendo a su encuentro cuando transponía la valla divisoria.
—No ha estado mucho tiempo dentro. ¿Qué ocurre? —preguntó la joven.
—¡Oh, nada de importancia! Juré el cargo y me encomendaron mi primera misión. Debo buscar a Archer, arrestarle y traerle preso.
—¡Pero Archer salió hace horas de la ciudad!
—No puede haberse alejado mucho en tan poco tiempo. Iré a buscarle de todos modos.
—¡Por Dios, Steeple, tenga mucho cuidado, es un hombre peligroso! —exclamó la señorita Towner como última advertencia mientras él salía por la puerta.
Al llegar a la calle, Pike se detuvo un minuto para ordenar sus muchas tareas. En primer lugar, se dirigió a las cuadras donde el fugitivo alquiló su caballo.
El hombre que había ensillado el caballo de «Long» Archer miró la placa que Pike le mostraba y se mostró dispuesto a colaborar.
—Dígame, ¿alquiló Archer el caballo, o tal vez lo compró?
—Sólo lo alquiló.
—¿Depositó alguna fianza?
—No. El alguacil que vino acompañándole dijo que él respondía de la devolución del caballo.
—¿Cómo piensa devolver el caballo Archer?
—La próxima diligencia lo traerá desde Fort Collins.
—¿Dónde está ese fuerte Collins?
—En Colorado, unas cuarenta millas al sur.
—¿A qué distancia queda la divisoria?
—A diez millas nada más. En línea recta, se entiende.
Pike asintió. La divisoria con el más próximo estado se encontraba a diez millas solamente. Archer sin duda tomaría la línea recta hacia el sur. Confiaría en que nadie le seguiría más allá de la divisoria, donde terminaba la demarcación del sheriff de Cheyenne. Pero seguramente Archer no reventaría a su montura para hacer aquellas millas con rapidez. No esperaba que nadie le siguiera tan pronto.
—De acuerdo, ensílleme un caballo rápido y resistente y llévelo al otro lado de la calle, ante el almacén de Worth. Ponga también una funda para rifle.
Pike abandonó el establo, cruzando la calle hasta el gran almacén de Worth. El dueño del almacén era al mismo tiempo alcalde de Cheyenne y presidente de la Asociación de Comercio local. Pike solicitó ver a Worth y le explicó de lo que se trataba.
Worth mostró mucha curiosidad por Steeple y se ofreció a proporcionarle cuanto necesitara a crédito. Pike le dio una lista de las provisiones que podría necesitar, y, además, compró unas alforjas, una cantimplora, un saco de dormir y un par de mantas. También ordenó que le pusieran en el paquete una caja de cartuchos calibre 45, pero rechazó el magnífico rifle que Worth insistía en venderle, con cargo al presupuesto de la oficina del fiscal.
—Me sobraría el rifle, no espero tener demasiadas ocasiones de utilizarlo —se excusó.
Un empleado de Worth ayudó a Pike a trasladar todo el equipo al caballo que acababa de traer el empleado de las cuadras. Pike montó y tomó calle adelante hasta la oficina del sheriff. Dejando el caballo amarrado al poste, Pike entró en la oficina. Launders estaba ahogando su disgusto en whisky, con una botella en la mano y las botas sucias de barro cruzadas sobre la mesa.
Tanto Launders como sus ayudantes se quedaron mirando a Pike, quien, con aire desenvuelto, anunció:
—Me llamo Steeple y soy el nuevo alguacil del fiscal. Voy a necesitar un rifle para cierta cacería, y pensé que ustedes no tendrían inconveniente en prestarme uno de los suyos de reserva.
Launders .retiró los pies de la mesa, haciendo crujir el sillón bajo su formidable peso.
—¿De dónde ha salido usted? —preguntó.
A lo que Pike contestó:
—Llevo ya tres días en la ciudad, esperando que me llamaran para jurar el cargo.
—Es cierto —dijo Attwood—. Recuerdo haberle visto por ahí.
—¿De modo que usted es el alguacil particular de Ditmare?
—Sí.
—Tal vez su guardaespaldas —indicó Joe Gumey.
Pike se limitó a mirar con fijeza al joven «deputy». A continuación se volvió hacia Launders, preguntando:
—¿Puedo coger uno de esos rifles del armario?
—¿Necesita un rifle? ¿Para qué?
—Parece que usted se negó a salir en busca de Archer. La china me tocó a mí, y ahora debo ir a arrestarle.
Launders cambió una mirada de sorpresa con sus «deputys». Luego hizo una mueca y dijo:
—No podrá alcanzar a Archer antes de llegar a la frontera. Él le lleva más de tres horas de ventaja.
—No puedo excusarme ante el fiscal, diciendo que no voy a buscar a Archie porque pienso que no es posible alcanzarle. Debo intentarlo de todas formas, me pagan para eso.
—Como usted quiera, joven. Tome el rifle que más le guste.
La llave del armario estaba en la cerradura. Pike lo abrió y escogió un «Winchester» de entre la docena de rifles. Comprobó que el arma estaba en buen uso, accionando la palanca extractora y disparando el gatillo.
Los tres policías le miraban hacer en silencio. Pike cerró el armario.
—Lo devolveré a mi regreso —dijo dirigiéndose a la puerta de la calle.
—Me gustará tener una charla con usted a la vuelta—dijo Launders—. Tengo la impresión de que no sabe bien donde se ha metido.
—No diré que no tenga usted razón. Todo esto resulta nuevo para mí —dijo Pike sonriendo.
Salió a la calle, metió el rifle en la funda de la silla y montó.
Eran poco más de las cuatro de la tarde cuando, dejando atrás los últimos corrales de Cheyenne, Pike Steeple se adentraba en la pradera por un camino de carros lleno de barro.
Cuatro millas más adelante, el camino terminaba ante la puerta de la cerca de un rancho de nueva construcción. Pike continuó en línea recta hacia el sur a campo traviesa. Poco después, al detenerse en un arroyo para llenar la cantimplora, encontró en el barro huellas recientes de pisadas junto a las de unos cascos de caballo.
Seguro de que iba bien encaminado, Pike continuó en su ruta, hasta que cuatro millas más adelante encontró el camino de Denver, donde las ruedas de las diligencias habían marcado profundo surcos en la tierra húmeda de la pradera.
Al ponerse el sol, Pike se encontraba en territorio del Colorado, sin que supiera en qué preciso momento abandonó el de Wyoming. Legalmente, la jurisdicción de Ditmare no alcanzaba al territorio del Colorado, pero Pike llevaba ya bastantes años en la profesión de policía para conocer todas las marrullerías de la ley.
La noche sorprendió a Pike por el camino de Denver, pero él continuó cabalgando en la oscuridad, fiado en el instinto y el olfato del caballo que habría de mantenerle dentro del camino.
Poco después de anochecido, Pike veía la luz de una fogata a cierta distancia por la derecha. Al llegar a la altura de la luz, que ahora quedaba a un lado, a unas quinientas yardas escasas, Pike detuvo su montura y se apeó.
En un arbusto que encontró en la oscuridad, a la vera del camino, ató las riendas del caballo. Luego sacó de las alforjas la caja de cartuchos, se echó un puñado de éstos en el bolsillo y guardó la caja.
Tomó el rifle de la funda y, al tacto, fue metiendo cartucho tras cartucho por la escotadura hasta que cargó completamente el arma. Finalmente, se aseguró de que el «Colt» salía con facilidad de la funda y echó a andar sin prisa hacia la luz.
El viento venía del sur, lo que facilitaba las cosas al evitarle tener que dar un rodeo. Paso a paso fue acercándose al lugar, hasta que a la luz de la fogata pudo ver a «Long» Archer que asaba una loncha de tocino ensartada en un palo. El olor del humo y el del tocino que chirriaba en las brasas hicieron que se despertara el apetito de Pike.
«Long», cuyos pensamientos acaso no fueran muy alegres en vista de la frugalidad de su cena y el desamparo en que se encontraba, solo en la inmensidad de la llanura, pegó un respingo al oír a su izquierda el seco chasquido de la palanca de un «Winchester», seguido de una voz amenazadora:
—¡No te muevas, Archer!
Aunque tenía la mano sobre la culata del revólver, Archer no se atrevió a desenfundar, seguro de que, por muy rápido que fuera, la bala de su enemigo lo sería todavía más.
—Desabrocha tu cinturón y arrójalo hacia aquí —ordenó la misma voz desde la oscuridad.
—¿Quién es usted? —preguntó Archer.
—No me conoces. Soy policía.
—¿Policía? ¿De qué lugar?
—De Cheyenne. Soy ayudante de la oficina del fiscal.
Archer dejó oír una risita, abandonando el forzado envaramiento de todos sus músculos.
—No puede arrestarme, estamos en territorio de Colorado, es decir, fuera de la jurisdicción de las autoridades de Wyoming.
—¿De veras?
—¡Seguro!
—No lo creo. Desabrocha el cinto y déjalo caer.
—¡Oiga, le digo que estamos en el Territorio de Colorado!
—Eso ya se verá.
—¿Por qué no se cerciora antes de que no está cometiendo un error?
—Lo haré. Te llevaré a Cheyenne y allí preguntaremos.
Archer comprendió que si era llevado a Cheyenne, aunque hubiese habido error en el policía que le detuvo, no por eso le dejarían en libertad. Por otra parte, Archer había oído decir del nuevo fiscal que era un hombre muy rígido, con ganas de destacar en el cargo que acababa de aceptar. Archer no deseaba en modo alguno servir de víctima propiciatoria para que el fiscal demostrara su energía, de modo que decidió jugarse el todo por el todo.
—Está bien, amigo, como usted quiera —dijo llevando las manos al cinturón como si se propusiera desabrochar la hebilla.
Luego, repentinamente, Archer apartó las manos del cinto y empuñó velozmente su revólver.
El rifle ladró en la oscuridad proyectando una lengua de fuego anaranjada. El proyectil pegó en el revólver de Archer y se lo arrancó violentamente de la mano.
Archer lanzó una maldición, al mismo tiempo que se escuchaba de nuevo el chasquido de la palanca del «Winchester» al expulsar el cartucho vacío. Pike salió de la sombra, mostrándose por primera vez a los furiosos ojos de «Long» Archer.
—Échate atrás, Archer.
El pistolero retrocedió un paso. Se miró la mano, donde la bala al rebotar le había producido un sangriento arañazo.
Sin dejar de apuntar a Archer con el rifle, Pike apartó con el pie la pistola que estaba en el suelo. A continuación extrajo del bolsillo trasero un par de brillantes esposas.
—Vuélvete de espaldas —ordenó—. Y no intentes otra de tus marrullerías, porque será tu cadáver lo que yo lleve a Cheyenne.
—¡Me las pagarás, polizonte! —rugió Archer.
Pero Steeple no se inmutó. Estaba acostumbrado a las amenazas de los delincuentes, que ellos proferían siempre, aun cuando no pudieran realizarlas, como en el caso de algún reo al subir al patíbulo.
Poco después, Pike Steeple emprendía el regreso hacia Cheyenne llevando consigo a su prisionero.