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A medida que el jazz iba desintegrándose en lo que parecía cada vez más ruido y menos música, el público fue menguando y un número creciente de músicos se pasaron al jazz-rock. Tras lo que muchos consideran el período oscuro de la fusión de los setenta, los años ochenta experimentaron un renacimiento del interés por el jazz paralelo al afianzamiento del ascendente del bebop en una nueva generación de oyentes e intérpretes. El jazz nunca será de consumo masivo y quienes lo practican siguen viviendo en la precariedad económica, pero el peligro que conllevaba crear bebop y que se interiorizó en la música de los años sesenta ha desaparecido. Dado que esa acuciante sensación de peligro era inherente al sentimiento jazzístico, ¿significa que la música también ha perdido parte de la fuerza que la animaba? ¿En qué situación se encuentra el jazz hoy día?

Comparado con las otras músicas disponibles el jazz actual es demasiado sofisticado para articular las vivencias del gueto, el hip-hop lo hace mejor. Si antes el ritmo sincopado de Nueva York se expresaba mejor a través del jazz, ahora la ciudad se mueve a ritmo de house. Mientras que los beats, los hipsters y los negros blancos de Mailer se sentían instintivamente atraídos por el jazz en tanto que música rebelde, ahora cada vez se llega al jazz después de hartarse de la banalidad de la música pop. Desde luego para la nueva ola de músicos británicos negros el jazz ostenta el estatus de lo que Roland Kirk solía denominar música clásica negra.

Las circunstancias en que se toca el jazz también han cambiado. Mientras que algunos locales —en Nueva York, el Village Vanguard constituye el mejor ejemplo y la Knitting Factory uno más reciente— se dedican por entero a la música, rehuyendo caros montajes y confiando en que el público y los intérpretes creen el ambiente, cada vez se impone más el superclub de decoración lujosa. A veces una política «silenciosa» significa que los músicos no tienen que competir con la cháchara de los comensales para hacerse oír, pero con excesiva frecuencia una buena parte del público entiende la música como un mero acompañamiento ambiental de una cena abundante. Algo particularmente bochornoso, ya que muchos de los músicos actualmente en activo han marcado nuevos niveles de excelencia técnica. David Murray y Arthur Blythe parecen capaces de cualquier cosa con el saxo tenor y alto, respectivamente; Charlie Haden y Fred Hopkins se cuentan entre los grandes bajistas de todos los tiempos; Tony Williams y Jack DeJohnette, entre los mejores baterías; John Hicks y William Henderson son pianistas superlativos. Y sin embargo, incluso con este nivel de excelencia musical, no es probable que el jazz vuelva a congregar el entusiasmo que despertaba en tiempos de Parker o Coltrane. Las «capas de sonido» del estilo Coltrane siguen teniendo una influencia masiva y una infinidad de jóvenes intérpretes saben tocar a toda velocidad los solos de diez minutos de Coltrane (aunque sin el sentimiento que distingue tanto al maestro como a sus discípulos más aventajados como Pharoah Sanders). Al escucharlos está uno tentado, incluso cuando le impresionan, de responder como Lester Young: «Sí, tío... pero ¿sabes cantarme una canción?». Quizá por eso el bebop y sus variantes concentran tanta atención. Por muy virtuosa que sea la interpretación, las versiones modernas del bebop carecen de la sensación de descubrimiento que anima cada nota de la música de Parker y Gillespie. El bebop se ha convertido en una fórmula musical, en una música cuya sintaxis, visto lo que vino después, es tan simple como una oración del tipo «El niño tira la pelota a la ventana». En los años cuarenta nadie había tirado pelotas a las ventanas así y resultaba emocionante escuchar a la gente hacerlo una y otra vez. Esa acción ya no fascina. Lo que todavía interesa del bebop es lo difícil que es tirar la pelota, el montón de añicos al que queda reducida la ventana. En el mejor de los casos hoy los intérpretes de bebop te dejan contemplando cómo bailan en el aire los añicos del cristal, rememorando el magnífico arco dibujado por la pelota. En un tema lento, lanzarán la pelota con tanta delicadeza que el cristal temblará pero no se romperá.

La alargada sombra de Coltrane y la cuestión de qué puede decirse todavía en el idioma del bebop participan de una duda todavía mayor a la que se enfrenta el intérprete contemporáneo de jazz: ¿queda por hacer alguna obra nueva e importante?31 A pesar de que el jazz apenas cuenta un siglo de vida, su evolución ha implicado que público e intérpretes compartan por igual la impresión de llegar muy tarde a la tradición. Si, con Bloom, llamamos a esto «la angustia de las influencias» o lo generalizamos más y lo incluimos en la condición posmoderna, apenas importa: lo importante es que ahora el jazz está indefectiblemente preocupado por su tradición. De hecho, la imagen del crítico de arte Robert Hughes «de un presente con raíces continuas en la historia, donde el inquebrantable tribunal de los muertos juzga cada una de las acciones del artista» es tan endémica para los músicos de jazz actuales como (con gran pena para Hughes) hostil para los artistas visuales contemporáneos.32 Mientras que al jazz de los radicales años sesenta le preocupaba romper con la tradición, los neoclásicos años ochenta se dedicaron a afirmarla. Pero esta distinción corre el peligro de derrumbarse casi en cuanto se plantea. Puesto que la suya es una tradición de innovación e improvisación, el jazz, cabría argumentar, nunca es más tradicional que cuando es abiertamente iconoclasta. El jazz, la disciplina artística más devota de su pasado, siempre ha sido la más progresista, de modo que la obra más radical con frecuencia es al mismo tiempo la más tradicional (la música de Ornette Coleman, presentada y recibida nada menos que como el Cambio del Siglo, se había empapado del blues que Coleman escuchó de niño en Fort Worth). Sea como fuere, cualquier tipo de revival está condenado al fracaso —contradice uno de los principios rectores de la música—, pero ahora el desarrollo del jazz depende de su capacidad para absorber el pasado y, cada vez más, la música más audaz es aquella capaz de ahondar más hondo y más ampliamente en la tradición. Cabe destacar al respecto que, mientras que en el pasado muchos músicos hicieron sus aportaciones más importantes e innovadoras de jóvenes, los intérpretes más innovadores de nuestra época tienden a haber cumplido ya los cuarenta años. El jazz todavía era una música juvenil cuando Bird y Diz lo revolucionaron; ahora el jazz ha entrado en la madurez, igual que sus representantes más señeros.

Lester Bowie y Henry Threadgill, por ejemplo. Durante años el Art Ensemble of Chicago —del que Bowie es miembro fundador— ha proclamado su compromiso con la «Gran música negra: desde la antigüedad hasta el futuro» y el trabajo más reciente y menos experimental de Bowie con Brass Fantasy cumple a pies juntillas, aunque de forma desenfadada, dicho compromiso. La trompeta de Bowie abarca toda la historia del instrumento desde Armstrong en adelante; recupera material desde Billie Holiday a Sade, se deleita tanto en canciones de pop contemporáneo como en la expresiva libertad que le permite trabajar con el Art Ensemble. El pastiche resultante se las ingenia de algún modo para ser al mismo tiempo reverencial y divertidísimo —él lo llama divertirse en serio— mientras en el espacio de una nota pasa de la muda emoción a las risas, los farfulleos y los alaridos. Una vez más, respeta la tradición: un buen solo provoca la sonrisa del resto de miembros del grupo, un gran solo, los desternilla.

Las virtuosas interpretaciones de Bowie toman como punto de partida a Louis Armstrong (el hombre que convirtió el jazz en un arte para solistas); Threadgill retrocede todavía más, al Nueva Orleans anterior a Armstrong, cuando el sonido del grupo era lo primordial. Mientras que una sucesión de solos acostumbra a alcanzar una serie de picos de emoción, en los solos de Threadgill nada se privilegia más que los dúos, los tríos o los pasajes grupales, la textura del sonido va cambiando constantemente entre las distintas permutaciones de la peculiar instrumentación del sexteto: batería y chelo, chelo y contrabajo, batería y batería, baterías y trompeta, trompeta y bajo y chelo. La complejidad y densidad de sus composiciones es tal que el sonido resultante parece tan en deuda con la vanguardia de conservatorio como con la tradición del jazz.

Si Threadgill y Bowie encarnan cierta relación con la tradición —una moldeada en gran medida por su participación en la AACM de Chicago (siglas en inglés de la Asociación para el Avance de los Músicos Creativos)—, otra relación igual de potente la personalizan los hermanos Marsalis,Wynton y Branford. A partir de la década de 1950 el jazz evolucionó a un ritmo tan febril que apenas se intuían las posibilidades de una innovación dada, la música ya estaba corriendo hacia otra parte. De ahí que reste un potencial considerable por explorar en un terreno en apariencia ya trillado, que es precisamente a lo que se han dedicado Wynton y Branford. Wynton en realidad no tiene un sonido solo suyo y, al menos hasta The Majesty of the Blues (una aventura más experimental), no ha abierto nuevos caminos formales, pero aprovechaba el trabajo —y el sonido— de Dizzy y Miles y lo llevaba un paso más allá, incorporando toda clase de posibilidades técnicas (como los gruñidos y farfulleos de Bowie) que solo son posibles desde el apogeo del bop. Técnicamente Marsalis debe de ser uno de los mejores trompetitas de la historia y en directo es más divertido que nunca. Aunque no comparto la crítica que se le hace habitualmente según la cual se limita a duplicar lo que ya se había hecho, cuando escuchas a virtuosos como Marsalis o Jon Faddis (que lleva la obra de Dizzy en su máximo esplendor a lo que se antoja su límite biológico) no puedes evitar que surjan ciertas dudas. Antes me he referido a que el jazz evoluciona de tal manera que al responder a las preguntas, simultáneamente, plantea otras nuevas. Faddis y los hermanos Marsalis dan respuestas soberbias, pero no plantean muchas preguntas.

Una tercera tendencia, relacionada con las dos ya descritas aunque distinta, puede observarse en la obra de músicos que destacaron como intérpretes «energy» y «free» y que ahora están regresando a formas más tradicionales. Gente como David Murray y Archie Shepp no tuvieron que luchar por la libertad musical como le pasó a Coltrane (Murray tenía doce años cuando murió Coltrane); heredaron el vasto espacio expresivo del free jazz igual que Coltrane heredó el formato bebop. Ahora, como parte de su progreso musical, Murray y Shepp han vuelto a formas más constrictivas, invistiéndolas de toda la intensidad de los años que pasaron tocando free y energy. Roland Kirk dijo en tono sarcástico que no sabías valorar la libertad a menos que hubieras estado en prisión. Mucho del mejor jazz de los últimos años no es tanto una renuncia a la libertad, como un medio para valorarla mejor.

El mejor jazz de finales de los años ochenta tocaba aspectos de estas tres relaciones con el pasado, con elementos comunes, y nadie lo ejemplifica mejor que The Leaders, una colaboración de estrellas entre las que se cuentan Lester Bowie, Arthur Blythe, Chico Freeman, Don Moye, Kirk Lightsey y Cecil McBee. Si se reuniera en un salón toda la historia del jazz y se grabara en disco, probablemente resultaría un sonido muy similar al de The Leaders.

La integración de músicas de épocas distintas ha corrido pareja con una tendencia no menos potente a integrar las músicas de distintas geografías. Los músicos de los años sesenta fueron incorporando cada vez más ritmos —e instrumentos— explícitamente orientales y africanos. Hoy en día el jazz latino y el africano son estilos afianzados, pero algunas de las fertilizaciones cruzadas musicales más inventivas y personales siguen procediendo de gentes como Pharoah Sanders y Don Cherry, que fueron de los primeros en inspirarse en músicas no occidentales (escúchese por ejemplo el blues oriental «Japan» en el disco Tauhid de Sanders de 1967). Cherry en particular parece capaz de incorporar una cantidad pasmosa de las músicas del mundo a su evolución creativa. Aunque se labró su reputación en la escena del free jazz como trompetista del cuarteto de Ornette Coleman, domina varios instrumentos y se encuentra a sus anchas en diversos ambientes, desde el reggae a la música folk étnica de Mali o Brasil. La Liberation Music Orchestra, probablemente la big band más impresionante del mundo a pesar de no ser permanente, está liderada por un viejo socio de Cherry, el bajista Charlie Haden, y recoge canciones de la guerra civil española e himnos revolucionarios para crear una música que, aunque impregnada del espíritu de la improvisación vanguardista, se mantiene fiel a sus fuentes.

En la actualidad el jazz más impresionante se encuentra en la periferia formal, donde, en sentido estricto, apenas puede considerarse jazz. En los intersticios de la world music, el jazz aparece como una fuerza determinante que mueve compuestos multivalentes. Un disco crucial en ese sentido fue Grazing Dreams, en el que colaboraron Collin Walcott, Jan Garbarek y, naturalmente, Don Cherry. Shakti, con el violinista indio Shankar, Zakir Hussain en la tabla y John McLauglin a la guitarra, abrió posibilidades pioneras. Recientemente el intérprete beirutí de oud, Rabih Abou-Khalil ha producido media docena de discos inclasificables en los que combina las tradiciones del jazz y la música árabe junto a músicos como Charlie Mariano, quien, en términos musicales, se encuentran como en casa en cualquier lugar del mundo. (Mención especial merecen las extraordinarias grabaciones de Mariano con la cantante R.A. Ramamani y el Karnatak College of Percussion.) Otro gran intérprete de oud, Anouar Brahem, de Túnez, puede escucharse en una sinuosa y meditativa colaboración con Jan Garbarek en el notable Madar. El tiempo podría acabar demostrando que este es el campo de exploración más fructífero y creativo.

Muchas de estas colaboraciones se han grabado en Europa (en particular en Alemania), que a menudo ha parecido una fuente más importante de público receptivo para los músicos estadounidenses que del talento propio. Gran Bretaña —por concentrar momentáneamente nuestra atención— ha dado docenas de músicos influyentes a la altura de los mejores intérpretes mundiales (los primeros que me vienen a la cabeza son el bajista Dave Holland, el saxofonista barítono John Surman, el guitarrista John McLaughlin y el trompetista Kenny Wheeler). Dentro de Reino Unido, sin embargo, apenas han obtenido el reconocimiento que merecen, de hecho, han sido eclipsados por una generación nueva de intérpretes. Los saxofonistas Courtney Pine, Andy Sheppard, Tommy Smith y Steve Williamson, por ejemplo, han dejado una huella profunda en la escena contemporánea pero todavía es pronto para determinar si tendrán un impacto duradero internacionalmente... o, en realidad, para saber si la actual fascinación por todo lo relacionado con el jazz no será solo una moda.

Sin embargo, la aportación más significativa a la creación musical en Europa probablemente se haya hecho en forma de discográficas en lugar de intérpretes (lo que no quita la importancia de músicos como el bajista Eberhard Weber, el trombonista Albert Mangelsdorff o el saxofonista Jan Garbarek). Black Saint en Italia, Enja en Alemania y Steeplechase en Dinamarca han concedido una libertad artística notable a una lista de músicos de primera cuya obra no habría sido considerada viable por la industria discográfica estadounidense, cada vez más dominada por las corporaciones. De todos modos el sello europeo más importante es, sin lugar a dudas, ECM de Manfred Eicher (Editions of Contemporary Music). Como Blue Note en los años cincuenta y sesenta, ECM ha desarrollado un sonido tan particular que en la actualidad representa un estilo de música, un estilo que, pese al número de músicos americanos de su catálogo, se entiende claramente europeo.33 Desde luego el sonido de ECM, aunque se critica injustamente asegurando que a veces simplemente es una variante algo más movida de la música ambiental —parecen olvidar que algunos de los mejores trabajos del Art Ensemble y Jack Dejohnette están en ECM—, avanza hacia una música de cámara modernista con grabaciones solo de chelo de Dave Holland, guitarra sin acompañamiento de Ralph Towner y, por supuesto, la gran producción de piano solo de Keith Jarrett. Lo más interesante de la música de ECM es que está casi totalmente libre del peso de la historia, de la angustia de las influencias, que domina la mayoría del jazz contemporáneo; y nadie lo ejemplifica mejor que Jarrett. Es significativo que Jarrett sea el más europeo de los músicos de jazz estadounidenses, el que está más en deuda con la música clásica occidental (ha grabado Das Wohltemperierte Klavier de Bach para ECM). Jarrett es tan heredero de Rilke (uno de cuyos Sonetos a Orfeo cita en la portada del magnífico y, por cierto, nada occidental Spirits) y Liszt como de Bill Evans o Bud Powell, y en gran parte de su obra solista reciente es solo su inquebrantable compromiso con el ritmo y la improvisación, y no el apego por el blues, lo que lo mantiene dentro de la tradición jazzística. En sus mejores momentos, en la música de Jarrett flotan restos de todo tipo de músicas, pero nunca da sensación de tensión, de hacer un esfuerzo consciente por combinar influencias tan dispares. Más bien, por adoptar su versión del proceso creativo, deja la mente en blanco y la música simplemente la atraviesa. Que disfrutemos de Threadgill y Bowie depende en cierta medida de que reconozcamos cómo se combinan diferentes aspectos de un legado musical. Que disfrutemos de Jarrett, en cambio, es resultado de que la música se organiza de tal modo que, incluso cuando los orígenes son evidentes, su esencia se basa tanto en el genio improvisador de Jarrett que parece imposible explicarla: es misteriosa, atemporal.

John Berger ha escrito que «el momento en que comienza una pieza musical nos da una pista sobre la naturaleza de todo arte».34 La potencia de sugestión de la formulación de Berger, «la incongruencia de dicho momento, comparado con el silencio inesperado e inadvertido que le precedió» nunca se siente con más fuerza que cuando los dedos de Jarrett tocan las teclas. Por importante que sea, la sensación de momento cuando Alfred Brendel se prepara para tocar Schubert es menor que cuando Jarrett se prepara para improvisar porque, incluso aunque no hayamos escuchado la pieza con anterioridad, sabemos que estamos presenciando un acto de recreación y no de creación; estamos, en otras palabras, a una fase de la república de lo primario de Steiner. Extraordinariamente, la sensación de presenciar el momento de la creación apenas disminuye conforme la música de Jarrett va avanzando. En Jarrett la creación perpetua de la música significa que el «momento» al que se refiere Berger está en cada segundo que dura la música. Por eso su música nos atrapa tan íntimamente en el sentido del tiempo que ella misma crea. O mejor dicho, su música afecta al tiempo como una nevada afecta al sonido: sustituye lo que antes se notaba con una ausencia mucho más patente que lo que normalmente se percibe como presente.

Pero hermoso - Un libro de jazz
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