La carretera mojada brillaba como la plata bajo el sol de mediodía. El cielo estaba despejado salvo por una pálida luna borrosa. Durante el último tramo de viaje Harry había estado incubando la sensación persistente de que el coche no iba bien. Cuando miró el indicador de la gasolina le sorprendió descubrir que se acercaba a cero. Paró en la primera gasolinera que encontraron. Un perro ladraba, un cartel oxidado de Coca-Cola chirriaba mecido por la brisa. Un dependiente flaco con mala dentadura y gorra de béisbol se acercó renqueando a los surtidores. Parecía que los mosquitos hubieran estado royéndolo la nariz los últimos veinte años. Llenó el depósito, sonriendo, y le preguntó a Harry si el del coche era quien él creía que era. Harry asintió y Duke bajó del coche, estrechó los delgados dedos del tipo y vio cómo la felicidad teñía sus rasgos igual que el amanecer una ciudad en ruinas. Harry comentó que el coche no iba fino y el tipo echó un vistazo bajo el capó, soltando cenizas del cigarrillo sobre el motor. Duke se consideraba el número uno mundial de la navegación, pero la mecánica era otro cantar. Lo mejor que podía hacer era quedarse por los alrededores poniendo cara de interés mientras otro hacía el trabajo y observar los nervios de Harry, que atisbaba por encima del hombro del tipo. El empleado tiró de algunos tubos, limpió algunas piezas, comprobó el aceite y las bujías y gruñó con satisfacción antes de bajar el capó de golpe y tirar la colilla del cigarrillo.
—La última gasolina no debía de ser muy buena, Duke —dijo, secándose la frente con el dorso de la mano—. El carburador está bien, el aceite también, no hay que hacerle nada. Solo necesita carretera.
Harry le sonrió, aliviado y orgulloso como un padre.
De vuelta en el coche, Harry tocó el claxon y Duke saludó mientras se reincorporaban a la carretera.
—Vuelve cuando quieras, Duke —les gritó el tipo—. Cuando quieras.