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«En mitad de una larga vida o al final de una corta...».
JOSEPH BRODSKY
El comentario de King nos lleva también a comprender por qué la historia del jazz está rodeada de una sensación de peligro, de riesgo.
A cualquiera que comience a interesarle el jazz le sorprende desde el principio el gran número de bajas entre sus practicantes. Incluso alguien que no esté especialmente interesado habrá oído hablar de Chet Baker, que se ha convertido en el arquetipo del músico de jazz maldito, el derrumbe de su bello rostro ha servido de fiel expresión de la relación simbiótica entre el jazz y la drogadicción. Por supuesto un sinfín de músicos de jazz negros mucho más dotados que Chet —y algunos blancos— tuvieron vidas infinitamente más trágicas (al fin y al cabo Chet pudo vivir a la estela de su propia leyenda).22
Prácticamente todos los músicos negros sufrieron discriminación racial y malos tratos (Art Blakey, Miles Davis y Bud Powell recibieron brutales palizas de la policía). Mientras que los tipos que como Coleman Hawkins y Lester Young dominaron el jazz de la década de 1930 acabaron alcoholizados, la generación de músicos que forjó la revolución bebop en los años cuarenta y consolidó su desarrollo en los cincuenta cayó víctima de la adicción a la heroína, prácticamente una epidemia. Muchos se desengancharon con el tiempo —Rollins, Miles, Jackie McLean, Coltrane, Art Blakey—, pero la lista de quienes nunca se engancharon conformaría un muestrario de talento muchísimo menos impresionante que la de los drogadictos. La adicción a las drogas conducía directamente (casos de Art Pepper, Jackie McLean, Elvin Jones, Frank Morgan, Rollins, Hampton Hawes, Chet Baker, Red Rodney, Gerry Mulligan y otros) e indirectamente (casos de Stan Getz, al que pillaron atracando una tienda, y Thelonious Monk, que no se metía heroína) a la cárcel. El camino hacia las alas de psiquiatría de los hospitales, aunque mucho más tortuoso, estaba igual de transitado. Monk, Mingus, Young, Parker, Powell, Roach... Fueron tantas las figuras punteras de las décadas de 1940 y 1950 que padecieron alguna crisis que apenas sería una leve exageración afirmar que Bellevue tiene tanto derecho a considerarse la cuna del jazz moderno como el Birdland.
Los estudiantes de literatura suelen ver las tempranas muertes de Shelley y Keats, a los treinta y a los veintiséis años respectivamente, como la culminación del destino maldito de la agonía romántica. También en Schubert vemos el tipo esencial del talento romántico, consumiéndose en el proceso mismo de florecer. En los tres casos parece insinuarse que la muerte prematura es una condición de la creatividad. Intuían que el tiempo se les acababa y su talento tuvo que florecer en pocos años en lugar de madurar tranquilamente a lo largo de tres décadas.
Para los músicos de jazz de la era bebop llegar a la mediana edad parecía casi un sueño de longevidad. John Coltrane murió con cuarenta años, Charlie Parker con treinta y cuatro; hacia el final de sus vidas los dos admitieron que ya no sabían hacia dónde tirar musicalmente. Muchos otros han fallecido en la cima de sus facultades o antes de desarrollar todo el potencial de su talento. Lee Morgan murió cuando tenía treinta y tres años (le dispararon durante una actuación), Sonny Cris se suicidó cuando tenía treinta y nueve años, Oscar Pettiford murió cuando tenía treinta siete años, Eric Dolphy cuando tenía treinta y seis, Fats Navarro cuando tenía veintiséis, Booker Little y Jimmy Blanton cuando tenían veintitrés.
En contadas ocasiones su talento era tan prodigioso que al morir ya habían producido una obra importante... un logro que subraya dolorosamente lo mucho que podrían haber conseguido en los años venideros. Clifford Brown ya se había afianzado como uno de los grandes trompetistas de todos los tiempo cuando murió en un accidente de tráfico a la edad de veinticinco años (junto con el pianista Richie Powell, hermano de Bud Powell); cuando piensas que si Miles Davis hubiera muerto a la misma edad no habría grabado nada después de The Birth of the Cool comienzas a intuir la magnitud de la pérdida.
Dado el estilo de vida —alcohol, drogas, discriminación, viajes extenuantes, horario agotador— es de esperar una expectativa de vida ligeramente menor a la de quienes toman un camino más tranquilo en la vida. Pero aun así, el daño sufrido por los músicos de jazz es tal que uno se pregunta si no hay algo más, algo en el género mismo que se cobró un peaje terrible en quienes lo crearon. Que la obra de los expresionistas abstractos de algún modo los impelía a la autodestrucción —Rothko se rajó las venas sobre el lienzo; Pollock se estampó borracho contra un árbol— es un tópico de la historia del arte. En la literatura del mismo período la idea de que cierta lógica inexorable de la poesía de Silvia Plath la condujo al suicidio, de que la locura de Robert Lowell y John Berryman constituía —por tomar prestado el título del estudio de Jeremy Reed del fenómeno— «el precio de la poesía» nos resulta igual de conocida y convincente. Da igual lo que pensemos al respecto, el expresionismo abstracto y la poesía confesional son solo interludios en la escala temporal más amplia de la pintura y la poesía modernas. ¿Qué pensar entonces del jazz, que desde el momento mismo de su concepción parece haber causado estragos entre quienes lo tocan? Buddy Bolden, considerado universalmente el primer jazzista, enloqueció durante un desfile y pasó los últimos veinticuatro años de vida internado en un manicomio. «Bolden enloqueció», dijo Jelly Roll Morton, «porque echaba los sesos por la trompeta»23
Si al principio parece melodramático sugerir que hay algo inherentemente peligroso en el género, a poco que se medite nos preguntaremos cómo podría ser de otro modo. El comentario de Dizzy Gillespie —esta música solo va a una parte: adelante— podría haberse hecho en cualquier momento del siglo XX, pero a partir de la década de 1940 el jazz avanzó con la fuerza y la fiereza de un fuego devorando un bosque. ¿Cómo podría haberse desarrollado tan rápido y con tanta intensidad emocional una disciplina artística sin cobrarse un enorme precio en vidas humanas? Si el jazz tiene una conexión vital con «la lucha universal del hombre moderno» ¿cómo podrían los hombres que lo crearon no quedar marcados por las cicatrices de dicha lucha?
Una de las razones por las que el jazz ha evolucionado tan rápido es que los músicos se han visto forzados, aunque solo sea para ganarse la vida, a tocar noche tras noche, dos o tres actuaciones por noche, seis o siete noches por semana. No solo a tocar, sino también a improvisar, a inventar sobre la marcha. Lo que ha tenido consecuencias aparentemente contradictorias. Rilke esperó diez años a que el vendaval de inspiración que le empujó a empezar las Elegías de Duino volviera a soplar y le permitiera completarlas. Los músicos de jazz ni se plantean esperar a que les llegue la inspiración. Paradójicamente, pues el compromiso de la improvisación de cada noche, en las grabaciones y en los clubs, impele a los cansados músicos a tocar sobre seguro, a confiar en fórmulas comprobadas y trilladas.24 Sin embargo las exigencias de la improvisación constante implican que los músicos de jazz habiten en un perpetuo estado de alerta creativa, de predisposición habitual a inventar. Una noche cualquiera la interpretación de cualquier componente de un cuarteto puede ser lo bastante enérgica para elevar la actuación del resto del grupo hasta que un escalofrío recíproco recorra a espectadores y músicos por igual: de pronto la música está pasando. Las condiciones laborales de los músicos de jazz, además, conllevan que se disponga de cantidades ingentes de material para grabar (cada año se publican docenas de actuaciones inéditas de músicos de la talla de Coltrane y Mingus). Tras un par de escuchas, gran parte de dicho material suena del montón, pero incluso mientras lo estás pensando también te sorprende lo alta que es la media de calidad. O mejor dicho, puesto que el corolario de dicha observación es el crucial, te sorprende lo alto que pone el listón de calidad esta música, lo rápido que te vuelves indiferente a cualquier cosa que no esté tocada por la grandeza. La sensación que crea el jazz cuando pasa de verdad es tan sutil pero inequívocamente distinta de cuando la banda se limita a tocar que, en comparación, gran parte del catálogo jazzístico (y muchas actuaciones en directo) palidece. Saber esto —conocer esta sensación— enfrenta a los músicos de jazz a una cuesta empinada y desalentadora, sobre todo cuando en buena medida lo que constituye la grandeza en el jazz escapa al alcance de la técnica; en especial cuando, como coinciden todos los artistas, tienes que entregarte plenamente en la interpretación, cuando la música depende de tu experiencia, de lo que tienes que ofrecer como persona. «La música es tu experiencia, lo que piensas, tu sabiduría —dijo Charlie Parker—. Si no lo vives, no saldrá por el instrumento».25 Muchos músicos de la era del bebop —Red Rodeny es el mejor ejemplo— recurrieron a la heroína porque confiaban en que los pondría en contacto con lo que fuera que proporcionase al adicto impenitente de Charlie Parker la capacidad aparentemente infinita de inventar música. Ahora ocurre algo similar con los atletas, los deportistas toman drogas que potencian el rendimiento porque los estándares de su disciplina parecen exceder lo que puede conseguirse sin ayuda química.
En la década de 1950 los músicos jóvenes ya consideraban a su alcance muchas de las innovaciones de Parker. El potencial expresivo que había desatado era tan abundante que hablar con fluidez el idioma que se había inventado Parker bastaba para consolidar la reputación de un músico. Esta situación es común a todas las artes: en pintura el potencial del cubismo bastó para elevar la obra de muchos pintores por encima del nivel que habrían alcanzado de haber encontrado un estilo particular por sus propios medios.26 Más aún, los músicos que destacaron inicialmente fueron aquellos que, como Johnny Griffin, resaltaban todas las peculiaridades del bebop —en su caso, la velocidad—, mucho más que quienes tomaron otros derroteros.
A finales de los años cincuenta, sin embargo, la capacidad del bebop para nutrir a los jóvenes se agotó a medida que el jazz iniciaba otro período de rápida transición. Con anterioridad, tal como señala Ted Gioia, los intérpretes se contentaban con aportar algo a la música, con encontrar un sonido propio a su instrumento. A partir de 1960 los músicos comenzaron a hablar como si fueran responsables de la música en su conjunto, no solo de su pasado, de la tradición, sino también del futuro.27 El mañana se convirtió en la Cuestión, lo que importaba era la Forma del Jazz Venidero. La década de 1960 presenció cómo volvían a subirse las apuestas conforme nacían dos nuevas corrientes. Los músicos comenzaron a verse ampliando las fronteras de la música en un intento de hacerla todavía más expresiva. «He vivido más de lo que puedo expresar en términos del bebop», dijo Albert Ayler, cuya música rompió la espina dorsal de la tradición jazzística.28 Puede que no estuviera muy claro adónde querían llevar la música, puesto que la otra tendencia de los años sesenta consistía en que los músicos se dejaran llevar por la energía acumulada en la producción cada vez más espontánea de música.
La nueva música —como se dio en llamar— parecía avanzar siempre hacia los gritos, como si hubiera interiorizado el peligro que conllevaba en otro tiempo hacer jazz. A medida que el movimiento en pro de los derechos civiles dejó paso al Poder Negro y estallaron disturbios en los guetos estadounidenses, también toda la energía, la violencia y la esperanza del momento histórico pareció penetrar en el jazz. Se convirtió menos en un examen de maestría musical o, como en el bebop, de experiencia, y más en un examen del alma, de la capacidad del saxofón para exponer su alma. A propósito de la nueva incorporación a su banda, Pharoah Sanders, Coltrane enfatizó no su interpretación, sino su «enorme reserva espiritual. Siempre está intentando llegar a la verdad. Intenta guiarse por su yo espiritual».29