América era un vendaval que le azotaba constantemente en la cara. Con América se refería a la América Blanca y con la América Blanca se refería a todo lo que no le gustaba de América. El viento le golpeaba más fuerte que a los hombres menudos; América era un brisa pero él la oía rugir, incluso cuando las ramas estaban quietas y la bandera colgaba de los laterales de los edificios como un pañuelo estrellado, incluso entonces, la oía rugir. Él respondía despotricando, corría hacia ella con la misma intensidad con que la sentía correr hacia él, eran dos camiones embistiéndose en una carretera del tamaño de un continente.

Mientras pedaleaba por Greenwich Village, con la bici amenazando con doblarse bajo su mole, el viento acechaba en cada esquina como una turba para arrojarle porquería a la cara: diarios, latas, envoltorios de comida, arenilla, una chaqueta andrajosa y grasienta. Mantenía largas discusiones con otros usuarios de la calzada, durante cuatro manzanas intercambió insultos con el conductor de una camioneta cuyo espejo retrovisor había rozado sin querer con el hombro. Bramaba a todo el que se cruzara en su camino... y todo el mundo se cruzaba en su camino: tipos en furgonetas, coches y taxis, peatones, mujeres en bicicleta, todos sin distinción, todos eran iguales. Y no solo la gente, sino también los baches, los coches aparcados, los semáforos que aguantaban en rojo demasiado rato.

La rabia nunca le abandonaba. Incluso en calma, el piloto de su rabia seguía parpadeando, dispuesto a saltar en cualquier momento. Hasta cuando estaba tranquilo una parte de su cabeza chillaba. No sabía por qué era así, pero sabía que tenía que ser así, no había otra. Su rabia era una forma de energía, parte del fuego que le recorría por dentro. Por eso había crecido tanto, para tratar de acomodar todo lo que ocurría en su interior, salvo que tendría que haber sido del tamaño de un edificio para contenerse. Era como un país donde la temperatura cambiase bruscamente cada pocos segundos pero todo fuera abrasador: un frío abrasador, un calor abrasador, una lluvia abrasadora, un hielo abrasador.

Su cuerpo tenía un clima propio, cambiaba con el transcurrir de los meses, engordaba veinticinco kilos en nada y luego los adelgazaba igual de rápido. A veces era gordo, otras solo corpulento, pero sobre todo crecía, su cuerpo iba adoptando la forma de un suéter viejo.

Probó dietas y pastillas, pero habitualmente ingería tres o cuatro cenas por noche, cada una acompañada de extras y guarniciones y rematada por un par de cuencos de helado. Nunca se hartaba del helado: cualquiera que fuera el sabor, el tipo, daba igual. Una vez perdió dieciocho kilos con una dieta y nadie se dio cuenta, fue como quitar un par de libros delgados de una biblioteca del tamaño de una casa. Así como debías encontrar tu propio sonido, tenías que dar con tu tamaño, y la tradición decretaba que cuanto mayor, mejor. El peso nunca lo ralentizó; cuanto más engordaba, más intenso se volvía, como una bolsa llena a reventar.

La gente decía que era más grande que la vida, como si la vida fuera una cosita minúscula y débil, una chaqueta varias tallas pequeña a punto de descoserse al menor movimiento.

Mingus Mingus Mingus, no un nombre, sino un verbo, incluso el pensamiento era una acción, un impulso interiorizado.

Gradualmente fue asumiendo el peso y las dimensiones de su instrumento. Pesaba tanto que el contrabajo simplemente le colgaba del hombro como un talego. Podía obligarlo a hacer cualquier cosa. Algunos tocaban el bajo como escultores, grabando las notas en una roca inmanejable; Mingus lo tocaba como si peleara, acercándose, trabajando por dentro, agarrándolo del cuello y punteando las cuerdas como si fueran tripas. Tenía los dedos duros como alicates. La gente aseguraba haberle visto agarrar un ladrillo entre el pulgar y el índice y dejar dos hoyuelos en el lugar de contacto. Luego pellizcaba las cuerdas con la misma delicadeza que una abeja posándose en los pétalos rosas de una flor africana que creciera en un lugar donde nadie hubiera estado todavía. Cuando inclinaba el bajo conseguía que sonara al zumbido de mil feligreses congregados en una iglesia.

Mingus fingus. Los dedos de Mingus.

La música simplemente formaba parte del proyecto Mingus, en constante crecimiento. Cada gesto y cada palabra del día, por triviales que fueran, estaban tan saturados de Mingus como los demás: desde atarse los zapatos a componer «Meditations». El conjunto del hombre y su música está presente en el menor atisbo de él, como en la foto de Hinton donde se le ve leyendo...

Mingus se sentó. Sentarse en una silla era someterla a una fuerza innecesaria, pero todo en Mingus era excesivo. Cogió el New York Times y lo desplegó, lo abrió con la actitud «¿Qué coño es esto?» que reservaba siempre para los diarios. Leyó con impaciencia, sujetándolo firmemente con ambas manos como si lo agarrara por las solapas, eligiendo una frase aquí y allá y saltando hacia delante y hacia atrás, deteniéndose en algunas partes y leyendo por encima párrafos enteros antes de volver a ellos, de modo que leía un artículo dado de cuatro o cinco maneras distintas sin leerlo debidamente. Daba la impresión de que le costaba leer: ceño fruncido y labios a punto de articular las palabras como un viejo cuando escucha. La silla chirriaba y pedorreaba cada vez que Mingus se movía. Sin apartar la vista de la página, Mingus se comió un donut, partiéndolo en dos con la mano y llevándose un trozo a la boca como una serpiente se come un pájaro, masticando y tragando, empujándolo con café, limpiando las migas del diario. Cuando terminó de leer, tiró el periódico al suelo como asqueado, como si no soportara mirarlo ni un minuto más.

En otra foto, esta vez en un restaurante con su traje de banquero, bombín y gafas de sol: el barón Mingus. Al poco de tomarse la foto se durmió. Se despertó cuando sirvieron la comida y enseguida se puso a hablarles a los camareros con la imitación del acento inglés que había copiado de Bird, «Atienda, mozo...», alterándola con «Oye, chico, perdona...». Al detectar la mirada de desaprobación de la pareja de la mesa de al lado, cogió el filete con las manos y comenzó a arrancarle pedazos ruidosamente —hum, ñam, ñam— como un animal royendo la carne de una rata recién cazada. Dispuesto a poner el lugar patas arriba al menor comentario.

Lo echaron del grupo de Duke por perseguir a Juan Tizol por el escenario con un hacha y partirle la silla justo cuando Duke iniciaba «Take the A Train». Luego Duke le preguntó sonriendo por qué no le había avisado y así le habría dado entrada con unos acordes, lo habría añadido a la partitura. Duke nunca despedía a nadie, de modo que le pidió a Mingus que se marchara.

Nadie aguantaba a Mingus y Mingus no aguantaba nada ni a nadie. Había decidido que nada se interpondría en su camino, nada, y de resultas la vida se convirtió en una carrera de obstáculos. Si hubiera sido un barco, el océano se habría interpuesto en su camino. Para cuando comprendió que su comportamiento era contraproducente, a su manera, ya había comenzado a compensarle.

Para Mingus no existían las contradicciones: el hecho de que algo fuera dicho o hecho por él le confería integridad automáticamente. Además, su música estaba comprometida con la abolición de toda distinción: entre lo compuesto y lo improvisado, lo primitivo y lo sofisticado, lo duro y lo tierno, lo beligerante y lo lírico. Lo que se había preparado con antelación tenía que desprender la espontaneidad de un acto reflejo; quería que la música avanzara devolviéndola a sus raíces. La música más futurista sería la que más hondo excavara en la tradición: su música.

De joven se enorgullecía de sus conocimientos de teoría musical occidental, hasta que Roy Eldridge le replicó que no sabía una mierda porque no conocía los solos de Coleman Hawkins, no sabía cantarlos. Bastó el comentario para que comprendiera que siempre lo había sabido. Comenzó a despreciar a los compositores que se deslomaban en el escritorio y abandonó por completo la anotación musical.

—No quería anotar las cosas porque se volvían demasiado estables. En su defecto, nos tocaba las partes de cada uno al piano, tarareaba la melodía, nos explicaba el marco de la pieza y las escalas que podían usarse, lo repasaba un par de veces, cantando, tarareando, tamborileando con lo primero que pillaba, y luego nos dejaba hacer lo que quisiéramos.

Salvo cuando quería que sonara exactamente a su gusto.

En el escenario daba instrucciones a gritos, abroncando a la sección rítmica, ordenando parar a mitad de la pieza porque no le gustaba hacia donde iba, explicándole al público que Jaki Byard no sabía tocar y despidiéndole en el acto, volviendo después a comenzar la pieza y a contratar al pianista a la media hora.

Su bajo obligaba a desfilar a todos como una bayoneta pegada a la espalda de un prisionero. Encima tenías que soportar el aluvión de instrucciones y la sempiterna amenaza del ataque físico. No había forma de saber lo que pasaría: Sy Johnson levantó la vista y vio que Mingus dejaba el contrabajo y se le acercaba, después Mingus pegó su boca a la suya y le escupió en la cara que era un puto blanco inútil que aporreaba el piano a puñetazos como si lo tuviera contra el suelo y le partiera la cara. El terror de Johnson se transformó en rabia y empezó a darle al piano como si fuera la cara de Mingus.

—Ese blanquito sí que sabe tocar —dijo Mingus en voz alta, sonriendo por encima del estruendo del piano—. Ja, ja.

Alguna vez había despedido a la mitad del grupo en una noche. Pero con mayor frecuencia, como quienes abandonan las fértiles tierras de un volcán hartos de preocuparse por la próxima erupción, la gente simplemente se marchaba porque no soportaba la avalancha de amenazas y malos tratos. Otros se quedaban con él, sabedores de que creatividad e ira eran inseparables. Para crear su música tenía que alcanzar una cima de volatilidad donde no existía diferencia entre provocación y reacción. En la vida y en la música respondía a lo que ocurría antes de que ocurriera, siempre una fracción de segundo por delante. Pero saberlo y a pesar de todo quererlo no te protegía de su ira. Podías dedicarte devotamente a su música, a su bienestar, durante veinte años y luego pasaba cualquier cosa y arremetía contra ti. Como no le estaba gustando un solo de Jimmy Knepper, se le acercó, le dio un puñetazo en el estómago y bajó del escenario. Knepper siguió hasta que volvió a pegarle, le partió dos dientes y le jodió la embocadura. Entonces decidió que se había acabado y denunció a Mingus. Cuando este oyó que su abogado lo llamaba músico de jazz, le indicó por gestos que se callara, exactamente igual que si formara parte del grupo y no le gustara cómo tocaba:

—No me llames músico de jazz. Para mí la palabra «jazz» significa negrata, discriminación, ciudadanía de segunda, todo lo que tenga que ver con que te manden al fondo del autobús.

En el estrado de los testigos, Kneeper negó con la cabeza: ya le echaba de menos.

Se hizo escuchar en todos los instrumentos a la fuerza. Miles y Coltrane buscaban músicos cuyo sonido complementara el suyo: Mingus buscaba músicos que dieran una versión de él en diferentes instrumentos. Descontento siempre con los baterías, acababa de humillar públicamente a su percusionista cuando conoció a un chaval de veinte años llamado Dannie Richmond, que solo hacía un año que tocaba la batería. Mingus le obligó a aprender a tocar exactamente como él quería, lo moldeó a su imagen.

—No toques esas virguerías de mierda, tío, es mi solo.

Dannie se quedó con él veinte años y encontró su identidad musical sometiéndose a la de Mingus. Cuanto más engordaba Mingus, más adelgazaba Dannie como si incluso su metabolismo se ajustara para equilibrarse con el de Mingus.

—Cuando tocabas con él había veces que estabas aterrado, pero también otras en que soplabas con una euforia que no habías conocido con nadie más, te sentías no tanto parte de un grupo como de una horda a la carga y los insultos de Mingus se convertían en gritos de ánimo:

—Eso es, eso es, eso es. —Con la voz chasqueando como una fusta en el lomo de los caballos—. Sí, sí, sí.

Cuando la música alcanzaba un pico de intensidad, un nivel de presión todavía mayor que el del interior de Mingus, una urgencia tal que nada podía interponerse en su camino y todos parecían estar esperando una muerte espantosa, entonces era cuando gritaba y alentaba por encima de la música, animándola para poder sentir la calma del ojo del huracán, bramando y aullando como Frankenstein eufórico y horrorizado ante el monstruo que ha liberado, entusiasmado por la idea de que todavía lo controla. Mingus feliz: nada superaba a la emoción, a la intensidad de Mingus feliz. El grupo a todo trapo, sintiéndose guepardos al sprint, guepardos perseguidos por un elefante que parecía siempre a punto de pisotearlos.

Insuflaba tanta vida a su música, tantos ruidos urbanos, que pasados treinta años alguien que escuchara «Pithecanthropus Erectus» o «Hog-Calling Blues» o cualquiera otra de sus apisonadoras no podría estar seguro de si lo que escuchaba chillar y ulular era un saxo grabado o la sirena roja y blanca de un coche patrulla que pasaba haciendo la ronda bajo su ventana. El mero hecho de escuchar la música era sumarse a ella, participar.

—A los músicos nos insultaba y nos amenazaba, pero no era nada comparado con cómo vociferaba al público, regañaba a la gente que hablaba mientras él estaba tocando y de ahí pasaba a interminables monólogos de media hora en los que arremetía contra todos, escupía las palabras a ciento cincuenta kilómetros por hora, arrastrándolas y derrapándolas por todo el local. Alcanzaba el final de una frase antes de que la gente se diera cuenta de que no había entendido el principio y para cuando pillaban lo que intentaba decirles ya había pasado al siguiente ataque: los dueños de los locales, los agentes, las discográficas, los críticos. Lo que fuera, de todo tenía una opinión contundente.

Su música fue acercándose a los gritos de los esclavos de las plantaciones y su manera de hablar al puro caos del pensamiento. Un monólogo interior hablado. Su pensamiento era justo lo contrario de la concentración: esta implica calma, silencio, largos períodos de intenso ensimismamiento; él prefería moverse muy rápido, cubrir mucho terreno. Para él pensar era establecer una cadena de similitudes: es como, igual que...

Algunos iban en parte a escuchar su música y en parte con la esperanza de que los sometiera a una de sus diatribas. La mayoría se quedaban desconcertados, cualquiera que le replicara corría el riesgo de que le saltara los dientes. Un borracho le pidió repetidamente un tema que no le apetecía tocar. Al final Mingus le tiró el contrabajo a la cara:

—Pues tócalo tú.

Cuando conoció a Roland Kirk fue como reencontrarse con un hermano del que le hubieran separado al nacer. Kirk era una enciclopedia de la música negra: acumulaba todo el conocimiento en el cuerpo en lugar de en la mente, en forma de sensación en lugar de saber. No había abolido el pensamiento, sino que había elevado la sensación a la categoría de inteligencia activa. Se guiaba por los sueños: fue en un sueño donde se vio por primera vez tocando dos saxos al mismo tiempo; fue un sueño lo que le indicó que debía apodarse Rahsaan.

Kirk era como Mingus: todo lo que tocaba llevaba dentro el alarido, el grito que constituye el latido de la música negra, un grito de pena, de esperanza, de desafío, de dolor. No solo eso sino también un saludo, algo que les gritas a amigos y hermanos para hacerles saber que estás de camino. Por mucho que cambiara el jazz, ese grito permanecía. Despojabas al jazz de la estructura modal y quedaba el swing, detrás del swing quedaba el blues y detrás del blues, aquel grito, el grito de los campos de esclavos.

Cuando apareció Kirk, Mingus llevó al ciego en su coche girando a toda velocidad, botando en los baches, tocando el claxon y levantando aletas de agua de los charcos de junto a la acera, todo para que Kirk sintiera el viaje que no podía ver, conduciendo con las ventanillas bajadas para que oyera el susurro de la calzada mojada, el chirrido esporádico de los frenos, la marea de bocinazos. Por encima de todo ese jaleo (incluso cuando en un intento de girar en redondo atravesó el coche en mitad del denso flujo de tráfico durante tres largos minutos), Mingus mantenía un monólogo de preguntas, opiniones y afirmaciones que interrumpía únicamente para descargar invectivas sobre los otros conductores y los ciclistas.

—¿Intentas conducir ese trasto o metértelo por el culo?

Cada pocos segundos Kirk asentía con entusiasmo, alargaba la mano hacia el brazo de Mingus y le daba unas palmaditas en el hombro, riendo. Por la mañana Kirk se sentó enfrente de él en una cafetería, pasmado por su capacidad para devorar comida: durante el trayecto en coche se habían detenido en otros dos restaurantes y en cada uno de ellos había engullido comida y bebida en cantidades pantagruélicas. Al llegar a la cafetería se había pimplado una montaña de tortitas con arándanos y crema y ahora la había emprendido con un plato de huevos, doble de beicon, salchichas y patatas con cebollas, clavando el tenedor en las patatas como si siguieran enterradas y tuviera que arrancarlas.

—¿Arrancas las patatas, tío?

—Yo no —dijo Mingus, con la boca tan llena de comida que las palabras prácticamente tenían que horadar un camino para salir.

—Ya, pero no dejas una.

—Ya, ni una.

—Ni huevos.

—Ya, tampoco están mal... Eh, eh, camarero, más café. ¿Quieres más, tío?

—Sí, un poco más.

Mientras el camarero les rellenaba las tazas de café Mingus miró las gafas oscuras de Kirk, preguntándose con qué exactitud intuía su humor por la voz, el peso y el ruido de sus movimientos.

—Huevos estrellados —dijo por fin Kirk.

—Sí.

—Bien, bien. ¿Sabes que cualquier día la luna se estrella contra la tierra?

—¿Quién te lo ha dicho?

—No estoy seguro. Ni siquiera de que me lo hayan contado.

—Mierda, tío.

Mingus se rió con la boca repleta de esponjosa tostada.

—¿Cómo es un huevo, Mingus?

—¿Un huevo?

—Sí, dime qué pinta tiene un huevo.

—¿Cuántos años tenías cuando te quedaste ciego?

—Dos.

—¿Alguna vez has visto el sol?

—Sí, por fuerza. Me acuerdo del sol.

—Pues un huevo es así, como el sol. Amarillo, brillante, rodeado de nubes.

—Como el sol, ¿eh? Ja. Me gusta, tío. Si cierras los ojos se oye el sol, si los cierras muy fuerte. A veces intento sacarle al tenor el sonido del sol, o el de la luna. Pero nunca he tenido tanto contacto con la luna como con el sol, ni con las nubes.

Casi antes de que Kirk comprendiera lo que eran los colores, estos habían empezado a apagarse. Algunas noches soñaba que veía las ramas de los árboles meciéndose sobre un cielo azul brumoso o un perro corriendo por un espacio abierto hacia un paisaje de casas y campos. Eran cosas que nunca había visto, o al menos no recordaba haberlas visto. Nunca soñaba con el mar, pero se lo imaginaba. Había oído el mar y lo había olido y con eso había elaborado una imagen de una masa de agua que rellenaba los enormes cráteres y trincheras del planeta. Notaba el sonido como una fuerza que acercaba y alejaba el agua de la orilla. La música gospel que había escuchado de niño tenía algo parecido, un vasto vaivén y balanceo que mecía a toda la congregación.

También el tiempo tenía sus sonidos. Cuando nevaba, los ruidos se apagaban, el suelo crujía y gemía bajo tus pies; los días soleados todo sonaba claro y triste; las tardes de otoño un halo de niebla envolvía todo lo que oía. En la ciudad se escuchaba el ruido de fondo del tráfico, el constante pitido de los cláxones, chillidos, gritos, los silbidos del vapor escapándose por los conductos de ventilación. Silencio era el nivel mínimo de un ruido concreto necesario para tapar otro ruido.

Donde Kirk tenía los ojos, Mingus vio el reflejo de su cara masticando. Quería que la música fuera como el sol para un ciego o una comida que devoras cuando estás hambriento, igual de inmediata e instintiva, igual de necesaria. Y también algo más: algo de lo que Kirk había acabado de convencerlo. Tenía que haber otro sonido que también se había escuchado en las plantaciones, como se escuchaba dondequiera que se estuviera trabajando por pésimas que fueran las condiciones: el sonido de las risas de los hombres.

Dejó a Kirk y volvió al piso, donde le esperaba una escena caótica, una ventana abierta levantaba una ventisca de papeles por la habitación. Dondequiera que vivía acumulaba cosas igual que su cuerpo acumulaba peso. Si entraba en una tienda y veía algo que le gustaba, se compraba un estante de lo que fuera que le hubiese gustado. Al final, cuando se sentía encerrado por el revoltijo de baratijas, anotaciones y proyectos abandonados, lo archivaba todo, recogía los papeles a brazadas y los embutía en un cajón del escritorio como quien alimenta un horno con leña o tiraba las cosas en el rincón más apartado, como la basura a las afueras de una ciudad.

Su cabeza era un cajón repleto con los restos de las intenciones y los fragmentos de lo que todavía estaba por llegar. Las composiciones largas estaban llenas de desechos de las anteriores y cada vez avanzaba más hacia una pieza única que contendría todo lo que había escrito antes. Luego estaba la fantasía sexual de su autobiografía, no tanto un libro como un enorme cajón donde almacenaba cientos de páginas con anotaciones para seleccionar, editar y ordenar más adelante, un montón de compost de prosa. Cada par de semanas descargaba otra palada de capítulos y los dejaba fermentar hasta quedar reducidos a proporciones manejables. Escucharle era como leer un libro impreso en mantequilla caliente, los puntos se resbalaban hacia la mitad de una frase, las palabras patinaban unas contra otras. Por eso el libro estaba embarullándose: no conseguía que las palabras se quedaran quietas en la página.

Creía que con la música podía decirse todo, pero todavía quería decir más. Reñía al público desde el escenario, escribía carta tras carta —a revistas de jazz, al ministerio de trabajo estadounidense, a Malcolm X, al FBI y a Charles de Gaulle— y mandaba notas amenazadoras a los críticos: «Nadie puede cantar mi blues, solo yo, igual que nadie podría gritar por ti si decido partirte la boca. Así que no te me acerques en la vida». Exigió en televisión que una comisión del Senado investigara por qué tantos músicos negros habían acabado en la indigencia. Aseguraba que unos gángsters iban tras él y advertía a otros de que los matarían otros gángsters amigos suyos. Decía lo que le venía en gana porque en su opinión no tenía nada que callar. La gente preguntaba —en voz baja— quién coño se creía que era. La respuesta era sencilla: se creía Charles Mingus. El uniquísimo Charles Mingus.

Luchaba en todos los frentes que podía para liberarse de las garras de la sociedad estatal de participaciones llamada América. Quería ser dueño de los medios de producción, de su producción. Montó su propia discográfica y organizó una alternativa rebelde al festival oficial de Newport (recorrió la ciudad en coche con un megáfono tratando de captar asistentes como si les pidiera el voto para Mingus). Quería un club propio; un local donde pudiera tocar música de baile; una escuela de música, artes y gimnasia. Nunca tenía bastante. Convencido de que le estaban robando hasta la camisa, decidió vender sus discos solo por correo... y casi lo procesan por robar a los demás: los clientes mandaban los cheques, esperaban unos discos que nunca llegaban y luego escribían preguntando qué pasaba, sumándose así al caos de las Empresas Charles Mingus. No estaba hecho para ser un emprendedor: era la clase de hombre que cuando respondía al teléfono volcaba la taza de café de la mesa dentro de un cajón abierto, con lo que se aseguraba no solo de destruir los documentos que contuviera el cajón, sino de que lo primero que escuchara el que llamaba no fuera una voz amable diciendo «Hola, ¿en qué puedo ayudarle?», sino a Mingus chillando: «¡Mierda!». Hablar por teléfono le abría el apetito, de modo que negociaba con la boca llena de comida, llevando regularmente una mano al paquete de patatas fritas y embutiéndose algunas más entre las fauces repletas, cubriendo el auricular de migas y haciendo que la conversación, como una radio mal sintonizada, a menudo se perdiera entre interferencias mascadas. De todas maneras lo esencial de lo que estaba diciendo quedaba perfectamente claro; para Mingus negociar equivalía a bramar «Blanco apestoso de mierda, será mejor que te andes con cuidado porque voy a dejarte fino» antes de aplastar el teléfono al colgar. A los pocos segundos volvía a descolgar, y como oía un quejido moribundo en lugar del tono de línea que quería, estampaba el teléfono contra una pared, gruñendo con satisfacción pasajera.

Destrozaba las cosas tan rápido como las acumulaba. Por todo Nueva York quedaban restos de cosas que había roto y cuyo valor se multiplicaba por estar medio en ruinas. Una noche en el Vanguard exigió que Max Gordon le pagara en el acto. No había dinero, así que Mingus tuvo que conformarse con amenazarle con una navaja y romper unas cuantas botellas contra el suelo como un poli de la época de la prohibición ante un alijo de licor ilegal. Mientras buscaba algo más para romper, atravesó una lámpara con el puño. La llamaron la lámpara Mingus y la dejaron tal cual, como curiosidad para los turistas. Era el rey Midas de la destrucción: todo lo que destrozaba se convertía en leyenda.

En Alemania arrasó con todo, rompió puertas, micrófonos, equipos de grabación y cámaras en hoteles y salas de conciertos por igual: en protesta por la hospitalidad nazi con la que según él recibían al grupo dondequiera que tocase. Mingus y el resto del grupo volvieron a casa, pero Eric Dolphy se quedó a dar unos conciertos solo. Cuando murió en Berlín, rodeado de gente que ni siquiera sabía quién era, Mingus tuvo la impresión de que todas las crueldades y las injusticias de la historia de la música habían convergido en el dulce y amable Eric. El jazz era una maldición, una amenaza que se cernía sobre cualquiera que lo tocara. Él había escrito «Son Long, Eric» a modo de despedida y ahora se había convertido en un réquiem.

Mingus había necesitado a Eric. Eric tocaba de un modo tan salvaje, tan absolutamente inesperado que a Mingus le calmaba. Mingus podía ser libre y salvaje como el que más cuando tocaba, pero en su opinión los chavales vanguardistas que emitían ruidos y graznidos no se habían molestado en aprender a tocar su instrumento. Había participado muy brevemente en un proyecto de Timothy Leary de invención espontánea con ácidos y lo que le había dicho a Leary podía aplicarse también a los mercaderes de ruidos de la nueva moda, de la música nueva:

—No puedes improvisar a partir de nada, tío —le dijo, sacudiendo la cabeza ante el desorden que le rodeaba—. Tienes que improvisar a partir de algo.

En el mejor de los casos, el free jazz era una diversión que incluso podía representar una ayuda a largo plazo: al cabo de uno tiempo la gente se daría cuenta de que era un callejón sin salida y quizá comprendiera que el único camino adelante consistía en imprimirle más swing a la música. Dentro de veinte años, cuando ya hubieran sacado todos los graznidos que llevaban dentro, la gente como Shepp volvería a tocar blues, seguro.

La gente consideraba a Dolphy vanguardista, experimental, pero Mingus le oía gritar como si intentara comunicarse con todos los esclavos muertos. Mingus siempre había sabido que el blues era eso: música para los muertos, para convocarlos, para mostrarles el camino de vuelta con los vivos. Ahora comprendía que una parte del blues era lo contrario: el deseo de estar muerto, un modo de ayudar a los vivos a encontrar a los muertos. Ahora sus gritos eran una forma de llamar a Eric, de preguntarle el camino, de preguntarle dónde estaba. Sus solos se volvieron más pesados, oscilaban como la pala de un enterrador, cargados de tierra húmeda.

Una vez Bird y él habían hablado sobre la reencarnación en el descanso entre los pases.

—Has dado con algo, Mingus. Hablémoslo en el escenario —propuso Bird, cogiendo el saxo y encaminándose al escenario.

Eric y él habían hecho lo mismo: hablarse en el escenario, explicando, cualificando y contradiciéndose con el saxo alto y el contrabajo. Ahora llamaba a Eric, pero Eric no le respondía. Sabía que le escuchaba, pero no le respondía tocando. Llevaría su tiempo. Igual que el hijo poco a poco va pareciéndose al padre: hasta después de la muerte del padre su espíritu no se deja sentir en todos y cada uno de los gestos del hijo. De modo que la tradición aún tardaría en absorber el espíritu y los gestos de Dolphy de manera que cuando alguien tocase el clarinete alto o bajo de cierto modo sería como si el instrumento fuera un medio a través del cual cantasen los muertos, a través del cual hablase Eric. Oías a Bird, Hawk y Lester Young por todas partes; nunca oirías a Eric de forma tan omnipresente, pero siempre habría alguien en alguna parte llamándole y, si llamaba lo bastante alto, Eric respondería, se haría escuchar.

Eric Eric Eric.

Y cuando el mismo Mingus muriera no tendrías que llamarle muy alto para oírle, bastaría con que cogieras el bajo y Mingus estaría allí, en la sala: le oirías en Dyan y en Hopkins y en Haden, igual que oías a Pettiford y Blanton a través de él.

De modo que llamó a su hijo Eric Dolphy Mingus, no en recuerdo, sino como anticipación.

En el 5-Spot vestía un suéter viejo con agujeros en los codos y pantalones raídos, parecía un granjero pobre y andrajoso: la ropa buscaba avergonzar a los blancos de esmoquin que acudían a escucharle. Estaba tocando «Meditations», tratando de conectar con Eric, de hablar con él, pero solo se oía el tintineo del hielo contra el cristal de la voz de una mujer sentada a la derecha del escenario, hablando muy fuerte, ajena al lugar donde se encontraba y todavía más a quién estaba sobre el escenario y lo que estaba tocando. El genio de Mingus iba siempre una fracción de segundo por delante de él. Para cuando se dio cuenta de que estaba gritando, ya había volcado la mesa de la mujer de una patada. Para cuando la mesa cayó al suelo, ya había abandonado indignado el escenario. Al apagarse el ruido de los cristales rotos, oyó que la mujer le chillaba. Se le sumó un borracho de la barra con voz, si las águilas hablasen, de águila ratonera.

—Charlie, no ha estado bien, no ha estado nada bien, Charlie.

Por un momento Mingus consideró golpear la cabeza del tipo contra la barra hasta que reventara como un paquete de azúcar, pero siempre que una idea se le ocurría así, anticipándose al hecho, significaba que no pasaría nada... o que pasaría otra cosa, algo tan repentino que incluso a él lo pillaba desprevenido. Estaba aferrado al cuello del contrabajo, fulminando al público con la mirada, discutiendo con él. Y se volvió hacia alguien que después contaría que cuando le miró así vio pasar toda la vida de Mingus por los ojos del bajista. Por un segundo ese alguien supo con exactitud lo que implicaba ser Mingus: el peso de todo, no poder esconderse ni obviar nada, estar siempre a la merced de los sentimientos.

Golpeó el contrabajo contra la pared: un chasquido seco, el eco de las cuerdas, y se quedó sosteniendo el cuello, todavía unido al cuerpo del bajo por las cuatro cuerdas como una tortuga marioneta, que se resquebrajó, se astilló y se partió como un mar de madera barnizada cuando Mingus le pasó caminando por encima. Soltó el cuello del instrumento, todo el mundo estaba callado menos el borracho, que gritaba:

—Uf, qué fuerte, Charlie, qué fuerte.

Volvió a mirar al tipo sin intención de pegarle. Su ira se había vuelto pálida, transparente y desesperada como el agua que gotea de un lavamanos. Salió a la calle, llevándose el silencio del club consigo.

En Bellevue lo primero que notó fueron los olores, la limpieza de lavabo de todo, luego la luz blanca de las baldosas y las paredes. Después el sonido, el ruido brillante de los utensilios limpios, el chirrido de las ruedas de los carritos avanzando por los largos pasillos de los locos y más tarde, de noche, los chillidos. Siempre había alguien gritando toda la noche; incluso mientras dormía, oía colarse en sus sueños el infierno de Bellevue. Por las mañanas volvía el silencio atareado de hospital y nadie mencionaba los gritos nocturnos que acechaban al final de cada día. Sedado, adormecida la ira por la medicación, cubierto por la calma como por una manta, permanecía en cama mirando el techo, las luces parecían planetas en un cielo blanco.

Domeñó el contrabajo pero no logró conquistarlo. A veces lo abrazaba como a un viejo amigo. Otras veces le parecía un instrumento enorme y cargaba con él como un saco de patatas, casi demasiado pesado, casi abrumador. Si no practicaba constantemente, las cuerdas le cortaban los dedos cuando las tocaba. No solo eso, sino que ya nunca se le desentumecían los dedos, algunos días no solo estaban rígidos, ni siquiera los sentía. Igual que los de los pies. Había días que le costaba mover las manos y notaba que el entumecimiento iba trepando por los brazos hacia los hombros, de forma tan gradual que casi podía convencerse de que no avanzaba.

En Central Park un ocaso estriado como el tocino enrojeció el suelo congelado. Contempló cómo el hielo iba cercando el centro cálido del estanque y supo que estaba quedándose paralítico. Como en el flamenco —lo había comprendido hacía años, en Tijuana—, el movimiento del jazz era centrífugo, notabas un pulso que escapaba constantemente del cuerpo, del corazón afuera, dejando una estela de taconeos y chasquidos de dedos que captaban la intensidad del movimiento como hojas al viento. La parálisis era la negación o contradicción exacta de dicho movimiento: comenzaba por las extremidades, por los dedos de los pies o de las manos, y progresaba hacia dentro, avanzaba hacia el corazón sin dejar rastro.

Le costaba más encontrar las notas en el bajo: sabía dónde estaban pero no conseguía que los dedos las tocaran. Cada vez recurría más al piano, pero pronto los dedos también se volvieron demasiado torpes para el teclado. Así como le resultaba imposible tocar, tampoco podía componer. No era como Miles, que escuchaba la música y luego se limitaba a trasladarla de su cabeza a los instrumentos. Mingus no escuchaba la música hasta que estaba haciéndola. Componer era simplemente tocar flojo, sin público, pero para componer tenía que tocar y comenzaba a hacérsele imposible. La música de Mingus era solo Mingus, el movimiento de la música era simplemente el movimiento de Mingus y cuando él comenzó a perder movilidad también su música fue perdiendo impulso, fue volviéndose inmensa e inmóvil... un nombre.

Descolgó el teléfono, despacio, como quien levanta una barra de pesas para muscularse. Era Kirk, Rahsaan, lo primero que sabía de él en un año. Justo después de su última conversación con Mingus, Kirk había tenido una embolia que le había paralizado un lado del cuerpo. Los médicos le dijeron que no volvería a tocar. Al principio ni siquiera podía hablar, luego, una vez aprendió a andar, se propuso aprender a subir escaleras y cuando lo consiguió intentó tocar otra vez el saxo. Había tardado seis meses en recuperar las fuerzas, le dijo a Mingus, pero ahora volvía a tocar. No obstante, seguía teniendo un lado paralizado.

—¿Cómo tocas si estás medio paralítico, tío?

—Me queda un brazo, ¿no? Ja, ja.

—¿Tocas el saxo con un brazo?

—Tocaba tres con dos, así que uno con uno no es tan difícil... ¿Sigues ahí, Mingus?

—Sí, tío, estoy aquí —respondió con las lágrimas asomándole a los ojos.

—Toco la semana próxima, ven a verme.

—Allí estaré, tío.

Observó desde la barra cómo ayudaban a Kirk a subir al escenario engalanado con su habitual parafernalia de campanillas, sombrero y ropa estrafalaria. Charlando y sonriendo, reconociendo a los amigos por la voz. Lo dispuso todo y luego sopló, sopló y sopló: un brazo recorría las llaves arriba y abajo y el otro colgaba sin fuerza del costado, como algo irrelevante, mientras Kirk jadeaba y resoplaba como si tratara de mantener a raya a la muerte. Ciego, con medio cuerpo paralizado, sin apenas fuerzas para mantenerse en pie, sin apenas fuerzas para contener la energía que le salía de dentro, que manaba del escenario e inundaba toda la sala. Al final de los solos se desplomaba en una silla, resollando como un boxeador entre asaltos, con la cabeza dándole vueltas por los golpes recibidos, flexionando los dedos de la mano buena hasta que recuperaba las fuerzas necesarias para volver a tocar. Un ciego que había vuelto de entre los muertos. Mientras lo observaba, Mingus sintió que el hielo rojo de su sangre le hormigueaba en las manos entumecidas.

Cuando ya no pudo controlar los dedos para tocar el piano, cantó en una grabadora. En el pasado, los discos que grababa permanecían un par de años olvidados en las estanterías de los estudios antes de publicarse. Ahora las discográficas anhelaban cualquier cosa que hiciera, les bastaba con el germen de una idea. Desperdigados por ahí corrían varios fragmentos de composiciones y, en algún momento del futuro, como cuando un escritor famoso deja una novela inacabada al morir, alguien intentaría aprovechar esas notas y construir con ellas obras completas. Durante mucho tiempo nadie había querido su autobiografía, pero en los años venideros perseguirían las páginas descartadas que le habían hecho eliminar. Incluso las cintas en las que hablaba o protestaba, incluso esas grabaciones se editarían y se publicarían en disco. En los bares y los clubs la gente alardearía de que una vez Mingus les había gritado, los había tirado por las escaleras, les había destrozado la casa. Mingus lo tenía claro.

Su reacción cuando le concedieron un premio al mejor contrabajista consistió en preguntarse por qué no lo había recibido de joven, cuando era el diablo sobre ruedas. Si pensaba en lo que habría hecho con el dinero si hubiera sido prudente y hubiera cosechado los frutos de trabajar como músico de estudio, se habría construido una casa sobre ruedas. De joven había sido el diablo sobre ruedas, y ahora que estaba confinado a una silla de ruedas, quería una casa con ruedas.

Incluso hablar le costaba cada vez más. La lengua yacía en su boca, flácida como la polla de un viejo. Formar palabras se parecía a hablar con la boca llena de lana. Su cuerpo estaba convirtiéndose en una mazmorra, una prisión cuyas paredes encogían constantemente y solo podía pararlas con su intensidad. Para algunos tanta intensidad lo mató, pero también lo mantuvo vivo.

Y entonces, en la Casa Blanca, un concierto y una fiesta llena de estrellas, el reconocimiento oficial de la gran aportación del jazz a la cultura estadounidense y mundial. Un acontecimiento estúpido pero también un gran acontecimiento. Estaban todos, faltaban Bird y Eric y Bud, pero estaban todos los que seguían vivos. Él fue en silla de ruedas, incapaz de mover los brazos o las piernas, atrapado en sí mismo. Cuando pidieron un aplauso al mejor compositor vivo de jazz y todos se levantaron a una y le dedicaron una ovación cerrada, se vino abajo, las lágrimas le resbalaban por la cara y los sollozos sacudían su cuerpo: el presidente corrió a consolarle.

Viajó a México con la esperanza de que el sol lo derritiera, soltase el hielo que le bloqueaba la sangre. Se sentaba al sol rodeado por el calor tranquilo del desierto, protegiéndose la cara con el ala de un enorme sombrero. Su cuerpo estaba tan quieto que apenas notaba la respiración. No se movía nada, en ninguna parte. El sol era un plato de cobre inmóvil. Colgaba del mismo lugar durante tres días, en un cielo imperturbable, sin viento, no movía ni un solo grano de arena.

Cuando ya estaba muy débil vio un pájaro planeando en lo alto del cielo, con las alas totalmente quietas. Su sombra cayó en su regazo; Mingus hizo acopio de todas sus energías y reunió las fuerzas necesarias para acariciarlo, para alborotarle las plumas.

Pero hermoso - Un libro de jazz
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