Universidad de Columbia

El señor Quinlan vio los glifos y las coordenadas que indicaban la ubicación de los internamientos.

Todos los sitios de origen.

Los escribió a toda prisa. Correspondían exactamente a los lugares visitados por el Nacido, donde había recogido los restos polvorientos de los Ancianos. La mayoría de ellos hizo construir una planta nuclear encima de cada sitio, pero estas habían sido saboteadas por el Grupo Stoneheart. Obviamente, el Amo había preparado este golpe con sumo cuidado.

Pero el séptimo sitio, el más importante de todos, aparecía como una mancha oscura en la página; como una señal negativa en el noreste del océano Atlántico, acompañado de dos palabras en latín: Obscura. Aeterna.

Otra forma extraña era visible en la marca de agua.

Una estrella fugaz.

El Amo había enviado helicópteros. Ellos los habían visto desde las ventanas de sus coches durante su lento regreso a Manhattan. Cruzaron el río Harlem desde Marble Hill, evitando las avenidas; abandonaron sus vehículos cerca de la tumba de Grant y avanzaron a través de la lluvia pertinaz como ciudadanos normales, para internarse luego en el campus de la Universidad de Columbia.

Mientras los demás se reunían abajo, Gus cruzó la plaza Low en dirección al Buell Hall, y llevó el montacargas de servicio a la azotea, donde tenía la jaula con sus palomas mensajeras.

Su Expreso de Jersey había regresado y estaba posado debajo de la percha fabricada por Gus.

—Eres un buen chico, Harry —le dijo Gus mientras desplegaba el mensaje, escrito en tinta roja sobre un pedazo de papel de cuaderno. Gus reconoció de inmediato la escritura típica de Creem, siempre con letras mayúsculas, así como la vieja costumbre de su antiguo rival de atravesar la O con una raya oblicua como si fueran signos nulos.

HEY MEX

MAL AQUÍ, SIEMPRE CØN HAMBRE. PØDRÍA CØCINAR PÁJARØS CUANDO REGRESEN.

RECIBÍ MENSAJE SØBRE EL DETØNADØR. TENGØ UNA IDEA PARA TI. DAME TU UBICACIØN Y ALGUNØS ALIMENTØS.

CREEM IRÁ A LA CIUDAD. ØRGANICEMØS UN ENCUENTRØ.

Gus se comió la nota y sacó un lápiz de carpintero que guardaba junto al recipiente del maíz. Le respondió a Creem aceptando el encuentro, y escribió una dirección situada en un extremo del campus. No le gustaba Creem ni confiaba en él, pero aquel colombiano gordo estaba controlando el mercado negro de Jersey, y tal vez pudiera ayudarlos.

Nora se sentía agotada, pero no era capaz de descansar. Estaba inconsolable, y los músculos abdominales le dolían a causa del intenso llanto.

Y cuando ya había llegado al límite, siguió mesándose su calva, sintiendo el cosquilleo sobre el cuero cabelludo. En cierto modo, pensó, su antigua vida, su antiguo ser, aquel nacido de la contemplación del lamento de su madre en la cocina, había desaparecido. Nacido de las lágrimas, muerto por las lágrimas.

Se sentía nerviosa, vacía, sola… y no obstante, renovada de algún modo. Su dolor no era nada en comparación con el encarcelamiento en el campamento.

Fet la acompañaba todo el tiempo y la escuchaba con atención. Joaquín, que había sufrido un golpe en la rodilla, estaba recostado en un taburete contra la pared al lado de la puerta. Eph permanecía de pie con los brazos cruzados, apoyado contra la pared, mientras Nora trataba de darle un sentido a lo que habían visto en el campamento.

Ella creía que Eph sospechaba sus sentimientos por Fet; su actitud distante y el hecho de que permaneciera alejado de ellos parecían confirmarlo. Ninguno había dicho una palabra al respecto, pero la verdad se cernía sobre la sala como una nube de tormenta.

Tantas emociones entremezcladas la hacían hablar con rapidez. Nora aún se hallaba fuertemente impactada por la imagen del pabellón de maternidad, incluso más que por la muerte de su madre.

—Se están apareando con las mujeres, tratando de asegurar una descendencia de sangre B positivo. Las recompensan con comida, con comodidades. Y ellas…, ellas parecen haberse adaptado. No sé por qué eso me obsesiona. Tal vez soy demasiado dura con ellas. Quizá el instinto de supervivencia no sea un sentimiento tan noble después de todo. Tal vez sea más complicado que todo eso. Algunas veces, sobrevivir significa comprometerse. Comprometerse en profundidad. Rebelarse es bastante difícil cuando estás luchando únicamente por ti. Pero cuando hay otra vida creciendo en tu vientre… o un niño en tus brazos… —Nora miró a Eph—. Ahora lo entiendo mejor; es eso lo que estoy tratando de decir: sé lo destrozado que puedes estar.

Eph asintió con la cabeza, aceptando sus disculpas.

—Dicho esto —dijo Nora—, me hubiera gustado que te hubieras reunido con nosotras en la Oficina del Forense en el momento acordado. De haber sido así, mi madre estaría aquí.

—Llegué tarde —respondió Eph—. Lo admito. Me retrasé…

—En la casa de tu ex-esposa. No lo niegues.

—No pensaba hacerlo.

—¿Pero?

—No tuve la culpa de que te encontraran.

Nora se volvió hacia él, sorprendida por el desafío que contenían sus palabras.

—¿Por qué dices eso?

—Debía haber estado allí, de acuerdo. Las cosas serían diferentes si yo hubiera llegado a tiempo. Pero yo no conduje a los strigoi hacia ti.

—¿No? ¿Quién lo hizo?

—Tú lo hiciste.

—¿Yo…? —Nora no podía creer lo que estaba escuchando.

—Por usar el ordenador. Internet. Le estabas enviando mensajes a Fet.

Así que era eso. Nora se puso rígida, envuelta en una oleada de culpabilidad, pero rápidamente se deshizo de esta sensación.

—¿Es eso cierto?

Fet se puso en pie para defenderla, con sus casi dos metros de estatura.

—No deberías hablarle así.

Eph no lo miró.

—¿Ah, no? He estado escondido en ese edificio muchos meses sin mayores complicaciones. Ellos controlan la red; tú lo sabes.

—Así que yo misma me lo busqué. —Nora deslizó su mano por debajo de la Fet—. Según tu opinión, mi castigo es justo.

Fet se estremeció con el contacto de su mano. Y mientras ella envolvía los dedos alrededor de los de él, éste sintió deseos de llorar. Eph asumió el gesto —trivial en cualquier otra circunstancia— como una expresión pública y elocuente del fin de su relación con Nora.

—Tonterías —dijo Eph—. No es eso lo que quise decir.

—Eso es lo que estás queriendo decir.

—Lo que quiero decir…

—¿Sabes una cosa, Eph? Esto concuerda con tu manera de proceder. —Fet apretó la mano de Nora para que se callara, pero ella ignoró la indicación—. Siempre apareces después de los hechos. Y por «aparecer» me refiero a «comprender». Comprendiste cuánto amabas a Kelly… después de la ruptura. Te diste cuenta de la importancia de tu papel como padre… después de dejar de vivir con Zack. ¿De acuerdo? Y ahora… creo que es probable que empieces a darte cuenta de lo mucho que me necesitabas. Porque ya no me tienes.

Nora se sorprendió al oírse expresar esto abiertamente, pero ya lo había hecho y no podía dar marcha atrás.

—Siempre llegas demasiado tarde. Has pasado la mitad de tu vida debatiéndote con tus arrepentimientos, tratando de compensar el pasado en lugar de esforzarte por hacerlo en el presente. Lo peor que te pudo haber pasado fue aquel éxito precoz. Tú, y el título de «joven genio». Crees que puedes arreglar con un esfuerzo las cosas preciosas que has destrozado, en lugar de haber sido cuidadoso desde el principio. —Casi estaba a punto de terminar, mientras Fet trataba de tirar de su blusa, pero sus lágrimas fluían incontenibles, y su voz ronca estaba llena de dolor—. Si hay algo que deberíamos haber aprendido desde que empezó todo esto, es que no tenemos nada garantizado. Nada. Especialmente los otros seres humanos…

Eph permaneció inmóvil. Clavado en el suelo. Tanto que Nora no estaba segura de que sus palabras hubieran llegado a él. Hasta que, al cabo de un momento de silencio, cuando todo parecía indicar que Nora había dicho la última palabra, Eph se apartó de la pared y cruzó lentamente la puerta.

Eph recorrió los antiguos pasadizos con una sensación de entumecimiento. Sus pies no parecían sostenerle. Dos impulsos irrumpieron en su interior. Al principio, quiso recordarle a Nora cuántas veces estuvieron a punto de ser capturados o convertidos a causa de su madre; y que la demencia de la señora Martínez los había retenido a todos durante muchos meses. Evidentemente, ya no importaba que en numerosas ocasiones Nora hubiera expresado su deseo de apartar a su madre de ellos.

No. Todos los fracasos eran culpa suya.

En segundo lugar, se sorprendió al ver lo cerca que ella parecía estar de Fet ahora. En todo caso, su secuestro y el rescate los había unido más. Habían reforzado su nuevo vínculo. Eso le pesaba aún más, porque él había considerado el rescate de Nora como un ensayo general para el rescate de Zack, pero lo único que había conseguido fue revelar su temor más profundo: rescatar a Zack y descubrir que había sido convertido; que lo había perdido para siempre.

Una parte de él le decía que ya era demasiado tarde. Su faceta depresiva, aquella que él trataba de evitar constantemente. La que él trataba de controlar con las pastillas. Buscó a tientas en la bolsa colocada en su espalda y abrió la cremallera del monedero. Su última Vicodina. La puso en su lengua y la mantuvo allí mientras caminaba, esperando producir suficiente saliva para tragársela.

Recordó la imagen del Amo observando a su legión en el vídeo, en lo alto del Castillo Belvedere, con Kelly y Zack a su lado. Esa imagen verdosa lo perseguía y lo corroía por dentro mientras seguía caminando, sin saber muy bien en qué dirección.

Sabía que regresarías.

La voz y las palabras de Kelly eran como una inyección de adrenalina, directas al corazón. Eph llegó a un corredor que le pareció familiar y encontró la gruesa puerta de madera con batientes de hierro; no estaba cerrada con seguro.

Dentro de la cámara del antiguo hospital psiquiátrico, en el centro de la jaula emplazada en la esquina, se hallaba el vampiro que había sido la madre de Gus. El casco de moto se inclinó ligeramente, registrando la entrada de Eph. Tenía las manos atadas a la espalda.

Eph se acercó a los barrotes de hierro de la puerta de la jaula, separados a unos quince centímetros de distancia. Unos candados de bicicleta, de acero trenzado forrado de vinilo, aseguraban la parte superior e inferior de la reja, y en el centro, un viejo candado oxidado.

Eph esperó oír de nuevo la voz de Kelly. La criatura permaneció inmóvil, con el casco erguido; tal vez aguardaba su ración de sangre. Él quería oír a su ex-esposa. Se sintió frustrado y dio un paso hacia atrás, echando un vistazo a su alrededor.

En la pared del fondo, colgando de un clavo oxidado, había una pequeña argolla con una llave de plata.

Cogió la llave y la acercó a la puerta de la celda. La criatura no se movió. Introdujo la llave en la cerradura superior y la abrió. Luego hizo lo mismo con los otros candados. Sin embargo, el vampiro no mostró ninguna señal de consciencia. Eph desenrolló los cables de acero y vinilo; la reja crujió contra el marco, pero las bisagras estaban engrasadas. La abrió lentamente y se plantó en el hueco de la puerta.

El vampiro no se movió del centro de la celda.

Nunca puedes ir hacia abajo… Nunca puedes ir hacia abajo…

Eph sacó su espada y se acercó; vio el pálido reflejo de su rostro en la visera pintada de negro, la espada contra la pierna.

El silencio de la criatura lo acercó a su reflejo.

Él esperó. Sintió un leve zumbido vampírico en su cabeza.

La criatura lo estaba examinando.

Has perdido a alguien más. Ya no te queda nadie a quien acudir. Exceptuándome a mí.

—Sé quién eres —dijo Eph.

¿Quién soy?

—Hablas con la voz de Kelly. Pero tus palabras son las del Amo.

Viniste a mí. Viniste a escuchar.

—No sé por qué he venido.

Viniste a oír de nuevo la voz de tu esposa. Es tan narcótica como tus pastillas. Realmente la necesitas. La echas de menos. ¿Acaso podría ser de otro modo?

Eph no preguntó por qué el Amo lo sabía. Debía mantenerse en guardia; a cada momento, sobre todo en su mente.

Quieres volver a casa. Regresar.

—¿A casa? ¿Te refieres a ti? ¿A la voz incorpórea de mi ex-esposa? ¡Jamás!

Es hora de escuchar. No es momento para obstinaciones. Debes abrir tu mente.

Eph permaneció en silencio.

Te puedo devolver a tu hijo. Y también a tu esposa. Puedes liberarla. Volver a empezar, con Zack a tu lado.

Eph contuvo el aliento en su boca antes de exhalar, esperando controlar su ritmo cardiaco, que comenzaba a acelerarse. El Amo no desconocía la desesperación de Eph por la liberación y el regreso de Zack, y que intentaba no demostrarlo.

Aún no ha sido convertido, y seguirá siendo así, un ser inferior, tal como lo deseas.

Entonces, escaparon de sus labios las palabras que nunca pensó pronunciar:

—¿Qué esperas a cambio?

El libro. El Lumen. Y a tus secuaces. Incluyendo al Nacido.

—¿A quién?

Al señor Quinlan; creo que así lo llaman.

—No puedo hacer eso —dijo Eph.

Claro que puedes.

No haré eso.

Lo harás, no me cabe duda.

Eph cerró los ojos e intentó despejar su mente. Volvió a abrirlos unos segundos después.

—¿Y si me niego?

Procederé según lo previsto. La transformación de tu hijo tendrá lugar de inmediato.

—¿La transformación? —Eph tembló, ansioso, pero luchó para contener sus emociones—. ¿Qué significa eso?

Someterte mientras tengas algo con qué negociar. Entrégate a mí en lugar de tu hijo. Busca el libro y tráemelo. Tomaré la información contenida en el libro… y la que guardas en tu mente. Lo sabré todo. Puedes incluso devolver el libro a su sitio. Nadie se enterará.

—¿Y me entregarías a Zack?

Te daré su libertad a cambio. La libertad de un ser humano débil, igual que su padre.

Eph intentó contenerse. Sabía que no debía dejarse arrastrar a esa conversación, ni ceder a un intercambio con el monstruo. El Amo continuó hurgando en su mente, buscando la mejor ruta de acceso para dominarla por completo.

—Tu palabra no significa nada.

Estás en lo cierto en lo concerniente a los códigos morales. Nada me obliga a cumplir mi parte del trato. Sin embargo, podrías tener en cuenta el hecho de que cumplo mi palabra la mayoría de las veces.

Eph miró su reflejo. Se debatió, apoyándose en su propio código moral. Y sin embargo…, se vio realmente tentado. Era un trato irreversible: su alma por la de Zack; y una decisión apremiante. La idea de Zack en manos de ese monstruo, ya fuera como vampiro o como acólito, era tan aborrecible que Eph habría aceptado casi cualquier propuesta.

Pero el precio era mucho más alto que su propia alma empañada. También implicaba las almas de sus compañeros. Y el destino de toda la raza humana, en la medida en que la capitulación de Eph otorgaría al Amo el gobierno absoluto y sempiterno del planeta.

¿Podría intercambiar a Zack por todo eso? ¿Su decisión sería la correcta? ¿No sería considerado como algo abyecto?

—Aunque considerara tu propuesta —dijo Eph, hablándole tanto a su imagen reflejada como al Amo—, hay un problema: desconozco la ubicación del libro.

¿Lo ves? Te lo están ocultando. Ellos no confían en ti.

Eph sabía que el Amo tenía razón.

—Sé que no confían en mí. Han dejado de hacerlo.

Porque sería más seguro para ti si pudieras saber dónde lo esconden; sería casi una garantía.

—Existe una transcripción; algunas notas que he visto. Son buenas. Puedo darte una copia.

Sí. Muy bien… Y yo te entregaré una copia de tu hijo. ¿Te gusta el trato? Necesito el original. No hay sustitutos. Debes arrebatárselo al exterminador.

Eph sofocó su sorpresa ante esta revelación del Amo. ¿Había obtenido el Amo esa información sobre Fet de la mente de Eph? ¿El Amo extraía la información de su mente mientras hablaba con él?

No. Seguramente la había extraído de Setrakian. El Amo debió de convertirlo antes de que el anciano se destruyera a sí mismo. El Amo se había apoderado de todo el conocimiento de Setrakian de la misma forma que ahora intentaba apoderarse de todos los conocimientos de Eph: a través de la posesión.

Has demostrado ser muy ingenioso, Goodweather. Estoy seguro de que puedes encontrar el Lumen.

—Aún no he aceptado nada.

¿No? Puedo confiar en que contarás con un aliado en esta misión. Un traidor. Alguien de tu círculo íntimo. No ha sido convertido físicamente por simple compasión.

—Ahora sé que estás mintiendo —replicó Eph, incrédulo.

¿De veras? Dime una cosa, ¿en qué sentido me beneficiaría esa mentira?

—… Para provocar descontento.

¿Más? Ya hay suficiente, ¿no te parece?

Eph pensó en ello. Parecía cierto: no podía ver ninguna ventaja en que el Amo mintiera.

Hay alguien entre vosotros que os entregará a todos.

¿Un tránsfuga? ¿Acaso uno de ellos había sido cooptado? Y entonces Eph advirtió cómo, al expresarlo de esa manera, él mismo se había incluido entre los cooptados.

—¿Quién?

Esa persona te lo revelará a su debido momento.

Si alguno de los suyos se había visto obligado a tratar con el Amo, entonces Eph podría perder su última oportunidad de salvar a su hijo.

Eph se sintió mareado. Notó una gran tensión en su mente. Luchaba por mantener a raya al Amo, y conservar su escepticismo.

—Yo… primero necesitaría pasar unos minutos con Zack. Para explicarle mi forma de actuar. Para justificarla, y para saber que él está bien; para decirle…

No.

Eph esperó a que el Amo continuara. Ante su silencio, retomó la palabra:

—¿Qué quieres decir con eso de «no»? La respuesta es «sí». Inclúyelo dentro del trato.

No forma parte del trato.

—¿No forma parte del…? —Eph vio su consternación en el reflejo de la visera—. No lo comprendes. Me es casi imposible pensar en la posibilidad de hacer lo que me acabas de proponer. Pero no existe ninguna manera (ni siquiera en el infierno) de continuar con esta conversación a menos que me garantices que puedo ver a mi hijo y saber que está bien.

Lo que no entiendes tú es que no tengo ni paciencia ni compasión por tus superfluas emociones humanas.

—¿No tienes paciencia…? —dijo Eph—. ¿Has olvidado que tengo algo que quieres? ¿Algo que al parecer necesitas a toda costa?

¿Has olvidado que tengo a tu hijo?

Eph dio un paso atrás, como si lo hubieran empujado.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. Mira, esto es muy simple. Me falta poco para aceptar el trato. Lo que estoy pidiendo es que me des diez malditos minutos…

Es aún más simple que eso. El libro por tu hijo.

Eph negó con la cabeza.

—No. ¡Cinco minutos!

Olvidas cuál es tu sitio, humano. No acato tus necesidades emocionales y estas no forman parte del acuerdo. Te entregarás a mí, Goodweather. Y me darás las gracias por el privilegio. Y cada vez que observe tu rostro por toda la eternidad, aquí, en este planeta, consideraré tu capitulación como el epítome del carácter de tu raza de animales civilizados.

Eph sonrió, su boca torcida parecía un tajo en su rostro; se sentía aturdido ante la crueldad de la criatura. Esto le hizo recordar contra qué luchaba él —contra qué luchaban todos— en este Nuevo Mundo inhóspito y despiadado. La indiferencia del Amo ante los seres humanos lo dejó atónito.

De hecho, era esta falta de comprensión, esta absoluta incapacidad de sentir compasión, lo que había hecho que el Amo los subestimara una y otra vez. Un ser humano desesperado es un ser peligroso, y esta era una verdad que el Amo no podía intuir.

—¿Quieres saber cuál es mi respuesta? —preguntó Eph.

Ya la sé, Goodweather. Lo único que necesito es tu capitulación.

—Aquí está mi respuesta.

Eph se echó hacia atrás y atacó a la vampira que hacía las veces de intermediaria. La hoja de plata le rebanó el cuello, desprendiendo la cabeza y el casco de los hombros; Eph ya no tuvo que contemplar el reflejo de su propia traición.

El cuerpo se desplomó, y la sangre blanca y corrosiva se acumuló sobre las losas centenarias. El casco produjo un sonido sordo y chocó contra un rincón, dando vueltas antes de detenerse.

Eph no había golpeado al Amo tanto como lo había hecho con su propia vergüenza y angustia ante este callejón sin salida. Había segado el altavoz de la tentación, en lugar de la tentación misma, y él sabía que su acto era meramente simbólico.

La tentación permaneció.

Unos pasos se acercaron desde el pasillo; Eph se alejó del cuerpo decapitado y comprendió de inmediato las consecuencias del acto que acababa de cometer.

Fet fue el primero en entrar, seguido de Nora.

—¡Eph! ¿Qué has hecho…?

Por sí solo, su ataque impetuoso parecía justo. Ahora los efectos acudían a él, precedidos por un ruido de pasos procedentes del salón: Gus.

No vio a Eph en un primer momento. Miró en el interior de la celda donde encerraba a su madre vampira. Rugió, abriéndose paso entre los otros dos, y vio el cuerpo sin cabeza desplomado en el suelo, con sus manos aún esposadas a la espalda y el casco en un rincón.

Gus dejó escapar un grito. Sacó un cuchillo de su mochila, y se abalanzó sobre Eph antes de que Fet pudiera reaccionar. Eph levantó su espada en el último momento para contener el ataque, y una mancha silenciosa y difusa se abrió entre ellos.

Una mano blanca, casi translúcida, agarró a Gus del cuello y lo neutralizó. Otra mano chocó contra el pecho de Eph, mientras el encapuchado los separaba con una fuerza poderosa.

El señor Quinlan. Estaba cubierto con la capucha de su sudadera, irradiando un calor vampírico.

Gus maldijo y le dio patadas, tratando de liberarse, con sus botas a unos cuantos centímetros del suelo y las lágrimas de rabia brotando de sus ojos.

—¡Quinlan, déjame acabar con esta mierda!

Aguarda.

La voz de barítono del señor Quinlan invadió la cabeza de Eph.

—¡Suéltame! —Gus lanzó un cuchillazo, pero era poco menos que un farol. Aunque el pandillero ardía de furia, aún tenía la suficiente cordura para respetar al señor Quinlan.

Tu madre ha sido destruida. Ya está hecho. Y es lo mejor. Se había ido hace mucho tiempo y lo que quedaba de ella no era bueno para ti.

—¡Pero fue una decisión mía! ¡Lo que haya hecho o dejado de hacer es mi elección!

Resolved vuestras diferencias como queráis. Pero más tarde. Después de la batalla final.

Quinlan posó sus ojos llameantes en Gus; resplandecían bajo la sombra de la capucha de algodón. Un rojo majestuoso, más intenso que el tono de cualquier cosa que hubiera visto el pandillero, aún más que la sangre humana recién derramada. Más rojo que el color de cualquier hoja de otoño, más agudo, brillante y profundo que el plumaje del ave más vistosa y exótica.

Y, sin embargo, aunque Quinlan sostenía a un hombre en vilo con una sola mano, sus ojos permanecían sosegados. Gus no quería que aquellos ojos lo miraran con rabia. Y entonces contuvo su ataque, al menos por el momento.

Podemos pillar al Amo. Pero disponemos de poco tiempo. Tenemos que hacerlo juntos.

Gus señaló a Eph.

—Este drogadicto no representa ningún valor para nosotros. Hizo que capturaran a la doctora, me ha costado uno de mis hombres. Este cabrón es un peligro, ¡qué digo!, es una maldición. Esta mierda nos trae mala suerte. El Amo tiene a su hijo, lo ha adoptado y lo retiene como a una mascota de mierda.

Eph saltó sobre Gus. La mano del señor Quinlan lo contuvo rápidamente a la altura del techo, con la misma resistencia de un poste de acero.

—Así que dinos —dijo Gus, sin desfallecer—, dinos qué coño te estaba susurrando ese hijo de puta hace un momento. ¿Tú y el Amo estabais hablando de corazón a corazón? Creo que el resto de nosotros tenemos derecho a saberlo.

La mano de Quinlan subía y bajaba con la respiración agitada de Eph. El médico miró a Gus, sintiendo los ojos de Nora y de Fet sobre él.

—¿Y bien? —inquirió Gus—. ¡Estamos listos para oír lo que tienes que decirnos!

—Fue Kelly —respondió Eph—. Su voz. Riéndose de mí.

Gus se burló y lo escupió en la cara.

—Eres un débil mental, pedazo de mierda.

Intentaron dirimir de nuevo las diferencias con los puños, y fue necesaria la intervención de Fet y del señor Quinlan para evitar que se destrozaran.

—El pasado indigna tanto que vino aquí para que le hablaran —dijo Gus—. Seguramente se trata de alguna mierda disfuncional con su familia. —Y a continuación se dirigió al señor Quinlan—. Te digo que este tipo no aporta nada. Déjame que lo mate. Déjame librarnos de ese peso muerto.

Como ya he dicho, podéis resolver este asunto como queráis. Pero no ahora.

Fue evidente para todos, incluso para Eph, que el señor Quinlan lo protegía por alguna razón desconocida, que trataba a Eph de un modo distinto a los demás, lo cual significaba que Eph poseía algo diferente de ellos.

Necesito tu ayuda, recopilar un dato final. Todos nosotros. Juntos. Ahora.

El señor Quinlan soltó a Gus, que se abalanzó sobre Eph por última vez, pero sin el cuchillo.

—Ya no me queda nada —le espetó a Eph como un perro que gruñe—. Nada. Te mataré cuando todo esto termine.

Los Claustros

LOS ROTORES DEL HELICÓPTERO repelían las ráfagas de lluvia negra. Las nubes oscuras descargaron un aguacero contaminado y, a pesar de la oscuridad reinante, el piloto de Stoneheart llevaba puestas sus gafas de aviador. Barnes temía que aquel hombre estuviera pilotando a ciegas y esperó que el aparato volara a suficiente altura sobre el horizonte de Manhattan.

Barnes se balanceó en el compartimento de pasajeros, detrás de las correas del cinturón de seguridad que le cruzaban los hombros. El helicóptero, elegido entre una serie de modelos de la planta Sikorsky, en Bridgeport, Connecticut, se sacudía en sentido lateral y vertical. La lluvia parecía estar filtrándose en el interior del rotor, golpeando contra las ventanas, como si Barnes fuera a bordo de un pequeño bote durante una tormenta en el mar. En consecuencia, el estómago se le revolvió hasta las náuseas. Se desabrochó el casco justo a tiempo para vomitar en él.

El piloto empujó la palanca de control hacia delante, y comenzaron a descender. Barnes no sabía dónde aterrizarían. Los edificios distantes se difuminaban a través del ángulo del parabrisas, sobre el dosel de los árboles. Barnes supuso que se detendrían en Central Park, cerca del Castillo Belvedere. Pero una ráfaga de viento contrario hizo girar la cola del helicóptero como si se tratara de una veleta. El piloto intentó controlar la palanca de control, y Barnes vislumbró el río Hudson, que fluía turbulento a su derecha, más allá de los árboles. No, no podía ser en el parque.

Aterrizaron bruscamente, primero con un patín de aterrizaje, seguido por el otro. Barnes se sintió agradecido de volver a pisar tierra firme, pero ahora debía abandonar la nave en medio de un verdadero torbellino. Abrió la puerta y se expuso a la ráfaga de viento húmedo. Se agachó bajo los rotores que continuaban girando, y tras protegerse los ojos, divisó la silueta de un castillo en la cima de una colina.

Barnes levantó las solapas de su abrigo y corrió bajo la lluvia, subiendo los escalones de piedra pulida. Le faltaba el aliento cuando llegó a la puerta. Dos centinelas vampiros permanecían apostados allí, impertérritos bajo la lluvia torrencial, medio ocultos por el vapor que emanaba de sus cuerpos; no lo reconocieron, ni le abrieron la puerta.

El letrero decía «Los claustros», y Barnes reconoció el nombre del museo situado al extremo norte de Manhattan, administrado por el Museo Metropolitano de Arte. Tiró de la puerta y entró, atento al sonido de los goznes al cerrarse. Si sonaron, la fuerte lluvia lo amortiguó.

Los Claustros fueron construidos a partir de los restos de cinco abadías medievales francesas y una capilla románica. Era una obra antigua del sur de Francia trasplantada a la era moderna, que a su vez se asemejaba ahora a la Edad Media. Barnes gritó «¿Hola?», pero no oyó ninguna respuesta.

Deambuló por la sala principal; aún le faltaba el aire, tenía los zapatos empapados y la garganta áspera. Se asomó al jardín del claustro, en el antes había una recreación de la horticultura de la época medieval, pero ahora, a causa de la negligencia y del opresivo clima vampírico, se había convertido en un pantano. Barnes siguió avanzando, dándose la vuelta dos veces ante el sonido de las gotas que caían de su abrigo.

Pasó al lado de los grandes tapices que adornaban las paredes, las vidrieras que imploraban la luz del sol y los bellos frescos medievales. Recorrió las doce estaciones del vía crucis, labradas en piedra, deteniéndose brevemente en una escena extraña de la crucifixión. Cristo, crucificado en la cruz central con los brazos y las piernas rotas, flanqueado por los dos ladrones, en cruces más pequeñas. La inscripción tallada decía Per signu sanctecrucis de inimicis nostris libera nos deus noster. El latín rudimentario de Barnes lo tradujo como: «Por la señal de la Santa Cruz, líbranos de nuestros enemigos, Dios nuestro».

Barnes le había dado la espalda a su fe hacía muchos años, pero aquel relieve antiguo tenía una autenticidad que creía desaparecida del culto moderno. Esas devotas piezas eran reliquias de una época donde la religión aunaba la vida y el arte.

Se acercó a una vitrina rota. En su interior, dos manuscritos miniados, con sus páginas de vitela arrugadas y los bordes de oro desgastados, revelaban la profanación de unas huellas dactilares sobre las hermosas iniciales. Observó una particularmente grande y sucia, que solo podría provenir de los dedos medios de un vampiro, semejantes a garras. El vampiro no necesitaba ni valoraba antiguos libros pintados por el hombre. Era insensible a cualquier objeto con el sello de la factura humana.

Barnes cruzó las puertas dobles debajo de un arco románico, y entró en una capilla de paredes de roca coronada con una inmensa bóveda de cañón. Un fresco dominaba el ábside sobre el altar en el extremo norte de la cámara: la Virgen y el Niño, con dos figuras aladas, una a cada lado. Encima de su cabeza aparecían los nombres de los arcángeles Miguel y Gabriel. Debajo, destacaban los Reyes Magos, más pequeños.

Mientras se encontraba de pie ante el altar vacío, Barnes percibió el cambio de presión en la penumbra de la sala. Un soplo de aire caliente detrás del cuello, como el aliento de un horno, y se volvió lentamente.

A primera vista, la figura oculta detrás de él se asemejaba a un monje peregrino de una abadía del siglo XII. Pero solo a primera vista. Aquel monje sostenía en su mano izquierda un bordón con la cabeza de un lobo, y en el dedo medio de su mano sobresalía la habitual garra vampírica.

La nueva apariencia del Amo apenas era visible dentro de los pliegues de la oscura capucha. Detrás de él, cerca de uno de los bancos laterales, se encontraba una vampira cubierta de harapos. Barnes la observó; la reconocía vagamente y trató de recordar si aquel demonio calvo y de ojos empobrecidos coincidía con una mujer joven, atractiva y de ojos azules que había conocido…

—Kelly Goodweather —dijo Barnes, pronunciando el nombre en voz alta a causa de la sorpresa. Barnes, que creía haberse acostumbrado a cualquier impacto en este mundo nuevo, sintió que le faltaba el aliento. Ella se escondía detrás del Amo; una presencia furtiva, semejante a una pantera.

Informa.

Barnes asintió con sumisión. Relató los detalles de la incursión rebelde muy superficialmente, tal como lo había ensayado, con el objeto de minimizar el ataque.

—Ellos programaron el golpe para que coincidiera con el meridiano. Y contaban con la ayuda de alguien que no es humano, y que escapó justo antes de que saliera el sol.

El Nacido.

Esto pilló por sorpresa a Barnes. Había oído algunas historias y recibido instrucciones para instalar barracones separados del pabellón de maternidad. Pero Barnes no sabía que existiera alguno de ellos realmente. Su mentalidad de mercenario captó de inmediato que esto representaba un punto a su favor, ya que lo exoneraba a él y a sus procedimientos de seguridad de gran parte de la responsabilidad por la incursión en el Campamento Libertad.

—Sí, recibieron una ayuda extra. Una vez dentro, tomaron por sorpresa a la patrulla encargada de la cuarentena. Como he señalado, causaron un gran daño en las instalaciones de extracción. Estamos trabajando duro para reanudar la producción, y podríamos alcanzar un veinte por ciento de nuestra capacidad en una semana o diez días a lo sumo. Liquidamos a uno de ellos, como usted sabe. Él se convirtió, pero se autodestruyó unos minutos después de la puesta del sol. Ah, y creo haber descubierto el verdadero motivo de su ataque.

La doctora Nora Martínez.

Barnes tragó saliva. El Amo estaba enterado de todo.

—Sí, recientemente descubrí que había sido trasladada al campamento.

¿Recientemente? Ya veo… ¿Cómo de recientemente?

—Momentos antes del ataque, señor. En cualquier caso, yo trataba de conseguir información relacionada con la localización del doctor Goodweather y de sus compañeros de la resistencia. Pensé que un intercambio informal y agradable podría resultar más ventajoso que la confrontación directa, pues esta le habría dado la oportunidad de demostrar su fidelidad por sus amigos. Espero que esté de acuerdo. Por desgracia, fue en ese momento cuando los malhechores entraron en el campamento principal; la alarma sonó y los miembros de seguridad vinieron para evacuarme.

Barnes no podía dejar de mirar de vez en cuando a la antigua Kelly Goodweather, que permanecía apartada, detrás del Amo, con los brazos colgando de sus costados. Era muy extraño estar hablando de su marido y no ver ninguna reacción por su parte.

¿Localizaste a un miembro de su grupo y no me informaste de inmediato?

—Como acabo de mencionar, apenas tuve tiempo para reaccionar y… yo…, yo me quedé muy sorprendido, ¿me comprende? Me pillaron totalmente desprevenido. Pensé que podía llegar más lejos si empleaba un enfoque personal. Ella trabajó para mí durante un tiempo, ¿se da cuenta? Yo tenía la esperanza de poder aprovechar mi relación personal con ella para obtener alguna información útil antes de entregársela a usted.

Barnes se esforzaba en lucir una sonrisa, aunque la falsa confianza detrás de ella sentía la presencia del Amo en los meandros de su mente, como si fuera un ladrón escarbando en un ático. Barnes pensaba que la prevaricación era una preocupación muy secundaria para el señor de los vampiros.

La cabeza encapuchada se irguió un momento, y Barnes observó al Amo contemplar la pintura religiosa.

Mientes. Y lo haces muy mal. Así que, ¿por qué no tratas de decirme la verdad y vemos si eres mejor en eso?

Barnes se estremeció, y antes de darse cuenta, le estaba explicando todos los detalles de sus torpes intentos de seducción, así como de su relación con Nora Martínez y el doctor Goodweather. El Amo permaneció unos momentos en silencio, y luego se volvió.

Mataste a su madre. Ellos te buscarán para vengarla. Y yo haré que estés a su alcance… Eso me conducirá hasta ellos. De ahora en adelante, puedes concentrarte por entero a la tarea asignada. La resistencia está llegando a su fin.

—¿De veras? —Barnes cerró rápidamente la boca. Desde luego, no tenía la intención de cuestionar ni dudar de las palabras del Amo. Si el Amo decía que era así, entonces era cierto—. Perfecto. Los cultivos están recuperando su producción, y como le digo, las reparaciones de las instalaciones de extracción del Campamento Libertad ya se están llevando a cabo.

No digas más. Tu vida se encuentra a salvo por el momento. Pero nunca vuelvas a mentirme. No te atrevas a ocultarme nada. No eres ni valiente ni inteligente. La extracción eficiente y el envasado de la sangre humana es tu misión. Te recomiendo que te concentres en eso.

—Tengo esa intención. Quiero decir, lo haré, señor. Se lo aseguro.

Central Park

ZACHARY GOODWEATHER ESPERÓ A QUE el Castillo Belvedere se sumiera en el silencio. Salió de su habitación a la luz enfermiza del meridiano. Caminó hasta el borde de la plaza de piedra en la cima del promontorio y se asomó a los terrenos baldíos que se extendían más abajo. Los centinelas se habían apartado de la luz pálida, refugiándose en las cuevas excavadas en el esquisto de la base del castillo. Zachary regresó al interior para recuperar su forro polar negro antes de encaminarse hacia la pista de jogging del parque, contraviniendo el toque de queda para los humanos.

El Amo disfrutaba viendo al chico violar las reglas y poner los límites a prueba. El Amo nunca dormía en el castillo, pues lo consideraba demasiado vulnerable a los ataques durante las dos horas de sol; prefería su cripta oculta en los Claustros, sepultado en un lecho frío de tierra centenaria. Durante la tregua de luz, el Amo se había acostumbrado a ver el mundo a través de los ojos de Zachary, explotando su vínculo, fortalecido gracias al tratamiento del asma del muchacho con la sangre del Amo.

El chico desconectó su transportador personal Segway todoterreno y recorrió el trayecto hacia el sector sur del parque, hasta llegar a su zoológico personal; describió tres círculos —parte de su creciente trastorno obsesivo-compulsivo— antes de abrir la puerta principal. Una vez dentro, se dirigió a la caja donde guardaba su rifle, y sacó la llave que había robado meses antes. Tocó siete veces la llave con sus labios, y ya asegurado, procedió a abrir el candado y sacar el rifle. Revisó tres veces la carga de cuatro cartuchos, hasta satisfacer su compulsión, y luego deambuló por el zoológico con el arma en sus manos.

Su interés ya no estaba puesto en el zoológico. Había abierto una salida secreta en una pared, detrás de la zona tropical; bajó del Segway y salió al parque, caminando hacia el oeste. Evitó los senderos, ocultándose detrás de los troncos de los árboles mientras pasaba la pista de patinaje y los viejos campos de béisbol, ahora convertidos en cenagales, y contó sus pasos en múltiplos de setenta y siete, hasta llegar al extremo de Central Park South.

Abandonó el amparo de los árboles, y se aventuró hasta la entrada de la vieja Puerta de los Mercaderes, permaneciendo en la acera, detrás del monumento al USS Maine. Vio la fuente de Columbus Circle delante de él; solo funcionaban la mitad de los chorros; el resto se hallaban obstruidos por los sedimentos de la lluvia fangosa. Más allá, las siluetas de los rascacielos se erguían como chimeneas de una fábrica abandonada. Zachary avistó la estatua de Colón que coronaba el centro de la fuente. Entrecerró los ojos y chasqueó los labios siete veces antes de sentirse cómodo.

Vio el movimiento a través de las barandillas de la rotonda. Personas, seres humanos caminando por la acera de enfrente. A esa distancia, Zachary solo podía distinguir los largos abrigos de quienes infringían el toque de queda. Se agachó detrás del monumento, atemorizado ante la posibilidad de ser descubierto, y luego se deslizó al otro extremo.

Esas cuatro personas no lo habían visto. Zachary los siguió con la mira del fusil, parpadeando y chasqueando los labios, afinando su puntería para calcular la trayectoria y la distancia de la bala. Formaban un grupo compacto, y Zachary pensó que se trataba de una oportunidad única; que tal vez no se le volvería a presentar.

Quería abrir fuego… Dispararles.

Y así lo hizo, aunque en el último segundo dirigió intencionadamente la mira hacia arriba antes de apretar el gatillo. Un momento después, el grupo se detuvo y miró en su dirección. Zack permaneció agazapado, seguro de estar mimetizado con el telón de fondo del monumento.

Disparó tres veces más: ¡Crack! ¡Crack! ¡Crack! Le dio a uno, derribándolo. Y volvió a cargar el rifle con rapidez.

Ellos corrieron, doblando por la avenida y quedando fuera de su alcance. Le apuntó al semáforo que acababan de cruzar, pero solo pudo distinguir la señal de una de las viejas cámaras de seguridad instaladas allí. Dio media vuelta y corrió para resguardarse entre los árboles del parque, perseguido por la sensación de su emoción secreta.

¡A la luz del día, esta ciudad era el dominio de Zachary Goodweather! ¡Que todos los intrusos tengan cuidado!

En ese preciso momento, sangrando debido a la herida de una bala, Vasiliy Fet, el exterminador de ratas, era arrastrado al otro lado de la calle.

Una hora antes

BAJARON A LA ESTACIÓN DEL METRO EN LA CALLE 116, una hora antes del meridiano. Gus les indicó dónde colocarse, en una acera desde donde podían oír la llegada del tren número 1, minimizando así el tiempo de espera en el andén inferior.

Eph permaneció en un lateral del edificio más cercano con los ojos cerrados, dormido de pie bajo la lluvia. E incluso en ese duermevela soñaba con la luz y con el fuego.

Fet y Nora susurraban ocasionalmente, mientras que Gus caminaba de un lado a otro sin decir nada. Joaquín se negó a acompañarlos, pues necesitaba dar rienda suelta a su frustración por la desaparición de Bruno continuando con el plan de sabotaje. Gus intentó convencerlo de que no fuera a la ciudad, a causa del golpe en su rodilla, pero Joaquín se mostró decidido.

Eph recobró la consciencia al oír el chillido del tren subterráneo que se aproximaba, y bajaron las escaleras de la estación con rapidez mezclados entre los demás viajeros que se apresuraban a salir de las calles antes del inicio del toque de queda que marcaba la luz solar. Subieron a un vagón de color plateado mientras sacudían la lluvia de sus impermeables. Las puertas se cerraron y, tras echar un vistazo rápido a lo largo y ancho del pasillo, Eph comprobó que venían vampiros a bordo. Se relajó un poco, cerrando los ojos mientras el vagón los conducía cincuenta y cinco manzanas hacia el sur por debajo de la ciudad.

Tras descender del vagón en la calle 59 y Columbus Circle, subieron los escalones hacia la superficie. Entraron en uno de los grandes edificios de apartamentos para esperar detrás del vestíbulo hasta que el oscuro manto de la noche se descorriera ligeramente y el cielo estuviera parcialmente nublado.

Cuando las calles se vaciaron de transeúntes, salieron al marchito esplendor del día. El orbe del sol era visible a través de la nube oscura como una linterna apretada contra una manta gris carbón. Los escaparates de las tiendas y los cafés seguían rotos desde los saqueos de los primeros días de pánico, mientras que las ventanas de las plantas superiores permanecían prácticamente intactas. Caminaron alrededor de la curva sur de la inmensa rotonda, despejada de coches abandonados desde mucho tiempo atrás, con su fuente central arrojando el agua ennegrecida cada dos o tres años. Durante el toque de queda, la ciudad poseía ese aire imperecedero de los domingos a primeras horas de la mañana, como si la mayoría de los habitantes estuvieran durmiendo y el día comenzara lentamente. Eph experimentó entonces una sensación de esperanza que se esforzó en disfrutar, aunque sabía que era falsa.

Entonces, un silbido chisporroteante tronó sobre sus cabezas.

—¿Qué diablos…?

Al desconcierto inicial se le sumó un crujido metálico, una ráfaga de arma de fuego, seguido por aquel silbido más lento que los disparos. Por el retraso, dedujeron que provenían, al parecer, de algún lugar entre los árboles de Central Park.

—Un francotirador —señaló Fet.

Corrieron rápidamente por la Octava Avenida, aunque sin temor. Los disparos a la luz del día significaban seres humanos. Se habían presentado hechos mucho más escalofriantes en los meses posteriores a la toma de posesión, con los seres humanos enloquecidos por la caída de su especie y el surgimiento de un nuevo orden. Suicidios en masa. Asesinatos despiadados. Unos meses después, Eph vio a personas, especialmente durante el meridiano, despotricando y vagando por las calles. Pero ahora, rara vez veía a alguien durante el toque de queda. Los más osados habían sido asesinados o confinados en las granjas, y el resto había aprendido a guardar la compostura.

Se oyeron otros tres disparos, crack, crack, crack

Dos de las balas impactaron en un buzón, pero la tercera golpeó de lleno a Vasiliy Fet en el hombro izquierdo. Cayó dando tumbos, dejando un reguero de sangre. La bala salió de su cuerpo, desgarrándole los músculos y la carne, pero evitando milagrosamente los pulmones y el corazón.

Eph y Nora lo arrastraron con la ayuda del señor Quinlan.

Nora retiró la mano de Fet de su hombro, y le examinó la herida de inmediato. No halló fragmentos de hueso.

—Es solo un rasguño —dijo Fet, tranquilizándola—. Sigamos adelante. Somos demasiado vulnerables aquí.

Recorrieron la calle 56 en dirección a la parada de la línea F del metro. Los disparos se silenciaron; nadie los seguía. Entraron sin ver a nadie sobre el andén desierto. La línea F iba en dirección norte, y los raíles describían una curva por debajo del parque al dirigirse al este, hacia Queens. Saltaron sobre los raíles, asegurándose una vez más de que nadie los siguiera.

Está un poco más adelante. ¿Crees que puedes llegar hasta allí? Es un lugar adecuado para curarte esa herida.

—He pasado por cosas mucho peores —dijo Fet, respondiéndole a Quinlan.

Y así era. En los dos últimos años le habían disparado tres veces, dos en Europa y una vez en el Upper East Side, después del toque de queda.

Caminaron por los raíles con la ayuda de sus binoculares de visión nocturna. Por lo general, los coches dejaban de funcionar durante la hora del meridiano, y los vampiros se resguardaban, aunque la protección ofrecida por la penumbra de la estación subterránea les permitía poner los trenes en movimiento en caso de ser necesario. Así que Eph se mantuvo alerta y consciente.

El ángulo en el techo del túnel se elevaba a la derecha. La pared de cemento servía como mural para los artistas de grafitis, mientras que la pared más corta del lado izquierdo contenía tuberías y una estrecha cornisa. Una figura los esperaba en la siguiente curva. El señor Quinlan se había adelantado, y se internó en el subsuelo mucho antes de la salida del sol.

Esperad aquí, les dijo, y luego desanduvo rápidamente el camino para comprobar que nadie los estaba siguiendo. Regresó aparentemente satisfecho y, sin más preámbulos, abrió un panel dentro del marco de una puerta de acceso cerrada con llave. Una palanca en el interior liberó la puerta, que se abrió hacia dentro.

La sequedad era notable en aquel corto pasillo. Conducía a otra puerta después de girar a la izquierda. Pero en lugar de dirigirse a esa puerta, el señor Quinlan abrió una escotilla totalmente invisible en el suelo, revelando unas escaleras en ángulo.

Gus fue el primero en bajar, seguido por Nora y Fet. Eph fue el penúltimo; el señor Quinlan aseguró la escotilla detrás de él. Las escaleras terminaban en una estrecha pasarela construida por unas manos diferentes a las que habían edificado los innumerables túneles que Eph había visto en el último año de su existencia fugitiva.

Ahora estáis a punto de entrar en este complejo en mi compañía, pero os recomiendo encarecidamente que no intentéis regresar por vuestra cuenta. Diferentes defensas han sido colocadas durante siglos para evitar que entre algún intruso o un escuadrón de vampiros. He desactivado las trampas, pero en el futuro, tened presente mi advertencia.

Eph buscó algún indicio de trampas, pero no vio ninguna. Aunque tampoco vio la escotilla que los había conducido hasta allí.

Al final de la pasarela, la pared se deslizó a un lado bajo la mano pálida del señor Quinlan. Detrás, la sala era redonda y amplia, y a primera vista se asemejaba a un garaje circular de trenes. Pero, al parecer, era una mezcla entre un museo y una cámara del Congreso. El tipo de foro en el que Sócrates podría haber prosperado, si hubiera sido un vampiro condenado al inframundo. Las paredes, que tenían el aspecto de una sopa verde en el binocular de visión nocturna de Eph, en realidad eran de un alabastro blanco y suave de una forma casi sobrenatural. Estaban separadas por gruesas columnas que llegaban a un alto techo. Las paredes estaban desnudas, como si las obras maestras colgadas allí durante mucho tiempo hubieran sido desmontadas y guardadas. Eph no podía ver todo el camino hasta el extremo opuesto —la sala era enorme—, y el campo de visión de sus gafas nocturnas terminaba en una sombra borrosa.

Se ocuparon rápidamente de la herida de Fet, que siempre llevaba un pequeño botiquín de emergencia en su mochila. La hemorragia casi se había detenido, pues la bala no había afectado a ninguna arteria. Nora y Eph le limpiaron la herida con Betadine y le aplicaron una crema antibiótica; a continuación le pusieron almohadillas Telfa, y una venda absorbente en la parte superior. Fet movió los dedos y el brazo, y aunque sintió un gran dolor, demostró estar en perfectas condiciones.

—¿Qué lugar es este? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.

Los Ancianos construyeron esta cámara poco después de su llegada al Nuevo Mundo, después de decidir que Nueva York, y no Boston, sería la ciudad portuaria que serviría como sede de la economía humana. Este era un refugio seguro y santificado, donde podían meditar durante largos periodos de tiempo. Muchas de las decisiones importantes y duraderas sobre la mejor manera de pastorear a vuestra raza se hicieron en este recinto.

—Así que todo era un engaño —dijo Eph—. Una ilusión de libertad. Moldearon el planeta a través de nosotros, haciéndonos desarrollar combustibles fósiles y energía nuclear. Todo lo del efecto invernadero…, lo que les beneficiara. Preparándose para la posibilidad de su toma de posesión, para su traslado a la superficie. Lo cual iba a suceder de todas formas.

Pero no de esta forma. Debes entender que son buenos pastores, que cuidan de sus rebaños, de la misma forma que también hay malos pastores. Existen muchas maneras para conservar la dignidad del ganado.

—Aunque todo sea una mentira.

Todos los sistemas de creencias son invenciones sofisticadas, si hemos de seguir la lógica hasta el final.

—¡Santo cielo! —murmuró Eph en voz baja, aunque el recinto era como una cámara susurrante. Todos lo escucharon y miraron en su dirección—. Un dictador es un dictador, sea bueno o no. Tanto si te tratan como un animal doméstico como si te sangran.

Para empezar, ¿de verdad creías que eras absolutamente libre?

—Eso pensaba —dijo Eph—. E incluso aunque todo sea un fraude, yo prefiero una economía basada en monedas contantes y sonantes, y no en sangre humana.

No nos equivoquemos; la sangre es la única divisa.

—Prefiero vivir en un mundo de ensueño de luz que en un mundo real en tinieblas.

Tu perspectiva sigue siendo la de la pérdida. Pero este mundo de siempre les pertenece a ellos.

—Siempre fue su mundo —señaló Fet, corrigiendo al Nacido—. Resulta que ellos eran aún más tontos que nosotros.

El señor Quinlan ignoró la blasfemia de Fet.

Ellos fueron destruidos desde dentro. Eran conscientes de la amenaza, pero creían que podían contenerla. Es más fácil pasar por alto la disensión dentro de tus propias filas.

El señor Quinlan miró brevemente a Eph antes de continuar:

Para el Amo, lo mejor es considerar el conjunto de la historia humana como una sucesión de pruebas, una serie de experimentos realizados a través del tiempo como preparación para el golpe final. El Amo estuvo presente durante el ascenso y caída del Imperio Romano. Estuvo al tanto de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas. Anidó en los campos de concentración. Vivió en medio de vosotros como un sociólogo pervertido, aprendiendo todo lo que pudo de vosotros y sobre vosotros con el fin de planear vuestra destrucción. Desarrolló pautas a lo largo del tiempo. Aprendió a aliarse con influyentes hombres de poder, como Eldritch Palmer, y los corrompió. Ideó una fórmula para las matemáticas del poder. El equilibrio perfecto de vampiros, ganado y guardias.

Los otros meditaron sobre aquellas palabras.

—Así que tu estirpe, los Ancianos, ha caído —dijo Fet—. Nuestra especie también. La pregunta es: ¿qué podemos hacer al respecto?

El señor Quinlan se acercó a una especie de altar, una mesa de granito sobre la que descansaban seis recipientes redondos de madera, no mucho más grandes que una lata de refresco. Cada recipiente brillaba débilmente en el binocular de visión nocturna de Eph, como si difuminaran una fuente de luz o de calor.

Esto. Tenemos que llevárnoslos. He pasado la mayor parte de los últimos dos años preparando el paso, viajando hacia y desde el Viejo Mundo con el fin de recoger los restos de todos los Ancianos. Los he conservado, aquí, en estos pequeños barriles de roble blanco, de acuerdo con la tradición.

—¿Has viajado por todo el mundo? —le preguntó Nora—. ¿Por Europa y el Lejano Oriente?

El señor Quinlan asintió.

—Es…, es lo mismo, ¿no? ¿En todas partes?

En esencia. Cuanto más desarrollado es el país, mejor es la infraestructura existente y más eficaz la transición.

Eph se acercó a las seis urnas funerarias de madera.

—¿Para qué las guardas? —preguntó.

La tradición me enseñó lo que debía hacer. Pero no me dijo con qué fin.

Eph miró a su alrededor para ver si alguien más cuestionaba la afirmación del señor Quinlan.

—¿Así que recorriste todo el mundo recogiendo sus cenizas corriendo un gran peligro, y no tenías ningún interés en saber por qué o para qué?

El señor Quinlan contempló a Eph con su mirada de fuego.

Hasta ahora.

Eph quería presionarlo más para que explicara el asunto de las cenizas, pero se mordió la lengua. No conocía la magnitud del alcance psíquico del vampiro y le preocupaba que leyera su mente y descubriera su intención de cuestionar todo ese esfuerzo, pues aún se debatía con la tentación de la oferta del Amo. Eph se sentía como si fuera un espía permitiendo al señor Quinlan revelarle aquella ubicación secreta. Eph no quería enterarse de nada más de lo que ya sabía. Tenía miedo de traicionarlos a todos. De cambiarlos a ellos y al mundo por su hijo, pagando la transacción con su alma. Sudaba profusamente y se ponía nervioso solo de pensarlo.

Miró a los que estaban allí, en aquella enorme cámara subterránea. ¿Uno de ellos ya había sido corrompido, tal como le había dicho el Amo? ¿O era otra mentira, con la intención de minar su resistencia? Eph los examinó uno por uno, como si sus lentes nocturnas pudieran revelar algún rastro de su traición, como, por ejemplo, una mancha negra y maligna saliendo de su pecho.

—¿Por qué nos has traído aquí? —preguntó Fet.

Después de recuperar las cenizas y leer el Lumen, puedo proceder. Nos queda poco tiempo para destruir al Amo, pero esta guarida nos permite mantener un ojo sobre él. Y estar cerca de su escondite.

—Espera un momento… —dijo Fet, con un tono de curiosidad en su voz—. ¿Destruir al Amo no te destruirá también a ti?

Es la única manera.

—¿Quieres morir? ¿Por qué?

La respuesta más simple es que me siento cansado. La inmortalidad ha perdido su brillo para mí desde hace muchos siglos. De hecho, le ha quitado el esplendor a todo. La eternidad es el tedio. El tiempo es un océano, y yo quiero llegar a la orilla. El único punto luminoso que me queda en este mundo (la única esperanza) es la destrucción potencial de mi creador; la venganza.

El señor Quinlan les habló de lo que sabía, y de los secretos contenidos en el Lumen. Lo hizo en términos sencillos y con tanta claridad como pudo. Explicó el origen de los Ancianos, el mito de los lugares de origen y la importancia de encontrar el Sitio Negro, el lugar de nacimiento del Amo.

La parte que más le gustó a Gus fue la de los tres arcángeles, Gabriel, Miguel y Oziriel, el tercer ángel olvidado, enviados para cumplir la voluntad de Dios con la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra.

—Los tipos duros de Dios —dijo Gus, identificándose con los ángeles vengadores—. Pero ¿qué te crees? ¿Ángeles? ¿En serio? Dame un maldito respiro, hermano.

—Creo lo mismo que creía Setrakian. Y él creía en el libro —afirmó Fet, encogiéndose de hombros.

Gus se mostró de acuerdo con él, pero aún no podía dejar a un lado la imagen de los ángeles vengadores.

—Si hay un Dios, o alguien capaz de enviar ángeles asesinos, entonces ¿qué demonios espera Él? ¿Qué pasa si todo eso no es más que un montón de historias?

—Respaldadas por actos —señaló Fet—. El Amo localizó cada uno de los seis fragmentos del cuerpo enterrado de Oziriel (los lugares de origen de los Ancianos) y los destruyó con la única fuerza con la que podía realizar tal tarea: con una fisión nuclear. La única energía semejante a Dios en la Tierra, lo suficientemente potente como para destruir territorios sagrados.

Con esto, el Amo no solo neutralizó toda amenaza, sino que se hizo seis veces más poderoso. Sabemos que aún busca su propio lugar de origen, no para destruirlo, sino para protegerlo.

—Fantástico. Así que solo debemos encontrar el lugar de enterramiento —observó Nora—, antes de que el Amo lo haga, y construir un pequeño reactor nuclear en él, y luego hacer un sabotaje. ¿Es eso?

—O detonar una bomba nuclear —señaló Fet.

Nora soltó una carcajada.

—Eso suena realmente divertido.

Pero nadie más se rio.

—¡Mierda! —exclamó Nora—. ¡Tienes una bomba nuclear!

—Pero no un detonador —dijo tímidamente Fet, y miró a Gus—. Estamos tratando de conseguir ayuda para solucionar eso, ¿verdad?

Gus respondió sin el entusiasmo de Fet.

—Mi hombre, Creem, ¿te acuerdas de él? El tipo forrado de plata, gordo y tan grande como un tractor. Se lo hice saber, y él dice que está listo para negociar. Conoce todo el mercado negro de Nueva Jersey. Lo que pasa es que todavía es un traficante de drogas. No se puede confiar en un hombre sin escrúpulos.

—Todo esto es inútil si no tenemos un objetivo al cual disparar —afirmó Fet, y buscó la aprobación del señor Quinlan—. ¿Verdad? Por eso querías ver el Lumen. ¿Has encontrado algo más en él que no nos hayas dicho?

Estoy seguro de que todos vosotros habéis visto la señal en el cielo.

El señor Quinlan hizo una pausa y miró a Eph a los ojos, quien sintió cómo el Nacido leía todos los secretos de su alma.

Existe un plan, más allá de los límites de las circunstancias y de la organización. No importa qué haya caído del cielo. Ha sido un presagio, profetizado desde hace mucho tiempo, cuyo sentido es señalar el lugar de nacimiento. Estamos cerca. Pensad en ello: el Amo vino aquí por esa misma razón. Este es el lugar indicado y el momento adecuado. Lo encontraremos.

—Con todos los respetos —dijo Gus—, hay algo que no entiendo. Es decir, si todos vosotros queréis leer un libro y creer que contiene pistas para conocer la forma de matar a un vampiro de mierda, entonces ¡hacedlo! Sentaos en sillas cómodas. Pero, por mi parte, creo que debemos pensar en cómo hacerle frente a este rey chupasangre y partirle el culo. El profesor nos mostró el camino, pero al mismo tiempo, todo este enredo místico nos ha llevado adonde estamos ahora: muertos de hambre, perseguidos, viviendo como ratas. —Gus caminaba de un lado para otro, sintiéndose un poco agitado en aquella cámara ancestral—. Tengo al Amo en el vídeo. En el Castillo Belvedere. Propongo que armemos esta bomba juntos y nos encarguemos directamente del asunto.

—Mi hijo está allí —dijo Eph—. No solo el Amo.

—¿Crees que me importa un carajo tu mocoso? —replicó Gus—. No quiero que te lleves una impresión equivocada, porque me importa una mierda.

—¡Calmaos! Si desperdiciamos esta oportunidad, olvidaos. Se acabó. Nadie podrá volver a acercarse tanto al Amo —sentenció Fet.

Fet miró al señor Quinlan, cuya serenidad reflejaba su consentimiento.

Gus frunció el ceño, pero no discutió. Respetaba a Fet, y aún más al señor Quinlan.

—¿Dices que puedes hacer un agujero en el suelo y hacer desaparecer al Amo? Estoy de acuerdo con eso, si funciona. Pero ¿si no es así? ¿Nos rendimos?

Tenía razón en eso. El silencio de los demás fue unánime.

—Yo no —objetó Gus—. De ninguna manera.

Eph sintió que el vello de la nuca se le erizaba. Se le ocurrió una idea. Empezó a hablar antes de que pudiera detenerse.

—Puede haber otra forma —dijo.

—¿Otra forma para qué? —preguntó Fet.

—Para acercarnos al Amo. No asediando su castillo. Sin exponer a Zack. ¿Qué pasa si en lugar de eso lo atraemos hacia nosotros?

—¿Qué es esa mierda? —protestó Gus—. ¿De repente tienes un plan, hombre? —Gus les sonrió a los demás—. Esto tiene que ser bueno.

Eph tragó saliva y mantuvo la firmeza de su voz:

—El Amo entra en mí por alguna razón. Tiene a mi hijo. ¿Qué pasa si le ofrecemos algo con lo que negociar?

—El Lumen —dijo Fet.

—Esto es una mierda —aseguró Gus—. ¿Qué estás tratando de vendernos?

Eph extendió la mano, reclamando paciencia y atención a lo que estaba a punto de sugerir.

—Escuchadme. En primer lugar, lo reemplazamos por un libro falso. Yo digo que os lo robé a vosotros y que quiero cambiarlo. Por Zack.

—¿No es muy peligroso? ¿Qué pasa si a Zack le sucede algo? —advirtió Nora.

—Es un gran riesgo, pero no puedo pensar en otra forma de recuperar a mi hijo. En cambio, si destruimos al Amo… todo habrá terminado.

Gus no estaba convencido. Fet parecía preocupado, y el señor Quinlan no dio ninguna indicación acerca de cuál era su opinión.

Pero Nora asintió.

—Creo que podría funcionar.

Fet la miró, sorprendido por lo que acababa de oír.

—¿Estás loca? Tal vez deberíamos hablar a solas sobre esto.

—Deja que tu mujer hable —dijo Gus, sin perder la oportunidad de tocarle el punto débil a Eph—. Escuchémosla.

—Creo que Eph podría atraerlo —apuntó Nora—. Tiene razón; hay algo en él que el Amo necesita o teme. No dejo de pensar en esa luz en el cielo. Es indudable que algo está sucediendo.

Eph sintió un ardor recorriéndole la espalda hasta la base del cráneo.

—Podría funcionar —dijo Nora—. Tiene sentido que Eph finja traicionarnos. Atraer al Amo por medio de Eph y del falso Lumen. Eso lo expondría a una emboscada. —Miró a Eph—. Si tienes la seguridad de estar preparado para algo así, claro.

—Si no nos queda otra opción —señaló él.

—Es una locura peligrosa —prosiguió Nora—. Porque si fallamos y el Amo te agarra…, se acabó. En ese caso, sabría todo lo que sabes: dónde estamos, cómo encontrarnos. Estaríamos perdidos.

Eph permaneció inmóvil mientras los demás consideraban el plan. La voz de barítono se deslizó en la mente de todos: El Amo es infinitamente más astuto de lo que vosotros creéis.

—No me cabe duda de que el Amo es taimado —dijo Nora, volviéndose hacia el señor Quinlan—. Pero ¿podrá rechazar una oferta como esta?

La tranquilidad del Nacido señaló su aceptación, si no su pleno acuerdo.

Eph sintió los ojos del señor Quinlan sobre él. Se sentía escindido. En cierto sentido, esto le daba flexibilidad: podría llevar a cabo su traición o seguir con el plan si pensaba que tendría éxito. Pero había algo más que le preocupaba.

Indagó en el rostro de su examante, iluminado por las lentes de visión nocturna, en busca de algún indicio de traición. ¿Era ella la traidora de la que le habló el Amo? ¿Le habrían hecho algo durante su breve estancia en el campamento de extracción de sangre?

Tonterías. Habían matado a su madre. Sospechar de ella un engaño resultaba absurdo.

Al final, Eph rezó para que ambos tuvieran la integridad y la entereza que siempre habían poseído.

—Quiero hacerlo —dijo Eph—. Actuemos simultáneamente en ambos frentes.

Todos eran conscientes de que acababan de dar el primer paso de un plan extremadamente peligroso. Gus se mostraba vacilante, pero aun así parecía dispuesto a aceptarlo. El plan representaba una acción directa, y, al mismo tiempo, estaba ansioso de darle a Eph la cuerda suficiente para que se ahorcara con ella.

El Nacido comenzó a guardar los recipientes de madera dentro de una funda de plástico para colocarlos en una bolsa de cuero.

—Espera —dijo Fet—. Nos estamos olvidando de algo muy importante.

—¿De qué? —preguntó Gus.

—¿Cómo demonios le haremos esta oferta al Amo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con él?

—Conozco una manera —dijo Nora, tocando a Fet en el hombro sin vendar.

Harlem Latino

LOS CAMIONES DE SUMINISTRO QUE venían a Manhattan desde Queens se desplazaban por el despejado carril del medio en el puente Queensboro, que cruzaba el East River y llevaba al sur por la Segunda Avenida, o al norte por la Tercera.

El señor Quinlan estaba en la acera de los edificios George Washington entre las calles 97 y 98, cuarenta cuadras al norte del puente. El Nacido esperó bajo la lluvia, con la capucha cubriéndole la cabeza, mirando el paso de vehículos ocasionales. Los convoyes fueron ignorados. También los camiones o vehículos de Stoneheart. La primera preocupación del señor Quinlan era alertar de alguna manera al Amo.

Fet y Eph estaban a la sombra de una puerta en el primer bloque de casas. Habían visto un vehículo cada diez minutos más o menos en los últimos cuarenta y cinco minutos. Los faros aumentaron sus esperanzas, pero el desinterés del señor Quinlan las frustró. Y así, permanecieron en la puerta oscura, a salvo de la lluvia, pero no de la peculiaridad que había ahora en su relación.

Fet estaba ejecutando su nuevo plan en la cabeza, tratando de convencerse de que podía funcionar. El éxito parecía una posibilidad muy remota, pero, como de costumbre, no tenían muchas más opciones en espera, preparadas para poner en funcionamiento.

Matar al Amo. Lo habían intentado una vez, mediante la exposición de la criatura al sol, y habían fracasado. Cuando, al parecer, Setrakian envenenó su sangre antes de morir, utilizando el veneno anticoagulante para roedores de Fet, el Amo se había limitado a desprenderse de su huésped humano, asumiendo la forma de otro ser sano. La criatura parecía invencible.

Y, sin embargo, la habían herido. En ambas ocasiones. No importaba la forma original que tuviera la criatura, parecía que necesitaba existir poseyendo a un ser humano. Y los seres humanos podían ser destruidos.

—No podemos fallar esta vez —dijo Fet—. Nunca tendremos una oportunidad mejor.

Eph asintió, mirando hacia la calle, esperando la señal del señor Quinlan.

Parecía vigilado. Tal vez tenía dudas sobre el plan, o tal vez se trataba de algo más. La falta de confianza en Eph había provocado una grieta en su relación, pero la situación con Nora había ocasionado una brecha permanente.

En ese momento la mayor preocupación de Fet era que la irritación que Eph sentía hacia él no tuviera un impacto negativo en sus esfuerzos.

—No ha pasado nada —dijo Fet— entre Nora y yo.

—Ya lo sé —replicó Eph—. Pero ha pasado todo entre ella y yo. Se acabó. Lo sé. Y habrá un momento en que tú y yo hablaremos de esto y tal vez nos liemos a puñetazos por ella. Pero ahora no es el momento. Ahora, esto tiene que ser nuestro objetivo. Todos los sentimientos personales deben quedar a un lado… Mira, Fet, estamos emparejados. Éramos tú y yo, o Gus y yo. Y prefiero escogerte a ti.

—Me alegro de que todos estemos en el mismo bando otra vez —dijo Fet.

Eph estaba a punto de responder cuando unos faros aparecieron una vez más. Esta vez, el señor Quinlan se dirigió a la calle. El camión estaba demasiado lejos para que pudieran identificar al conductor, pero el señor Quinlan lo había hecho. Permaneció en el carril del camión, y los faros lo iluminaron.

Una de las reglas de tráfico era que cualquier vampiro podía dirigir un vehículo conducido por un humano, del mismo modo que un soldado o un policía podía hacerlo con un vehículo civil en los antiguos Estados Unidos. El señor Quinlan levantó la mano; su dedo medio alargado era visible, al igual que sus ojos rojos. El camión se detuvo, y su conductor, un miembro de Stoneheart con un traje oscuro debajo de un cálido abrigo, abrió la puerta del copiloto con el motor todavía en marcha.

El señor Quinlan se acercó al conductor, oculto a la vista de Fet por el lado del copiloto del camión. Fet vio que el conductor se sacudía de repente dentro de la cabina. El señor Quinlan dio un salto en la puerta. Parecían estar forcejeando a través de las ventanas manchadas por la lluvia.

—¡Vamos! —ordenó Fet, y salieron corriendo de su escondite, hacia la lluvia. Dejaron la acera y se apresuraron sobre el lado del conductor del camión. Fet casi choca contra el señor Quinlan, retrocediendo solo en el último momento, cuando vio que no era el señor Quinlan quien forcejeaba, sino el conductor.

El aguijón del Nacido estaba lleno de sangre; sobresalía de la base de su garganta en la mandíbula desencajada, y se estrechaba en la punta firmemente insertada en el cuello del conductor.

Fet retrocedió bruscamente. Cuando Eph llegó y vio aquello, hubo un momento de afinidad entre los dos, de disgusto compartido. El señor Quinlan se alimentó con rapidez, con sus ojos clavados en los del conductor, cuyo rostro se había transformado en una máscara paralizada por el miedo.

Fet recordó la facilidad con la que el señor Quinlan podría volverse contra ellos —contra cualquiera— en un instante.

Fet solo volvió a mirar cuando estuvo seguro de que la alimentación había terminado. Vio el aguijón retraído del señor Quinlan, su parte más estrecha colgando de la boca como la cola sin pelo de un animal que se hubiera tragado. Lleno de energía, el señor Quinlan levantó al conductor inerte y lo dejó en la calle sin ningún esfuerzo, como si fuera un fardo de ropa. Cuando estuvo oculto a medias por la puerta, el señor Quinlan le rompió el cuello con una rotación contundente, en un gesto de misericordia y de pragmatismo.

Dejó el cadáver destrozado a la puerta antes de volver junto a ellos en la calle. Necesitaban empezar a moverse antes de que llegara otro vehículo. Fet y Eph se reunieron con él en la parte trasera del camión, y Fet abrió el cierre, levantando la puerta corredera.

Un camión refrigerado.

—¡Maldita sea! —dijo Fet. Tenían que recorrer un trayecto de una hora, o tal vez dos, y Fet y Eph iban a pasar frío, porque no podían ser vistos en la parte delantera—. Y ni siquiera lleva comida decente —murmuró cuando subió al interior y hurgó en los pedazos de cartón.

El señor Quinlan tiró de la correa de caucho que bajaba la puerta, encerrando a Fet y a Eph en la oscuridad. Fet se había asegurado de que hubiera rejillas de ventilación para que el aire circulara. Oyeron la puerta del conductor cerrarse, y el camión se puso en marcha, sacudiéndose mientras se precipitaba hacia delante.

Fet sacó un forro polar de su mochila, se lo puso y se abrochó la chaqueta por encima. Extendió algunos pedazos de cartón y se colocó la parte blanda de su mochila detrás de la cabeza, tratando de ponerse cómodo. A juzgar por los sonidos, Eph estaba haciendo lo mismo. El traqueteo del camión, debido al ruido y a las vibraciones, les impedía conversar, lo cual estaba bien.

Fet se cruzó de brazos, tratando de olvidarse de su mente. Se concentró en Nora. Era consciente de que probablemente nunca habría atraído a una mujer de ese calibre en circunstancias normales. Los tiempos de guerra unían a hombres y mujeres, a veces a causa de la necesidad, a veces por conveniencia, pero de vez en cuando era obra del destino. Fet confiaba en que su atracción fuera el resultado de esto último. Las personas también suelen encontrarse a sí mismas en tiempos de guerra. Fet había descubierto su mejor faceta allí, en la peor de las situaciones, sin embargo Eph, al contrario, parecía completamente perdido en ciertas ocasiones.

Nora quería ir con ellos, pero Fet la convenció de que se quedase con Gus, no solo para ahorrar energías, sino también porque sabía que ella no sería capaz de renunciar a atacar a Barnes si lo veía de nuevo, lo que pondría su plan en peligro. Además, Gus necesitaba ayuda con su importante misión.

—¿En qué piensas? —le había preguntado a Fet, frotándose su cabeza sin pelo en un momento más tranquilo.

Fet echaba de menos su largo cabello, pero había algo hermoso y austero en su rostro sin adornos. Le gustaba la línea delicada de la parte posterior de la cabeza, la línea grácil que iba a través de la nuca hasta el comienzo de sus hombros.

—Parece como si hubieras vuelto a nacer —le dijo él.

Ella frunció el ceño.

—¿No resulta estrafalario?

—Si acaso, pareces un poco más delicada. Más vulnerable.

Ella enarcó las cejas sorprendida.

—¿Quieres que sea más vulnerable?

—Bueno, solo conmigo —dijo él con franqueza.

Eso la hizo sonreír, y a él también. Las sonrisas eran escasas; racionadas como los alimentos en aquellos días oscuros.

—Me gusta este plan —dijo Fet—, porque representa una posibilidad. Pero también estoy preocupado.

—Por Eph —dijo Nora, entendiendo y coincidiendo con él—. Se trata de todo o nada. O bien él se desmorona, y nos ocupamos de eso, o se levanta y aprovecha su oportunidad.

—Creo que va a levantarse. Tiene que hacerlo. Tiene que hacerlo.

Nora admiró la fe que Fet tenía en Eph, aunque ella no estaba convencida.

—Cuando empiece a crecer de nuevo —dijo ella, sintiendo otra vez su frío cuero cabelludo—, llevaré el pelo muy corto durante un tiempo, como un hombre.

Él se encogió de hombros, imaginándola así.

—Puedo soportarlo.

—O tal vez me lo afeite, y lo mantenga como ahora. De todos modos, uso sombrero la mayoría de las veces.

—Todo o nada —dijo Fet—. Esa eres tú.

Ella encontró su gorro de lana, y se lo ajustó sobre el cuero cabelludo.

—¿No te importaría?

Lo único que le importaba a Fet era que ella buscara su opinión. Que él fuera parte de sus planes.

En el interior del camión frío y ruidoso, Fet se durmió con los brazos firmemente cruzados, como si la estuviera sosteniendo a su lado.

Staatsburg, Nueva York

LA PUERTA SE ABRIÓ Y EL SEÑOR QUINLAN observó cómo se ponían de pie. Fet saltó, con las rodillas tiesas y las piernas frías, arrastrando los pies para estimular la circulación. Eph bajó y permaneció con la mochila en la espalda como un autoestopista con un largo camino por recorrer.

El camión estaba aparcado en el arcén de una carretera de tierra, o tal vez al borde de un largo camino privado, lo suficientemente lejos de los troncos de los árboles desnudos como para que no le diera la sombra. La lluvia había cesado, y el suelo estaba húmedo pero no enfangado. El señor Quinlan salió corriendo bruscamente sin explicación alguna. Fet se preguntó si debían seguirlo, pero decidió que antes tenían que entrar en calor.

Cerca de él, Eph parecía muy despierto. Casi ansioso. Fet se preguntó brevemente si el aparente entusiasmo del médico era de origen farmacológico. Pero no, sus ojos estaban claros.

—Pareces dispuesto —comentó Fet.

—Lo estoy —dijo Eph.

El señor Quinlan regresó momentos después. Sin embargo, era un espectáculo inquietante: un vapor espeso salía de su cuero cabelludo y de dentro de su sudadera, pero no de su boca.

Hay unos cuantos guardias en la puerta de entrada, otros en las otras puertas. No veo ninguna manera de evitar que el Amo sea alertado. Pero tal vez, teniendo en cuenta el plan, no sea algo desafortunado.

—¿Qué piensas? —preguntó Fet—. Del plan. Sinceramente, ¿tenemos alguna posibilidad?

El señor Quinlan miró a través de las ramas sin hojas, hacia el cielo negro.

Es una táctica que vale la pena intentar. Hacer salir al Amo es la mitad de la batalla.

—La otra mitad está en derrotarlo —dijo Fet. Miró la cara de vampiro del Nacido, todavía vuelta hacia arriba, imposible de interpretar—. ¿Y tú? ¿Qué posibilidades tienes contra el Amo?

La historia me ha demostrado que he fracasado. No he sido capaz de destruir al Amo, y él no ha sido capaz de destruirme. Él me quiere muerto, de la misma forma que quiere muerto al doctor Goodweather. Eso es lo que tenemos en común. Por supuesto, cualquier señuelo que me incluya a mí sería una estrategia absolutamente transparente.

—No puedes ser destruido por un hombre. Pero puedes ser destruido por el Amo. Así que tal vez el monstruo sea vulnerable contigo.

Lo único que puedo decir con absoluta certeza es que jamás había intentado matarlo con un arma nuclear.

Eph se había colocado su binocular de visión nocturna en la cabeza, deseoso de ponerse en marcha.

—Estoy listo —dijo—. Vamos a hacer esto antes de que me convenza de lo contrario.

Fet asintió, apretando sus correas y colocando el paquete sobre su espalda. Siguieron al señor Quinlan a través de los árboles, mientras el Nacido avanzaba gracias a cierto sentido instintivo de la orientación. Fet no podía discernir camino alguno, pero era fácil —demasiado fácil— confiar en el señor Quinlan. Fet no creía que pudiera bajar la guardia estando cerca de un vampiro, fuera el Nacido o no.

Oyó un zumbido en algún lugar delante de ellos. La densidad de los árboles comenzó a diluirse, y llegaron al borde de un claro. El zumbido era un generador —tal vez el que suministraba energía a la propiedad de Barnes, que parecía estar ocupada—. La casa era enorme, y el terreno era considerable. Estaban al lado derecho de la parte trasera de la propiedad, frente a una cerca para caballos que vallaba el patio posterior y, dentro de este, una pista de equitación.

Los generadores sofocarían la mayor parte del ruido que pudieran hacer, pero la visión nocturna de los vampiros, sensible al calor, era casi imposible de eludir. La señal que hizo el señor Quinlan con su mano extendida detuvo a Fet y a Eph; el Nacido se deslizó entre los árboles, lanzándose con rapidez de un tronco al otro por todo el perímetro de la propiedad. Fet no tardó en perderlo de vista, y súbitamente, el Nacido se separó de los árboles casi a una cuarta parte del camino, en un terreno amplio y descampado. Apareció caminando de forma apresurada y con confianza, pero sin correr. Unos guardias que estaban cerca abandonaron su puesto en la puerta lateral al verle y se dirigieron a su encuentro.

Fet identificaba una maniobra de distracción en cuanto la veía.

—Ahora o nunca —le susurró a Eph.

Salieron de las ramas a la oscuridad plateada del descampado. Sin embargo, no se atrevieron a sacar su espada por temor a que los vampiros sintieran la cercanía de la plata. Era evidente que el señor Quinlan se estaba comunicando de alguna manera con los guardias, que estaban de espaldas a Fet y Eph, quienes corrían a lo largo de la hierba suave, seca y gris.

Los guardias sintieron la amenaza detrás de ellos cuando Fet estaba a seis metros. Se dieron media vuelta y Fet sacó la espada de su mochila, sosteniéndola con su brazo sano, pero fue el señor Quinlan quien logró dominarlos; sus fuertes brazos eran como una mancha indefinida, mientras ahogaba y aplastaba los músculos y huesos de sus cuellos.

Fet recorrió la distancia que les separaba sin vacilar y remató a las dos criaturas con su espada. Quinlan sabía que la alarma no se había emitido por vía telepática, pero no había tiempo que perder.

El señor Quinlan salió en busca de otros vigilantes, seguido por Fet, mientras Eph se dirigía a la puerta lateral, que no estaba cerrada con llave.

La sala de la segunda planta era el sitio preferido de Barnes. Las paredes cubiertas de libros, una chimenea de cerámica con una gruesa repisa de roble, un cómodo sillón, una lámpara de pie con una luz ambarina y una mesa sobre la cual descansaba su copa de coñac como un globo de cristal perfecto.

Se soltó los tres primeros botones de la camisa de su uniforme y bebió el resto de su tercer cóctel Alexander. La nata fresca, un verdadero lujo ahora, era el secreto del delicioso sabor espeso y dulce de aquella mezcla decadente.

Barnes suspiró profundamente antes de levantarse de su silla. Tardó un momento en recobrar el equilibrio, con la mano apoyada en el brazo del sillón. Estaba poseído por el alcohol que había bebido. Ahora todo el mundo era un globo de delicado cristal, y Barnes flotaba alrededor de él, en una cama de brandy que se agitaba suavemente.

Aquella casa había pertenecido a Bolívar, la estrella de rock: su confortable retiro campestre. Hubo un tiempo en que esa mansión había costado una cifra de ocho dígitos. Barnes recordó vagamente el revuelo de los medios de comunicación cuando Bolívar le compró la propiedad a una antigua y acaudalada familia que estaba atravesando por una época difícil. La transacción fue una especie de capricho de buena fe, porque parecía muy alejada del carácter del cantante gótico. Pero así se había vuelto el mundo antes de que todo se fuera al infierno: las estrellas de rock de pronto se convertían en jugadores de golf, los raperos jugaban al polo y los actores coleccionaban arte moderno.

Barnes se dirigió a los estantes más altos, y comenzó a buscar atentamente en la colección de erotismo clásico de Bolívar. Sacó una edición grande, fina y muy bien encuadernada de La perla y la abrió sobre un atril cercano. ¡Ah, los victorianos, tan aficionados a los azotes! Luego sacó un texto encuadernado a mano, más parecido a una colección de recortes ilustrada que a un libro debidamente publicado, y que contenía antiguas impresiones fotográficas pegadas en hojas de papel grueso. Las impresiones aún conservaban la emulsión de plata, y Barnes retiró sus dedos con cuidado. Él era un tradicionalista, inclinado a los arreglos y poses de las primeras épocas, dominadas por los hombres. Le gustaban las mujeres sumisas.

Y entonces llegó el momento de su cuarto y último brandy. Llamó a la cocina por el teléfono interno. ¿Cuál de sus atractivas empleadas domésticas le llevaría su famoso cóctel Alexander esa noche? Como propietario de la casa, él tenía los medios —y, cuando estaba debidamente ebrio, la iniciativa— para que sus fantasías se hicieran realidad. No obtuvo respuesta alguna. ¡Qué impertinencia! Barnes frunció el ceño, colgó el teléfono y volvió a marcar, por temor a que pudiera haber pulsado el botón equivocado. Mientras sonaba por segunda vez, oyó un fuerte golpe en algún lugar de la casa. Tal vez, se imaginó, su petición había sido atendida y estaba a punto de llegar en ese instante. Esbozó una sonrisa alcohólica, dejó el auricular en su base antigua, y avanzó por la gruesa alfombra hacia la puerta grande.

El amplio pasillo estaba vacío. Barnes salió, y sus zapatos blancos y pulidos crujieron un poco.

Unas voces abajo, difusas y apagadas, llegaron a sus oídos como algo más que ecos.

No responder su llamada telefónica y hacer ruido abajo eran motivos suficientes para que Barnes pasara revista personalmente a sus empleadas y escogiera quién le iba a llevar su brandy.

Puso un pie delante de otro en el centro del pasillo, impresionado por su capacidad de avanzar en línea recta. Apretó el botón para llamar el ascensor en el rellano de las escaleras. Subió a él desde el vestíbulo de la entrada: era una jaula de oro. Abrió la puerta, deslizó la rejilla a un lado, entró y volvió a cerrarla tirando de la manilla hacia abajo. La jaula descendió, transportándolo a la primera planta, como a Zeus sobre una nube.

Salió del ascensor, haciendo una pausa para mirarse en un espejo dorado. La mitad superior de su camisa estaba arrugada, y las pesadas medallas medio ocultas. Pasó la lengua por sus labios resecos y se ahuecó el cabello para que pareciera que tenía más, suavizando su barba de chivo y asumiendo en general una expresión de dignidad embriagada antes de aventurarse en la cocina.

La cocina amplia y en forma de L estaba vacía. Una bandeja de galletas recién horneadas descansaba en un estante en la larga isleta central, con un par de guantes rojos a un lado. En la alacena de los licores, una botella de coñac y una jarra de nata estaban al lado de una jarra graduada y de un tarro abierto de nuez moscada. El auricular del teléfono colgaba en su soporte de la pared.

—¿Hola? —llamó Barnes.

Oyó un traqueteo, como una estantería que se hubiera venido abajo.

Luego, dos voces femeninas a la vez:

—Aquí.

Intrigado, Barnes se dirigió al rincón de la cocina. Al doblar, vio a cinco de sus empleadas de servicio doméstico, todas bien alimentadas y muy guapas, con largas cabelleras, atadas a los estantes de utensilios de cocina con bandas de sujeción flexibles.

Su mentalidad era tal que el primer impulso, al ver sus manos atadas y sus ojos húmedos y suplicantes, fue de placer. Su mente, impregnada de coñac, procesó la escena como un cuadro erógeno.

La realidad se apartó lentamente de la niebla. Transcurrió un momento largo y vacilante antes de darse cuenta de que, al parecer, alguien había entrado y sometido a su personal.

Que alguien estaba dentro de la casa.

Barnes volvió sobre sus pasos y corrió. Las mujeres gritaron su nombre, y él se golpeó la cadera contra la isleta. Su dolor se hizo más intenso mientras se abría paso por el mostrador de la entrada. Salió corriendo, moviéndose a ciegas por el rellano del primer piso y alrededor de la otra esquina, en dirección a la puerta de la entrada, pensando desconcertado: «¡Huye!». Entonces vio, a través de las vidrieras de color violeta incrustadas en las puertas dobles, un forcejeo en el exterior, que terminó con uno de sus guardias vampiros siendo derribado y golpeado por una figura oscura y brutal. Una segunda figura se acercó blandiendo una espada de plata. Barnes retrocedió, tropezando con sus propios pies, mientras veía a otros guardias abandonar sus posiciones para hacer frente al ataque.

Corrió como pudo de nuevo al rellano. La idea de quedarse atrapado dentro de la jaula del ascensor le produjo pánico y subió por la escalera de caracol, apoyando sus manos en la amplia barandilla. La adrenalina neutralizó una parte del alcohol en su sangre. El estudio. Era allí donde tenía expuestas las armas. Se encaminó por el largo pasillo hacia la sala, cuando un par de manos lo agarraron desde un lateral, empujándolo a la puerta abierta de la sala de estar.

Barnes se cubrió la cabeza instintivamente, esperando una paliza. Cayó en una de las sillas, donde permaneció, acobardado por el miedo y el desconcierto. No quería ver el rostro de su atacante. Parte de su miedo histérico provenía de una voz en su cabeza que se asemejaba mucho a la de su querida y difunta madre, que le decía: «Estás recibiendo lo que te mereces».

—Mírame.

La voz. Esa voz enfadada. Barnes relajó su mente. Conocía esa voz, pero no podía localizarla. Algo no encajaba. La voz se había vuelto áspera, más profunda con el paso del tiempo.

La curiosidad superó el miedo. Aún temblando, Barnes retiró los brazos de su cabeza y levantó los ojos.

Ephraim Goodweather. O, más acorde con su apariencia personal, el gemelo malvado de Ephraim Goodweather. Este no era el hombre que había conocido, el famoso epidemiólogo. Unas ojeras profundas surcaban sus ojos huidizos. El hambre había vaciado su rostro de todo indicio de alegría y había transformado sus mejillas en riscos, como si toda la carne se le hubiera desprendido de los huesos. Sus bigotes arenosos se aferraban a su piel grisácea, pero no podían llenar los huecos. Llevaba guantes sin dedos, un abrigo sucio y botas desgastadas debajo de sus pantalones húmedos, atadas con alambre en lugar de cordones. El gorro negro de lana que coronaba su cabeza reflejaba la oscuridad de su mente. La empuñadura de una espada que llevaba en la espalda asomó. Eph parecía un vagabundo vengativo.

—Everett —dijo Eph, con voz ronca, poseído.

—¡No! —exclamó Barnes, aterrorizado.

Eph tomó la copa, con el fondo aún recubierto de licor y con un color achocolatado. Se la llevó a la nariz, inhalando su aroma.

—Una copa antes de dormir, ¿eh? ¿Cóctel Alexander? Esa es una maldita bebida de baile de graduación, Barnes. —Puso la gran copa en la mano de su antiguo jefe. Entonces hizo exactamente lo que Barnes temía que iba a hacer: cerró su puño sobre la mano de Barnes, aplastando la copa entre los dedos de su ex-jefe. Apretándolos contra los múltiples fragmentos de cristal, cortándole la carne y los tendones y llegando hasta el hueso.

Barnes aulló y cayó de rodillas, sangrando y llorando. Se encogió.

—¡Por favor! —suplicó.

—Quiero sacarte un ojo —dijo Eph.

—¡Por favor!

—Pisarte la garganta hasta que mueras. Y luego incinerarte en ese pequeño agujero de la pared.

—Estaba tratando de salvarla… De sacar a Nora del campamento.

—¿De la misma forma que sacaste a las camareras que están abajo? Nora estaba en lo cierto acerca de ti. ¿Sabes lo que te haría si estuviera aquí?

Así que ella no había venido. Gracias a Dios.

—Ella sería razonable —dijo Barnes—. Vería lo que yo puedo ofreceros, cómo podría prestaros un servicio.

—Maldito seas —dijo Eph—. Maldita sea tu negra alma.

Eph golpeó Barnes. Sus puñetazos fueron calculados y brutales.

—No —gimió Barnes—. Basta…, por favor…

—Así que este es el aspecto que tiene la corrupción absoluta —dijo Eph, y le dio unos cuantos golpes más—. ¡El comandante Barnes! Eres un maldito pedazo de mierda, ¿lo sabías? ¿Cómo pudiste traicionar así a tu propia especie? Eras médico, por el amor de Dios, eras el maldito director del CDC. ¿No tienes compasión?

—No, por favor. —Barnes se removió en su asiento, sangrando por todo el suelo, pensando en cómo sacar algo productivo y positivo de aquella conversación. Pero su habilidad para las relaciones públicas se vio obstaculizada por la creciente inflamación de su boca y de los dientes que acababa de perder—. Este es un mundo nuevo, Ephraim. Mira lo que ha hecho contigo.

—Y tú dejaste que ese uniforme de almirante de mierda se te subiera a la cabeza. —Eph extendió la mano y agarró el fino y escaso pelo de Barnes, empujando su rostro hacia arriba, dejando el cuello al descubierto. Barnes percibió la decadencia del cuerpo de Eph—. Debería matarte aquí mismo —dijo—. En este mismo instante. —Sacó su espada y se la mostró a Barnes.

—Tú…, tú no eres un asesino —balbuceó Barnes.

—Ah, sí que lo soy. Me he convertido en eso. Y a diferencia de ti, no lo hago apretando un botón o firmando una orden. Lo hago así. De cerca. Personalmente.

La hoja de plata acarició la tráquea de Barnes, que arqueó un poco más el cuello.

—Pero… —dijo Eph, retirando la espada unos cuantos centímetros—, afortunadamente para ti, aún me resultas útil. Necesito que me hagas un favor, y lo vas a hacer. Di que sí.

Eph le movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Bien, escucha con atención. Hay gente esperándome fuera. ¿Entiendes? ¿Estás suficientemente sobrio como para recordar esto, «joven cóctel Alexander»?

Barnes asintió con la cabeza, esta vez por sus propios medios. Por supuesto, en ese momento habría aceptado cualquier cosa.

—El motivo por el cual vine aquí es para hacerte una oferta. En realidad, te hará quedar bien. Estoy aquí para decirte que vayas junto al Amo y le digas que he aceptado cambiar el Occido lumen por mi hijo. Demuéstrame que lo entiendes.

—La traición es algo que entiendo, Eph —dijo Barnes.

—Incluso puedes ser el héroe de esta historia. Puedes decirle que vine para matarte, pero que ahora estoy traicionando a mi propia gente, y ofreciéndole este acuerdo. Puedes decirle que me convenciste de aceptar su oferta y te ofreciste a transmitírsela.

—¿Los otros saben esto…?

Eph sintió una oleada de emociones. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Creen que estoy con ellos, y lo estoy…, pero se trata de mi hijo.

Las emociones inundaron el corazón de Ephraim Goodweather. Se sintió mareado, perdido…

—Lo único que necesitas hacer es decirle al Amo que acepto. Que esto no es un farol.

—Vas a entregar ese libro.

—Por mi hijo…

—Sí, sí…, por supuesto. Es perfectamente comprensible…

Eph agarró a Barnes del pelo y lo golpeó dos veces en la boca. Le partió otro diente.

—No quiero tu compasión de mierda, monstruo. Solo entrégale mi mensaje. ¿Comprendes? Conseguiré el verdadero Lumen de alguna manera y contactaré con el Amo, tal vez a través de ti, cuando esté listo para entregárselo.

Eph apretó con menos fuerza el pelo de Barnes, quien comprendió que no iba a ser asesinado; ni siquiera lo golpearían de nuevo.

—Yo… me enteré de que el Amo tenía a un niño a su lado…, a un niño humano. Pero no sé por qué…

A Eph le brillaban los ojos.

—Su nombre es Zachary. Fue secuestrado hace dos años.

—¿Por Kelly, tu esposa? —dijo Barnes—. Yo la vi. Con el Amo. Ella es…, bueno, ya no es ella. Pero supongo que ninguno de nosotros lo es.

—Algunos de nosotros —dijo Eph— nos convertimos incluso en vampiros sin ser picados por nadie. —Sus ojos se volvieron vidriosos y húmedos—. Eres un traidor y un cobarde, y unirme a tus filas desgarra mi interior como una enfermedad fatal, pero no veo otra salida, pues tengo que salvar a mi hijo. Tengo que hacerlo. —Apretó de nuevo el pelo de Barnes—. Esta es la opción correcta, es la única opción para un padre. Mi hijo ha sido secuestrado y el precio por el rescate es mi alma y el destino del mundo, y yo lo voy a pagar. Lo pagaré. Maldito sea el Amo, y maldito seas tú.

Incluso Barnes, cuya lealtad estaba del lado de los vampiros, se preguntó si tendría sentido llegar a algún tipo de acuerdo con el Amo, un ser que no se regía por ninguna moral ni código. Un virus, y uno muy voraz.

Pero, por supuesto, no le dijo nada a Eph. El hombre que sostenía una espada cerca de su garganta era una criatura consumida casi hasta la médula, al igual que una goma de borrar a la que solo le queda un fragmento apenas suficiente para hacer una corrección final.

—Harás eso —dijo Eph sin preguntar.

Barnes asintió.

—Puedes contar conmigo. —Intentó sonreír, pero su boca y sus encías estaban hinchadas casi hasta la desfiguración.

Eph se quedó mirándole un largo instante. Una mirada de intenso asco apareció en su rostro demacrado. «Este es del tipo de hombres con los que ahora estás haciendo tratos». Luego le echó la cabeza hacia atrás, retiró su espada y avanzó hacia la puerta.

Barnes se agarró el cuello indemne, pero no pudo contener su lengua, que sangraba.

—Yo lo entiendo, Ephraim —dijo—, quizá mejor que tú. —Eph se detuvo, girándose debajo del refinado marco de la puerta—. Todo el mundo tiene su precio. Crees que tu comportamiento es más noble que el mío, porque para ti el precio es el bienestar de tu hijo. Sin embargo, para el Amo, Zack no es más que una moneda en su bolsillo. Lamento que hayas tardado tanto tiempo en darte cuenta. Que hayas padecido todo este sufrimiento innecesariamente.

Eph miró en dirección al suelo, sintiendo el peso de la espada que colgaba en su mano, y gruñó:

—En cambio yo solo lamento que no hayas sufrido más…

Garaje de servicio de la Universidad de Columbia

CUANDO EL SOL ILUMINÓ A CONTRALUZ el filtro de ceniza del cielo —lo que ahora pasaba con la luz del día—, la ciudad se sumió en un silencio inquietante. La actividad de los vampiros cesó, y las calles y los edificios se iluminaron con la luz fluctuante de las pantallas de televisión. Repeticiones televisivas y lluvia, esa era la norma. La lluvia negra y ácida caía del cielo en gotas gruesas y aceitosas. El ciclo ecológico consistía en «lavar y repetir», pero el agua sucia nunca limpiaba nada. Tardaría décadas en hacerlo, si por casualidad todo se limpiaba a sí mismo. Por ahora, el crepúsculo de la ciudad era como un amanecer inalterable.

Gus esperaba a la puerta del garaje de servicio.

Creem era un amigo de conveniencia, y siempre había sido un hijo de puta muy escurridizo. Al parecer iba a venir solo, lo cual no tenía mucho sentido; Gus no confiaba en él y había tomado unas cuantas precauciones adicionales. Entre ellas estaba la Glock brillante, escondida en la parte posterior de su cintura, una pistola que se había llevado de un garito de drogas durante los saqueos de los primeros días. Otra fue concertar el encuentro allí y no darle a Creem ninguna pista de que su guarida subterránea se encontraba muy cerca.

Creem llegó en un Hummer amarillo. Aparte del color brillante, ese era justamente el tipo de torpeza que Gus esperaba de él: conducir un vehículo caracterizado por su alto consumo de gasolina en una época de escasez. Sin embargo, Gus no le dio mayor importancia; así era Creem. Y que un rival fuera previsible siempre representaba una ventaja.

Creem necesitaba un vehículo proporcional al tamaño de su cuerpo. A pesar de la escasez generalizada, Creem se las había ingeniado para conservar su complexión gruesa, solo que ahora no tenía un gramo de grasa extra. Parecía haber encontrado una manera de alimentarse; o al menos se mantenía. Esto le indicó a Gus que los ataques de los Zafiros al orden vampírico estaban teniendo éxito.

Sin embargo, Creem no venía con otros Zafiros. Al menos, con ninguno que Gus pudiera ver.

Creem metió el Hummer en el garaje, para resguardarlo de la lluvia. Apagó el motor y descendió con dificultad del vehículo. Estaba masticando un trozo de carne seca, mordiéndolo como si fuera un grueso palillo de carne. Su prótesis de plata brilló al sonreír.

—¡Eh, Mex!

—Tienes buen aspecto.

Creem agitó sus cortos brazos en el aire saludándole.

—Tu isla se está yendo a la mierda.

—El maldito propietario es un imbécil —concedió Gus.

—Un verdadero chupasangre, ¿eh?

Dejando a un lado las sutilezas, intercambiaron un simple apretón de manos, no como un par de pandilleros, y sin perder el contacto visual.

—¿Estás actuando solo? —preguntó Gus.

—En este viaje —dijo Creem, subiéndose los pantalones—. Tengo que tener controladas las cosas de Jersey. Supongo que no estás solo.

—Nunca —aclaró Gus.

Creem miró a su alrededor, asintiendo al constatar que estaban a solas.

—Escondiéndote, ¿eh? Ningún problema —dijo.

—Trato de cuidarme.

Esto le arrancó una sonrisa a Creem, que mordió la punta de la carne seca.

—¿Quieres un poco de esto?

—Estoy bien por ahora —apuntó Gus. Era mejor que Creem pensara que se alimentaba bien y con regularidad.

Creem se sacó el pedazo de carne seca de la boca.

—Comida para perros. Hemos encontrado una bodega con todo un cargamento para mascotas que no fue despachado. No sé qué tiene esto, pero es comida, ¿verdad? Me dejará una piel brillante, me limpiará los dientes y todo eso. —Creem le dio un par de mordiscos a la carne y soltó una risita—. Las latas de comida para gatos duran bastante tiempo. Comida para llevar. Saben a paté de mierda.

—La comida es comida —apostilló Gus.

—Y respirar es respirar. Míranos aquí. Dos escorias de la sociedad. En el trasiego. Todavía en acción. Y todos los demás, los que pensaban que la ciudad era suya, las almas tiernas, no tenían un verdadero orgullo de mierda, ni arte ni parte; ¿dónde están ahora? Son muertos vivientes…

—Muertos vivientes —aprobó Gus.

—Como digo siempre: «Creem sube a la cima». —Se rio de nuevo, tal vez exageradamente—. ¿Te gusta mi coche?

—¿Cómo te las arreglas con lo del combustible?

—Algunas gasolineras siguen funcionando en Jersey. ¿Has echado un ojo al parachoques? Es igual que mis dientes: de plata.

Gus miró el vehículo. La defensa delantera del Hummer realmente era de plata.

—Eso me gusta —dijo Gus.

—Las llantas de plata son lo siguiente en mi lista de deseos —señaló Creem—. Así que, ¿quieres el material ahora, para que no piense que voy a ser estafado? Vine aquí de buena fe.

Gus silbó y Nora salió de detrás de un carro de herramientas llevando una Steyr semiautomática. Bajó el arma, y se detuvo a nueve metros, a una distancia segura. Joaquín salió de detrás de una puerta, con la pistola a un lado. No pudo disimular su cojera, la rodilla le seguía doliendo.

Creem extendió sus brazos regordetes y anchos, invitándolos a que se acercaran.

—¿Queréis acercaros? Tendré que regresar por ese puente de mierda antes de que salgan los bichos.

—Enséñame lo que traes y habla —dijo Gus.

Creem se dio la vuelta y abrió la puerta trasera. Había cuatro cajas de cartón abiertas recién salidas de una tienda de U-Haul, repletas de plata. Gus sacó una para inspeccionarla; era pesada y tenía candelabros, utensilios, urnas decorativas, monedas e incluso algunos lingotes de plata con el sello intacto.

—Todo puro, Mex —dijo Creem—. No es plata de ley de mierda. No tiene base de cobre. Viene con un kit de prueba; te lo daré gratis.

—¿Cómo has conseguido todo esto?

—Recogiendo chatarra durante meses, como un basurero, almacenándola. Tenemos todo el metal que necesitamos. Sé que quieres toda esta mierda para liquidar vampiros. A mí me gustan las armas. —Le echó un vistazo a la de Nora—. Las grandes.

Gus miró los lingotes de plata. Tendrían que fundirlas, forjarlas, hacer con ellas lo mejor que pudieran. Ninguno de ellos era herrero. Sin embargo, sus espadas no les iban a durar para siempre.

—Puedo quedarme con todo esto —dijo Gus—. ¿Quieres potencia de tiro?

—¿Es todo lo que ofreces?

Creem no solo miraba el arma de Nora, también la miraba a ella.

—Tengo algunas baterías, mierda como esa. Pero eso es todo —dijo Gus.

—Tiene la cabeza suave como ellos, como los trabajadores del campamento —señaló Creem, que no apartaba los ojos de Nora.

—¿Por qué hablas como si yo no estuviera presente? —replicó Nora.

Creem le lanzó una sonrisa de plata.

—¿Puedo ver la pieza?

Nora se acercó y se la entregó. Él aceptó el arma con una sonrisa interesada, y luego dirigió su atención a la Steyr. Liberó el seguro y el tambor, examinó el cargador, y lo colocó de nuevo en la culata. Avistó una lámpara en el techo y fingió hacerla estallar.

—¿Más materiales como este? —preguntó.

—Parecidos —confirmó Gus—. No son idénticos. Sin embargo, necesitaré un día al menos. Los tengo escondidos en la ciudad.

—Y munición. Que sea mucha —accionó el sistema de seguridad—. Me quedaré con esta como adelanto.

—La plata es mucho más efectiva —dijo Nora.

Creem le sonrió ansioso y condescendiente.

—No he llegado hasta aquí por ser efectivo, calvita. Me gusta hacer un poco de ruido de mierda cuando liquido a esos chupasangres. Eso es lo que más me divierte de este trabajo.

Estiró su mano hacia el hombro de Nora, pero ella se la apartó, lo que solo le hizo reír.

Nora miró a Gus.

—Saca de aquí a este patán que se alimenta de comida de perros.

—Todavía no —dijo Gus. Luego se volvió hacia Creem—. ¿Qué hay del detonador?

Creem abrió la puerta, acomodó la Steyr hacia abajo en el asiento delantero y cerró de nuevo.

—¿Qué?

—Déjate ya de rodeos. ¿Puedes conseguírmelo?

Creem parecía pensárselo.

—Tal vez. Tengo un contacto, pero necesito saber algo más acerca de la mierda que estás tratando de volar. Ya sabes que vivo justo al otro lado del río.

—No necesitas saber nada. Solo dime tu precio.

—¿Detonador de calidad superior? —preguntó Creem—. Hay un lugar al norte de Jersey donde tengo puestos mis ojos. Una instalación militar. No puedo deciros más que eso en este momento. Pero tenéis que ser claros.

Gus miró a Nora, no en busca de su aprobación, sino para manifestarle su incomodidad al verse en esta posición.

—Muy simple —dijo—. Es un arma nuclear.

Creem sonrió con todos sus dientes.

—¿De dónde la has sacado? —inquirió.

—De la tienda de la esquina. Con los bonos de descuento —respondió Gus.

—¿De qué tamaño? —preguntó Creem, fijándose nuevamente en Nora.

—Lo suficientemente grande como para destruir casi un kilómetro. Onda de choque, acero curvado, o como quieras llamarle.

Creem realmente disfrutaba de esta conversación.

—Pero modificaste el modelo de la tienda. ¿Se vende como está?

—Sí. Necesitamos un detonador.

—No sé hasta qué punto crees que soy imbécil, pero no tengo la costumbre de armar a mi vecino con una bomba nuclear sin establecer primero algunas reglas básicas de mierda.

—¿En serio? —dijo Gus—. ¿Por ejemplo?

—Solo que no quiero que te cagues en mi premio.

—¿Cuál es?

—Lo hago por ti, lo haces por mí. Así que, primero, necesito tener la seguridad de que esa cosa explote por lo menos a algunos kilómetros de distancia de mí. Ni en Jersey ni en Manhattan, punto.

—Te avisaremos de antemano.

—No es suficiente. Porque creo que ya sé en qué demonios piensas utilizar ese niño malo. Solo vale la pena volar una cosa en este mundo. Y cuando el Amo se vaya, dejará en libertad una buena cantidad de propiedades inmobiliarias. Ese es mi precio.

—¿Inmuebles? —preguntó Gus.

—Esta ciudad. Ser dueño de todo Manhattan, después de que todo esté dicho y hecho. Lo tomas o lo dejas, Mex.

Gus chocó la mano con Creem.

—¿No te interesaría un puente?

Biblioteca pública de Nueva York, sede central

OTRA ROTACIÓN DE LA TIERRA, y allí estaban juntos de nuevo, los cinco humanos, Nora, Fet, Gus, Joaquín y Eph, en compañía del señor Quinlan, que se adelantó, al amparo de la oscuridad. Salieron de la estación Grand Central y siguieron por la calle 42 hacia la Quinta Avenida. No llovía, pero sí hacía un viento excepcional, lo bastante fuerte como para desperdigar la basura acumulada en las puertas. Los envoltorios de comida rápida, las bolsas de plástico y otro tipo de desechos se deslizaban por la calle como espíritus bailando en un cementerio.

Subieron las escalinatas de la entrada de la sede principal de la biblioteca pública de Nueva York, entre los dos leones de piedra, la Paciencia y la Fortaleza. El suntuoso edificio era como un gran mausoleo.

Atravesaron el pórtico en dirección a la entrada y cruzaron el Astor Hall. La enorme sala de lectura solo había sufrido daños menores: durante el breve periodo de anarquía posterior a la Caída, los saqueadores no se mostraron muy interesados en los libros. Uno de los grandes candelabros colgaba a poca distancia de una mesa de lectura, pero el techo era tan alto que bien podría tratarse de una grieta estructural aleatoria. Algunos libros permanecían en las mesas y algunas mochilas con su contenido esparcido sobre las baldosas del suelo. Las sillas estaban en desorden y algunas lámparas estropeadas. El vacío silencioso de la inmensa sala de lectura era escalofriante.

Las altas ventanas en arco dejaban entrar toda la luz existente. El olor a amoniaco de los residuos de vampiros, tan omnipresente que Eph casi ni lo notaba, era muy intenso. Le pareció una ironía cruel que todo el conocimiento acumulado durante siglos pudiera terminar hecho añicos por aquella fuerza invasora de la naturaleza.

—¿Tenemos que bajar? —preguntó Gus—. ¿Y qué tal uno de estos libros?

Ante ellos, los vastos anaqueles se extendían a ambos lados de la sala con sus rótulos de colores.

—Necesitamos un libro antiguo e ilustrado para hacerlo pasar por el Lumen —explicó Fet—. Tenemos que venderlo, recuerda. He estado aquí muchas veces. Las ratas y los ratones se sienten atraídos por el papel en descomposición. Los textos antiguos están abajo.

Se acercaron a las escaleras, encendiendo las linternas y sacando las lentes de visión nocturna. La sede principal fue construida en el embalse de Croton, un lago artificial de suministro de agua para la isla que quedó obsoleto a principios del siglo XX. Además de las siete plantas situadas bajo el nivel de la calle, una ampliación reciente en el sector occidental de la biblioteca, justo debajo de Bryant Park, le había añadido más kilómetros de estanterías de libros.

Fet abría camino en medio de la oscuridad. La figura que los aguardaba en el rellano de las escaleras de la tercera planta era el señor Quinlan. La linterna de Gus iluminó brevemente el rostro del Nacido, de un blanco casi fosforescente, con sus ojos como esferas de un color rojo intenso. Él y Gus intercambiaron algunas palabras.

Gus sacó su espada.

—Chupasangres en las estanterías —anunció—. Tenemos que hacer un poco de limpieza.

—Si detectan a Eph, le transmitirán la información de inmediato al Amo —dijo Nora—, y quedaremos atrapados bajo tierra.

La voz telepática del señor Quinlan entró en sus cabezas.

El doctor Goodweather y yo esperaremos dentro. Puedo reprimir cualquier intento de intrusión psíquica.

—Bien —dijo Nora, preparando su lámpara Luma.

Gus inició el descenso hacia la planta inferior con la espada en la mano, mientras Joaquín cojeaba detrás.

—Vamos a divertirnos —le dijo, animándolo.

Nora y Fet los siguieron, y el señor Quinlan cruzó la puerta más cercana para entrar en la tercera planta. Eph lo siguió a regañadientes. En el interior había archivadores con periódicos viejos y cajas apiladas con anticuadas grabaciones de audio. El señor Quinlan abrió la puerta de una cabina de escucha, y Eph se vio obligado a entrar.

El señor Quinlan cerró la puerta insonorizada. Eph se quitó el binocular, apoyándose en un mostrador cercano, al lado del Nacido, en medio de la oscuridad y del silencio. A Eph le preocupaba que el Nacido pudiera leer en su mente, así que comenzó a imaginar y a renombrar los objetos cercanos con el fin de crear una pantalla de interferencia.

No quería que el cazador detectara su engaño potencial. Eph estaba atravesando una delgada línea, jugando al mismo juego con las dos partes, contándole a cada una que trabajaba para traicionar a la otra. En el fondo, la única lealtad de Eph era hacia Zack. Sufría por igual ante la idea de entregar a sus amigos o pasar la eternidad en un mundo de horror.

Una vez tuve una familia.

La voz del Nacido sacudió a Eph; estaba nervioso, pero se recuperó rápidamente.

El Amo los convirtió a todos, para que yo los destruyera. Tenemos algo más en común.

Eph asintió.

—Pero te perseguía por una razón. Un vínculo. El Amo y yo no tenemos un pasado común. Me crucé en su camino por pura casualidad, porque soy epidemiólogo.

Existe una razón. Simplemente ignoramos cuál es.

Eph le había dado muchas vueltas a esa idea.

—Mi temor es que tenga algo que ver con mi hijo Zack.

El Nacido permaneció un momento en silencio.

Debes ser consciente de la similitud entre mi persona y tu hijo. Yo fui convertido en el vientre de mi madre. Y por eso, el Amo se convirtió en mi padre sustituto, suplantando a mi verdadero antepasado humano. Al corromper la mente de tu hijo en sus años de formación, el Amo busca suplantar tu influencia en el desarrollo de tu hijo.

—¿Quieres decir que este es un patrón propio del Amo? —Eph debía sentirse desalentado, pero encontró motivos para alegrarse—. Eso quiere decir entonces que hay esperanza. Tú te rebelaste en contra del Amo. Lo rechazaste. Y tenía mucha más influencia sobre ti.

Eph se apartó del mostrador, animado por esta teoría.

—Tal vez Zack también lo haga. Si yo pudiera llegar a él a tiempo del mismo modo en que los Ancianos llegaron a ti… Tal vez no sea demasiado tarde. Él es un buen chico; lo sé…

Siempre y cuando no sea convertido biológicamente, existe una posibilidad.

—Tengo que liberarlo de las garras del Amo. O, más exactamente, alejar de él al Amo. ¿Realmente podemos destruirlo? Quiero decir, ya que Dios no pudo hacerlo en su momento…

Dios tuvo éxito. Oziriel fue destruido. Fue su sangre la que se alzó.

—Así que, en cierto sentido, tenemos que enmendar el error de Dios.

Dios no comete errores. Al final, todos los ríos van al mar…

—No hay errores… ¿Crees que la marca de fuego en el cielo apareció a propósito, que me fue enviada a mí?

También a mí. Para que yo pudiera protegerte. A fin de salvaguardarte de la corrupción. Los elementos están cayendo en su sitio. Las cenizas se reúnen. Fet tiene el arma. Llovió fuego del cielo. Los signos y portentos: es el mismísimo lenguaje de Dios. Todos ellos se levantarán, sí, pero caerán con la fuerza de nuestra alianza.

De nuevo, hubo una pausa que Eph no pudo descifrar. ¿El Nacido ya estaba dentro de su mente? ¿Había socavado su resistencia con la conversación para leer sus verdaderas intenciones?

El señor Fet y la señora Martínez han despejado el sexto nivel. El señor Elizalde y el señor Soto aún continúan en el quinto.

—Quiero ir a la sexta planta —dijo Eph.

Bajaron por la escalera y pasaron por un llamativo charco de sangre blanca de vampiro. Al cruzar la puerta de la quinta planta, Eph oyó a Gus maldiciendo en voz alta, casi con alegría.

La sala de mapas daba inicio a la sexta planta. A través de una puerta de cristal grueso, Eph entró en un amplio salón cuya temperatura estuvo alguna vez rigurosamente controlada. Las paredes tenían varios paneles con termostatos e higrómetros, y en el techo las rejillas de ventilación exhibían unas delgadas cintas colgantes.

Los estantes eran largos. El señor Quinlan retrocedió, y Eph calculó que se encontraban en algún lugar debajo de Bryant Park. Avanzó sigilosamente, en busca de Fet y Nora, pues no quería sorprenderlos ni ser sorprendido por ellos. Oyó voces a unos cuantos estantes de distancia y se dirigió hacia allí a través de uno de los corredores intermedios.

Tenían una linterna encendida, y Eph apagó el binocular de visión nocturna. Se acercó, oculto por una pila de libros. Estaban ante una mesa de cristal, de espaldas a él. Lo que parecían ser las adquisiciones más valiosas de la biblioteca se hallaban sobre la mesa, dentro de una vidriera.

Fet forzó las cerraduras y colocó los otros incunables sobre la mesa. Se concentró en uno en especial: una Biblia de Gutenberg. Era el que tenía más potencial para una suplantación. Recubrir de plata los bordes de las páginas no sería una tarea difícil, y podría añadirle algunas páginas miniadas sacadas de los otros volúmenes. Desfigurar aquellos tesoros literarios era un pequeño precio a pagar por el derrocamiento del Amo y su fatídico clan.

—Esto… —dijo Fet—. La Biblia de Gutenberg. Había menos de cincuenta… ¿Y ahora? Esta puede ser la última. —La examinó antes de darle la vuelta—. Esta es una versión incompleta, no impresa en pergamino sino en papel, y la encuadernación no es la original.

Nora lo miró completamente admirada.

—Has aprendido mucho acerca de ediciones incunables.

Fet se sonrojó ante el cumplido. Se giró y sacó una tarjeta de información de una funda de plástico y le explicó que lo había leído ahí. Ella le dio un golpecito en el brazo.

—Lo llevaré, junto con otros de igual valor, para hacer la falsificación.

Fet metió unos cuantos textos iluminados en una mochila.

—¡Espera! —dijo Nora—. Estás sangrando…

Era cierto. Fet sangraba copiosamente. Nora le desabrochó la camisa y abrió un pequeño frasco de peróxido que traía en el botiquín.

Lo derramó sobre la tela manchada de sangre. La sangre chisporroteó tras el contacto. Eso bastaría para mantener alejados a los strigoi.

—Tienes que descansar —señaló Nora—. Te lo ordeno como médico.

—Oh, mi médico —exclamó Fet—. ¿Es eso lo que eres?

—Lo soy —respondió Nora con una sonrisa—. Tendré que conseguirte algunos antibióticos. Eph y yo podemos encontrarlos. Tú regresa con Quinlan…

Limpió la herida de Fet con delicadeza y le aplicó otra dosis de peróxido. El líquido se deslizó por el vello de su amplio pecho.

—Me quieres teñir de rubio, ¿eh? —bromeó Vasiliy. Y a pesar de lo terrible de la broma, Nora se rio, recompensando su intento.

Vasiliy le quitó la gorra.

—Oye, dame eso —dijo ella, forcejeando contra el brazo bueno de él para hacerse con la gorra.

Vasiliy se la dio, pero la atrapó en un abrazo.

—Todavía estás sangrando.

—Estoy muy contento de tenerte de nuevo —le dijo Fet, acariciándole el cuero cabelludo.

Y entonces, por primera vez, Fet le dijo a su manera lo que sentía por ella:

—No sé dónde estaría ahora sin ti.

En otras circunstancias, la confesión del fornido exterminador resultaría ambigua e insuficiente. Nora habría esperado un poco más. Pero ahora —allí y ahora— eso era suficiente. Ella lo besó suavemente en los labios y sintió sus enormes brazos rodeándole la espalda, envolviéndola y atrayéndola hacia su pecho. Ambos sintieron que el miedo se esfumaba y que el tiempo se detenía. Ellos estaban allí, ahora. De hecho, se sintió como si siempre hubieran estado allí. Sin recuerdos de dolor ni de pérdida alguna.

Mientras se abrazaban, el haz de la linterna en la mano de Nora se deslizó por las estanterías, iluminando brevemente a Eph, que se encontraba escondido detrás de una pila de libros, antes de desaparecer tras las estanterías.

Castillo Belvedere, Central Park

ESTA VEZ, EL DOCTOR EVERETT BARNES logró bajar del helicóptero justo antes de vomitar su desayuno; se limpió la boca y la barbilla con un pañuelo y miró a su alrededor con timidez. Pero los vampiros no se inmutaban ante sus vómitos cada vez más violentos. Su expresión, o la ausencia de ella, seguía fija e indiferente. Daba igual que Barnes pusiera un huevo gigante en el camino fangoso cerca del jardín Shakespeare de la calle 79 Transverse, o que un tercer brazo saliera de su pecho, nada alteraba los ojos de aquellos zánganos. Barnes tenía un aspecto terrible, con la cara hinchada y amoratada, sus labios hinchados con sangre coagulada y la mano inmovilizada con una venda. Sin embargo, ellos no prestaron atención a nada de eso.

Barnes jadeó en el momento de encarar la ráfaga de los rotores del helicóptero. El helicóptero despegó mientras la lluvia salpicaba en su espalda, y cuando alzó el vuelo, Barnes pudo abrir su paraguas negro y avanzar en dirección al castillo. Sus guardias, muertos vivientes asexuados, percibieron la lluvia tanto como sus náuseas, deambulando a su lado como pálidos autómatas de plástico.

Las copas desnudas de los árboles muertos se estremecieron, y el Castillo Belvedere se hizo visible en lo alto de Vista Rock, enmarcado por el cielo contaminado.

Abajo, una legión de vampiros formaba un grueso anillo alrededor de la base rocosa. Su silencio era inquietante, y su aspecto de estatuas se asemejaba a una instalación artística extraña y tremendamente ambiciosa. Entonces, cuando Barnes y sus dos guardias se acercaron al exterior del anillo vampírico, las criaturas se apartaron —sin respirar y sin expresión alguna— para abrirles paso. Barnes se detuvo aproximadamente a medio camino, después de franquear unas diez filas, y contempló el anillo ritual de los vampiros. El espectáculo era tan espeluznante que salpicó a sus dos acompañantes con el agua que escurría por las puntas del armazón del paraguas. Barnes sintió con toda intensidad el sentido de lo siniestro: estar en medio de todos aquellos depredadores de humanos, que con todo el derecho podían haber bebido su sangre o destrozarlo, pero que permanecían impasibles, si no con respeto, al menos sí con una indiferencia forzada. Era como si acabara de entrar en el zoológico y caminara entre leones, tigres y osos que no mostraban ningún tipo de reacción ni interés. Esto iba totalmente en contra de su naturaleza. Tal era la profundidad de su esclavitud para con el Amo.

Barnes se encontró con la que había sido Kelly Goodweather a la entrada del castillo. A diferencia del resto de los vampiros, sus miradas se encontraron durante unos cuantos segundos. Él casi estuvo tentado de decir algo como «Hola», una cortesía superviviente del orden anterior. En vez de eso, Barnes siguió de largo sin mediar palabra, seguido por los ojos de Kelly.

El señor del clan apareció con su manto oscuro, y los gusanos de sangre ondulaban por debajo de la piel de su rostro mientras examinaba a Barnes.

Goodweather ha aceptado.

—Sí —dijo Barnes, pensando para sí: «Si lo sabías, ¿por qué me hiciste tomar un helicóptero para venir a verte en este castillo con semejante vendaval?».

Barnes intentó explicar la traición, pero se enredó en los detalles. El Amo no parecía estar especialmente interesado.

—Él está presionando a sus socios —resumió Barnes—. Parecía sincero. Sin embargo, no sé si confiaría en él.

Confío en su lamentable necesidad de reunirse con su hijo.

—Sí. Capto la cuestión, y él confía a su vez en su necesidad del libro.

Cuando tenga a Goodweather, tendré también a sus secuaces. Una vez en poder del libro, obtendré todas las respuestas.

—Lo que no entiendo es cómo fue capaz de violar la seguridad de mi casa. ¿Por qué los otros miembros de su clan no fueron avisados?

Es el Nacido. Fue creado por mí, pero no de mi sangre.

—¿Así que no está en la misma longitud de onda?

No poseo control sobre él como con los otros.

—¿Y él está con Goodweather ahora? ¿Como un agente doble? ¿Como un desertor?

El Amo no respondió.

—Eso ser podría ser muy peligroso.

¿Para ti? Mucho. ¿En cuanto a mí? No es peligroso. Solo escurridizo. El Nacido se ha aliado con el miembro de una pandilla a quien los Ancianos reclutaron para la caza diurna, y con el resto de la bazofia. Sé dónde encontrar información sobre ellos…

—Si Goodweather se entrega a usted…, entonces tendrá toda la información para encontrarlo. Al Nacido.

Sí. Dos padres que se reúnen con sus dos hijos. Es la simetría de los planes de Dios. Si él se entrega a mí…

Un alboroto súbito hizo que Barnes girase la cabeza, sorprendido. Un adolescente, con el pelo desigual sobre los ojos, tropezó contra la escalera de caracol. Un ser humano, con una mano en la garganta. El muchacho se sacudió el pelo, y Barnes reconoció a Ephraim Goodweather en la cara del chico. Los mismos ojos, la misma expresión seria, aunque denotaba miedo.

Zachary Goodweather… Tenía una dificultad respiratoria evidente: sibilancia, y el semblante de color azul grisáceo.

Barnes se levantó y se dirigió instintivamente hacia él. Posteriormente, pensó en todo el tiempo transcurrido desde la última vez que actuó de acuerdo con su instinto médico. Interceptó al chico, sujetándolo por el hombro.

—Soy médico —dijo Barnes.

El chico lo rechazó, y se dirigió directamente al Amo. Barnes retrocedió unos pasos, más sorprendido que otra cosa. El chico cayó de rodillas ante el Amo, que observó el sufrimiento reflejado en su rostro. El Amo dejó que sufriera unos minutos más, y luego levantó su brazo, dejando deslizar la manga de su capa. Chasqueó el pulgar sobre la garra del dedo medio, rasgando su piel. Sostuvo el pulgar sobre la cara del muchacho, una gruesa gota de sangre suspendida en la punta del dedo. La gota se alargó poco a poco, desprendiéndose y cayendo en la boca abierta de Zack.

Barnes sintió arcadas, asqueado. Pero ya había vomitado al bajar del helicóptero.

Zack cerró la boca, como si hubiera ingerido todo el cuentagotas de una medicina. Hizo una mueca —ya fuera por el sabor o por el dolor de la deglución—, y poco después retiró la mano de su garganta. Mantuvo la cabeza gacha mientras recuperaba su respiración normal y sus vías respiratorias se despejaban milagrosamente. Casi de inmediato, su semblante recobró su color normal, es decir, la normalidad cetrina y hambrienta de sol.

Parpadeó y miró a su alrededor, reparando en la habitación. Su madre —o lo que quedaba de ella— había entrado por la puerta, tal vez convocada por la angustia de su Ser Querido. Sin embargo, su rostro cadavérico no reflejó ninguna emoción. Barnes se preguntó con qué frecuencia se realizaba aquella curación ritual. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez al día?

El chico miró a Barnes como si lo hiciera por primera vez; al hombre de perilla blanca al que había apartado con brusquedad unos momentos antes.

—¿Por qué hay otro ser humano aquí? —preguntó Zack Goodweather.

La arrogancia del muchacho sorprendió a Barnes, que recordaba al hijo de Goodweather como un chico pensativo, curioso y de buenos modales. Barnes se pasó los dedos por el cabello, recuperando algo de dignidad.

—Zachary, ¿te acuerdas de mí?

Los labios del niño se torcieron con un rictus de desprecio, como si le molestara la petición de recordar el rostro de Barnes.

—Vagamente —dijo, con un tono áspero.

Barnes conservó la compostura.

—Yo era el jefe de tu padre. En el Viejo Mundo.

Barnes vio al padre en el hijo nuevamente, aunque de una forma menos nítida. De la misma forma que Eph había cambiado, también lo había hecho el muchacho. Sus ojos eran distantes y desconfiados. Tenía la actitud de un joven príncipe.

—Mi padre está muerto —dijo Zachary Goodweather.

Barnes estuvo a punto de sacarlo de su error, pero contuvo sabiamente sus palabras. Miró al Amo, sin notar ningún cambio de expresión en el rostro velado de la criatura. Barnes sabía que no debía contradecirle; por un momento, mientras consideraba la posición de cada uno de ellos en este drama particular, se sintió mal por Eph. Su propio hijo… Sin embargo, Barnes era Barnes, así que la desazón no le duró mucho y comenzó a pensar en cómo sacarle provecho a la situación.

Biblioteca Low, Universidad de Columbia

CONSIDERA LO SIGUIENTE SOBRE EL LUMEN.

Dos palabras compendian la ubicación del Sitio Negro del Amo: Obscura y Aeterna. Pero no se dan las coordenadas exactas.

—Todos los sitios las tenían —dijo Fet—. Salvo uno.

Estaba trabajando activamente en la Biblia, intentando que se pareciera al Lumen tanto como fuera posible. Una pila de libros destrozados, en busca de fragmentos o grabados similares a los del manuscrito iluminado, daban fe de su empeño en la tarea.

¿Por qué? ¿Y por qué únicamente esas dos palabras?

—¿Crees que esa es la clave?

Creo que sí. Siempre pensé que la clave se hallaba en la información contenida en el libro, pero resulta que se encuentra precisamente en aquello que no dice. El Amo fue el último en nacer. El más joven de todos. Tardó siglos en restablecer el vínculo con el Viejo Mundo y aún más en adquirir el poder necesario para destruir los sitios de origen de los Ancianos. Pero ahora…, ahora ha regresado al Nuevo Mundo, a Manhattan. ¿Por qué?

—Porque quería proteger su lugar de origen.

La señal de fuego en el cielo así lo confirmó. Pero ¿dónde está?

A pesar de la reveladora información, Fet parecía distante, distraído.

¿Qué pasa?

—Lo siento. Estoy pensando en Eph —dijo Fet—. Está fuera. Con Nora.

¿Dónde?

—Buscando medicamentos para mí.

El doctor Goodweather tiene que estar protegido. Es vulnerable.

Fet no esperaba oír esa advertencia.

—Estoy seguro de que estarán bien —dijo, aunque era su turno para preocuparse.

Macy’s Herald Square

EPH Y NORA SALIERON DEL METRO EN LA CALLE 34 y la estación Pensilvania. Dos años antes, había sido allí, en la estación de tren, donde Eph dejó a Nora, a Zack y a Mariela en un último intento para escapar de Nueva York antes de que la ciudad sucumbiera a la epidemia. Una horda de vampiros había descarrilado el tren a la altura del túnel de North River, frustrando su fuga, y Kelly secuestró a Zack, para llevárselo al Amo.

Analizaban la pequeña farmacia situada en la esquina de Macy’s. Nora veía pasar a los transeúntes hacia o desde sus empleos de seres humanos oprimidos, o bien camino al centro de racionamiento en el Empire State Building, donde intercambiarían bonos de trabajo por ropa o raciones de comida.

—¿Y ahora qué? —preguntó Eph.

Nora miró en diagonal a través de la Séptima Avenida, a una manzana de distancia de Macy’s. La puerta principal había sido sellada con tablas.

—Atravesaremos la tienda y entraremos en la farmacia. Sígueme.

Las puertas giratorias habían sido selladas desde hacía mucho tiempo, los cristales estaban rotos entre las tablillas. Ir de compras, ya fuera por necesidad o como una actividad de ocio, era algo que había dejado de existir. Ahora todo eran cupones y cartillas de racionamiento.

Eph reparó en la lámina de madera en la entrada de la calle 34.

El interior de la «tienda por departamentos más grande del mundo» era un completo desastre. Los estantes volcados, toda la ropa destrozada. Más que un saqueo, parecía el escenario de una gresca fenomenal o de una serie de peleas. Un saqueo perpetrado por vampiros y seres humanos.

Entraron en la farmacia a través del mostrador de la tienda. Los estantes estaban prácticamente vacíos. Nora cogió unos antibióticos y algunas jeringas. Eph hizo lo propio con un frasco de Vicodina —aprovechando un descuido de Nora— y lo guardó en el bolsillo de su impermeable.

En cinco minutos consiguieron lo que habían venido a buscar. Nora miró a Eph.

—Necesito algo de ropa de abrigo y un par de zapatos. Estas zapatillas ya están gastadas.

Eph pensó en gastarle una broma sobre su compulsión por las «compras», pero guardó silencio. Un poco más adentro, las cosas no estaban tan mal. Subieron por las célebres escaleras de madera de la tienda, las primeras de ese estilo que habían sido instaladas en el interior de un edificio.

Sus linternas iluminaron la planta, intacta desde el final de la era del consumo, tal como la había conocido el mundo. Eph no pudo evitar un sobresalto al ver a los maniquíes, cuyas cabezas calvas y expresiones fijas les conferían —en el momento de enfocarlos con la linterna— una vaga semejanza con los strigoi.

—El mismo corte de pelo —dijo Nora con sorna—. Ha causado verdadero furor…

Recorrieron la tienda, examinándola, buscando señales de peligro o de vulnerabilidad.

—Tengo miedo, Nora —confesó Eph, sorprendiéndola—. El plan… Tengo miedo y no me importa reconocerlo.

—El intercambio será difícil —dijo Nora en un susurro, mientras bajaba unas cajas de zapatos en la sección de calzado de la tienda—. Ese es el truco. Dile que estamos buscando el libro para que el señor Quinlan lo estudie. El Amo seguramente no desconoce la existencia del Nacido. Dile que piensas apropiarte del libro tan pronto como puedas. Elegiremos un lugar estratégico para colocar la bomba, y tú lo atraerás hacia ella; que traiga tantos refuerzos como quiera. Una bomba es una bomba…

Eph asintió. Escudriñó el rostro de Nora en busca de alguna señal de traición.

Estaban solos; si ella iba a revelarse como traidora, ese era el momento.

Nora desechó las botas de cuero elegantes. Le urgía encontrar unos zapatos resistentes y sin tacones.

—Solo necesitamos que el falso libro se parezca al Lumen —señaló Eph—. Las cosas se moverán con tanta rapidez que solo tendremos que pasar esa prueba del vistazo inicial.

—Fet está trabajando en ello —dijo Nora con absoluta seguridad; casi con orgullo—. Puedes confiar en él… —Se dio cuenta entonces de lo que entrañaba esa alusión—. Escucha, Eph, en cuanto a Fet…

—No tienes que explicar nada. Lo entiendo. El mundo está jodido y solo merecemos estar con aquellos que se preocupan por nosotros, sin importar lo demás. De un modo extraño…, bueno, si iba a ser otro, me parece bien que sea Fet. Porque él dará su vida antes de permitir que te suceda algo malo. Setrakian lo sabía y lo escogió por encima de mí, y tú también lo sabes. Él puede hacer lo que yo nunca seré capaz: estar ahí para ti.

Nora tuvo emociones encontradas en ese instante. Así era Eph en su momento estelar: generoso, inteligente y cariñoso. Ella hubiera preferido que fuera casi un imbécil. Pero ahora lo veía como era realmente: el hombre del que ella se había enamorado una vez. Su corazón aún sentía el poder de la atracción.

—¿Y si el Amo quiere que yo le lleve el libro? —preguntó Eph, volviendo a su preocupación inicial.

—Puedes decirle que te estamos persiguiendo. Que necesitas que venga a buscarlo. O tal vez debes insistir para que te entregue a Zack.

El rostro de Eph se ensombreció un momento, recordando la negativa abyecta del Amo en cuanto a ese punto.

—Esto plantea un problema importante —dijo él—. ¿Cómo puedo poner esto en marcha y salirme con la mía?

—No sé. Hay demasiadas variables en juego. Vamos a necesitar mucha suerte. Y valor. No te culpo si tienes dudas.

Ella lo observó en busca de una fisura en su actitud… o acaso de un resquicio para revelar un secreto que no podía ocultar.

—¿Estás titubeando? —dijo él, tratando de hacerla hablar.

—¿Acerca de continuar con el plan?

Él vio la preocupación reflejada en su rostro cuando giró la cabeza. No advirtió ningún indicio de traición y se alegró. Se sintió aliviado. Las cosas habían cambiado entre ellos, es cierto, pero en esencia, ella seguía siendo la misma combatiente por la libertad que él había conocido. Esto fortaleció su creencia de que él también era así.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nora.

—¿Qué? —dijo Eph.

—Parecía casi como si estuvieras sonriendo.

Eph negó con la cabeza.

—Simplemente pienso que lo realmente importante es que Zack sea liberado. Haré lo que sea necesario para lograrlo.

—Eso es maravilloso, Eph. Realmente lo creo.

—¿Crees que el Amo cumplirá su parte? —dijo Eph—. ¿Que el Amo piensa que yo podría hacer esto? ¿Que yo podría traicionaros?

—Sí —dijo ella—. Creo que se ajusta a su forma de pensar. ¿No te parece?

Eph asintió, contento de que ella no lo estuviera mirando en ese momento. Si no era Nora, entonces ¿quién era el traidor? Fet no, sin duda alguna. ¿Podría ser Gus? ¿Toda su bravuconería con Eph no sería acaso una coartada? Joaquín era otro posible sospechoso. Tantas elucubraciones lo estaban enloqueciendo aún más.

… Nunca puedes bajar; nunca puedes bajar por el desagüe…

Eph escuchó un ruido en donde estaban los expositores. Los sonidos furtivos, en otro tiempo identificados con los roedores, actualmente solo significaban una cosa.

Nora también lo había oído. Apagaron las linternas.

—Espera aquí —dijo Eph. Nora comprendió que debía ir solo para que el subterfugio tuviera éxito—. Y ten cuidado.

—Siempre —dijo ella, sacando su espada de plata.

Eph se deslizó por la puerta, teniendo cuidado de no golpear el mango de la espada que sobresalía de su mochila. Se puso su binocular de visión nocturna y esperó a que la imagen se estabilizara.

Todo parecía estar detenido. Todas las manos de los maniquíes eran de tamaño normal, sin la garra extendida del dedo medio. Eph giró a la derecha, manteniéndose en el borde de la sala, y vio un gancho que oscilaba suavemente sobre una rejilla circular cerca de la escalera mecánica.

Sacó su espada y se dirigió rápidamente al rellano de madera.

La escalera mecánica —que no funcionaba— se precipitaba en un espacio cerrado y estrecho. Descendió tan rápida y silenciosamente como pudo, y observó el nivel superior desde el rellano. Algo le dijo que siguiera bajando, y así lo hizo.

Redujo la velocidad al llegar a la base inferior, tras detectar un olor familiar. Un vampiro había estado allí; Eph se encontraba muy cerca de su rastro. Era extraño que un vampiro anduviese solo, en lugar de estar trabajando. A menos que patrullar ese centro comercial fuera su tarea asignada. Eph se aventuró a salir de la escalera, avanzando por el suelo de color verde. Nada se movía. Estaba a punto de dirigirse hacia un expositor cuando oyó un leve chasquido en la dirección opuesta.

Intentó distinguir alguna figura moviéndose en las sombras pero únicamente vio formas borrosas más allá de su campo de visión. Se agachó, deslizándose por el expositor en dirección al ruido. El letrero encima de la puerta indicaba la localización de los baños y de las oficinas administrativas, así como el ascensor. Eph se arrastró a un lado de las oficinas, examinando cada una de las puertas abiertas. Podía darse la vuelta y abrir las que permanecían cerradas después de inspeccionar toda la zona. Se dirigió a los baños, y entreabrió la puerta del baño de mujeres para atenuar el ruido. Entró y examinó los inodoros, abriendo cada puerta, espada en mano.

Volvió al pasillo y permaneció a la escucha, sintiendo que había perdido el débil rastro que venía siguiendo. Tiró de la puerta del baño de los hombres y entró. Pasó por los urinarios, abrió las puertas de los cubículos con la punta de su espada y luego, decepcionado, retrocedió para salir.

En una explosión de papeles y desperdicios, el vampiro saltó desde el cubo de basura situado cerca de la puerta, y aterrizó en la cabecera de los lavabos. Eph se echó hacia atrás, maldiciendo y blandiendo su espada para protegerse del aguijón. Se plantó con firmeza, con la espada alzada para no verse acorralado contra uno de los inodoros. Le enseñó la hoja de plata al vampiro sibilante, mientras se acercaba al cubo de donde había irrumpido con el papel amontonándose a sus pies.

La criatura estaba allí, en cuclillas, agarrada del borde liso del lavabo, con sus rodillas a la altura de la cabeza, observándolo. Eph logró verlo con claridad por medio de la luz verde de su binocular. Era un niño. De diez o doce años, de ascendencia afroamericana, con algo semejante a un destello de cristal puro en sus ojos.

Un niño ciego. Uno de los exploradores.

El labio superior de la criatura estaba enroscado en lo que parecía ser una sonrisa escrutadora a la luz de la lente de visión nocturna. Los dedos de sus manos y de sus pies estaban agarrados del borde del lavabo, como si estuviera a punto de saltar.

Eph mantuvo la punta de su espada dirigida a la zona intermedia del explorador.

—¿Te han enviado a buscarme? —le preguntó Eph.

Sí.

Eph se sintió consternado. No por la respuesta, sino por la voz.

Era la voz de Kelly. Pronunciando las palabras del Amo.

Eph se preguntó si Kelly era la responsable de los exploradores. Si sería por casualidad su capataz, por decirlo de alguna forma. Su encargada. Y si así fuera, si de hecho esos niños vampiros ciegos y psíquicos habían sido puestos bajo su mando, resultaba algo muy apropiado y tristemente irónico al mismo tiempo. Kelly Goodweather todavía era madre, incluso en la muerte.

—¿Por qué ha sido tan fácil esta vez?

Querías ser encontrado.

El explorador se abalanzó, pero no hacia Eph. El niño saltó del lavabo a la pared, y luego se posó a cuatro patas en las baldosas del suelo.

Eph lo siguió con la punta de su espada. La criatura permaneció allí acuclillada, mirándolo.

¿Vas a matarme, Ephraim?

La voz burlona de Kelly. ¿Había sido idea suya enviar a un niño de la edad de Zack?

—¿Por qué me atormentas así?

Podría enviar a un centenar de vampiros sedientos en cuestión de segundos, para que te rodearan. Dime por qué no habría de hacerlo.

—Porque el libro no está aquí. Y más importante aún, si violaras nuestro trato, me cortaría la garganta antes de permitir que tuvieras acceso a mi mente.

Mientes.

Eph se abalanzó sobre el muchacho, quien se deslizó hacia atrás, chocando contra la puerta de uno de los cubículos y deteniéndose allí.

—¿Cómo pretendes negociar así? —dijo Eph—. Estas amenazas no me dan mucha confianza de que vas a mantener tu parte del trato.

Reza para que lo haga.

—Interesante elección de palabras: «rezar».

Eph estaba ahora en la puerta del inodoro; el rincón del cubículo rezumaba abandono.

—Oziriel, sí, he estado leyendo el libro que tanto ambicionas. Y hablando con el señor Quinlan, el Nacido.

Entonces debes saber que realmente no soy Oziriel.

—No, eres los gusanos que salieron de las venas del ángel asesino. Después de que Dios lo despedazara como a un pollo desplumado.

Compartimos la misma naturaleza rebelde. Al igual que tu hijo, supongo.

Eph ignoró el comentario, decidido a no seguir siendo un blanco fácil para el abuso del Amo.

—Mi hijo no es como tú.

No estés tan seguro. ¿Dónde está el libro?

—Por si te lo has preguntado, ha permanecido oculto todo este tiempo en los estantes del sótano de la biblioteca pública de Nueva York. Se supone que ahora mismo debo conseguir que ganen un poco de tiempo.

Supongo que el Nacido lo estudia con avidez.

—Correcto. ¿No te preocupa eso?

Ante ojos indignos, tardaría años en ser descifrado.

—Bien. Así que no tienes ninguna prisa. Tal vez yo debería dar un paso atrás. Y esperar una oferta mejor por tu parte.

Y tal vez yo debería hacer lo mismo y descuartizar a tu hijo.

Eph sintió deseos de atravesar la garganta de aquel pequeño muerto viviente con su espada. Hacer esperar al Amo un poco más. Pero, al mismo tiempo, tampoco quería presionar demasiado a la criatura. No con la vida de Zack de por medio.

—Tú eres el impostor ahora. Estás preocupado y finges lo contrario. Necesitas desesperadamente ese libro, cueste lo que cueste. ¿Por qué tanto afán?

El Amo no respondió.

—No hay otro traidor. Estás lleno de mentiras.

El explorador se mantuvo agazapado, la espalda contra la pared.

—Está bien —dijo Eph—. Juega tus cartas como mejor te convenga.

Mi padre está muerto.

Eph sintió un vuelco en el corazón, como si se detuviera, inerte, durante un lapso prolongado. Tal fue el impacto de oír, tan clara como si estuviera allí con él, la voz de su hijo Zack.

Eph temblaba. Se esforzó para evitar que un grito furioso escapara de su garganta.

—Maldito…

El Amo recurrió de nuevo a la voz de Kelly:

Traerás el libro tan pronto como sea posible.

Eph temió que Zack hubiera sido convertido. Pero no, el Amo estaba emitiendo simplemente la voz de su hijo para doblegarlo a través de aquel explorador.

—Maldito seas —dijo Eph.

Dios lo intentó. ¿Y dónde está ahora?

—No está aquí —dijo Eph, bajando un poco su espada—. No está aquí.

No, no en el baño de los hombres de un local de Macy’s abandonado. ¿Por qué no liberas a este pobre niño, Ephraim? Mira sus ojos ciegos. ¿No te daría una gran satisfacción abatirlo?

Eph miró los ojos vidriosos desprovistos de párpados. Eph contemplaba al vampiro…, pero también al niño que alguna vez fue.

Tengo miles de hijos. Todos ellos absolutamente leales.

—Solo tienes un hijo de verdad. El Nacido. Y lo único que él quiere es destruirte.

El explorador cayó de rodillas y levantó el mentón, descubriéndole el cuello a Eph, con los brazos colgando a los lados.

Mátalo, Ephraim, y termina con esto.

Los ojos ciegos de la criatura miraron hacia la nada, como un suplicante aguardando la merced de su señor. El Amo quería que ejecutara al niño. ¿Por qué?

Eph acercó la punta de su espada al cuello expuesto del niño.

—Aquí —dijo—. Empújalo contra mi espada si quieres liberarlo.

¿No sientes deseos de matarlo?

—Sí. Pero no tengo una buena razón para hacerlo.

El niño permaneció inmóvil, y Eph dio un paso atrás, retirando su espada. Había algo que no encajaba en aquella situación.

No eres capaz de matar al niño. Te escudas detrás de tu debilidad, llamándola fortaleza

—La debilidad sería ceder a la tentación. La fortaleza consiste en resistir —sentenció Eph.

Miró a la criatura, el eco de la voz de Kelly resonaba en su cabeza. Sin Kelly, la criatura no tenía ninguna conexión psíquica con Eph. Y su voz estaba siendo proyectada por el Amo, en un intento por distraerlo y debilitarlo, pero «ella» podría estar en cualquier lugar en ese momento. En cualquier sitio.

Eph salió del lavabo y echó a correr hacia las escaleras, para subir y reunirse con Nora.

Kelly avanzó sigilosamente por los expositores de ropa, pegada a la pared. El aroma de la mujer invadía la zona detrás del estante de los zapatos…, pero el latido de su sangre vibraba en el suelo. Kelly se acercó a la puerta del vestuario. Nora Martínez la aguardaba con una espada de plata.

—Eh, zorra —la saludó Nora.

La mente de Kelly bullía, llamando a los gemelos exploradores para que se acercaran. No tenía un ángulo definido para atacar. El arma de plata flameaba en su visión vampírica, mientras la mujer calva se acercaba hacia ella.

—Vamos, anda —dijo Nora, dando vueltas alrededor de una caja registradora—. Por cierto, los cosméticos se encuentran en la primera planta. Y tal vez encuentres un jersey de cuello alto para cubrirte ese cuello de pavo tan desagradable.

La niña exploradora acudió saltando por las escaleras y se detuvo cerca de Kelly.

—El día de compras de madre e hija —apuntó Nora—. Qué bonito. Tengo algunas joyas de plata y me encantaría que vosotras dos os las probarais.

Nora fingió un golpe; Kelly y la niña se limitaron a mirarla.

—Antes me dabas miedo —señaló Nora—. En el túnel del tren, sentía miedo cerca de ti. Pero ya no.

Nora sacó la lámpara Luma que colgaba de su mochila, y encendió la luz negra accionada con baterías. La niña exploradora gruñó, repelida por los rayos ultravioleta, retrocediendo a cuatro patas. Kelly permaneció inmóvil, y solo se movió cuando Nora se alejó en dirección a las escaleras. Se valió de los espejos para cubrir su espalda, y fue así como vio la figura borrosa del otro explorador lanzándose desde el pasamanos.

Nora miró hacia atrás e insertó su espada en la garganta del explorador; la plata ardiente lo liberó casi de inmediato. Sacó la hoja y se dio la vuelta, lista para atacar.

Kelly y la niña exploradora habían desaparecido; aunque en realidad nunca estuvieron allí.

—¡Nora!

Eph la llamó desde la planta de abajo.

—¡Estoy bajando! —gritó ella, descendiendo por los escalones de madera.

Él salió a su encuentro, ansioso, después de haber temido lo peor. Vio la mancha de sangre blanca en la hoja.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella asintió, agarrando una bufanda de un escaparate para limpiar su espada.

—Me encontré con Kelly arriba. Te manda un saludo.

Eph miró la espada.

—¿Has…?

—No, por desgracia. Solo a uno de sus pequeños monstruos adoptivos.

—Salgamos de aquí —dijo Eph.

Ella supuso que un enjambre de vampiros les daría la bienvenida fuera.

Pero no. Eran humanos normales, desplazándose entre el trabajo y su casa, con sus espaldas encorvadas bajo la lluvia.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Nora.

—Es un hijo de puta —le respondió Eph—. Un verdadero hijo de puta.

—Pero ¿piensas que ha mordido el señuelo?

Eph no podía mirarla a los ojos.

—Sí —dijo—. Me ha creído.

Eph estaba alerta a los vampiros, vigilando las aceras mientras avanzaban.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—Sigue adelante —le indicó él.

Se detuvo en el cruce de la calle 36, y se escondió bajo la marquesina de un supermercado cerrado. Miró hacia arriba a través de la lluvia, observando los tejados.

Allí, en lo alto de la calle de enfrente, un explorador saltó desde el borde de un edificio a otro.

—Nos vienen siguiendo —advirtió Eph—. Vamos. —Caminaron, tratando de confundirse con los transeúntes—. Tenemos que esperar hasta la hora del meridiano.

Universidad de Columbia

EPH Y NORA REGRESARON AL CAMPUS DESOLADO de la universidad poco después de la primera luz, confiados en que nadie los seguía. Eph dio por sentado que el señor Quinlan se encontraba en el sótano, seguramente estudiando el Lumen. Iba en esa dirección cuando Gus los interceptó, o para ser más exactos, interceptó a Nora, que aún estaba con Eph.

—¿Tienes los medicamentos? —preguntó Gus.

Nora le mostró una bolsa llena con el botín.

—Es Joaquín —explicó Gus.

Nora dedujo que los vampiros tenían algo que ver.

—¿Qué ha pasado?

—Necesito que vayas a verlo. Está muy mal.

Eph y Nora lo siguieron a una de las aulas, donde vieron a Joaquín recostado sobre un escritorio, con la pernera del pantalón enrollada. Su rodilla tenía dos protuberancias y estaba completamente hinchada. El pandillero procuraba sobreponerse al dolor. Gus se situó al otro lado de la mesa, confiado en la intervención de la doctora Martínez.

—¿Desde cuándo estás así? —le preguntó Nora.

—No lo sé. Hace un par de días —respondió Joaquín con un gesto de dolor.

—Voy a tocarte aquí.

Joaquín se aferró al borde del escritorio. Nora examinó las áreas inflamadas alrededor de la rodilla. Descubrió una herida pequeña y curvada debajo de la rótula, de menos de tres centímetros de largo, rodeada por una costra incipiente de bordes amarillentos.

—¿Cuándo te hiciste este corte?

—No estoy seguro —dijo Joaquín—. Creo que en el campamento de extracción de sangre. No lo noté hasta mucho después.

—Has estado saliendo por tu cuenta —repuso Eph—. ¿Has atacado hospitales o asilos de ancianos?

—Uh…, probablemente. El Saint Luke sí, con seguridad.

Eph miró a Nora; su silencio dejaba al descubierto la gravedad de la infección.

—¿Penicilina? —preguntó Nora.

—Tal vez —dijo Eph—. Vamos a pensarlo. —Luego se volvió hacia Joaquín—. Acuéstate. Ya volveremos.

—Espera, doc. Eso no suena bien.

—Obviamente, se trata de una infección. Controlarla en un hospital sería un asunto de rutina. El problema es que ya no contamos con hospitales. Un ser humano enfermo es eliminado sin miramientos. Así que tenemos que discutir la forma de curarte esa herida —señaló Eph.

Joaquín asintió sin mucho convencimiento y volvió a recostarse en la mesa. Gus los siguió por el pasillo sin pronunciar palabra.

—No quiero mentiras —dijo Gus al cabo de un momento, dirigiéndose a Nora.

—Una bacteria multirresistente —le explicó ella, con un gesto de preocupación—. Es probable que se haya hecho el corte en el campamento, pero se trata de algo que pilló en un centro médico. El bicho puede vivir mucho tiempo en los instrumentos y en diferentes superficies. Es desagradable y agudo.

—Eso suena mal —dijo Gus—. ¿Qué necesitas?

—Algo que ya no podemos conseguir y que fuimos a buscar: vancomicina.

La vancomicina era muy codiciada durante los últimos días de la epidemia. Los especialistas, profesionales que supuestamente debían asegurar algo mejor que alimentar el pánico, sugerían en su confusión, ante la audiencia de los telediarios, esa droga —de último recurso— como tratamiento para la cepa no identificada que se propagaba por todo el país a una velocidad inusitada.

—Pero incluso si pudiéramos encontrar un poco de vancomicina —continuó Nora—, sería necesaria una fuerte dosis de antibióticos y de otros medicamentos para eliminar la infección. No es una picadura de vampiro, pero, si hablamos de esperanza de vida, no hay mucha diferencia.

—Incluso aunque inyectemos algunos fluidos por vía intravenosa —dijo Eph—, no le hará ningún bien, salvo prolongar lo inevitable.

Gus miró a Eph, como si fuera a pegarle.

—Tiene que haber otra manera. Mierda, vosotros sois médicos…

—En asuntos médicos, ahora estamos en plena regresión, de vuelta a la Edad Media —explicó Nora—. Como no se fabrican nuevos medicamentos, todas las enfermedades que creíamos haber controlado han regresado, y nos están liquidando con rapidez. Tal vez podamos buscar y encontrar algo para hacer que él se sienta más cómodo…

Ella miró a Eph. Gus también. A Eph ya no le importaba nada, así que buscó donde había guardado la Vicodina, abrió la cremallera y sacó una bolsita llena de pastillas.

Docenas de tabletas y píldoras de diferentes formas, colores y tamaños. Escogió un par de Lorcets de pocos miligramos, algunos Percodan y cuatro tabletas Dilaudid de dos miligramos.

—Dale esto primero —dijo, señalando las Lorcets—. Guarda las Dilaudids para el final —agregó, entregándole el resto de la bolsa a Nora.

—Toma esto. Estoy harto.

—¿Esto no lo curará? —Gus miró las pastillas en su mano.

—No —dijo Nora—. Solo le controlará el dolor.

—¿Y si…, ya sabes, una amputación? Cortarle la pierna… Yo podría hacerlo.

—No se trata únicamente de la rodilla, Gus. —Nora le tocó el brazo—. Lo siento. Tal como están las cosas, no podemos hacer mucho.

Gus miró aturdido los medicamentos en sus manos, como si sostuviera los miembros destrozados de Joaquín.

Fet entró; los hombros de su gabardina estaban mojados por la lluvia. Se detuvo un momento, sorprendido por lo extraño de la escena: Eph, Gus y Nora juntos, en una actitud muy emotiva.

—Ya está aquí —informó Fet—. Creem ha regresado. Está en el garaje.

Gus apretó las pastillas en la mano.

—Ve tú. Lidia con ese pedazo de mierda. Yo iré después.

Regresó al lado de Joaquín, le acarició la frente sudorosa, y le ayudó a tragar las píldoras.

Gus sabía que le decía adiós a la última persona en el mundo que le importaba. A la última persona que amaba realmente. Su hermano, su madre, sus compas más cercanos: todos se habían ido. Ya no le quedaba nada.

Cuando salieron, Fet miró a Nora.

—¿Todo ha ido bien? Habéis tardado mucho tiempo en regresar.

—Nos venían siguiendo —aclaró ella.

Eph los vio abrazarse. Fingió que no le importaba.

—¿El señor Quinlan ha logrado algo con el Lumen? —preguntó Eph cuando se separaron.

—No —dijo Fet—. No ha podido adelantar mucho. El asunto es más complicado de lo que pensábamos.

Los tres dejaron atrás la biblioteca, en dirección a la plaza Low, semejante a un anfiteatro griego, situada en el borde del campus, donde estaban los edificios de mantenimiento. El Hummer amarillo de Creem estaba dentro del garaje. Forrado en plata, el líder de los Zafiros de Jersey tenía su gorda mano sobre un carrito lleno de armas semiautomáticas que Gus le había prometido. El pandillero sonrió ampliamente, con sus dientes de plata resplandecientes como los del gato de Cheshire.

—Yo podría hacer mucho daño con estas armas —dijo, desafiante, frente a la puerta abierta del garaje. Miró a los tres con suspicacia—. ¿Dónde está el mexicano?

—Viene ahora —dijo Fet.

Creem, desconfiado por naturaleza, reflexionó un momento antes de decidir que podría esperar.

—¿Estás autorizado a hablar por él? Le hice una oferta justa a ese frijolero.

—Todos estamos al tanto —señaló Fet.

—¿Y?

—Cueste lo que cueste —agregó Fet—. Primero tenemos que ver el detonador.

—Sí, claro, por supuesto. Eso lo podemos arreglar.

—¿Arreglar? —preguntó Nora, echándole un vistazo al Hummer—. Creía que lo habías traído.

—¿Traído? Ni siquiera sé cómo demonios es. ¿Quién soy yo, MacGyver? Os enseñaré adónde tenéis que ir. Un arsenal militar. Si en ese sitio no lo hay, no lo encontraréis en ningún otro.

Nora miró a Fet. Estaba claro que ella no confiaba en Creem.

—Entonces ¿qué?, ¿nos estás ofreciendo una excursión a la tienda? ¿Esa es tu gran contribución?

Creem le sonrió.

—El trabajo de inteligencia y el acceso al arsenal. Eso es lo que he traído a la mesa.

—Si no tienes esa cosa todavía… ¿entonces?, ¿a qué has venido?

Creem blandió el arma descargada.

—He venido a por mis armas, y a por la respuesta del Mex. Y a por municiones para cargar estos bebés.

Abrió la puerta del conductor para sacar algo de entre los asientos delanteros: un mapa de Jersey, con un plano dibujado a mano.

Nora les mostró los mapas a Fet y a Eph.

—Esto es lo que nos están ofreciendo. Por la isla de Manhattan… —Miró a Fet—. Los indios americanos recibieron un pago mejor que nosotros.

A Creem le hizo gracia el comentario.

—Es un mapa del arsenal Picatinny. Como puedes ver, se encuentra al norte de la región Skylands de Nueva Jersey, unos cincuenta o sesenta kilómetros al oeste de aquí. Un gigantesco complejo militar controlado por los chupasangres. Pero puedo entrar; he estado sacando municiones desde hace meses. Ya casi se me han acabado; por eso necesito esto. —Palmeó sus armas mientras volvía a guardarlas en el Hummer—. Fue construido en la Guerra Civil como depósito de pólvora del ejército. Era una fábrica y un centro de investigación militar antes de que los vampiros lo tomaran.

Fet apartó sus ojos del mapa.

—¿Ellos tienen detonadores?

—Si no los tienen, nadie los tendrá —dijo Creem—. He visto fusibles y temporizadores. Tienes que saber de qué tipo lo necesitas. ¿Tu arma nuclear está aquí? Tampoco yo sé lo que estoy buscando.

—Tiene casi un metro por uno y medio —dijo Fet, al cabo de unos momentos—. Son portátiles, pero no caben en una maleta pequeña. Son pesadas, como un barril pequeño o un cubo de basura.

—Encontrarás algo que funcione. O no. Yo no doy garantías, pero te puedo conducir hasta allí. Luego te llevas tu juguete muy lejos y ves cómo funciona. No ofrezco ningún tipo de garantías en términos de devolución de dinero. Los explosivos son problema tuyo, no mío.

—No nos estás ofreciendo prácticamente nada —dijo Nora.

—¿Quieres ir de compras durante unos cuantos años más? Adelante.

—Me alegra que esto te parezca tan divertido —observó Nora.

—Todo es jodidamente divertido para mí, señora —dijo Creem—. Todo este mundo es una fábrica de risas. Me río todo el día y toda la noche. ¿Qué quieres que haga, romper a llorar? Esto de los vampiros es una broma colosal, y tal como yo lo veo, estás dentro de la broma o fuera de ella.

—¿Y tú estás dentro? —preguntó Nora.

—Podemos decirlo de esa manera, belleza calva —respondió Creem, con sus dientes forrados de plata—. Mi objetivo es reírme el último. Así que vosotros, los renegados y los rebeldes, aseguraos de encender la mecha de esa cosa de mierda fuera de aquí, de mi isla. Volad un pedazo de…, del maldito Connecticut o algo así. Pero permaneced fuera de aquí, de mi terreno. Eso forma parte del trato.

—¿Qué esperas hacer con esta ciudad cuando sea tuya? —preguntó Fet con una sonrisa irónica.

—No lo sé. ¿Quién puede pensar tan allá? Nunca he sido propietario. Este lugar es único, pero es una casa que necesita reparaciones. Tal vez convierta esto en un puto casino. O en una pista de patinaje, da igual.

En ese momento entró Gus, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión compungida en el rostro. Llevaba gafas oscuras, pero si se le observaba con detenimiento, como lo hizo Nora, se podía constatar que ocultaba las lágrimas.

—Aquí está —dijo Creem—. Parece que tenemos un trato, Mex.

Gus asintió.

—Tenemos un trato.

—Espera —replicó Nora—. No tiene nada, salvo estos mapas.

Gus asintió; no estaba realmente allí.

—¿Cuándo podremos tenerlo?

—¿Qué tal mañana? —propuso Creem.

—Mañana será —aprobó Gus—. Con una condición: espera aquí esta noche; con nosotros. Nos llevarás antes del amanecer.

—¿Tienes un ojo puesto en mí, Mex?

—Te daremos comida —prometió Gus.

—Está bien —aceptó Creem—. Me gusta la carne bien hecha, recuerda. —Cerró la puerta del maletero—. ¿Cuál es tu gran plan, de todos modos?

—Realmente no necesitas saberlo —dijo Gus.

—No puedes tenderle una emboscada a ese hijo de puta. —Creem los miró a todos—. Espero que sepáis eso.

—Puedes hacerlo si tienes algo que él quiera —dijo Gus—. Algo que necesite. Por eso no aparto mis ojos de ti…