INTERLUDIO II

Occido lumen: la historia del Amo

Existía un tercero.

Los tres libros sagrados, la Torá, la Biblia y el Corán, narran la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Y el Lumen también, en cierto modo.

En Génesis 18, tres arcángeles se aparecen ante Abraham en forma humana. Se dice que dos de ellos se dirigieron luego a las ciudades condenadas de la llanura, donde viven con Lot, disfrutan de un banquete y más tarde son rodeados por los hombres de Sodoma, a quienes dejan ciegos antes de destruir la ciudad.

Sin embargo, la presencia de un tercer arcángel es omitida deliberadamente. Encubierta. Perdida.

Esta es su historia.

Cinco ciudades compartían las fértiles llanuras del río Jordán, cerca de lo que hoy es el mar Muerto. Y de todas ellas, Sodoma era la más celebrada y hermosa. Se levantaba en medio de la exuberante llanura como un hito, como un monumento a la riqueza y a la prosperidad.

Estaba regada por un complejo sistema de canales, y había crecido de una forma desordenada a través de los siglos, extendiéndose más allá de los canales y adquiriendo una forma similar a la de una paloma volando. Sus alrededores, que abarcaban un total de diez hectáreas, se habían cristalizado en dólmenes de sal cuando los muros de la ciudad fueron erigidos, alrededor del 2024 a.C. Las murallas tenían veinte metros de ancho y más de doce de alto, construidas con ladrillos de barro cocido y encaladas para que brillaran con los rayos del sol. Dentro de su perímetro, se construyeron edificios de adobe tan juntos entre sí que casi estaban el uno sobre el otro; el más alto de ellos era un templo erigido en honor a Moloch, el dios cananeo. Sodoma tenía una población aproximada de dos mil habitantes. Las frutas, las especias y los cereales eran abundantes, impulsando así la prosperidad de la ciudad. El vidrio y los azulejos engastados en bronce engalanaban las cúpulas de una decena de palacios que resplandecían con la luz del atardecer.

Toda esta riqueza era custodiada por unas puertas enormes que resguardaban la entrada a la ciudad. Seis piedras inmensas formaban un arco monumental encima de las puertas de hierro y madera de roble, inmunes al fuego y a los golpes de los arietes.

Junto a estas puertas estaba Lot, hijo de Harán y sobrino de Abraham, cuando llegaron las tres criaturas aladas.

Eran pálidas, radiantes y distantes. Formaban parte de la esencia de Dios y, en cuanto tales, carecían de cualquier imperfección. De su espalda brotaban cuatro apéndices largos, envueltos en un haz de plumas, fácilmente comparables con alas luminosas. Las cuatro extremidades aleteaban al paso de las criaturas, del mismo modo que uno mueve los brazos al caminar. A cada paso adquirían una forma y una masa, hasta que se detuvieron frente a las puertas, desnudos y ligeramente confundidos. Su piel era radiante, como el más puro alabastro, y su belleza era un doloroso recordatorio de la imperfección mortal de Lot.

Fueron enviados allí para castigar el orgullo, la decadencia y la brutalidad que se habían incubado tras los muros de la próspera ciudad. Gabriel, Miguel y Oziriel eran emisarios de Dios: sus creaciones más queridas y leales y sus soldados más despiadados.

Y entre ellos, Oziriel era quien gozaba de su mayor favor. Oziriel pensaba visitar esa noche la plaza de la ciudad, adonde se les había ordenado ir, pero Lot les suplicó que permanecieran con él en su casa. Gabriel y Miguel aceptaron, y Oziriel, el tercero y el más interesado en comprobar los vicios de estas ciudades, se vio obligado a ceder a los deseos de sus hermanos. De los tres, era Oziriel quien contenía la voz de Dios en su interior, el poder de la destrucción que borraría a las dos ciudades pecaminosas de la faz de la Tierra. Él era, como se subraya en todos los relatos, el favorito de Dios: su creación más pura y hermosa.

Lot había sido bendecido con una esposa piadosa, tierras y ganado en abundancia. Así que el banquete en su casa fue abundante y variado. Los tres arcángeles se divirtieron como hombres, y las dos hijas vírgenes de Lot les lavaron los pies. Esas sensaciones físicas eran nuevas para los tres, pero para Oziriel resultaron abrumadoras, alcanzando una dimensión que no afectó tan profundamente a los otros dos arcángeles. Esta fue la primera experiencia de individualidad de Oziriel, de su separación de la energía de la divinidad. Dios es ante todo energía, no un ser antropomórfico, y su lenguaje es la biología. Los glóbulos rojos, el principio de la atracción magnética, las sinapsis neurológicas… todo es un milagro, y en cada uno de nosotros se encuentra la presencia y el flujo de Dios. La esposa de Lot se cortó mientras preparaba un aceite de hierbas aromáticas para el baño, y Oziriel contempló su sangre con gran curiosidad: su olor le excitó. Le tentó. El color le pareció precioso, exuberante…, como rubíes líquidos centelleando a la luz de las velas. La mujer —que protestó por la presencia de aquellos hombres desde un principio— retrocedió al ver cómo el ángel miraba embelesado su herida.

No era la primera vez que Oziriel venía a la Tierra. Ya había estado aquí cuando Adán murió a la edad de novecientos treinta años, y con los hombres que se rieron de Noé cuando les anunció el Diluvio, antes de perecer en medio de las aguas turbulentas y oscuras. Pero siempre había atravesado esa dimensión terrenal de forma espiritual, con su esencia unida a la del Señor, y nunca se había hecho carne.

De modo que Oziriel nunca había sentido hambre. Tampoco dolor. Y ahora era asediado por una avalancha de sensaciones. Había sentido ya la corteza de la Tierra bajo sus pies…, el aire frío de la noche acariciándole el vello de los brazos…, había probado los frutos de la tierra y la carne de los mamíferos inferiores. Pensó que podría apreciar mejor todo eso si permanecía al margen, con el distanciamiento de un viajero, pero se encontró acercándose más de lo debido a la humanidad y a la Tierra misma. Se sintió próximo a esa raza animal. Al agua fresca derramada a sus pies. Digiriendo los alimentos con su boca y su garganta. Las experiencias físicas se hicieron adictivas, y la curiosidad se apoderó de Oziriel.

Cuando los hombres de la ciudad llegaron a la casa de Lot después de saber que albergaba a unos desconocidos misteriosos, Oziriel se quedó cautivado con sus gritos. Los hombres, que blandían antorchas y armas, exigieron que les mostraran a los visitantes para conocerlos. Estaban tan excitados por la belleza que se les atribuía a estos viajeros, que deseaban poseerlos. La sexualidad exacerbada de la multitud fascinó a Oziriel, recordándole su propio deseo, y cuando Lot salió a negociar con ellos —ofreciendo a sus hijas vírgenes en lugar de los viajeros solo para ser rechazado—, el arcángel utilizó sus poderes para salir de la casa sin ser visto.

Se mezcló rápidamente con la multitud. Escondido en un callejón cercano, sintió la energía delirante del movimiento colectivo; era una energía muy diferente a la emanada de Dios, y sin embargo, los hombres poseían la misma belleza y gloria que eran atributos de la divinidad. Estos sacos ondulantes de carne —sus rostros frenéticos y expectantes— deliraban como un solo ser, buscando la comunión con lo desconocido de la manera más animal posible. Su lujuria denotaba una pureza embriagadora.

Mucho se ha hablado de los vicios de Sodoma y Gomorra, pero pocos pudieron apreciarlos como Oziriel cuando se internó en las calles de la ciudad, iluminadas por un complejo sistema de lámparas de aceite labradas en bronce y cubiertas de alabastro sin tallar. Los marcos de oro y de plata de las puertas adornaban los pórticos de todas las casas con representaciones de sus tres plazas concéntricas.

Un pórtico de oro ofrecía mercancías humanas, y uno de plata prometía oscuros placeres. Quienes cruzaban las puertas de plata buscaban sensaciones crueles o violentas. Y era esa crueldad la que Dios estaba dispuesto a castigar. No la abundancia ni el abandono, sino el sadismo degradante que los ciudadanos de Sodoma y Gomorra exhibían ante viajeros y esclavos. Eran ciudades poco hospitalarias e indiferentes. Los esclavos y los enemigos capturados eran comprados a las caravanas para complacer a los clientes de los pórticos de plata.

Y, ya fuera premeditada o accidentalmente, Oziriel cruzó uno de los pórticos de plata. La anfitriona era una mujer robusta de piel clara y aceitunada. Era la esposa de un tratante de esclavos, ordinaria y descuidada, cuyo único interés era el lucro. Y esa noche, al mirar desde su asiento en el vestíbulo de aquella casa pública, vio a la criatura más hermosa y benévola que se hubiera presentado jamás allí, de pie ante ella bajo el dorado resplandor de la lámpara. La apariencia de los arcángeles era perfecta y asexuada. Completamente lampiños, su piel era inmaculada y opalina y sus ojos perlados. Sus encías eran tan pálidas como el marfil de sus dientes, y la gracia de sus extremidades alargadas residía en su simetría perfecta. No evidenciaban trazas de órganos genitales, un detalle biológico que repercutiría indirectamente en el horror que se desencadenaría.

La belleza de Oziriel —su benigna magnificencia— era tal que la mujer sintió deseos de llorar y de pedir perdón. Pero los años que llevaba en ese oficio le dieron fortaleza para vender sus servicios. Cuando Oziriel presenció la violencia refinada dentro de las paredes del establecimiento, sintió que su gracia primitiva se desvanecía —abandonándolo mientras el deseo surgía en su interior—, y aunque no sabía exactamente qué era lo que buscaba, lo encontró.

En un impulso súbito, Oziriel agarró a la dueña del cuello, y la condujo hacia el muro de piedra que rodeaba el jardín, excitado al ver cómo su expresión se transformaba del halago al terror. Oziriel sintió los tendones fuertes y delicados alrededor de la garganta, y los besó y los lamió, probando su sudor salado y rancio. Y luego, obedeciendo a otro impulso, le dio un mordisco fuerte y profundo y le rasgó la carne con los dientes, reventándole las arterias como si fueran cuerdas de arpa —ping, ping—, y bebió la sangre a borbotones. Cuando Oziriel asesinó a aquella mujer, el objetivo no era realizar una ofrenda a su Señor todopoderoso, sino más bien conocerlo. Para saber. Para poseer. Para dominar y conquistar.

Y el sabor de la sangre, la muerte de la corpulenta mujer y la fluidez del intercambio de poder le llevaron a un éxtasis total. Consumir la sangre que había brotado de la esencia y de la gloria de lo divino —y, de esa forma, interrumpir el flujo que era la presencia de Dios— sumió a Oziriel en un estado de frenesí. Quería más. ¿Por qué Dios le había negado eso a él, que era su favorito? La oculta ambrosía en estas criaturas imperfectas.

Se decía que el vino fermentado de las peores bayas era el más dulce. Pero ahora, Oziriel se preguntó: ¿Qué pasa con el vino elaborado con las bayas más exquisitas?

Oziriel, con el cuerpo inerte de la mujer a sus pies, la sangre derramada brillando con un color plateado bajo la luz de la luna, solo concibió un pensamiento:

¿Los ángeles tienen sangre?