Campamento Libertad
La doctora Nora Martínez se despertó al oír el silbato estridente. Estaba acostada en una camilla de lona que colgaba del techo y la envolvía como si fuera una honda. La única manera de salir de allí era deslizarse bajo la sábana, llegar a uno de los bordes y poner los pies en el suelo.
Se levantó, e inmediatamente sintió que algo no iba bien. Giró la cabeza de un lado al otro; la sentía muy liviana. Y entonces se tocó el cuero cabelludo con su mano derecha.
Estaba completamente calva. Eso le causó un tremendo impacto. No es que fuera demasiado vanidosa, pero había sido bendecida con un pelo hermoso, y lo tenía largo, aunque —para una epidemióloga— era una elección poco práctica a nivel profesional. Se agarró el cuero cabelludo como si quisiera atenuar una migraña aguda, y sintió la piel desnuda allí donde antes nacía su cabello. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y de repente se sintió más pequeña —y no de forma aparente, sino realmente—, debilitada. Al cortarle el pelo, también la habían despojado de gran parte de su fuerza.
Pero su desazón no estaba únicamente relacionada con palpar su cabeza rapada. Se sentía mareada, y se movió para recuperar el equilibrio. Después del confuso proceso de admisión y de la ansiedad resultante, a Nora le sorprendía haber podido dormir. De hecho, recordó haber decidido permanecer despierta para recabar así toda la información que pudiera sobre la zona de cuarentena, antes de ser trasladada a las barracas del incongruentemente denominado Campamento Libertad.
El sabor que tenía en los labios —como si hubiera sido amordazada con un calcetín de algodón húmedo— le confirmó a Nora que había sido drogada con la botella de agua potable que le habían suministrado.
La ira nació en su interior; parcialmente dirigida contra Eph, aunque no le sirvió de nada. Entonces se centró en Fet, en desearlo. Estaba casi segura de que no volvería a ver a ninguno de los dos. A menos que pudiera encontrar una manera de salir de allí.
Los vampiros encargados del campamento —o tal vez sus cómplices humanos, miembros contratados del Grupo Stoneheart— habían decretado con acierto una cuarentena para asegurar los nuevos ingresos. Este tipo de campamento era el caldo de cultivo para un brote de enfermedad infecciosa que podía acabar con toda la población interna, que eran los proveedores de la preciosa sangre.
Una mujer entró a través de la tira de tela que colgaba sobre la puerta. Llevaba un mono de color gris igual que el de Nora. La doctora Martínez reconoció su rostro de inmediato; la había visto el día anterior. Estaba terriblemente delgada, su piel pálida como un pergamino arrugado en los bordes de los ojos y la boca. Su pelo oscuro era muy corto, y su cuero cabelludo seguramente no tardaría en ser afeitado. Sin embargo, la mujer parecía alegre por alguna razón que Nora no lograba entender. Su función allí parecía ser la de una especie de madre. Se llamaba Sally.
—¿Dónde está mi madre? —le preguntó Nora, al igual que el día anterior.
La sonrisa de Sally parecía sacada de un centro de atención al cliente: era respetuosa y encantadora.
—¿Ha dormido bien, señora Rodríguez?
Nora había dado un apellido falso en el proceso de admisión, pues su relación con Eph seguramente ya la habría incluido en todas las listas de rastreo.
—He dormido bien —dijo—. Gracias al sedante mezclado con el agua. Te he preguntado dónde está mi madre.
—Supongo que ha sido transferida a Sunset, una especie de comunidad de retiro activo adscrita al campamento. Es el procedimiento habitual.
—¿Dónde está? Quiero verla.
—Se encuentra en una zona separada. Supongo que es posible visitarla en algún momento, pero no ahora.
—Enséñame dónde está.
—Podría enseñarte la puerta, pero… yo nunca me he aventurado hasta allí.
—Estás mintiendo. O realmente te lo crees, lo que significa que te estás mintiendo a ti misma.
Sally solo era una funcionaria auxiliar. Nora comprendió que no estaba tratando de engañarla intencionadamente, sino repitiendo órdenes. Tal vez no sabía ni podía sospechar que ese Sunset no era exactamente como decían.
—Por favor, escúchame —dijo Nora, impaciente—. Mi madre no se encuentra bien. Está enferma y confundida. Tiene Alzheimer.
—Estoy segura de que recibe la atención adecuada…
—Sé que la sacrificarán sin pensarlo dos veces. Ya no es útil para estas criaturas. Es una persona enferma, sufre de pánico, y necesita ver una cara familiar. ¿Entiendes? Solo quiero verla. Por última vez.
Evidentemente, se trataba de una mentira. Nora quería escapar de allí con su madre, pero antes debía encontrarla.
—Eres un ser humano… ¿Cómo es posible que puedas hacer esto…?, ¿cómo?
—Ella se encuentra en un lugar mejor en este momento, señora Rodríguez. Se lo aseguro. —Sally le apretó el brazo izquierdo a Nora con un gesto tranquilizador, pero mecánico—. Las personas ancianas reciben una ración suficiente para vivir sanas, y no necesitan ser productivas. Francamente, las envidio.
—¿Realmente te crees eso? —preguntó Nora, asombrada.
—Mi padre está allí —explicó Sally.
—¿No quieres verle? —insistió Nora, agarrándola del brazo—. Enséñame dónde está.
Sally era tan artificialmente simpática que Nora sintió ganas de darle una bofetada.
—Sé que la separación es difícil. Pero ahora debes concentrarte en cuidar bien de ti.
—¿Has sido tú la que me ha suministrado la droga?
Sally no ofreció una respuesta satisfactoria a la inquietud de Nora.
—La cuarentena ha terminado —señaló—. Ahora formarás parte de la comunidad general del campamento. Te lo mostraré para que comiences a adaptarte.
Sally la condujo hacia una pequeña zona común situada al aire libre, después de atravesar un largo pasillo cubierto por una lona para resguardarse de la lluvia. Nora miró hacia el cielo: otra noche sin estrellas. Sally llevaba unos documentos, que le mostró al guardia apostado en el puesto de control, un hombre de unos cincuenta y cinco años que vestía una bata médica blanca encima del mono. El guardia miró los formularios, observó a Nora con los ojos de un agente de aduanas, y las dejó seguir.
A pesar del techo de lona, la lluvia les mojó las piernas y los pies. Nora calzaba unas sandalias con suela de espuma estilo hospital y Sally un par de cómodas zapatillas Saucony, aunque estaban húmedas.
El camino de grava llegaba a una rotonda en cuyo centro se encontraba una torreta, similar al puesto de un socorrista. La rotonda era una especie de punto central, pues otros cuatro caminos partían de allí hacia unas edificaciones semejantes a bodegas, y más allá, hacia lo que parecían ser unas fábricas. El camino no tenía letreros, solo flechas de piedras blancas incrustadas en el suelo fangoso. Unas luces de escaso voltaje circundaban los caminos, pues eran necesarias para el tránsito humano.
Un puñado de vampiros centinelas permanecía alrededor de la rotonda, y Nora se esforzó en contener el escalofrío que sintió al verlos. Estaban completamente expuestos a los elementos —su pálida piel desnuda, sin abrigos ni ropa—, y sin embargo, no mostraban ningún malestar bajo la lluvia negra que golpeaba sus cabezas y sus hombros desnudos y resbalaba por su carne translúcida. Los strigoi observaban el movimiento de los humanos con solemne indiferencia, con los brazos colgando inertes a los costados. Eran policías, perros guardianes y cámaras de seguridad, todo en uno.
—La seguridad ha de ser constante para que todo marche de manera ordenada —dijo Sally, percibiendo el miedo y la angustia de Nora—. De hecho, hay muy pocos incidentes en el campamento.
—¿De personas que opongan resistencia?
—De cualquier complicación —dijo Sally, sorprendida ante la suposición de Nora.
Estar tan cerca de ellos sin ningún objeto afilado de plata para defenderse le puso a Nora la carne de gallina. Y ellos lo olieron. Sus aguijones golpeaban suavemente contra su paladar mientras olfateaban el aire, excitados por el aroma de su adrenalina.
Sally le dio un codazo para que se moviera.
—No podemos quedarnos aquí. Está prohibido.
Nora sintió que los ojos negros y rojos de los centinelas las seguían mientras Sally la guiaba por un camino secundario que continuaba más allá de las bodegas. Observó las vallas que cercaban el campamento: una alambrada metálica recubierta con una malla sintética de color naranja que ocultaba el mundo exterior. La parte superior de las vallas estaba inclinada cuarenta y cinco grados, hasta donde alcanzaba su vista, aunque en algunos puntos vio alambres de púas que sobresalían como mechones. Tendría que encontrar otra manera de escapar.
A lo lejos, pudo vislumbrar las copas desnudas de los árboles. Nora sabía que no estaban en la ciudad. Corrían rumores sobre la existencia de un gran campamento al norte de Manhattan, y de dos más pequeños en Long Island y en el norte de Nueva Jersey. A Nora la habían llevado allí con una capucha en la cabeza, y se encontraba tan angustiada y preocupada por su madre que no había pensado en la duración del viaje.
Sally condujo a Nora por una puerta de alambre laminado de cuatro metros de alto y casi lo mismo de ancho. Estaba cerrada y la vigilaban dos guardias de sexo femenino que estaban dentro de una garita; saludaron a Sally con familiaridad, quitaron el cerrojo y entreabrieron la puerta para que pudieran pasar.
El interior era una especie de gran barracón semejante a un edificio médico de aspecto acogedor. Más allá, varias docenas de pequeñas casas móviles se alineaban en filas, como un parque inmaculado de caravanas.
Entraron en el barracón y se encontraron en una amplia zona común. El espacio era una mezcla entre una sala de espera lujosa y el salón de un dormitorio universitario. En la televisión estaban echando un viejo episodio de Frasier, y las risas grabadas sonaban tan falsas como las burlas despreocupadas de los seres humanos del pasado.
Una docena de mujeres leían cómodamente sentadas en sillas mullidas de color pastel; vestían monos blancos y limpios, a diferencia de los grises mate de Nora y de Sally. Tenían el vientre notablemente abultado, y todas iban por el segundo o tercer trimestre del embarazo. Y algo más: se les permitía llevar el pelo largo, denso y lustroso a causa de las hormonas del embarazo.
Nora vio la fruta. Una mujer mordía un melocotón suave y jugoso, con la pulpa salpicada de vetas rojizas. Sintió la saliva acumulándose en su boca. La única fruta fresca —en vez de enlatada— que había probado en el último año habían sido unas manzanas blandas de un árbol marchito en un jardín de Greenwich Village. Les había cortado las partes podridas con una navaja, pero las manzanas parecían consumidas por dentro.
La expresión en su rostro debió de reflejar su deseo, pues la mujer embarazada apartó incómoda la vista cuando sus miradas se encontraran.
—¿Qué es esto? —preguntó Nora.
—Los barracones de maternidad —explicó Sally—. Aquí es donde se alojan las mujeres embarazadas, y donde dan a luz a sus hijos. Las caravanas que están fuera son de los lugares más primorosos de todo el conjunto.
—¿Dónde consiguen la fruta? —preguntó Nora casi en un susurro.
—Las mujeres embarazadas también reciben las mejores raciones alimenticias. Y no son sangradas durante el embarazo y la lactancia.
Bebés sanos. Los vampiros necesitaban reponer la raza, y su provisión de sangre.
—Eres una de las afortunadas: perteneces al veinte por ciento de la población con sangre del grupo B positivo —prosiguió Sally.
Obviamente, Nora sabía cuál era su tipo de sangre. Los B positivos eran los esclavos más iguales que los demás. Y por ello, su recompensa era el internamiento en el campamento, donde eran sangrados con frecuencia y obligados a reproducirse.
—¿Cómo pueden traer un hijo a un mundo como este? ¿En el llamado «campamento»? ¿Y en cautiverio?
Sally pareció abochornada por Nora, o avergonzada de ella.
—Es probable que llegues a pensar que el parto es una de las pocas cosas que hacen que la vida valga la pena aquí, señora Rodríguez. Unas cuantas semanas de permanencia en el campamento tal vez logren que pienses de otra manera. ¿Quién sabe? Es probable incluso que llegues a desearlo. —Sally se remangó la camisa, dejando al descubierto unos cardenales que parecían terribles picaduras de abejas, y que le oscurecían la piel—. Una pinta[2] cada cinco días.
—Mira, no es mi deseo ofenderte, es solo que…
—¿Sabes? Estoy tratando de ayudarte —replicó Sally—. Aún eres lo suficientemente joven. Tienes oportunidades. Puedes concebir, tener un niño. Labrarte una vida aquí dentro. Otras… no somos tan afortunadas.
Por un momento, Nora consideró su situación desde esa perspectiva. Entendía que la pérdida de sangre y la desnutrición habían debilitado a Sally y a las demás, robándoles su espíritu de lucha. También entendía la fuerza de la desesperación, el ciclo de la desesperanza, la sensación de dar vueltas en un desagüe, y la forma en que la perspectiva de tener un niño podía ser la única fuente de orgullo y esperanza.
—Y alguien como tú —prosiguió Sally—, que considera esto tan desagradable, podría apreciar el hecho de estar segregada de la otra especie durante unos cuantos meses.
Nora se aseguró de haber oído bien.
—¿Segregada? ¿No hay vampiros en la zona de maternidad? —Miró a su alrededor y comprobó que era cierto—. ¿Por qué no?
—No lo sé. Es una regla estricta. No se les permite estar aquí.
—¿Una regla? —Nora se esforzó para encontrarle sentido—. ¿Las mujeres embarazadas tienen que estar separadas de los vampiros, o son estos los que tienen que estar separados de ellas?
—Ya te dije que no lo sé.
De repente sonó un timbre con un tono similar al de la campana de una puerta, y las mujeres dejaron sus frutas y materiales de lectura y se levantaron de las sillas.
—¿Qué sucede?
Sally también se había enderezado un poco.
—El director del campamento. Te recomiendo encarecidamente que te comportes lo mejor posible.
Sin embargo, Nora buscó un lugar al cual correr, una puerta, una vía de escape. Pero ya era demasiado tarde. Llegó un contingente de oficiales del campamento, burócratas humanos vestidos con trajes de ejecutivos en lugar de monos. Entraron en el pasillo central, y miraron a las internas con un disgusto apenas disimulado. A Nora le pareció que la visita era realmente una inspección. Una inspección sobre el terreno.
Detrás de ellos estaban dos vampiros enormes; sus brazos y sus cuellos aún conservaban los tatuajes de sus días humanos. Antiguos convictos, supuso Nora, y ahora guardias de alto rango en esta fábrica de sangre. Ambos llevaban paraguas negros mojados, lo que a Nora le pareció extraño —vampiros preocupados por la lluvia—, y entonces el último hombre hizo su aparición; indudablemente se trataba del director del campamento. Llevaba un traje impecable, de un blanco cegador. Recién lavado, y tan limpio que Nora no había visto otro igual en varios meses. Los vampiros tatuados eran miembros de la seguridad personal del comandante.
El director era un hombre viejo, con un bigote blanco recortado y una barba apuntada que le daba el aspecto de un Satanás abuelo; Nora por poco se asfixia al verlo. Vio las medallas en su pecho blanco, dignas de un almirante de la Marina.
Nora miró con incredulidad. Se quedó tan perpleja que inmediatamente llamó la atención del hombre, y ya era demasiado tarde para pasar desapercibida.
Nora vio la expresión de reconocimiento en su rostro, y una sensación enfermiza se extendió por todo su cuerpo como una fiebre repentina.
Él se detuvo, con los ojos muy abiertos a causa de la sorpresa, y luego giró sobre sus talones y caminó hacia ella. Los vampiros tatuados lo siguieron, y el anciano se acercó a Nora con las manos entrelazadas en la espalda. Su incredulidad se transformó en una sonrisa socarrona.
Era el doctor Everett Barnes, el antiguo director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades. El antiguo jefe de Nora, quien ahora, casi dos años después de la caída del gobierno, aún insistía en vestir el uniforme simbólico que recordaba el origen de los centros como una rama de la Fuerza Naval de los Estados Unidos.
—Doctora Martínez —dijo con su suave acento sureño—. Nora… Vaya, esto es una sorpresa muy agradable.
El Amo
ZACK TOSIÓ Y RESPIRÓ CON DIFICULTAD; el aroma del alcanfor le quemó la parte posterior de la garganta y saturó su paladar. Sintió de nuevo el aire, su ritmo cardiaco se hizo más lento; miró al Amo —de pie frente a él, en el cuerpo de Gabriel Bolívar, la estrella de rock— y sonrió.
Por la noche, los animales del zoológico estaban muy activos, y su instinto los llamaba a una cacería imposible detrás de las rejas. En consecuencia, la noche estaba poblada de ruidos. Los monos aullaban y los grandes felinos rugían. Los humanos cuidaban ahora de las jaulas y limpiaban las vías de acceso como recompensa por las habilidades de Zack para la caza.
El chico se había convertido en un tirador experto y el Amo retribuía cada matanza con un nuevo privilegio. Zack sentía curiosidad por las niñas, en realidad por las mujeres. El Amo hizo que le trajeran algunas, pero no para hablar con ellas. Zack quería mirarlas, especialmente desde un lugar donde no pudieran verlo. No es que fuera excesivamente tímido ni asustadizo. En todo caso, era astuto y no quería que lo vieran. No quería tocarlas. Todavía no. Pero las miraba, tanto como al leopardo en la jaula.
En tantos siglos de existencia sobre la Tierra, el Amo rara vez había experimentado algo semejante: la posibilidad de preparar con tanto esmero el cuerpo que iba a ocupar. Durante cientos de años, incluso contando con el favor de los poderosos, el Amo se había escondido, alimentándose y viviendo en las sombras, evitando a sus enemigos y coartado por la tregua con los Ancianos. Pero ahora el mundo era nuevo, y él tenía una mascota humana.
El muchacho era inteligente y su alma era completamente maleable. El Amo era un experto en la manipulación. Sabía cómo apretar los resortes de la codicia, del deseo, de la venganza, y actualmente poseía un cuerpo muy seductor. Bolívar era de hecho una estrella del rock, y el Amo también lo era por extensión.
Si el Amo sugería que Zack era inteligente, el chico se esforzaba de inmediato en parecer aún más inteligente: era estimulado para dar lo mejor de sí al Amo. Por eso, si el Amo insinuaba que el chico era cruel y astuto, adoptaba estas características para agradarle. De esta forma, a lo largo de todos estos meses y noches de interacción continua, el Amo educaba al niño, consolidando la oscuridad que ya albergaba en su corazón. Entretanto, el Amo sentía algo que no había experimentado en muchos siglos: admiración.
¿Era así como se sentía un padre humano, y ser padre podría tener un propósito tan monstruoso? ¿Moldear el alma de tus seres queridos conforme a tu imagen, a tu oscuridad?
El final estaba cerca. Los tiempos decisivos. El Amo lo sentía en el ritmo del universo, en las pequeñas señales y presagios, en la cadencia de la voz de Dios. El Amo iba a habitar un nuevo cuerpo para toda la eternidad, y su reino en la Tierra prevalecería. Después de todo, ¿quién podía detener al Amo de mil ojos y mil bocas? ¿Al Amo que conducía los ejércitos y los esclavos mientras mantenía al mundo presa del miedo?
Podía manifestar su voluntad al instante en el cuerpo de un teniente en Dubai o en Francia simplemente con su pensamiento. Podía ordenar el exterminio de millones de personas y nadie se enteraría, pues los medios de comunicación habían dejado de existir. ¿Quién se atrevería a enfrentarse a él? ¿Quién tendría éxito?
Y entonces, el Amo miraría los ojos y al rostro del muchacho, y en ellos vería las huellas de su enemigo. De un enemigo que, sin importar lo insignificante que fuera, nunca se rendiría.
Goodweather.
El Amo le sonrió al chico. Y él le devolvió la sonrisa.
Oficina del Forense, Manhattan
DESPUÉS DE LA EXPLOSIÓN DEL HOSPITAL BELLEVUE, Eph avanzó hacia el norte, a un lado de la autopista East River, ocultándose detrás de los coches y camiones abandonados en la vía. Avanzó tan rápido como pudo por el carril contrario de la rampa de acceso de la calle 30, a pesar del dolor en la cadera y de su pierna herida. Sabía que lo estaban persiguiendo, y seguramente entre ellos vendrían algunos exploradores juveniles, esos rastreadores monstruosos —ciegos y videntes al mismo tiempo— que andaban a cuatro patas. Sacó su binocular de visión nocturna y se apresuró de nuevo a la Oficina del Forense, pensando que el último lugar que registrarían los vampiros sería un edificio infiltrado y despejado recientemente.
Los oídos seguían zumbándole debido al estruendo de la explosión. Las alarmas de automóviles no pararon de sonar, los cristales rotos estaban desperdigados por la calle y las altas ventanas destrozadas por la fuerza del impacto. Al llegar a la esquina de la calle 30 y la Primera Avenida, vio fragmentos de ladrillos y argamasa; la fachada de un edificio se había venido abajo, y los escombros ocupaban gran parte de la calle. Se acercó, y a través de la luz verde de su binocular vio un par de piernas en medio de dos viejos conos reflectantes de seguridad vial.
Unas piernas desnudas y unos pies descalzos. Era un vampiro tumbado boca abajo, al lado de la acera.
Eph les dio la vuelta a los conos. Observó al vampiro tendido entre los escombros. La sangre blanca infestada de gusanos se encharcaba alrededor de su cráneo. La criatura no había sido liberada: los gusanos subcutáneos seguían circulando debajo de su carne, lo que significaba que la sangre aún no se había estancado. Evidentemente, el strigoi estaba inconsciente, o en el estado equivalente a una criatura muerta en vida.
Eph tomó el fragmento más grande de ladrillo y hormigón que encontró. Lo levantó sobre su cabeza para concluir el trabajo…, pero un terrible sentido de la curiosidad se apoderó de él. Utilizó sus botas para girarlo, y el vampiro quedó boca arriba. Debía de haber escuchado el fragor de los ladrillos sueltos y haber mirado hacia el cielo antes de recibir el impacto, porque tenía un fuerte golpe en el rostro.
El bloque de ladrillo comenzó a pesarle y Eph lo arrojó a un lado, estrellándolo contra la acera, a un palmo de distancia de la cabeza de la criatura, que no reaccionó.
El edificio del forense estaba al otro lado de la calle. Era un gran riesgo, pero si la criatura estaba ciega, como todo parecía indicar, sería incapaz de alimentar la visión del Amo. Y si también había sufrido un daño cerebral agudo no podría comunicarse con el Amo, y la localización de Eph no podría ser rastreada.
Eph se movió con rapidez antes de cambiar de opinión. Agarró a la criatura de los sobacos, procurando no tocar la sangre pegajosa, y lo llevó arrastrando hacia la rampa que conducía al sótano de la morgue.
Una vez dentro, se encaramó en un taburete para subir al vampiro a una mesa de disección. Lo hizo con rapidez, sujetando las muñecas de la criatura con unos tubos de goma por debajo de la mesa, y repitiendo la misma operación con los tobillos, que ató a las patas de la mesa.
Eph miró al strigoi que yacía inerte sobre la mesa. Sí, Eph realmente iba a hacer aquello. Sacó una bata larga de patólogo del armario y dos pares de guantes de látex. Se metió los puños de la camisa en los guantes y el dobladillo de los pantalones dentro de las botas, creando una especie de sello aislante. Encontró un protector plástico en un armario encima de uno de los fregaderos y se lo puso en la cara. Luego vio una bandeja con el instrumental forense.
Mientras Eph miraba al vampiro, este recobró la conciencia, y se sacudió y movió la cabeza a ambos lados. Notó las ataduras y forcejeó para liberarse, levantando y moviendo su cintura. Eph le pasó un tubo de goma por la cintura y otro por el cuello, sujetándolo firmemente a la mesa.
Deslizó una sonda por detrás del cráneo para provocar al aguijón; esto le permitiría comprobar si aún reaccionaba al estímulo a pesar de los destrozos en la cara. Vio que la garganta le palpitaba y escuchó un clic en la mandíbula, señal de que la criatura intentaba activar el mecanismo de su aguijón. Sin embargo, la mandíbula tenía un trauma severo. Por lo tanto, la única preocupación de Eph eran los gusanos de sangre, que mantenía a raya con su lámpara Luma.
Pasó el bisturí por la garganta del vampiro, haciendo un corte alrededor del tubo cartilaginoso y retirando los pliegues vestibulares. Eph tuvo mucho cuidado con el movimiento reflejo de la mandíbula, que intentaba abrirse. La protuberancia carnosa del aguijón permaneció retraída y floja. Tomó la punta estrecha con una pinza y tiró de ella, y el aguijón se desplegó. La criatura intentó recuperar el control, y la base de su músculo laríngeo se sacudió.
Por su propia seguridad, Eph cogió su navaja de plata y amputó el apéndice.
La criatura se puso tensa con un penoso estertor y defecó una pequeña cantidad de excremento cuyo olor a amoniaco irritó las fosas nasales de Eph. La sangre blanca brotó alrededor de la incisión en la tráquea y el líquido cáustico se derramó sobre el tirante tubo de goma.
Eph llevó el órgano que aún se retorcía al mostrador, y lo depositó al lado de una balanza digital. Lo examinó a la luz de una lente de aumento y observó la pequeña punta doble que se retorcía como la cola amputada de un lagarto. Cortó el órgano a lo largo y luego retiró la carne de color rosa, dejando al descubierto los canales bifurcados y dilatados. Eph ya sabía que uno de los canales secretaba un agente narcótico y una mezcla salival de anticoagulantes cuando el vampiro mordía a su víctima, además del gusano infectado con el virus. El otro canal absorbía la sangre succionada. Los vampiros no chupaban la sangre de sus víctimas humanas. Más bien, recurrían a la física para realizar la extracción, y el segundo canal del aguijón formaba una ventosa que absorbía la sangre arterial con la misma facilidad con que el agua asciende por el tallo de una planta. El vampiro podría acelerar la acción capilar en caso de ser necesario, valiéndose de la base de su aguijón que actuaba como un pistón. Era increíble que un sistema biológico tan complejo pudiera surgir de un crecimiento endógeno radical.
El noventa y cinco por ciento de la sangre humana es agua. El resto son proteínas, azúcares y minerales, pero no grasa. Los pequeños chupasangres como los mosquitos, las garrapatas y otros artrópodos pueden sobrevivir con una pequeña ración de sangre. Tan eficientes como eran sus cuerpos transmutados, los vampiros en cambio debían consumir una dieta constante de sangre para evitar el hambre. Y como la sangre humana era básicamente agua, ellos expulsaban los residuos con frecuencia, incluso mientras se alimentaban.
Eph dejó el aguijón desollado sobre el mostrador y regresó a la mesa de disección. La sangre blanca y ácida corroía el tubo que sujetaba el cuello de la criatura, pero la cara golpeada parecía más hundida. Eph abrió el pecho de la criatura, cortando desde el esternón hasta la cintura en una «Y» clásica. A través del hueso calcificado de la caja torácica vio que el interior del pecho había mutado en cuadrantes o cámaras. Hacía mucho tiempo que sospechaba que todo el tracto digestivo se transformaba con el síndrome de la enfermedad vampírica.
Para su mente científica aquello era un hallazgo extraordinario.
Al superviviente humano, en cambio, le pareció absolutamente repugnante.
Suspendió la disección al escuchar un ruido de pasos encima de él. Eran pisadas fuertes —de zapatos—, pero algunas criaturas los utilizaban ocasionalmente, pues el calzado de calidad duraba más que otras prendas de vestir. Miró la cara aplastada y el hundimiento en la cabeza del vampiro, y esperó no haber subestimado el poder del alcance del Amo, retándolo involuntariamente.
Eph tomó su espada y su lámpara. Se ocultó en un hueco cerca de la puerta de la sala de refrigeración, desde donde su campo de visión abarcaba las escaleras. No tenía sentido esconderse: los vampiros podían oír el latido de un corazón humano, y la circulación de la sangre que ansiaban.
Los pasos descendieron lentamente hasta llegar al piso inferior y abrieron la puerta de una patada. Eph vio un destello de plata, una espada larga como la suya. De inmediato supo quién era y se tranquilizó.
Fet vio a Eph recostado contra la pared y entrecerró los ojos, tal como acostumbraba. El exterminador llevaba pantalones de lana y una chaqueta de un azul intenso. La correa de cuero de su bolsa le cruzaba el pecho. Se quitó la capucha, revelando su pelo encanecido, y envainó su espada.
—¿Vasiliy? —dijo Eph—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Fet vio la bata y los guantes de Eph, y luego miró al strigoi diseccionado en la mesa, que aún se movía.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó Fet, bajando su espada—. He llegado hoy…
Eph se apartó de la pared y recogió la mochila del suelo para guardar la espada.
—Estoy examinando a este vampiro.
Fet se acercó a la mesa y vio la cara aplastada de la criatura.
—¿Tú le has hecho eso?
—No. No directamente. Fue golpeado por un trozo de ladrillo cuando volé un hospital.
Fet miró a Eph.
—Ya veo; entonces fuiste tú…
—Me acorralaron. Bueno, casi…
Eph sintió alivio al ver a Vasiliy… y también un rayo de ira atravesándole el cuerpo. Se quedó inmóvil. No sabía qué hacer. ¿Debería abrazar al cazador de ratas, o darle una paliza?
Fet miró de nuevo al strigoi con una mueca de asco.
—Y entonces decidiste traerlo aquí para jugar con él.
—Vi en esta criatura una oportunidad para responder algunas preguntas pendientes sobre el sistema biológico de nuestros torturadores.
—Parece más bien una tortura —observó Fet.
—Bien, esa es la diferencia entre un exterminador y un científico.
—Tal vez —dijo Fet, yendo al otro lado de la mesa—. O tal vez no percibas la diferencia: como no puedes hacerle daño al Amo, atrapaste esta cosa en su lugar. ¿Te das cuenta de que esta criatura no te dirá dónde está tu hijo?
A Eph no le gustaba que le restregaran a Zack de ese modo. Eph se jugaba algo en esa batalla que ninguno de los demás entendía.
—Al estudiar su biología, busco posibles debilidades en su diseño genético. Algo que podamos explotar.
—Sabemos lo que son. Fuerzas de la naturaleza que nos invaden y que explotan nuestros cuerpos. Que se alimentan de nosotros. No son precisamente un misterio —objetó Fet.
La criatura emitió un gemido y se agitó en la mesa. Movió las caderas hacia delante y su pecho jadeó como si cargara con un compañero invisible.
—Cielos, Eph, destruye esta cosa de mierda. —Fet se alejó de la mesa—. ¿Dónde está Nora?
Intentó que la pregunta sonara despreocupada, pero no lo consiguió.
Eph respiró hondo.
—Creo que le ha pasado algo.
—¿Qué quieres decir con «algo»? ¡Habla!
—No estaba aquí cuando volví. Ni su madre tampoco.
—¿Dónde están entonces?
Creo que se las llevaron. No he tenido noticias de ella. Y si tú tampoco sabes nada, entonces le ha sucedido algo.
Fet lo miró estupefacto.
—¿Y creíste que lo mejor que podías hacer era quedarte aquí y diseccionar a un vampiro de mierda?
—Sí; quedarme aquí y esperar a que alguno de vosotros se pusiera en contacto conmigo.
Fet frunció el ceño ante la respuesta de Eph. Sintió deseos de abofetearlo y decirle que aquello era una pérdida de tiempo. Eph lo había tenido todo y Fet no tenía nada, y sin embargo, Eph desperdició o ignoró su buena fortuna. Sí, le habría gustado darle un par de bofetadas.
—Vamos, quiero ver qué es lo que ha sucedido —dijo Fet, después de lanzar un fuerte suspiro.
Eph lo condujo hasta arriba y le enseñó la silla volcada, al igual que la lámpara, la ropa y la bolsa con las armas abandonadas por Nora. Observó los ojos de Fet y vio que le ardían. Debido al engaño de Fet y de Nora, Eph se imaginaba que disfrutaría al ver sufrir a su rival, pero no lo hizo. No tenía motivos para alegrarse.
—Tiene mala pinta —dijo Eph.
—¡Mala pinta! —exclamó Fet, dándose la vuelta hacia las ventanas que miraban a la ciudad—. ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?
—¿Qué quieres que hagamos?
—Dijiste que teníamos una opción. Tenemos que rescatarla.
—¡Ah, qué fácil!
—¡Sí, fácil! ¿No querrías que te rescatáramos a ti?
—No lo esperaría.
—¿En serio? —exclamó Fet, girándose hacia él—. Creo que tenemos ideas radicalmente diferentes sobre la lealtad.
—Sí, yo también lo creo —subrayó Eph, con el suficiente énfasis para que sus palabras no pasaran desapercibidas.
Fet tardó un momento antes de responder, ignorando la alusión.
—Piensas que la han secuestrado, pero que todavía no la han convertido.
—No aquí. Pero ¿cómo podemos saberlo con certeza? A diferencia de Zack, ella no tiene un Ser Querido a quien buscar, ¿verdad?
Era otro golpe. Eph no pudo evitarlo. El ordenador con su correspondencia personal estaba ahí, sobre el escritorio.
Fet dedujo que Eph sospechaba algo. Tal vez lo estaba desafiando a que se desahogara para acusarlo abiertamente, pero Fet no le dio esa satisfacción. Así que, en lugar de responder a las insinuaciones del médico, se limitó a contestar como de costumbre, atacando el punto vulnerable de Eph.
—Supongo que fuiste de nuevo a casa de Kelly, en vez de estar aquí para encontrarte con Nora a la hora señalada. Esa obsesión con tu hijo te ha transformado, Eph. De acuerdo, él te necesita. Pero nosotros también te necesitamos. Ella te necesita. No se trata únicamente de ti y de tu hijo. Hay otros que confían en ti.
—¿Y tú qué? —replicó Eph—. ¿Qué pasa con tu obsesión con Setrakian? Por eso viajaste a Islandia. Para hacer lo que pensabas que él habría hecho. ¿Descifraste todos los secretos del Lumen? ¿No? Supongo que no. También podrías haber permanecido aquí, pero decidiste seguir los pasos del anciano; su autoproclamado discípulo.
—Me arriesgué. Tarde o temprano tendremos suerte. —Fet levantó las manos—. Pero olvídate de todo eso, concentrémonos en Nora. Ella es nuestro único problema en este momento.
—En el mejor de los casos, está fuertemente custodiada en un campamento de extracción de sangre. Si adivinamos cuál es, lo único que tendremos que hacer es entrar, encontrarla y salir por la puerta. Se me ocurren otras maneras más fáciles de suicidarnos —señaló Eph.
Fet comenzó a recoger las cosas de Nora.
—La necesitamos. Así de simple. No podemos permitirnos el lujo de perder a nadie. Debemos ponernos manos a la obra si queremos tener alguna posibilidad de salir de este lío.
—Fet…, llevamos dos años en esto. El sistema del Amo se ha consolidado. Estamos perdidos.
—Eso no es cierto; que no haya acertado con el Lumen no significa que haya vuelto con las manos vacías.
Eph intentó comprender.
—¿Comida?
—Eso también —dijo Fet.
Eph no estaba de humor para jugar a las adivinanzas. Además, con la sola mención de comida de verdad, se le hizo la boca agua y el estómago se le encogió.
—¿Dónde?
—En una nevera. Está escondida cerca. Puedes ayudarme a llevarla.
—¿Llevarla adónde?
—A Uptown —respondió Fet—. Tenemos que buscar a Gus.
Staatsburg, Nueva York
NORA IBA EN EL ASIENTO TRASERO DE UN SEDÁN que se desplazaba a toda velocidad por una zona rural de Nueva York azotada por la lluvia. Los asientos oscuros estaban limpios, pero las alfombrillas estaban cubiertas de barro. Nora iba en el extremo derecho, acurrucada en un rincón, sin saber qué sucedería a continuación.
No sabía adónde la llevaban. Después de su sorprendente encuentro con Everett Barnes, su antiguo jefe, había sido conducida por dos vampiros descomunales a un edificio con una sala llena de duchas sin cortinas. Las criaturas permanecieron cerca de la única puerta del aquel lugar. Ella habría podido negarse, pero pensó que era mejor seguir adelante y ver qué sucedía; tal vez tuviera una oportunidad mejor para escapar.
Entonces se desnudó y se duchó. Tímidamente al principio, pero cuando miró de nuevo a los vampiros, vio que estaban concentrados en la pared del fondo, con el típico aire distante en su mirada, carente de cualquier interés en las formas humanas.
El agua fría —no logró que saliera caliente— provocó una extraña sensación en su cráneo afeitado. Su piel fue aguijoneada por las gotas de agua fría que se deslizaban por el cuello y la espalda. El agua le produjo una sensación agradable. Nora cogió media pastilla de jabón del hueco de azulejos. Se enjabonó las manos, la cabeza y el vientre, y el ritual fue reconfortante. Se lavó los hombros y el cuello, haciendo una pausa para oler el perfume del jabón —a rosas y a lilas—, una reliquia del pasado. Alguien había fabricado aquella pastilla en algún sitio, junto a miles de personas, y la había empaquetado y despachado un día como cualquier otro, con sus atascos de tráfico, desplazamientos a la escuela y almuerzos apresurados. Alguien pensó que la pastilla de jabón de rosas y lilas se vendería bien, y diseñó el producto —la forma, el aroma y el color— para atraer la atención de las clientas en las abarrotadas estanterías de un Kmart o de un Walmart. Y ahora esa pastilla de jabón estaba allí, en un campamento de sangre. Un objeto arqueológico que olía a rosas y a lilas, y a tiempos pasados.
Un vestido nuevo, gris y sin mangas, estaba doblado en un banco en el centro de la sala, al lado de un par de bragas de algodón blanco. Se vistió y fue conducida de nuevo a través del barracón de cuarentena, hasta llegar a las puertas del campamento. En la parte superior, en un arco de hierro oxidado, goteaba la palabra «libertad». Un sedán llegó seguido de otro. Nora subió al primero; nadie subió al segundo.
Una división de plástico duro, similar al cristal, la separaba de la conductora. Ella era un ser humano de poco más de veinte años, vestida con traje masculino de chófer y una gorra. La parte posterior de su cráneo estaba afeitada debajo de la gorra. Nora supuso que la habían rapado, y que era, por lo tanto, una interna del campamento. Y sin embargo, el tono rosado de la nuca y el color de sus manos hizo que Nora dudara de que fuera una simple sangradora.
Nora se dio la vuelta de nuevo, obsesionada con el coche que venía detrás, tal como lo venía haciendo desde que salieron del campamento. No podía saberlo con certeza debido al resplandor de los faros en la lluvia oscura, pero algo en la postura del conductor le hizo pensar que era un vampiro. En cuanto al otro coche, tal vez fuese un vehículo de apoyo, por si ella intentaba escapar. Las puertas del sedán en el que iba estaban despojadas de sus paneles interiores y apoyabrazos, y el seguro y la manija de la ventanilla habían sido sacados.
Nora se esperaba un largo viaje, pero tras recorrer tres o cuatro kilómetros, el coche salió de la carretera y atravesó la verja de un portón abierto. En medio del espesor y la oscuridad de la niebla, al final de un largo y ondulado camino, se alzaba la casa más grande y sofisticada que había visto nunca. Enclavada en la campiña de Nueva York como si se tratara de una mansión feudal europea, casi todas sus ventanas brillaban con una luz amarilla y cálida, como anunciando una fiesta.
El sedán se detuvo. La conductora permaneció detrás del volante mientras un mayordomo se acercaba con dos paraguas, uno de ellos abierto por encima de su cabeza. Abrió la puerta de Nora para protegerla de la lluvia fangosa con el otro paraguas que traía en la mano, y la acompañó hasta las escaleras de mármol pulido. Cuando entraron en la casa, el hombre dejó los paraguas, sacó una toalla blanca de un estante cercano y le limpió el barro de los pies.
—Por aquí, doctora Martínez —le dijo.
Ella lo siguió por un pasillo ancho, sintiendo la frescura del suelo de madera bajo las plantas de sus pies descalzos. Las habitaciones estaban bien iluminadas, la ventilación del piso emanaba un aire cálido y se olía la suave fragancia de un producto de limpieza. Todo era muy civilizado y humano; es decir, como un sueño. La diferencia entre el campamento de extracción de sangre y aquella mansión era la misma que había entre la ceniza y el satén.
El mayordomo abrió la puerta doble que daba a un comedor opulento provisto de una larga mesa en la que se había colocado servicio solo para dos, en un extremo. Los platos tenían los bordes dorados y estriados y un pequeño escudo en el centro. Los vasos eran de cristal, pero los cubiertos eran de acero inoxidable. Al parecer, esta era la única concesión a la realidad de un mundo gobernado por vampiros en toda la mansión.
Un frutero con ciruelas exquisitas, una fuente de porcelana con repostería variada y dos bandejas con trufas de chocolate y otros dulces deliciosos se le ofrecían a la vista entre los dos platos puestos. Las ciruelas invitaban a cogerlas. Estiró la mano y se detuvo, recordando el agua con sedantes que le suministraron en el campamento. Necesitaba resistir la tentación y tomar decisiones inteligentes a pesar del hambre.
Permaneció de pie, descalza en medio del solitario comedor. La música sonaba suavemente dentro de la casa. Nora reparó en la otra puerta lateral, y pensó en girar el pomo, pero se sentía observada. Miró en busca de cámaras pero no vio ninguna.
La segunda puerta se abrió. Barnes entró, de nuevo con su uniforme de almirante completamente blanco. Su piel parecía sana, radiante y sonrosada alrededor de su barba blanca y recortada al estilo Van Dyke. Nora casi había olvidado el aspecto saludable que podía tener un ser humano bien alimentado.
—Bien —dijo él, caminando a lo largo de la mesa en dirección a Nora; llevaba una mano en el bolsillo, con el aire de un respetable propietario de una mansión—, este es un entorno mucho más favorable para encontrarnos de nuevo, ¿verdad? La vida en el campamento es muy triste. Este lugar es mi refugio —prosiguió, señalando la estancia con la mano—. Es demasiado grande para mí, por supuesto. Pero con el poder del derecho de expropiación, todo lo que aparece en el menú tiene el mismo precio, así que ¿por qué conformarse con menos de lo que uno se merece? Tengo entendido que esta mansión perteneció alguna vez a un pornógrafo. Todo esto fue comprado con el producto de la obscenidad, así que no me siento tan mal.
Sonrió, y las comisuras de su boca alzaron los bordes de su barba puntiaguda mientras se acercaba a Nora.
—¿No has comido? —le preguntó, mirando la bandeja rebosante de dulces; a continuación, cogió un pastel rociado con una fina capa de azúcar—. Supuse que estarías muerta de hambre. —Miró el pastel con orgullo—. Los han hecho para mí. Todos los días, en una panadería de Queens, únicamente para mí. Soñaba con ellos cuando era niño, pero no podía permitirme el lujo… En cambio, ahora…
Barnes le dio un mordisco. Se sentó en la cabecera de la mesa, desdobló la servilleta y la extendió sobre su rodilla.
Al constatar que la comida no contenía ninguna sustancia extraña, Nora tomó una ciruela y la devoró con rapidez. Cogió una servilleta para limpiarse el jugo de su barbilla, y luego se comió otra.
—Cabrón —le dijo con la boca llena.
Barnes sonrió abiertamente; esperaba algo mejor de ella.
—Guau, Nora; directa al grano… o más bien «realista». ¿Te parece «oportunista»? Podría aceptarlo. Tal vez. Pero este es un Nuevo Mundo. Los que aceptan ese hecho y se adaptan a él pueden sacarle partido.
—¡Qué noble! Un simpatizante de esos… monstruos.
—Al contrario, diría que la empatía es un rasgo del cual carezco.
—Un especulador, entonces.
Barnes pensó en eso, jugando a sostener una conversación educada; terminó su pastel y comenzó a chuparse los dedos.
—Tal vez.
—¿Qué tal «traidor», o «hijo de puta»?
Barnes golpeó la mesa con su mano.
—Basta —protestó, rechazando el calificativo como si fuese una mosca insidiosa—. ¡Te estás aferrando a la santurronería porque es lo único que te queda! ¡Mírame! Observa todo lo que tengo…
Nora no apartó sus ojos de él.
—Mataron a todos los líderes en las primeras semanas. A los formadores de opinión, a las personas más válidas. Todo para que alguien como tú ascendiera a la cima. No es algo que te deje en muy buen lugar, que digamos; flotar en el desagüe…
Barnes sonrió, fingiendo que su opinión sobre él no le importaba.
—Estoy tratando de ser civilizado. Intento ayudarte. Así que siéntate…, come…, conversa…
Nora retiró su silla para sentarse a una prudente distancia de él.
—Permíteme —dijo Barnes, y comenzó a untar la mantequilla y la mermelada de frambuesa en un cruasán con un cuchillo sin filo—. Estás empleando términos bélicos como «traidor» y «especulador». La guerra, si alguna vez la hubo, ha terminado. Unos cuantos humanos como tú aún no han aceptado esta realidad. Sin embargo, te estás engañando. Pero ¿significa eso que todos debemos ser esclavos? ¿Es esa la única opción? No lo creo. Hay un espacio intermedio, incluso un lugar cerca de la cima. Para aquellos con habilidades excepcionales y la suficiente perspicacia para aplicarlas, claro está.
Dejó el cruasán en el plato de Nora.
—Había olvidado lo poco de fiar que eres —dijo ella—. Y lo ambicioso.
Barnes sonrió como si hubiera recibido un cumplido.
—Bueno, la vida en el campamento puede ser satisfactoria. No vivir únicamente para uno mismo, sino para los demás. Esta función humana tan básica a nivel biológico (producir sangre) es un recurso esencial para ellos. ¿Crees que eso nos deja sin ninguna ventaja? No si uno mueve bien las fichas; si puedes demostrarles que tienes un verdadero valor.
—Como carcelero.
—De nuevo, Nora, eres muy reduccionista. Tu lenguaje es el de los perdedores. Creo que el campamento no existe para castigar ni oprimir. Es simplemente una instalación, construida para garantizar una producción masiva y una eficiencia máxima. Mi opinión (aunque considero que es un hecho obvio) es que la gente aprende rápidamente a apreciar una vida con expectativas claramente definidas; con reglas sencillas y comprensibles para sobrevivir. Si provees, serás provista. Hay un verdadero consuelo en eso. La población humana ha disminuido casi un tercio en todo el mundo. Gran parte de esta situación es obra del Amo, pero la gente se mata entre sí por asuntos simples…, como la comida que tienes ante ti. Así que te aseguro que la vida en el campamento, cuando te entregues completamente a ella, estará bastante libre de estrés.
Nora rechazó el cruasán y se sirvió una limonada.
—Creo que lo más espantoso es que realmente crees en eso que estás diciendo.
—La idea de que los seres humanos son superiores a los animales (y que fuimos escogidos para dominar la Tierra) es lo que nos ha causado problemas. Nos ha hecho establecernos y ser complacientes. Privilegiados. Cuando pienso en los cuentos de hadas que solíamos contarnos a nosotros mismos, y unos a otros acerca de Dios…
Un criado abrió una de las puertas y entró, sosteniendo una botella cubierta con una tela dorada en una bandeja de latón.
—¡Ah —dijo Barnes, acercando su copa vacía—, el vino!
Nora vio al criado escanciar una pequeña cantidad en la copa de Barnes.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó.
—Priorato, un vino español. Bodega Palacios, L’Ermita, 2004. Te gustará. Además de esta hermosa casa, heredé una magnífica bodega.
—Me refiero a todo esto. Al motivo de haberme traído hasta aquí. ¿Por qué? ¿Qué quieres?
—Ofrecerte algo. Una gran oportunidad. Algo que podría mejorar sustancialmente tu suerte en esta nueva vida, y tal vez para siempre.
Nora lo vio degustar el vino y aprobarlo, permitiendo que el criado llenara su copa.
—¿Necesitas otra conductora? ¿Alguien que lave los platos? ¿Alguien que administre el vino? —inquirió con sorna.
Barnes sonrió con una especie de velada timidez. Miraba las manos de Nora como si quisiera tomarlas entre las suyas.
—¿Sabes, Nora? Siempre he admirado tu belleza. Y…, para ser sincero, siempre creí que Ephraim no se merecía a una mujer como tú…
Nora abrió la boca para hablar. No articuló ninguna palabra, solo dejó escapar el aire, vaciando sus pulmones con una exhalación silenciosa.
—Es evidente que, en aquel entonces, en un entorno gubernamental, habría sido… poco profesional hacer cualquier tipo de insinuación a un subalterno. Se le llamaba acoso, o algo así. ¿Recuerdas esas reglas tan ridículas y poco naturales, y cómo se resintió la civilización al final? Ahora tenemos un orden de cosas mucho más natural. Quien quiere y puede… conquista y toma.
Nora tragó saliva antes de poder recuperar el habla.
—¿Estás diciendo lo que yo creo, Everett?
Él se sonrojó un poco, como si su insinuación careciera de convicción.
—No queda mucha gente de mi vida anterior. Ni de la tuya. ¿No sería bueno recordar el pasado de vez en cuando? Creo que eso sería muy agradable: compartir experiencias comunes. Anécdotas del trabajo…, fechas y lugares. Recordar cómo solían ser las cosas. Hemos compartido muchas cosas: nuestra profesión, la experiencia laboral. Incluso podrías practicar la medicina en el campamento, si quisieras. Creo recordar que tienes formación en trabajo social. Podrías cuidar a los enfermos, y prepararlos para que se incorporen de nuevo a la fuerza productiva. O realizar incluso una labor más seria si así lo prefieres. Tengo mucha influencia, ¿sabes?
Nora mantuvo su voz en un tono uniforme:
—¿Y a cambio?
—¿A cambio? El lujo. Las comodidades. Podrías vivir aquí conmigo, a modo de prueba inicialmente. Ninguno de los dos quiere comprometerse con una mala situación. Con el tiempo, el acuerdo podría llegar a ser muy agradable para ambos. Lamento no haberte encontrado antes de que afeitaran tu hermosa cabellera. Pero tenemos pelucas…
Barnes estiró su mano hacia el cuero cabelludo de Nora, pero ella se enderezó con rapidez y retrocedió.
—¿Es así como consiguió trabajo tu conductora? —le espetó.
Barnes retiró su mano con lentitud y en su rostro se reflejó cierto arrepentimiento. No por sí mismo, sino por Nora, como si ella hubiera cruzado bruscamente una línea que no debía cruzar.
—Bien —dijo él—, parece que sucumbiste con mucha facilidad ante Goodweather, que era tu jefe inmediato.
Nora se sintió menos ofendida que incrédula.
—Así que es eso —replicó—. No te gustó eso. Eras el jefe de mi jefe. Pensabas que eras el único que podía… tener derechos desde la primera noche, ¿verdad?
—Simplemente intento recordarte que no se trata de tu primera vez en lo que a esta situación se refiere.
Se sentó, cruzando las piernas y los brazos, como un polemista convencido de la contundencia de sus argumentos.
—Esta no es una situación inusual para ti —recalcó.
—¡Guau! —exclamó ella—. Realmente eres más imbécil de lo que siempre pensé…
Barnes sonrió imperturbable.
—Creo que tu elección es sencilla. Vivir en el campamento… o (potencialmente, si juegas bien tus cartas) quedarte aquí. Es una alternativa que ninguna persona en su sano juicio pensaría mucho tiempo.
Nora esbozó una sonrisa forzada a causa de su incredulidad, con el rostro contraído con un rictus de desprecio.
—Eres una mierda inmunda —dijo—. Eres peor que un vampiro, ¿lo sabías? No es una necesidad para ti, solo una oportunidad. Un viaje al poder. Una violación real sería demasiado complicada para ti, y por eso prefieres atarme con «lujos». Quieres que esté satisfecha y conforme. Agradecida por ser explotada. Eres peor que un monstruo. Puedo ver por qué encajas tan bien en sus planes. Pero no hay suficientes ciruelas en esta casa, ni en este planeta arruinado, que me hagan…
—Tal vez unos días en un entorno más duro te harían cambiar de opinión.
Los ojos de Barnes se habían endurecido mientras ella soltaba su diatriba contra él. El director pareció aún más interesado en ella, como si quisiera acortar la distancia insalvable que lo separaba de Nora.
—Si realmente decides permanecer allí, aislada y en la oscuridad (estás, obviamente, en tu derecho), déjame recordarte lo que puedes esperar. Sucede que tu tipo de sangre es B positivo, que por alguna razón (¿su sabor?, ¿algún beneficio nutricional?) es el más codiciado por los vampiros. Eso significa que serás apareada. Como has entrado en el campamento sin un compañero, escogerán uno para ti. También será B positivo, a fin de incrementar las posibilidades de dar a luz hijos con este tipo de sangre. Alguien como yo. Eso puede arreglarse fácilmente. Luego, durante el resto de tu etapa fértil, estarás embarazada o amamantando. Lo cual tiene sus ventajas, como habrás podido ver. Mejor vivienda, mejores raciones de frutas y verduras cada día. Por supuesto, si tuvieras algún problema para concebir, después de un tiempo razonable y tras numerosos intentos utilizando diversos medicamentos para la fertilidad, serás enviada a un campamento de trabajos forzados y te sangrarán cinco días a la semana. Al cabo de un tiempo, si me permites ser totalmente sincero, morirás.
Barnes esbozaba una sonrisa forzada.
—… Además, como me he tomado la libertad de examinar tus formularios de admisión, «señora Rodríguez», sé que fuiste llevada al campamento con tu madre.
Nora sintió un cosquilleo en la base de la nuca, donde antes le crecía el cabello.
—Fuiste detenida en el metro cuando intentabas esconderla. Me pregunto adónde ibais.
—¿Dónde está ella? —preguntó Nora.
—Aún con vida, en realidad. Pero como has de saber, debido a su edad y a su enfermedad tan evidente, está programada para ser desangrada y retirada de manera definitiva.
Nora sintió que la visión se le nublaba.
—Ahora bien —dijo Barnes, descruzando los brazos para tomar una trufa de chocolate blanco—, es perfectamente posible hacer algo al respecto. Quizá…, se me ocurre ahora, pueda ser traída incluso aquí, en una especie de retiro. Tendría su propia habitación, y posiblemente una enfermera. Podría estar bien cuidada.
A Nora le temblaron las manos.
—¿Así que… quieres follar conmigo y jugar a las casitas?
Barnes mordió la trufa, deleitado con el sabor de la crema en su paladar.
—Esto podría haber sido mucho más placentero, ¿sabes? Intenté un trato decente. Soy un caballero, Nora.
—¡Eres un hijo de puta! Eso es lo que eres.
—Ajá —asintió complacido—. Es tu temperamento latino, ¿verdad? Pendenciero. Está bien.
—Eres un maldito monstruo.
—Eso ya lo mencionaste. Ahora, hay algo más que quiero que consideres. Supongo que no ignoras que lo primero que debería haber hecho cuando te vi en la casa de detención habría sido revelar tu verdadera identidad y entregarte al Amo, quien estaría más que encantado de saber más sobre el doctor Goodweather y sobre el resto de tu pandilla de rebeldes; como por ejemplo, su paradero actual y el alcance de sus recursos. Incluso, simplemente saber adónde ibais tú y tu madre en ese metro de Manhattan, o… de dónde veníais. —Barnes sonrió con satisfacción—. Se sentiría muy animado al obtener esa información. Puedo decir con plena seguridad que el Amo disfrutaría de tu compañía incluso más que yo. Y que podría utilizar a tu madre para dar contigo. No hay dudas al respecto. Si regresas al campamento, tarde o temprano serás descubierta. También puedo asegurarte eso. —Barnes se puso en pie, alisando los pliegues de su uniforme y retirando las migajas—. Así que ahora entiendes que también tienes una tercera opción. Una cita con el Amo, y con la eternidad en calidad de vampira.
La mirada de Nora se hizo borrosa. Se sintió cansada, casi mareada. Tal vez eso no era muy diferente a lo que se debía sentir al ser sangrada.
—Pero tienes una decisión sobre la cual reflexionar —sentenció Barnes—. No te robaré más tiempo. Sé que quieres regresar de inmediato al campamento y ver a tu madre mientras aún esté con vida.
Se dirigió a la puerta doble, abrió las dos hojas de un empujón y salió al elegante pasillo.
—Piénsalo, y comunícame qué has decidido. El tiempo se agota…
Nora se metió un cuchillo de la mesa en el bolsillo sin que él lo notara.
Debajo de la Universidad de Columbia
GUS SABÍA QUE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA había sido muy importante. Con numerosos edificios antiguos, una matrícula descabelladamente cara, exceso de seguridad y cámaras. En aquel entonces, veía a algunos de los estudiantes tratando de mezclarse con la gente del barrio, en parte por un sentido de comunidad —algo que no alcanzaba a entender—, o por razones ilícitas, que sí comprendía muy bien. Pero ahora, en cuanto a la universidad como tal, el campus abandonado de Morningside Heights y todas sus instalaciones ya no tenían mucho valor.
Ahora era la base de Gus, su sede de operaciones y su casa. Nunca lograrían sacar al pandillero mexicano de su territorio; de hecho, lo volaría antes de permitirlo. Cuando sus actividades de cacería y sabotajes se redujeron en número y se hicieron más selectivas, Gus comenzó a buscar una base permanente; realmente la necesitaba. No era fácil ser eficiente en este mundo nuevo y loco. Sobrevivir se convirtió en una ocupación de veinticuatro horas al día y siete días a la semana, y cada vez resultaba menos gratificante. La policía, el departamento de bomberos, los servicios médicos y de vigilancia del tráfico habían sido sometidos. Mientras buscaba un lugar donde protegerse en sus viejos refugios de Harlem, volvió a contactar con dos compañeros de sabotaje y miembros de su pandilla —La Mugre del Harlem Latino—. Bruno Ramos y Joaquín Soto.
Bruno estaba gordo —no había otra manera de decirlo— y se alimentaba básicamente de Cheetos y cerveza. Joaquín en cambio era delgado y musculoso. Bien peinado, con los brazos cubiertos de tatuajes y un espíritu a prueba de bomba. Ambos se consideraban hermanos de Gus y darían la vida por él. Habían nacido para ello.
Joaquín pasó un tiempo en chirona con Gus. Compartieron la misma celda. Gus estuvo recluido dieciséis meses. Ambos se guardaban las espaldas mutuamente y Joaquín había pasado bastante tiempo en aislamiento después de romperle los dientes a un guardia de un codazo, un negro fornido llamado Raoul —qué nombre de mierda para alguien sin dientes: Raoul—. Después de la llegada de los vampiros —que algunos llamaban «la Caída»—, Gus contactó de nuevo con Joaquín durante el saqueo a una tienda de artículos electrónicos. Joaquín y Bruno le ayudaron a cargar un televisor de plasma grande y una caja con videojuegos.
Habían ocupado juntos la universidad, por aquel entonces parcialmente infectada. Puertas y ventanas se hallaban clausuradas con planchas de acero, los interiores arrasados y profanados con residuos de amoniaco. Los estudiantes huyeron a tiempo, evacuando la ciudad y regresando a sus hogares. Joaquín pensaba que no habían llegado muy lejos.
Lo que encontraron, tras merodear por los edificios abandonados, fue un sistema de túneles debajo de los cimientos. Un libro en la vitrina de la oficina de admisiones le indicó a Joaquín que el campus había sido construido originalmente sobre los cimientos de un manicomio del siglo XIX. Los arquitectos de la universidad derribaron todos los edificios del hospital, salvo uno, y luego construyeron sobre la cimentación existente. Muchos de los túneles interconectados eran utilizados para las tuberías de vapor —con una condensación tan alta que quemaba—, y para los muchos kilómetros de cableado eléctrico. Con el tiempo, algunos de estos pasajes fueron sellados para evitar que los estudiantes en busca de emociones y los espeleólogos urbanos sufrieran algún percance.
Juntos habían explorado y ocupado la mayor parte de esta red subterránea que conectaba casi todos los setenta y un edificios del campus, localizados entre Broadway y Amsterdam en el sector de Upper West Side. Algunos tramos —los más alejados— permanecieron sin explorar, simplemente porque no había tiempo suficiente de día ni de noche para cazar vampiros, sembrar el caos en todo Manhattan y despejar túneles húmedos.
Gus había excavado su propia cueva, emplazada en un cuadrante de la plaza principal del campus. Sus dominios comenzaban justo debajo del único edificio del antiguo manicomio que continuaba en pie, el Buell Hall, iba por debajo de la biblioteca Low Memorial y del Kent Hall, y terminaba en el Philosophy Hall, el edificio en cuyo exterior había una estatua de bronce de un tipo desnudo, sentado y pensativo.
Los túneles eran una madriguera agradable, la guarida de un villano de verdad. Los fallos en el sistema de vapor le permitían a Gus tener acceso a áreas raramente visitadas durante más de un siglo. Las fibras gruesas y negras que sobresalían de las grietas de las paredes subterráneas eran auténticas crines de caballo, utilizadas para darle solidez a la mezcla de argamasa, y lo habían guiado hasta un subsótano húmedo donde encontró varias celdas con barrotes.
Se trataba de las celdas de aislamiento, donde encerraban a los locos más peligrosos. No vieron esqueletos, cadenas, ni nada similar, aunque sí unos arañazos en la mampostería de piedra, y no se requería mucha imaginación para oír los ecos fantasmales de los gritos espantosos y desgarradores de los siglos pasados.
Este era el lugar donde él la mantenía: a su madre[3]. En una jaula de dos metros y medio de largo por casi dos de ancho con barrotes de hierro desde el techo hasta el suelo, formando una celda en semicírculo, en un rincón. La madre de Gus tenía las manos atadas a la espalda con un par de esposas gruesas y sin llaves que había encontrado debajo de la mesa de una cámara cercana. Un casco negro de motocicleta le cubría la cabeza, gran parte del cual se encontraba abollado a causa de los frecuentes cabezazos que le daba a los barrotes durante los primeros meses de su cautiverio. Gus le selló el protector del casco en la piel del cuello. Era la única forma en que podía contener el aguijón de su madre, por su propia seguridad. El protector también le cubría la carúncula, de un tamaño desmedido, cuya vista lo ponía enfermo. Había retirado la visera de plástico reemplazándola con un cierre de hierro plano, pintado de negro mate y con bisagras a los lados. Los moldes para las orejas en el interior del casco los rellenó con guatas de algodón grueso.
Por lo tanto, ella no podía ver ni oír nada, y sin embargo, cuando Gus entraba a la cámara, el casco giraba y lo seguía. Extrañamente, la cabeza de su madre se movía en perfecta sintonía con su desplazamiento, escoltándolo a través del pasillo. Ella gorjeaba y chillaba en el centro de la celda, desnuda, con su desgastado cuerpo de vampiro sucio con el polvo del antiguo manicomio. Gus había intentado cubrirla con capas, abrigos y mantas a través de los barrotes, pero todo eso había desaparecido. Ella no tenía necesidad de ropa ni idea alguna del pudor. Las plantas de sus pies habían desarrollado una plataforma de callos tan gruesa como la suela de unas zapatillas deportivas. Los insectos y los piojos vagaban libremente por su cuerpo, y sus piernas estaban manchadas y curtidas por las defecaciones. Tenía parches de piel morena en torno a los muslos y las pantorrillas pálidas y venosas.
Hacía unos meses, después de la pelea dentro del túnel del río Hudson, Gus se apartó de los demás cuando el aire se había despejado. En parte debido a su naturaleza, y en parte también por su madre. Él sabía que ella lo encontraría pronto —a su Ser Querido— y se preparó para su llegada. Cuando hizo su aparición, Gus la arrojó al suelo, le puso una bolsa en la cabeza y la ató. Ella opuso la resistencia propia de un vampiro, pero Gus logró ponerle el casco, enjaulándole la cabeza e inmovilizando su aguijón. Luego le esposó las manos y la arrastró por el cuello del casco hasta ese calabozo. A su nuevo hogar.
Gus metió las manos entre los barrotes y le levantó la visera. Sus pupilas negras y mortecinas, rodeadas de púrpura, lo miraron enloquecidas y sin alma, pero sedientas de sangre. Cada vez que él le levantaba la lámina de hierro, podía sentir su deseo de sacar el aguijón, y a veces, cuando ella lo intentaba de manera insistente, capas espesas de lubricante brotaban por las fisuras.
En el transcurso de su vida en común, Bruno, Joaquín y Gus habían conformado una gran familia atípica. Bruno siempre estaba entusiasmado, y por alguna razón, tenía el don de hacerlos reír. Compartían todas las tareas domésticas, pero solo Gus podía tener contacto directo con su madre. Todas las semanas la lavaba de la cabeza a los pies y mantenía su celda tan limpia y seca como era humanamente posible.
El casco abollado le daba una apariencia de autómata, como si fuera un robot o un androide maltrecho. Bruno recordaba una película de serie B que habían puesto una noche en la televisión, llamada El monstruo robot. La criatura protagonista tenía un casco de acero atornillado sobre un cuerpo salvaje, semejante al de un simio. Así era como él veía a los Elizalde: Gustavo contra el monstruo robot.
Gus sacó una pequeña navaja de su chaqueta y mostró la hoja de plata. Los ojos de su madre lo observaron con la misma expresión que un animal enjaulado. Se remangó el puño izquierdo, estiró los dos brazos por los barrotes de hierro, sosteniéndolos sobre el casco mientras los ojos apagados de su madre seguían la hoja de plata. Gus presionó la punta afilada contra su antebrazo, haciéndose una pequeña incisión de poco más de un centímetro de extensión. La sangre púrpura manó de la herida. Gus bajó el brazo para que la sangre resbalara por su muñeca y cayera en el interior del casco.
Miró los ojos de su madre mientras su boca y su aguijón trabajaban ocultos dentro del casco, ingiriendo la ración de sangre.
Cuando había tomado el equivalente a un vaso, él sacó los brazos de la jaula. Gus se retiró a una pequeña mesa que había al otro lado; arrancó un pedazo de papel de un rollo grueso y marrón y lo presionó sobre la herida, sellando el corte con un desinfectante líquido que exprimió de un tubo casi vacío. Sacó una toallita húmeda de una caja y limpió la mancha de sangre de su brazo, que tenía cortes similares, y que se sumaban a su ya impresionante exhibición de arte corporal. Para alimentarla, repetía el proceso una y otra vez, abriendo y reabriendo las mismas viejas heridas, trazando con letras de sangre la palabra «madre» en su piel.
—Te he traído algo de música, mamá —dijo, sacando un puñado de CD quemados y en mal estado—. Algunos de tus favoritos: Los Panchos, Los Tres Ases, Javier Solís…
Gus miró a su madre, que se alimentaba de su propia sangre allí en la jaula, e intentó acordarse de la mujer que lo había criado. Era una madre soltera con un marido temporal o novios ocasionales. Intentó darle lo mejor, lo cual era diferente a hacer siempre lo correcto. Había perdido la batalla por la custodia: era ella o la calle. Al final, era el barrio el que le había criado. Era el comportamiento de la calle el que Gus emulaba, antes que el de su madre. Él lamentaba muchas cosas, pero no podía cambiarlas. Decidió recordar su primera época, cuando ella lo acariciaba y le cuidaba las heridas después de una pelea en el barrio. Y la bondad y el amor en sus ojos, incluso cuando estaba enfadada…
Todo eso se había esfumado. Para siempre.
Gus le había faltado al respeto muchas veces en la vida. ¿Por qué ahora la veneraba estando muerta en vida? Él no conocía la respuesta. No entendía las fuerzas que lo impulsaban. Lo único que sabía era que verla en ese estado —y alimentarla— lo cargaba de energía como una batería. Lo llenaba de locura por vengarse.
Colocó uno de los CD en un lujoso aparato estéreo que había robado de un coche repleto de cadáveres. Le había acoplado unos altavoces de diferentes marcas para lograr un sonido óptimo. Javier Solís comenzó a cantar No te doy la libertad, un bolero rabioso y melancólico que resultó extrañamente apropiado para la ocasión.
—¿Te gusta, madre? —le preguntó, sabiendo muy bien que solo se trataba de un monólogo—. ¿Lo recuerdas?
Gus regresó a la pared de la jaula. Introdujo la mano para cerrar el panel frontal y sumirla en la oscuridad del casco, cuando vio un destello súbito. Algo se manifestaba a través de sus ojos.
Había visto eso antes. Sabía lo que significaba.
La voz, que no era la de su madre, retumbó en su cabeza.
Puedo saborearte, muchacho —prorrumpió el Amo—. Pruebo tu sangre y tu deseo. Pruebo tu debilidad. Sé con quién estás aliado… Mi hijo bastardo.
Los ojos permanecieron enfocados en él, con una pequeña chispa en su interior, igual a la pequeña luz roja de una cámara indicando que graba automáticamente.
Gus intentó despejar su mente. Intentó no pensar en nada. Gritarle a la criatura que hablaba a través de su madre no conducía a nada. Había aprendido eso. A resistir, como el viejo Setrakian le habría aconsejado. Gus entrenándose a sí mismo para enfrentarse a la oscura inteligencia del Amo.
Sí, sí…, el viejo profesor. Él tenía planes para ti. Si pudiera verte en este momento, alimentando a tu madre del mismo modo en que él solía hacerlo con el corazón infestado de su esposa, a quien había perdido hacía tanto tiempo. Él fracasó, Gus. Como te pasará a ti, tarde o temprano.
Gus dirigió el dolor de su cabeza para recordar a su madre tal como había sido en otro tiempo. Su ojo mental observó esa imagen en un intento de bloquear todo lo demás.
Tráeme a los otros, Augustin Elizalde. Tu recompensa será grandiosa. Tu supervivencia estará asegurada. Vivirás como un rey, no como una rata. De lo contrario… no habrá misericordia. No importará cuánto me supliques una segunda oportunidad, no te escucharé. Tu tiempo se agota.
—Esta es mi casa —dijo Gus en voz alta, pero sin alterarse—. Es mi mente, demonio. No eres bienvenido aquí.
¿Y qué pasa si te la devuelvo? Su voluntad está guardada en mí al igual que miríadas de voces. Pero puedo encontrarla para ti, invocarla para ti. Puedo devolverte a tu madre.
Y entonces, los ojos de la madre de Gus se hicieron casi humanos. Se dulcificaron, húmedos, y se llenaron de dolor.
—¡Hijito! —exclamó—. Hijo mío, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy así…? ¿Qué me estás haciendo?
Todo eso lo golpeó como un martillazo en la frente: su desnudez, la locura, la culpa, el horror…
—¡No! —gritó, y metió su mano temblorosa por los barrotes para cerrarle la visera de inmediato. Y tan pronto lo hizo, Gus se sintió liberado como por una mano invisible. Y la risa del Amo estalló en el casco. Gus se tapó los oídos, pero la voz continuó retumbando en su cabeza hasta desaparecer como un eco.
El Amo pretendía sostener una conversación prolongada, para dar con su paradero y enviar a su ejército de vampiros para que acabaran con él.
Era solo un truco. «¡Con mi madre no te metas, cabrón! Solo es un truco». Él sabía que no se puede pactar con el diablo. «“Vivirás como un rey”. ¡Muy bien! Como el rey de un mundo devastado». Como el rey de la Nada. Pero allá en el sótano, él se sentía vivo. Un agente del caos. «Caca grande». La mierda en la sopa del Amo.
El desvarío de Gus fue interrumpido por el ruido de unas pisadas en los túneles. Se acercó a la puerta y vio una luz artificial que venía del otro lado de la esquina.
Fet entró, seguido de Goodweather. Gus había visto a Fet un par de meses atrás, pero llevaba bastante tiempo sin tener noticias del doctor, que tenía peor aspecto que nunca.
Ellos no conocían a la madre de Gus; ni siquiera sabían que él la mantenía allí. Fet fue el primero en verla, y se arrimó a los barrotes. El casco lo siguió. Gus les explicó la situación y les dijo que todo estaba bajo control; que ella no era una amenaza para él, para sus amigos ni para la misión.
—¡Santo Cristo! —exclamó el exterminador—. ¿Desde cuándo?
—Desde hace mucho —respondió Gus—. Pero no me gusta hablar de eso.
Fet se movió a un lado, viendo cómo el casco lo seguía.
—¿Ella no puede ver?
—No.
—¿El casco funciona? ¿Bloquea al Amo?
—Eso creo. Además, ella ni siquiera sabe dónde está…, es un asunto de triangulación. Ellos necesitan la vista y el sonido, y algún tipo de función dentro del cerebro para conectarse contigo. Yo mantengo uno de esos sentidos bloqueado todo el tiempo: sus oídos. La lámina de la cara le impide ver. Es su cerebro de vampiro y su sentido del olfato lo que te detecta.
—¿Con qué la alimentas? —le preguntó Fet.
Gus se encogió de hombros. La respuesta era obvia.
—¿Por qué la mantienes aquí? —inquirió Goodweather.
—Creo que eso no es de tu puta incumbencia, doctor… —respondió Gus, visiblemente molesto.
—Se ha ido. Esa cosa no es tu madre.
—¿Realmente crees que no lo sé?
—No hay razón para mantenerla. Necesitas liberarla. Ahora… —sentenció Goodweather.
—No necesito hacer nada. Es mi decisión. Mi madre.
—Ya no es así, no lo es. Si descubro que mi hijo ha sido convertido, lo liberaré. Yo mismo lo liquidaré, sin dudarlo un instante.
—Ella no es tu hijo, y tampoco es asunto tuyo.
Gus no alcanzaba a distinguir con claridad los ojos de Goodweather en la penumbra. La última vez que se habían visto, Gus notó que él estaba bajo el efecto de los estimulantes. El buen doctor se automedicaba antes, y dedujo que también ahora.
Gus le dio la espalda y se dirigió a Fet, interrumpiendo la conversación con el médico.
—¿Cómo han ido tus vacaciones, hombre?
—Ah, divertidas. Muy relajantes —dijo Fet—. Bueno, en realidad no; ha resultado ser una búsqueda inútil, pero con un final interesante. ¿Y cómo van los combates en las calles?
—Hago todo lo que puedo para mantener la presión. Es el Programa Anarquía, ¿sabes? El Agente Sabotaje acudiendo al servicio cada maldita noche. Quemé cuatro guaridas de vampiros la semana pasada. Una semana antes volé un edificio. Nunca supieron quién los atacó. Guerra de guerrillas y sucios trucos de mierda. Luchar contra el poder, manito.
—Lo necesitamos. Cada vez que hay una explosión en la ciudad, una columna de humo o que se levanta el polvo en medio de la lluvia, la gente se da cuenta de que todavía quedamos algunos para defendernos. Es otra cosa que los vampiros tienen que explicar.
Fet se acercó a Goodweather.
—Eph destruyó el Hospital Bellevue ayer. Hizo detonadores con tanques de oxígeno.
—¿Qué estabas buscando en el hospital? —le preguntó Gus, dándole a entender a Eph que estaba al tanto de su pequeño y sucio secreto.
Fet era un luchador, un asesino como Gus. Goodweather era más complicado, y lo que necesitaban ahora era simplicidad. Gus no confiaba en él.
—¿Recuerdas al Ángel de Plata? —preguntó, dirigiéndose a su colega.
—Claro que sí —respondió Fet—. El viejo luchador.
—El Ángel de Plata. —Gus se besó el pulgar y honró la memoria del luchador levantando el puño—. Entonces llámame de ahora en adelante el Ninja de Plata. Mis movimientos te harían girar la cabeza con tal rapidez que se te caería todo el pelo. Dos amigos y yo descuartizamos que no te lo creerías.
—Ninja de Plata. Me gusta.
—Asesino de vampiros. Soy una leyenda. Y no descansaré hasta que todas sus cabezas cuelguen de estacas por todo Broadway.
—Todavía están colgando cadáveres en las señales de tráfico. Les encantaría tener el tuyo.
—Y el tuyo. Ellos creen que son malos, pero yo soy diez veces más peligroso que cualquier chupasangre. ¡Vivan las ratas!
—Quisiera tener a una docena como tú —aprobó Fet con una sonrisa, y estrechó la mano de Gus.
Gus hizo un gesto con la mano.
—Si consiguieras una docena como yo, terminaríamos matándonos entre nosotros.
Gus los condujo al sótano del Buell Hall, donde Fet y Goodweather depositaron la nevera Coleman. Luego los llevó por un túnel a la biblioteca Low Memorial, y a continuación subieron a las oficinas administrativas para llegar hasta el tejado del edificio. La tarde, ya avanzada, era fresca y oscura, sin lluvia; solo una nube de hollín de un negro inquietante se extendía sobre el río Hudson.
Fet abrió la nevera, dejando al descubierto dos atunes magníficos sobre el poco hielo que había logrado conseguir en la bodega del barco ruso.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Fet.
Comerlos crudos era lo más natural, pero Goodweather les impartió algunos consejos médicos, insistiendo en la necesidad de cocinarlos debido a los cambios climáticos que alteraban el ecosistema del océano: nadie sabía qué tipo de bacterias letales podía contener el pescado crudo.
Gus sabía que podría conseguir una parrilla de camping decente en el departamento de catering, y Fet le ayudó a traerla. Goodweather fue enviado a conseguir antenas de automóviles para utilizarlas como brochetas. Encendieron el fuego a un lado del Hudson, ocultos entre dos grandes ventiladores de techo que impedían ver la llama desde la calle y desde la mayoría de los tejados vecinos.
El pescado se asó bien. La piel estaba crujiente y la carne rosada y caliente. Después de unos cuantos bocados, Gus se reanimó de inmediato. Sentía un apetito voraz a todas horas, y era incapaz de resignarse a que la desnutrición lo afectara física y mentalmente. El festín de proteínas lo recargó. Quiso salir a la luz del día para hacer otra incursión.
—Entonces —propuso Gus, con el sabor de la carne caliente en su lengua—, ¿cuál es el motivo de esta fiesta?
—Necesitamos tu ayuda —explicó Fet. Mientras le contaba lo que sabían de Nora, su semblante adquirió un aire grave e intenso—. Tiene que estar en el campamento de extracción de sangre más cercano, al norte de la ciudad. Necesitamos sacarla de allí.
Gus miró a Goodweather, que supuestamente era el novio de Nora. El médico le devolvió la mirada, pero de un modo velado, sin el mismo ardor con que lo había hecho Fet.
—Una tarea difícil —señaló Gus.
—La más difícil. Tenemos que movernos tan pronto como sea posible. Si descubren quién es, y que ella nos conoce… será malo para ella y peor para nosotros.
—Estoy listo para el combate, pero no me malinterpretéis. Procuro ser estratégico estos días. Mi trabajo no consiste únicamente en sobrevivir, sino en morir como un ser humano. Todos conocemos los riesgos. ¿Vale la pena rescatarla? Es simplemente una pregunta, compañeros.
Fet asintió, viendo cómo las llamas acariciaban las brochetas de pescado.
—Entiendo tu punto de vista. En esta etapa, es como decir: ¿por qué hacemos esto? ¿Estamos tratando de salvar al mundo? El mundo ya ha desaparecido. Si los vampiros desaparecieran mañana, ¿qué haríamos nosotros? ¿Reconstruir? ¿Cómo? ¿Para quién? —Se encogió de hombros y miró a Goodweather en busca de apoyo—. Quizá algún día. Hasta que el cielo no se aclare, sería una batalla por la supervivencia sin importar quién domine este planeta.
Fet hizo una pausa para quitarse unas migajas de atún del bigote.
—Podría darte muchas razones. Pero, para abreviar, estoy cansado de perder gente. Vamos a hacer esto contigo o sin ti.
—No he dicho que lo hagáis sin mí —aclaró Gus, agitando la mano—. Solo quiero que reflexionéis. El doctor me cae bien, mis chicos volverán pronto. Entonces podemos armarnos.
Gus tomó otro pedazo de atún caliente.
—Siempre quise atacar una granja. Lo único que necesitaba era un pretexto.
—Guarda un poco de comida para los chicos —le recomendó Fet, lleno de gratitud—. Les dará energía.
—¡Diablos! Este pescado sabe mucho mejor que la carne de ardilla. Apaguemos el fuego. Tengo que enseñaros algo.
Gus envolvió el pescado en papel para guardárselo a sus hombres y apagó las llamas con el hielo derretido. Los condujo a través del edificio y por el campus vacío al Buell Hall, y se internaron en el sótano. Gus había conectado una bicicleta estática a un puñado de cargadores de batería en una pequeña habitación. Un escritorio contenía una gran variedad de dispositivos rescatados del departamento de audiovisuales de la universidad, incluyendo los últimos modelos de cámaras digitales con lentes de largo alcance, una unidad multimedia, y algunos monitores pequeños y portátiles de alta definición; objetos que ya no se fabricaban.
—Algunos de mis muchachos han estado grabando nuestros ataques y trabajos de reconocimiento. Sería una propaganda útil, si encontramos la manera de trasmitirla. También hemos adelantado tareas de inteligencia. ¿Conocéis el castillo que hay en Central Park?
—Por supuesto —respondió Fet—. Es la guarida del Amo. Está rodeado por un ejército de vampiros.
Goodweather se sentía intrigado, y se acercó al monitor de siete pulgadas, mientras Gus lo alimentaba con un cargador de baterías y le conectaba una cámara.
La pantalla se encendió, con un color verde y negro viscoso.
—Lentes de visión nocturna. Encontré un par de docenas en las cajas de un coleccionista de videojuegos. Son compatibles con un teleobjetivo. No es la combinación perfecta, lo sé, y la calidad es básicamente una mierda, pero seguid mirando…
Fet y Goodweather se agacharon para ver mejor la pantalla. Poco después, las figuras oscuras y fantasmales de la imagen comenzaron a tomar forma.
—Es el castillo, ¿lo veis? —explicó Gus, contorneando su forma con el dedo—. Las bases de piedra, el lago. Y aquí, el ejército de vampiros.
—¿Desde dónde grabaste eso? —preguntó Fet.
—Desde el tejado del Museo de Historia Natural. Fue lo más cerca que pude llegar. Tenía la cámara sobre un trípode, como un francotirador.
La imagen del parapeto del castillo se estremeció con fuerza, mientras el zoom alcanzaba la máxima apertura.
—Aquí está —señaló Gus—. ¿Lo veis?
A medida que la imagen volvía a estabilizarse, una figura emergió en la cornisa del parapeto. Los integrantes del ejército, que se encontraban abajo, giraron la cabeza hacia la figura en un gesto de absoluta lealtad colectiva.
—¡Mierda! —exclamó Fet—. ¿Es el Amo?
—El Amo es más pequeño —aclaró Goodweather—. ¿O acaso la perspectiva está desenfocada?
—Es el Amo —recalcó Fet—. Mira a los zánganos de abajo, moviendo la cabeza en su dirección. Como girasoles ante la luz del sol.
—Ha cambiado. Está en otro cuerpo —comentó Eph.
—Debe de haberlo hecho —insinuó Fet, con la voz llena de orgullo—. Al fin y al cabo, el profesor llegó a herirlo. Debía hacerlo. Yo estaba seguro. Lo hirió de tal modo que lo obligó a tomar otra forma. —Fet se enderezó—. Me pregunto cómo lo habrá hecho.
Gus vio a Goodweather totalmente absorto en la imagen difusa y movediza que revelaba el nuevo aspecto del Amo.
—¡Es Bolívar! —afirmó Eph.
—¿Qué es eso? —preguntó Gus.
—No qué, sino quién: Gabriel Bolívar.
—¿Bolívar? —preguntó Gus, escudriñando en su memoria—. ¿El cantante?
—El mismo —señaló Goodweather.
—¿Estás seguro? —preguntó Fet, sabiendo exactamente a quién se refería el médico.
—La imagen está muy borrosa, ¿cómo puedes saberlo?
—Por su forma de moverse. Tiene algo de su esencia. Te digo que es el Amo.
Fet se acercó para mirar.
—Tienes razón. ¿Por qué Bolívar? Tal vez el Amo no tuvo tiempo de elegir. Quizá el profesor lo golpeó tan fuerte que tuvo que cambiar de cuerpo de inmediato.
Mientras Goodweather seguía mirando la imagen, otra forma difusa se unió al Amo en el parapeto. El médico pareció quedarse petrificado, y luego comenzó a temblar como si tuviera escalofríos.
—Es Kelly —indicó.
Dijo esto con autoridad, sin asomo de duda.
Fet retrocedió un poco para percibir mejor la imagen.
—¡Jesús! —exclamó Gus, dando a entender que también estaba convencido de la nueva apariencia del Amo.
Goodweather apoyó una mano en la mesa y su semblante adquirió el tono de la cera. Su esposa vampira estaba sirviendo al lado del Amo.
Y luego apareció una tercera figura, más pequeña y delgada que las anteriores. Se veía incluso más oscura.
—¿Veis eso? —preguntó Gus—. Tenemos a un humano viviendo entre los vampiros. Y no solo con ellos, sino con el Amo. ¿A que no adivináis quién es?
Fet se quedó de una pieza. Esta fue la primera señal que le permitió entrever a Gus que algo grave sucedía. Luego Fet se dio la vuelta para observar la reacción del doctor Goodweather.
El médico se retiró de la mesa. Sus piernas cedieron y se desplomó en el suelo. Sus ojos seguían fijos en la imagen borrosa. Le ardía el estómago, que súbitamente se llenó de ácido. Le tembló el labio inferior y las lágrimas brotaron de sus ojos.
—Es mi hijo.
Estación Espacial Internacional
LA ASTRONAUTA THALIA CHARLES NI SIQUIERA se molestó en girar la cabeza. Simplemente aceptó la voz que escuchaba. Ella —sí, podía admitirlo— casi le dio la bienvenida. Aunque no había nadie a su lado —de hecho, era uno de los seres humanos más solitarios en toda la historia de la humanidad—, no se encontraba a solas con sus pensamientos.
Permanecía aislada a bordo de la Estación Espacial Internacional, la nave de investigación que se había averiado y vagaba ahora por la órbita terrestre. Sus propulsores de energía solar se activaban esporádicamente, y el gigantesco satélite seguía a la deriva, describiendo una trayectoria elíptica a unos trescientos cincuenta kilómetros de la superficie de la Tierra, pasando del día a la noche cada tres horas.
La astronauta llevaba ya casi dos años de calendario —acumulando ocho días orbitales por cada día de calendario— viviendo en ese estado de suspensión, en una especie de cuarentena espacial. La falta de gravedad y de ejercicio habían producido un gran desgaste en su cuerpo. La mayor parte de sus músculos había desaparecido y sus tendones estaban atrofiados. Su columna vertebral, brazos y piernas se doblaban en ángulos extraños y perturbadores, y la mayoría de sus dedos eran unos ganchos inútiles, enroscados sobre sí mismos. Sus raciones de alimentos —básicamente borscht deshidratado y congelado, proporcionado por la última nave rusa llegada antes del cataclismo— se habían reducido prácticamente a cero, aunque por otro lado, su cuerpo requería poca nutrición. De su piel quebradiza se desprendían copos que flotaban en la cabina como dientes de león congelados. Gran parte de su cabello había desaparecido, aunque esto era una ventaja, pues le habría tapado la cara debido a la falta de gravedad.
Ella se había desintegrado, tanto corporal como mentalmente.
El comandante ruso había muerto tres semanas después de que la EEI comenzara a tener problemas de funcionamiento. Las masivas explosiones nucleares en la Tierra activaron la atmósfera, ocasionando múltiples impactos con la basura espacial que flotaba en el espacio. La tripulación se refugió dentro de la nave espacial Soyuz, su cápsula de emergencia, siguiendo los procedimientos habituales tras la ausencia de cualquier comunicación con Houston. El comandante Demidov se ofreció a ponerse un traje espacial y aventurarse valientemente hasta las instalaciones principales en un intento por arreglar las fugas de los tanques de oxígeno, y consiguió reparar y dirigir uno de ellos al Soyuz, antes de sufrir supuestamente un paro cardiaco. Su éxito les permitió a Thalia y al ingeniero francés sobrevivir mucho más de lo esperado, así como redistribuir un tercio de sus raciones de alimentos y de agua.
El resultado había sido una maldición, y también una bendición.
Pocos meses después, el ingeniero Maigny empezó a mostrar señales de demencia. A medida que veían el planeta desaparecer detrás de una nube negra de atmósfera contaminada semejante a tinta de calamar, Maigny perdió progresivamente las esperanzas y comenzó a hablar con voces extrañas. Thalia luchó por mantener su propia cordura intentando restaurar la de su compañero y pensaba que él ya la estaba recuperando hasta el día en que la astronauta vio su reflejo en uno de los paneles exteriores haciendo muecas extrañas, pues él creía que no lo estaba viendo. Esa noche, mientras fingía dormir, dando vueltas lentamente dentro del estrecho espacio de la cabina, con los ojos entrecerrados, Thalia observó con horror que Maigny desembalaba el kit de supervivencia localizado entre dos de las tres sillas. Sacó la pistola de tres cañones, más parecida a una escopeta que a una pistola. Unos años antes, una cápsula espacial rusa se había estrellado al aterrizar en las estepas de Siberia después de regresar de la EEI. Los tripulantes fueron localizados unas horas después, durante las cuales tuvieron que protegerse de los lobos con poco más que piedras y ramas de árboles. A partir de aquel episodio, la pistola, provista además de un machete dentro de la culata desmontable, fue incluida en el equipamiento estándar de la misión, conocido como «Kit portátil de supervivencia Soyuz».
Ella lo vio examinar el cañón y tantear el gatillo con el dedo. Sacó el machete y lo hizo girar en el aire, y veía la hoja dando vueltas y atrapando los destellos del lejano sol. Thalia sintió que la cuchilla pasaba muy cerca de ella, y al igual que el reflejo de los rayos solares, vio un centelleo de placer asomando a los ojos de su compañero.
Comprendió entonces lo que tendría que hacer para salvar su pellejo: continuar con su terapia improvisada para no alertar a Maigny, mientras se preparaba para lo inevitable. No le gustaba pensar en eso. Ni siquiera ahora.
De vez en cuando, y dependiendo de la rotación de la EEI, veía flotar su cadáver fuera de la compuerta de acceso, como un macabro testigo de Jehová llamando a las puertas de su casa.
De nuevo, una persona menos para consumir las raciones de alimentos… y un par de pulmones menos.
Pero también, más tiempo de encierro solitario en el interior de esta cápsula espacial defectuosa.
Llévala abajo.
—No me tientes —murmuró ella. La voz era masculina, anodina. Le era familiar, pero no podía identificarla.
No era su esposo. No era su difunto padre. Pero era alguien conocido…
Sintió algo, una presencia en el Soyuz. ¿Acaso se engañaba? ¿Se trataba más bien de un deseo de compañía? ¿De un anhelo, de una necesidad incontenible? ¿La voz de qué persona estaba utilizando para compensar el vacío de su vida?
Thalia miró por la ventana mientras la EEI entraba de nuevo en la luz solar.
Cuando dirigió su mirada hacia el sol naciente, vio masas de colores delineándose en el cielo. Ella lo llamaba «el cielo» pero aquello no era el cielo, ni tampoco la «noche». Era la ausencia de luz. Era el vacío. Era la nada absoluta. Excepto…
Los colores estaban de nuevo allí. Una estela de color rojo y una explosión de color naranja, justo fuera de su visión periférica. Algo así como las explosiones brillantes que uno ve cuando aprieta los ojos con fuerza.
Thalia intentó cerrar los ojos, presionando los párpados con sus dedos secos y retorcidos.
De nuevo, una ausencia de luz. El vacío dentro de su cabeza. Una fuente de colores ondulantes y de estrellas apareció en la nada, y ella abrió los ojos.
El color azul brillaba y se perdía en la distancia. Luego, en otra zona, una estela verde. ¡Y violeta!
Señales. Incluso aunque fueran simplemente ficciones creadas en su mente, eran señales de algo.
Llévala abajo, querida.
«¿Querida?». Nadie la llamaba así. Ni siquiera su marido, ninguno de sus profesores, ni los administradores del programa de astronautas, ni sus padres ni sus abuelos.
Sin embargo, no se cuestionó mucho la identidad de la voz. Se sentía contenta de tener compañía. Alegre por el consejo.
—¿Para qué? —preguntó ella.
No hubo respuesta. La voz nunca respondía cuando se lo pedían. Y sin embargo, ella seguía esperando que lo hiciera algún día.
—¿Cómo? —inquirió.
Ninguna respuesta de nuevo, pero mientras ella se deslizaba por la cabina en forma de campana, una de sus botas quedó atrapada en el kit de supervivencia depositado entre los asientos.
—¿En serio? —dijo, dirigiéndose al kit como si fuera la fuente de la voz.
Thalia no había tocado aquello desde la última vez que lo había usado. Agarró el kit, y la cerradura se abrió (¿La había dejado así?). Sacó la pistola TP-82 de triple cañón. El machete ya no estaba; ella lo había arrojado por la compuerta lateral junto con el cadáver de Maigny. Levantó el arma a la altura de los ojos, como si le estuviera apuntando a la ventana…, y luego la soltó, viendo cómo daba vueltas y flotaba ante ella como una palabra o una idea que permanecía en el aire. Hizo un inventario del resto del equipo. Veinte cartuchos de rifle. Veinte bengalas. Diez proyectiles de escopeta.
—Dime por qué —insistió ella, secándose una lágrima furtiva, viendo cómo se desvanecía aquella partícula de humedad—. ¿Por qué ahora, después de todo este tiempo?
Se apoyó en uno de los paneles, y su cuerpo dejó de girar. Estaba segura de que iba a recibir una respuesta. Una razón. Una explicación.
Porque ha llegado el momento…
Una luz flamígera estalló frente a su ventana con una rapidez tan silenciosa que a ella le pareció ahogarse con su propio aliento. Comenzó a hiperventilar, al tiempo que se agarraba del panel y se impulsaba hacia la ventana para ver la cola del cometa arder y entrar en la atmósfera terrestre, extinguiéndose antes de llegar a la troposfera.
Se giró, pues sintió una presencia de nuevo. Algo que no era humano.
—¿Qué es…? —comenzó a preguntar, pero no pudo terminar de hacerlo.
Porque obviamente era…
Una señal.
Cuando Thalia era todavía una niña, vio una estrella fugaz cruzando el cielo que despertó su deseo de ser astronauta. Esa era la historia que siempre contaba cuando la invitaban a hablar en los colegios, o cuando la entrevistaban en los meses previos al lanzamiento, y sin embargo, era completamente cierto: su destino estaba escrito en el firmamento desde su niñez.
Llévala abajo.
Una vez más, su aliento quedó atrapado en su garganta. La voz…, ella la reconoció de inmediato. Su perro en aquella vieja casa de Connecticut, un Newfoundland llamado Ralphie. Esa era la voz que ella oía en su cabeza cuando le hablaba, acariciándole el pelaje para animarlo, y él se arrimaba a su pierna.
—¿Quieres salir?
Sí, claro que sí. Claro que sí.
—¿Quieres una galleta?
Sí, sí.
—¿Quién es un buen chico?
Yo yo yo.
Te echaré mucho de menos cuando esté en el espacio.
Yo también te echaré de menos, querida.
Esa era la voz en su interior. La misma que había proyectado en Ralphie. Una voz propia y ajena al mismo tiempo; la voz de la compañía, de la confianza y del afecto.
—¿En serio? —preguntó de nuevo.
Thalia pensó cómo se sentiría al pasar a través de las cabinas, apagar los propulsores y romper el casco. Cómo sería el espectáculo de esta gran instalación científica de cápsulas unidas escorándose y desplomándose de su órbita, incendiándose al entrar en la atmósfera superior, cayendo como un erizo en llamas y penetrando en la corteza venenosa de la troposfera.
Y entonces la certeza la invadió con la fuerza de una emoción. Y aunque estuviera loca, al menos ya no albergaba dudas sobre lo que sentía que debía hacer. Y en el peor de los casos, ella no terminaría como Maigny, alucinando y echando espumarajos por la boca.
Cargó los cartuchos de la TP-82, en una señal de desafío.
Hundiría el casco para permitir la ausencia de aire, y luego descendería con la nave. En cierto modo, ella siempre había sospechado que ese iba a ser su destino. Era una decisión salida de la belleza. Nacida de una estrella fugaz, Thalia Charles estaba a punto de convertirse también en una estrella fugaz.
Campamento Libertad
NORA MIRÓ EL ARMA IMPROVISADA.
Había trabajado toda la noche en ella. Se sentía agotada pero orgullosa; la ironía de poseer un arma elaborada a partir de un cuchillo de mantequilla no le resultó ajena. Una pieza exquisita de la cubertería, ahora con la punta y el borde dentados. Aún le faltaban un par de horas para dejarla a punto; podría afilarla hasta convertirla en un instrumento mortal.
Había mitigado el sonido producido al afilarlo —contra una esquina de hormigón— cubriéndolo con su almohada. Su madre dormía a poca distancia. No se despertó. Su entrevista sería breve. La tarde anterior, una hora después de regresar de la casa de Barnes, habían expedido una orden de procesamiento. En esta se especificaba que la madre de Nora debería abandonar la zona de descanso de madrugada.
La hora de comer.
¿Cómo la procesarían? Nora lo ignoraba, pero nunca lo permitiría. Llamaría a Barnes, aceptaría, y una vez cerca de él, lo mataría. Salvaría a su madre o acabaría con él. Si tenía que mancharse las manos, lo haría con la sangre de él.
Su madre murmuró algo en medio del sueño y luego volvió a roncar de esa forma profunda pero suave que Nora conocía tan bien. De niña, Nora se arrullaba con ese sonido, y con el ascenso y el descenso rítmico de su pecho. En aquel entonces, su madre era una mujer formidable. Un portento de la naturaleza. Trabajaba de manera incansable y crio muy bien a Nora; siempre estuvo pendiente de ella, y logró darle una buena educación, un título universitario y todo aquello que conllevaba. Nora tuvo un vestido para su graduación y libros de texto caros, sin escuchar ni una sola vez queja alguna de labios de su madre.
Pero una noche, justo antes de Navidad, Nora se despertó al escuchar unos sollozos entrecortados. Tenía catorce años y reclamaba de una manera insistente y desagradable un vestido de quinceañera para su próximo cumpleaños…
Bajó sigilosamente las escaleras y se aproximó hasta la puerta de la cocina. Su madre estaba sentada en la mesa, con un vaso de leche medio lleno, las gafas de leer y un montón de cuentas desperdigadas sobre el mantel.
Nora se quedó paralizada por aquella imagen. Era como ver llorar a Dios a hurtadillas. Estaba a punto de entrar y preguntarle qué le sucedía, cuando el llanto de su madre se hizo incontenible. Sofocó el ruido tapándose grotescamente la boca con ambas manos, mientras sus ojos se desbordaban de lágrimas. Esto la aterrorizó y heló la sangre en sus venas. Nunca hablaron sobre el incidente, pero Nora quedó marcada con esa imagen dolorosa. La chica cambió, tal vez para siempre. Cuidó mejor de su madre y de sí misma, y trabajó más duro que los demás.
Su madre comenzó a quejarse a medida que padecía los embates cada vez más frecuentes de la demencia. Se quejaba por todo, y a todas horas. Su resentimiento y su ira, acumulados a través de los años y acallados por educación, prorrumpían en forma de lamentos incoherentes. Nora lo absorbía todo. Nunca podría abandonar a su madre.
Tres horas antes del amanecer, Mariela abrió los ojos y permaneció lúcida durante unos minutos. Era algo que sucedía de vez en cuando, pero con menos frecuencia que antes. En cierto modo, pensó Nora, su madre, al igual que los strigoi, había sido suplantada por otra voluntad; cada vez que ella salía de su enfermedad, como si se tratara de un trance, la forma de mirar a Nora resultaba poco menos que inquietante. Miraba a Nora tal como era allí mismo, en ese instante.
—Nora, ¿dónde estamos? —dijo.
—Shhh, mamá. Todo va bien. Vuelve a dormir.
—¿Estamos en un hospital? ¿Estoy enferma? —preguntó agitada.
—No, mamá. Todo va bien. No pasa nada.
Mariela apretó la mano de su hija con fuerza y se recostó en la cama. Le acarició la cabeza rapada.
—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? —preguntó, visiblemente molesta.
—Nadie, mamá —le respondió Nora, besándole la mano—. Volverá a crecer. Ya lo verás.
Mariela la miró completamente lúcida, y después de una larga pausa, preguntó:
—¿Vamos a morir?
Nora no supo qué responderle. Comenzó a sollozar y su madre se calló, la abrazó y le besó la cabeza con suavidad.
—No llores, querida mía. No llores.
Luego le sostuvo la cabeza, y se quedó mirándola a los ojos.
—Mirando hacia atrás tu propia vida, verás que el amor es la respuesta a todo. Te quiero, Nora. Siempre lo haré. Y tendremos eso para siempre.
Se quedaron dormidas juntas y Nora perdió la noción del tiempo. Se despertó y vio que el cielo comenzaba a clarear.
¿Y ahora qué? Estaban atrapadas. Lejos de Fet, lejos de Eph. Sin posibilidad de escapar. Solo tenía un cuchillo de mantequilla afilado.
Nora lo examinó del derecho y del revés. Iría a ver a Barnes, lo utilizaría y luego… tal vez lo hundiría en su propio cuerpo.
De repente, no le pareció lo suficientemente afilado. Pulió el borde y la punta hasta el amanecer.
Planta de procesamiento de aguas residuales
LA PLANTA DE PROCESAMIENTO DE AGUAS RESIDUALES STANDFORD se hallaba ubicada debajo del edificio hexagonal de ladrillos rojos de la calle La Salle, entre Amsterdam y Broadway. Construida en 1906, la planta debía satisfacer las demandas y el crecimiento de la zona al menos durante un siglo. En su primera década de funcionamiento, procesaba ciento quince mil metros cúbicos de aguas residuales al día. Sin embargo, la afluencia de inmigrantes ocasionada por dos guerras mundiales consecutivas pronto hizo que la capacidad de la planta resultara insuficiente. Los vecinos también se quejaron de la falta de aire, de infecciones en los ojos y, en general, del olor sulfuroso que emanaba permanentemente el edificio. La planta cerró parcialmente en 1947, y cinco años después fue clausurada de manera definitiva.
El interior era inmenso, incluso majestuoso. Su arquitectura industrial de finales del siglo XIX poseía una nobleza que se había esfumado desde entonces. Las escaleras dobles de hierro forjado conducían a pasarelas elevadas, y las estructuras de hierro fundido que filtraban y procesaban las aguas residuales se habían visto escasamente afectadas con los actos de vandalismo. Los grafitis borrosos y un depósito de un metro de profundidad con sedimentos, hojas secas, excrementos de perro y palomas muertas eran las únicas señales de abandono. Un año antes, Gus Elizalde había tropezado con el depósito y había limpiado uno de los tanques, para convertirlo en su armería personal.
El único acceso era por medio de un túnel, y únicamente después de manipular una gran válvula de hierro asegurada con una gruesa cadena de acero. Gus quería mostrarles su arsenal, para que ellos pudieran equiparse para la incursión al campamento de extracción de sangre. Eph marchaba detrás, pues necesitaba pasar unos momentos a solas después de haber visto a su hijo tras dos años largos y a su madre vampira junto al Amo. Fet había renovado su solidaridad ante la situación excepcional de Eph, por el grave impacto que la cepa vampírica había tenido en su vida, y simpatizó por completo con su causa. Pero aun así, mientras se encaminaban a la improvisada sala de armas, Fet se quejó discretamente de Eph, acusándolo de haber perdido la perspectiva. Expresó su opinión en términos estrictamente prácticos, sin ningún asomo de malicia ni rencor. A lo sumo con una pizca de celos, ya que la presencia de Goodweather todavía podría interponerse entre él y Nora.
—No me gusta él —dijo Gus—. Nunca me ha gustado. El tipo ese reniega de lo que no tiene, se olvida de lo que tiene y nunca está contento. Es lo que se llama un…, ¿cómo es la palabra?
—¿Pesimista?
—Un cabrón.
—Ha pasado por muchas situaciones difíciles —aclaró Fet.
—Ah, realmente sí. ¡Ah, cuánto lo lamento! Yo siempre quise que mi madre estuviera desnuda en una celda con un casco de mierda pegado a su puta cabeza.
Fet casi sonrió. A decir verdad, Gus tenía razón. Nadie tendría que sufrir una experiencia similar a aquella que atravesaba Eph. Pero aun así, Fet necesitaba que fuera operativo y se dispusiera para la batalla. Sus tropas se estaban reduciendo, y era fundamental que cada uno de ellos se esforzara al máximo.
—Nunca está contento. ¿Su esposa lo molesta mucho? ¡Bam! ¡Desapareció! Y ahora él, bu-bu-buu, si pudiera recuperarla… ¡Bam! Ella es una muerta viviente bu-bu-buu, pobre de mí, mi esposa es un vampiro de mierda… ¡Bam! Se llevaron a su hijo, bu-bu-buu, si pudiera tenerlo de nuevo… La misma cantinela de siempre. A quién ames o a quién protejas es la única maldita cosa que cuenta. Por jodido que eso pueda ser. No me importa que mi madre parezca la Power Ranger porno más fea del mundo. Es todo lo que tengo. Tengo a mi madre. ¿Ves? No me doy por vencido —alegó Gus—. Y me importa una mierda. Cuando vaya, quiero luchar contra esos cabrones. Tal vez porque soy un signo de fuego.
—¿Eres qué?
—Géminis —dijo Gus—. En el zodiaco. Un signo de fuego.
—Géminis es un signo de aire, Gus —lo corrigió Fet.
—Lo que sea. Me importa una mierda —replicó Gus—. Si aún tuviéramos al viejo, estaríamos arriba —añadió, después de una larga pausa.
—Yo también pienso eso —admitió Fet.
Gus se detuvo al final del túnel y comenzó a abrir el candado.
—¿Qué pasa con Nora? —preguntó—. ¿Has…?
—No, no —respondió Fet, ruborizándose—. Yo… no.
Gus sonrió en la oscuridad.
—¿Ella ni siquiera lo sabe?
—Sí lo sabe —aclaró Fet—. Al menos, creo que sí. Pero no hemos hecho mucho al respecto.
—Lo harás, muchachote —sentenció Gus, abriendo la válvula de acceso al arsenal.
—¡Bienvenido a Casa Elizalde! —exclamó, extendiendo sus brazos y mostrando una amplia gama de armas automáticas, espadas y municiones de todos los calibres.
Fet le dio una palmadita en la espalda mientras asentía. Echó un vistazo a una caja de granadas de mano.
—¿De dónde diablos has sacado todo esto?
—Pfff. Un niño necesita sus juguetes, hombre. Y cuanto más grandes, mejor.
—¿Para algún uso específico? —indagó Fet.
—Muchos. Los guardo para algo especial. ¿Por qué? ¿Se te ocurre alguna cosa?
—¿Qué tal detonar una bomba nuclear? —sugirió Fet.
Gus se rio con aspereza.
—Eso suena realmente divertido.
—Me alegra que pienses así. Porque no vine de Islandia con las manos completamente vacías.
Fet le contó lo de la bomba de fabricación rusa que adquirió con el cargamento de plata.
—¡No mames! —dijo Gus—. ¿Tienes una bomba nuclear?
—Pero no tiene detonador. Esperaba que pudieras ayudarme con eso.
—¿No estás bromeando? —preguntó Gus, que no se había tomado muy en serio las palabras de Fet—. ¿Una bomba nuclear? ¡Cielos!
Fet asintió con modestia.
—Mucho respeto, Fet —dijo Gus—. Mucho respeto. Volemos la isla. Mejor dicho, que sea ahora.
—Sea lo que sea que hagamos con ella, solo tenemos una oportunidad. Necesitamos estar seguros.
—Sé quién puede conseguirnos el detonador, hombre. El único cabrón que todavía es capaz de conseguir algo sucio y turbio en toda la costa este: Alfonso Creem.
—¿Y cómo piensas ponerte en contacto con él? Cruzar hasta Jersey es como ir a Alemania Oriental.
—Tengo mis métodos —anotó Gus—. Simplemente déjaselo a Gusto. ¿Cómo crees que conseguí esas granadas de mierda?
Fet permaneció pensativo durante algunos momentos, y luego volvió a dirigirse a Gus:
—¿Confiarías en Quinlan? ¿Confiarías con el libro?
—¿El libro del viejo? ¿Eso de la Plata y algo más?
Fet asintió.
—¿Lo compartirías con él?
—Hombre, no sé —dijo Gus—. Es decir, claro; solo es un libro.
—El Amo quiere el libro por alguna razón. Setrakian sacrificó su vida por él. Contenga lo que contenga, debe de ser real e importante. Tu amigo Quinlan piensa lo mismo…
—¿Y tú qué? —inquirió Gus.
—¿Yo? —replicó Fet—. Tengo el libro, pero no puedo hacer mucho con él. ¿Sabes eso que se dice: «Es tan tonto que no puede encontrar una oración en la Biblia»? Bien, no puedo encontrar mucho. Tal vez tenga truco. Deberíamos estar muy cerca.
—Lo he visto a él, a Quinlan. Mierda, he grabado a ese hijo de puta limpiando un nido en Nueva York en menos de un minuto. Dos, tres docenas de vampiros.
Gus sonrió, acariciando sus recuerdos. A Fet le gustaba más Gus cuando sonreía.
—En la cárcel aprendes que hay dos tipos de personas en este mundo (y no me importa si son humanos o chupasangres): los que reciben y los que reparten. Y ese tipo…, ese tipo reparte como si fueran caramelos de mierda… Los caza. Le gusta cazarlos. Y tal vez sea el único otro huérfano que odia tanto al Amo como nosotros.
Fet asintió. El asunto estaba resuelto en su corazón.
Quinlan tendría el libro. Y Fet recibiría algunas respuestas.