Calle Kelton. Woodside, Queens
Un grito sonó en la lejanía, y el doctor Ephraim Goodweather se despertó con un sobresalto. Se agitó en el sofá, se puso de espaldas y se sentó, y —con un movimiento violento y rápido— agarró la desgastada empuñadura de cuero de la espada que sobresalía de la mochila que tenía a su lado, en el suelo, y cortó el aire con el canto de la hoja de plata.
Su grito de batalla, ronco y distorsionado, se detuvo en seco como si hubiera salido de sus pesadillas. La hoja se estremeció en el vacío.
Estaba solo.
En casa de Kelly. En su sofá; rodeado de objetos familiares.
Se encontraba en la sala de su ex-esposa. El aullido era el de una sirena lejana, transformado por su mente somnolienta en un grito humano.
Había soñado nuevamente con el fuego y con unas formas —indefinibles pero vagamente humanoides— de luz cegadora. Una linterna: estaba en el sueño y las formas luchaban con él justo antes de que la luz lo consumiera todo. Siempre se despertaba agitado y exhausto, como si hubiera combatido toda la noche contra algún adversario. El sueño surgía de la nada. Ephraim podía estar soñando algo de lo más normal —un picnic, un atasco de tráfico, un día en la oficina— y entonces la luz crecía y lo consumía todo, y las incandescentes figuras de plata emergían.
Buscó a tientas su bolsa de armas, una bolsa de béisbol modificada que había cogido hacía muchos meses de un estante alto de Modell’s, una tienda en la avenida Flatbush saqueada recientemente.
Él estaba en Queens. Bien. «Bien»; todo le estaba llegando de nuevo, como las primeras punzadas de una resaca descomunal. Guardó la espada en la bolsa y se dio la vuelta, sosteniéndose la cabeza con las manos como si fuera una bola de cristal resquebrajada que acabara de recoger del suelo. La cabeza le palpitaba y sentía el cabello erizado y extraño.
«El infierno en la tierra. Así era. La tierra de los condenados».
La realidad era una zorra irascible. Había despertado a otra pesadilla. Aún estaba vivo —todavía era humano—, lo cual no era mucho decir, pero era lo mejor que cabía esperar en las actuales circunstancias.
«Otro día en el infierno».
Lo último que recordaba del sueño, el fragmento que se aferraba a su conciencia como una placenta en el momento del parto, era una imagen de Zack bañado por una luz de plata incandescente.
«Papá», había dicho Zack, y sus ojos se encontraron con los de Eph, pero la luz lo consumió todo.
Aquel recuerdo le daba escalofríos. ¿Por qué no podía liberarse de esos sueños infernales? ¿No era así como debían ser los sueños? ¿Por qué tenía que llevar una existencia horrible soñando que huía y escapaba? ¿Qué no habría dado por un ensueño de sentimentalismo puro, por una cucharadita de azúcar para su mente?
Eph y Kelly recién salidos de la universidad, cogidos de la mano y recorriendo un mercadillo en busca de muebles baratos y cachivaches para su primer apartamento…
El pequeño Zack caminando descalzo por toda la casa, un pequeño jefe indio en pañales… Eph, Kelly y Zack sentados a la mesa del comedor, con las manos frente a los platos de la cena, esperando a que Z comenzara con su forma obsesiva de bendecir la mesa…
Los sueños de Eph eran como películas snuff de bajo presupuesto. Veía los viejos rostros familiares —enemigos, amigos y conocidos— siendo acosados sin que él pudiera hacer nada, ni siquiera escapar.
Se incorporó y se levantó con dificultad, apoyando la mano en el respaldo del sofá. Abandonó la sala y se acercó a la ventana que daba al patio trasero. El aeropuerto LaGuardia no estaba lejos. La vista de un avión, el sonido distante del motor de un jet eran ahora motivos de asombro. Ninguna luz surcaba el cielo. Recordó el 11 de septiembre de 2001, cómo la vacuidad del firmamento le había parecido tan irreal en aquel momento, y el extraño alivio que experimentó cuando los aviones volaron de nuevo ocho días después. Pero ahora… no había vuelta a la normalidad.
Eph se preguntó qué hora sería. Supuso que ya había amanecido, a juzgar por su precario ritmo circadiano. Era verano —al menos según el antiguo calendario— y el sol ya debía de estar en lo alto del firmamento.
Pero ahora prevalecía la oscuridad. El orden natural del día y de la noche había sido trastocado, tal vez para siempre. El sol había sido eliminado por un manto de cenizas que flotaba en el cielo. La nueva atmósfera estaba compuesta por residuos radiactivos de las explosiones nucleares y polvo volcánico de las erupciones que habían estallado en todo el mundo; era como una bola de dulce de color verde azulado cubierta de chocolate venenoso. Se había condensado hasta formar una envoltura aislante, sellando la oscuridad en su interior y bloqueando el paso de los rayos del sol.
Un oscurecimiento perpetuo. El planeta convertido en un inframundo macilento y putrefacto de escarcha y sufrimiento.
Un ecosistema perfecto para los vampiros.
Según las últimas noticias que habían sido transmitidas en directo, censuradas desde hacía tiempo pero tan intercambiadas como la pornografía a través de los foros de Internet, estas condiciones postcataclísmicas eran muy similares en todo el mundo. Los relatos de los testigos hablaban del cielo oscuro, de la lluvia negra, de las nubes ominosas que se amalgamaban sin dispersarse nunca. Dada la rotación del planeta y el patrón de los vientos, los polos —el norte y el sur congelados— eran, en teoría, los únicos lugares de la Tierra que seguían recibiendo la luz solar…, aunque nadie podía confirmarlo.
El peligro de la radiación residual de las explosiones nucleares y el colapso de las plantas de energía atómica fue intenso al principio, y devastador en sus epicentros. Eph y el resto del grupo permanecieron casi dos meses bajo tierra, en un túnel del metro debajo del río Hudson, por lo cual pudieron librarse de las consecuencias a corto plazo. Las condiciones meteorológicas extremas y los vientos atmosféricos propagaron el daño en grandes áreas, lo que contribuyó a dispersar la radioactividad. Los efectos disminuyeron exponencialmente, y, a corto plazo, las zonas que no sufrieron exposición directa fueron seguras para viajar, pues apenas tardaron seis semanas en descontaminarse.
Los efectos a largo plazo todavía están por verse. Las cuestiones relacionadas con la fertilidad humana, las mutaciones genéticas y el aumento de la carcinogénesis no podrían ser respondidas durante algún tiempo. Sin embargo, estas preocupaciones inmediatas se vieron ensombrecidas por la realidad: dos años después de los desastres nucleares y de la toma vampírica del mundo, los motivos de alarma no se hicieron esperar.
El toque de las sirenas se silenció. Los sistemas de alerta, instalados para disuadir a los intrusos humanos y dar la alarma, aún se activaban de vez en cuando, aunque con una frecuencia mucho menor que en los primeros meses, cuando sonaban de manera persistente, como gritos agónicos de una raza en extinción. Era otro vestigio de una civilización moribunda.
A falta de alarmas, Eph aguzó el oído para detectar la presencia de intrusos. Los vampiros entraban por las ventanas, salían de bodegas húmedas, descendían de áticos polvorientos; pasaban por cualquier abertura, y ningún lugar era seguro para estar a salvo de ellos. Incluso las pocas horas de luz solar —una luz tenue y crepuscular que había adquirido un color ámbar enfermizo— encerraban muchos peligros. La luz diurna marcaba el toque de queda para los humanos. Era el momento más propicio para que Eph y sus compañeros se pusieran en movimiento —y evitar así que los strigoi se enfrentaran a ellos directamente—, pero también uno de los más peligrosos, debido a la vigilancia y a las miradas indiscretas de los simpatizantes humanos que buscaban mejorar su suerte.
Eph apoyó la frente contra la ventana. La frescura del cristal producía una sensación agradable en su piel escocida y en su cráneo palpitante.
Lo peor de todo era saber. Tener conciencia de la locura no hace que alguien esté menos loco. Ser consciente del peligro de ahogarse no exime a nadie de morir ahogado; al contrario, solo añade otro peso a la carga del pánico. El miedo al futuro y el recuerdo de un pasado mejor y más brillante hacían sufrir tanto a Eph como la plaga de los vampiros.
Eph necesitaba alimentos y proteínas. No quedaba nada en la alacena; la había vaciado de alimentos —y de alcohol— muchos meses atrás. Incluso había encontrado un alijo de Butterfingers oculto en el armario de Matt.
Se apartó de la ventana, mirando la sala y la cocina. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí y por qué. Vio las señales de la punta del cuchillo de cocina sobre la pared, en el mismo lugar donde había liberado al novio de su ex-esposa tras decapitar a la criatura recién convertida. Eso fue en los primeros días de la matanza, cuando liquidar vampiros era casi tan aterrador como la posibilidad de convertirse en uno, por mucho que el vampiro hubiera sido el novio de su ex-esposa, un hombre a punto de ocupar el puesto de Eph como la referencia masculina más importante en la vida de Zack.
Pero ese destello de moralidad había desaparecido hacía mucho. Este era un mundo transformado, y el doctor Ephraim Goodweather, que había sido en otro tiempo un eminente epidemiólogo en el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, también había cambiado. El virus del vampirismo había colonizado la raza humana. Después de que tal peste derrotara a la civilización con un golpe de Estado de una contundencia y violencia inusitadas, los insurgentes —los más obstinados, fuertes y enérgicos— fueron aniquilados o convertidos; los vampiros solo dejaron con vida a los mansos, a los vencidos y a los temerosos, para que cumplieran las órdenes del Amo.
Eph se acercó al sofá y agarró su bolsa de las armas. Sacó su arrugado cuaderno Moleskine del pequeño bolsillo destinado a los guantes, la cinta para el pelo o una muñequera. Últimamente no recordaba nada si no lo anotaba en su diario. Apuntaba todo en él, desde lo más trascendental a lo más banal. Todo debía ser consignado por escrito; esa era su obsesión. Su diario era básicamente una larga carta a su hijo Zack, donde dejaba constancia de todos sus esfuerzos por encontrarlo. Tomaba nota de sus observaciones y teorías relativas a la amenaza de los vampiros. Y como científico que era, también registraba datos y fenómenos.
Al mismo tiempo, era un ejercicio útil para mantener cierta cordura.
Su escritura se había vuelto muy confusa en los dos últimos años, y casi no podía entender su propia letra. Registraba la fecha de cada día porque era el único método seguro de llevar la cuenta del tiempo, pues no tenía un calendario fiable. No es que importara mucho…, excepto hoy.
Garabateó la fecha, y sintió algo en su corazón. ¡Claro! ¡Claro! ¡Era eso! Por eso estaba allí otra vez.
Era el decimotercer cumpleaños de Zack.
«Es probable que no vivas más allá de este punto», advertía el letrero en la puerta del segundo piso, escrito con Magic Marker e ilustrado con lápidas, esqueletos y cruces. Era el dibujo de un niño, realizado cuando Zack tenía siete u ocho años. Su habitación permanecía tal como la había dejado, al igual que las de todos los niños desaparecidos, como un símbolo para detener el tiempo en los corazones de sus padres.
Eph iba continuamente a la habitación, como un buzo que regresa una y otra vez a un buque hundido. Era un museo secreto; un mundo conservado tal como había sido en otro tiempo. Una ventana abierta al pasado.
Se sentó en la cama, sintiendo de nuevo cómo se hundía el colchón, sosegado por su crujido reconfortante. Repasó todos los juguetes, cada figura, moneda y cordón de zapatos, cada camiseta y cada libro de esa habitación que conocía de memoria. Los objetos que formaban parte de la vida de Zack. Negó la posibilidad de estar regodeándose. Las personas no asisten a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita para autocomplacerse; lo hacen como un acto de fe. El cuarto de Zack era un templo. Allí, únicamente allí, Eph había experimentado una sensación de paz y la afirmación de una certeza interior.
Zack todavía estaba vivo.
No era una especulación. Y mucho menos una esperanza ciega.
Eph sabía que Zack estaba vivo y que no había sido convertido todavía.
En otros tiempos —cuando el mundo todavía funcionaba— el padre de un hijo desaparecido contaba con ciertos recursos. Tenía el consuelo de la investigación policial, y la certeza de que cientos, si no miles, de personas se identificaban y solidarizaban con su situación y colaboraban activamente en la búsqueda.
El secuestro se había producido en un mundo sin policía y sin leyes humanas. Y Eph conocía la identidad del ser que había raptado a su hijo; sí, era la criatura que en algún momento había sido su madre. Ella perpetró el secuestro. Pero lo hizo obligada por una entidad mayor.
El rey vampiro: el Amo.
Sin embargo, no sabía por qué se habían llevado a Zack. Obviamente, para hacerle daño a Eph. Y para satisfacer el deseo de su madre de visitar de nuevo a los «Seres Queridos» que había amado en vida. Una de las características insidiosas del virus se había propagado en una perversión vampírica del amor humano. Los convertidos en strigoi se aferraban a sus seres queridos, a una existencia más allá de las pruebas y tribulaciones del ser humano, que derivaba en las necesidades primarias de la alimentación, la propagación y la supervivencia.
Por esta razón, Kelly —la cosa que una vez fue Kelly— tenía una conexión física tan fuerte con su hijo que logró llevárselo, a pesar de los denodados esfuerzos de Eph.
Y era precisamente este síndrome, la pasión obsesiva por convertir a su seres más cercanos, lo que le confirmaba a Eph que su hijo no había sido convertido; porque si el Amo o Kelly hubieran bebido hasta la última gota de sangre del niño, este seguramente habría regresado a Eph convertido en vampiro. La angustia de Eph ante esta posibilidad —la de enfrentarse a su hijo transformado en muerto viviente— lo había acosado durante todo este tiempo, sumiéndolo en una espiral de desesperación.
Pero ¿cuál era el motivo oculto de todo esto? ¿Por qué el Amo no había convertido a Zack? ¿Para qué lo estaba reservando? ¿Lo tenía como una carta potencial para jugar en contra de Eph y de la resistencia de la cual formaba parte? ¿O acaso había otra razón más siniestra que no podía ni se atrevía a descifrar?
Eph se estremeció ante el dilema que esto suponía para él. Todo lo que estuviera relacionado con su hijo lo hacía vulnerable. La debilidad de Eph era proporcional a su fortaleza: no podía olvidar a su retoño.
¿Dónde estaría Zack en aquel mismo instante? ¿Estaría detenido en algún lugar? ¿Estaría sufriendo torturas por ser hijo de su padre? Este tipo de pensamientos desgarraba la mente de Eph.
Lo que más le inquietaba era el hecho de no conocer el paradero de su hijo. Los demás —Fet, Nora y Gus— podían comprometerse plenamente con la resistencia y dedicarle toda su energía y concentración precisamente porque no tenían ningún ser querido retenido en esta guerra.
Visitar aquella habitación hacía que Eph se sintiera menos solo en este mundo atroz. Pero esta vez el efecto fue el contrario. Nunca se había sentido tan desamparado como en ese momento, allí de pie en el centro de la habitación.
Eph pensó una y otra vez en Matt, el novio de su ex-esposa —a quien había matado en la planta baja—, y recordó cómo solía obsesionarle la influencia que aquel hombre ejercía en la educación de Zack. Ahora tenía que pensar —cada día, cada hora— en qué infierno estaría viviendo su hijo, bajo el gobierno de aquel monstruo…
Abrumado por la incertidumbre, con el sudor resbalando por su espalda y sintiendo su olor nauseabundo, Eph escribió la misma pregunta que se repetía en todo el cuaderno, como si fuera un koan:
«¿Dónde está Zack?».
Repasó las entradas más recientes, tal como acostumbraba hacerlo. Vio una nota sobre Nora y procuró descifrar la letra.
«Morgue». «Cita». «Desplazamiento a la luz del sol».
Eph entrecerró los ojos tratando de recordar, y una sensación de ansiedad lo invadió.
Se suponía que debía encontrarse con Nora y con la señora Martínez en la vieja Oficina del Jefe de Medicina Forense. En Manhattan; hoy.
«¡Mierda!».
Eph agarró la bolsa y la hoja de plata vibró con un ruido metálico; pasó las correas por sus hombros, con las espadas como si fueran antenas recubiertas de cuero. Echó un vistazo a su alrededor antes de salir, reparando en el Transformer que estaba sobre el escritorio, al lado del reproductor de CD. Era Sideswipe; si es que Eph había leído correctamente la información de los Autobots en los libros de Zack. Se lo había regalado por su cumpleaños un par de años atrás. Una de las piernas del muñeco estaba separada del cuerpo a fuerza de tanto usarlo. Eph le movió los brazos, recordando la destreza con la que Zack transformaba el juguete de coche a robot y viceversa, como si fuese un maestro alineando las caras de un cubo Rubik.
«Feliz cumpleaños, Z», susurró Eph antes de meter el juguete en su bolsa de armas y encaminarse hacia la puerta.
Woodside
LA QUE HABÍA SIDO KELLY GOODWEATHER llegó a su antigua residencia apenas unos minutos después de que Eph saliera. Venía siguiéndole el rastro —a su Ser Querido— desde que había detectado su pulso sanguíneo, quince horas atrás. Pero al aclararse el cielo en el meridiano —las dos horas de sol exiguo filtrándose a través del manto de ceniza durante cada rotación planetaria—, tuvo que refugiarse bajo tierra, perdiendo un tiempo precioso. Sin embargo, ahora estaba cerca.
Dos exploradores de ojos negros —niños cegados por la oclusión solar que coincidió con la llegada del Amo a la ciudad de Nueva York, convertidos posteriormente por él y ahora dotados de una percepción amplificada gracias a una segunda visión—, pequeños y rápidos, inspeccionaron la acera y los vehículos abandonados como arañas hambrientas, sin notar nada extraño.
En circunstancias normales, la atracción innata de Kelly por su Ser Querido habría sido suficiente para rastrear y localizar a su exmarido. Pero la señal de Eph estaba debilitada y distorsionada por los efectos del alcohol etílico, los sedantes y los estimulantes en sus sistemas circulatorio y nervioso. La intoxicación alteraba las sinapsis del cerebro humano, ralentizando su ritmo de transferencia y ocultando sus señales, a semejanza de una interferencia en un canal de radio.
El Amo tenía un interés particular en Ephraim Goodweather, concretamente en vigilar sus movimientos diurnos. Por eso los exploradores —en otro tiempo hermano y hermana, y ahora idénticos: desprovistos de vello corporal, genitales y otros rasgos de la especie humana— fueron enviados por el Amo para ayudar a Kelly en su persecución. Comenzaron a correr por delante y por detrás, y a lo largo de la valla del jardín delantero de la casa, esperando a que Kelly los alcanzara.
Abrió la puerta y entró en la propiedad. Dio una vuelta alrededor de la casa, alerta ante posibles trampas. Una vez que comprobó que no había peligro, pasó la palma de su mano por la ventana de guillotina, rompiendo el cristal. Entonces abrió el cierre y levantó el marco de la ventana.
Los exploradores saltaron al interior, seguidos por Kelly, que levantó una de sus piernas sucias y desnudas, para deslizarse por la abertura de un metro cuadrado. Los exploradores treparon al sofá, olfateándolo como perros entrenados por la policía. Kelly permaneció completamente inmóvil, percibiendo con sus sentidos cada rincón de la vivienda. Confirmó que estaban solos, que ya era demasiado tarde. No obstante, sintió la presencia reciente de Eph. Tal vez había otras cosas que descubrir.
Los exploradores se deslizaron por el suelo hacia una ventana que daba al norte. Tocaron el cristal, como si estuvieran absorbiendo una sensación reciente y persistente, y acto seguido subieron las escaleras. Kelly los siguió, permitiéndoles que escudriñaran a su antojo. Cuando llegó junto a ellos, las criaturas saltaban alrededor del dormitorio con sus sentidos psíquicos agitados por la reciente presencia de Eph, como un par de animales salvajes azuzados por un impulso alienante.
Kelly se detuvo en el centro de la estancia con los brazos extendidos. El calor que emanaba de su cuerpo vampírico, con su metabolismo en llamas, hizo que la temperatura de la habitación aumentara de inmediato. A diferencia de Eph, Kelly no sentía ningún tipo de nostalgia humana. No sentía afinidad por su antiguo hogar, ningún remordimiento ni sensación de pérdida mientras permanecía allí, en la habitación de su hijo. Ya no sentía ninguna conexión con ese lugar ni tampoco con su «lamentable» pasado humano. La mariposa no mira hacia atrás a la oruga que fue con cariño ni nostalgia: simplemente continúa volando.
Un zumbido penetró en su ser; era una presencia dentro de su cabeza seguida de una brusca aceleración a lo largo de su cuerpo. Era el Amo, mirando a través de ella. Viendo con sus ojos. Observando lo que había estado a un paso de ser un triunfo.
Un momento privilegiado…
Y luego, de manera igualmente súbita, la presencia zumbadora desapareció. Kelly no sintió ningún reproche del Amo por haber fallado por unos pocos minutos en capturar a Eph. Ella solo se sentía útil. Entre todos cuantos le servían de este lado del mundo, Kelly tenía dos cosas que el Amo valoraba en sumo grado. La primera era su vínculo directo con Ephraim Goodweather.
La segunda era Zachary.
Sin embargo, Kelly sentía el dolor de querer —de necesitar— convertir a su hijo amado. El impulso se había atenuado, sin desaparecer del todo. Lo notaba a cada momento, como si fuera una parte incompleta de sí misma, un vacío que iba en contra de su naturaleza vampírica. Pero ella vivía esa agonía únicamente por una razón: porque el Amo lo exigía. Su sola voluntad inmaculada mantenía a raya la añoranza de Kelly, y por tanto, el chico seguía siendo humano. La exigencia del Amo debía de tener un propósito definido. Kelly confiaba en ello sin el menor asomo de duda, aunque el motivo no le hubiera sido revelado todavía.
Por ahora era suficiente con ver al niño sentado al lado del Amo.
Los exploradores saltaron a su alrededor mientras Kelly bajaba por la escalera. Salió por la ventana tal y como había entrado, casi sin interrumpir la marcha. Comenzaba a llover otra vez; las gotas gruesas y negras chocaban contra su cabeza y sus hombros, evaporándose en volutas de vapor. Cuando estuvo en la línea amarilla dibujada en el centro de la calle, percibió de nuevo la pista de Eph, su pulso sanguíneo cada vez más fuerte a medida que recuperaba la sobriedad.
Avanzó en medio de la lluvia acompañada por las criaturas frenéticas, dejando una estela de vapor a su paso. Se acercó a una estación de transporte público y sintió que su conexión psíquica con Eph empezaba a desvanecerse. Esto se debía a la distancia que los separaba. Él se había subido al metro.
Ni el menor vestigio de decepción nubló sus pensamientos. Kelly seguiría persiguiéndolo hasta que se reunieran de una vez para siempre. Le comunicó su informe al Amo y se dirigió a la estación en compañía de las criaturas.
Eph iba camino de regreso a Manhattan.
El Farrell
EL CABALLO EMBISTIÓ, dejando una espesa columna de humo negro y llamas de color naranja a su paso.
El caballo estaba en llamas.
Totalmente consumida, la bestia orgullosa galopaba con una urgencia que no nacía del dolor, sino del deseo. En la noche, visible a varios kilómetros de distancia, el caballo sin jinete ni montura corría a través de un paisaje llano y árido hacia la aldea. Hacia el observador.
Fet se quedó paralizado al ver aquello; sabía que vendría a por él. Lo presentía.
Al alcanzar las afueras de la aldea, con la velocidad de una flecha en llamas, el caballo galopante habló —en un sueño, naturalmente— y dijo: «Yo vivo».
Fet dormía en la litera de la cubierta inferior de un navío que se balanceaba una y otra vez. Las otras camas estaban plegadas a la pared. Era el único que ocupaba una litera.
El sueño —esencialmente el mismo— lo acosaba desde su juventud. Un caballo llameante corriendo hacia él con sus cascos flamígeros en medio de la noche oscura, que le despertaba justo antes de embestirlo. El desasosiego que sentía al despertar era fuerte y profundo; era el miedo de un niño.
Tanteó con una mano el paquete debajo de la litera. Estaba húmedo —todo en el barco lo estaba—, pero el nudo seguía apretado y el contenido intacto.
Iba a bordo del Farrell, un barco grande de pesca utilizado para el contrabando de marihuana, que seguía siendo un negocio rentable en el mercado negro. Era el último tramo de un viaje de regreso desde Islandia. Fet había concertado el precio del flete a cambio de una docena de armas pequeñas y munición suficiente para varios años. El mar era una de las pocas zonas del planeta que estaba fuera del alcance de los vampiros. Las drogas ilegales se habían vuelto muy escasas bajo la nueva prohibición, y el comercio estaba limitado a la cosecha individual de marihuana y a la elaboración casera de narcóticos como las metanfetaminas. Tenían montado un pequeño negocio paralelo comerciando con licor destilado ilegalmente, y en ese viaje llevaban algunas cajas de vodka islandés y ruso de buena calidad.
La misión de Fet en Islandia era doble. Su primera tarea consistió en ir a la Universidad de Reikiavik. En los meses siguientes al cataclismo vampírico, mientras aguardaba en un túnel bajo el río Hudson a que el aire de la superficie volviera a ser respirable, Fet había estado leyendo el libro por el que el profesor Abraham Setrakian había dado su vida. El mismo libro que el superviviente del Holocausto convertido en cazador de vampiros le había confiado única y exclusivamente a él.
Era el Occido lumen, traducido libremente como La luz derrotada. Un manuscrito de cuatrocientos ochenta y nueve folios en pergamino, con veinte páginas ilustradas, encuadernado en cuero y cubierto con placas de plata pura para repeler a los vampiros. El Lumen era un relato del surgimiento de los strigoi, basado en una colección de tablillas de arcilla que databan de la antigua Mesopotamia, y que habían sido descubiertas en el interior de una cueva en las montañas de Zagros en 1508. Escritas en sumerio y extremadamente frágiles, las tablillas sobrevivieron más de un siglo hasta caer en manos de un rabino francés que se dedicó a descifrarlas en secreto, más de dos siglos antes de que el sumerio fuera ampliamente traducido. Posteriormente, el rabino le presentó su manuscrito iluminado al rey Luis XIV como regalo, y fue encarcelado de inmediato por ello.
Las tablillas originales fueron pulverizadas por orden real y el manuscrito se dio por perdido. La amante del rey, aficionada a las ciencias ocultas, recuperó el Lumen de un sótano del palacio en 1671, y desde entonces, el volumen cambió muchas veces de manos en la oscuridad, adquiriendo su reputación de ser un texto maldito. El Lumen reapareció brevemente en 1823, y de nuevo en 1911, coincidiendo cada vez con misteriosos brotes de enfermedades, antes de desaparecer de nuevo. El texto salió a subasta en el Sotheby’s de Manhattan unos diez días después de la llegada del Amo y del comienzo de la plaga vampírica, y tras una fuerte puja fue adquirido por Setrakian, quien contaba con el respaldo de los Ancianos y de toda su riqueza acumulada.
Setrakian, el profesor universitario que rehuyó la vida en sociedad después de la conversión de su amada esposa, obsesionado con cazar y destruir a los strigoi engendrados por el virus, consideraba el Lumen el único texto autorizado sobre la conspiración de los vampiros que habían invadido la Tierra durante la mayor parte de la historia de la humanidad. A la luz pública, la posición del anciano se reducía a la de propietario de una modesta casa de empeños en un sector pobre de Manhattan; sin embargo, en la trastienda escondía un arsenal de armas para combatir a los vampiros, así como una biblioteca de relatos antiguos y manuales sobre esta temible estirpe que había adquirido en todos los rincones del planeta tras varias décadas de búsqueda. Pero era tal su deseo de revelar los secretos contenidos en el interior del Occido lumen que dio su vida para que el libro se quedara en manos de Fet.
Durante esas largas y oscuras noches en el túnel debajo del río Hudson, a Fet se le había ocurrido que el Lumen tenía que haber sido subastado por alguien. Alguien había poseído el libro maldito, pero ¿quién? Fet pensó que quizá el vendedor tuviese algún conocimiento adicional de su poder y contenido. En el tiempo transcurrido desde la aparición del volumen, Fet lo había traducido diligentemente con la ayuda de un diccionario de latín. En una inspección del interior del edificio abandonado de Sotheby’s en el Upper East Side, Fet descubrió que la Universidad de Reikiavik era la beneficiaria anónima de la venta de aquel incunable. Sopesó con Nora las ventajas y desventajas de realizar este viaje, y decidieron que el largo periplo a Islandia era su única oportunidad de descubrir quién había puesto el libro en subasta.
Sin embargo, la universidad —tal como el exterminador descubrió a su llegada— era una madriguera de vampiros. Fet tenía la esperanza de que Islandia hubiera seguido el ejemplo del Reino Unido, que reaccionó con rapidez a la peste, volando el Eurotúnel y cazando a los strigoi tras el brote inicial. Las islas británicas permanecieron casi libres de vampiros, y sus habitantes, completamente aislados del resto del mundo invadido por el virus, lograron preservar su condición de humanos.
Fet había esperado hasta el amanecer para inspeccionar las oficinas saqueadas, con la esperanza de localizar la procedencia del libro. Se enteró de que había sido la fundación universitaria, y no un erudito o benefactor específico como se esperaba, la que había decidido subastar el libro. Y como el campus estaba abandonado, era un camino muy largo para encontrarse finalmente en un callejón sin salida. Pero no fue una pérdida de tiempo, porque en un estante del departamento de Egiptología, Fet encontró un texto muy curioso: un antiguo libro en francés encuadernado en cuero, impreso en 1920. La portada contenía las palabras Sadum et Amurah: exactamente las últimas palabras que Setrakian le había pedido que recordara.
Fet no dudó en apropiarse del texto, aunque no sabía ni una sola palabra de francés.
La segunda parte de su misión fue mucho más productiva. En algún momento, al comienzo de su asociación con los traficantes de marihuana, tras enterarse de la magnitud de sus operaciones, Fet los desafió a que le consiguieran un arma nuclear. Esta petición no era tan descabellada como podría parecer inicialmente. En la antigua Unión Soviética, donde los strigoi tenían el dominio absoluto, muchas de las llamadas «maletas nucleares» habían sido robadas por exagentes de la KGB, y se rumoreaba que estaban disponibles en el mercado negro de Europa oriental. El apremio del Amo por erradicarlas de la faz de la Tierra, de modo que no pudieran ser utilizadas para destruir su lugar de origen —tal como él había hecho con los de los seis Ancianos—, les había demostrado a Fet y al resto del grupo que el Amo era realmente vulnerable. Al igual que en el caso de los Ancianos, el sitio de origen del Amo, la clave misma de su destrucción, estaba cifrado en las páginas del Lumen.
Los traficantes contaron con la complicidad de un grupo de marineros, a los que prometieron una recompensa en plata. Fet se mostró escéptico cuando le informaron de que tenían una sorpresa para él, pero lo cierto es que los desesperados creen casi en cualquier cosa que les digan. Se reunieron en una pequeña isla volcánica al sur de Islandia con una tripulación de siete ucranianos a bordo de un yate destartalado, provisto de seis motores fueraborda. El capitán de la tripulación tendría unos veinticuatro años, y tenía una sola mano, pues su brazo izquierdo estaba marchito y terminaba en una especie de garra con un aspecto desagradable.
El dispositivo no era una maleta. Parecía un pequeño barril o un cubo de basura, envuelto en una lona negra y cubierto con una malla metálica; los laterales estaban asegurados con correas verdes. Medía casi un metro de alto por setenta centímetros de diámetro. Fet intentó levantarlo con suavidad: pesaba más de cincuenta kilos.
—¿Estás seguro de que esto funciona? —preguntó.
El capitán se rascó la barba cobriza con la mano derecha. Hablaba un inglés deficiente con fuerte acento ruso:
—Me dicen que sí. Solo una forma de saberlo. Le falta una parte.
—¿Le falta una parte? —preguntó Fet—. Déjame adivinar: plutonio U-233.
—No. El combustible está en el núcleo. Un kilotón de capacidad. Le falta el detonador. —Señaló un manojo de cables en la parte superior y se encogió de hombros—. Todo lo demás es bueno.
La fuerza explosiva de una bomba nuclear de un kilotón equivalía a mil toneladas de TNT; una onda expansiva de más de trescientos metros que podía quebrar el acero como si se tratara de una astilla.
—Me encantaría saber cómo conseguiste esto —dijo Fet.
—Me gustaría saber para qué lo quieres —replicó el capitán.
—Es mejor que todos guardemos nuestros secretos.
—Me parece justo.
El capitán estaba acompañado por otro tripulante que ayudó a Fet a cargar la bomba en el barco de los traficantes. Fet abrió la bodega debajo del suelo de acero, donde estaba la plata. Los strigoi se empeñaban en apoderarse de todas las piezas de plata del mismo modo en que decomisaban y desmantelaban armas nucleares. Por lo tanto, el valor de ese metal para matar vampiros había aumentado de forma gradual.
Una vez hecho el trato, incluyendo una transacción de cajas de vodka por bolsas de tabaco de liar, se sirvieron dos chupitos de vodka.
—¿Tú eres de Ucrania? —le preguntó el capitán a Fet después de beber el líquido ardiente.
Fet asintió.
—¿Se me nota?
—Te pareces a la gente de mi aldea antes de desaparecer.
—¿Desaparecer? —preguntó Fet.
El joven capitán asintió.
—Chernóbil —explicó, levantando su brazo encogido.
Fet miró la bomba, atada a la pared con una gruesa soga. No brillaba, no hacía tictac. Era una bomba adormecida esperando a ser activada. ¿Habría adquirido un barril lleno de basura? Fet creía que no. Confiaba en que el traficante ucraniano se hubiera cerciorado de la fiabilidad de sus proveedores, y también estaba el hecho de que tenía que seguir haciendo negocios con los traficantes de marihuana.
Fet se sentía emocionado, e incluso seguro. Era como sostener un arma cargada, solo que sin el gatillo. Lo único que necesitaba era un detonador.
Fet había visto con sus propios ojos a un grupo de vampiros excavar en la zona geotérmica situada en las afueras de Reikiavik conocida como el Estanque Negro. Esto demostraba que el Amo no conocía la localización exacta de su lugar de origen ni su fecha de nacimiento, sino el sitio en donde apareció en forma de vampiro.
El secreto estaba contenido en el Occido lumen. Lo único que Fet debía hacer era algo que no había logrado todavía: descifrar el texto y descubrir por sí mismo la localización del lugar de origen. Si el Lumen fuera un manual práctico para exterminar vampiros, Fet habría podido seguir sus instrucciones, pero el libro estaba lleno de imágenes irracionales, alegorías extrañas y afirmaciones dudosas. Trazaba un camino retrospectivo a lo largo de la historia humana, la cual no estaba regida por la mano del destino, sino por el dominio sobrenatural de los Ancianos. Ese texto le resultaba tan confuso a él como a muchos otros en el pasado. Fet no confiaba en su erudición y echaba mucho de menos la seguridad que entrañaban los grandes conocimientos del viejo profesor. Sin este, el Lumen era tan útil para ellos como la bomba nuclear sin el detonador.
Sin embargo, esto suponía un progreso. Su inquieto entusiasmo lo hizo encaminarse hasta la cubierta. Se agarró a la barandilla y miró el océano turbulento. Esa noche se cernía una niebla espesa y salobre que no amenazaba tormenta. Los cambios atmosféricos hacían más peligrosa la navegación, y más impredecible el clima del mar. El barco avanzaba a través de un banco de medusas, una especie que se había extendido por gran parte del mar abierto, alimentándose de huevos de peces y bloqueando la escasa luz solar que llegaba al océano. Las medusas flotaban en parches de varios kilómetros de extensión, cubriendo la superficie acuática como si se tratara de un pudín.
Estaban a diez millas de la costa de New Bedford, Massachusetts, lo cual le recordó a Fet uno de los relatos más interesantes que había encontrado en los apuntes de Setrakian; eran las notas que había compilado para acompañar al Lumen. En ellas, el viejo profesor daba cuenta de la flota de Winthrop de 1630, que cruzó el Atlántico diez años después del Mayflower, llevando una segunda oleada de colonizadores al Nuevo Mundo. El Hopewell, uno de los barcos de la flota, transportaba tres piezas de carga no identificada en el interior de unos hermosos cajones de madera tallada. Desembarcaron en Salem, Massachusetts, y se trasladaron a Boston (debido a la abundancia de agua dulce), pero las condiciones de los colonos se hicieron brutales a partir de entonces. Doscientos colonos desaparecieron el primer año, y sus muertes se atribuyeron a las enfermedades en vez de a su verdadera causa: habían sido presa de los Ancianos, pues habían llevado —sin saberlo— a los strigoi al Nuevo Mundo.
La muerte de Setrakian había dejado un gran vacío en Fet, que echaba de menos profundamente los consejos del sabio, tanto como su compañía, pero lo que más le faltaba era su intelecto. La desaparición del anciano representaba no solo una muerte, sino —y no era una exageración— un golpe letal para el futuro de la humanidad. El anciano le había entregado aquel libro sagrado, el Occido lumen, corriendo un gran riesgo, aunque no le había facilitado los medios para descifrarlo. Fet también había estudiado los cuadernos de cuero que contenían las reflexiones herméticas y profundas del anciano, entreveradas con pequeñas observaciones domésticas, listas de compras y cálculos financieros.
Abrió el libro en francés y, como era de esperar, no entendía lo que decía. Sin embargo, algunos de sus hermosos grabados resultaron ser muy reveladores: en una ilustración a toda página, Fet vio la imagen de un anciano huyendo con su esposa de una ciudad devorada por un fuego divino, y a la esposa convertida en sal. Él conocía esa historia… «Lot…», murmuró. Unas cuantas páginas atrás se detuvo en otra ilustración: el anciano protegiendo a dos criaturas aladas increíblemente hermosas; eran los arcángeles enviados por Dios. Fet cerró el libro bruscamente y miró la portada: Sadum et Amurah.
—¡Sodoma y Gomorra! —exclamó—. ¡Sadum y Amurah son Sodoma y Gomorra…! —Y súbitamente sintió que sabía francés. Recordó una ilustración del Lumen casi idéntica a la del libro en francés; no en su estilo ni en la sofisticación de los grabados, pero sí en el contenido: Lot protegiendo a los arcángeles de los hombres que querían hablar con él.
Las claves estaban allí, pero Fet era incapaz de interpretarlas correctamente. Incluso sus manos, grandes y toscas como guantes de béisbol, parecían impropias para manipular el Lumen. ¿Por qué Setrakian lo había escogido a él y no a Eph para guardar el libro? Eph era más inteligente —de eso no cabía duda— y mucho más instruido. ¡Diablos, y seguramente hasta sabía francés! Setrakian sabía que Fet moriría antes de permitir que el libro cayera en las manos del Amo; conocía bien a Fet. Y también lo quería mucho: con la paciencia y la delicadeza de un padre anciano. Setrakian, que era firme pero compasivo, nunca le había acusado de ser demasiado lento o estar poco instruido; al contrario, le explicaba todos los asuntos con gran diligencia, haciendo que Fet se sintiera incluido. Le había dado un sentido de pertenencia.
El vacío emocional en la vida de Fet fue llenado por la fuente más insospechada. Cuando Eph se volvió cada vez más errático y obsesivo tras los primeros días transcurridos en el túnel del metro bajo el río Hudson —un trastorno que aumentó una vez salieron a la superficie—, Nora comenzó a confiar y apoyarse más en Fet, en busca de consuelo. Con el paso del tiempo, Fet aprendió a corresponder a esa deferencia. Admiraba la tenacidad de Nora frente a la desesperación tan abrumadora, cuando tantos otros habían sucumbido a la desesperanza o a la locura; o como en el caso de Eph, habían permitido que su desesperación los cambiara. Era evidente que Nora Martínez —al igual que el anciano profesor— había visto algo en Fet, tal vez una nobleza primitiva más parecida a la de una bestia de carga que a la de un hombre, algo de lo que el propio Fet no había sido consciente hasta hacía muy poco. Y si esa cualidad suya —constancia, determinación, ferocidad o lo que fuera— hizo posible que a ella le pareciera más atractivo bajo estas circunstancias extremas, entonces es que él era el más indicado para asumir la misión encomendada por el anciano.
Fet se había resistido a aquella situación por respeto a Eph, negando sus propios sentimientos, así como los de Nora. Pero su atracción mutua era más evidente ahora. El último día antes de su partida, Fet había apoyado su pierna contra la de Nora. Era un gesto casual en sentido estricto, excepto para alguien como Fet. Él era un hombre grande pero increíblemente consciente de su espacio personal, y nunca buscaba ni permitía que fuera transgredido de ninguna manera. Establecía distancias y se sentía incómodo con casi todo contacto humano, pero tenía la rodilla de Nora presionada contra la suya, y su corazón latía acelerado. Latía de esperanza mientras caía en la cuenta: «Ella es consciente de esto. No se está alejando…».
Nora le había pedido que fuera cauteloso, que se cuidara, y al hacerlo, las lágrimas asomaron en sus ojos. Lágrimas que se deslizaron por sus mejillas mientras lo veía marcharse.
Nadie había llorado nunca por él antes.
Manhattan
EPH SUBIÓ AL TREN EXPRESO NÚMERO 7, aferrándose rápidamente al exterior del vagón. Se agarró del lateral posterior del último vagón, encaramando su bota derecha en el último peldaño de la escalera, con las yemas de los dedos clavadas al marco de la ventana, y meciéndose con el movimiento del tren sobre la vía elevada. El viento y la lluvia negra azotaban los bordes de su impermeable gris y su rostro encapuchado, inclinado hacia las asas de su bolsa de las armas.
Anteriormente, los vampiros debían viajar en la parte exterior de los trenes, yendo y viniendo a través de las profundidades de Manhattan para no ser descubiertos. Por la ventana, a cuyo marco abollado se había aferrado con los dedos, Eph vio a los pasajeros sentados mecerse con el movimiento del tren. Sus miradas distantes, los rostros carentes de expresión: una escena perfectamente ordenada y obediente. No los miró durante mucho tiempo, pues si había strigoi, su visión nocturna sensible al calor les permitiría detectarlo, y no tendría un recibimiento precisamente agradable en la próxima parada. Eph todavía era un fugitivo, su imagen estaba en las oficinas de correos y comisarías de policía en toda la ciudad, y la noticia sobre el exitoso asesinato de Eldricht Palmer —hábilmente tergiversado tras su primer intento fallido— aún se transmitía por la televisión cada semana, haciendo que su nombre y su rostro estuvieran presentes en las mentes de los ciudadanos vigilantes.
Subir en los trenes exigía habilidades que Eph había desarrollado con el tiempo y la necesidad. Los túneles siempre estaban húmedos —con olor a ozono quemado y a grasa rancia— y las ropas manchadas y harapientas de Eph servían como camuflaje perfecto, tanto a nivel visual como olfativo. Permanecer colgado de la parte trasera del tren era algo que requería precisión y sincronización. Pero Eph lo había logrado. Cuando pasó su infancia en San Francisco, viajaba en la parte posterior de los tranvías para hacer el trayecto hasta la escuela. Y había que abordarlos a tiempo: si lo hacía demasiado pronto, corría el riesgo de ser descubierto. Y si lo hacía demasiado tarde, sería arrastrado y sufriría un fuerte golpe.
Eph había recibido varios golpes en el metro. En una ocasión, cuando el tren daba una curva debajo de la avenida Tremont, había perdido el equilibrio al calcular mal su salto de aterrizaje y no logró llegar al tren. Movió frenéticamente las piernas y rebotó contra las vías hasta rodar de costado, rompiéndose dos costillas y dislocándose el hombro derecho; el hueso asomó suavemente mientras él daba tumbos por los raíles de acero al otro lado de la vía. Estuvo a punto de ser embestido por el tren que venía en sentido contrario. Buscó refugio en una sala de mantenimiento saturada de orina humana y periódicos viejos; se colocó de nuevo el hueso del hombro, pero el dolor le resultó insoportable durante algunas noches. Si se movía, el intenso dolor bastaba para despertarlo.
Pero ahora, gracias a la práctica, había aprendido a buscar los puntos de apoyo y los resquicios en la estructura posterior de los vagones. Conocía todos los trenes y vagones, y había diseñado incluso dos ganchos cortos para agarrarse de los paneles de acero en cuestión de segundos. Los había fabricado con la cubertería de plata de su casa, y de vez en cuando le servían como arma de corto alcance contra los strigoi.
Los ganchos estaban incrustados en dos soportes de madera construidos con las patas de una mesa de caoba que la madre de Kelly les había regalado por su boda. Si ella supiera… Eph nunca le había gustado —no era lo suficientemente bueno para su Kelly—, y ahora aún le gustaría menos.
Eph giró la cabeza, sacudiéndose la humedad de su rostro para mirar las calles a ambos lados del viaducto de Queens Boulevard a través de la lluvia negra. Algunas calles seguían devastadas, destruidas en los incendios durante la toma, deshabitadas y saqueadas desde entonces. Varios sectores de la ciudad parecían haber sido destruidos en una guerra, y de hecho, eso era lo que había ocurrido.
Otros estaban iluminados con luz artificial, zonas de la ciudad reconstruidas por los seres humanos supervisados por la Fundación Stoneheart, bajo la dirección del Amo. La luz era crítica para poder trabajar en un mundo que permanecía en la oscuridad hasta veintidós horas al día. Las redes de energía eléctrica se habían venido abajo en todo el mundo tras las oscilaciones electromagnéticas que siguieron a las detonaciones nucleares. Los excesos de voltaje habían quemado los conductos eléctricos, sumiendo a gran parte del mundo en una oscuridad favorable para los vampiros. Las personas no tardaron en comprender —aterradora y brutalmente— que una raza de criaturas con una fuerza superior había tomado el control del planeta, y que el hombre había sido suplantado en la cúspide de la cadena alimenticia por seres cuyas necesidades biológicas les exigían una dieta de sangre humana. El pánico y la desesperación arrasaron los continentes. Los ejércitos infectados se silenciaron. En la época de la consolidación que siguió a la Noche Cero, mientras la nueva atmósfera venenosa continuaba enturbiándose y asentándose en el aire, los vampiros establecieron un nuevo orden.
El tren subterráneo redujo la velocidad mientras se aproximaba a la estación Queensboro Plaza. Eph levantó el pie del escalón trasero, y se quedó colgando del lado oculto del vagón para no ser visto desde el andén. La lluvia persistente tenía un solo beneficio: resguardarlo de los ojos sangrientos y vigilantes de los vampiros.
Escuchó que se abrían las puertas, y que los pasajeros entraban y salían. Los anuncios zumbaban en los altavoces. Las puertas se cerraron y el tren continuó su marcha. Eph se agarró una vez más del marco de la ventana con sus dedos doloridos y vio el tenue andén deslizándose a lo lejos como el mundo antes de la hecatombe, devorado por la noche y la lluvia contaminada.
El tren subterráneo se sumergió bajo tierra, a salvo de la lluvia. Después de dos paradas, entró en el túnel Steinway, debajo del East River. Comodidades modernas como esta, la asombrosa capacidad de viajar por debajo de un río a gran velocidad, eran las que habían contribuido a la desgracia de la raza humana. Los vampiros, impedidos por su naturaleza para cruzar el agua en movimiento por sus propios medios, pudieron sortear estos obstáculos mediante el uso de túneles, aviones transcontinentales y otras alternativas de transporte rápido.
El tren aminoró la marcha al acercarse a la estación Grand Central justo a tiempo. Eph ajustó sus manos en la ventana, luchando contra la fatiga y aferrándose con tenacidad a sus ganchos de fabricación casera. Estaba desnutrido y tan delgado como en su primer año de instituto. Se había acostumbrado al vacío persistente y corrosivo en el fondo de su estómago; no ignoraba que la carencia de proteínas y vitaminas afectaba no solo a sus huesos y músculos, sino también a su mente.
Giró el hombro izquierdo y saltó antes de que el tren se detuviera, cayendo al lecho de grava entre los raíles como todo un experto. Flexionó los dedos, desbloqueando la parálisis de sus nudillos similar a la artritis, y retiró los ganchos. La luz trasera del tren se desvaneció, y oyó el chirriar de las ruedas de acero al frenar sobre los raíles, un chillido metálico al que sus oídos no se habían acostumbrado nunca.
Dobló y salió cojeando al otro lado de los raíles, internándose en el túnel. Había recorrido tantas veces esta ruta que ya no necesitaba su binocular de visión nocturna para llegar al siguiente andén. El tercer rail no era una preocupación, pues estaba cubierto con una carcasa de madera, convirtiéndolo en un paso adecuado hacia el andén abandonado.
Los materiales de construcción permanecían amontonados sobre el suelo de baldosas; una remodelación interrumpida en su fase más temprana: un andamio, varias secciones de tubería, fardos de tubos cubiertos de plástico. Eph se echó hacia atrás la capucha mojada y sacó su monocular de visión nocturna de la bolsa, sujetándolo sobre su cabeza, con la lente delante de su ojo derecho. Se dirigió a la puerta sin marcar, satisfecho de que nada hubiera sido alterado desde la última vez que estuvo allí.
Antes de la llegada de los vampiros, en la hora punta, medio millón de personas cruzaba diariamente el pulido mármol Tennessee del Grand Concourse que estaba encima de él. Eph no podía arriesgarse a entrar en la estación principal —la explanada de media hectárea ofrecía pocos lugares para esconderse—, aunque sí se había aventurado a las pasarelas del techo. Desde allí había observado los monumentos de una época extinta: rascacielos emblemáticos como el edificio de MetLife y de la Chrysler, oscuros y silenciosos en medio de la noche. Escalaba las unidades de aire acondicionado de dos pisos de altura que coronaban el techo de la terminal, y se detenía en el frontón que daba a la calle 42 y a Park Avenue, entre las colosales estatuas de Minerva, Hércules y Mercurio —los dioses romanos—, por encima del gran reloj de cristal de Tiffany. En la sección central del techo, miraba hacia el Grand Concourse, semejante a una catedral, situado unos treinta metros más abajo. Era lo más lejos que había llegado.
Eph abrió la puerta y observó con su binocular la oscuridad total que se extendía en la distancia. Subió dos largos tramos de escaleras, y pasó por otra puerta que conducía a un largo pasillo rodeado de tuberías de vapor que gemían por el calor. Cuando llegó a la puerta lateral, estaba bañado en sudor.
Sacó un cuchillo de plata de su mochila; debía andar con cuidado. Las paredes de cemento de la salida de emergencia no eran el lugar más adecuado para ser acorralado. El agua subterránea y negra se filtraba hasta el suelo, mientras que la contaminación del cielo ya formaba parte del ecosistema. Este tramo del metro era patrullado regularmente por los empleados de mantenimiento, que expulsaban a los desahuciados, a los curiosos y a los vándalos. Pero luego los strigoi asumieron temporalmente el control del inframundo urbano, escondiéndose, alimentándose y propagándose. Ahora que el Amo había reconfigurado la atmósfera del planeta para liberar a los vampiros de la amenaza de los rayos ultravioletas que mataban los virus, se habían levantado de este inframundo reclamando para sí la superficie de la Tierra.
En la última puerta sobresalía un letrero blanco y rojo: «Salida de emergencia únicamente: si cruza, activará la alarma». Eph guardó su cuchillo y sus lentes de visión nocturna en la mochila, y empujó la barra de presión, pues los cables de la alarma habían sido cortados mucho tiempo atrás.
La brisa fétida de la lluvia negra y grasienta sopló en su cara. Se subió la capucha húmeda y empezó a caminar hacia el este, en dirección a la calle 45. Vio sus pies chapoteando sobre la acera, pues caminaba con la cabeza gacha. Muchos de los coches destrozados o abandonados en los primeros días de la debacle permanecían junto a los bordillos, por lo que la mayoría de las calles eran vías de una sola dirección para furgonetas o camiones de suministro conducidos por los vampiros y los humanos de Stoneheart. Eph seguía mirando hacia abajo, pero observaba atentamente a ambos lados de la calle. Había aprendido a no mirar de una manera muy evidente; la ciudad tenía demasiadas ventanas y ojos de vampiros. Si parecías sospechoso, eras sospechoso.
Eph dio un rodeo para evitar toparse con los strigoi. En las calles, al igual que en cualquier otro lugar, los humanos eran ciudadanos de segunda categoría, y estaban sujetos a registros y a todo tipo de abusos. Existía una especie de apartheid de criaturas y podía correr el riesgo de exponerse.
Se apresuró a la Primera Avenida, a la Oficina del Forense, agachándose rápidamente por la rampa reservada para ambulancias y coches fúnebres. Se parapetó detrás de unas camillas y un armario móvil, puestos allí para ocultar la entrada del sótano, y entró por la puerta abierta a la morgue de la ciudad.
Una vez dentro, permaneció inmóvil en medio de la oscuridad. La sala de autopsias, con sus mesas y fregaderos de acero inoxidable, era el lugar donde, dos años atrás, fue conducido el primer grupo de pasajeros del funesto vuelo 753 de Regis Air. Fue allí donde Eph examinó por primera vez aquella incisión del grosor de una aguja en el cuello de los pasajeros —al parecer muertos—, una herida punzante que se extendía hasta la arteria carótida y que no tardarían en asociar con los aguijones de los vampiros. Era allí también donde había detectado el extraño aumento de los pliegues vestibulares alrededor de las cuerdas vocales, la primera etapa del desarrollo de los aguijones cavernosos de las criaturas. Y allí mismo había sido testigo de la primera transformación de la sangre de las víctimas, que pasó de un rojo saludable a un aspecto lechoso.
Además, fue en la acera de enfrente donde Eph y Nora conocieron a Abraham Setrakian, el anciano prestamista. Todo lo que Eph sabía sobre la cepa vampírica —desde los efectos letales de la plata y de la luz ultravioleta hasta la existencia de los Ancianos y su papel en el origen y formación de la civilización humana, y la historia del Anciano descarriado (el Amo), cuya llegada al Nuevo Mundo a bordo del vuelo 753 marcó el comienzo del fin— lo había aprendido de aquel anciano inquebrantable.
Desde la toma del poder, el edificio permanecía desierto. La morgue no formaba parte de la infraestructura de una ciudad administrada por vampiros…, la muerte ya no era el término de la existencia humana. Por tal motivo, las ceremonias fúnebres, así como la preparación y la sepultura del cadáver, rara vez se realizaban.
Para Eph, aquel edificio llegó a convertirse en la sede de sus operaciones extraoficiales. Comenzó a subir por las escaleras y le pareció estar a punto de oírlo en boca de Nora: que la ausencia de Zack estaba interfiriendo en su labor como miembro de la resistencia. La doctora Nora Martínez había sido la número dos de Eph en el proyecto Canary del CDC: en medio de todo el estrés y el caos desatado por la aparición de los vampiros, su antigua relación pasó del campo profesional al personal. Eph había intentado poner a salvo a Nora y a Zack llevándolos fuera de la ciudad, en la época en que los trenes todavía circulaban en la estación Penn. Pero los peores temores de Eph se vieron confirmados cuando Kelly, atraída hacia su Ser Querido, llegó con un enjambre de strigoi a los túneles bajo el río Hudson, donde descarrilló el tren y acabó con los pasajeros. Y como si aquello fuera poco, Kelly atacó a Nora y se llevó a Zack.
El secuestro de Zack —y Eph no responsabilizaba a Nora por eso— había creado una fisura entre ellos, abriendo también una brecha entre Eph y todo lo demás. Eph se sentía desconectado de sí mismo, fragmentado y dividido, y sabía que no tenía nada más que ofrecerle a Nora en ese momento.
Por su parte, Nora tenía sus propias preocupaciones, especialmente su madre; la señora Mariela Martínez tenía la mente paralizada por el Alzheimer. El edificio de la OCME era lo suficientemente grande para que ella pudiera vagar por las plantas superiores en su silla de ruedas, desplazarse por el pasillo con sus calcetines antideslizantes y conversar con muertos o ausentes. Era una vida miserable. Aunque, en realidad, no tan alejada de la del resto de la raza humana superviviente. O tal vez mejor: la mente de la señora Martínez se había refugiado en el pasado, y por lo tanto podía evitar el horror del presente.
La primera señal de que algo iba mal fue la silla de ruedas volcada al lado de la puerta de la escalera del cuarto piso. Y el inconfundible olor a amoniaco de los vampiros. Eph desenfundó su espada, y aceleró el paso con una sensación de malestar creciendo en sus entrañas. El suministro eléctrico era poco menos que exiguo, pero Eph no podía utilizar su linterna para evitar ser visto desde la calle; así que atravesó el oscuro pasillo en cuclillas, deteniéndose en las puertas y las esquinas, alerta ante cualquier posible escondite.
Sobrepasó un panel divisorio caído, un cubículo saqueado y una silla volcada. «¡Nora!», exclamó. Fue un acto imprudente, pero él solo pretendía hacer salir a los vampiros que estuvieran allí.
Vio la mochila de viaje de Nora en el rincón de una oficina. Estaba rota, con su ropa y artículos personales desparramados por el suelo. La lámpara Luma aún permanecía enchufada al cargador. Una cosa era dejar tirada su ropa, y otra muy distinta abandonar su lámpara ultravioleta. Nora nunca salía sin ella a menos que no le quedara otra opción. Sus armas tampoco se veían por ningún lado.
Desconectó la lámpara y la encendió. Advirtió de inmediato los parches de colores brillantes en la alfombra y manchas de excrementos a un lado del escritorio.
Los strigoi habían merodeado por allí, eso era evidente. Eph intentó mantener la calma y la concentración. Pensaba que estaba solo, al menos en ese piso; no había vampiros, lo cual era bueno, pero ni Nora ni su madre estaban allí, lo cual era muy preocupante.
¿Habría habido un enfrentamiento? No lo creía. Intentó constatarlo en las instalaciones, en las manchas y en la silla volcada. Recorrió el pasillo en busca de pruebas de violencia sin hallar ninguna. Combatir habría sido el último recurso de Nora, y si ella hubiera opuesto resistencia, el edificio ya estaría bajo el control de los vampiros. Eph concluyó que se había tratado de una especie de redada.
Regresó a la oficina e inspeccionó el escritorio; allí estaban la bolsa de las armas de Nora y su espada. Estaba claro que la habían pillado desprevenida. Si no había habido ninguna batalla —si los vampiros no habían sido repelidos por la plata—, sus posibilidades de sufrir una muerte violenta disminuían sensiblemente. Los strigoi ya no estaban interesados en víctimas; más bien buscaban llenar sus granjas.
¿La habían capturado? Era una posibilidad, pero Eph conocía bien a Nora: nunca se entregaría sin oponer resistencia, y él no había encontrado pruebas de lucha. A menos que… ¿Y si hubieran capturado a la señora Martínez? En tal caso, Nora podría haberse entregado para salvarle la vida.
De ser así, era poco probable que Nora hubiera sido convertida. Los strigoi, bajo el mando del Amo, eran reacios a aumentar sus filas: beber la sangre de un ser humano y contagiarlo con la cepa viral vampírica solo producía otra boca necesitada de sangre. No, lo más probable es que Nora hubiera sido conducida a un centro de detención en las afueras de la ciudad, donde le asignarían un oficio, o un castigo. No era mucho lo que se sabía acerca de esos campamentos; la mayoría de los que ingresaban allí no volvía a aparecer. La señora Martínez, que había sobrepasado su edad productiva, tendría un final más seguro.
Eph miró a su alrededor. Se sintió inquieto, tratando de averiguar qué hacer. Aquello parecía ser un incidente casual, pero ¿lo era? A veces, Eph tenía que mantenerse lejos de los demás y vigilar su camino de ida y vuelta a la OCME, pues Kelly lo buscaba de manera incansable. Ser descubierto podría conducir al Amo al corazón de la resistencia. ¿Algo había salido mal? ¿Fet también había sido hecho prisionero? ¿El Amo habría conseguido neutralizar a toda la célula?
Eph levantó la tapa del ordenador portátil sobre el escritorio. Estaba encendido, y oprimió la barra espaciadora para activar la pantalla. Todos los ordenadores del edificio estaban conectados a un servidor de red todavía en funcionamiento. El servicio de Internet había sufrido graves daños, y en términos generales era poco fiable. Era más probable recibir spam que poder abrir una página web. Las direcciones poco conocidas y con protocolo no autorizado eran particularmente susceptibles a virus y gusanos, y muchos ordenadores del edificio habían sido encriptados debido a los daños causados por el malware en los sistemas operativos, o iban tan lentos que ya no eran utilizables. La telefonía móvil ya no funcionaba, ni para telecomunicaciones ni para el acceso a Internet. ¿Por qué permitirle a la clase inferior humana acceder a una red de comunicaciones capaz de abarcar el mundo, algo que los vampiros poseían por vía telepática?
Eph y el resto operaban bajo el supuesto de que toda la actividad en Internet era controlada por los vampiros. La página que estaba viendo en ese momento —de la que Nora parecía haber salido súbitamente, sin tiempo para apagar el disco duro— era una especie de messenger, un chat en lenguaje taquigráfico.
«NMart» era obviamente Nora Martínez. Su compañero de conversación, «VFet», era Vasiliy Fet, el antiguo exterminador de la ciudad de Nueva York. Fet se había unido a la causa tras la invasión de ratas provocada por la llegada de los strigoi. Había demostrado un valor excepcional para la lucha, tanto por sus técnicas para matar bichos como por su conocimiento de la ciudad, particularmente de los túneles subterráneos de los diferentes distritos de Nueva York. Al igual que Eph, se había convertido en discípulo del difunto Abraham Setrakian, asumiendo el papel de cazador de vampiros del Nuevo Mundo. Actualmente, se encontraba en un buque de carga en algún lugar del océano Atlántico, regresando de Islandia de una misión muy importante.
El chat, poblado con las marcas gramaticales de Fet, había empezado el día anterior, y giraba principalmente en torno a Eph, que no podía dejar de leer esas palabras dolorosamente reveladoras:
NMart: E. no está aquí. No ha venido a la cita. Tenías razón. No debería haber confiado en él. Ahora lo único que puedo hacer es esperar…
VFet: No esperes ahí. Mantente en movimiento. Vuelve a Roosvlt.
NMart: No puedo. Mi madre está peor. Intentaré quedarme un día más como máximo. REALMENTE no puedo más. Él es peligroso. Se está convirtiendo en un riesgo para todos nosotros. Es solo cuestión de tiempo antes de que la zorra-vamp de Kelly le dé alcance o que él la traiga aquí.
VFet: Tienes razón. Pero lo necesitamos. Haz que esté cerca de ti.
NMart: Él actúa por su cuenta. No le importa nada más.
VFet: Él es muy importante. Para ellos. Para el A. Para nosotros.
NMart: Lo sé… Es solo que ya no puedo confiar en él. Ni siquiera sé quién es realmente…
VFet: Tenemos que evitar que toque fondo. Especialmente tú. Mantenlo a flote. Él no sabe dónde está el libro. Ese es nuestro doble ciego. Así no podrá hacernos daño.
NMart: Está de nuevo en casa de K. Lo sé. Buscando recuerdos de Z. Como un ladrón en medio de un sueño.
Y luego:
NMart: Sabes que te echo de menos. ¿Hasta cuándo?
VFet: Estoy volviendo. También te echo de menos.
Eph se quitó la bolsa de las armas, guardó de nuevo su espada, y se dejó caer en la silla.
Se quedó mirando los últimos mensajes, leyéndolos una y otra vez, escuchando la voz de Nora y el acento de Brooklyn de Fet.
También te echo de menos.
Se sintió sin peso al leerlo, como si su cuerpo no estuviera sujeto a la ley de la gravedad. Y sin embargo, aún seguía allí.
Debería haber sentido más rabia. Más ira justificada. ¡Traición! Un arrebato de celos. Sintió todo eso, pero no de una manera profunda ni aguda. Los sentimientos estaban ahí, y los reconoció, pero realmente eran… más de lo mismo. Su malestar era tan abrumador que ningún otro sabor, sin importar lo amargo que fuese, podría alterar su paladar emocional.
¿Cómo había sucedido eso? A veces, durante estos últimos dos años, Eph había mantenido las distancias frente a Nora de manera deliberada. Lo había hecho para protegerla a ella, a todos…, o al menos eso se decía a sí mismo, justificando su abandono.
Sin embargo, no alcanzaba a comprender. Volvió a leer el otro fragmento. Así que él era un «riesgo». Era «peligroso» y poco fiable. Ellos parecían creer que estaban cargando con él. Casi sintió alivio. Alivio por Nora —«bien por ella…»—, pero la mayor parte de su ser palpitó con furia creciente. ¿Qué era eso? ¿Se sentía celoso porque ya no podía estar con ella? Dios sabía que él no estaba alimentando esos sentimientos; ¿estaba enfadado porque alguien había encontrado su juguete olvidado y ahora quería que se lo devolviera? Él mismo sabía tan poco… La madre de Kelly solía decirle que siempre llegaba con diez minutos de retraso a todos los acontecimientos importantes de su vida. Llegó tarde a su boda, al nacimiento de Zack, e incluso cuando intentaron evitar que su matrimonio se desmoronara. Dios sabía que ya era tarde para salvar a Zack o al mundo; y ahora… esto.
¿Nora con Fet?
Ella se había ido. ¿Por qué él no había hecho algo antes? Curiosamente, en medio del dolor y de la sensación de pérdida, Eph también sintió alivio. Ya no necesitaba preocuparse más, no necesitaba compensar sus deficiencias, explicar su ausencia, ni apaciguar a Nora. Pero cuando la tenue ola de alivio estaba a punto de surgir, se dio la vuelta y se miró en el espejo.
Se vio más viejo. Y casi tan sucio como un vagabundo. Tenía el cabello adherido a la frente sudorosa y sus ropas tenían capas de mugre de varios meses. Sus ojos estaban hundidos y sus mejillas sobresalían, tirando de su piel tensa y delgada. «No es de extrañar —pensó—. No es de extrañar».
Se apartó del espejo, aturdido. Bajó cuatro tramos de escaleras y salió del edificio del forense en medio de la lluvia negra en dirección al Hospital Bellevue, que estaba cerca. Entró por una ventana rota y atravesó los pasillos oscuros y desiertos, guiándose por los letreros de la sala de urgencias. Esa zona había sido un centro traumatológico de nivel 1, lo cual significaba que había albergado a una amplia gama de especialistas que tenían acceso a las mejores instalaciones.
Y a las mejores drogas.
Llegó al control de enfermería: al armario de los medicamentos le habían arrancado la puerta. La nevera también había sido saqueada. Automedicándose, se embolsó un frasco de oxicodona y otros medicamentos contra la ansiedad envasados al vacío, y arrojó los envoltorios por encima del hombro. Se metió dos oxis blancas en la boca, las tragó con saliva y se quedó paralizado.
Se había desplazado con tanta rapidez y con tanto ruido que no oyó los pies descalzos acercándose. Vio sus movimientos con el rabillo del ojo y se incorporó.
Dos strigoi lo observaban fijamente. Eran vampiros completamente formados, pálidos y sin pelo ni ropa. Vio las arterias hinchadas sobresaliendo en sus cuellos y descendiendo por la clavícula hasta el pecho, como hiedras palpitantes. Uno de ellos había sido un hombre (el del cuerpo más grande) y el otro una mujer (con pechos arrugados y exangües).
Otro rasgo característico de estos vampiros maduros era su carúncula fungosa. Era una carnosidad dilatada y sumamente desagradable que colgaba como el cuello de un pavo, de un rojo pálido cuando necesitaban alimentarse y con un rubor carmesí cuando terminaban de hacerlo. Las barbillas de estos strigoi colgaban flácidas como escrotos y se balanceaban cuando movían la cabeza. Era una señal de rango, la marca de un cazador experimentado.
¿Eran los mismos que habían atacado a Nora y a su madre, o que las habían sacado de la OCME? No había manera de confirmarlo, pero algo le dijo a Eph que así era, lo cual, en caso de ser cierto, significaba que Nora podría haber escapado ilesa.
A Eph le pareció advertir un destello de reconocimiento en las pupilas rojas y ausentes. La mirada de un vampiro no solía denotar ninguna chispa o señal de actividad cerebral, pero Eph ya estaba familiarizado con esa mirada, y sabía que estos lo habían identificado. Los ojos sustitutos de esas criaturas le habían confirmado su hallazgo al Amo, cuya presencia inundaba sus cerebros con la fuerza de la posesión. La horda estaría allí en cuestión de minutos.
Doctor Goodweather…, dijeron ambas criaturas con voz cantarina en una sincronía escalofriante. Sus cuerpos se irguieron como dos marionetas controladas por una cuerda invisible. Era el Amo.
Eph observó, fascinado y asqueado al mismo tiempo, la forma en que las pupilas vacías daban paso a la inteligencia y a la compostura de esas criaturas superiores, ondulándose, ahora atentas, como cuando un guante de cuero adquiere forma al introducir las manos, confiriéndole un aspecto y un propósito.
Los rostros pálidos y alargados de las criaturas se transformaron a medida que la voluntad del Amo se apoderaba de sus bocas flácidas y sus miradas ausentes…
Tienes… aspecto de cansado… —modularon las dos marionetas, moviendo sus cuerpos al unísono—. Creo que deberías descansar…, ¿no te parece? Únete a nosotros. Ríndete. Te daré lo que quieras…
A Eph se le llenaron los ojos de lágrimas. El monstruo tenía razón: estaba cansado, ¡ah, muy cansado!; y sí, le hubiera gustado entregarse. «¿Puedo hacerlo? —pensó—. ¿Puedo entregarme? ¡Por favor!».
Sintió que sus rodillas se doblaban —solo un poco— como si se dispusiera a sentarse.
Las personas que amas (las que echas de menos) viven en mis brazos, expresaron los gemelos, transmitiendo el mensaje con sumo cuidado. Tan sugerente y ambiguo al mismo tiempo…
A Eph le temblaron las manos mientras agarraba las gastadas empuñaduras de cuero de sus dos espadas. Las sacó en línea recta para no cortar la bolsa. Tal vez el opiáceo estaba surtiendo efecto; lo cierto es que algo hizo clic en su cerebro, y asoció a aquellas dos monstruosidades con Nora y con Fet. Su amante y su amigo de confianza estaban conspirando contra él. Era como si ambos le hubieran sorprendido buscando en el armario como un drogadicto, viéndolo en su peor momento, del cual ellos eran directamente responsables.
—No —respondió, rechazando al Amo con un gemido entrecortado y la voz rota incluso en esa única sílaba. Y en lugar de dejar sus emociones a un lado, Eph las trajo a un primer plano y las revistió de ira.
Como quieras —susurró el Amo—. Te volveré a ver… muy pronto…
Y luego, la voluntad dio paso a los cazadores. Las bestias resoplaron y jadearon; abandonando su postura erguida, se pusieron a cuatro patas, listas para rodear a su presa. Eph no les dio la oportunidad de flanquearlo. Se abalanzó sobre el macho blandiendo las dos espadas. El vampiro se apartó de él en el último instante —eran ágiles y rápidos—, pero sin llegar a evitar que la punta de la espada se hundiera en su torso. El corte fue lo suficientemente profundo para que el vampiro perdiera el equilibrio, y su herida destiló sangre blanca. Los strigoi casi nunca sentían dolor en el cuerpo, salvo cuando el arma era de plata. La criatura se retorció y se cubrió la herida con las manos.
En ese lapso de indefensión, Eph giró y levantó la otra espada a la altura del hombro. Le arrancó la cabeza de un tajo, justo debajo de la mandíbula. El vampiro alzó los brazos en un acto reflejo de autoprotección antes de rodar por el suelo.
Eph se volvió justo cuando la hembra saltaba sobre él desde el mostrador, abalanzándose con sus dedos y garras para arañarle la cara. Eph logró desviar los brazos del vampiro con los suyos, logrando que la criatura chocara estrepitosamente contra la pared. Eph soltó las espadas. Sus manos estaban muy débiles. «Ah, sí, sí, por favor…, quiero rendirme».
El strigoi se incorporó rápidamente a cuatro patas, mirando a Eph sentado en cuclillas. Sus ojos se clavaron en él; eran los ojos sustitutos del Amo, la presencia maligna que se lo había arrebatado todo. La furia de Eph volvió a aparecer. Sacó rápidamente sus ganchos y se dispuso a lanzarlos. El vampiro arremetió contra él, y Eph fue a su encuentro; la carúncula que colgaba de la mandíbula de la criatura era un blanco perfecto. Había hecho eso cientos de veces, como un trabajador en una planta de pescado pesando un atún grande. Un gancho se incrustó en la garganta del espectro, detrás de la carúncula, hundiéndose con rapidez y alojándose detrás del tubo cartilaginoso que albergaba la laringe y el aguijón. Tiró hacia abajo con fuerza, bloqueando el aguijón y obligando a la criatura a arrodillarse mientras chillaba como un cerdo. El otro gancho se incrustó en la cuenca del ojo, y Eph le apretó la mandíbula con el pulgar, impidiéndole abrir la boca. Muchos años atrás, durante un verano, su padre le había enseñado esta combinación mientras capturaban serpientes en un pequeño río al norte del Estado. «Sujétale la mandíbula —le había dicho—, bloquéale la boca para que no te pueda morder». No todas las serpientes eran venenosas, pero sí tenían una mordedura repugnante y suficientes bacterias en su lengua bífida para causarle mucho dolor. Eph —el chico de ciudad— era bueno atrapando serpientes. Era algo que hacía con naturalidad. Un buen día incluso consiguió lucirse, cuando capturó una serpiente a la entrada de su casa siendo todavía un niño. Se había sentido superior: un héroe. Pero eso ocurrió hacía mucho tiempo. Un trillón de años antes de Cristo.
Y ahora Eph, casi al límite de sus fuerzas, neutralizaba a una criatura poderosa, a una muerta viviente inflamada al tacto, sedienta y llena de furia. Él no estaba en un arroyo fresco de California con el agua por las rodillas ni bajando de su furgoneta para atrapar una serpiente urbana. Él corría un peligro real. Podía sentir la forma en que cedían sus músculos. Su fuerza se desvanecía. «Sí…, sí…, quisiera rendirme…».
Su debilidad le irritó. Pensó en todo lo que había perdido —a Kelly, a Nora, a Zack, el mundo— y golpeó con fuerza a la criatura maldita, lanzando un grito primigenio, rasgándole la tráquea y rompiendo en dos el cartílago tenso. La mandíbula se fracturó bajo su pulgar roñoso. Un chorro de sangre y gusanos brotó y Eph retrocedió de un salto, esquivándolo, zigzagueando como un boxeador fuera del alcance de su oponente.
El vampiro se puso en pie, deslizándose por la pared, aullando, con la carúncula y el cuello rotos, palpitando en un miasma lechoso. Eph fingió un ataque, y el vampiro retrocedió unos pocos pasos, resollando y lamentándose con un sonido gutural y húmedo semejante a la llamada de un pato. Simuló una finta de nuevo y el vampiro no se lo creyó esta vez. Eph volvió a insistir, pero el vampiro se puso rígido y luego echó a correr por el pasillo.
Si Eph pudiera hacer una lista de reglas a seguir, en la parte superior habría figurado «Nunca sigas a un vampiro cuando huye». Nada bueno resultaba de eso. No existía ninguna ventaja estratégica en perseguir a un strigoi, pues su nivel de alerta clarividente se hallaba activado. Los vampiros habían desarrollado estrategias coordinadas de ataque en los dos últimos años. Correr era una táctica dilatoria, o un ardid sin ambages.
Y sin embargo, en medio de su ira, Eph hizo aquello que sabía que no debía hacer. Recogió sus espadas y corrió hasta una puerta que decía: «Escaleras». La rabia y un extraño deseo de venganza le hicieron derribar la puerta y subir las escaleras. La hembra huyó, y Eph la siguió mientras esta daba grandes zancadas por el corredor del piso superior. Eph la persiguió con una espada en cada mano. El vampiro giró a la derecha y luego a la izquierda, y subió otra escalera.
El cansancio de Eph le devolvió al principio de realidad. Vio a la hembra al final del corredor; había aminorado la marcha y lo estaba esperando, asegurándose de que Eph pudiera verla doblar la esquina.
Se detuvo. No podía ser una trampa, pues acababa de entrar en el hospital. Así que la única razón para que el vampiro lo atrajera a una búsqueda inútil era…
Eph entró en la primera habitación que vio, y se acercó a las ventanas. El cristal estaba manchado con la lluvia negra y aceitosa, y la ciudad se veía oscurecida por las mismas ondas de agua sucia que se deslizaban por el cristal. Eph apoyó la frente contra el cristal, haciendo un esfuerzo para observar lo que había abajo.
Vio formas oscuras, cuerpos apresurándose por las aceras desde los edificios de enfrente, amontonándose en la calle. Cada vez eran más, como si fueran bomberos atendiendo la llamada de seis alarmas simultáneas. Se dirigían hacia la entrada del hospital.
Eph retrocedió. La llamada psíquica había sido realizada. El doctor Ephraim Goodweather, uno de los líderes y artífices de la resistencia, se encontraba atrapado en el interior del Hospital Bellevue.
Estación del metro, calle 28
NORA ESTABA EN LA ESQUINA DE PARK AVENUE Y LA CALLE 28, expuesta a la lluvia que golpeaba su impermeable. Sabía que necesitaba mantenerse en movimiento, pero nadie la seguía en ese momento. Y buscar refugio en el sistema subterráneo del metro equivalía a meterse en una trampa.
Los vampiros vigilaban toda la ciudad. Por eso debía esforzarse en aparentar que era otra humana de camino al trabajo o a su casa. Sin embargo, había un problema: su madre.
—¡Te dije que llamaras al casero! —exclamó Mariela, retirándose la capucha para sentir la lluvia en su cara.
—Mamá… —le reprochó Nora, tapándola de nuevo.
—¡Arregla esa ducha!
—¡Shhh! ¡Silencio!
Nora debía seguir avanzando. Aunque su madre tenía dificultades para caminar, se calmaba al hacerlo. Al llegar junto al bordillo, Nora le rodeó la cintura, apretándola contra su cuerpo justo cuando un camión del ejército cruzaba la intersección. Nora retrocedió con la cabeza gacha y observó de soslayo el paso del camión, conducido por un strigoi. Nora sostuvo con firmeza a su madre para evitar que cruzara la calle.
—Cuando pille a ese casero, lamentará habernos conocido.
La lluvia resultaba propicia: significaba impermeables, y los impermeables tenían capuchas. Los ancianos y los débiles eran perseguidos; no había sitio para los improductivos en la nueva sociedad. Nora jamás habría corrido un riesgo como este —aventurarse en las calles con su madre— si hubiera tenido otra opción.
—Mamá, ¿puedes guardar silencio? No podemos llamar la atención.
—Estoy cansada de todo esto. No soporto este maldito techo con goteras.
—¿Quién puede permanecer más tiempo callada, tú o yo? —la retó Nora.
Cruzaron la calzada. Enfrente, colgando del poste con el nombre de la calle y una señal de tráfico, un cadáver se mecía al viento. La exhibición de cadáveres era muy común, especialmente a lo largo de Park Avenue. Sobre el hombro de la víctima, una ardilla se disputaba las mejillas con un par de palomas.
Nora habría alejado a su madre de un espectáculo como ese, pero Mariela ni siquiera estaba mirando. Comenzaron a bajar las escaleras de la estación del metro, con los escalones resbaladizos a causa de la lluvia grasienta e inmunda. Cuando estuvieron abajo, Mariela intentó quitarse de nuevo la capucha, y Nora la reprendió y se la puso de nuevo.
Los torniquetes brillaban por su ausencia. Una máquina dispensadora de tiques continuaba allí sin función aparente, con los ominosos letreros «Si ves algo, di algo» a su alrededor. Nora tuvo un respiro: los dos únicos vampiros que vio estaban al otro extremo de la entrada y no miraban en su dirección. Bajaron al andén, esperando que el tren 4, 5 o 6 llegara pronto. Se esforzaba en mantener los brazos de su madre quietos, para que el abrazo no despertara sospechas.
Los viajeros se aglomeraban a su alrededor, tal como en los viejos tiempos. Algunos leían libros. Unos pocos escuchaban música en reproductores portátiles. Lo único que no había eran teléfonos móviles y periódicos.
De uno de los postes de la estación colgaba un viejo cartel de la policía con la imagen de Eph: una copia de la fotografía de su antiguo carné de trabajo. Nora cerró los ojos y lo maldijo en silencio. Era a él a quien habían estado esperando en la morgue. A Nora no le gustaba ese lugar, y no porque fuera delicada —pues no lo era en absoluto—, sino porque era un espacio demasiado abierto. Gus, el expandillero transformado tras su encuentro con Setrakian, se había sumado a la resistencia, convirtiéndose en un compañero de armas más que fiable. Fet había ocupado la isla Roosevelt, hacia donde ella se dirigía en este momento.
«Un rasgo característico de Eph», pensó Nora. Un genio y un buen hombre, pero siempre retrasado algunos minutos, siempre corriendo para ponerse al día a última hora.
Ella se había quedado allí un día más por él, por una lealtad que no tenía mucho sentido, y sí, tal vez por la culpa. Quería contactar con Eph, y asegurarse de que estaba bien. Los strigoi entraron por la puerta principal: Nora estaba escribiendo en uno de los ordenadores cuando escuchó el estrépito de los cristales rotos. Apenas tuvo el tiempo suficiente para ir a buscar a su madre, que dormitaba en la silla de ruedas. Podía haber matado a los vampiros, pero eso le habría revelado al Amo su paradero, así como el escondite de Eph. Y a diferencia de él, Nora era demasiado prudente como para arriesgar una traición a su alianza.
Es decir, traicionar a la alianza delatándose ante el Amo. Ya era suficiente con traicionar a Eph liándose con Fet. Y aunque se sentía particularmente culpable, de nuevo Eph aparecía con cinco minutos de retraso. Esa era otra prueba más que confirmaba la regla. Ella había sido muy paciente con él —demasiado— y ahora simplemente se ocupaba de sí misma.
Y de su madre… De pronto notó que la anciana se soltaba de sus manos y abría los ojos.
—Tengo un pelo en la cara —dijo Mariela, tratando de quitárselo.
Nora la examinó rápidamente. No tenía nada. Pero fingió ver un pelo y levantó el índice para retirárselo.
—Ya está —dijo—. Todo en orden.
Sin embargo, la inquietud de su madre le hizo concluir que su estratagema no había funcionado. Mariela intentó soplarse el pelo.
—Noto cosquillas. ¡Suéltame!
Nora sintió que la observaban. Soltó a su madre, que se frotó la cara e intentó quitarse la capucha.
Nora se la puso de nuevo, después de advertir que tenía un mechón despeinado.
Escuchó que alguien resoplaba muy cerca de ella. Nora luchó contra el impulso de mirar, tratando de ser lo más discreta posible. Le pareció oír un susurro, o al menos lo imaginó.
Se acercó a la línea amarilla, con la esperanza de ver aproximarse las luces del tren.
—¡Ahí está! —gritó su madre—. ¡Rodrigo, te estoy viendo! ¡No finjas!
Estaba increpando al casero de la época en que Nora todavía era una niña. Recordó la delgadez del hombre, su mata de pelo negro y aquellas caderas tan estrechas que la correa de herramientas parecía a punto de caérsele. El hombre al que su madre llamaba tenía el pelo oscuro —aunque no se parecía al casero de treinta años atrás— y ahora la miraba atónito.
Nora se alejó, para ver si su madre se callaba. Pero Mariela insistía en dar vueltas en su sitio con la capucha caída, mientras intentaba llamar al casero fantasma.
—Mamá —suplicó Nora—. Por favor. Mírame. Cállate.
—Siempre está coqueteando conmigo, pero cuando hay trabajo por hacer…
Nora sintió deseos de taparle la boca con la mano. Le puso de nuevo la capucha y caminó con ella por el andén, lo que solo contribuyó a llamar más la atención.
—Mamá, por favor. Nos van a descubrir.
—Un desgraciado perezoso. ¡Eso es lo que es!
Aunque atribuyeran a la embriaguez el extraño comportamiento de su madre, se verían igualmente en serios problemas. El alcohol estaba prohibido porque afectaba a la sangre y favorecía el comportamiento antisocial.
Nora se dio la vuelta, pensando en huir de la estación, y entonces vio las luces que iluminaban el túnel.
—Mamá, nuestro tren. Shhh… Vamos.
El tren se aproximó. Nora esperó el primer vagón. Unos cuantos pasajeros se bajaron antes de que Nora se apresurara con su madre y encontrara dos asientos libres. El tren 6 las llevaría a la calle 59 en cuestión de minutos. Le puso de nuevo la capucha a su madre y esperó a que las puertas se cerraran.
Nora se percató de que nadie se sentaba cerca de ellas. Le echó un vistazo al vagón y comprobó que los pasajeros desviaban rápidamente sus miradas. Entonces vio a una pareja de jóvenes al lado de dos policías de la Autoridad de Tránsito —humanos— señalando al primer vagón desde el andén: sus índices apuntaban directamente hacia ella.
«Que se cierren las puertas», suplicó en silencio.
Y así fue. Las puertas se cerraron con la característica eficiencia aleatoria del sistema de transporte de Nueva York. Nora esperó el bandazo habitual, ansiosa por regresar a la isla Roosevelt —un territorio libre de vampiros—, mientras Fet volvía de su viaje. Pero el tren no se movió. Nora esperó a que lo hiciera, mirando con un ojo a los pasajeros al otro extremo del vagón y con el otro a los dos policías de tránsito que se aproximaban hacia las puertas. Detrás de ellos venían dos vampiros, con sus ojos enrojecidos fijos en Nora. También estaba la pareja que había denunciado a Nora y a su madre.
La pareja pensó que hacía lo correcto al acatar las nuevas leyes. O tal vez eran rencorosos: todos se habían visto obligados a entregar a los ancianos a la raza dominante.
Las puertas se abrieron y los policías fueron los primeros en entrar. Aunque ella lograse asesinar a sus dos congéneres, zafarse de los dos strigoi y escapar de la estación subterránea, tendría que hacerlo sola. Pero eso supondría sacrificar a su madre, tanto si la arrestaban como si la ejecutaban allí mismo.
Uno de los policías se acercó y le retiró la capucha a Mariela, dejando su cabeza al descubierto.
—Señoras —dijo—, tendrán que acompañarnos. —Nora no se levantó de inmediato, y el agente le apretó el hombro con fuerza—. ¡Ahora!
Hospital Bellevue
EPH SE ALEJÓ DE LA VENTANA mientras los vampiros confluían en el Hospital Bellevue desde las calles adyacentes. Había metido la pata… El pánico le quemaba la boca del estómago. Todo estaba perdido.
Su primer impulso fue seguir subiendo y ganar tiempo mientras llegaba hasta el tejado, pero era obvio que se trataba de un callejón sin salida. La única ventaja de estar en el tejado era que podría lanzarse al vacío si tuviera que escoger entre la muerte y una vida vampiresca en el más allá.
Descender significaba abrirse paso entre los strigoi, pero eso sería como correr hacia un enjambre de abejas asesinas: era casi seguro que sería picado al menos una vez, y con eso bastaría.
Así que correr no era una opción, ni tampoco lo era resistir de manera suicida. Pero él había pasado suficiente tiempo en los hospitales como para ignorar que ese era su territorio. Él tenía ventaja; solo le faltaba encontrarla.
Pasó raudo frente a los ascensores de los pacientes y de repente se detuvo, dándose la vuelta ante el panel de control de la tubería del gas. Era el control de emergencia de toda la planta. Retiró la cubierta de plástico, abrió el regulador y apuñaló el mecanismo hasta escuchar un silbido agudo.
Corrió hacia las escaleras, salvando el tramo que lo separaba del panel de control del siguiente piso, y repitió la misma operación otra vez. Luego regresó a las escaleras y escuchó el pesado chapoteo de los pies muertos y descalzos de los chupasangres empujándose desde las plantas inferiores.
Se arriesgó a subir otro piso, y se ocupó del panel con rapidez. Apretó el botón del ascensor, pero decidió buscar los ascensores de servicio, los que se utilizaban para transportar los carros de material y las camillas de los pacientes. Los encontró, y presionó el botón.
La adrenalina producto de la supervivencia y de la persecución le suministró una descarga sanguínea más dulce que la de cualquier estimulante artificial que pudiera encontrar. Ese, comprendió, era el efecto que buscaba con las drogas farmacéuticas. Después de tantas batallas a vida o muerte, sus receptores del placer se habían alterado. Demasiados altos y muy pocos bajos.
La puerta del ascensor se abrió y él pulsó la «S» del sótano. Los letreros de las paredes le recordaban la importancia de conservar las manos limpias y la confidencialidad en el tratamiento de los pacientes. Un niño le sonreía desde un cartel sucio, guiñándole el ojo mientras chupaba una piruleta, con el pulgar levantado. «Todo irá bien», decía el estúpido cartel, que también contenía horarios y fechas de una exposición de pediatría celebrada hacía un millón de años. Eph guardó una de las espadas en la bolsa que llevaba a la espalda mientras veía descender el número de los pisos en el panel. El ascensor dio una sacudida y se detuvo en medio de la oscuridad. Estaba atascado entre dos plantas. Era un escenario de pesadilla, pero el ascensor se tambaleó y siguió bajando. Como con todo lo que requería mantenimiento, no te podías fiar de estos artefactos mecánicos…, si tenías otra opción mejor, claro.
La puerta abollada del ascensor se abrió finalmente, y Eph salió al área de servicio del sótano, donde las camillas se amontonaban contra la pared como carritos de supermercado en espera de clientes, con sus colchones desnudos. Unos metros más allá, había un carrito de lavandería bajo una rampa para la ropa sucia.
En un rincón, una docena de tanques de oxígeno yacía sobre unas carretillas de largas asas. Eph actuó tan rápido como se lo permitía su cansancio crónico, y acomodó cuatro tanques en cada ascensor. Retiró los tapones metálicos, y golpeó con ellos las válvulas de las boquillas hasta escuchar el silbido tranquilizador del escape de gas. Apretó el botón de la planta superior y las tres puertas se cerraron de inmediato.
Sacó de su mochila una lata de líquido inflamable a medio llenar. Su caja de cerillas estaba en algún sitio en el bolsillo de su chaqueta. Con manos temblorosas, volcó el carro de la lavandería, vaciando la ropa de cama delante de los ascensores; luego apretó la lata del combustible con un regocijo perverso, y roció el líquido sobre la pila de algodón. Encendió un par de cerillas y las dejó caer sobre la pila, que crepitó con un whumph flamígero. Eph oprimió el botón de llamada de los tres ascensores —que se manejaban individualmente desde el sótano de servicio— y corrió como un loco en busca de una salida.
Vio el enorme panel de control con tubos de colores de la planta de servicio, protegido con barrotes. Sacó un hacha de una vitrina, y pudo levantarla con dificultad. Cortó los empalmes de las válvulas de salida, utilizando más el peso del hacha que sus menguadas fuerzas, y el gas comenzó a silbar. Eph cruzó la puerta de salida y se encontró en medio de la lluvia, de pie en una zona de bancos y aceras agrietadas llenas de fango de un parque, desde el cual se veía la autopista Franklin D. Roosevelt y el East River, azotado por la lluvia. Y por alguna razón, en lo único que atinó a pensar fue en la frase de una vieja película, El jovencito Frankenstein: «Podría ser peor: podría estar lloviendo». Eph se rio entre dientes; la había visto con Zack y durante varias semanas habían intercambiado citas del final: «Allá lobo… Allá castillo».
Eph se encontraba justo detrás del hospital. No tenía tiempo para correr hacia la calle. Se apresuró entonces a través del pequeño parque, pues necesitaba alejarse todo lo que pudiera del edificio.
Cuando llegó al otro lado, vio otra horda de vampiros trepar por el muro que daba a la autopista Roosevelt. Más asesinos enviados por el Amo, con el metabolismo exacerbado de sus cuerpos despidiendo un vaho de vapor bajo la lluvia.
Eph corrió hacia ellos, esperando que el edificio explotara y se derrumbara en cualquier momento. Dio patadas a los primeros vampiros, obligándolos a soltarse del muro y caer a la alameda, donde aterrizaron con manos y pies; se irguieron de inmediato, como personajes indestructibles de un videojuego. Eph avanzó a toda velocidad por el borde superior del muro, hacia los edificios del centro médico de la universidad, intentando alejarse del Bellevue. La garra de un vampiro se aferró a la parte superior del muro, y una cabeza calva asomó con las pupilas dilatadas y enrojecidas. Eph se arrodilló e introdujo la punta de su espada en la boca del vampiro, alojándola en la parte posterior de su garganta caliente. Pero no lo traspasó ni lo destruyó. La punta de plata lo quemó, evitando que su mandíbula se desencajara y sacara su aguijón.
El vampiro no podía moverse. Sus ojos enrojecidos miraban a Eph en medio de la confusión y el dolor.
—¿Me ves? —preguntó Eph.
Las pupilas del vampiro no denotaban ninguna expresión. Eph no se dirigía a él, sino al Amo que observaba a través de los ojos de la criatura.
—¿Ves esto? —le espetó.
Giró la punta de la espada, haciendo que el vampiro mirara hacia el Bellevue. Otras criaturas trepaban por la pared, y algunas abandonaban el hospital, con la intención de atrapar a Eph. Le quedaban pocos minutos. Temía que su acto de sabotaje hubiera fracasado, y que la fuga de gas se evaporara fuera del hospital.
Eph volvió a interpelar al vampiro, como si estuviera en presencia del Amo:
—¡Devuélveme a mi hijo!
Apenas pronunció la última palabra, el edificio explotó a su espalda, lanzándolo hacia delante, de forma que atravesó con su espada la garganta del vampiro. Eph sujetó la empuñadura y la hoja salió de la cara del vampiro en medio de la onda explosiva.
Eph aterrizó en el techo de un coche abandonado, como tantos otros, en el carril interior de la calzada. El vampiro se estrelló en la calle, junto a él.
Las caderas de Eph recibieron la peor parte del impacto. Aunque los oídos le zumbaban, escuchó un sonido agudo y sibilante y dirigió su mirada hacia la lluvia negra. Vio algo semejante a un misil describir una trayectoria en arco y sumergirse en el río. Era una de las bombonas de oxígeno.
Los pesados ladrillos de mortero caían sobre la calzada. Millones de fragmentos de cristal brillaron como diamantes en la lluvia, antes de chocar contra el pavimento. Eph se protegió la cabeza con su impermeable mientras se deslizaba por el techo abollado, haciendo caso omiso del dolor en sus caderas.
Mientras se ponía en pie notó dos fragmentos de cristal que tenía clavados en la pantorrilla. Se los sacó y la sangre manó de las heridas. Oyó un chirrido húmedo y agitado…
Excitado y hambriento, el vampiro se agitaba tendido sobre la mancha de sangre blanca que manaba de su nuca. La sangre de Eph era el anuncio de la cena.
Eph se acercó, le apretó la mandíbula dislocada y rota, y vio que sus ojos rojos lo escrutaban, antes de reparar en la punta de plata de su espada.
—¡Quiero a mi hijo, hijo de puta! —le gritó Eph.
Entonces liberó al strigoi con un sablazo feroz en la garganta, cercenándole la cabeza e interrumpiendo la comunicación con el Amo.
Eph se levantó, cojeando y cubierto de sangre.
—Zack… —murmuró—, ¿dónde estás…?
Y entonces emprendió el peligroso viaje de regreso a casa.
Central Park
EL CASTILLO BELVEDERE, situado en el extremo norte del lago de Central Park a lo largo de la calle 79 Transverse Road, era una «extravagancia» gótica y victoriana construida en 1869 por Jacob Wray Mould y Calbert Vaux, los diseñadores del parque. Lo único que Zachary Goodweather conocía era su aspecto tenebroso y cool, lo cual siempre le había atraído: un castillo medieval (para su mente fantasiosa) en el centro del parque, en el corazón de la ciudad. De niño, solía imaginar que el castillo era una fortaleza gigantesca construida por los trolls para el arquitecto originario de la ciudad, un señor sombrío llamado Belvedere que vivía en las catacumbas excavadas en las profundidades rocosas del castillo, e imaginaba que por la noche se transformaba en una ciudadela inquietante y oscura donde este se ocupaba de sus criaturas, que rondaban por todo el parque.
Esto era cuando Zack aún recurría a la fantasía de los cuentos de hadas, grotescos y sobrenaturales, para soñar despierto y escapar al aburrimiento del mundo moderno.
Ahora sus sueños eran reales. Todas sus fantasías eran posibles. Sus deseos se habían materializado.
Permaneció en la entrada abierta del castillo —era ya un adolescente—, viendo la lluvia negra azotar el parque y anegar el Estanque de la Tortuga, en otro tiempo rico en algas y rodeado de una vegetación verde y exuberante, y ahora reducido a un agujero negro cubierto de lodo. El cielo lucía amenazador y sombrío, como siempre. La ausencia del azul en el cielo significaba que las superficies de agua tampoco eran de este color. Durante dos horas al día, una escasa luz cenital se filtraba entre la cubierta de turbulentas nubes, lo que aumentaba la visibilidad, y fue en ese espacio de tiempo cuando vio los tejados de la ciudad a su alrededor, y el pantano semejante a Dagobah en el que se había convertido el parque. Las lámparas de energía solar circundantes no podían absorber la suficiente energía para iluminar las veintidós horas de oscuridad, y su luz se desvanecía tan pronto como los vampiros regresaban de su retiro subterráneo oculto en las sombras.
Zack había crecido mucho en el último año; su voz era un poco más grave y sus facciones se estaban definiendo, mientras que su torso parecía alargarse durante el transcurso de la noche. Sus piernas eran fuertes, y subió por las escaleras de caracol de fino hierro que conducían al Observatorio Natural Henry Luce, situado en el segundo piso. A lo largo de las paredes y debajo de las mesas de cristal había una muestra de esqueletos de animales, plumas de aves y pájaros de papel maché, así como árboles de madera contrachapada. Central Park era una de las zonas con mayor población de aves de los Estados Unidos, pero habían desaparecido con el cambio climático, tal vez para siempre. En las semanas siguientes a los terremotos y a las erupciones volcánicas desencadenadas por las detonaciones de las cabezas nucleares y las fisiones en las centrales que producían este tipo de energía, el cielo oscuro se había convertido en un cementerio de aves. Toda la noche se escuchaban graznidos y chillidos. Muertes masivas de pájaros, cadáveres alados cayendo del cielo en compañía del granizo negro y plomizo. El firmamento resultaba tan desesperanzador como la Tierra para los seres humanos. Ya no había cielos meridionales a los cuales emigrar en busca de aires más cálidos. Durante varios días, el suelo permaneció literalmente cubierto con el aleteo de miles de alas negras, mientras las ratas voraces se daban un festín con las aves moribundas. Los graznidos agónicos y el ulular del viento marcaban el ritmo del granizo funesto.
Ahora el parque permanecía inmóvil y en silencio, y en sus lagos vacíos no había aves acuáticas. Unos cuantos huesos sucios y restos de plumas se hundían entre el fango del suelo y el pavimento. Ardillas macilentas y sarnosas trepaban de vez en cuando por los árboles, pero su población había disminuido considerablemente en el parque. Zack miró a través de uno de los telescopios —después de deslizar en la ranura una piedra del tamaño de una moneda de veinticinco centavos— y su campo de visión desapareció entre la niebla y la lluvia turbia.
El castillo albergaba también una estación meteorológica antes de que los vampiros llegaran. La mayoría de los equipos aún se encontraban en el tejado puntiagudo de la torre, así como dentro del recinto amurallado al sur del castillo. Anteriormente, las emisoras de la ciudad solían anunciar el estado del tiempo con las palabras «La temperatura en Central Park es…», que era tomada del termómetro de la torre de observación. Ahora era julio, o tal vez agosto, una época que solía ser conocida como «los días de perros» del verano. Sin embargo, la temperatura más alta que Zack había sentido en una noche particularmente suave fue de sesenta y un grados Fahrenheit, dieciséis grados centígrados.
El cumpleaños de Zack era en agosto. Hubiera querido llevar con más cuidado la cuenta del tiempo en el calendario abandonado en la trastienda de la oficina. Creía que tenía trece años. O al menos eso le parecía. Oficialmente, ya era un adolescente.
Zack aún podía recordar —levemente— el momento en que su padre lo llevó al zoológico de Central Park, en una tarde soleada. Habían visitado una exposición natural en el interior del castillo y luego comieron helados italianos junto al muro de piedra, desde donde se veían los instrumentos meteorológicos. Zack recordó haberle confiado a su padre que sus compañeros de escuela a veces bromeaban sobre su apellido, Goodweather [1], anticipando que sería meteorólogo cuando fuera mayor.
—¿Y a ti qué te gustaría ser? —le había preguntado su padre.
—Cuidador de animales en el zoológico —había respondido Zack—. Y seguramente corredor de motocross.
—Suena bien —admitió su padre, mientras tiraban los vasos de papel al cubo de reciclaje. Y al final de ese día, después de una tarde espléndida que también incluyó una película en la función vespertina, padre e hijo prometieron repetir la excursión. Pero nunca lo hicieron. Como tantas otras promesas incumplidas en la historia de Zack y el doctor Goodweather.
Recordar aquello era como rememorar un sueño, si es que había sucedido. Su padre había desaparecido, o había muerto junto con el profesor Setrakian y el resto. De vez en cuando, escuchaba una explosión en algún lugar de la ciudad, o veía una columna de humo o de polvo levantándose bajo la lluvia, y conjeturaba que debía de haber algunos seres humanos que seguían resistiéndose a lo inevitable. Esto hizo que Zack recordara aquellos mapaches que los fastidiaron durante unas vacaciones de Navidad, revolviendo en la basura sin importarles lo que su padre hiciera para impedirlo. Zack supuso que lo mismo sucedía con la resistencia. Representaban una molestia, pero poco más que eso.
Salió de aquel sitio húmedo donde estaban las vitrinas y bajó las escaleras. El Amo le había habilitado un espacio dentro del castillo, y Zack lo había acondicionado al estilo de su antiguo dormitorio. Salvo que su antiguo cuarto no contaba con una pantalla de vídeo del tamaño de una pared, sustraída del ESPN Zone de Times Square. Ni con la máquina dispensadora de Pepsi ni con los diferentes estantes de cómics. Zack encendió un videojuego con un mando que había dejado en el suelo, y se sentó en una de las lujosas sillas de mil dólares forradas de cuero que estaban colocadas detrás de la zona de los bateadores, en el estadio de los Yankees. Ocasionalmente, Zack jugaba con otros chicos, o también on line gracias a un servidor especial, y casi siempre les ganaba. Todos sus contrincantes habían perdido la práctica. Además, el triunfo solía ser aburrido, especialmente porque no salían videojuegos nuevos.
Al principio, vivir en el castillo fue una experiencia aterradora. Había oído historias de todo tipo sobre el Amo. Pensaba que le convertirían en un vampiro al igual que su madre, pero eso nunca sucedió. ¿Por qué? Nunca le dieron una explicación, y él tampoco la pidió. Estaba allí en calidad de huésped, y como era el único humano, tenía casi el estatus de una celebridad. Durante los dos años transcurridos desde que se convirtió en huésped del Amo, ningún otro ser que no fuera vampiro había sido admitido en el Castillo Belvedere ni en ningún lugar cercano. Lo que en un principio parecía ser un secuestro, con el paso del tiempo adquirió visos de ser una selección, una llamada. Como si en este Nuevo Mundo le hubiera sido reservado un lugar especial para él.
Zack había sido elegido entre todos los demás. Y él desconocía el motivo. Lo único cierto era que el ser que le había otorgado esta condición de privilegio era el gobernante absoluto del Nuevo Mundo. Y por alguna razón, quería que Zack estuviera a su lado.
Las historias que le habían contado al chico —de un gigante temible, de un asesino despiadado o del mal encarnado— eran obvias exageraciones. En primer lugar, el Amo tenía la estatura de un adulto medio. Y para ser tan anciano, parecía casi juvenil. Sus ojos negros eran penetrantes. Zack podía entender que alguien sintiera horror ante él si caía en desgracia. Pero detrás de esos ojos, para alguien tan afortunado que pudiera verlos directamente, como era el caso de Zack, había una profundidad y una oscuridad que trascendían la humanidad, una sabiduría que se remontaba en el tiempo, una inteligencia conectada con un ámbito más elevado. El Amo era un líder, al mando de un inmenso clan de vampiros desperdigados por la ciudad y por el mundo, un ejército de seres que respondían a su llamada telepática, efectuada desde ese trono palaciego en el centro pantanoso de la ciudad de Nueva York.
El Amo era un ser poseído por la magia. Una magia diabólica, sí, pero la única magia real que había conocido Zack. El bien y el mal resultaban ahora términos maleables. El mundo había cambiado. La noche era el día. Las profundidades eran la nueva cima. Allí, en el Amo, se encontraba la prueba de la existencia de un ser superior. De un superhombre. De una divinidad. Su poder era extraordinario.
Un ejemplo de ello era el asma de Zack. La calidad del aire bajo el nuevo clima era sumamente precaria debido a su estancamiento, a los altos niveles de ozono y a la circulación de partículas. Con una gruesa capa de nubes que lo presionaban todo hacia abajo como si se tratara de una manta sucia, los patrones climáticos habían resultado afectados y la brisa del mar no lograba refrescar el flujo de aire de la ciudad. El moho crecía y las esporas volaban con inusitada profusión.
Sin embargo, Zack estaba bien. Más que bien: sus pulmones estaban limpios y respiraba sin jadear ni emitir silbidos. De hecho, en todo el tiempo que llevaba con el Amo no había sufrido un solo ataque de asma. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que usó un inhalador, porque ya no lo necesitaba.
Su sistema respiratorio dependía ahora de una sustancia aún más eficaz que el albuterol o la prednisona. Una fina gota de la blanca sangre del Amo administrada por vía oral una vez por semana, desde el dedo pinchado del Amo a la lengua expectante de Zack, había despejado sus pulmones, permitiéndole respirar con libertad.
Lo que al principio resultaba extraño y desagradable ahora era casi un regalo: la sangre blanca y lechosa del Amo, con su débil carga eléctrica y su sabor a cobre y alcanfor. Una medicina amarga, pero su efecto era poco menos que milagroso. Cualquier paciente crónico daría casi cualquier cosa para no sentir nunca el pánico producido por un ataque de asma.
Esta absorción sanguínea no hacía de Zack un vampiro. El Amo impedía que los gusanos de sangre llegaran a la boca del muchacho. El único deseo del Amo era ver a Zack sano y confortable. No obstante, la verdadera causa de la afinidad y de la admiración del muchacho hacia el Amo no residía en el poder que este ejercía, sino en el poder que le concedía. Parecía evidente que Zack era especial de algún modo. Era diferente, privilegiado entre los humanos. El Amo lo había elegido para ser el centro de sus atenciones. A falta de un término más apropiado, el Amo le había ofrecido su amistad.
Como lo del zoológico: cuando Zack se enteró de que el Amo iba a clausurarlo, protestó. El Amo le ofreció conservarlo y dárselo con una condición: tendría que cuidarlo; tendría que alimentar personalmente a los animales y limpiar las jaulas. Zack aceptó el reto, y el zoológico de Central Park fue suyo. Así de simple. (También le ofrecieron el carrusel, pero esa era una atracción para niños; el propio Zack ayudó a desmantelarlo). El Amo concedía deseos como si fuera el genio de la lámpara maravillosa.
Evidentemente, Zack no era consciente de todo el trabajo que le esperaba, pero lo hizo lo mejor que pudo. La atmósfera alterada no tardó en llevarse la vida de algunos animales, incluidos el panda rojo y la mayoría de las aves, lo que facilitó su trabajo. Como nadie lo supervisaba, Zack fue espaciando cada vez más las horas de la comida. Le fascinaba ver cómo se volvían los animales los unos contra los otros, tanto los mamíferos como los reptiles. El gran leopardo de las nieves era su favorito, y también al que más temía; por eso lo alimentaba con mayor regularidad: en un principio le daba grandes trozos de carne fresca que llegaban en camión cada dos días. Y un buen día le dio una cabra viva. Zack la llevó a la jaula y observó desde detrás de un árbol al leopardo acechar a su presa. Luego le llevó una oveja y después un ciervo pequeño. Pero con el tiempo, el zoológico fue declinando, y las jaulas se contaminaron con los desperdicios animales que Zack estaba harto de limpiar. Muchos meses después, llegó a odiar el zoológico, y cada vez abandonaba más sus responsabilidades. Algunas noches oía los gruñidos de los animales, pero nunca el del leopardo de las nieves.
Cuando había pasado casi un año, Zack acudió al Amo y se quejó de que era demasiado trabajo para él.
Se abandonará entonces. Y los animales serán sacrificados.
—No quiero que ninguno sea sacrificado. Solo que… ya no quiero cuidarlos. Podrías hacer que cualquiera de los tuyos lo hiciera; nunca se quejaría.
Quieres que lo mantenga abierto únicamente para tu disfrute.
—Sí. —Zack había pedido cosas más extravagantes y siempre se las concedía—. ¿Por qué no?
Con una condición…
—De acuerdo.
Te he visto con el leopardo.
—¿En serio?
He visto cómo le das animales vivos para que los cace y los devore. Su agilidad y belleza te atraen, pero su poder te espanta.
—Supongo que sí.
También he visto cómo dejas morir de hambre a otros animales.
—Hay demasiados para cuidarlos… —protestó Zack.
Te he visto enfrentarlos entre sí. Tu curiosidad es bastante natural: observar cómo las especies inferiores reaccionan bajo el estrés. Es fascinante, ¿verdad? Verlos pelear para sobrevivir…
Zack no sabía si debía admitir eso.
Los animales son tuyos y puedes hacer lo que quieras con ellos. Y eso incluye al leopardo. Eres tú quien controla su hábitat y su horario de alimentación. No deberías tenerle miedo.
—Bueno…, no es eso realmente.
Entonces… ¿por qué no lo matas?
—¿Qué?
¿No has pensado cómo sería matar a un animal como ese?
—¿Matarlo? ¿Al leopardo?
Te has aburrido de cuidar el zoológico porque te parece artificial y poco natural. Tus instintos son correctos, pero tu método está equivocado. Quieres ser el dueño de estas criaturas primitivas, pero no están destinadas a vivir en cautiverio. Demasiado poder, demasiado orgullo. Solo existe una manera de poseer a un animal salvaje: hacerlo tuyo.
—Matarlo…
Demuéstrame que estás a la altura de esa tarea, y te recompensaré haciendo que tu zoológico permanezca abierto y los animales alimentados y bien cuidados, eximiéndote de tus deberes.
—Yo… no puedo.
¿Por su belleza o porque le tienes miedo?
—No, es solo… porque sí…
¿Te he negado algo? ¿Me has pedido alguna cosa que no te haya permitido tener?
—Un arma cargada.
Bien: haré que tengas un rifle para que lo uses dentro del zoológico. La decisión es tuya…, quiero que tomes partido…
Zack fue al zoológico al día siguiente porque quería probar el nuevo rifle. Lo encontró en la entrada, sobre una mesa donde se guardaban los paraguas. Era nuevo, de pequeño tamaño, con su culata reluciente de nogal con la cantonera protegida y el punto de mira en la parte superior. Solo pesaba unos tres kilos. Recorrió el zoológico con su rifle, avistando varios objetivos. Quería disparar, pero no sabía cuántos perdigones tenía. Era un rifle semiautomático, pero no estaba completamente seguro de saber recargarlo, aunque consiguiera más munición. Le apuntó a un letrero que decía: «Aseos», puso el dedo en el gatillo sin apretarlo demasiado, y el arma saltó en sus manos. La culata del fusil se estrelló contra su hombro, y el golpe lo empujó hacia atrás. La detonación produjo un fuerte estallido. Zack jadeó y vio el hilo de humo saliendo de la boca del cañón, y también que el letrero tenía un agujero sobre la «e».
Durante los días siguientes, Zack afinó su puntería con las exquisitas y caprichosas figuras en bronce de animales que adornaban el reloj Delacorte, en el que aún sonaba música cada media hora. Mientras las figuras se movían a lo largo de su trayectoria circular, Zack le apuntó a un hipopótamo que tocaba el violín. Erró los dos primeros tiros, y el tercero rozó a la cabra que tocaba la gaita. Frustrado, recargó el arma y esperó en un banco cercano a que el reloj volviera a dar la hora. Se adormeció con el sonido de las sirenas lejanas, y media hora después las campanas lo despertaron. Esta vez apuntó a su objetivo antes de que pasara, en lugar de seguir su movimiento. Le disparó tres veces al hipopótamo y escuchó con claridad el impacto de la bala sobre la figura de bronce. Dos días después, la cabra había perdido la punta de una de sus dos gaitas y el pingüino la mitad de su baqueta. Zack ya podía disparar a las figuras con velocidad y precisión. Pensó que estaba preparado.
El hábitat del leopardo consistía en una cascada y un bosque de abedules y bambúes, rodeados por una alta carpa de lona y una malla de acero inoxidable. El interior del terreno era escarpado y en su ladera unos tubos semejantes a túneles conducían al área de observación rodeada de ventanas.
El leopardo de las nieves descansaba sobre una roca y miró a Zack, asociando su llegada con la hora de comer. La lluvia negra le había manchado el pelaje, pero aun así el animal tenía un aspecto majestuoso. Medía más de un metro de alto, y podía saltar doce o quince metros si estaba motivado, como por ejemplo, cuando se lanzaba sobre una presa.
Saltó de la roca y comenzó a rondar en círculos. La explosión del rifle había contrariado al felino. ¿Por qué el Amo quería que Zack lo matara? ¿Cuál era su propósito? Exigirle ejecutar al animal más valiente para que los demás pudieran sobrevivir parecía un sacrificio.
Se asustó cuando el leopardo saltó hacia la malla que los separaba, enseñándole los colmillos afilados. Estaba hambriento y decepcionado al no oler ningún alimento, y a la vez inquieto por el disparo, aunque no fue eso lo que Zack interpretó. Saltó hacia atrás antes de recobrar la compostura, y apunto al animal para responder a su gruñido intimidante. La hembra describió un círculo cerrado sin apartar sus ojos de él. Su apetito era voraz, y Zack se dio cuenta de que necesitaba comer continuamente, y si la comida se acababa, se alimentaría de la mano que le daba de comer sin dudarlo un solo instante. Le atacaría si tenía que comer. Así de simple.
El Amo estaba en lo cierto: Zack sentía miedo del leopardo, y con razón. Pero ¿quién era el guardián y quién el mantenido? ¿Acaso la hembra no tenía a Zack trabajando para ella, alimentándola durante todos estos meses? Él era su mascota tanto como ella lo era de él. Y ahora que tenía el fusil en la mano, le pareció que aquello no estaba bien.
Zack detestó la arrogancia y la fiereza del felino. Caminó alrededor del recinto, seguido por el leopardo al otro lado de la malla. El muchacho entró en la zona restringida —«Solo para empleados»—, y miró a través de la rejilla de la puerta por la que introducía la carne o los animales vivos. La respiración agitada de Zack parecía llenar todo el recinto. Levantó la puerta vertical, sostenida por unas bisagras, que se cerró de golpe tras él.
Zack nunca había entrado en la jaula del leopardo. Miró la carpa de lona. Varios huesos de diferentes tamaños, restos de comidas anteriores, aparecían esparcidos amenazadoramente por el suelo.
Cuando lo había mirado a los ojos, antes de decidir si apretaba o no el gatillo, se había imaginado en un pequeño bosque persiguiendo al felino. El ruido de la puerta al cerrarse equivalía a una campana que avisaba de la cena, y de inmediato el leopardo se deslizó alrededor de una roca que le permitía comer sin ser visto por los visitantes del zoológico.
El felino se detuvo en seco, sorprendido al ver a Zack. Era la primera vez que no había una malla entre ellos. Bajó la cabeza como si tratara de entender este extraño giro de los acontecimientos, y Zack vio que había cometido un grave error. Apoyó la culata del fusil contra el hombro y apretó el gatillo sin apuntar al animal. No pasó nada. Volvió a presionar el gatillo, en vano.
Tanteó la palanca del cerrojo y tiró hacia atrás y luego lo deslizó hacia delante. Apretó el gatillo y el rifle saltó en sus manos. Corrió el cerrojo de nuevo, frenéticamente, y apretó el gatillo; los oídos le zumbaban a causa de la detonación. Corrió el cerrojo otra vez y volvió a apretar el gatillo, apoyándose en sus piernas para contrarrestar la fuerza del impacto. Repitió el procedimiento pero el cargador estaba vacío.
Entonces vio al leopardo de las nieves tendido a su lado. Se acercó tras advertir las manchas de sangre en el pelaje. Tenía los ojos cerrados, y sus poderosas extremidades estaban inertes.
Zack trepó a la roca y permaneció sentado allí con el rifle descargado en su regazo. Se estremeció y gritó, sobrecogido por la emoción. Se sintió triunfante y perdido al mismo tiempo. Contempló el zoológico desde la altura de la roca. Había comenzado a llover.
A partir de ese momento las cosas empezaron a cambiar para Zack. Su rifle solo era de cuatro cargas, y durante un tiempo afinó su puntería eligiendo como blancos los letreros, bancos y ramas del zoológico. Luego empezó a correr más riesgos. Recorría los antiguos senderos y las calles vacías de Central Park en una bicicleta desvencijada, alrededor del Great Lawn, entre los restos de los cadáveres colgados o de las cenizas de las piras funerarias. Cuando se aventuraba a salir por la noche, apagaba los faros de la bicicleta. Era un momento emocionante y mágico. Zack no sentía miedo, pues estaba protegido por el Amo.
Pero lo que sí sentía era la presencia de su madre. Su vínculo, que aún era fuerte incluso después de que ella se hubiera convertido, se había desvanecido con el tiempo. La criatura que en otro tiempo fuera Kelly Goodweather guardaba ahora un remoto parecido con la imagen de su madre. Estaba calva, con el cuero cabelludo completamente sucio, y sus labios no tenían el más mínimo asomo de brillo. El cartílago blando de la nariz y las orejas se descolgaba en unas excrecencias residuales, igual que la piel roja y andrajosa del cuello, su carúncula ondulante cuando movía la cabeza. Tenía el pecho plano, con los senos arrugados, mientras que los brazos y las piernas permanecían cubiertos con una suciedad tan espesa que ni la lluvia constante podía limpiarlos. Sus ojos eran dos esferas negras suspendidas en lechos de un rojo oscuro, esencialmente inertes, salvo en las contadas ocasiones en que Zack —tal vez solo en su imaginación— creía advertir en ellos un atisbo de reconocimiento. No era tanto una emoción o una expresión, sino la forma en que cierta sombra caía sobre su rostro, más propia de la oscuridad de su naturaleza vampírica que de su antigua condición humana. Eran momentos fugaces, cada vez más escasos, pero suficientes para él. En términos más psicológicos que físicos, su madre permanecía en la periferia de su nueva vida.
Aburrido, Zack apretó el émbolo de la máquina expendedora, y una barra de MilkyWay cayó al cajón. Se la comió mientras bajaba a la primera planta y salía en busca de alguna aventurilla. Justo en ese momento llegó Kelly, tanteando la superficie rocosa en la que se asentaba el castillo. Lo hizo con agilidad felina, escalando el esquisto húmedo aparentemente sin esfuerzo, moviendo sus pies descalzos y las garras de sus manos de una protuberancia a otra como si hubiera recorrido mil veces ese mismo camino. Cuando alcanzó la parte superior, saltó rápidamente sobre la pasarela, y los exploradores, semejantes a arañas, la siguieron, brincando a cuatro patas.
Mientras se le acercaba, bajo el dintel de la puerta donde escasamente se resguardaba de la lluvia, Zack vio que ella tenía la carúncula enrojecida e hinchada a pesar del polvo y la suciedad acumulada. Eso significaba que acababa de alimentarse.
—¿Satisfecha con tu comida, mamá? —preguntó él, asqueado. Aquel espantapájaros que una vez había sido su madre lo miró con ojos vacíos. Cada vez que él la miraba, sentía los mismos impulsos contradictorios: repugnancia y amor. Ella lo seguía durante varias horas, manteniendo ocasionalmente las distancias como una loba alerta. Y en cierta ocasión, Zack había sentido deseos de acariciarle la cabeza, pero terminó llorando.
Entró en el castillo sin mirar a Zack. Las pisadas húmedas de sus pies y el barro que los exploradores traían en las manos y en los pies aumentaban la capa de mugre que recubría las losas de piedra. Zack pensó en lo que sentía por Kelly, y quiso albergar un cariño real hacia ella o algo cercano a la veneración, una emoción que estuviera más allá del amor filial.
Zack sintió que una oleada de calor penetraba en el castillo húmedo, como la estela de un ser moviéndose con suma rapidez. El Amo acababa de regresar y un murmullo leve se coló en la mente de Zack. Vio a su madre subir las escaleras hacia las plantas superiores y decidió seguirla, pues quería conocer cuál era el motivo de tanta conmoción.
El Amo
EL AMO HABÍA ENTENDIDO EN OTRO TIEMPO LA VOZ DE DIOS. Al llevarla en su interior, conservó en cierto modo una pálida imitación de aquel estado de gracia. Después de todo, era un ser que podía verlo todo al mismo tiempo, y procesar en su mente las múltiples voces de sus súbditos. Al igual que Dios, la voz del Amo era un concierto de flujo y de contradicción; contenía la brisa y el huracán, la calma y el trueno, apareciendo y desapareciendo con el atardecer y el amanecer…
Pero la escala de la voz de Dios era omnipotente; no solo abarcaba a la Tierra y a los continentes, sino a todo el orbe. Y el Amo en cambio solo podía ser testigo de ella, pero ya no era capaz de asignarle un sentido, como tal vez pudo hacer al comienzo de los tiempos.
Esto es —pensó por millonésima vez— lo que significa perder el estado de gracia…
Y sin embargo, el Amo permanecía allí: controlando el planeta por medio de las observaciones de su progenie. Múltiples fuentes de entrada y una sola central de inteligencia. La mente del Amo tendía una red de vigilancia, oprimiendo al planeta Tierra en un puño trenzado con mil dedos.
Goodweather acababa de liberar a diecisiete siervos en la explosión del hospital. Diecisiete bajas, pero no tardarían en ser reemplazados; la aritmética de la infección era de vital importancia para el Amo.
Los exploradores buscaron afanosamente al prófugo en las calles circundantes, persiguiendo la esencia psíquica del epidemiólogo. Hasta el momento, no habían tenido suerte. La victoria del Amo estaba asegurada; la partida de ajedrez podía darse por concluida, salvo por la obstinada negativa de su rival a reconocer la derrota, lo que dejaba al Amo la monotonía de acorralar a la última pieza que quedaba sobre el tablero.
Esa pieza no era Goodweather, sino el Occido lumen, el único ejemplar existente del texto maldito. Al detallar el origen misterioso del Amo y de los Ancianos, el libro también contenía una indicación para liquidar al Amo: la localización exacta de su lugar de origen; si es que alguien podía encontrarlo.
Por fortuna, los actuales poseedores del libro eran «reses analfabetas». El volumen había sido robado durante la subasta por el viejo profesor Abraham Setrakian, quien en ese momento era el único ser humano sobre la faz de la Tierra con el conocimiento necesario para descifrar sus arcanos. Sin embargo, había tenido poco tiempo para estudiar el Lumen antes de su muerte. Y durante el breve lapso en que el Amo y Setrakian estuvieron vinculados a través de la posesión —aquellos momentos entre la conversión del profesor y su posterior aniquilación—, el Amo había aprendido, gracias al poder de su inteligencia compartida, cada fragmento de los conocimientos obtenidos por el profesor en el volumen con tapas de plata.
Todo, y sin embargo no era suficiente. La localización del origen del Amo —el mentado Sitio Negro— aún era desconocida para Setrakian en el momento de su conversión. Esto era frustrante, pero también demostró que su grupo de fieles simpatizantes tampoco conocían la ubicación. El conocimiento que el anciano tenía del folclore y de la historia de los clanes oscuros no tenía parangón entre sus congéneres, y todo eso había muerto con él como una llama que se apaga.
El Amo estaba seguro de que los partidarios de Setrakian serían incapaces de descifrar el misterio del libro aunque lo tuvieran en sus manos. Pero el Amo necesitaba las coordenadas con el fin de garantizar su seguridad para toda la eternidad. Solo un tonto dejaría algo de tanta importancia en manos del azar.
En el momento de la posesión, de una perfecta intimidad psicológica con Setrakian, el Amo conoció las identidades de los cómplices del anciano. La de Vasiliy Fet, el ucraniano, la de Nora Martínez y la de Augustin Elizalde.
Sin embargo, para el Amo ninguna resultaba tan irresistible como la que ya conocía: la del doctor Ephraim Goodweather. Lo que el Amo no sospechaba, y constituyó una sorpresa, era que Setrakian consideraba al epidemiólogo como el vínculo más fuerte entre ellos. A pesar de las debilidades obvias del galeno —su temperamento e inclinación a la bebida, sumados a la pérdida de su ex-esposa y de su hijo—, el anciano creía que era absolutamente incorruptible.
El Amo no era un ser propenso a las sorpresas. Existir durante tantos siglos convertía las sorpresas en algo aburrido, pero esta le molestó particularmente. ¿Cómo era posible? El Amo había reconocido a regañadientes la sabiduría de Setrakian, aun tratándose de un ser humano; y al igual que con el Lumen, su interés por Goodweather comenzó como un simple entretenimiento.
Y el entretenimiento dio paso a una persecución.
Y ahora esa persecución se había transformado en obsesión. Todos los seres humanos se desmoronaban al final. A veces tardaban solo unos minutos, a veces días, a veces décadas, pero el Amo siempre salía triunfante. Este era un ajedrez de resistencia. Disponía de mucho más tiempo que ellos, y su mente era mucho más aguda y estaba desprovista de ilusiones y esperanzas.
Esto fue lo que llevó al Amo a la progenie del médico. Este fue el motivo principal para no convertir al chico. La razón por la cual calmaba el malestar en los pulmones del muchacho con una gota de su preciada sangre cada semana, lo cual le permitía asomarse a la mente cálida y flexible de Zack.
Zack había respondido al poder del Amo. Y el Amo se valió de ello, involucrando al niño en los meandros de su mente; perturbando sus ideas ingenuas sobre la divinidad. Después de un periodo de miedo y de disgusto, el muchacho, con la ayuda del Amo, había llegado a sentir admiración y respeto por él. Las emociones empalagosas que alguna vez había sentido por su padre se habían reducido como un tumor irradiado con quimioterapia. La mente del muchacho era una masa hojaldrada que el Amo seguía amasando…
Normalmente, el Amo se encargaba de estos asuntos al final del proceso de transformación vampírica. En este caso tuvo la oportunidad inusual de participar en la degradación del hijo y sustituir lo supuestamente incorruptible. El Amo pudo experimentar esta pérdida gracias al vínculo de la alimentación sanguínea. Sintió el conflicto del chico al enfrentarse al leopardo de las nieves, percibiendo su miedo y su alegría. El Amo nunca había retenido antes a alguien con vida; nunca había querido que alguien conservara su condición humana. Ya lo había decidido: ese era el cuerpo que habitaría a continuación. Con esto en mente, básicamente el Amo estaba preparando al joven Zachary como anfitrión. Sabía que no debía ocupar el cuerpo de un chico menor de trece años. Entre las ventajas físicas estaban una energía ilimitada, articulaciones frescas y músculos flexibles que requerían poco mantenimiento. Pero eran más los inconvenientes derivados de tomar un cuerpo en pleno desarrollo, estructuralmente frágil y con una fuerza limitada. Y aunque el Amo ya no necesitaba una fuerza ni un tamaño descomunal —como le ocurrió con el cuerpo de Sardú, el anfitrión en el que viajó a Nueva York y que tuvo que abandonar después de ser envenenado por Setrakian—, tampoco requería unos atributos físicos ni una seducción extraordinaria, como cuando ocupó el cuerpo de Bolívar. Esperaría… Lo que el Amo buscaba era un cuerpo apto para sentirse cómodo en el futuro.
El Amo podía verse a sí mismo a través de los ojos de Zachary, bastante luminosos por naturaleza. El cuerpo de Bolívar le había sido muy útil, pues le pareció interesante notar la reacción del chico ante su presencia hipnótica. Después de todo, Bolívar era una presencia magnética. Una estrella del rock. Eso, combinado con la oscura agudeza del Amo, resultó irresistible para el muchacho.
Y lo mismo podría decirse en sentido contrario. El Amo se vio a sí mismo aconsejando a Zachary, no por afecto, sino como una persona adulta lo haría con su ser juvenil. Un diálogo como ese era insólito dentro de su prolongada existencia. A fin de cuentas, había convivido durante varios siglos con algunas de las almas más duras y despiadadas. Se había alineado con ellas, moldeándolas a su antojo. En materia de brutalidad, el Amo no tenía igual.
Sin embargo, la energía de Zack era pura, y su esencia similar a la de su padre. Una reserva perfecta para estudiar e infectar. Todo esto contribuía a la curiosidad del Amo hacia el joven Goodweather. A través de los siglos, el Amo había perfeccionado la técnica de interpretar a los humanos, no solo la comunicación no verbal, conocida como «saber», sino incluso sus omisiones. Un conductista puede anticipar o detectar una mentira por el concierto de microgestos que la transmiten. El Amo podía adivinarla dos segundos antes de oírla. No es que le importara que tuviera un sentido moral o de otro tipo. Pero detectar la verdad o la mentira en una alianza era vital para el Amo. Eso significaba tener acceso o no tenerlo: cooperación o peligro. Los humanos eran insectos para el Amo, que era un aplicado entomólogo. Esta disciplina había perdido todo encanto para él hacía unos mil años…, hasta ahora. Cuanto más se esforzaba Zachary Goodweather en ocultarle algo, más lograba el Amo penetrar en su mente, sin que el joven supiera que le decía al Amo todo lo que este necesitaba saber. Y por medio del joven Goodweather, el Amo estaba recopilando información sobre Ephraim. Era un nombre curioso. El segundo hijo de José y de Asenat, una mujer que fue visitada por un ángel. Ephraim, conocido únicamente por su descendencia, perdido en la Biblia, sin identidad ni propósito. El Amo sonrió.
La búsqueda continuó en dos frentes: el Lumen, que contenía el secreto del Sitio Negro en sus páginas con sobrecubierta de plata, y Ephraim Goodweather.
El Amo pensó en muchas ocasiones que podría llevarse ambos premios de manera simultánea.
Estaba convencido de que el Sitio Negro se encontraba muy cerca. Todas las pistas así lo indicaban: eran las mismas que lo habían conducido hasta allí. La profecía que lo obligó a cruzar el océano. A pesar de ello, en un exceso de precaución, sus esclavos continuaron sus excavaciones en zonas remotas del planeta para ver si podían hallarlo.
Los Acantilados Negros de Negril. La cordillera de las Colinas Negras en Dakota del Sur. Los pozos petrolíferos en Point Noire, en la costa occidental de la República del Congo.
Mientras tanto, el Amo había logrado un desarme nuclear casi total en todo el mundo. Después de tomar el control inmediato de todas las fuerzas militares por medio de la propagación del virus entre la tropa y los oficiales al mando, ahora tenía acceso a gran parte del armamento mundial. Inspeccionar y desmantelar el armamento de las naciones rebeldes del mundo le llevaría más tiempo, pero el final estaba cerca. Observó cada rincón de su finca terrenal y se sintió satisfecho.
Aferró el bastón con cabeza de lobo, aquel que había utilizado Setrakian, el cazador de vampiros. El mismo cayado que había pertenecido alguna vez a Sardú, reacondicionado con una hoja de plata que se abría al darle la vuelta. Ahora no era más que un trofeo, un símbolo de la victoria del Amo. La empuñadura de plata era simbólica y no alcanzaba a afectarle. Sin embargo, tenía mucho cuidado de no tocar la cabeza de lobo.
Lo llevó al torreón del castillo, el punto más alto del parque, y salió bajo la lluvia aceitosa. Más allá del desnudo dosel de los árboles, a través de la espesa niebla y el aire contaminado, se extendían los edificios grises del East Side y el West Side. En el registro luminoso de su visión térmica, miles y miles de ventanas lucían como cuencas vacías. Arriba, el cielo oscuro y turbio excretaba su suciedad y pestilencia sobre la ciudad vencida.
Debajo del Amo, formando un arco alrededor de la base del elevado lecho rocoso, permanecían los guardianes del castillo; eran veinte. Más allá, como respuesta a su llamada psíquica, un mar de vampiros se congregaba en las cincuenta y cinco hectáreas del Great Lawn, mirando hacia arriba con sus ojos fantasmales y oscuros.
No había señales de alegría. Tampoco de celebración ni júbilo. Solo un ejército silencioso a la espera de sus órdenes.
La orden del Amo resonó en la mente de todos los vampiros.
Goodweather.
No hubo respuesta a la llamada del Amo. La única reacción era la acción. Él mataría a Goodweather a su debido tiempo, primero su alma y luego su cuerpo. El médico tendría que padecer un sufrimiento insoportable.
Él se encargaría de eso.
Isla Roosevelt
ANTES DE SU REFORMA, casi a finales del siglo XX, la isla Roosevelt era la sede de la penitenciaría de la ciudad, del manicomio y del hospital para pacientes con viruela, y era conocida con el nombre de isla Weltfare (isla «de la Asistencia Social»).
Siempre había sido un hogar para los marginados de Nueva York. Y ahora Fet era uno de ellos.
Él prefería vivir aislado en aquella estrecha isla de dos kilómetros y medio de largo en medio del East River antes que vivir en una ciudad en ruinas y en manos de los vampiros, o en sus distritos infectados. No soportaba vivir en una ciudad ocupada. Al parecer, los strigoi —que le tenían fobia a los ríos— no podían encontrarle un uso adecuado a esta pequeña isla satélite de Manhattan, y por lo tanto, poco después de la invasión, limpiaron la isla de toda presencia humana y la incendiaron. Los cables eléctricos del tranvía de la calle 59 fueron cortados, y el puente de la isla Roosevelt dinamitado a la altura de Queens. La línea F del metro aún atravesaba la isla por debajo del río, pero la estación Roosevelt Island había sido sellada para siempre.
Sin embargo, Fet conocía otra ruta de entrada, desde el túnel subacuático que llevaba al centro geográfico de la isla. Se trataba de un túnel de acceso integrado en el servicio del inusual sistema tubular neumático de recogida y eliminación de basuras para la comunidad de la isla. La gran mayoría de los edificios, incluyendo aquellos imponentes de apartamentos con sus vistas magníficas de Manhattan, estaban en ruinas. Pero Fet encontró algunos en buen estado en las unidades subterráneas del complejo de lujosos apartamentos construidos alrededor del Octágono, que anteriormente era el edificio principal del antiguo manicomio. Allí, escondido en medio de las ruinas, Fet había sellado los pisos calcinados de arriba y unido cuatro unidades de la planta baja. Las tuberías subterráneas de agua y de energía eléctrica no habían sufrido daños, y cuando las redes de suministros de la ciudad fueron reparadas, Fet tuvo agua potable y energía eléctrica.
Al amparo de la luz diurna, los traficantes dejaron a Fet con su arma nuclear de fabricación rusa en el extremo norte de la isla. Él sacó un gato eléctrico para transportar palés que tenía oculto en un cobertizo de la lavandería del hospital, cerca de los acantilados, y llevó el arma y su equipaje, así como una pequeña nevera de poliestireno, a su escondite en medio de la lluvia.
Se sentía emocionado porque iba a ver a Nora, incluso un poco mareado. Los viajes de vuelta le producían esa sensación. Además, ella era la única persona al tanto de sus tratos con los rusos, y ahora él llegaba con su «premio», igual que un niño con un trofeo escolar. Su satisfacción por el éxito de la misión se vio incrementada por la emoción y el entusiasmo que sabía que ella le demostraría.
Sin embargo, cuando llegó a la puerta carbonizada que conducía al interior de la recámara subterránea, la encontró ligeramente entreabierta. No se trataba de un descuido de la doctora Nora Martínez. Sacó rápidamente la espada de su bolsa. Tendría que llevar el carrito al interior para resguardarlo de la lluvia. Lo dejó en el pasillo calcinado por el fuego y bajó por las escaleras parcialmente derretidas.
Entró por la puerta entreabierta. Su escondrijo no requería mucha seguridad, porque, aparte de los escasos traficantes marítimos que arriesgaban un viaje por el interior de Manhattan, casi nadie había vuelto a poner un pie en la isla.
La cocina de repuesto estaba vacía. Fet se alimentaba básicamente de bocadillos robados y almacenados después de los primeros meses del asedio; galletas y barras de granola, pasteles Little Debbie y Twinkies muy cerca de caducar o que ya lo habían hecho. A pesar de la creencia popular, ahora eran incomibles. Había intentado pescar, pero el agua turbia del río estaba tan infestada de hongos que le preocupaba que ni el fuego pudiera eliminar los residuos contaminantes.
Recorrió la habitación después de revisar rápidamente los armarios. El colchón que tenía en el suelo no le disgustaba, hasta que surgió la posibilidad de que Nora pudiera pasar la noche allí, lo cual le hizo buscar una cama adecuada. El cuarto de baño alternativo —donde Fet guardaba los equipos para cazar ratas que rescató de su antigua tienda de Flatlands, unos cuantos instrumentos de su antigua vocación de los que fue incapaz de desprenderse— estaba vacío.
Fet pasó a la unidad contigua, que utilizaba como estudio, a través de un hueco que había abierto a martillazos. El espacio estaba equipado con estanterías y cajas de cartón que contenían los libros y escritos de Setrakian, en torno a un sofá de cuero con una lámpara baja de lectura.
A eso de las dos en punto, apareció en la habitación circular una figura encapuchada, de complexión musculosa y más de un metro ochenta de estatura. Su rostro estaba oculto por una capucha negra de algodón, pero sus ojos eran visibles, rojos y penetrantes. En sus manos pálidas sostenía un libro con anotaciones de Setrakian.
Era un strigoi, pero estaba vestido. Además de la sudadera con capucha, llevaba pantalones y botas.
Echó un vistazo al resto de la habitación, pensando en una posible emboscada.
Estoy solo.
El strigoi envió su voz directamente a la mente de Fet, quien miró de nuevo el cuaderno. Ese lugar era un santuario para él, y aquel vampiro lo había invadido. De haberlo querido, podría haberlo destruido. La pérdida habría sido catastrófica.
—¿Dónde está Nora? —preguntó Fet, avanzando hacia el strigoi y desenfundando su espada tan rápido como podía hacerlo un hombre de su tamaño. Pero el vampiro lo esquivó y lo arrojó al suelo. Fet rugió con furia e intentó luchar contra su oponente, pero sin importar lo que hiciera, el strigoi respondía con golpes contundentes, hasta que inmovilizó a Fet, haciéndole daño.
Solo he estado yo aquí. ¿Recuerdas por casualidad quién soy, señor Fet?
Fet lo recordaba vagamente. Recordaba haberlo visto con un clavo de hierro en el cuello, en un apartamento antiguo en Central Park.
—Eras uno de esos cazadores. De los guardias personales de los Ancianos.
Correcto.
—Pero no te esfumaste con el resto.
Obviamente, no.
—Eres Q… O algo parecido.
Quinlan.
Fet se soltó el brazo derecho e intentó golpear a la criatura en la mejilla, pero su muñeca fue sujetada y retorcida en un pestañeo. Esta vez le dolió. Y mucho.
Puedo dislocarte el brazo o rompértelo. Tú eliges. Pero piensa en ello. Si te quisiera ver muerto, ya lo estarías. A lo largo de los siglos he servido a muchos amos y combatido en muchas guerras. He servido a emperadores, a reinas y mercenarios. He matado a miles de tu clase y a cientos de vampiros renegados. Solo necesito que me atiendas un momento. Necesito que me escuches. Si me atacas de nuevo, te mataré de inmediato. ¿De acuerdo?
Fet asintió y el señor Quinlan lo soltó.
—No moriste con los Ancianos. Entonces debes de pertenecer a la cepa del Amo…
Sí y no.
—Ajá. Esa es una respuesta cómoda. ¿Te importa si te pregunto cómo has llegado hasta aquí?
Por tu amigo Gus… Los Ancianos me pidieron que lo reclutara para la cacería solar.
—Lo recuerdo. Fue durante un tiempo muy breve, y demasiado tarde, como se vio después.
Fet permanecía en guardia. Esto no tenía sentido. La astucia del Amo le producía paranoia, pero era precisamente esta reacción la que lo había mantenido vivo a lo largo de los dos últimos años sin ser convertido.
Quiero examinar el Occido lumen. Gus me dijo que podrías indicarme dónde encontrarlo.
—Vete a la mierda —gruñó Fet—. Tendrás que pasar sobre mi cadáver para conseguirlo.
El señor Quinlan pareció sonreír.
Perseguimos el mismo objetivo. Y tengo algo más que ventaja cuando de descifrar el libro y las notas de Setrakian se trata.
El strigoi cerró el cuaderno de Setrakian, que Fet había leído muchas veces.
—¿Ha sido una lectura provechosa? —le preguntó Fet con ironía.
Así es. Asombrosamente precisa. El profesor Setrakian era tan erudito como astuto.
—Sí, él era lo máximo —afirmó el antiguo exterminador de ratas, con un tono de nostalgia.
Él y yo estuvimos a punto de encontrarnos una vez. A poco más de treinta kilómetros al norte de Kotka, en Finlandia. No sé cómo, pero logró seguirme hasta allí. En esa época yo no me fiaba de sus intenciones, como podrás imaginar. Visto retrospectivamente, hubiera sido un interesante compañero de cena.
—Y no una cena propiamente dicha —comentó Fet, recelando de algún test improvisado, antes de señalar el texto en las manos de Quinlan—. Oziriel, ¿verdad? ¿Ese es el nombre del Amo? —inquirió.
Fet había viajado con unas páginas transcritas del Lumen para estudiarlas en cuanto pudiera, incluyendo la imagen en la que se había concentrado Setrakian después de apoderarse del libro. Era el arcángel a quien el profesor llamaba Oziriel. El anciano había alineado esta página ilustrada con el símbolo alquímico de tres medias lunas combinadas para formar una señal rudimentaria de riesgo biológico, de modo que las imágenes hermanadas lograran una especie de simetría geométrica.
—El anciano llamaba a Ozi «el Ángel de la Muerte».
A Oziriel, ¿verdad?
—Lo siento, sí. Es el apodo. Entonces, ¿Oziriel se convirtió en el Amo?
Parcialmente correcto.
—¿Parcialmente?
Fet bajó su espada y la apoyó como un bastón, estampando una muesca en el suelo con la punta de plata.
—Mira, Setrakian habría tenido mil preguntas para ti. Pero yo no sé por dónde empezar.
Ya lo has hecho.
—Supongo que sí. Mierda, ¿dónde estabas hace dos años?
Tenía mucho trabajo que hacer. Preparativos.
—¿Preparativos para qué?
Cenizas.
—Entiendo —dijo Fet—. Algo relacionado con los Ancianos; recogiendo sus restos, seguramente. Había tres Ancianos del Viejo Mundo.
Sabes más de lo que crees.
—Pero no basta con eso. Mira, acabo de regresar de un viaje. Estaba tratando de rastrear la procedencia del Lumen. Es un callejón sin salida…, pero algo se cruzó en mi camino. Algo que puede ser verdaderamente grande.
Fet pensó en el arma nuclear, lo cual le hizo recordar su entusiasmo al regresar a casa, y también a Nora. Abrió el ordenador portátil, dando por terminada su hibernación de una semana. Leyó el cuadro de mensajes cifrados. No había mensajes de Nora desde hacía dos días.
—Me tengo que ir —le dijo al señor Quinlan—. Tengo muchas preguntas, pero creo que me ha surgido un problema, y además debo encontrarme con alguien. No creo que sea posible que me esperes aquí.
No. Debo tener acceso al Lumen. Al igual que el firmamento, el libro está escrito en un lenguaje que escapa a tu comprensión. Si pudieras conseguírmelo… la próxima vez que nos encontremos, puedo prometerte un plan de acción.
Fet se sintió invadido por un repentino deseo de marcharse, una sensación de temor agobiante.
—Primero debo hablar con los demás. No es una decisión que pueda tomar solo.
El señor Quinlan permaneció en silencio en medio de la penumbra.
Podrás encontrarme por medio de Gus. Pero debes saber que el tiempo se acaba. Si alguna vez una situación ha requerido una acción decisiva, es esta.