VIDA ÚNICA
LORCA HACE LLOVER EN LA HABANA*
La primavera de 1930 (que era en Cuba verano como siempre: una “estación violenta”, como advierte el poeta Paz) Federico García Lorca viajó a La Habana por mar, la única vía posible para llegar a la isla entonces. Por la misma época Hart Grane, poeta americano, homosexual y alcohólico, viajó de La Habana a Nueva York —y no llegó nunca—. En medio del viaje se tiró al mar y desapareció para siempre, dejando detrás como cargo un largo poema neoyorquino y varias virulentas metáforas como testimonio de su escaso paso por la tierra. Lorca estaba en su apogeo. Acababa de terminar Poeta en Nueva York con su espléndida “Oda a Walt Whitman” y emprendía la huida de Nueva York. No voy a comentar aquí el libro lorquiano, que es un largo lamento lúcido, sino que tocaré sólo su coda musical y alegre, ese “Son de negros en Cuba”, que transformó la poesía popular cubana y también la visión americana de Lorca, Al revés de Grane, Lorca viajó de las sombras al sol, de Nueva York a La Habana.
Por ese tiempo, aparte de Grane más lamentable que lamentado, visitaron a Cuba escritores y artistas que luego tendrían tanto nombre como Lorca. Algunos vivieron en La Habana “con días gratis”. Nunca, por suerte o para desgracia, se encontraron con Lorca. Ni en La Habana Vieja ni en El Vedado ni en La Víbora o Jesús del Monte, ni en Cayo Hueso ni en San Isidro ni en Nicanor del Campo, que no se llamaba así todavía.
Ernest Hemingway vivía en La Habana Vieja, en un hotel cuyo nombre le habría gustado a Lorca, Hotel Ambos Mundos. Allí escribió Hemingway una novela de amor y de muerte, de poco amor y de mucha muerte, cuyo inicio ofrece una vista de una ciudad de sueño y de pesadilla.
Ya ustedes saben cómo es La Habana temprano en la mañana, con los mendigos todavía durmiendo recostados a las paredes de los edificios: antes de que los camiones traigan el hielo a los bares.
La novela se titula Tener y no tener y es de una violencia que Lorca nunca conoció. En todo caso no antes de su final en Granada:
Atravesamos la plaza del muelle, dice Hemingway, hasta el café La Perla de San Francisco a tomar café. No había más que un mendigo despierto en la plaza y estaba bebiendo agua de la fuente. Pero cuando entramos al café y nos sentamos, los tres estaban esperando por nosotros.
Es posible que Lorca, en 1930, hubiera conocido de vista a uno de esos tres que ahora
salían por la puerta, mientras yo los miraba irse. Eran jóvenes y bien parecidos y llevaban buena ropa: ninguno usaba sombrero y se veía que tenían dinero. Hablaban de dinero, en todo caso, y hablaban la clase de inglés que hablan los cubanos ricos.
Por esa época, en ese país, Lorca debió vestir así y llevar el pelo envaselinado, aplastado. Moreno, como era, para Hemingway hubiera sido un niño rico cubano y sabría qué le pasaba a un niño rico cubano cuando jugaba juegos de muerte:
Cuando salieron los tres por la puerta de la derecha; vi un coche cerrado venir a través de la plaza hacia ellos. Lo primero que ocurrió fue que uno de los cristales se hizo añicos y la bala se estrelló entre las filas de botellas en el muestrario detrás a la derecha. Oí un revólver que hizo pop pop pop y eran las botellas que reventaban contra la pared...
Salté detrás de la barra a la izquierda y pude mirar por encima del borde del mostrador. El coche estaba detenido y había dos individuos agachados allí. Uno de ellos tenía una ametralladora y el otro una escopeta recortada. El hombre de la ametralladora era negro. El otro llevaba un mono de chófer blanco. Uno de los muchachos le pegó a una goma del coche y como a cosa de diez pies el negro le dio en el vientre... Trataba de ponerse de pie, todavía con su Luger en la mano lo que no podía era levantar la cabeza, cuando el negro tomó la escopeta que descansaba junto al chófer y le voló un lado de la cabeza a Pancho. ¡Tremendo negro!
Lorca no conoció esa terrible violencia cubana ni a esos negros habaneros, esbirros excelentes. Sus negros fueron sonadores del son, reyes de la rumba. Lorca tenía por costumbre recorrer los barrios populares de La Habana, como Jesús María, Paula y San Isidro, y se llegaba a veces hasta la Plazoleta de Luz, al muelle de Caballería ahí al lado y aun al muelle de la Machina, donde ocurre la acción inicial de Tener y no tener. Pero nunca conoció esa noche obscena que amanecía con los mendigos dormidos y los niños ricos muertos. Aunque al final, como Hemingway, supo lo que era una muerte violenta al amanecer.
Otro americano que vino a La Habana en esos primeros años treinta para dejar una estela de arte fue el fotógrafo Walker Evans: “Desembarqué en La Habana en medio de una Revolución”, ¡Estos americanos no sé cómo se las arreglan para caer siempre en medio de una Revolución en Cuba! Como Evans estuvo en La Habana en 1932 y el dictador Machado no cayó hasta 1933 para ser sustituido por Batista meses después, Evans no pudo haber caído en medio de ninguna Revolución, excepto las revueltas que da el ron pelión. Pero Evans insiste: “Batista tomaba el poder” y Evans tomaba Bacardí. “...Yo tuve suerte porque tenía unas cartas de presentación que me llevaron hasta Hemingway. Y lo conocí. Pasé un tiempo estupendo con Hemingway. Una borrachera cada noche.” ¿Qué les dije? Es la Revolución del ron llamada Cubalíbre. Dos de ron y una de Coca Cola. Agítese. Da para dos. Hemingway, según Evans, “necesitaba una orientación”. Se explica. Esos son los años inciertos de Tener y no tener, su primera novela cubana. Pero Evans sí sabía dónde iba y sus fotos de La Habana son, como “Son de negros en Cuba”, un romance gráfico en que los negros de La Habana se revelan como donosos dandies de blanco. Ése es un testimonio que no puedo traerles esta noche, ni siquiera puedo intentar describir estas fotos maestras que ahora pertenecen a los museos. Pero hay un negro de dril cien blanco, de sombrero de pajilla y zapatos recién lustrados por el limpiabotas que se ve al fondo. Bien vestido con corbata marrón y pañuelo haciendo juego en la pechera, dandy detenido para siempre en una esquina de La Habana Vieja, junto a un estanco de diarios y revistas, su mirada aguda dirigida hacia un objeto oculto por el marco de la foto que ahora sabemos que es el tiempo, que hace de la fotografía un retrato, una obra de arte, cosa que Tener y no tener nunca fue, nunca será y que ese son sinuoso de Lorca es. Es es es.
Pero La Habana no era una ciudad’ni tan violenta ni tan lenta.
Un contemporáneo de Lorca, el escritor Joseph Hergesheimer, tan americano como Hemingway y como Evans, dice de La Habana en su San Cristóbal de La Habana, uno de los libros de viaje más hermosos que he leído:
Hay ciertas ciudades, extrañas a primera vista, que quedan más cerca del corazón que del hogar... Acercándome a La Habana temprano en la mañana... mirando el color verde de plata de la isla que se alza desde el mar, tuve la premonición de que lo que iba a ver sería de singular importancia para mí... Indudablemente el efecto se debe al mar, al cielo y ala hora en que tuvo lugar mi presciencia... La costa cubana estaba ahora tan cerca, La Habana tan inminente, que per di el hilo de mi historia por un nuevo interés. Podía ver, baja contra el filo del agua, una fila de edificios blancos, a esa distancia puramente clásicos en su implantación. Fue entonces que tuve mi primera premonición sobre la ciudad hacia la que suavemente progresábamos. Iba a encontrar en ella el espíritu clásico no de Grecia sino de un período algo tardío. Era la réplica de esas ciudades imaginarias pintadas y grabadas en una rica variedad de cornisas de mármol, dispuestas directamente hacia el mar calmo. Había ya perceptible en ella un aire de irrealidad que marcaba la costa que vio el embarque hacia Citerea...* Nada me habría hecho más feliz que una realización semejante. Era precisamente como si un sueño cautivante se hubiera hecho sólido... Oí entonces la voz de La Habana. Una voz en staccato, notable porque nunca, según supe luego, se hundía en la calma, sino que cambiaba a la noche para un clamor nada diferente y no menos perturbador...
Estas son visiones poéticas, no históricas de La Habana. Pero —un momento— hay una segunda —o tal vez tercera— opinión sobre esta Habana anden régime. Encontré esta descripción en la Enciclopedia Británica, a veces nuestra contemporánea:
Metrópoli capital y comercial y el mayor puerto de Cuba. La ciudad, que es la más grande de las Antillas y una de las primeras ciudades tropicales del Nuevo Mundo, queda en la costa norte de la isla, hacia su extremo occidental. Su situación en una de las mejores bahías del hemisferio, la hizo comercial y militarmente importante desde tiempos coloniales y es el mayor factor responsable de su crecimiento constante desde los 235.000 habitantes que tenía en 1899 a los 978.000 de 1959. Otros factores que contribuyeron a su crecimiento son su clima salubre y su pintoresca situación y esos alegres entretenimientos que la hicieron una vez meca del turismo. La temperatura media anual varía sólo en diez grados Celsius con una media de 24 grados. Aunque muchas mansiones de los barrios residenciales han sido expropiadas, desde un punto de vista físico la vista no es menos impresionante. El aspecto de La Habana desde el mar es espléndido.
Ésa fue La Habana que vio Lorca. Allí compuso una de sus piezas más espontáneas y libres. Es una cana a sus padres en Granada publicada en Madrid hace poco. Lorca habla de sus éxitos como conferenciante, bien reales, y de su riesgo imaginario al presenciar una cacería de caimanes y participar en ella a sangre fría y a la vez enardecido. Afortunadamente Lorca no era cazador y nos exime del conteo de fieras muertas que habría hecho Hemingway. Tal vez a Lorca le entristecería saber que en esa región de Cuba, la ciénaga de Zapata, donde vio incontables cocodrilos, había circa 1960, apenas treinta años después de su relato, un encierro que era sólo una cerca baja de madera, donde dormía al sol un solo caimán inmóvil, como si estuviera disecado ya y fuera indiferente a su suerte. Un letrero al lado suplicaba al visitante; “Por favor, no tiren piedras al saurio”.
Lorca ve en La Habana, ¿cómo no habría de verlas?, a las que él llama “mujeres más hermosas del mundo”. Luego hace de la cubana local toda una población y dice: “Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original...” y enseguida la celebración se hace explicación: “...debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos”. Lorca llega a insistir: “Cuanto más negro, mejor”, que es también la opinión de Walker Evans, fotógrafo, para quien un negro elegante es la apoteosis del dandy. Finalmente Lorca hace un elogio de la tierra natal: “Esta isla es un paraíso”. Para advertir a sus padres: “Si me pierdo que me busquen... en Cuba”. La carta termina con una hipérbole extraordinaria: “No olvidéis que en América ser poeta es algo más que ser príncipe”. Desgraciadamente no es verdad ahora, tampoco era verdad entonces. No en Cuba al menos. He conocido a poetas pobres, poetas enfermos, poetas perseguidos, poetas presos, poetas moribundos y muertos finalmente. Eran todos tratados no como príncipes sino como parias, como apestados, sufriendo la lepra de la letra. Tal vez la letra con sangre entra, pero con sangre sale seguro. Para Lorca La Habana fue una fiesta y así debía ser. No hay que contaminar su poesía con mi realidad.
En su visita a Buenos Aires, Borges acusó a Lorca de un crimen de lesa ligereza. Lorca le dijo al joven Borges que había descubierto un personaje crucial, en el que se cifraba el destino de la humanidad entera, un salvador. ¿Su nombre? ¡Mickey Mouse! Es extraño que Borges, con su sentido del humor, no descubriera que detrás de la declaración de Lorca no había más que un chiste, esas salidas de un poeta con sentido cómico de la vida. A Borges la broma se le hizo bromuro: Lorca quería asombrar, pour épater le Borges. En La Habana, por el contrario, Lorca deleitó a sus amigos habaneros, fanáticos del cine mudo, con su pieza “El paseo de Buster Keaton”, compuesta sólo hacía dos años. Buster Keaton no es aquí un redentor que trata de volver a Belén en su segundo viaje. Pero tampoco es el sollozante Mickey Mouse, con sus ojos siempre abiertos, sus guantes de cuatro dedos y sus zapatos de ratón con botas. Mickey es insufrible, Keaton es insuperable. El lema de esta piececita es “En América hay ruiseñores”, que es otra manera de decir que los poetas pueden ser príncipes. Lorca en La Habana, al no querer asombrar a nadie, asombró a todos.
Un autor anónimo de entonces describe la estancia de Lorca en La Habana como “el agitado ritmo de su existencia habanera, llena de agasajos, de charlas y de homenajes y abrumada por la dulce tiranía de la amistad”. Pero Lorca no estuvo solamente en La Habana. Tanto declaró Lorca en La Habana que iría a Santiago, que por poco no va nunca. Hay todavía mucha gente que duda si Lorca fue a Santiago de Cuba de veras. Esos son los que consideran la poesía como una acción metafórica. Hay que señalar, con un hito de carreteras, que Lorca, después de varias tentativas falsas, fue por fin a Santiago. No en un coche de aguas negras ni con la rubia cabeza de Fonseca, pero en Santiago de Cuba se hospedó en el Hotel Venus. Lorca era el poeta del amor. Los que duden lean su “Casada infiel”. Hay pocos textos tan eróticos escritos en español.
Como poeta Lorca fue una definitiva influencia para la poesía cubana, que después del abandono modernista iniciaba una etapa de cierto populismo llamado en el Caribe negrismo. Era una visión de las posibilidades poéticas del negro y sus dialectos un poco ajena, enajenada. Exótica sería la palabra, sólo que exótico en Cuba es un marino escandinavo, no un estibador de los muelles. Los mejores poetas de esa generación, que tendrían la edad de Lorca, cultivaban el negrismo como una moda amable y amena, otros eran como Al Jolsons de la poesía: blancos con cara negra. El poema devenía así una suerte de betún. La breve visita de Lorca fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada. Su influencia se extendió por todo el ámbito cubano. Esa clase de poesía estaba hecha para ser recitada, con la boca cantando coplas. Esa es una de las magias de la poesía (y de esa otra forma de poesía, las letras de canciones) que exige a la vez la lectura silenciosa y el recitado en voz alta y aun soporta la declamación. La poesía, entonces, es otra música, como quería Verlaine: “De la musique avant toute chose”. Lorca en su “Son de negros en Cuba” musita una música exótica que se hace enseguida familiar. “Iré a Santiago” es efectivamente el estribillo de un son. Como en la Obertura cubana de Gershwin, la música es familiar pero la armonía es exótica.
Lorca llegó a La Habana por el muelle de la Machina. Hizo el viaje al revés de Crane: venía de las tinieblas a la luz, incluso al deslumbramiento poético. El tiempo que vivió en Nueva York, aunque escribió allí La zapatera prodigiosa, pieza llena de sol andaluz, también compuso su tenebroso Poeta en Nueva York, que comienza con una premonición, “Asesinado por el cielo” y termina con su “Huida de Nueva York”. Casi inmediatamente, en el libro y en la vida, el poeta compone su “Son de negros en Cuba”, en que invoca como un sortilegio a la luna: “Cuando llegue la luna llena/Iré a Santiago de Cuba”. Su poema, que tiene la forma poética del son, brota aquí como una flor: natural, espontáneo y excepcionalmente bello. El poeta huye de la civilización a la vida nativa, naturaleza exótica. Casi como Gauguin. Aunque me parece estar oyendo al Shakespeare de La tempestad:
La isla está llena de ruidos.
Sonidos y aires dulces,
que dan deleite y nunca dañan.
Lorca ahora quiere completar el bojeo de esa isla:
Cantarán los techos de palmera,
Iré a Santiago...
Iré a Santiago...
Con la rubia cabeza de Fonseca
Iré a Santiago
Y con el rosal de Romeo y Julieta...
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Hay un son tradicional que canta:
Mamá y o quiero saber
de dónde son los cantantes...
Lorca sabía: esos cantantes, como el son, venían de Santiago de Cuba. Explicar poemas es tarea de retóricos, pero quiero mostrar cómo Lorca hacía un poema de lo obvio para cubanos que se volvía poesía para todos. Los “techos de palmera” son los techados de los bohíos, vivienda tradicional campesina hecha toda con hojas, troncos y fibras de la palma real. Nadie en Cuba llamaría a la palma, palmera, ni siquiera en un poema. “La rubia cabeza de Fonseca”, que tanto intrigó a tantos, no pertenece a ninguno de sus amigos cubanos, sino al fabricante de puros de ese nombre, cuya cabeza roja aparece en los cromos de su marca. “El rosal de Romeo y Julieta” no es esa espesura donde Romeo da a Julieta aquello que le dio ella el otro día, sino otra marca de habanos. El rosal es de una litografía. “Las semillas secas” son por supuesto las maracas de la orquesta de son y la “gota de madera” es el instrumento musical habanero llamado claves. Espero no tener que explicar qué es una “cintura caliente”.
Este poema escrito en La Habana es de una luminosidad como sólo se ve en La Habana. Lo atestiguan el fragmento de Hergesheimer, que es un friso de un edificio tropical y, sobre todo, las fotografías de Walker Evans con sus fruterías al sol, sus mujeres que adornan un patio y las abigarradas fachadas de los cines de barrio que invitan siempre al viaje. En esa época risueña y confiada, ida con el viento de la historia, Lorca se deslumbró con La Habana y deslumbró también a los habaneros, que hace rato que estaban acostumbrados a los fulgores de su ciudad tan capital como un pecado. Hay todavía algunos que recuerdan a Lorca como si lo estuvieran viendo, viviendo. Uno de estos habaneros es una habanera, Lydia Cabrera, vecina de Miami y decana de los escritores cubanos en el exilio. Ella recuerda tanto a Lorca como Lorca la recordaría a ella, a quien dedicó su memorable “Romance de la casada infiel”. Lorca, siempre fascinado por los negros, escribió: “A Lydia Cabrera y su negrita”.
Lydia, que dos días atrás cumplió 86 años, recuerda a Lorca desde el principio. Lo conoció en casa de otro cubano, José María Chacón y Calvo, que fue luego instrumento del viaje de Lorca a La Habana. “¡Qué gracia tenía!”, dice Lydia. “¡Qué vitalidad de criatura!” Hasta que se fue ella de regreso a La Habana veía a Lorca diariamente en ese Madrid que, al revés de La Habana, no se ha perdido sino se ha ganado. Fue Lydia la intermediaria para que Lorca y su gran intérprete Margarita Xirgu se conocieran. Lorca no había escrito entonces más que una obra de teatro, Mariana Pineda, que la Xirgu estrenó. Lorca al celebrar la ocasión dedicó a Lydia el poema que más le gustara. El poema (y tal vez la dedicatoria) escandalizó a uno de los hermanos de Lydia, asustado acaso por toda la imaginería erótica que Lorca despliega desde el primer verso hasta la revelación de esta virgen con marido. Ella, Lydia, no se inmutó y todavía es el poema de Lorca que prefiere. Lydia recuerda que, despues de cinco minutos de conversación, quedó hechizada (la palabra es suya, ella que tanto sabe de hechizos) con Lorca, a quien llamó siempre Federico.
Dice Lydia Cabrera del final de Lorca: “Cuando supe Jas condiciones trágicas de su muerte, pensé con consternación el horror que debió sentir Federico. El era tan delicado y esa muerte tan horrible debió causarle segundos inimaginables de horror. Fue una muerte imperdonable. Pensé mucho, muchísimo en él”. Todos los que conocieron a Lorca en La Habana, y aun los que no lo conocieron, lamentaron su muerte. De su asesinato tiene Lezama Lima una curiosa opinión. No es una versión política sino poética de la muerte del poeta: “Lo que mató a Lorca fue la grosería”. Críptico más que crítico, Lezama añade; “No Ja política”.
Ese fue el fin. En el principio Lorca llegó a La Habana y sorprendió a todos desde Ja presentación; “Soy Federico García”. Escoger su primer apellido como su nombre fue objeto de comentarios. Alguien preguntó: “¿Están ustedes verdaderamente seguros que ese García es Lorca?” Así con tantos García que había en Cuba, desde el general de Jas guerras de independencia Calixto García hasta los políticos más vuJgares, muchos cubanos se sintieron emparentados con Lorca.
Vivía en La Habana entonces eJ poeta coiombiano Porfirio Barba Jacob, hombre de sucesivos y sonoros seudónimos. Antes se había llamado con su nombre propio, un oscuro Osorio, y luego había sido Ricardo Arenales, Main Ximénez y finalmente acertó con ese dos veces raro Porfirio Barba Jacob. Todos estos nombres y ese hombre forman un considerable poeta modernista, raza en vías de extinción. Barba Jacob era famoso en La Habana por un verso y un anverso. El escritor declaró en un poema: “En nada creo, en nada” y el hombre era un poeta pederasta. Muy feo, lo llamaban en su cara, por su cara “el hombre que parecía un caballo”.
Barba Jacob añadía a esos inconvenientes para el amor otro más. Le faltaba un diente al frente que se empeñaba en sustituir siempre por un diente postizo hecho de algodón o de papel pero no de ceniza, como quieren algunos. Su conversación comenzaba en la tarde en la Acera del Louvre, en el véspero de que habló Hergesheimer, pero según avanzaba la noche aquel diente más blanco que los otros desaparecía para reaparecer llevado por la lengua no a su meta sino a desotra parte en la boca. De pronto Jacob tenía un diente brillando blanco sobre su labio lívido o volaba para posarse en la barba de Barba. El poeta creía que su conversación era de veras fascinante, a juzgar por la cara de sus oyentes. Pero la fascinación venía de aquel diente ambulatorio. O mejor, náufrago, marinero de blanco que navegaba en la balsa de su lengua, entre un Caribdis dental y la Escila de su encía.
La mención de un marinero, aun metafórico, nos conduce al gran transporte amoroso de Barba. Se dice que el poeta de la decadencia modernista encontró su marinero cuando, literalmente, “hacía el litoral”. Literalmente ambos se encontraban en los muelles. El marino, ni corto ni perezoso (en realidad era alto y ágil), se hizo amante del poeta pederasta y pesimista (recuerden, por favor, su divisa: “En nada creo, en nada”) y para colmo pobre. Para su mal era 1930 y cuando se paseaba Barba con su marinero recién pescado, se atravesó en su camino Federico García, que era todo lo contrario del colombiano: graciosamente andaluz y para colmo famoso. Lorca procedió ahora, con todo su encanto y todos sus dientes brillando en su cara morena, a auspiciar al marinero escandinavo que recaló en el trópico. Barba perdió su diente para siempre.
Alrededor de 1948, a casi veinte años del encuentro amoroso con Lorca, todavía era posible ver a este marino seudosueco caminando la noche, Prado arriba y Prado abajo, como un náufrago de otra época. Su ropa era, sí, azul marino y llevaba un paleto que hacía alucinante la noche tropical. Un si es no es rubio, ancora con el áncora al cuello, tal vez noruego, tal vez gallego, pasaba como una sombra, sin ver a nadie, como si nadie lo viera. Pero invariablemente peatones y poetas que se detenían en la esquina de Prado y Virtudes, donde comenzaba el barrio menos virtuoso de La Habana, miraban hacia el parapeto del paseo central para ver a este marino varado en tierra a quien cantó Barba: “Hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos”, para suspirar: “Hay días en que somos tan lóbregos, tan lóbregos”. Ahora, es decir entonces, un índice irreverente venía a indicar y una voz soez venía a decir: “¡También ése!” La risa era como una brisa que movía el diente de algodón de Porfirio Barba Jacob, que en nadie creía, en nadie.
La culminación de la visita de Lorca a La Habana ocurrió cuando le ofrecieron finalmente una comida de despedida, un banquete, un almuerzo en el comedor del Hotel Inglaterra en que terminaba la Acera del Louvre, a veces llamada del Livre. Allí estaban Lorca y sus discípulos futuros. Estaba también La Habana literaria, la que no escribía poemas pero estaba dispuesta a escribir prosa como Lorca versos. A través de las puertas abiertas del hotel (el aire no era acondicionado todavía) se veían las ínnumeras columnas blancas al sol del portal, la Acera del Louvre y el parque al fondo con la estatua central soleada y sólida de otro poeta, José Martí, a quien mató, como a Lorca, esa bala con nombre que siempre viene a matar a los poetas cuando más falta hacen.
De pronto, como ocurre en el trópico, comenzó a llover. A llover de veras, sin aviso, sin esperarlo nadie, sin tregua. El agua caía por todas partes de todas partes. Llovía detrás de las columnas impávidas, llovía sobre la acera, llovía sobre el asfalto y sobre el cemento del parque y sus árboles que ya no se veían desde el hotel. Llovía sobre la estatua de Martí y su lívido brazo de mármol, la mano acusadora y el índice de cuentas eran líquidos ahora. Llovía sobre el Centro Gallego, sobre el Centro Asturiano y sobre la Manzana de Gómez y aún más allá, en la placita de Albear, sobre la fuente de los mendigos y sobre la fachada del Floridita donde Hemingway solía venir a beber. Llovía sobre la Citerea de Hergesheimer y sobre el paisaje blanco y negro de Walker Evans. Llovía en toda La Habana.
Mientras en el comedor los comensales devoraban el almuerzo cálido, indiferentes a la lluvia que era cristal derretido, espejo húmedo, cortina líquida, Lorca, sólo Lorca, vio la lluvia. Dejó de comer para mirarla y de un impulso saltó, se puso de pie y se fue a la puerta abierta del hotel a ver cómo llovía. Nunca había visto llover tan de veras. La lluvia de Granada regaba los cármenes, la lluvia de Madrid convertía el demasiado polvo en barro, la lluvia de Nueva York era una enemiga helada como la muerte. Otras lluvias no eran lluvia: eran llovizna, eran orballo, eran rocío comparadas con esta lluvia. “Y todas las cataratas de los cielos fueron abiertas”, dice el Génesis, y el Hotel Inglaterra se hizo un arca y Lorca fue Noé. ¡Había gigantes en la poesía entonces! Lorca siguió en su vigía, en su vigilia (no habría siesta esa tarde), mirando llover solo, viendo organizarse el diluvio delante de sus ojos.
Pero pronto notaron su ausencia del banquete y vinieron de dos en dos solitos y solícitos a hacerle ruidoso corro, como aconteció a Noé en su zoológico. Ya Lorca había escrito que los cubanos hablan alto y más alto hablan Jos habaneros, los hablaneros. Lorca se llevó un dedo a los labios en señal de silencio respetuoso ante la lluvia. El ruido del banquete había terminado en el estruendo del torrente. Por primera vez para muchos periodistas, escritores y músicos que se reunieron en ese simposio sencillo, Federico García Lorca, poeta (poeta como se sabe quiere decir en griego hacedor), había hecho llover en La Habana como nadie había visto llover antes, como nadie volvió a ver después.
CAPA, HIJO DE CAISSA
“¿A dónde vas tan de prisa?”
“Al café de Flore. Echan una partida Céline y Henry Miller”
“¡Eah! Escritores menores”
“Pero es que juegan contra Capablanca”
“¿A qué esperamos?”
La primera vez que vi a Capablanca fue la última. Mi madre me llevó a verlo. Mi madre, tengo que decirlo, no tenía idea de lo que era el ajedrez pero sí sabía quién era Capablanca. Una tarde casi a primera noche nos arrastró a mi hermano y a mí a ver a Capablanca. Salimos después de comer y llegamos a nuestro destino, el Capitolio Nacional, cuando casi era de noche. El enorme edificio blanco estaba iluminado para una fiesta, a la que íbamos. Subimos la alta, ancha escalinata de granito hasta el salón de los Pasos Perdidos (buen nombre, lástima que fuera prestado) y allí en medio estaba Capablanca en su posición de eminente jugador de ajedrez que ha sufrido un jaque mate. Cuando nos acercamos, con reverencia, pude ver todo lo que se podía ver de Capablanca: sólo su rostro. Estaba terriblemente pálido, gris más bien y en la nariz y en los oídos tenía torpes tapones de algodón. Capablanca se veía inmóvil y sin edad: estaba muerto, era evidente, aunque era un inmortal.
El catafalco, palabra nueva, quedaba justo encima del diamante en el centro del enorme salón donde se perdían nuestros pasos. En medio del medio, central, estaba el diamante, protegido por un grueso cristal que aseguraba su posesión y al mismo tiempo aumentaba su tamaño y su valor. El diamante aparecía como muchas mujeres, a la vez atractivo e inaccesible. Era, lo han adivinado, una versión cubana del colosal Kohinoor que Raffles, sus manos de seda nunca sobre la piedra trunca, soñó con robar. El diamante, además, no sólo era una piedra preciosa sino un mojón miliar: marcaba el kilómetro cero de la carretera central, por orden del general Gerardo Machado, tirano de turno. Ahora, joya sobre joya, el ataúd en que descansaba Capablanca, su estuche, se posaba, pesado, con su carga preciosa sobre el duro diamante popular y la acumulación de riquezas era casi insoportable para un niño que trataba de comprender qué significaba tanta veneración. Mi madre, una loca por la cultura, dijo definitiva: “Es una gloria de Cuba”. No dijo fue sino es. Capablanca es. La vida de Capablanca comienza donde empieza el ajedrez.
Su juego es su vida.
Jugadores de ajedrez, ¡apártense!
José Raúl Capablanca y Graupera nació en La Habana el 18 de noviembre de 1888, hijo de un militar español y de una dama catalana. Acaban de cumplirse pues cien años de su nacimiento. Como dijo el gran Golombek: “Todo en Capablanca fue legendario, excepto que por supuesto se sabe que nació”. Según cuenta la leyenda, a los cuatro años Capa (su apodo favorito) se burló de su padre que jugaba al ajedrez porque hizo uso ilegal de un caballo. No se refería Capita a un “animal solípedo que se domestica con facilidad y es útil al hombre” (y a veces a la mujer también, aunque el Real Diccionario de la Real Academia no lo especifica), sino a la pieza de ajedrez que se llama caballero (knight) en inglés y saltarín (Springer) en alemán. Nunca nadie dio lecciones de ajedrez al precoz jugador.
La versión de Capablanca: “No tenía cinco años todavía cuando, por accidente, entré a la oficina de mi padre y lo encontré jugando con otra persona. No había visto nunca un juego de ajedrez: las piezas me interesaron y al día siguiente volví a verlos jugar. Al tercer día, mientras miraba, mi padre, muy pobre en las aperturas, movió un caballo de un escaque blanco a otro del mismo color. Aparentemente su oponente, que no era mejor, no se dio cuenta. Mi padre ganó y yo le dije que era un tramposo y me reí de él. Después de un regaño casi me sacó de la habitación, pero le pude mostrar lo que había hecho. Mi padre me preguntó qué sabía yo de ajedrez. Le contesté que lo suficiente para derrotarlo: me dijo que era imposible, considerando que ni siquiera sabía colocar las piezas. Probamos con las conclusiones y yo gané. Así empecé”.
Capablanca, padre, entre otros, se quedó mudo de asombro y luego clamoroso de entusiasmo. Pepito, así lo llamaba su madre, derrotó a su padre, primero, a los amigos de su padre después y, aunque se le prohibió que jugara en público, a los once años derrotó al futuro campeón de Cuba, Juan Corzo, que en un curso es recurso aparece en todas las historias de ajedrez sin haber ganado sino perdido. “Capa bate a Corzo” es, en efecto, una de las partidas más memorables completadas por un niño prodigio y los dos, como Napoleón y Wellington, hicieron historia al ganar y al ser derrotados.
Capablanca fue un sobreviviente desde niño: otro hermano murió muy joven. La trama que quiere que el ajedrez tenga una motivación edípica (advenedizo mata al rey) queda aquí coja. Fue el hermano mayor muerto el que debió retar al padre. Capablanca deviene un Edipolipo. La teoría freudiana que explica el ajedrez en términos del complejo de Edípo (que no es, Edipo Rey, más que una obra de teatro griega con poco público) siempre me ha parecido freudulenta. Sin embargo es cierto que Capablanca aprendió solo a jugar ajedrez sólo para vencer a su padre —y Jo ha conseguido. El verdadero Capablanca, el viejo, ha sido obliterado hasta el olvido. Cuando se dice Capablanca todos pensamos en el jugador al que se conocía como la “máquina de jugar ajedrez”.
Cuatro meses después de derrotar a Corzo, que era ahora campeón nacional, Capablanca participa en el primer campeonato cubano y queda en cuarto lugar. Corzo alienta a Capa para que se haga jugador profesional, pero papá dice que no. Corzo sin embargo vive lo suficiente para ver a Capablanca coronado campeón internacional del juego de los reyes y los peones, y muere sólo cuatro años antes que Capa. Un industrial cubano (ya en Cuba republicana) se ofrece a costear la educación del joven maestro. Capablanca se enrola en la Universidad de Columbia que queda, afortunadamente para él, en Nueva York, donde también está el Club de Ajedrez de Manhattan. Allí pasa Capa el tiempo que le dejan libre las muchachas de Manhattan.
En el Club de Ajedrez es donde el prodigio que se hizo amateur en Nueva York fue profesional: Capablanca from Havana. Aquí fue donde Capablanca se llamó Capa, nombre que le divertía porque era más corto que el propio y lo hacía, como jugador, el igual del personaje de Chaucer que sonreía pero llevaba una daga bajo la capa. Capa tenía debajo un alfil o su pieza preferida, el peón envenenado. Aquí jugó cientos de juegos con los principales jugadores de Nueva York. Fue aquí donde jugó también contra Lasker, Mr. Emanuel, el campeón mundial de origen alemán de origen judío y a quien muchos señalan como el mejor jugador de todos los tiempos —un poco por debajo de Capablanca. El trío del terror está compuesto de hecho por Capablanca, Lasker y Paul Morphy (18371884), el sureño que temía tener sangre negra: una tragedia americana. Fischer pudo haber completado la tríada, pero su brillante triunfo sobre Boris Spassky en Reikiavik en 1972 quedó borrado por su demencia juvenil de la que nunca sanó. Fischer, fanático anticomunista, es curioso, no padecía del complejo de Edipo: jugaba, literalmente, contra su madre que era tan comunista que la llamaban la Reina Roja.
En el Club de Ajedrez de Manhattan, Capablanca intimó con uno de los grandes jugadores americanos, Frank Marshall, a quien derrotaría decisivamente en 1909. Capablanca tenía veintiún años, Marshall treinta y tres. Marshall relata la ocasión en que un muy aburrido Capablanca, jugando en su contra, cabeceó más de una vez. Con un sentido del humor muchas veces ausente del tablero, contó Marshall: “Cometí el peor movimiento del juego: desperté a Capablanca”. Capa ejecutó un jaque mate fulminante.
Capablanca se hizo un maestro del zugzwang que es mejor que maestro del zen. El zugzwang indica en alemán la posición en que el jugador obtiene un resultado peor (Pace Marshall) si le toca mover una pieza que si no le toca. Capa, el bien parecido, el elegante, el urbano se sonreía observando la cara de su contrincante cuando producía Jo que parecía un zigzag y era un zugzwang.
Hubo un jugador llamado Johann Hermann Zukertort que se enfurecía cuando le traducían su apellido. Todos le llamaban Torta de Azúcar, Capa no se molestaba cuando en Nueva York, cosas de colegiales, lo llamaban Wbite Cloak. Era, claro, el disfraz del lobo cuando visitaba a Caperucita en invierno. Pero cuando empezaba a funcionar el mudo motor de sus células grises, lo comparaban con la eficiencia silente de un Rolls Royce en marcha.
En sus días de estudiante (no de ajedrez, que nació sabiéndolo; por eso le llamaron el “Mozart del ajedrez”) Capablanca jugaría más de una vez con Lasker. Ninguno de los dos sabía que Capablanca arrebataría a Lasker la reina y la corona. En el ajedrez no se intuye sino se sabe, como en una ciencia exacta, qué va a ocurrir muchas movidas más tarde. El ajedrez es un juego autista. Lo saben los espectadores sentados frente a la doble muralla invisible. Lo saben los jugadores encastillados en la defensa y la ofensa. Círculos concéntricos del ejercicio mental hecho juego, muchas veces la partida termina en el jaque de la locura. Al juego de Bobby Fischer, el único candidato a la corona eterna de Capablanca, lo han llamado “maniobras lunáticas”. Fischer nunca estuvo Joco, ni siquiera ahora en que se ha convertido en Ja Greta Garbo del juego. Pero hay casos de genuina locura.
Como la paranoia patética de Paul Morphy, que fue el primer campeón moderno, cuyos paseos solitarios y sombríos tenían por escenario la vieja Nueva Orleáns que lo vio nacer. Morphy fue un apestado social en Inglaterra y celebrado en Francia. En París le ganó al duque de Brunswick jugando junto con el conde Vauvenargues en el palco del duque en la ópera, en el intermedio de la puesta en escena de El barbero de Sevilla. Fígaro aquí, Fígaro allá.
Capablanca jugaba con tal velocidad que en el famoso torneo por el campeonato, celebrado en La Habana, Lasker, su oponente, se quejó de que el reloj Timer de Capablanca había sido arreglado por los cubanos para que corriera más lento. Pero durante el torneo Capablanca perdió siete kilos. Capablanca solía decir: “Hubo un momento en mi vida en que estuve muy cerca de creer que no podía perder un juego”. Lasker, siempre generoso, cuando Capablanca entró en el torneo de Nueva York de 1924, declaró: “Capablanca podía descansar en un récord que nadie había conseguido nunca ni nadie igualará después. En diez años había jugado noventa y nueve torneos y juegos decisivos y ¡perdido sólo un juego!”
Como los apaches según Miguel Inclán, Capablanca era un hombre orgulloso. Cuando estaba a punto de perder un juego contra Marshall en La Habana en 1913, partida sin importancia, hizo que el alcalde de la ciudad en que nació vaciara el salón de juego antes de admitir la derrota. Sin embargo, cuando perdió tan extraña y sorpresivamente contra Alejin en Buenos Aires en 1927, se asegura que la noche del juego decisivo estuvo bailando tango tras tango con una belleza local. (A Capablanca, como a Borges, le gustaban las argentinas.) Dice Alexander Coburn, comentarista inglés: “Uno de los aspectos más interesantes de la personalidad de Capablanca es que, como a ningún maestro antes, le interesaban mucho las mujeres”.
Es verdad. Capa, hijo de Caissa (Caissa es la diosa del ajedrez y su musa no sumisa), estaba más interesado en el juego con las mujeres que en el ajedrez. En un torneo celebrado en Londres, antes de perder el campeonato, fue convidado con Alejin, que entonces posaba de ser su mejor amigo, al music hall que adornaban las famosas Bluebell Girls (todas altas, todas rubias, todas piernas) y todo el tiempo que duró el espectáculo, Alejin no dejó de consultar su ajedrez de bolsillo, mientras Capablanca era todo ojos al escenario. ¡Cuidado con la dama! Es la pieza más peligrosa del juego.
Al ser preguntado por el sexo, propio o ajeno, Bobby Fischer respondió: “Prefiero jugar al ajedrez”. A Alejin, por su parte, no le interesaba más que estudiar a Capablanca, su juego, su rejuego. Estuvo, según confesión propia, trece años estudiando al campeón de cerca. Esa noche en Londres lo estudiaba todavía y anotó críptico en su diario: “It takes two to tango”.
Capa permaneció en los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, jugando, y se escribía sobre asuntos de ajedrez (¿de qué otra cosa?) con el campeón Lasker, ciudadano alemán y judío patriota. Un día de 1918 vinieron a visitarlo dos discretos caballeros de Washington. Eran del servicio de contrainteligencia que investigaban su correspondencia extranjera, llena de extraños símbolos: 10BXe7 Qxe7 1100 NXC3 12RXC3 e5. “¿Qué clave es ésta?” Muy serio, Capablanca respondió: “Son símbolos para una maniobra de liberación”, “¿Cómo?”, dijeron los dos agentes al unísono. Capa a carcajadas escapa: “Son signos del ajedrez, una convención internacional”. Después de explicaciones y ejemplos con el auxilio de un tablero y varias fichas, los policías comprendieron. “¡Ah, es como las damas!” “¡Efectivamente —dijo Capa—, como las damas pero con caballeros!” Capablanca se dio cuenta de que la contrainteligencia es lo contrario de la inteligencia. Y sin embargo, sin embargo: Emanuel Lasker había ya inventado un tanque de guerra para el enemigo que era todavía su amigo.
Morphy, que se llamaba Morfeo pero no podía dormir, antes de entrar al primer círculo de la espiral de la locura, laberinto sin Dédalo, estuvo en 1864 en La Habana, “que ya era centro del ajedrez”, para dar varias exhibiciones con los ojos vendados. El resto fue el ensordecedor silencio de la mente del jugador en una partida que no cesa. Capablanca, que jamás imaginó la presión social sobre su sanidad mental que sufrió Morphy, se comportó siempre por encima de los pares y los nones que lo creían un aristócrata español. En Londres lo tenían por un hombre frío cuando sólo era calmo: cool not cold*.
Según Gerald Abraham en La mente del ajedrez, Capablanca “poseía un juicio calculado para prevenirle de perder el control mental”. Dice George Steiner en su ensayo White Knights of Reykjavik, sobre el combate Bobby Fischer-Boris Spassky: “Más que ningún otro maestro (Capablanca) pudo ver la armazón exacta de la pura lógica”. Parecía tener, añade, “la apretada dirección que tienen las computadoras que juegan al ajedrez”. Capablanca, según Steiner todavía, “tenía la monotonía de la perfección”. Capablanca, Steiner dixit, ganó una famosa partida al eterno Lasker “con impecable rigor” y en cincuenta y una calladas movidas consiguió que “un peón avance hasta la fila final para ser coronado reina”, en el más peligroso travestí del juego: para el peón es morir después de reinar.
Capablanca, ahora, pareció por un momento lamentar que su viejo amigo Lasker perdiera una partida que tenía ya ganada y no se movió de su asiento sobre el tablero ni cuando retumbaron los aplausos. Su actitud durante el juego, después del juego, era bien diferente a la de Bobby Fischer. Así describe el International Herald Tribune a Fischer, jugando por el campeonato mundial de Reikiavik, Islandia, en julio de 1972; “Fischer no se está nunca quieto y continuamente da vueltas en redondo sobre su silla giratoria especial (que le costó $ 470). Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre el siguiente movimiento, Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se limpia los oídos entre movida y movida”.
Fischer, que con su estatura, sus excentricidades y su adicción a los cómics fue el Howard Hughes del juego ciencia más que de la ciencia del juego, no jugaba ajedrez sino que practicaba continuos ejercicios de anulación de la personalidad del contrincante. Capablanca era la gentileza, la seguridad y la absoluta convicción de que el juego era suyo: el ajedrez se había inventado para él. Caíssa lo hizo. Sin embargo, más que con aquel indeciso de Morphy (en su cara se veía siempre la sombra de una duda por más que se afeitase), demente, delirante, se compara a menudo a Capablanca con Fischer. Sería el caso de dos hermanos gemelos unidos por un tablero, pero, como las piezas, uno blanco y otro negro.
Como final analogía de contrarios, se ha imaginado una partida única para resolver (palabra clave en el juego) el último problema de ajedrez. ¿Podría Fischer haber derrotado a Capablanca? Fischer buscó siempre demoler a su oponente, física y mentalmente. La única manera en que Fischer habría podido acabar con Capablanca sería que aprovechara cuando Capa apretara el botón de su Timer para hacer desfilar a espaldas de Fischer coristas, modelos y stripteasers con que distraer el ojo desnudo del cubano. Capablanca podría, en revancha, recordarle a Fischer a su madre, la bestia negra que era, para su hijo, roja como la plaza donde están las altas torres del Kremlin.
Capablanca fue acusado muchas veces de fácil porque el juego le era tan fácil como a Mozart la música. Era una suerte de respiración. También lo llamaron haragán otras veces, como a Rossini. Cuando el joven Gioacchino, que siempre componía en la cama por miedo al frío (como Capablanca, Rossini padecía de frío incoercible), de donde se levantaba tarde o no se levantaba, vio caer al suelo una de las hojas, de su Barbero, no se molestó en bajar de la cama ni a perturbar las otras páginas, sino que la escribió de nuevo. Ésta es la mejor parte de su “Obertura”. Capablanca, por su arte, no estudió una apertura en su vida.
Dijeron que Capa era un incurable mujeriego como si padeciera una enfermedad venérea. “Como cubano al fin”, dijo Alejin, que se había casado cuatro veces, les pegaba a sus mujeres y bebía hasta aparecerse borracho a jugar en un torneo importante. Ese hábito que no hace un monje le costó el campeonato mundial en 1935. Antisemita hasta el punto de escribir artículos difamando a los judíos en el ajedrez, publicados en la prensa nazi durante la ocupación de Francia, padecía agudos ataques de violencia, como cuando, al perder una partida fácil, destruyó los muebles de su habitación de hotel en Pskov.
Pero Alejin fue el primer gran jugador de ajedrez ruso sin las trampas soviéticas de Stalin. Hoy tiene un torneo en su nombre en Ja Unión Soviética y las autoridades rusas han intentado varias veces llevarse a Moscú sus restos que descansan (si es que pueden) en el cementerio de Pére Lachaise en París. Sobre su tumba hay un busto idealizado del jugador, abajo hay un tablero de ajedrez y en el medio una inscripción en bronce que exalta la memoria de un gran jugador que fue también un miserable.
Alejin fue el Salíeri de Capablanca. Después de la inesperada, increíble derrota del cubano de manos del ruso blanco en Buenos Aires en 1927, Alejin se negó sistemáticamente a conceder a Capablanca la revancha por el campeonato mundial (entonces las reglas del juego eran diferentes) y aunque prometió hacerlo muchas veces, nunca cumplió. Como ironía y jaque mate, Alejin perdió el campeonato mundial a manos del soso y serio Max Euwe. En 1937, sin embargo, Euwe, holandés cabal, le dio a Alejin una lección de caballerosidad (por demás inútil) y le concedió una revancha ancha. El torneo no le sirvió de nada a Euwe que fue derrotado de mala manera. Como dice de Alejin Richard Eales en The History of a Game: “El contraste de su comportamiento con Capablanca fue francamente obvio”.
Las relaciones entre Capablanca y Alejin llegaron a ser tan malas que Capablanca se negaba a participar en torneos internacionales si tenía que jugar con Alejin. Capa tenía en las blancas su nombre, pero Alejin decidió jugar con las negras hasta el final. En 1940, viviendo en la Francia ocupada, Alejin (a quien mi madre llamaba “un verdadero villano”) pidió permiso para emigrar a Cuba y prometió que, si lo admitían en la isla, jugaría contra Capablanca por el campeonato mundial. Batista, gran amigo de la Unión Soviética entonces, era el presidente de Cuba y le negó el permiso. Ironías del tablero, poco después de su muerte, Stalín decidió considerar a Alejin una gloria rusa.
La carta de renuncia de Capablanca a Alejin es uno de los documentos más elocuentes de la historia del ajedrez. “Cher Monsieur Alekhine”, escribió Capablanca en francés y hay un borrón donde debió de haber una e que convertía el cher en chére: Alejin era una mujer. O Capa tenía poca práctica en renunciar o demasiada maña en conquistar mujeres. Sigue la carta: “J’abandonne la partie” y por un momento leí “la patrie”. Capa renuncia a continuar jugando y pierde la partida y el campeonato mundial de ajedrez. Todavía tiene saludos “pour Madame”. La carta está fechada en noviembre 29 de 1927 y el lugar en que fue escrita es Buenos Aires, Argentina. Era el fin de un campeón y de una era del ajedrez moderno. A esa edad Mozart había compuesto su Réquiem.
Alejin, que nunca se sintió culpable por no haber dado la revancha a Capablanca y mantuvo el título hasta su muerte, contaba un cuento, ya al final de su vida, como Casanova pero sin tener la generosidad con las mujeres que tuvo Casa en sus memorias. Enfermo y firme, relata lo que le ocurrió jugando con Capablanca en Petersburgo en 1914. Una noche, en pleno torneo, y como en “La reina de espadas” de Pushkin, tocaron a su puerta. Abrió y se encontró con un viejo campesino ruso en harapos que le pidió entrar porque había encontrado un secreto de suma importancia para el ajedrez. El hombre era insistente y Alejin lo dejó entrar pero no lo invitó a sentarse. “¡He encontrado la manera de que las blancas den jaque mate en doce jugadas!” Alejín se dio cuenta de que tenía en su cuarto de hotel a un loco y trató de echarlo de la mejor manera. Pero el viejo visitante insistía. “Se lo voy a demostrar”, decía. Para acabar con el enojoso asunto Alejin dispuso el tablero y las fichas. Doce jugadas más tarde el campeón ruso y futuro rey del ajedrez deponía su rey de madera. Pálido y como de yeso Alejin casi suplicó: “Repita sus jugadas, por favor”. El viejo repitió su performance y volvió a derrotar a Alejin otra vez y otra vez más. Alejin cogió al viejo jugador por un brazo, salió al pasillo y al cuarto de Capablanca. Como de costumbre, el cubano no dormía sino que tocaba la balalaika para que una cimbreante gitana bailara una salmonela o como se llame ese baile ruso, rudo. Con gran trabajo Alejin hizo que Capablanca dejara de hacer música o lo que estaba haciendo para atender al viejo patán. Que procedió a derrotar al campeón sin corona del ajedrez una vez y otra y otra, siempre en doce jugadas. “¡Doce fatídicas jugadas!”
Aquí Alejin pareció dar por terminada la historia.
“Pero”, quería saber el impaciente interlocutor, “¿qué pasó?”
“¿Qué pasó?”, preguntó retóricamente Alejin. “Pues que Capablanca y yo matamos al viejo. Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva. Eso fue lo que pasó. De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de ajedrez del mundo. ¡Del mundo! Yo todavía lo soy”, aseguró Alejin en su cama en medio del blanco cuarto, luchando una vez más por quitarse como un Houdini ruso su camisa de fuerza, al tiempo que miraba a su alienista con ojos en que se reflejaba un tablero de ajedrez.
Este cuento incompleto apareció en The Complete Chess Addict y lo reproduzco aquí porque revela el carácter del jugador de ajedrez y la personalidad de Alejin, hombre capaz de llegar al asesinato por ganar una partida o el campeonato del mundo. Es lo mismo. Por otra parte asegura el doctor Félix Martí Ibáñez: “Darle jaque mate al rey opuesto en ajedrez equivale a. castrarlo y devorarlo, haciéndose los dos uno solo en un ritual de homosexualismo simbólico y comunión canibalística, respondiendo así a los remanentes del complejo de Edipo infantil”. Escrito en 1960 esta sarta de infelices frases freudianas no es menos fantástica que la historia de Alejin y el jaque mate en doce jugadas, juegan las blancas. La fábula puede haber sido cocinada por lord Dunsany, uno de los maestros del cuento fantástico y el doctor Ibáñez bien puede estar emparentado con Blasco Ibáñez. Capa, por su parte, hizo tablas con lord Dunsany, que era un aficionado de cuidado.
Más tarde en San Petersburgo las noches blancas de un peón negro. El director soviético Vsevolod Pudovkin hizo en 1925 una peliculita titulada El jugador de ajedrez y su protagonista era, ni más ni menos, Capablanca. Ahí se juega con su nombre y con la blanca nieve. El film comenzó como un documental sobre el Torneo de Moscú en 1925, cuando Capablanca era todavía campeón del mundo. Capa, en medio de una sinfonía de tableros y una tocata de fichas, aparece envuelto en un asunto romántico con la bella heroína rusa. Todo el mundo parece presa de la fiebre del ajedrez (que es el título alterno) pero una pregunta detiene el tránsito: “¿Tal vez el amor es más poderoso que el ajedrez?” Capablanca va aún más lejos al decir: “Cuando veo una mujer bella, también empiezo a odiar al ajedrez”. Pero carga con la heroína, al torneo. Al final, devuelta la novia rusa a su novio ruso, Capa con capa y sobre la nieve parece decir adiós. En ese momento cae sobre la blanca acera un peón negro. Koniesh filma.
Capa siempre sintió una vaga antipatía por los que no saben jugar al ajedrez. “Es tan melancólico”, afirmaba, “como un hombre que nunca haya tenido relaciones con una mujer que no sea su madre”. En una palabra, no comprendía al soltero empedernido ni al ignorante que no sabe cómo se manipula el peón, esa pieza que se parece extrañamente a un clítoris que se mueve inexorable hacia la reina opuesta. Capablanca propuso una vez que se extendiera el tablero al añadir dos peones extra a cada lado y dos nuevas piezas. Capa pensaba que las posibilidades del juego se habían agotado ya. Algunos dicen que nuestro hombre en la dama concibió esta variante del juego si no del espacio del juego (que significaba a la vez una alteración de las reglas del juego) porque estaba harto del número de partidas que terminaban en tablas, sobre todo en torneos internacionales y en campeonatos. Otros, más personales, dicen que Capablanca encontraba el juego tan fácil que se aburría y las nuevas piezas y el nuevo espacio del juego serían como meter otra mujer en la cama.
Capablanca, que era un gran cocinero y presumía de gourmet, rara vez se levantaba antes del almuerzo y de los postres y el café (Capa, cuyo nombre es esencial al cígarro, no fumaba ni bebía) y se iba a jugar siempre impaciente por terminar la partida, musitando: “A la cena, a la cena”, haciendo un juego de palabras por preferir el juego abierto. Al clásico Capablanca se le acusó de ser el primer jugador narcisista, que es un mal romántico.
Capablanca fue derrotado, en el tablero, por una mujer, Mary Bain, que lo venció en simultáneas. Miss Bain tiene el récord del jugador de simultáneas que más rápido derrotara a Capablanca. Mary no sólo era joven sino bonita y existe la sospecha entre los viejos ajedrecistas de que Capa se dejó ganar. La derrota, la concesión, lo que fuera, ocurrió en sólo once movimientos. “El ajedrez”, dijo sir Richard Burton, jugador de ajedrez y traductor del Kama Sutra, código de amor hindú concebido por los inventores del ajedrez, “es un juego erótico: todo consiste en poner horizontal a la reina”. Para los que creen en la importancia de ser serio, Capablanca adelantó una teoría: “El ajedrez es una ciencia que parece un juego”.
Una anécdota revela a un Capablanca compasivo, casi sentimental. Jugaba con Lasker en Moscú en 1914 y Capablanca notó cómo el entonces campeón Lasker se puso pálido, ceniza casi, al darse cuenta de que había cometido un error tan grave que tal vez le costana el juego. La mano de Lasker temblaba tanto que casi no podía asir la pieza que quería mover. Capablanca supo en ese momento que muy pronto sería el campeón mundial. Pero, declaró, no podía evitar sentir una gran piedad al ver el efecto paralizante que la inminente derrota tenía en Lasker. “Había esgrimido el cetro del ajedrez durante veinte años”, escribe Capablanca, “y en ese instante supo que había llegado a su fin”. La ironía del momento es que no había llegado el fin para Lasker todavía. El campeón se las arregló para hacer tablas y ganar el torneo. Capablanca, llamado Capa, era Jo que no era Alejin, por ejemplo, o Bobby Fischer: un jugador placable, nada implacable.
Capablanca, sin embargo, rara vez perdonaba a una mujer: era un Donjuán capaz de convidar al Comendador a una partida de piedra y entre jugada y jugada acostarse con Inés, con Ana y con su hermana. Para él un ménage a trois no era una partida extraña. Capa, además, era un atleta experto: las tablas de baloncesto le eran tan familiares como las del ajedrez, practicaba esgrima con la idea de que el ajedrez era otro duelo y había estudiado más libros de cocina que de ajedrez. Nunca jugaba al ajedrez más que en torneos y competencias. Tenía una segura posición social (que los envidiosos llamaban sinecura) convertido en propagandista de Cuba a sueldo del Gobierno cubano, no muy diferente a la posición de los jugadores soviéticos, amateurs sólo de nombre, Lasker dejó escrito que Capablanca era, por encima de todo, un hombre modesto. “Tenía la modestia fundamental que es la marca de la verdadera inteligencia.” Quería, sí, ganar siempre en todo, pero no tenía ese impulso asesino ni contra sus contrincantes ní con sus amantes que tenían Lord Byron o Hemingway. Como Mozart, era un clásico que se hacía romántico en su juego.
¿Era todo eso lo que estaba dentro de la caja lujosa en el túmulo en medio del Salón de los Pasos Perdidos?
En 1913 Capablanca fue nombrado una especie de embajador cultural de Cuba. Los gobiernos de la isla, a pesar del sol, nunca fueron muy iluminados. Pero ahora comprendían que Capablanca era un valor publicitario (la propaganda no se había asentado todavía sobre La Habana) y que su nombre valía tanto como cualquier marca local. Digamos La Corona, Partagás o Por Larrañaga. Capablanca era una suerte de Montecristo que no fuma. Sus colegas, en Cuba y en el mundo del ajedrez, objetaron a lo que llamaban una sinecura sine die. Sólo Lasker, siempre apremiado, comprendió que Capablanca era un hombre con la suerte de tener a su país detrás. Los rusos, al hacerse soviéticos, harían otro tanto.
Capablanca se hizo un jugador tan invulnerable que cogió fama de invencible y ganó el mote de la “máquina de jugar ajedrez”, con todas sus implicaciones: el autómata del Maelzel, las investigaciones de Poe, las astucias del doctor Mabuse llamado Der Spieler, el tahúr. Un nuevo desafío del joven maestro al viejo matrero de Lasker sólo obtuvo que Lasker renunciara a su título en favor de Capablanca. Pero como dice Procol Harum, “la muchedumbre quería más”. Quería, en efecto, un torneo de madera en que las lanzas se trocaran por peones, las mazas por alfiles, los caballos por caballos y enrocar en esas distantes torres que son el Morro y la Cabana a la entrada de la bahía de La Habana. La bolsa era como para tentar a un monje en retiro: 25.000 pesos en una época en que el peso cubano valía más que el dólar: era la era de las vacas gordas. Jugando como el gran maestro que era, Capablanca ganó la victoria más decisiva jamás lograda por un desafiante al campeonato mundial. Capa quedó tan extático que cometió el primer error de su vida con las mujeres: se casó. Su novia de blanco para colmo se llamaba Gloria. Capablanca siguió su carrera en ascenso. De las 158 partidas y juegos de torneo desde 1914 había perdido sólo cuatro juegos. Conocido por multitudes que sabían que ajedrez se escribía sin hache pero no con zeta, Capablanca se hizo la primera estrella del ajedrez. Tal vez sea, a pesar de Alejin, a pesar de Fischer, Ja más grande, la mayor. Capablanca no sólo era el campeón del mundo sino el campeón de simultáneas de su tiempo. Por lo que Petronio habría llamada elegantiae, Capablanca se negó siempre a jugar con los ojos vendados. Ahora se echó hacia atrás, arrojó a un lado el último cigarrillo que no había encendido y dijo resuelto al teniente del ejército español de ocupación que se parecía tanto a su padre: “¡No quiero la venda!”
Con excepción de Lasker, Capablanca no era muy apreciado por los jugadores de su tiempo. Lo encontraban remoto pero era un terremoto: una fuerza destructiva natural que sacudía el tablero y derribaba las piezas, sobre todo al rey y a la reina. Pero, peor, había un jugador que lo halagaba, lo alababa siempre: Aleksander Alejin. “¡El malvado y miserable!”, como me enseñó mi madre a mis diez años, haciéndome un espectador prodigio. (Creo que fui la última persona que vio a Capablanca muerto.) Mi madre lo llamaba Alekine. Para mi madre, Alekine era de lo peorcito: un ruso blanco. Alejin, el diablo más a mano, tentó a Capablanca como si él fuera Capanegra, un mal Mefísto: ¡Alejin, aléjate! Pero Capablanca aceptó el reto y Alejin, sombra y asombro, derrotó a Capablanca para siempre. Declaró Alejin con falsa modestia que era sin embargo dato cierto: “No creo que yo fuera superior a Capablanca. Tal vez la razón por la que le gané fue que se sobrestimaba y no me estimaba”. Eran las razones del diablo: Dios nunca me quiso, Mefisto. Metafísicas aparte, la verdad verdadera es que Alejin se hizo campeón del mundo y se hizo con el campeonato por logro y por truco. Hasta su muerte. Sólo Dios sabe lo que le dijo al diablo.
A partir de su inesperada derrota, Capablanca comenzó a venirse abajo, como una torre de nieve: las blancas hacen enroque y pierden, las negras ganan y se van. Su matrimonio se hizo divorcio, pero siguió jugando: ganó algunas y perdió algunas. En 1987 su viuda, Olga Capablanca de Clark, vendió el manuscrito inédito de una partida CapablancaTartakower en $ 10.000. Todavía era endiosado en el mundo del ajedrez y en el mundo: Capablanca era una cerveza, un helado de chocolate y vainilla, un cóctel de ron con crema batida. En Rusia, que ahora se llamaba la Unión Soviética, era más popular que nunca lo fue en tiempos de los zares: el ajedrez era rey y Capablanca su príncipe consorte. Capablanca se casó con una rusa, de París, que conoció en 1934. La boda ocurrió en 1938 en París, pero tuvo su peor repercusión en La Habana. La familia de su primera mujer consiguió algo más que Alejin: Capablanca dejó de ser embajador at large de Cuba y lo degradaron a agregado. Pero Capablanca no dejó de jugar y ganar: Caissa lo hizo.
Mozart podía, vuelto de espaldas al piano, decir el número y nombre de las notas de un acorde que tocara otra persona: de preferencia una mujer. Capablanca, de sólo echar una mirada al tablero, veía todas las piezas y su disposición y sabía exactamente cuáles eran las posibilidades del juego. Desdeñoso de las aperturas (nunca, según él, estudió una sola) mostró siempre una habilidad pasmosa para los fines de partida. Tal vez influyera que aprendiera a jugar cuando ya las fichas estaban sobre el tablero y el juego había comenzado.
Su adversario de siempre, Luzbel extraordinario, Alejin, decía que no había visto otro jugador con su “rapidez para la comprensión” que era su aprensión. Un condiscípulo, jugador fuerte, declaró que Capablanca “nunca aprendió a aprender”. Es que para Capa el ajedrez era un juego y no por gusto se le declaró el playboy del ajedrez occidental, en oposición a la emergente escuela rusa encabezada por Alejin, que era todo estudio, esfuerzo y mala fe.
La palabra playboy sugiere a un Porfirio Rubirosa, tenientillo que se abrió paso en la isla de Trujillo y en el mundo a golpes de pene y olvido. Rubirosa era un chulo compensado, Capablanca era exactamente lo contrario. Todavía se cree que Capablanca pertenecía a la alta sociedad criolla. Nada más erróneo. Capablanca padre no era más que un teniente del ejército español en la siempre fiel isla de Cuba. Su madre era un ama de casa. Los dos no tenían más que sus nombres memorables y un hijo formidable. Incluso el patrón cubano que le pagaba los estudios en Estados Unidos concluyó que Capablanca empleaba su tiempo más en jugar (al ajedrez pero también al baseball y al basketball) que en estudiar y le retiró el estupendo estipendio. Ese mismo año la universidad lo suspendió ominosa. Fue entonces cuando Caissa vino a rescatar a Capa de la ignominia: Frank Marshall acordó jugar contra Capablanca calculando que sería comida de bobo. Capablanca lo derrotó decisivamente. Hazaña sin precedentes que un mero aficionado derrotara a un cujeado campeón. Marshall, impresionado por su derrota (es decir por la victoria de Capablanca), hizo que lo invitaran al torneo de San Sebastián en 1911. Capablanca ganó un torneo mayor en su primer intento, lo que era la hazaña sin precedentes. El resto es historia: la del ajedrez precisamente.
Una tarde de 1942 (era marzo y nevaba) Capablanca entró como tantas veces al Club de Ajedrez de Manhattan, que había sido su refugio favorito de joven estudiante y después de aspirante a cualquier torneo y aún más tarde de gran maestro del juego real y campeón del mundo finalmente. Capa, friolento pero no lento, se dirigió rápido a la sala de juego sin siquiera quitarse su sobretodo. A pesar de los años pasados en Nueva York y en Europa, a pesar de la nieve rusa, Capa siempre tenía frío. Excepto, por supuesto, cuando jugaba, con alguna mujer en la nieve. El portero, la girl del guardarropa y hasta los miembros del club estaban acostumbrados a ver a Capablanca de negro gabán hasta el tobillo moviéndose de tablero en tablero, en silenciosas simultáneas: mirando, observando y captando de un solo golpe de ojo el estado de cada escaque y el conjunto de piezas derramadas en orden sobre el tablero. Para él todo era un todo, el juego. Ahora vio que no había un solo jugador de su edad. Eran todos muy jóvenes o viejos: eran tiempos de guerra no de juego o del juego de la guerra. Sobre otro tablero y por encima de un jugador joven vio de un vistazo que el otro, un viejo, tenía la partida perdida. El jugador joven quiso iniciar una jugada decisiva, lo pensó sin pensarlo, se arrepintió y no fue más allá. Pero había tocado su dama y según las reglas del juego cuando se roza una pieza propia hay que moverla adelante. El otro jugador, el viejo, ensimismado en la derrota, no había advertido el leve movimiento del otro y el jugador joven hizo como si no hubiera pasado nada. Tal vez Capablanca recordara la primera vez que notó, hacía más de medio siglo, una jugada para anotar un fraude. Ahora no dijo nada, por supuesto: era todavía un caballero. Pero levantó los brazos de manera extraña, se llevó las manos enguantadas al cuello y pidió casi con un grito:
“¡Ayúdenme con la capa!” en español. Esa fue su frase final. No dijo más y cayó al suelo, muerto. Había sufrido, según la autopsia, un derrame cerebral masivo. El patólogo dijo que no se mostraba nada sobrenatural (“específico” fue lo que dijo) en el cerebro de Capablanca, que era particularmente normal. Es obvio que el ajedrez y las muchas mujeres no se ven en el cerebro. ¿Era eso todo lo que había en su cabeza embalsamada?
Noviembre de 1988
El español no es una lengua muerta
Leo, no sin asombro, en el elogio fúnebre a la marquesa Du Chatelet, que Voltaire, su amante, escribió poco tiempo después de su muerte: “Desde la más tierna edad había ella alimentado su mente leyendo a los grandes autores en más de un idioma. Comenzó a traducir La Eneida...
Aprendió el inglés, el italiano...” Aquí hago yo, no Voltaire, una pausa antes de la sorpresa: “Si hizo pocos progresos en español fue porque le dijeron que no había más de un libro famoso en esa lengua y era un libro frivolo”. Voltaire anota este desprecio pero no lo califica ni justifica. Aparentemente para Voltaire, que no era frivolo, esta declaración tan frivola es aceptable. Es más, era muy común en su tiempo en Francia. También en Inglaterra y en lo que Hoy llamamos Italia. Sólo en Alemania se ocupaban seriamente de la literatura y la lengua españolas, como atestiguan las obras de Shiller y las lecturas de Goethe. Pero Lichtenberg decía que el español era el latín del pobre.
Este desinterés no es extraño en los países europeos, en que se habla otro idioma. Pero ha sido igual de intenso en zonas del planeta donde el idioma vernáculo es, básicamente, el español. Me refiero por supuesto a México, a América Central, a Sudamérica. Un escritor como Borges, cuya lengua natural era el español y no el inglés, su idioma ideal, se permitió un desprecio elegante del español y, a veces, un menosprecio magnífico. Dice Borges: “...paso a comentar una distinta equivocación, la que postula lo perfecto de nuestro idioma y la impía inutilidad de refaccionarlo”. Lo declara el Argentino nada menos que en su ensayo “El idioma de los argentinos”. Sigue así en su impunidad inútil: “Su mayor y solo argumento consta de las sesenta mil palabras que nuestro diccionario, el de los españoles, registra”. Hay aquí un error craso (el de las sesenta mil palabras que reduce el español a un mero esperanto desesperado) y una paradoja perjudicial: la que declara al español nuestro, es decir también suyo, y al mismo tiempo achaca el diccionario a los españoles, como una culpa ajena. El idioma llama dos veces.
Borborigmos de Borges: “La sinonimia perfecta es lo que en ellos quieren, el sermón hispánico”. Más tarde, al acusar a los argentinos de vulgaridad al tratar de derivar un sermo vulgaris, el lunfardo, de otro idioma vulgar y sus germanías, postula que no hay un “gran pensamiento o un sentir”. Es decir una filosofía, en español, aunque se haya dicho mucho que en España el filosofar no lo han hecho los filósofos sino los escritores. Borges se equivoca cuando concluye que no hay “una gran literatura poética” en español. Luego se rectifica: “Confieso —no de mala voluntad y hasta con presteza y dicha en el ánimo— que algún ejemplo de genialidad española vale por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes”. Para morderse enseguida la lengua del Plata con una interrogación maliciosa: “¿Quién más?” Su corolario es que: “Difusa y no de oro es la mediocridad española de nuestra lengua”. Hay sin embargo en esa frase una contradicción de términos que es elocuentemente voluntaria y más adelante su tono es casi cervantino al hablar de la lengua. “Un embeleco de que ninguna realidad es sostén.”
En otra parte, en otro libro, Borges habla, no sin razón, de que un sinónimo es la intención de cambiar de idea con sólo cambiar de sonido. Lo achaca al español y a los españoles, pero esa pretensión, bien lo sabe, ocurre en otros idiomas. O por lo menos en las tres lenguas en que puedo leer sin mover los labios. Borges, para su embarazo tardío, trata de defender un dialecto, el argentino, a costa de un idioma, el español. Debo confesar que no sólo Borges ha cometido ese crimen de América. Yo mismo, en una nota editorial a Tres tristes tigres, acometo esa tarea mayor. ¿Por qué denostar un idioma para elogiar un dialecto? Eso ocurrió hace veinte años y hoy día lo veo como una vana presunción. Yo no quería escribir en un dialecto sino en un exclusivo idioma universal. Quería para mí la posibilidad del esperanto en la realidad del español. Pero ¿a qué escribir en cubano, una lengua muerta para mí? Era como el latín de Lichtenberg sin su idoneidad. Fue así que decidí buscar en el inglés lo que no había hallado en el español.
Pero ahora repudio las agresiones de Borges. Si las cité arriba es porque sé que es una eminencia nada gris del idioma: su español es ya clásico. No ha habido desde la muerte de Calderón en 1681 otro escritor en español de la consecuencia universal de Borges. No admitirlo o negarlo es un mero acto de soberbia o de envidia literaria. Borges, además, es el único escritor que ha escrito en español en el siglo XX que será leído seguro en el siglo XXI. Su influencia fuera del área del idioma se ha hecho cada vez mayor. Cuando llegué a Inglaterra apenas si nadie lo conocía y sus traducciones eran publicadas en breves libros escogidos que sólo se vendían en la trastienda: los libreros los proponían como pornografía pura. Veinte años después, no pasa un día sin que se le cite en la prensa inglesa del Times al Standard y críticos que apenas saben pronunciar su nombre (lo convierten en un escandinavo: Borg) lo invocan en la radio y en la televisión. Como la Coca Cola, Borges is it!
Escogí citar a Borges porque no era posible llevar las quejas como bruñidas lanzas contra un idioma que era, que es, no sólo un instrumento de trabajo para muchos escritores, un medio de comunicación para todos de los Pirineos y más allá de los Andes y un placer para los que sabemos que, como idioma, tendrá sus defectos, inconveniencias y extrañas manías (¿por qué la Ch es otra letra?) pero como un alba mater, ese idioma del amanecer de la conciencia, esa lengua madre que nos limita pero nos define, que nos alienta y nos deja sin aliento, que nos pone obstáculos para saltarlos en una steeplechase verbal en un eterno retórico.
Somerset Maugham tal vez tenía razón. Dijo, reuniendo facta y verba, lo contrario de Voltaire: “El español es k mayor creación literaria de los españoles”. Reducía, es verdad, a todos los escritores españoles a un solo libro, el diccionario, pero suena cierto. Una vez escribí en un libro que nadie recuerda una frase provocativa. Nadie hizo el menor caso, pero k declaración se volvió escandalosa al repetirla por televisión años más tarde: “El español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles”. Había aquí un énfasis demasiado polémico, pero era lo que creía. Es lo que creo todavía pero de diferente manera. ¿Me explico? Tal vez no. Vamos a ver si corro mejor suerte en el próximo párrafo.
España no estaba realmente interesada en su imperio de América. No por lo menos en el siglo XIX cuando el imperio hacía agua. La hostilidad y chacota de Pepe Botella, las más serias guerras napoleónicas y la restauración de los Borbones convirtieron a la breve República en un himno de riesgo y fácil entonación. Nadie, a pesar de las guerras sudamericanas, se interesaba de veras por Sudamérica y la “Siempre Fiel Isla de Cuba” era sólo un lema para cubanos crédulos y consuelo de imperialistas. Ni un solo español, a pesar de las tropas de ocupación, libró una sola batalla por el idioma español, dejado en manos (o en boca) de indios, indianos sin fortuna, mulatos y una estirpe de seudopatricios que se hacían llamar, extrañamente, criollos. Creóle viene del francés y en inglés del sur de Estados Unidos era un mestizo de blanco y de negro, que, cuando eran mujeres, solían tener una gracia especial para bailar el rigodón, danza en dos por cuatro que alegra las comedias de la Metro, con Ingrid Bergman de creóle típica. En Cuba, Venezuela, Colombia, Perú y Argentina un criollo era un hijo de español que es blanco pero más americano que los abOrígenes, España, la madre patria, siempre consideró a sus hijos de América como díscolos o, en el peor de los casos, como desafectos. Es decir, contrarios, opuestos.
El idioma español de América cuando no estaba contaminado por chibchas o cholos, era una mezcla de África y su peor herencia, los esclavos que, como se sabe, eran culpables de la esclavitud (sin esclavos no hay trata) y todo lo que traía consigo: mal color, mal olor, mal habla. En Cuba los esclavistas (es decir toda la población blanca de la isla) consideraban que el otro cuando no tenía de congo tenía de carabalí. Por otra parte, el populacho (los esclavos o hijos o nietos de esclavos) padecían raras aspiraciones peninsulares y solían exclamar a la hora de las siesta: “¡Ah, quién fuera blanco aunque fuera catalán!” El idioma, naturalmente, aspiraba también a ser blanco aunque, tal vez atemorizado por un grabado de Pompeu Fabra que ilustraba su gramática, no aspiraba a la catalanidad. Así en Cuba, la isla que conozco, el idioma no es exactamente mestizo. Se le podría definir con el dilema de la cebra. ¿Son rayas negras sobre fondo blanco o rayas blancas sobre fondo negro?
En España hay gente que se asombra (me ha pasado no sólo en la imperial Madrid síno en la mozárabe Sevilla y en la celta Santiago, pero no me ha pasado nunca en Barcelona) de que yo hable un español más o menos inteligible. Sé que hay gente que todavía se admira de que lo escriba. Pero hay en todo caso algo en el idioma de los cubanos que no es exactamente español. Lo mismo ocurre en México, en Colombia, en Perú. La lengua es blanca pero con rayas negras. ¿O es al revés, como ocurre en Bolivia y en Paraguay, indígenas bilingües? El único país donde no hay mestizaje idiomático en América es, ¿quién lo diría?, Argentina. Allí el dialecto es esa jerga atroz, el lunfardo, mezclado con el vesre, que Borges califica de colegial, y letras de tangos literarios y cursis. Es esta olla podrida que Borges atacaba por el extraño método de desacreditar el español. Es como abofetear a la madre para hacer callar al niño que llora. Ahora yo también quiero denunciar las gemianías, incluso la que fue mía, sobre todo esa mía. El español, me parece, es un idioma demasiado importante para dejarlo en manos de los dialectos más dilectos.
Enero de 1987
El español y la literatura
El título es inevitablemente ambiguo. Pero si la ambigüedad puede conducir al ingenio o al engaño, Empson quiere que sea “aquello que añade matiz a la declaración directa de la prosa”. Para enunciar que “todo pronunciamiento en prosa es ambiguo”. No se trata del pronunciamiento militar o político. Aldous Huxley decretó que hay tres clases de inteligencia: humana, animal y militar. Se sabe que los poetas hablan en verso —y los políticos en anverso. Esta purga ambigua se conoce en Inglaterra como Sal de Empson. (En español sulfato universal.) Empédocles, más antiguo pero menos ambiguo que Empson, propone que el mundo visible está compuesto de aire, fuego, tierra y agua. Todos estos elementos, según el filósofo que ayudó a derruir una tiranía y después rechazó la corona que le ofrecían, están gobernados por la concordia y la discordia. Estos dos sentimientos opuestos unirán mi charla —con un tercer aglutinante, la saliva.
Vivo en Inglaterra entre libros y polvo y películas. Vengo de América, nunca de América Latina. Salí de Cuba exilado para siempre o para la eternidad —lo que dure menos. Traté de vivir en Madrid pero la inolvidable policía política española me lo impidió, con un gesto cortés que no quita lo bizarro, residir en España. Ni siquiera podía vivir en Ceuta o Melilla. ¿Qué tal Andorra?, pregunté. Yo tenía tan poco dinero que no podía viajar en metro a Vallecas. Dedo índice que apunta. “Ceda su visa a compatriotas que no viajan.” Desde entonces, impelido por ese dedo, he dado la vuelta a mi mundo varias veces. Útero, he viajado. Hablé de América y tengo que hablar, de todas todas, del Gran Almirante, tan denostado en estos días. Hablo de Cristóbal Colón, a quien el poeta Paul Claudel, jugando con su nombre, llamaba “la paloma que llevaba a Cristo”. Creo de veras que Colón es el más decisivo personaje histórico desde la muerte de Jesús. Cristo cambió la historia, Colón cambió a la vez la historia y la geografía, que es más importante que la historia porque la contiene y es otro nombre para la eternidad. Los dos, Colón y Cristo, cosa curiosa, eran judíos. América se anuncia como el nuevo mundo con una frase poética que parece pertenecer al Génesis: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”. ¿No es Noé?
Hay ahora una actitud ambigua en España hacia el Descubrimiento que no es más que una concesión al chantaje histórico. Pronto sólo los italianos reclamarán a Colón, que se llamará, como un héroe de televisión, Colombo. Sin excusa puedo celebrarlo antes de su celebración oficial porque, simplemente, sin el Navegante errado yo no estaría entre ustedes ahora. Lo que después de todo sería un alivio para algunos. Pero, por favor, consideren que de no estar aquí no estaría en ninguna parte. Con más sangre india que española (aunque mi abuelo paterno nació en Canarias y mi bisabuelo materno nació en Almería, que no es ser tan español tampoco) podría reclamar la tierra en que nací sin sentirme agraviado por una Conquista remota o terremota.
Son los latinoamericanos profesionales que mientras niegan a Colón en español se afincan en las naciones de América donde apenas se habla español. O en las naciones mestizas de América como México, que en su mundo visible debe más a Cortés que a Moctezuma. Ya sé que Cortés no quita lo Pizarro, pero es en Perú donde la población india es decisiva aun en las elecciones. Mientras, ¿casualidad o causalidad?, en Argentina el exterminio de los indios no fue obra extranjera sino nacional. Como testigo de otro genocidio no hay más que interrogar a la cotorra de los atures. (Más más tarde.)
Colón salió de la España medieval y de un viaje entró en el mundo moderno al desembarcar en América, en un verdadero time warp histórico y toda la humanidad viajó en esas tres carabelas. Conozco los riesgos posibles de esta apología. La ilustra un viejo cartón del magazine inglés Punch. Se ve a un labriego anglosajón que descansa junto a su arado. A su lado aparece un villano de la aldea que se ve al fondo. Hay también un castillo altivo. Ambos, labriego y villano, están vestidos como personajes de Chaucer. Ahora el villano le trae al labriego las últimas noticias: “¿Te enteraste? Hoy termina la Edad Media”.
El español del título es por supuesto el nombre de nuestro idioma. No el castellano, que es el idioma de Castilla no de América. Razones políticas (que suelen ser siempre las más irracionales) insisten en que el idioma de España y de América se llame castellano. Es como si el Parlamento decretara que el inglés se llamara desde ahora anglosajón. Pero hay en Inglaterra razones políticas (que suelen ser las más oportunistas) que se llaman Escocia y el País de Gales, aunque Escocia no insistió en su idioma reservando su aliento para la gaita.
Si el castellano es el idioma de la Reconquista, al extenderse a América en la Conquista se convirtió en español. El aporte americano al idioma ha sido enorme. Solamente una isla pequeña como Cuba salpica, como pimienta, la lengua de cubanismos y el idioma de los indios perdura en ese libro como la cotorra de los atures. Pero Ja primera obra literaria de América estaba escrita en un castellano plagado de italianisrnos. Este libro español se hizo americano cuando el padre las Casas (extraño personaje que fue un santo para los indios y un abogado del diablo para los negros) lo trasladó (es decir lo tradujo) para preservarlo. Se produce entonces un vuelco no histórico sino literario. Las Casas al copiar a Colón produce una pieza de ficción, una novela de aventuras. Temeroso de que lo acusen de alterar el original, el buen padre procede a alterarlo para siempre al reproducir cada frase y cada palabra de Colón. Pero al cambiar la persona gramatical donde Colón impuso su yo, las Casas propuso una tercera persona absolutamente singular. Por afán de fidelidad el Diario se convierte así en la primera novela de América.
Pero América no es una novela, es una comedia de errores. Colón la descubre por error cuando iba camino de las Indias y llama a la isla que cree continente por este nombre, en un atroz anacronismo geográfico. A sus habitantes Jos bautiza de nuevo indios, cuando todos estaban tan lejos de la India como de Cipango o de Catai. El continente toma su nombre no de Colón sino de un oscuro navegante italiano al servicio de España, que sabía dibujar mapas y tenía el sonoro nombre de Amerigo. Los errores se multiplican y crecen. El centro de Cuba, llamado por los indios Cubanacán, lo confunde Colón con el nombre del Gran Khan. Buscando oro el almirante en tierra encuentra el loro pero desdeña el tabaco como un Green verde. Al ofrecerle el cacique cubano un puro encendido, Colón le dice amable: “¿Le importaría si no fumo?”, y da las espaldas al oro verde. Sus camaradas errantes insisten en llamar al banano plátano, el ananás pina y oyen perros que no ladran. Creen además que los manatíes son sirenas y ya en un vértigo de confusiones llaman a lo que era ostensiblemente otro mundo, Nueva España. Como bien dice Shakespeare: “La confusión hizo su obra maestra”. (La traducción no es mía sino de ese español escueto, Guillermo McPherson, que hizo decir a lady Macbeth, en la tragedia de su marido, cuando ella hablaba de la bondad humana, “el lácteo jugo de humanal clemencia”. ¿Gema o germen? En todo caso no es Shakespeare pero es formidable.)
Hace rato ya que organizó escaramuzas contra el hábito de llamar a ese continente ymedio por el nombre de América Latina como si se tratara de un solo país. La etiqueta se imprimió en Francia en el siglo pasado y luego la pegaron con cola eterna en los Estados Unidos, nación gobernada por un complejo de culpa colectivo. En 1880 se sentían tan culpables de haberse apropiado el nombre de América para uso exclusivo que nos untaron de Latine, que venía de París como un perfume raro. ¿Quién es latino en América Central? ¿Qué romano delicado cabalga eternamente los pagos de la pampa? ¿Dónde está el Lacio en América del Sur? Me temo que esa tierra queda como la Utopía en ninguna parte. Las utopías suelen terminar en Etiopía, pero América Latina no es más que esa noción de geopolítica que declara más fácil conquistar un país que un continente, como descubrió Bolívar hace más de un siglo. Bolívar, lo sabemos, ha quedado para puro.
Para ser más armonioso, creo que es un flaco servicio que se presta a la música cubana ahora al llamarla latina, como se hace en la prensa. Es borrar de un golpe a la mayoría de los músicos cubanos que son, como en el jazz, casi todos negros —a no ser que se les quiera conceder la ciudadanía romana. A la música cubana del exilio, que muchos llaman salsa cuando no es más que aliño, se le podría cantar así con letra y música de Duke Ellington:
She’s a Latín from Manhattan
And she calis herself Dolores.
(Que se pronuncia dólares)
¿Soy un latino en Londres? Diría que más bien soy latoso al insistir en la dudosa latinidad de América, tan falsa como un Séneca español. Si califico para estar entre ustedes no es por ser latino sino porque puedo hablar español con acento habanero. Pero estoy en Madrid, no en La Habana Antigua, la cuna del requiebro y del choteo. Una pregunta me asalta como un chorizo armado —¿es latina España?
Hablando de asaltos, hace poco sufrí más que toleré en Londres una entrevista confusa. Siempre he preferido mis entrevistas más escritas que transcritas. Especialmente si yo mismo escribo las respuestas y de ser posible las preguntas. Suelen resultar más fieles. En esta entrevista de ahora la entrevistadora, que era bella como las bellezas del cine negro, venía grabadora en ristre. Lo que me parece más peligroso que esgrimir libreta y lápiz. Nunca he creído que la alta fidelidad ayude al estado de las artes sino al ruido. La entrevistadora publicó, en efecto, una imagen del espejo. Opuse al refrán francés “África empieza en los Pirineos” un dicho inglés que dice: “Los negros empiezan en Calais”. La oposición salió impresa al otro lado del fastidioso fax como un lugar común posible. Lo que dije, precisamente, es que América debía comenzar en los Pirineos. Una España europea es para mí como una Inglaterra en Europa, Ambas naciones son demasiado diferentes, demasiado originales para sentirse bien al lado de Bélgica o de Holanda. ¿Quién concibe una España europea criando toros de lidia?
Preveo una nota de prensa futura:
Ayer en la plaza de las Ventas el diestro holandés
Van Gogh cortó una oreja.
La otra falsa noción americana pertenece a la literatura. La reciente novela en español que vino de América se ha leído en España como un corpus coherente. Esa visión es un espejismo español. Un examen somero mostraría que Cortázar es de Argentina, Donoso de Chile, Bastos de Paraguay, Vargas Llosa de Perú, García Márquez de Colombia, Onetti de Uruguay, Juan Rulfo de México y Lezama Lima y Carpentier de La Habana. Pero todos se perciben aquí como si fueran escritores regionales, no nacionales. Hace tiempo que esos países dejaron de ser provincias de España y cada uno de ellos, como esos escritores, tiene características propias. Creer otra cosa es mirar a la literatura canadiense como venida de Estados Unidos. Es el español que todos hablamos con distinto acento que ofusca o ilusiona. La literatura latinoamericana no existe. Existen, sí, algunos escritores de América que parecen escribir el mismo idioma a veces.
Personalmente puedo decir que en España han sido generosos en extremo conmigo, literariamente hablando. Aquí se premió mi primera novela, aquí se han publicado primero todos mis libros (excepto tres), aquí la crítica me ha tratado como si fuera de la casa. Bajo la censura de Franco se prohibió pero luego se autorizó la publicación de dos libros míos lo suficientemente subversivos como para no haberse publicado jamás en mi país. No pude, mientras vivió, hacerle llegar a mi padre y a través de mis editoriales españolas siquiera un ejemplar de los que enviaron a su nombre a La Habana. En Cuba el cartero también lleva uniforme. No me lamento. Si he perdido un país he ganado nuevos lectores. Entre los más fíeles están los agentes de la Seguridad del Estado, que con los años han aprendido a leer sin mover los labios. Por otra parte he contribuido no poco a la bolsa negra cubana. Según un escritor inglés que visitó La Habana el año pasado mis libros eran objeto de un culto extraño entre las ruinas. Pasados de contrabando se vendían a estraperlo por el precio de ¡diez latas de leche condensada! La Habana para un infante difunto estaba entonces en la lista de libros más cambiados. En primer lugar del canje se instalaba incómodamente un libro sobre la perestroika (que en La Habana la pronuncian la espera estoica) y su autor se llamaba, se llama todavía, Mijaíl Gorbachov, Era la primera vez que en Cuba comunista un autor soviético cobraba sus saneados royaltíes no en pesos sino en especie.
Me siento de veras honrado de ser no sólo amigo y admirador de los que han compartido conmigo esta semana, sino de haber anunciado hace ya cinco años que la próxima ola de la novela en español no vendría del Atlántico y del Pacífico sino del Mediterráneo, aunque tengo mis dudas acerca del Cantábrico. A muchos de los que han estado aquí les agradezco su constante aprecio literario. (El cine es para mí la narración por otros medios.) También por un efecto que va más allá de los años (los míos) y de la distancia (la que hay entre Madrid y Londres) que me ha permitido poder calibrar su talento más de cerca. Ellos también han hecho posible esta nueva España.
Quiero terminar, como hacía el Infante Don Juan Manuel, con un ejemplo. Había tantas cotorras, loros, papagayos y pericos en el Nuevo Mundo que América era conocida en los mapas del siglo XVI como Terra Psittacorum, la tierra de las cotorras. Repiten los psitacólogos que los navegantes españoles usaron las primeras cotorras cautivas como símbolos de la fascinación de las islas. Colón mismo vino buscando especias y lo primero que adquirió de los indios fueron especímenes de una especie llamada el gran papagayo rojo de Cuba, considerado entonces como un ave muy magnífica pero está ahora en vías de extinción.
El intrépido explorador alemán Alexander von Humboldt (de quien se dice que fue el segundo descubridor de Cuba y primero de Venezuela) navegó del Caribe al continente y se internó en el Orinoco. Humboldt cuenta que encontró en las selvas del Orinoco una cotorra muy, muy vieja que se crió entre los indios atures. La tribu de los atures, como era costumbre entre los arahuacos, se mostró más extinguida que distinguida y desapareció de la tierra sin dejar trazas. La cotorra sin embargo vivió para contarlo. Escribió Humboldt maravillado: “Esta ave era la última cosa viva en este mundo capaz de hablar ature”. ¿Será el español de América un día todo ature y nosotros los americanos sólo cotorras impresas?
Si te digo que tengo la sitacosis y te quedas como si tal cosa.
(Leída en la fundación SáncbezRuipérez, en Madrid en octubre de 1990.)