A PROPÓSITO
«Veinte años en mi término / me encontraba paralítico...»
Canción cubana
Hace poco cumplí sesenta y tres años. Unos meses antes Fidel Castro celebró (si se puede celebrar un entierro) treinta y tres años en el poder sin oposición. Como el despiadado castellano señor de la guerra que al morir no tenía enemigos porque los había matado a todos, Castro no tiene enemigos en Cuba. Treinta y tres años es más de la mitad de mi vida cronológica y en todo ese tiempo mi biografía ha sido escrita, de una manera o de otra, por Fidel Castro y sus escribanos de dentro y fuera de la isla. Presumir que Castro gobierna sólo en Cuba es no querer admitir que un exilado político es un enemigo que huye al que no le tienden un puente de plata sino una larga mano que puede alcanzarlo dondequiera. Para ilustrar esta imagen paranoica (lo que Freud catalogaría como un complejo de Castración), puedo contar una historia de lo que se llama la vida real.
En 1985, estando en el festival de Cine de Barcelona, recibí una llamada urgente de mi hija menor en Londres. Me dijo que habían entrado ladrones en nuestro apartamento pero que no me preocupara porque extrañamente los ladrones no habían robado nada. Mi extrañeza fue extrema entonces, pero debía quedarme en el festival hasta el final. Cuando regresé a Londres apenas si había huella del robo que nunca fue robo. Todo estaba en su sitio excepto por un candado enorme provisto por la Policía que sustituía mi violada cerradura de seguridad. Un anuncio del fabricante asegura que es una decisiva protección contra toda clase de intrusos.
Mi hija me contó que no sólo había venido a investigar la Policía local, sino que un detective de Scotland Yard se había interesado en el robo que no era robo. Durante su visita anunciada había preguntado a mi hija quién era yo, qué hacía y si tenía enemigos personales. Mi hija le dijo que mi único status, aparte de ser escritor, era el de exilado de Castro. El agente de Scotland Yard le pidió que yo lo contactara personalmente a mi regreso.
A nuestro regreso comprobamos Miriam Gómez y yo que, efectivamente, los ladrones no habían robado nada. Inclusive un sobre que contenía mil dólares había sido expuesto, abierto y devuelto a su precario escondite sin su sobre. Era obvio que estos insólitos ladrones no buscaban dinero o no aceptaban dólares.
El detective de Scotland Yard resultó mucho más inteligente que el notorio inspector Lestrade, a quien Sherlock Holmes acusaba con sorna de tener una inteligencia valiosa por lo escasa. Lo invité a sentarse. Lo hizo. Le ofrecí un café. Cubano. No aceptó. (Los agentes de Scotland Yard en servicio no pueden aceptar la invitación de ajenos.) Desde su silla en seguida señaló varios objetos visibles en la sala (una estatuilla art nouveau, búcaros art déco, libros que llamó «raros» y no ediciones príncipes, dos máquinas de grabar vídeos nuevas) y dijo: «Todo eso cabe en dos bolsas grandes. No entiendo por qué no se llevaron nada.» Tampoco yo. «Han debido pasar mucho trabajo para entrar», admitió. Sabía que habían intentado forzar mi cerradura de máxima seguridad Banham, garantizada contra todas las violaciones. Al no poder romperla habían tratado de zafar la puerta (nueva) de sus goznes. Pero era grande y pesada y tenía dos pulgadas de espesor. Finalmente armándose con una barra de hierro lograron romper el marco (viejo) de la puerta para desencajar la cerradura. «La operación es ruidosa y debió tomarles tiempo», dijo el detective y añadió: «Corrieron su riesgo.» Ningún vecino había visto ni oído nada. Se lo dije pero por su mutismo supe que ya lo sabía.
Se quedó en silencio unos momentos y después me miró a los ojos, que es vieja técnica policíaca en busca de la verdad óptica: «Dice su hija —me dijo más que preguntarme— que usted es escritor y exilado castrista.» Así es. «¿Ha recibido usted alguna amenaza de Castro?», me preguntó. No, le dije, pero sus esbirros han tratado desde 1965, cuando dejé la isla, de hacerme la vida lo mas difícil posible, personal y literariamente. Consideré que no debía darle ejemplos. «¿Es usted un exilado activo?» Algo, le dije, pero la hostigación comenzó desde antes de activarme. «¿Ha echado usted de menos manuscritos o algún escrito suyo conectado con su exilio?» No se me había ocurrido que el móvil del falso robo fuera obtener mis manuscritos, los que no estaban archivados en una Universidad americana. No había contado mis otros manuscritos, entre los que estaba este libro que usted lee ahora, lector, y una obra en progreso que ocurre en La Habana castrista. Pero le dije que no, enfático: no me faltaba ni un papel. Fue en ese momento, al decir que no, que vi el verdadero móvil del robo aparentemente fallido pero con fractura.
El agente de Scotland Yard se puso en pie. Se iba. Pero se detuvo a decirme: «Es extraño.» ¿Qué sería? «A los escritores exilados de Europa del Este les han robado novelas por acabar y panfletos sin publicar. Ha tenido usted suerte.» Por un momento me pareció que dudaba acerca de mi suerte, pero la Policía no duda. «A uno de ellos —me dijo— un escritor búlgaro, lo mataron hace poco cerca de la BBC.» Lo sé, le dije. Se refería a Georgy Markov, que fue asesinado por la KGB con una minúscula bala de ricín, el veneno más activo que se conoce. El asesino había escondido el arma en un inofensivo paraguas. Inglés por supuesto. Toda la historia apareció reportada por la Prensa (hasta la BBC le dedicó un programa especial) y adquirió un aura a lo James Bond que de alguna manera acentuó el carácter político del asesinato. El motivo aparente fue que Markov, novelista de nombre en su país antes de exiliarse, emitía por la radio una serie de revelaciones íntimas sobre la vida y miserias del innombrable tirano búlgaro, un verdadero bacilo oportunista. La diferencia es que nunca cuento las aventuras nocturnas de Castro. Sólo sus desventuras diurnas me conciernen.
Antes de irse, el agente me dijo: «Hay un policía que cubre Gloucester Road hasta Palace Gate.» Eso es apenas diez cuadras. «Le diré que dé dos vueltas en lugar de una por su acera.» Le di las gracias. «Pero —me dijo finalmente— quiero que si usted nota alguna irregularidad, por mínima que sea, me llame en seguida al Yard», y me dio su número directo. Pero los ladrones sin motivo, aparente, nunca volvieron. Ahora espero que esos visitantes no invitados encuentren en este libro lo que buscaban. No tienen nada que perder, excepto, claro, el precio de un ejemplar.
LA RESPUESTA DE CABRERA INFANTE
Entre los maullidos del gato Offenbach y la incesante crepitación de la manzana que mordía Miriam Gómez, su mujer, Guillermo Cabrera Infante anotó las cuatro preguntas de un cuestionario improvisado y las mezcló entre los papeles y las fotografías de su escritorio. Al mes, devolvió a Primera Plana diez páginas de respuesta, con la exigencia de que se las transcribiera sin alteraciones. Aquí están, y —aunque sea obvio— corren por su cuenta y riesgo.
Preámbulo no pedido
Cuando dejé Cuba en 1965, cuando salí de La Habana el 3 de octubre de 1965, cuando el avión despegó del aeropuerto de Rancho Boyeros a las 10 y 10 de la noche del día 3 de octubre de 1965, cuando pasamos el point of no return a las cuatro horas de vuelo (no era la primera vez que yo viajaba entre Cuba y Europa y sabía que un poco más allá de las Bermudas el avión no puede ya volver a Rancho Boyeros, pase lo que pase), cuando por fin me zafé el cinturón de seguridad y miré a mis hijas dormir a mi lado y tomé el maletín de nombre irónico, mi attaché-case, y lo abrí para echar una ojeada tranquilizante a las cuartillas irregulares, clandestinas, dedicadas a convertir Vista del amanecer en el trópico en Tres tristes tigres, supe entonces cuál era mi destino: viajar sin regreso a Cuba, cuidar a mis hijas y ocuparme de/en la literatura. No sé si pronuncié o no la fórmula mágica —silence, exile, cunning—. pero sí puedo decir ahora que es más fácil en este tiempo adoptar el estilo literario que copiar el estilo de vida de James Joyce.
Durante mucho tiempo guardé silencio. Me negué a conceder entrevistas, me encerré a trabajar y me aparté tanto de la política cubana como de los cubanos políticos de todos los colores. Todavía no escribo a otra gente en Cuba que a mi familia inmediata, cartas esporádicas y familiares. Sin resultado —porque el comunismo no admite drop-outs.
Mi nombre fue arrastrado a una polémica en que los ruidos de la caucus-race de Alicia sirven de música incidental al libreto de Ubu Roi, y la realidad escénica convierten a Kafka en un realista-socialista. Insultos personales, inaudita intromisión en mi vida privada, eje excéntrico de una lucha por el poder cultural y maldito genius loci —todo dicho con la increíble prosa de esa versión cubana del Krokodil soviético, El caimán barbudo. Pero, por supuesto, el problema no se limitó a una polémica literaria, al uso ruso, donde los perros de la finca ladran mientras el amo no se molesta en abrir el portón, como ocurrió con los insultos y ataques a Neruda y Carlos Fuentes, hace dos años, y el asalto a Asturias, ahora que derrotó al campeón Carpentier, la rosa roja del ring, eterno aspirante cubano a la faja de los pesos pesados de la literatura.
La caimanada fue seguida y precedida por otros ataques más directos: calumnias personales y políticas, negación del permiso para trabajar en la Unesco, confiscación de libros enviados por correos, minuciosa inspección de la correspondencia familiar y debilerada persecución literaria. Para mí esto no tuvo ni tiene importancia, y que no se convirtiera en lectura underground me gusta, me parece un privilegio. (Alguien, T.E.M., me corrige a tiempo: «Pero tu libro está en la biblioteca de la Casa de las Américas.» Corrección de una corrección: en Berlín Oriental vi una biblioteca, llamada irónicamente Humboldt, donde se podían obtener «todos los libros», según justo lapso del intérprete: «enemigos del pueblo», desde Adorno hasta Zinoviev pasando por Nietzsche, Heidegger, Kafka, Sartre, Bertrand Russell —que entonces eran, los dos—, Koestler y Adolfo Hitler. «Siempre que se demuestre la necesidad de leerlos —añadió el intérprete—, y el solicitante se responsabilice con su nombre, dirección, ocupación y motivo de lectura.»)
Pero hay más. A un novelista europeo se le invita en La Habana a un panel televisado sobre literatura cubana, con el compromiso expreso de que no mencione mi nombre. El huésped es bien educado y cumple su palabra, pero con lealtad personal y honestidad ejemplares (o suicida, en el mundo comunista) habla de Tres tristes tigres. Olga Andreu1, bibliotecaria, pone mi novela en una lista de libros recomendados por esa democrática biblioteca de la Casa de las Américas, boletín que ella dirige, y a los pocos días es separada del cargo y condenada a una lista de excedentes, lo que significa un terrible futuro porque no podrá trabajar más en cargos administrativos y su única salida es solicitar ir de «voluntaria» a hacer labores agrícolas. Heberto Padilla escribe un elogio a Tres tristes tigres y, con un golpe de dedos que no abolirá al zar, da comienzo a la polémica mencionada. A la semana es cesanteado de ese diario oficial cuyo nombre recuerda demasiado a Caperucita roja: «Granma, what great big teeth you have!» Ahora, después de meses de suspensión de salida y con otra redacción (castigada la anterior por haber hecho pública la polémica), El caimán publica a Padilla su «Respuesta a la Redacción», cierre de la polémica, y, dispuesto va a viajar a Italia para ver su libro de poemas editado por Feltrinelli, con pasaje comprado en Milán, le es abruptamente retirado su permiso de salida, quitado su pasaporte y de nuevo cesanteado. Las últimas noticias presentan a Padilla en la posición de toda persona inteligente y honesta en el mundo comunista: un exilado interior con sólo tres opciones: el oportunismo y la demagogia en forma de actos de contrición política, la cárcel o el exilio verdadero2.
¿Por qué esta persecución metafórica y estos juicios por poder, y estas condenas a personas interpuestas?
«Que el jurado considere el veredicto», dijo el Rey por sepesentésima vez ese día.
«¡No, no! —dijo la Reina—. La sentencia primero, luego el veredicto.»
«Tontería absurda —dijo Alicia en alta voz—. ¡Querer dictar sentencia primero!»
«¡Aguanta tu lengua!», dijo la Reina poniéndose roja.
«¡No me da la gana!», dijo Alicia.
¿Qué crimen ha cometido el autor o el libro? Uno solo, y lo cometieron ambos. Ser libres. (Cf. Guillermo Federico Hegel hablando de su monarca: «Un solo hombre libre puede haber en Prusia.»)
«¡Al paredón!», gritó la Reina a voz en cuello. Nadie se movió.
«¿Quién le tiene miedo a ustedes? —dijo Alicia (que ahora había crecido hasta tamaño grande)—. ¡Ustedes no son más que un montón de naipes!»
Ahora puedo contestar todas las preguntas.
¿Por qué está fuera de Cuba?
Si uno de veras cree que el hombre no es más que ser y circunstancia, la única manera de salvar al ser amenazado es cambiar de circunstancia lo más pronto posible. Cuando se viven situaciones invivibles no hay más salida que la esquizofrenia o la fuga. Voy a ilustrar esta abstracción.
En el verano de 1965 regresé a Cuba de Bélgica, donde era attaché cultural, a los funerales de mi madre, que había muerto en circustancias turbias (otitis media, ingresa inconsciente en el hospital a las once de la mañana y sin atención médica propia hasta entrada la noche, muere en la madrugada de una enfermedad que nadie muere ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial: pero su muerte es también un accidente patológico que puede ocurrir en cualquier parte si no se toman precauciones a tiempo) mientras yo volaba hacia La Habana.
Pero el viaje no lo hice en avión, sino en el trompo del tiempo. Todavía en Bélgica yo añoraba Cuba, su paisaje, su clima, su gente, sentía nostalgias de las que no me libro aún, y pensaba nada más que en regresar. Pero un país es no sólo geografía. Es también historia. Cuando regresé, en esa primera semana en que todavía no podía comprender que mi madre había desaparecido para siempre, supe, al mismo tiempo, que el sitio de donde había venido al mundo estaba tan muerto como el sitio al que vine. La Habana era una ciudad que yo no reconocía y no regresaba precisamente de París sino de una Bruselas provinciana y triste, fea. En Cuba, la luna brillaba como antes de la Revolución, el sol era el mismo, la Naturaleza prestaba a todo su vertiginosa belleza. La geografía era la misma, estaba viva, pero la Historia había muerto.
Cuba ya no era Cuba. Era otra cosa —el doble del espejo, su doppelgänger, un robot al que un accidente del proceso había provocado una mutación, un cambio genético, un trueque de cromosomas. Nada estaba en su lugar. Las facciones eran reconocibles, pero hasta la propia ciudad, los edificios, mostraba una lepra nueva. Las calles estaban cubiertas de una viscosidad física, goteada del motor de los vehículos escasos, por causa de un defecto insalvable al refinar el petróleo ruso, pero parecía con su pastosidad negruzca en que las mujeres dejaban sus zapatos (¡artefactos prehistóricos que algunos emprendedores alquilaban a cincuenta centavos la hora!) y todos las huellas, como la metáfora de una viscosidad moral.
El malecón estaba cariado, ruinoso. En los canteros de El Vedado, que antes fue un barrio elegante, crecían plátanos en lugar de rosas, en un desesperado esfuerzo de los vecinos por aumentar la cuota del racionamiento con sus raquíticas bananas. Los puestos de café que antes colaban ante el público en cada esquina, como en Río de Janeiro, se habían esfumado por arte de magia marxista. En su lugar había, en cada barrio de la ciudad, dos, cuando más tres puestos (llamados, como todo, con un nuevo término: cafetera-piloto: esta pomposa terminología «técnica» que bautizaba a las fábricas como «unidades de producción», a los balnearios como «círculos obreros», y a las populares guaguas urbanas, los autobuses, como «unidad rodante», esta jerga utópica competía francamente con la Neo-Habla de los Minrex —Ministerio de Relaciones Exteriores—, Mined —Ministerio de Educación—, Minint —del Interior—, Init —Instituto de la Industria Turística (?)—, Icaic —Instituto del Arte e Industria Cinematográficos (!), mientras las fábricas se retitulaban Consolidados de esto o de lo otro o si no con criptogramas tales como C518 o C15A) que servían café solamente a determinadas horas de día a clientes ávidos y apelotonados, cuando no haciendo largas colas para comprar el café que la «libreta» (carnet de racionamiento) promete y nunca cumple.
Las vidrieras de las tiendas realmente exhibían ropa, porque nadie podía comprarla, ya que eran ejemplares únicos, en el mejor de los casos. Otras, las vitrinas servían para encerrar alegorías martianas o leninistas, más por recurso decorativo que por fervor político. Las más estaban totalmente vacías, y pasear por San Rafael o Neptuno, por Obispo o por O’Reilly (versiones cubanas de Florida), era un acto tan irreal como recorrer con John Wayne la calle real de un pueblo fantasma. En otras partes de la ciudad caminar era pasear por la isla de Trinidad en 1959, o haber regrosado al pueblo natal, de donde el hambre había expulsado en los años cuarenta al 82 por ciento de la población.
En increíble cabriola hegeliana, Cuba había dado un gran salto adelante —pero había caído atrás. Ahora, en la pobre ropa de la gente, en los automóviles bastardos (excepto, claro, las limusinas oficiales o los raudos Chevrolet de último tipo de la caravana del Premier), en las caras hambreadas, se veía que vivíamos, que éramos el subdesarrollo. El socialismo teóricamente nacionaliza las riquezas. En Cuba, por una extraña perversión de la práctica, se había socializado la miseria.
Sabía (y lo decía a todo el que quería oírme), antes de regresar, que en Cuba no se podía escribir, pero creía que se podía vivir, vegetar, ir postergando la muerte, posponer todos los días. A la semana de volver sabía que no sólo yo no podía escribir en Cuba, tampoco podría vivir. Se lo dije a un amigo, una suerte de no-persona revolucionaria que hacía punto ecuánime al precario equilibrio de las no-personas arrevolucionarias y las no-personas contrarrevolucionarias. (Ciclo de la no-persona: petición de salida del país; automática pérdida del trabajo y eventual inventario de casa y enseres; sin trabajo no hay carnet de trabajo: sin carnet no hay libreta de racionamiento: el permiso de salida puede demorar meses, un año, dos, siguiendo más las reglas de la lotería política que del ajedrez socialista: mientras, la no-persona se ve obligada a vivir de prestado o del dinero que tenía ahorrado en el banco: para salir debe reponer hasta el último centavo que tenía en el banco al momento de solicitar la salida; sin una cuenta bancaria en orden no hay permiso de salida, que es automáticamente cancelado: nueva petición de salida: etc., etc.)
Hablé con este amigo3 condecorado de exes —ex comandante rebelde, ex Ministro, ex diplomático— que acababa de regresar del presidio político, donde había pasado seis meses «castigado» a trabajar junto a forzados contrarrevolucionaros, y al negarse por principio y manifestar que él era revolucionario, había doblado su condena iniciad de tres meses. Según su costumbre, hablaba con él mientras atravesábamos un solar yermo, lejos no sólo del mundanal ruido, pero de clericales oídos también: «Ya no se puede hablar ni viajando en una máquina. Hay aparatos de detección4 que se instalan en un automóvil, en cualquier garaje.» Le dije lo que dije más arriba. No dijo nada, solamente me miró. Él sabía. Le pregunté qué iba a hacer. Demoró un rato en contestarme y, antes de hacerlo, se colocó de perfil a las calles paralelas que limitaban el parque: yo sabía por qué; él sabía que hay agentes capaces de leer los labios. «Quedarme aquí —me dijo—. Estás caminando con un muerto.» No me dio tiempo a replicar porque añadió: «Pero yo soy un cadáver político.» Luego me confesó que rogaba todas las noches (no me dijo a qué dios) que lo dejaran irse a juntar con el Che, que él creía en una guerrilla en el Congo.
Ahora sé que este amigo ha tenido menos suerte que Guevara: hoy no es un inmortal sino un zombi político. Cuba está poblada de ellos, de toda clase. Muchos, no por casualidad, son zombies literarios.
¿Cómo trabaja fuera de su país?
Perdón por responder con una pregunta. ¿Tengo que decir que muy bien? ¿Que cómo me fue en España? Muy bien, salvo que debía hacer rodeos para evitar un abismo infranqueable. Sabido es que los latinoamericanos tenemos todo en común con los españoles. Excepto, claro, el idioma.
¿Por qué eligió Londres?
Yo no elegí Londres, Londres me eligió a mí. Fue en Madrid, demasiado ocupado transformando mi visión del amanecer en el trópico, amarrado a las galeras, domando tres tigres a un tiempo, tratando de que el TTT estallara y, por supuesto, olvidado de que el dinero, como el tiempo, es fungible, que llamaron tres veces a la puerta. Como sé que el casero llama más veces que el cartero, dejé que mi mujer abriera. Eran tres los que tocaban. Un funcionario de la Gobernación española para decirme que me negaban la residencia (el pasado pesa tanto que es, a veces, el pesado), un telegrama, y, efectivamente, el casero, también conocido como Abominable Hombre de las Rentas. Mi mujer, luchando con este veti a pierna partida (como lector fiel de Pepita y Lorenzo, el casero había dejado su pie entre hoja y jamba para atascar la puerta), logró echarme el cable, que leí:
GILLERMO INFANTA
NECESITAR ESCRIBA OBRA MAESTRA SCRIPTS PUNTO VENIR ENSIGUIENDO PUNTO TICKETS COMPRADO AVIÓN PUNTO LOVE
JOE
¿Cómo dudarlo un momento? Salté por la ventana. Por el camino (vivíamos en un tercer piso) pensé: Anch’io sono Swinging-Londoner!
¿En qué condiciones volvería?
Si Lezama Lima fuera nombrado ministro del Interior.
No, aun así, lo pensaría dos veces y trataría de recordar qué crítica escribí (o dejé de escribir) sobre Enemigo rumor o La fijeza. Además de que está por medio la parodia del Poseso Penetrado por un Hacha Suave5.
«Es peligroso dejar el país de uno, pero es más peligroso volver a él, porque entonces tus compatriotas, si pueden, te clavarán un cuchillo en el corazón.» Esas sabias palabras son del Yei-Yei, de Jotajota, de James Joyce. Como en otras ocasiones, las hago mías: sólo le añado una sabiduría moderna. Donde JJ pone corazón yo podría decir espalda.
Además de que yo soy un verdadero exilado. Los otros escritores latinoamericanos que viven en Europa pueden regresar a sus países cuando quieren. De hecho lo hacen a menudo. Yo no puedo hacerlo. Aparte de que físicamente no duraría una semana en libertad. (O, en el mejor o peor de los casos, me convertiría, automáticamente, en una no-persona, en un paria político, en un leproso histórico: ya he padecido ese mal de Marx antes, cuando se prohibió P.M. y clausuraron Lunes.) Les queda, además, el recurso de enviarme a cosechar boniatos, llamados también palta o camote en otras tierras (labradas) de América Latina. O a cortar caña. O a recoger colillas en un paradero de ómnibus, castigo a que sometieron hace poco a un conocido teatrista militante (de la Revolución, pero también, ay, del Homosexualismo), aunque refractario a la agricultura como destino. Pero aunque pudiera regresar (suponiendo que venciera ese trámite único en América, privilegio que los cubanos disfrutamos con el socialismo: ¡la solicitud de permiso para regresar un ciudadano a su propio país!) sin represalias, queda el problema del vehículo y dónde tomar tierra. Más que un trompo necesito el tropo del tiempo. Cuba no existe ya para mí más que en el recuerdo o en los sueños, y las pesadillas. La otra Cuba (aun la del futuro, cualquiera que éste sea6) es, de veras, «un sueño que salió mal».
Colofón nunca querido
Sé el riesgo intelectual que corro con estas declaraciones inoportunas, ahora que el santo patrón (laico) de Cuba no es ni Marx ni Mao sino Marcuse. No me olvido de la teoría de ilustres laboratoristas del socialismo (del lógico lógicamente senil Norman the Mailer, sin desdorar a Juan Pablo apóstol —del próximo Milenio— y su camal Simona), que se empeñan en tomar a los cubanos como conejillos, inevitablemente, de Indias. Sé del riesgo Migratorio de quedarme sin pasaporte: Severo Sarduy, por ser infinitamente menos explícito, estuvo dos años sin documento alguno, hasta que no le quedó otro remedio que naturalizarse francés.
Sé de otros riesgos. Sé que acabo de apretar el timbre que hace funcionar la Extraordinaria y Eficaz Máquina de Fabricar Calumnias; conozco algunos de los que en el pasado sufrieron sus efectos: Trotsky, Gide, Koestler, Orwell, Silone, Richard Wright, Milozs y una enorme lista de nombres que, si se hacen cada vez menos importantes, puedo terminar on Valeri Tarsis: tan diferentes unos de otros, pero todos marcados por la misma impronta. Sé que dejar tu partido no es lo mismo que abandonar tu país —aunque tu país sea ahora un partido. Sé la respuesta al lema «con mi patria, cierta o errada» —que es la misma que dio Chesterton: «Eso es como decir, My mother, drunk or sober.» Pero sé también que el argumento que no sirvió para exculpar a los criminales de guerra nazis, sirve para excusar a los criminales de paz soviéticos— fueron fíeles a su causa.
Ninguna consecuencia de esa malsana sabiduría me preocupa. Me preocupa únicamente la suerte de mi familia dejada en Cuba, librada a cualquiera o a todas las represalias, desde el despido hasta el campo de trabajo forzado; camuflado, por supuesto, con siglas: UMAP, UVAP. Pero tenía que decir, que empezar a contar estas cosas algún día aunque perturbe la visión a mis amigos —algunos de ellos, de tanto cazar arcoiris en el horizonte político, han quedado incurablemente cegados por el espectro del rojo. Siento, de veras, tener que molestar sus sueños. No puedo hacer otra cosa. Diría estas verdades aun si todos mis amigos se llamaran Platón.
30 de julio de 1986
LA CONFUNDIDA LENGUA DEL POETA
Más que en esos «peores y mejores de los tiempos» con que Dickens representó la Revolución Francesa, vivimos donde «la confusión ha hecho su obra maestra», como presentó Shakespeare el momento en que Macbeth, adicto ya al poder y a la historia, asesinó al noble buen rey Duncan mientras dormía, y repartió por igual la culpa y el terror.
Cosas caen a pedazos: el eje no sostiene
Pura anarquía que anda suelta por el mundo...
Así describía Yeats la Revolución Rusa en su «Segundo Milenio», en 1921. Pero en 1968 todavía
La marea tinta en sagre se desata, y en todas partes La ceremonia de la inocencia se ve ahogada...
Hace tres semanas, en estas mismas páginas, no sólo la confusión creó otra obra maestra, sino que un ceremonial de inocentes naufragó en vituperios. El cubano Heberto Padilla, quizás el único poeta revolucionario de su país y por ello mismo un perseguido —entre otras muchas cosas por defender un libro mío y mi memoria en público, pero también porque «un gobierno no quiere escritores, sólo quiere amanuenses», como dice Soljenitsin— me atacó bestial, tal vez después de leer a Marx. Mi delito, haber revelado en el extranjero que le acosaban, rompiendo por primera vez la barrera del silencio, ese acuerdo de caballeros rojos y rosados con respecto a la injusticia creada (en Cuba) en nombre de la justicia. Creí devolver a Padilla el favor literario y humano y he aquí que he cometido un crimen sin nombre, una abyección (cf. Evtuchenko contra Sinvavski y Daniel: «Estoy de acuerdo con lo que se hizo con ellos... ¿Es que vamos a permitir lavar nuestra ropa sucia fuera de casa?»).
En Cuba, al poner en pie a Marx han parado de cabeza a Martí. Fue José Martí quien dijo de otra tiranía: «Presenciar un crimen en silencio, es cometerlo.» Ahora cometer un crimen (en Cuba) es decir que se lo presenció. Esta confusión tropical son los sueños de la razón que come el loto de la Historia. Malos son los tiempos en que la pesadilla se nos presenta como el único sueño posible, cuando nos imponen el caos como un Nuevo Orden. Entonces la política es una rama de la metafísica, la religión por otros medios, y el comunismo resulta uno de los avatares del mal.
No queda más escolio que la escatología. O tal vez leer ese texto como un libreto para el teatro de la crueldad política. A pesar mío, sin embargo, tengo que tomar literalmente la palabra escrita a Padilla, porque —él lo sabe mejor que nadie— quod scripsi, scripsi.
«Creo innecesario aclarar que escribo estas líneas con plena libertad», dice Padilla en La Habana un día de setiembre. Pero yo recibí esta carta fechada el 27 de ese mes: «He sabido que la Uneac, luego de haberte expulsado por traidor, “invitó” a Padilla a que te “respondiera”, y que él lo va a hacer en una forma bastante peligrosa para su salud.» No tanto, no tanto, corresponsal —a no ser que la plana en Primera Plana no sea la primera. Escribe un tal «E.R.G.» en Triunfo de Madrid, en noviembre: «Se asegura que Padilla se defendió en carta directa a Cabrera, impugnatoria de aquellas declaraciones, carta que no fue publicada.» (¿Dónde «no fue publicada»? El siglado español se cuida de aclararlo, pero no de mentir cuando dice que yo «deserté de la diplomacia cubana».) «Una nueva carta —aún no aparecida, pero que insertará seguramente índice— reitera su oposición teórica a Cabrera, aunque no renuncie a su amistad.» Tal vez otro índice de sacristía revele este misterio religioso. Si no es que antes Padilla se confiesa saboteador de autobuses o incendiario de cañaverales. ¿Por qué no? Después de todo, Bujarin era un filósofo y en los Procesos de Moscú «con plena libertad» confesó «haber envenenado todo el trigo de Ucrania».
Para los que duden de la posibilidad de una encamación del alma es(c)lava en el trópico, puedo citar una tirada de Haydée Santamaría de Hart7 directora de la Casa de las Américas y heroína de la Revolución, quien reveló este secreto de Estado totalitario al poeta Pablo A. Fernández y a mí, recién llegada de Rusia: «En la URSS no hubo ni un solo artista en la cárcel. ¡Nunca! Ningún creador fue jamás puesto preso. ¡Pero ni uno! La camarada Furtseva me explicó que los artistas abstractos y los escritores decadentes burgueses que fueron encarcelados, fue por ser agentes del nazismo.» Perdonen que me ría al transcribirlo. No es tanto que Yeyé Santamaría pronunciara Uhr en vez de URSS ni que en la misma conversación confesara que ella creía que Marx y Engels eran una sola persona («Ustedes saben, como Ortega y Gasset»), sino que recuerdo la mirada ladeada que cambiamos PAF y yo; imaginen a los Dos Ladrones oyendo decir a Cristo, «Señor, un poco más de flechas y de clavos, S. V. P.», y tendrán una remota idea de la incomodidad que produce en dos pecadores verse obligados a rodear para siempre una santa con una misión en la tierra.
Pero sé que puedo hacer chistes y parodias por el gusto de jugar con las palabras, mientras que Padilla usa las palabras porque es su vida la que está en juego. Cierto. No menos cierto que yo elegí este libre albedrío, mientras Padilla escoge la Historia y la esclavitud. Aunque puedo asegurarles a los lectores (no a Padilla: él bien lo sabe: «El socialismo es tristeza», solía decir, «pero abriga») que la libertad tiene más riegos que la servidumbre. Uno de sus peligros es saber que libertad de palabra puede significar esclavitud de imprenta. No lo digo por los gajes del oficio de hombre libre, que alejan del destino literario como la velocidad acerca el punto de llegada: en razón inversa. Digo la ausencia de una imprenta libre. Eso que Alejo Carpentier expresó con esprit (y acento) francés: «¿Asilarme en Francia? ¡Idiota! ¡Como si yo no supiegra que el escritor que se pelea con la izquierda está perdido!»
El Teorema de Alejo fue resuelto días atrás por mi editor catalán. Carlos Barral leyó mi entrevista para escribirme una carta que quiere ser insultante y es solamente torpe. Más que torpe, ebria de celo revolucionario. Este jefe (de empresa) que ha decidido defender el comunismo en la Muy Fiel Isla de Cuba hasta la última peseta ajena y hasta el último cubano, descubría que mi inglés es «de inmigrante» (no lo será así que pasen cinco años: será entonces inglés «de naturalizado») en el mismo párrafo que escribía Tópica en vez de Topekal Ésta es la última carta que me escribirá Barral, como Tres tristes tigres fue mi primer y último libro para (Seix-) Barral, el sentimiento de asco es mutuo. Pero quiero tocar esa viscosidad ahora para citar el final que es una coda: «Comunico esta carta... a la Casa de las Américas, a los que seguramente extrañaría mi silencio.» Una vez más tiene razón Orwell: «No hay que vivir en un país totalitario para dejarse corromper por el totalitarismo.»
Dice Padilla de mí: «Asumiendo el papel de todo contrarrevolucionario que intenta crearle una situación difícil al que no ha tomado su mismo camino...» No sólo el «papel de todo contrarrevolucionario», también de todo «revolucionario» en otra ruta, ya que fue Lisandro Otero quien acusó a Padilla de contrarrevolucionario disfrazado (Le Monde, noviembre 5) que trata de «suscitar en nuestra patria problemas checoslovacos... (y) quiere poner en contradicción al escritor y al poder revolucionario». Otero, versión posible ahora de Zhdanov en Cuba, solicita luego con voz de fiscal: «Hay que actuar contra estos elementos.» ¿No será que la palabra contrarrevolución se usa en Cuba como decía Jarry que usaban los filósofos la metafísica: para hacer invencible lo invisible? (¿O será tal vez para hacer vencible lo visible?) ¿Pero quién fue el «contrarrevolucionario» (según Padilla) que puso en dificultades a un «contrarrevolucionario» (según Otero) creándole una «situación difícil»?
Las «dificultades de Padilla» no comenzaron con (por culpa de) mi entrevista (Primera Plana, 16 de agosto de 1968) ni mucho menos. Pensar que es así sería admitir la vanidad de creer que un «cúmulo de falsedades» (como ha decidido la izquierda llamar a mis declaraciones, demostrando que la derecha es la única capaz de decir la verdad hoy) haya podido por sí solo colocar a una «avanzada del progreso» en lo que el columnista de Triunfo llama «una crisis grave». Tampoco empezaron estas dificultades por la polémica acerca del ingreso de mi novela TTT en el Index castrista, dirimida por Padilla un año atrás con Lisandro Otelo, quien con su rampante ortodoxia actual trata inútilmente de borrar su pasada asociación con la alta burguesía cubana. Ni siquiera comenzaron a perseguir a Padilla cuando publicó un poema en la misma antología de Ruedo Ibérico en que Retamar se declara «hombre de transición» para emoción de «A.R.G.» y el poshlost comunista y carcajada de todo el que conoce a Retamar, hombre de transacción si los hay. Este poema de Padilla se llama «En tiempos difíciles» y allí alguien (la voz de la conciencia revolucionaria, el Partido, Fidel Castro o lo que sea) le pide que se entregue todo él, y cuando el poeta lo ha dado todo-todo, anatómicamente hablando TODO: «Le explicaron después que toda esta donación sería inútil sin entregar la lengua.»
Esta temeridad (que en un país no totalitario sería retórica de poema de Blas de Otero o Nicanor Parra, pero cercana al suicidio en Cuba) la cometió Padilla en un número-homenaje a Darío de la revista Casa (mayo 67), para el que se requisaron poemas. Como con las críticas encargadas por el Caimán sobre la novela del comisario Otero, Padilla «no se ajustó a lo pedido» con su poema, y aunque Retamar intentó pers(uad/egu)irlo, él insistió en la publicación. Pero los peligros de Padilla no se iniciaron entonces. Como los males crónicos, solamente se agravaron.
Fue el mismo mal que contrajo (Padilla y todo intelectual verdadero) cuando se hizo juicio privado (primero el veredicto, después la sentencia, luego la vista del juicio: en la Biblioteca Nacional, en 1961, con F. Castro de juez/fiscal/jurado) al corto P.M., de Sabá Cabrera, inocente ensayo de free cinema realizado en un país que comenzaba a demostrar que el mero adjetivo libre induce en los totalitarios la necesidad biológica de cometer crímenes contra su nombre en su nombre: Liberté, combien de crimes... A partir de ahí, de las deleznables Palabras a los Intelectuales (pronunciadas después de arrojar Castro su habitual pistola sobre la mesa, en gesto de gángster en pourparler: obsceno pero en carácter) como colofón, se prohibió P.M., se creó la atroz Unión de Escritores, se clausuró Lunes de Revolución, se hicieron sistemáticas las persecuciones a escritores y artistas por supuestas perversiones éticas (vg. por pederastia: presos Virgilio Piñera, José Triana, José Mario, destruido el grupo El Puente, Raúl Martínez echado de las escuelas de arte junto con decenas de alumnos ejemplares, allí y en las universidades, Arrufat destituido como director de la revista Casa, etc., etc.) cuando en realidad se les castigaba por desviaciones estéticas (i. e, Sabá Cabrera, Hugo Consuegra, Calvert Casey, GCI, exilados; Walterio Carbonell, sociólogo y viejo marxista de raza negra, primero expulsado de la UNEAC por decir que en Cuba no había libertad de expresión y ahora condenado a dos años de trabajos forzados... por organizar una rama cubana del Poder Negro\ Luis Agüero, uno de los mejores escritores jóvenes, condenado junto con miles de cubanos anónimos a trabajar en ese Cordón de La Habana —que tanto emociona a los poetas compañeros-de-viaje y a los turistas del socialismo— por el crimen sin nombre de solicitar la salida del paraíso obrero, etc.), y la Revolución Cubana, como todas las revoluciones traicionadas, convirtió la esperanza en espera —y la física en metafísica y la ideología en escatología medieval o en la otra escatología.
Es curioso que Padilla en su carta no admita lo que hasta un viejo comunista profesional proclama. Saverio Tutino, antes corresponsal de L’Unità, escribe en Le Monde hablando de las angustias de Padilla —y de Antón Arrufat, ni siquiera mencionado en mi entrevista— excomulgado por la Iglesia ortodoxa cubana: «... la revelación de (estas) divergencias marca el fin de la tregua de diez años entre la Revolución y el mundo artístico...». Curiosa y más-que-curiosa esta coartada por el reo Padilla a sus inquisidores («[yo estaría] de parte... del más torpe de los procedimientos» contra GCI), cuando aún L’Express (24/Nov./68) llama a este fenómeno que hace llorar emocionado al poshlost y al Walshlost, «un stalinismo con sol».
«La revolución no es un lecho de rosas», declama el poeta. Claro que no, es un lecho de Procusto, capaz de cortar hasta la lengua entregada si «no se ajusta a lo pedido». Después de escribir en setiembre la carta-encargo de la UNEAC, después de atacarme amedrentado el cimarrón político por los ladridos de la jauría, por decir yo que él era perseguido, después de hacer confesión (escrita) y contrición (publicada) el pecador Padilla está más lejos que nunca de las puertas del cielo del creyente. Verde Olivo, semanario del Ejército cubano, lo acusa de «múltiples delitos» —entre los que esta haber malversado divisas del Estado socialista.
Pero todavía hay más. Padilla ganó hace poco el concurso de poesía de la UNEAC —que comportaba un viaje al extranjero. Este organismo estatal intentó recha/ar (y por tanto influir en) el veredicto del jurado internacional. Cuando lo aceptó finalmente fue publicando este repudio previo: «... por entender que ideológicamente se manifiesta fuera de los principios de la Revolución Cubana, se acordó... expresar su absoluta inconformidad con esta obra». Añadiendo además: «Este acuerdo se hace extensivo a “Los siete contra Tebas”, de Antón Arrufat.» Ahora, después de entregar Padilla no sólo la lengua sino la dignidad y el pudor del poeta, la Uneac (¿por qué sonará ese nombre a graznido de urraca?) publica su libro de poemas, Fuera de juego, convenientemente prologado. He aquí algunas de esas margaritas no para, sino de cerdos:
Padilla tiene la vieja concepción burguesa de la sociedad comunista (y) trata de justificar —(con) ficción y enmascaramiento— su notorio ausentismo de su patria en los momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo y su inexistente militancia personal: convierte la dialéctica de la lucha de clases en la lucha de sexos (sic,), sugiere persecuciones y climas represivos, identifica lo revolucionario con la ineficencia y la torpeza; se conmueve con los contrarrevolucionarios y con los que son fusilados por sus crímenes contra el pueblo y sugiere complejas emboscadas contra sí que no pueden ser índice más que de un arrogante delirio de grandeza o de un profundo resentimiento...»
Y no le llaman paranoico (y lo internan en un manicomio, al uso ruso) porque un estado-policía es la mejor cura contra la paranoia: no hay manía de persecución posible allí donde la persecución es manía.
En aquellos golpes (de pecho) que no abolieron el azote oficial, Heberto Padilla, al hacer donación de su lengua, sugiere que en otro setiembre ardiente («en 1965, cuando regresó a Cuba») yo también rendí lo que Quevedo llamaba «la sin hueso» al Creador. No hay que insinuarlo cuando yo lo admito. Sí, doné mi lengua en Cuba entonces y hubiera dado otras partes blandas de mi cuerpo (una oreja renuentemente vangoghiana, por ejemplo, y la otra), lo hubiera dado todo —hasta la vida— con tal de escapar de ese paraíso con culpa ad hoc (cf. Che Guevara citado por Verde Olivo, o el mostruo alabando a Frankenstein: «... la culpabilidad de... nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original: no son auténticamente revolucionarios... Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original...», o que se preparen) y librarme de esa Urhdalia, de ese Juicio de Marx. Entonces recomendé a mis amigos que camuflaran sus pecas históricas con disculpas cosméticas y maquillaje de contrición —pero siguieran cuanto antes el sabio consejo de Francesco Guicciardini, contemporáneo y amigo de Maquiavelo, dado hace 500 años: «Ninguna regla es útil par vivir bajo un tirano sanguinario y bestial, excepto quizás una, la misma que en tiempos de la peste: huye tan lejos como puedas.»
Mi crimen, lector incauto, candidato, no fue crear o apoyar o encubrir sino denunciar la infamia, revelar quién comió el loto de los intelectuales, advertir que la roja manzana está emponzoñada, levantar la cabeza y ver desnudo al déspota que nos describen como un buen rey vestido de luces de promisión. Si esta desvelación equivale a un acto contrarrevolucionario, a herejía, a traición o lo que sea, me es igual. Hace rato que yo asumí esa culpa. Quiero, sí, decir que considero a Heberto Padilla infinitamente menos cómplice que a todos esos huéspedes políticos con equipaje de excusas, que pasan sus vacaciones en el triste trópico y cuando no describen una sociedad de miserias como el País de Cocaña (de azúcar), regresan imitando a la trinidad simia: nada vieron, nada oyeron, nada dicen, porque
«Grande es la verdad, pero todavía mayor, desde un punto de vista práctico, es el silencio de la verdad.» Aldous Huxley, Un mundo feliz.
14 de enero de 1969
CARTA A TOMÁS ELOY MARTÍNEZ DE PRIMERA PLANA
Londres, 23 de setiembre de 1968
Mi querido Tomás Eloy, ahora se ha ido el segundo cartero, después que el primero llamó tres veces para desmentir a mi casi tocayo y antiguo artífice, James M. Sucede que hay que llamar más de tres veces para despertarme a la 8:15 G.M.T. Regresó otro (o el mismo repetido) a las once con tu carta toda abultada y cargada de misterio, que no era mas que el misterio de cuando la información regresa transformada por el medio: las pruebas de galera son el mensaje, diría McMamalujo.
He leído tus cartas, las he releído, me he re-releído (esa odiosa «lectura de escritor», como decía Faulkner, que tú debes conocer muy bien con su gusto a brea, a pez rubia en la glotis) y, mi querido Tomás, he llegado a la rápida, pero no por ello menos meditada, decisión de que es mejor no publicar mi carta respuesta a las cartas en respuestas a las respuestas mías a tu cuestionario. Como tú bien sabes (o debías saber, después de conversar conmigo) yo no tenía más remedio que contestar a tus preguntas como lo hice. Es decir, voluntariamente he renunciado a cualquier esquema político para conducir mi vida. Es decir, lo que opino en privado estoy dispuesto a sostenerlo en público, dondequiera, al revés de muchos de mis colegas. Es decir, que padecí durante demasiado tiempo esa condición a que están sujetos todos (y digo, todos) los escritores cubanos, aun muchos de los que residen en el extranjero, que opinan pestes de la Revolución y de Fidel Castro (créeme y te puedo jurar por los restos de mi madre o si crees que esto es demasiado melodrático, argentino, te puedo jurar por la seguridad de mis hijas y si crees que este juramento es demasiado fácil, te puedo dar mi palabra de honor que esas líneas que pongo en boca de Nicolás Guillén son una cita verbatim de lo que Nicolás me dijo un día de agosto o setiembre en el patio de la UNEAC, junto con otras más íntimas que no quiero repetir) en privado y en público aparecen apoyando la Revolución, sin beneficio aparente pero sabiendo que las consecuencias de ser consecuentes son siempre onerosas. No todo el mundo escribe Mein Kampf para después seguirlo ad pedem literae. (Si esto, por vuelcos de la memoria, te parece nazismo, te ruego que mires mis fotos a color para ver mi color y luego anunciarte que mi abuelo materno se llamaba Infante Espinosa mientras mi bisabuela materna se llamaba Caridad Espinosa y su marido fue un militar español llamado Sebastián Castro Sidonia natural de Almería: ¡es imposible con estas mezclas de huanche —mi padre, Cabrera, nació en Canarias— negro, indio, y sefardí querer hacer la apología de las ideologías arias!)
Tu poda ha sido maestra, pero aparezco como un simple refutador de Walsh —victoria que aun Pirro habría considerado onerosa: ¿quién quiere aplastar a un periodista tan informado que cree que se habla inglés en Bélgica? (Por cierto, hay un dato que había olvidado, pero que me fue recordado por Juan Arcocha, por teléfono, desde París: ya en la primera mitad de 1959, en una fiesta que dio Pablo Armando Fernández en su apartamento del Retiro Médico, diez pisos por encima del mío, Rodolfo Walsh tuvo una discusión con Juan porque sostenía que, ¡lo que había en Cuba era fascismo! Mira a qué han conducido los nuevos vientos políticos a este weathercock: weathercock es la manera poética que tienen los ingleses de llamar a la veleta.) Pero, francamente, no puedo aceptarla. ¿De qué valen estas refutaciones si se ha perdido todo el humor? Así la cita de Carroll, a la que yo daba carta de máxima actualidad después de haberla utilizado en mi respuesta como un elemento aparentemente decorativo, ha desaparecido en tus galeras y con ella casi todo el swing and soul de una argumentación en que, de pronto, me vi arrastrado por la vulgaridad de mis contendientes. Algo así como si Jigoro Kano, el legendario fundador de la escuela Kodokan de Judo, condescendiera a batirse con Willie Pep, uno de los boxeadores más sucios de los anales del ring. Déjame decirte que en el momento que envié el primer cable —ese que decía VIÑAS COMIO CARNADA, etc.— hasta que regresé de Correos, de pasarte el cable autorizando tus cambios, mi decisión no hizo más que aumentar en sentido negativo. ¿A qué combatir tan vigorosos agentes del Bien? ¿Por qué perder mi tiempo cuando yo también, como Marcel Duchamp, nací para el ocio? ¿Qué me importa toda esta gente que si son honrados un día se horrorizarán de haber endosado tanta vieja podredumbre que se presenta como el Único Nuevo Orden, y si no lo son no valen la pena? Déjame decirte que una de las razones de mi descontento otoñal con esas líneas escritas en pleno verano es que podaste toda referencia inicial al poshlost y a sus variantes pamperas, que daban a mi respuesta una cierta lejanía que quiero creer elegante. Otra es aparecer en octubre contestando injurias de agosto, como si me hubiera dedicado todo este tiempo a pensar cómo enfrentar tan formidables contrincantes, cuando tú y Primera Plana saben que la respuesta fue inmediata a la lectura de la carta de Walsh publicada por ustedes. Por otra parte, muchos de mis argumentos descansaban en las notas. en las que presentaba testimonios de aludidos como affidavits de mis aseveraciones, a. g. el poema de Padilla, las referencias a las siglas (¡el siglo de las siglas!) hecha por Pacheco. En fin, en fin.
No sabía que habías enviado la Primera Plana a La Habana, si sabía que la habían recibido, porque tengo cartas de gentes que la leyó (entre ellas dos de funcionarios de Cultura cuyos nombres me reservo) en que me acusan en una de haber dicho falsedades y en otra —recibida por intermedio de viajeros a Madrid— en que me reprochan no haber dicho una centésima parte de lo que en realidad ocurre en Cuba: «Tú también Caín, has perdido la perspectiva y comentas cosas frívolas cuando hay tanta tragedia por conocer todavía.» Ya, también, han comenzado las represalias, indirectas y directas. A la madre de mis hijas, Marta Calvo, funcionaría de la Casa de las Américas, le hacen la vida imposible. Mi padre tendrá que regresar al pueblo natal por los comentarios que lo persiguen día y noche. Tengo aquí una comunicación de la UNEAC, publicada en el diario Granma, en que se me declara (junto a la pianista Ivette Hernández, que se asiló en España: coyunda típica en que se me hace yunta con una música apolítica ex profeso) «expulsado de la Unión de Escritores por traidor a la causa revolucionaría».
Cosa que, después de todo, no deja de resultar cómico, si no fuera porque resulta una tragedia para mi familia. Digo cómico porque en esa UNEAC se han dicho toda clase de pestes de mí y después de las persecuciones oficiales yo debía estar fuera de ella hace mucho tiempo, o al menos eso creía. Pero es que el comunismo es no sólo una caja de Pandora, sino también de ¡sorpresas!
Deduje que querías balancear mi declaración con ciertas concesiones a Cuba y a sus adláteres argentinos cuando vi la publicación seguida y sucesiva de textos canónicos o aprobados o premiados por la Kultura Kubana —vg. Cisneros, Barnet, Celestino antes del. Lo entiendo. He trabajado en revistas y en periódicos en Cuba, bajo el capitalismo y en el socialismo, mucho tiempo para no comprender las razones de Estado del Cuarto Poder. Sé que publicar es siempre hacer política por otro medio. Nada de esto me impide, ni me impedirá seguir siendo tu amigo, en primer lugar, y amigo de Primera Plana y aun su colaborador. Inclusive comprendo las razones que te llevan a simpatizar con la realidad cubana, a estar de acuerdo con ella, pero las entiendo menos después de Checoslovaquia. No creo que la vida en Cuba sea mejor que en Polonia o en Rusia, porque sé que la URSS está, como Inglaterra, como USA, como Japón, como Alemania bajo Hitler, cumpliendo, con todas las reservas habidas y las diferencias posibles, llenando su destino de gran potencia. Como lo harán China y la India y Australia en el futuro cercano y tal vez un día, Brasil, México y la Argentina, o Sudáfrica y Francia ahora. Las grandes naciones serán siempre grandes no sólo por la historia, mucho más por la geografía. En Polonia, a pesar de los esfuerzos canallescos de Gomulka, no hay un Stalin. En todos los países socialistas (incluida Albania) hay una legalidad que existe por lo menos en el papel. Tú no sabes, Tomás, lo que es vivir en un país sin constitución, sin derechos individuales, donde el enorme aparato represivo (mis estadísticas, también suprimidas, no están, créeme, inventadas) está al servicio no de una idea o de un régimen, sino de la biología de UN SOLO individuo. Esto es, mientras más lo pienso y a pesar de la moda izquierdizante, a pesar de que los anarquistas llevan botones de Mao en la solapa, a pesar de que los flower children se han convertido en agentes disolventes, esta situación cubana, este Cuban Thing que tan alegremente canta Gelber8, es una monstruosidad histórica. Fíjate que no te hablo de Tropicana ni del Capri, sitios que, de veras, nunca figuraron en mi mapa habitual, sino como lugares en que podía habitar el arte de la música, hábitat de los monstruos de la creación popular, que también se llamaban tugurios como el Chori o bajofondo como los muelles o un pobre músico callejero dando una serenata. No fui a Tropicana (y no me excuso sino te explico) hasta 1955, el Capri fue levantado en 1958, y viví en La Habana desde 1941. Igualmente podría haber hablado (y hablaré en Cuerpos Divinos,) del teatro Shanghai, del Zombie Club, las fiestas de ñáñigos, del carnaval habanero y sus comparsas, de toda la vida que el prusianismo ha erradicado de Cuba. No veo por qué haya que cantarle a la vida espartana, cuando uno sabe que el sibaritismo no es una vida menos decadente que la helenística o la victoriana, cuando uno sabe, a ciencia cierta, que toda ideología es, en último término, reaccionaria. Esto se aplica no sólo a las enseñanzas de Cristo en el momento en que creó discípulos como Pedro y apóstoles como Pablo, sino también a Marx cuando convenció a Engels para que se hiciera su Saulo en Tarso. Aclarada, o creo que aclarada, mi posición con respecto a Cuba, a mis declaraciones, a las cartas-respuesta y las respuestas.
POLÉMICA CON UN MUERTO
Rodolfo Walsh fue uno de los desaparecidos de Argentina. Lo que es de lamentar. Habría debido vivir para ver su paraíso lejos del paraíso, Cuba, completar su vocación de infierno. Mientras el mundo comunista, que creía eterno, se desmoronaba, como el muro de Berlín, cada día. Ahora hasta la Unión Soviética ha alcanzado su destino utópico: no está, como toda utopía, en ninguna parte.
Walsh me reprochaba que dijera que la historia había muerto en Cuba porque era falso. Todo lo contrario: no sólo ha muerto sino que no murió de muerte natural, como la historia antigua. La historia de Cuba murió porque la mató Fidel Castro con su pistola eterna en su uniforme de militar de perenne verde olivo. Hubo en 1959 una canción de breve moda y duradera receta. «Se acabó la diversión —decía con exacta precisión y seguía—: Llegó el Comandante y mandó a parar.» Pero aquí el compositor se equivocó de verbo. Debió decir: «Llegó el Comandante y mandó a matar.» Pocas veces en la tradición de tiranos militares, que va desde Rosas en Argentina a Trujillo en la República Dominicana, ha habido hombre más lobo del hombre, y de la mujer.
Mi carta a Walsh no fue nunca publicada en Primera Plana aduciendo escasez de espacio. La reprocuzco ahora porque mi respuesta muestra no lo acertado que estaba yo, sino lo errados que estaban estos revolucionarios amateurs que cavaron, como quería Saint-Just, su propia tumba, y de paso las de miles de sus compatriotas al sacar de su jaula a la bestia de derechas pero también de izquierdas. Walsh se suicidó con su acto político, pero si el suicidio es, después de todo, un asunto privado, no lo es la incitación a la masacre.
Otro patriota de entonces que ya no son los mismos fue David Viñas, que no cavó su tumba, como Walsh, sino la de su hija, para después refugiarse, ¡quién lo diría!, en el paraíso capitalista.
O al menos en uno de sus jardines de Academia como profesor invitado a una Universidad americana. Las lindezas que me dedicó Viñas por decir que Fidel Castro era un emperador en cueros, escritas junto con su hermano y otros colegas de la revista Problemas del Tercer Mundo (que era una ficción argentina, algo así como el «Tlön, Ukbar Orbis Tertius» de Borges reducido a «Orbis Tertius»), formaron parte de una campaña fiera con sede en Buenos Aires, que demostraba que un comunista es un animal que después de leer a Marx ataca al hombre. Pero, ¿dónde están hoy mis queridos enemigos? Tengo que confesar que fueron, en 1968, para mí, como una diversión.
INVITATION TO WALSH
«Del tirano di todo, di más.»
JOSÉ MARTÍ
Está visto que el comunismo no admite drop-outs. Ni en Europa Oriental, ni en Cuba, ni tampoco en Argentina, según se ve por los ataques personales que me hace Rodolfo Walsh en su carta a Primera Plana.
Parece que mi descripción (parca y eufemística, créanme) acerca de the way it was en Cuba en el verano de 1965, se va a convertir en lo que me temía: una polémica más larga que el número de días de gobierno arbitrario y unipersonal de Phidel Kastro.
Nunca imaginé a Rodolfo Walsh como Platón. Como nunca pensé que la Extraordinaria y Eficaz Máquina de Fabricar Calumnias echara a andar en Buenos Aires con un solo tornillo. Que R. Walsh (no confundirlo con el director del film Su último refugio, High Sierra, R. Walsh), con tan pocos elementos, urda tal patraña para cumplir con su cuota, demuestra que es un fellow-traveller agradecido, y previsor. Una suerte de cigarra de mentiras que es a la vez su propia hormiga almacenando méritos. No sólo paga ahora con tanta dificultad la invitación que le hicieron al dulce enero del Caribe (un solo verano de falacidad) como turista del socialismo (pasajes pagados con las escasas divisas, estancia gratis en el Habana Libre ci-devant Hilton, excursiones a Varadero, denominada Playa del Pueblo —no olviden que el Volksw agen era el Auto del Pueblo de Hitler— ahora, pero siempre cálida y azul y tropicalmente acogedora, y el disfrute del caté con leche, el steak y la fruta prohibidos a la mayoría de los adultos que viven en ese paraíso teórico). Esos hombres y mujeres que no tienen la suerte de regresar más tarde como invitados de honor Los Elegidos (the Happy Phew), para visitar el país que dejaron cuando la «cosa se pone muy difícil, ¡che!» como se lamentaba este mismo Walsh, cada vez más apocado y encogido en su último refugio en forma de oficina en Prensa Latina, justamente aterrado por el embate creciente de los extremistas en esa época que vivió en Cuba, cuando Fidel Castro gobernaba con el pseudónimo de Aníbal Escalante. Esos seres humanos, al estar condenados a ser cubanos, pacientes conejillos de Indias para el doctor Cyclops, no pueden disfrutar del jardín de las delicias con la fácil felicidad que muestran las estadísticas inconclusas compuestas por Walsh, a la par que se asegura otra invitación al vals del futuro. Así no tendrá que pagar catorce (14) dólares equivalentes por un bisté y 2 (dos) dólares por una cerveza, si quiere ver desde su barrera de sol cómo van los experimentos in anima vilis y qué tal se portan los sujetos de experimentación, cuán alegre o melodiosa es su gracia bajo presión.
Aunque detesto toda diversión política, aun las polémicas, voy a tratar de aclarar (a Walsh) y eliminar (al lector argentino) algunas confusiones, más por espíritu de geometría que de contradicción.
No tengo a mi alcance el número de Lunes a que alude Walsh porque se quedó junto con mi biblioteca paciente, penosamente formada durante años, en ese pasado mío que pertenece a Brick Bradford. Pero estoy seguro que la frase de Saint-Just (hyphenated, s.v.p.) si apareció en Lunes, jamás estuvo en ese contexto en que se me describe como un agitador entre bastidores, sugiriendo pogroms en susurros a la peluda oreja oportunista de Osvaldo Dorticós9. En cuanto a la sabiduría de Saint-Just (hyphenated, s.v.p.) puedo decir que hoy yo sé más que Saint-Just. Un revolucionario siempre cava tumbas. De hecho, no hace más que cavar tumbas, la mayor parte de las veces, tumbas ajenas como bien prueban Stalin, Mao y Fidel Castro.
Las conjeturas acerca de mi viaje a Bruselas en octubre de 1962 se disipan en seguida que se sabe (como sabe o debía saber Walsh) que el «hermoso semanario que se llamaba Lunes» fue suprimido exactamente un años atrás, en 1961, cuando su director, sus redactores y colaboradores y decenas de intelectuales cubanos firmaron un manifiesto protestando del secuestro por el ICAIC de P.M., un inocente ensayo de free-cinema hecho en un país que comenzaba a demostrar que aun el adjetivo libre induce en los totalitarios la necesidad de cometer crímenes contra su nombre en su nombre, «Liberté, combiens de crimes». El manifiesto nunca se publicó porque el Gobierno (con esa habilidad que demuestra que el libro de cabecera de Fidel Castro no está escrito ni por Marx ni por Martí ni por Marcuse sino por Maquiavelo) pospuso el Primer Congreso de Escritores Cubanos y en su lugar convocó tres reuniones (una cada viernes) consecutivas y secretas (aunque Alfredo Guevara, director del ICAIC —Instituto del Arte e Industrias Cinematográficos—, hacía grabar cada intervención, que luego hacía oír a Aníbal Escalante en el sancta sanctorum de la sede de las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) y al comandante Ramiro Valdés en su penetralia del Minint (Ministerio del Interior) y mientras nosotros, incautos, hablamos de literatura y libertad y libertad en la literatura (nuestras respectivas fichas policiales crecían, enriquecidas por las diversas coloraturas) en la Biblioteca Nacional, durante las cuales se acusó a Lunes, a sus editores y a su redacción de todos los crímenes posibles: contra el hombre, contra el estado, contra el partido, contra natura y aun contra la tipografía: a Fidel Castro entonces, como a Walsh ahora, le molestaban nuestras Rs invertidas.
Cuando desapareció Lunes, este cosmopolita habanero estuvo ocho meses sin trabajo (igual que Padilla ahora) viviendo de su mujer que era actriz de teatro y televisión. El Gobierno Revolucionario literalmente no sabía qué hacer con mi caso, entre otras cosas porque mi apartamento del Retiro Médico era centro de reunión de intelectuales cada vez más numerosos, cada vez más descontentos, cada vez más atrevidos. Fue por esta razón que me ofrecieron ese oscuro cargo de segundo secretario en una embajada de segunda, que nadie deseaba, ni siquiera yo. Fue por esta misma razón que me tendieron el puente (aéreo) de plata de la salida de Cuba la segunda y definitiva vez, ya que la casa de mis padres se llenaba cada noche de intelectuales y artistas ya no descontentos o desalentados sino perseguidos, unos por homosexuales, otros por heterodoxos, todos por desobedientes, que la desobediencia es el único crimen que no perdona la Nueva Iglesia Ortodoxa. Algunos de estos amigos, en su desesperación y arrastrados por la estela militante dejada por Allen Ginsberg antes deque lo deportaran de Cuba, querían llegar a redactar manifiestos (ahora la pederastía y el tribadismo eran crímenes políticos idénticos al abstraccionismo: los invertidos culpables como las Rs) y destilar trente a Palacio con pancartas: «Homosexuales de todo los países, unios! ¡No tenéis nada que perder salvo vuestro sexo!»
En mi primer exilio con beneplácito oficial, fue la otrora todopoderosa Furtseva de Cuba, Edith García-Buchaca (directora del Consejo Nacional de Cultura, entonces, hoy en la cárcel, acusada de «agente del Imperialismo») quien reveló las verdaderas intenciones tras el nombramiento diplomático. En mi segundo y final exilio, fue el comandante Manuel Piñeiro (mejor conocido por su apodo de pirata: Barbarroja), jefe del SerInt-ConInt (Servicio de Inteligencia y Contra-Inteligencia), quien destapó el motivo escondido. Ambos dijeron la misma frase: «¡Déjenlo salir, a ver si se asila!»
Quiero creer que Walsh no sabe nada de esto, aunque sé que sabe de lo que dice, que ignora menos de lo que pretende. Algunas tonterías que añade para dar sabor local a sus argumentos no quiero siquiera tener que leerlas de nuevo, mucho menos discutirlas. Llamarme Escritor Sagrado, con mayúsculas, quiere ser un insulto y no es más que un invento municipal. De ser cierto, yo no estaría en el exilio, sino aspirando al premio Nobel desde La Habana, apoyado por un Gobierno y un Estado. Escritores sagrados serían así Nicolás Guillén o Alejo Carpentier. Cosas como afirmar que vine a Europa porque me gustaban los «vinos franceses» no es siquiera ingenioso. Cualquiera que, como Walsh, haya vivido en Cuba sabe que los cubanos no tomamos vino, no por morigeración sino impedidos por el clima. Los pocos (o los muchos: ni siquiera sé la cantidad) vinos que quedaban en Cuba se los tomaban los visitantes extranjeros. Todos esos escritores que se acercaron tímidamente a la Revolución Cubana un día por motivos morales y que han terminado en una militancia a ultranza que todo lo justifica con expediencia de estadistas, con oportunismos políticos y con argumentos dignos de un cacique de barrio: todos ellos —extraña coincidencia— son extranjeros que se convirtieron en expertos cubanos (de la noche negra de la reacción a la radiante mañana del progreso) en una o dos visitas de turistas ávidos al balneario cubano, bautizándose conversos en tibios baños de Marx. Las islas cubanas, llenas de sol, de ron, de música, mujeres —algunos (pacatos) llevan a sus esposas, otros (nepotistas) hacen invitar a toda la familia— y playas, tienen un doble encanto social y sensual. Y si las costas de Sicilia, Córcega o Cerdeña conforman el Club Mediterranée para el capitalismo veraniego, en las arenas exquisitas de Varadero, en las radas lúcidas de Isla de Pinos y en los cayos floridos de los Jardines y Jardincillo de la Reina ¡ya tiene el socialismo veraneante su Caribbean Club!
Cuando me fui de Cuba para Bélgica (si Walsh supiera decir verdad habría dicho en vez de «La Europa que él amaba», el Nueva York que amé) abandoné mi apartamento en un rascacielos de lujo frente al océano y mi auto descapotable (que Walsh conocía bien: comprado en el verano de 1958, cuando yo era un periodista con demasiado éxito, en la Prensa y en la Televisión) que dejé rodando con miles de automóviles como éste, mejor que éste, por un tranvía belga y un cuarto en la inhóspita Avenue Brugmann, ya que el sueldo que ganaba (en dólares, sí: como el de todos los diplomáticos cubanos: pagados por el Narodny Bank de Moscú: el mismo Banco que paga los premios de la Casa de las Américas a extranjeros) no alcanzaba para vivir mi mujer, mi hija y yo en Bruselas, una ciudad más cara que París, y durante dos años no tuve otra ropa que los dos trajes de lana china que me hice en Cuba y un viejo abrigo inglés, prestado por un amigo de La Habana, a quien su padre rico se lo compró en Londres. (Por favor, no quiero aparecer como un modelo de virtudes cuando más bien soy un dechado de defectos, pero si alguien como Walsh pretende hacer mi biografía, prefiero que sea al menos con datos comprobables.)
Curiosomás y máscurioso, diría Alicia: ¡ir a perfeccionar el inglés a Bruselas\ Por si Walsh olvidó la geografía viva mientras trataba de resucitar el cadáver de la historia socialista, puedo darle la noticia de último minuto de que el inglés se habla, en Europa, sólo en Inglaterra. ¿No querría decir él perfeccionar el francés? ¿O se refería tal vez al flamenco, que no es, por supuesto, solamente un género de canto y baile gitano, sino el idioma de los belgas de Flandes?
En cuanto a las veladas referencias a que no estuve en la Sierra (yo podría, a mi vez, preguntar a Walsh, siguiendo su método, por qué no murió con su antiguo jefe, Massetti, en una guerrilla argentina), éste es un antecedente que tiene ya poca importancia en Cuba, donde hay viejos batistianos de diplomáticos (como el actual embajador cubano en Bulgaria, que era cadete de la Academia Naval de Batista cl primero de enero de 1959), y combatientes del Moncada, heridos en la acción, presos y exilados por Batista, con hermanos muertos en el desembarco del Granma, con toda su familia desterrada del pueblo natal por el ejército batistiano, como es el caso de Gustavo Arcos, ex embajador de la Revolución en Bruselas, donde estuvo junto conmigo de 1962 a 1965, y quien desde enero de 1966 se pudre literalmente (Arcos tiene una pierna mutilada a resultas de un tiro de fusil en la columna vertebral recibido en el asalto al Moncada) en una prisión castrista (primero fue La Cabana, luego Isla de Pinos, ahora que ésta se ha disfrazado de paraíso artificial mientras la vecina isla grande es toda ella una enorme Cayena, enviado a un campo de concentración en Guanacahabibes, en el extremo más occidental de Cuba), sin haberle celebrado jamás juicio, sin siquiera formarle causa porque no aparece su delito.
«¡Primero la sentencia, después el veredicto!», gritó la Reina.
LEWIS CARROLL en Alicia en el país de las maravillas
Puedo seguir el argumento recordándole a Walsh que ese pasado Incompleto (lo que él llama «la llaga»), como acostumbraba a decir Arturo de Córdova: «¡No tiene la menor importancia!» El presidente Dorticós, nombrado vitalicio por el Único elector de la Prusia Antillana, subió por primera vez a la Sierra Maestra junto conmigo: en el avión presidencial Guáimaro en mayo de 1959, para firmar la Ley de Reforma Agraria, de la que era un simple redactor como ministro de Leyes Revolucionarias. Es verdad que para ser presidente le sobraba práctica, adquirida en los días en que era comodoro, con gorra marinera y todo, del exclusivo y racista (sólo para blancos ricos) Yatch Club de Cienfuegos.
Quiero completar sus estadísticas a Walsh, que se olvidó de estas cifras: 55.000 presos políticos. 950.000 pasaportes solicitados para huir de tan amable laberinto (sin contar las 600.000 personas que ya hay exiladas, lo que hace un conservador censo: 1.500.000 abandonaron o tratan de abandonar un país con solamente: 7.000.000 de habitantes: ni siquiera la Alemania del Muro puede mejorar esta proporción!).
De cada: veintisiete (27) cubanos, uno (1) es un agente pagado por el Estado como policía se seguridad (setiembre 1965).
2.000.000 (la cifra la arrojó con su usual mezcla mussoliniana de jactancia, indiscreción y terrorismo el propio Primer Ministro, apodado por sus adláteres El Caballo, en un discurso reciente: el dato viene entonces straight from the Horse’s Mouth) dos millones de cubanos pertenecen a ese odioso servicio de espionaje doméstico que son los Comités de Defensa de la Revolución (siglas: CDR), sin el permiso del cual ¡nadie —créanlo o no, diría un Ripley político— puede sacar siquiera un aparato de radio para llevarlo a reparar! Un antecedente honroso (¿o es oneroso?) las Blockwarts de Hitler importadas al Caribe.
Entre el Ministerio de las Fuerzas Armada y el del Interior gastan más dinero que el presupuesto total de la Nación en 1951, último año en que Cuba gozó de un gobierno elegido por su pueblo.
Hablando de 1951, el capitalismo corrompido y explotador logró producir ese año siete millones (7.000.000) de toneladas de azúcar. Diecisiete años después, con todo el pueblo movilizado en trabajo esclavo, el Gobierno de Fidel Castro es incapaz de alcanzar esa cifra. No por culpa del bloqueo, tantas veces invocado como La Gran Excusa, sino porque el Gobierno ha destruido irrecuperablemente la industria azucarera. No asombra así que éstos sean los tristes números de la realidad presente de Cuba que muchos quieren convertir en el futuro no sólo de la América Latina sino del mundo. («No un Vietnam, sino muchos Vietnams», dijo un ex ministro de Industria que una vez había dicho: «Hay que acabar con el azúcar», y acabó con una economía.)
Víveres al mes (por individuo)
3 libras de arroz
6 onzas de café
2 libras de carne de vaca
4 libras de otras carnes y pescado
2 libras de grasas (vegetales y animales)
Algunos vegetales (si los hay)
1 litro de leche (solamente a ancianos mayores de 70 años y niños menores de 7)
Solamente el azúcar, el pan y los huevos no están racionados.
(Estas cifras dadas por el Gobierno de Castro este año. publicadas en el London Times del 16 de julio, son ideales, no reales).
Finalmente, quiero hablar del patetismo que invade a los pobres argumentos de Walsh como un miasma sensiblero. Se trata del viejo poshlost ruso, al que Nabokov dio un nuevo y definitivo significado, no sólo cursi, sino ridículo, oportunista y demagógico. «Es pronunciar con el mismo aliento —delimitó Nabokov—, Auschwitz y Vietnam.» Toda la izquierda fidelista argentina es una pampa de poshlost. No sólo la carta de Walsh es su botón de muestra. Está en todas partes. ¿Qué otra cosa sino poshlost porteño es el acto literario de un escritor serio, adulto, laureado que escribe una novela alrededor de la tesis de que al intelectual argentino «se le abren nada más que dos opciones», imitar al Che Guevara o copiar a Cortázar? Como diría Borges: «¡Pero che\» (Esto no hay que oírlo, hay que leerlo.) Aparte de que las opciones no son los ostiones y por tanto no se abren, hay que imaginar que en 1935 esta perspectiva dual hubiera sido triple al añadir el posible nombre de Gardel. Entonces al escritor argentino se le abrirían tres puertas con paisajes promisorios como en los trípticos flamencos: ¡morir en Bolivia, escribir en París o cantar tangos en Broadway!
Walsh acude a falacias en que la petición de principios sucede a los argumentos de autoridad o ad hominem. Si dice que Tres tristes tigres no es lectura underground en Cuba, es para apoyarse en testimonios de lectores, como si él no supiera que la literatura clandestina tiene más lectores que la literatura oficial, precisamente allí donde más oficial es la literatura.
Si dije que no se podía escribir en Cuba me refería, como siempre, a mí mismo. Pero ahora que habla de Lezama, de Carpentier y de Guillén, quiero decirle a Walsh que Lezama pudo siempre, siempre podrá, escribir en Cuba, pase lo que pase. Su motto es una frase suya que declara: «... frustrado en lo esencial político pude hallar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza». Fue así que pudo sobrevivir los años de abogado penal y de funcionario del Instituto de Cultura de Batista (sí, también ése). Carpentier escribió todos sus mejores libros en Venezuela, algunos bajo el triunvirato de los Tres Cerditos, mientras se enriquecía con una agencia publicitaria y hasta llegó a organizar festivales internacionales de música al dictador Pérez Jiménez (sí, también éste). Nicolás Guillén es un viejo ruiseñor de emperadores. Comenzó como censor de Prensa de Machado en 1932 y desde entonces no ha dejado de servir a todos los tiranos: con su pluma alegre: encomendó Stalin a la protección de sus dioses afrocubanos, regocijaba a Batista con cuentos verdes narrados en su voz congolesa en los años cuarenta, escribía para Aníbal Escalante y todavía compone letras de guarachas en loa a Fidel Castro. Esto último, sin embargo, no le impedió decirme, en el verano de 1965, en el patio de la Unión de Escritores, bajo un mango en flor, reaccionando a la denuncia que le hizo Fidel Castro en la Universidad cuando frente a los estudiantes lo llamó poeta haragán, acomodado y amigo de la dolce vita, me dijo sotto voce: «Chico, ¡este tipo es peor que Stalin! Porque Stalin se murió y lo enterraron, ¡pero éste nos va a enterrar a todos! Un día se para ahí en la Plaza Cívica y dice que yo soy un contrarrevolucionario, ¡y viene una turba a sacarme de mi casa!»
En mis respuestas a Primera Plana dije que para la situación invivible cubana no había más que dos soluciones: la esquizofrenia o la huida. El admirable trozo de Celestino antes del alba, que me hizo conocer PP, muestra hasta qué punto tenía razón: es la literatura cubana misma la que se hace esquizofrénica. No hay que ser un gran lector para ver en esas páginas alucinantes una metáfora de Cuba, donde la realidad es un amenazante bosque de hachas que forman techos, paredes y piso: un universo cruel regido por un tirano que corta a golpes de hacha los árboles en que se imprimen versos. El terror último del narrador está justificado: él sabe que en esa pesadilla el verdugo es capaz de decapitar a cualquiera que se atreva a escribir sobre sí mismo la poesía: i.e. a concebir su vida como quien compone un poema.
Ninguno de los dos poetas Fernández es amigo mío, el que lo era de ese nombre fue en otra ciudad y está muerto. Amigo mío es Heberto Padilla que no consiguió que se publicara mi libro en Cuba sino que lo echaran de todos sus trabajos y que ahora, en un último número (Época II, N.° 21, junio 1968) del Kaimán, logra que Lisandro Otero, nuevo funcionario de Kultura (Kruschov por fuera, Furtseva por dentro) lo aplaste con una prosa oficial y terrorista que yo no había leído desde los días en que Zhdanov hizo trizas en Leningrado a Zhoszhenko. Amigo mío es Luis Agüero, un talentoso novelista joven que trató de irse de Cuba amigablemente y no lo consiguió, pero al pedir la salida del país como exilado, al otro día mismo de presentar los papeles, fue enviado a trabajar en la agricultura por un año, como castigo, en ese Cordón Agrícola de La Habana que tanto emociona a Walshlost. (¿Cuántos escritores de izquierda, derecha o centro, argentinos, bolivianos, uruguayos o chilenos han corrido esta suerte cuando han querido, ellos también, por qué no, venir a tomar vino francés a la «Europa que tanto aman»?)
Amigo mío es Walterio Carbonell, uno de los pocos intelectuales negros que hay en Cuba y viejo marxista, expulsado, primero, de la UNEAC por decir en un coloquio dado, ¡Dios mío!, a turistas franceses en la Casa de las Américas, atreverse a decir que en Cuba no había libertad de expresión, y hablar del caso P.M., de Lunes, de la pieza de teatro Los mangos de Caín, entonces como podía hablar ahora de María Antonia y la Cuadratura del Círculo, y al hacer esta crítica (insignificante si se compara con las protestas, y los mítines y los libros que se publican diariamente, dondequiera, que sostienen críticas severas a sus regímenes respectivos, sin que ocurra una sola, simple represalia), al decir a unos turistas franceses que en Cuba no había libertad de expresión cayó fulminado por Roberto Retamar, animador del debate, y por Haydée Santamaría, directora, como «agente provocador», y ganó una marca de ceniza en su frente. Ahora ha sido condenado a dos años de trabajo forzado por «expresar puntos contrarios a la Revolución ante visitantes extranjeros». Un punto interesante en el caso de Walterio Carbonell, es que siempre sostuvo la tesis de que en la Cuba Revolucionaria había una franca mayoría de blancos en el poder, cuando se observa una distinta mayoría de negros en la población cubana. A menudo se le acusaba de ser un agente del Black Power.
Ésos son mis amigos dentro de Cuba porque quiero decir que lo sean. Mis amigos cubanos fuera son Calvert Casey, uno de los verdaderamente grandes cuentistas de América, salido huyendo de Cuba por homosexual (¿qué crimen, eh, Walsh?) y perseguido hasta Roma, donde el embajador cubano le impidió trabajar en la FAO. Mis amigos son Severo Sarduy de quien hablé. Mis amigos son Juan Arcocha, posiblemente el más valiente de los escritores cubanos, viviendo en París, también negado del permiso para trabajar en la UNESCO. Mis amigos son Néstor Almendros, el extraordinario fotógrafo de La Collectionneuse ahora, pero durante años pasando miseria en París, acosado por la calumnia cubana desde que abandonó La Habana en 1962. Mis amigos son esos anónimos cubanos que durante nueve meses vi llegar a Madrid sin nada, con la ropa puesta solamente porque lo demás —inclusive, a veces, las maletas— tenían que dejarlo en Cuba para pagar el precio de sentirse libres. Cubanos de todas clases y de todas las razas (y si lo duda, que venga Walsh a Madrid y lo vea: yo no podré pagarle el viaje en avión, ni hospedarlo en el Castellana Hilton, pero puedo llevarlo allí donde los vi y él los verá: juntos comiendo en deprimentes comedores del socorro internacional, vistiendo ropa vieja de refugio, pero felices en su diáspora estos judíos de América Latina.) ¡Ésos sí están bloqueados, perseguidos y difamados! Durante meses, años, deben esperar para ser expulsados del paraíso sin otro pecado original que la indestructible necesidad (para algunos sólo necedad) humana de libertad. Luego, cuando logran salir de Cuba, no encuentran otra puerta abierta que la de España, USA o México, porque a Inglaterra no pueden venir a menos que tengan un visado de re-entrada en Cuba, porque no pueden entrar en los Países Bajos ni en Alemania ni en Austria, y toda la América Latina les está vedada. Judío errante yo que llevo tres años en Europa renovando mi permis de séjour de tres meses en tres meses sin saber qué ocurrirá el trimestre que viene, mientras muchos voceros declarados del comunismo viajan por todo el mundo sin otra molestia que la fatiga de las horas de vuelo. En cuanto a los escritores —oficiales todos— de Cuba, es cierto que muchos no son zombies, son algo peor: sholojovs del Caribe, erehnburgs tropicales, yevtushenkos de color.
No creo que Walsh diga con mala intención que yo estoy en contra de mi país (the goodies) y a favor del «nazismo de hoy» (the baddies). No creo que sea mala fe sino poshlost pampero. Aunque sé (como todo el que lea periódicos esta mañana) que el camino de Praga está empedrado de tanques rusos, pero armados de las mejores intenciones.
Este último —de veras, el último— fantasma de Walsh ha sido desenmascarado antes de que se pueda pronunciar poshlost, desvelado por la testarudez de la historia, que es un caos concéntrico, y por la negativa de la verdad a hundirse en cualquier Leteo oportunista. Es lo que un liberal, pasado de moda por la Nueva Izquierda, Thomas Masaryk, fundador de la nación checa, llamó «Pravda vitezi». La verdad vencerá. Acaba de vencer ahora en su derrotado país, en la abortada democracia fetal de Checoslovaquia. Como en Cuba Fidel Castro le dio finalmente la razón a los burgueses cubanos que descubrieron a tiempo su biología de tirano, así en Checoslovaquia los rusos le han dado la razón al Eisenhower senil que dijo que la ideología comunista se muestra en todas partes como peligrosa todavía: agresiva, implacable y taimada. No creo que la desnuda verdad de los checos pueda vencer al cosmético poshlost sedicioso de los Walsh de este mundo. Esos que dicen o repiten que los USA son los nazis de esta época. Esos que siempre encuentran excusas para encubrir los crímenes «de izquierda» con la etiqueta de «errores inevitables en el proceso de construcción de la nueva blablabla y bla». Esos inagotables peregrinos que acabado el mito soviético, inventaron a China con mil flores (pronto marchitas), surgido el fantasma amarillo y racista de Mao, buscaron su último refugio bajo las barbas paranoicas de Fidel Castro, esos seguidores del simur que huyen de la verdad. Esa verdad que demuestra a cada rato —terca, palpable pero inútilmente para ellos— que el comunismo es el fascismo del pobre.
Londres, 22 de agosto de 1968
ECHANDO UN CABLE
NR 198 23/12
Londres, Jde. Camsudet Redchef Votre 6-1357.
Cabrera Infante. Un.
«Detesto cualquier compromiso, ya sea político o “humano”. Es por esta politización totalitaria de la vida, por este engagement à la rigueur que he dejado Cuba.»
Habla Guillermo Cabrera Infante, el novelista cubano más conocido de su generación (tiene 39 años). Su último libro, Tres tristes tigres, premiado en España, está próximo a publicarse en Francia: tiene obras traducidas al francés, inglés, italiano, sueco, húngaro, checo, polaco y hasta chino, y vive en Londres, en un sencillo piso, con su esposa Miriam, dos hijas de su matrimonio anterior, 14 y 10 años (ambas altísimas, bonitas y, como él dice: «penosas») y un fantástico gato siamés, de color lila que se llama Offenbach.
Cualquier pregunta que se le haga, la transcribe Cabrera Infante sobre su máquina portátil, delante de la cual permanece sentado. Luego escribe lo que se leerá a continuación:
«Vd. puede decir que soy un drop-out. Pero el comunismo, como la mafia, no admite renuncias. Fue Brezhnev quien dijo: “Cuando se escoge al comunismo, es para siempre.” Yo repudio esta eternización de las actitudes públicas. Sé que dejar tu país no es dejar tu partido, aunque tu país se haya convertido en un partido y en un partido único: el Partido. En Cuba, los escritores tienen que ajustar sus puntos de vista a las necesidades políticas del Gobierno y del Partido. Allá los escritores opinan lo mismo que su gobierno, sólo que después.»
NR 199 23/12
AMSUD
Londres, Jde. Cabrera Infante. Deux.
Guillermo Cabrera Infante, nativo de la provincia de Oriente, como Fidel Castro —y como Batista— fue diplomático del régimen cubano del 1962 al 1965, en calidad de agregado cultural y luego encargado de negocios en Bruselas (Bélgica). Volvió a Cuba para los funerales de su madre, cuya muerte había sido causada tanto por negligencias en el hospital como por la enfermedad, aunque sea él el primero en decir que son circunstancias que pueden producirse en cualquier parte del mundo. Pero allí vio y juzgó lo que había sucedido en su país, y cuando logró marchar para juntarse con la esposa que había dejado en Bruselas, era con la intención de no volver jamás.
«¿Pero no era así desde el principio del castrismo?», le preguntamos.
«Como en la Rusia Soviética de los años veinte, hubo tiempos —que duraron más de diez días pero menos de diez meses— que conmovieron a Cuba —contesta—. Una época gloriosa. Lamentablemente, esa edad de oro terminó hace rato, el resto es propaganda.»
«¿No podía durar?»
«No lo sé. Sólo sé que no se hizo lo imposible, ni siquiera lo necesario, para que durara. Hay un chiste popular cubano que quizá sea una sabiduría de nación. Vd. sabe que Fidel Castro dijo: “La Historia me absolverá.” En este cuento, el pueblo le responde: “Sí, pero la geografía te condena.”»
«¿Su actitud está compartida por los intelectuales y escritores jóvenes?»
SIVRA EG 207
NR 200 23/12
AMSUD
Londres, Jde. Cabrera Infante. Trois.
«Mi información es fragmentaria y por tanto incompleta. Pero si atendemos a las palabras de Lisandro Otero, vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, hay intelectuales “contrarrevolucionarios” que actúan “solapadamente” y que deben ser sustituidos por nuevos cuadros intelectuales totalmente partidarios. Donde Otero, versión tropical de Zhdanov, dice “contrarrevolucionarios”, yo diría “intelectuales con espíritu crítico, y valor moral”. La palabra “contrarrevolucionario” es un terrorismo eficaz. Los intelectuales checos son contrarrevolucionarios para Brezhnev y para Gomulka, pero también para Fidel Castro. Hace poco, han detenido en una noche a 500 jóvenes acusados de ser “hippies”, es decir “contrarrevolucionarios”. Pero nada de esto afecta al régimen, ya que en Cuba, de cada 27 personas una es agente de la Seguridad del Estado.»
Las recientes acusaciones contra el poeta Heberto Padilla y el dramaturgo Antón Arrufat muestran hasta qué punto alcanza la latitud de la palabra «contrarrevolucionario». A Padilla, se le acusa por haberme defendido públicamente en Cuba, pero también de crímenes contra la ideología. A Arrufat le condenan por sus poemas críticos, pero también por su homosexualidad. Sin embargo, los dos no tienen más que un rasgo en común: La desobediencia. Éste es el pecado capital para la religión comunista.
«¿Es cierto que hay una campaña de condenación contra Vd. en Cuba, conducida a escala nacional?»
SUIVRA QG 20.16
NR 201 23/12 AMSUD
Londres, Jde. Cabrera Infante. Quatre Dernier.
«Se trata de una campaña de difamación, pero que sigue un esquema. Mi solo crimen ha sido romper la barrera del silencio, terminar con ese pacto de caballeros rojos y rosados con respecto a la injusticia creada (en Cuba) en nombre de la justicia. No me extraña esta conspiración. Fue Orwell quien dijo que “no hay que vivir en un país totalitario para dejarse corromper por el totalitarismo.”»
Se acabó la entrevista. Al levantamos, se nos ocurre pensar en los retratos del «Che» Guevara que adornan tiendas y pisos de la King's Road cercana, en el culto que le dedican tantos jóvenes ingleses, en el fervor que ha suscitado el Régimen castrista entre estudiantes europeos.
Y le preguntamos al escritor, cuando ya está cerrando la puerta sobre su sencillo hogar alegrado por un pequeño árbol de Navidad iluminado: «¿Pero, y esta nostalgia que se ha derramado alrededor de la figura del caudillo Fidel Castro?»
«Esto es —un caudillo puesto al día— como Perón lo fue para la Argentina, y Trujillo para Santo Domingo.»
FIN EG 20.25
Agencia France Press, 23 de diciembre de 1965.
Londres, 15 de enero de 1969
Señor, acabo de leer en el número 238 de esa revista una supuesta polémica sostenida entre Heberto Padilla y yo. Como usted bien sabe, dicha polémica nunca tuvo lugar y ha sido enteramente fabricada en índice, o, lo que es peor, en otra parte. Al escoger un texto mutilado, arreglado y publicado por el diario Granma, órgano del Gobierno y el Partido Comunista de Cuba y no mi entrevista tal y como la publicaron sus originadores en Primera Plana, no sólo han optado gratuitamente ustedes por una falsificación histórica y literaria, sino que se han convertido de paso en divulgadores de la línea ideológica y política cubana, en una palabra, en agentes (de prensa) castristas. No me asombra que puedan ir en índice tan alegremente del jazmín pardo al nardo rojo, lo que me asombra es que todavía tengan allí ánimo para hacer la apología de la firmeza en las opiniones y las militancias políticas. O quizá tengan ustedes razón y su fidelismo actual no sea más que el falangismo por otros medios: de un totalitarismo agonizante dar un salto de calidad hacia un totalitarismo pujante. Si es así, saludo en índice las señales de la continuidad efectiva de cierto pensamiento político español. Son ustedes dignos herederos de quienes pronunciaron una de las más viles y atroces celebraciones de la esclavitud: me refiero, por supuesto, a ese slogan realista, ¡Vivan las caenas!
Señor don F. F. Revistu Índice, Madrid
PERVERSIONES DE UNA HISTORIA
«La polémica sobre Padilla es, en verdad, una crisis de crecimiento.»
JULIO CORTÁZAR, en Primera Plana, 20 de mayo de 1969.
VERSIONES DE UNA VIDA
EXPULSIÓN
La pianista Ivette Hernández y el escritor Guillermo Cabrera Infante han sido expulsados de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, por traidores a la causa revolucionaria.
Esta decisión fue adoptada unánimemente por el Comité Director de la UNEAC, en sesión celebrada el día 1 de agosto de 1968.
La Habana, 16 de agosto de 1968.
UNIÓN DE ESCRITORES Y ARTISTAS DE CUBA
UN SABIO TURCO
Nazim Hikmet, el poeta turco, pasó 17 años de su vida en una cárcel turca. Lo raro, lo verdaderamente extraordinario, lo singular y significativo es que cuando vino a Cuba en 1961, casi recién liberado, no habló jamás de la cárcel turca. Quizás intuyó que esa cárcel fue una forma de libertad. Habló de Rusia, de la Rusia de Stalin, de las purgas de Stalin, de la formas posibles de Stalin.
Durante una entrevista con la redacción de Lunes, se volvió a uno de los entrevistadores —José Hernández, el que no escribirá el Martín Fierro, el exaltado— y le dijo:
—No se suicide usted. No imite a Mayakovsky. Sobre todo eso, no hay que suicidarse, como no hay que dejar matarse. Mire, yo estaba en Moscú, vivía en Moscú, cuando Vladimir se mató...
—Se iba a probar un traje nuevo esa mañana.
—... Luego, ya muerto, todo el mundo se echó sobre su cadáver como chacales políticos. Hasta sus más íntimos amigos (usted los conoce de nombre, yo los conocía personalmente) hablaron mal de su último gesto. Hay que dejarse matar por el enemigo, no por los amigos.
Luego, más en privado, habló con el director del magazine. En parábolas y anécdotas orientales le hizo ver que estaba en peligro, que otro estalinismo se incubaba, que las purgas no tardarían en llegar.
—Salga de aquí —dijo, finalmente—. Viaje, procure viajar, invente viajes. Hágase ver fuera, sea una presencia con su ausencia. Y, sobre todo, ¡empiece a cultivar su buena estrella!
LA PELICULITA CULPABLE
P.M. es un breve ensayo en free cinema, siguiendo más que la escuela inglesa, los films de los hermanos Maisles en general y en particular, Primary, exhibida por los Maisles en Cuba, privadamente, con el objeto de conseguir hacer una película sobre las veinticuatro horas de un día en la vida de Fidel Castro. P.M. dura apenas 25 minutos y es una suerte de documental político, sin aparente línea argumentai, que recoge las maneras de divertirse de un grupo de habaneros un día de fines de 1960. Es decir, se trata de un mural cinemático sobre el fin de una época. En la película se ven cubanos bailando, bebiendo y, en un momento de la peregrinación por bares y cabarets de «mala muerte», una pelea. Comienza temprano en la noche en Prado y Neptuno y termina en la madrugada al otro lado de la bahía, con el barquito regresando a La Habana de Regla.
Toda la película está llena de comentarios «naturalistas», grabados en los lugares de la acción, pero al final Vicentico Valdés, canta su famosa «Una canción por la mañana». De alguna manera. la imagen y esta canción consiguen en el espectador una perenne sensación de soledad y de nostalgia. Que esta peliculita lograra este sentimiento entre los espectadores cubanos es quizá su mayor conquista. Formalmente, como señaló el crítico y novelista norteamericano, entonces visitante de la Cuba Revolucionaria, Irving Rosenthal, se trataba de un estudio en texturas fílmicas.
Hecha con los medios más primitivos (una vieja grabadora de alambre a la que se añadió un cable largo para desplazarla, una cámara de 16 mm de mano, maltratada por el uso diario de un noticiero, recortes de película virgen) y con apenas 500 dólares, P.M. tuvo un éxito crítico apreciable en Cuba y en el extranjero. Esto no es gratuito porque el film estaba adelantado a su tiempo y alguien tan exigente como Jonas Mekas, el apóstol del cine experimental underground, la elogió como «interesante formalmente», en el Festival de Cine Experimental de Knokke Le Zoute de 1963.
Lo que sí resultó de veras extraordinario es que esta breve cinta se convirtiera en un documento. No en sí misma, por cierto, sino como eje de todo un vuelco en los anales de la cultura bajo Castro. P.M. fue la primera obra de arte sometida en Cuba a acusaciones de índole política, llevada a juicio histórico y condenada por contrarrevolucionaria. Que no haya habido reo más inocente en la historia de las relaciones entre el Gobierno Revolucionario cubano y la cultura del país no hace más que enfatizar si no la naturaleza por lo menos el destino escogido como único por un proceso histórico que comenzó siendo paradigma de la libertad y cada día aparece más unívocamente totalitario. El juicio político a que se sometió a P.M., a sus realizadores y a los defensores de ambos no ha terminado. Todavía diez años después se persiguía a muchos de los que participaron en aquel proceso por crímenes tan diversos como «infantilismo de izquierda», «homosexualismo» o «solicitud de emigración contrarrevolucionaria». Es signo de que las acusaciones contra P.M. eran etiquetas para encubrir un designio más que político, policial.
LOS PROTAGONISTAS
Saba Cabrera, nacido en Gibara, provincia de Oriente en 1933. Fue en su adolescencia uno de los pintores más interesantes habidos en Cuba en los años 40. Elogiado por los maestros de entonces —Víctor Manuel, Lam, Portocarrero, Mariano—, dejó la pintura al verse impedido por la tuberculosis que padeció de los 14 a los 21 años. Al curarse completamente, aborreció la pintura tal vez por asociarla con su enfermedad. Estudió periodismo, que abandonó al clausurarse la Escuela en los últimos años de la Dictadura de Batista. Conectado en la Escuela con estudiantes como Guillermo Jiménez, Santiago Frayle, Ricardo Alarcón, se vio envuelto en actividades más o menos clandestinas desde 1956. En 1957 viajó a Moscú invitado al Festival Mundial de la Juventud. En 1958 entró a trabajar como editor en el noticiero del Canal 12, que comenzaba la transmisión de imágenes en colores por televisión en Cuba. Al triunfo de la Revolución y ser clausurado dicho canal, pasó a trabajar en el Canal 2, también como editor de su noticiero y luego como conservador de la filmoteca de dicho canal. Conoció a Orlando Jiménez por este tiempo. Después del affaire P.M. fue enviado comercial de Cuba en Madrid, trabajando en el Ministerio de Comercio Exterior por sus relaciones de años con el entonces ministro comandante Alberto Mora. Al morir su madre en 1965 vino a La Habana, donde fue cesanteado de su cargo sin explicaciones concretas. Enviado a Madrid «a recoger sus cosas» —término que en jerga diplomático-revolucionaria quiere decir despedirse del cargo—, más por voluntad del ministro Marcelo Fernández de mostrar cierta independencia con respecto a los Servicios de Seguridad, decidió no regresar a Cuba y voló a Roma donde hizo declaraciones contrarrevolucionarias. Más tarde viajó a Nueva York, donde reside actualmente, trabajando en una fábrica de «rejuvenecer películas». No ha hecho más cine desde entonces.
Orlando Jiménez es un producto típico y a la vez una rareza del siglo: un niño prodigio del cine. Con apenas 19 años cuando filmó P.M., llevaba más de un lustro «tirando película», es decir con una cámara cargada en la mano. A los 15 años fue el primer fotógrafo cubano que usó una cámara de Cinemascope. Pero en su niñez nada hacía presagiar tal aptitud. Hijo de un viejo panadero del barrio de Regla, su asociación con el cine es la historia de una obsesión: a los 13 años se escapó de casa no para correr aventuras ni enrolarse en la Marina o viajar con un circo ambulante, sino para vivir en un estudio de cine, literalmente, pues allí dormía y comía. No era un estudio de cine propiamente sino lo más cercano a un estudio de cine en la Cuba de entonces: las oficinas de un noticiero nacional. Después del caso P.M. fue acusado de un crimen aún mayor. Tomando películas dentro del Palacio Presidencial para el noticiero del Canal 2, mientras pronunciaba un discurso el presidente Dorticós, el Servicio de Seguridad lo sorprendió cometiendo lo que se llamó un acto contrarrevolucionario: retratar en close up las nerviosas manos del Señor Presidente moviéndose inquietas tras la protectora cortina de la tribuna. Expulsado del Palacio primero y después del trabajo, abandonó Cuba. Actualmente vive y trabaja en Nueva York, como codueño de una agencia de publicidad. Además codirigió El super, largometraje de gran éxito y, con Néstor Almendros, Conducta impropia, corto de denuncia anticastrista.
MORDIDAS DEL CAIMÁN BARBUDO
«La figura larga y estrecha de la isla tiene cierto parecido con un caimán o un cocodrilo.»
Geografía de Cuba, por ANTONIO NÚÑEZ JIMÉNEZ. Capitán del Ejército Rebelde. Ministro de la Reforma Agraria. Presidente de la Academia de Ciencias de Cuba, espeleólogo, etc.
«Más muerde el cubano que el caimán.»
Refrán del viejo caimanero.
«El Floridita, restaurant de La Habana, anuncia ahora la cola de caimán como exquisitez criolla y afrodisíaco garantizado por el Partido.»
CARLOS FRANQUI, en conversación desde Florencia, Italia.
El ocaso (después vino el acoso) del llamado Renacimiento Cultural Cubano comenzó cuando Virgilio Piñera, difunto, descendió la escalerilla del avión de las líneas aéreas checas, en el que acababa de regresar de Bruselas vía Praga, y bajó los escalones como una escala musical con su paso de pisabonito ya tarde en la tarde. Con aleteo de mariposa tropical que se escapa («¿Qué fuga es esa cimarronzuela de rojos pies?») del cautiverio del coleccionista, Virgilio se detuvo un momento y se arrodilló para inclinarse adelante y abajo, reverente, posando luego los labios lívidos en la roja tierra de Cuba, abierta al crepúsculo como una boca ávida. Pero lo que se oyó fue un sonado beso dado en falso al duro y negro asfalto de la realidad. (El gesto virgiliano resultó una suerte de hybris dantesco, por pésima puntería: la pista había sido recubierta hacía poco con chapapote de petróleo ruso.) Sin embargo, no fue un error de cálculo deferencial lo que marcó el inicio de nuestra decadencia sino lo que pasó meses antes: allí terminó el mentido florecimiento de las artes y las letras. La cruel crítica oficial y el posterior cierre de Lunes, el suplemento literario del periódico Revolución, del que Virgilio era uno de los principales colaboradores —por no decir colaboracionista— fue el fin.
Pero tampoco empezó exactamente ahí el asunto ese de la via smarrita, sino cuando fue censurado y secuestrado P.M., un documental patrocinado por Lunes, que no tenía contenido político alguno que justificara la incautación: «sólo negros bailando» como dijo el ministro de Educación Hart. Luego la broma Gástrica se completó cuando nombró Castro a Hart ministro de Cultura. Esto sí fue lo que señaló con claridad, al sol de Cuba, el principio del fin. Pero, señoras y señores del jurado, comencemos por el verdadero principio. O sea cuando el dictador Fulgencio Batista (que siempre decía, culto oculto, oséase, también pronunciaba su nombre Balita) decidió correr antes que pelear, avanzar hacia atrás sin rendirse nunca, impecable más que implacable, para dejar que el barco se hundiera con su segundo a bordo. (Para eso son los segundos, que no cuentan: sólo los minutos.) El Movimiento 26 de Julio (del que el periódico Revolución, primero clandestino y luego legal, era el órgano vital pero finalmente amputable) se hizo dueño del gobierno en nombre de la Revolución, sus mártires y los pobres de la tierra del mejor tabaco del mundo.
Pero (esa palabra, pero, es como una metafísica) hay que reconocerlo de una vez y para siempre (o hasta que alguien me desmienta: primero lo primero), es cierto que antes de la Revolución (o para ser más exactos, antes de que Fidel Castro se hiciera con todo el poder, temprano en 1959) había en La Habana más casas de citas que casas editoriales y no pocas casas de lenocinio —para no hablar de casas de tabaco en Vuelta Abajo. Pero lo mismo se puede decir de la Manhattan de nuestros días (y nuestras noches) donde dando un paseo por Broadway (o viendo Taxi Driver) uno se encuentra con más putas que poetas en Nueva York y ve más chulos que culos de editores sentados a la espera de autores inéditos. Todo dicho (salva sea la parte) sin querer establecer comparaciones, que son odiosas. Pero si así están las cosas en la metrópoli, miembros del jurado, ¡qué no sucedería, repito, qué no sucedería en las colonias, de Santo Domingo a Santiago de Chile! Hay que tener en cuenta, además, que La Habana era la ciudad del continente que descubriera Colón (y los hermanos Pinzones) más cercana al área urbana de los USA— a menos que se quiera insultar a Tijuana llamándola ciudad.
Antes de 1960 existían escasas editoriales privadas en Cuba, dedicadas en su mayoría a la publicación de libros de texto —pero había menos en Costa Rica y a ningún costarricense se le ha ocurrido establecer la censura, recoger libros y perseguir autores con el pretexto de un texto: El Manifiesto Comunista. Había editores audaces (a quienes se podría llamar los gigolós de Gütenberg) que se dedicaban a publicar por cuenta (y riesgo) del autor, que pasaba a llamarse cliente. Hasta Lezama Lima (uno de los pocos poetas de peso en el español del siglo xx) se sometió a esta extorsión de buena gana —con buen humor incluso. Después de todo Lezama no era el pagano. Amigos admirados y adinerados pagaron por el placer vicario de publicar obras maestras exóticas como Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), y La Fijeza (1949). Nada importó que Juan R. Jiménez, autor de Platero y yo, refugiado republicano con su Zenobia y futuro ganador del Premio Nobel, hubiese hecho declaraciones (aparentemente excesivas: ¿qué diría de Darío?) sobre la poesía del entonces joven, alto y delgado Lezama. Si quería ver sus poemas publicados, Lezama (o su mecenas platudo) no tenía otra opción que abrir la billetera. Era ni más ni menos, un flagrante atraco literario: la bolsa o inédito. Para Lezama, como para la mayoría de los escritores en la Cuba de entonces, era cuestión de publica o perece. (Charada de Sherezada, luego vino el Ché Cerezada).
Por supuesto, en aquella época había diversas editoriales serias. En la Cuba de hoy sólo existe una, propiedad del Estado y al servicio de la propaganda del Partido: la Imprenta Nacional. Siendo Alejo Carpentier director (más más tarde) se hizo una tirada de 100.000 ejemplares de Moby Dick —algo abreviada, sin embargo. Los nuevos editores cubanos, con Carpentier de mascarón de proa, hicieron una adaptación de la obra maestra de Melville. En la versión comunista aparecían por supuesto Ismael (no iba a comenzar el libro diciendo «Llámenme Fidel») y su camal Queequeg y hasta el reverendo Mapple. Pero Dios no aparecía por ninguna parte en el laberinto del mar. O mal, como pronuncia Castro, estudiante de teología en Tiflis. Antes de la Revolución había algunas casas de dudosa moralidad editorial que trabajaban para el Gobierno. Cualquier gobierno con tal de que estuviese de tumo, ya fuera nacional o extranjero. Solían editar, por ejemplo, escritores venezolanos como Rómulo (o Remo) Gallegos, en ediciones llamativas —que no pagaban los autores, por supuesto, sino la misma Venezuela, siempre rica en petróleo o en óleo pero no en tinta.
Pero, aparte de realizar ediciones de lujo de los clásicos cubanos, había otros logros culturales en la reciente república antillana. No debe olvidarse que Cuba fue la última colonia americana en independizarse de España: sólo sucedió en 1902. A partir de esa fecha y hasta 1958, la pequeña isla se vio sometida a una dependencia creciente de los Estados Unidos. Sin embargo, los lasos lazos (o nocivos nexos) eran únicamente de carácter económico y político. La influencia americana nunca llegó a hacerse sentir mucho en la vida cultural cubana, orientada siempre hacia Europa, sobre todo hacia Francia y España. La mayoría de los escritores cubanos leía y escribía con fluidez el francés y el español, pero eran muy pocos los que tenían algo de inglés. El único elemento de la vida cultural americana que tenía verdadera influencia (y esto sólo a nivel popular) eran las películas de Hollywood, que llegaban a todos los rincones de Cuba, tal como lo hacen hoy en toda Europa. (¿O debo decir el mundo?) Los notables logros que he mencionado arriba tuvieron lugar en la pintura, la arquitectura, el teatro, y, por supuesto, la música popular cubana que en los tiempos que corren se halla extinguida en la isla, al igual que el manatí, mamífero anfibio aborigen. Sin embargo los irresistibles sones de Cuba siguen sonando de París al Paraná.
Créase o no, la historia de la literatura cubana es una de las más extensas en todo el continente americano. No es tan larga como la historia de la literatura latina, pero en Cuba había poetas que escribían y publicaban antes de que los ingleses pusieran el nombre Nueva Inglaterra a las colonias establecidas en suelo del norte americano. Cuenta la tradición local que el primer poeta cubano fue un canario establecido en la isla que tenía el adecuado apelativo de Silvestre de Balboa: su apellido era de conquistador, su nombre propio de la poesía bucólica. Pero Balboa, contradictorio, se dio a cultivar el género épico. Su Espejo de paciencia, publicado en 1605, es un extenso poema olvidado durante más de dos siglos hasta que fue redescubierto en 1834. Por esa misma fecha José M. de Heredia (primo del Heredia francés famoso por sus Trophées) compuso su Oda al Niágara, el primer poema romántico escrito en español. Ese Heredia, aunque exilado en los EE.UU., estaba bajo la influencia romántica del Chateaubriand prosista. El siglo xix produjo también la prosa poderosa de José Martí, escrita durante los años de exilio vividos en Madrid y en Nueva York. En esta misma ciudad, y en las mismas condiciones de residencia forzada que Martí, Cirilo Villaverde escribió Cecilia Valdés, nuestra novela, en la década de 1880. Además de miles de poetas menores, el siglo xix cubano produjo un gran poeta, Julián del Casal, sutil simbolista y tal vez el mayor poeta americano, Rubén Darío aparte: ése es todo un continente.
El Modernismo, como se sabe, fue un movimiento estrictamente poético iniciado en América aunque derivado del Simbolismo francés. O sea, diez poemas conmovieron al mundo español gracias sobre todo al don de Darío, el poeta indio que cantó al cisne que vivía en Madrid y no en Managua. Martí, también poeta, fue un precursor del Modernismo sin tener, en realidad, nada que ver con el Simbolismo, ni francés ni de otra procedencia. Martí fue un verdadero original. Lamentablemente, hoy en día se le conoce únicamente como Martí, el versificador vernáculo que proporcionó a Pete Seeger la letra para componer esa canción apócrifa titulada «Guantanamera». Este Evangelio según Vanessa Redgrave predica que José Martí, que murió en el campo de batalla en Cuba en 1895, ¡es amigo de Fidel Castro! Evidentemente, el anacronismo es el fuerte de la Redgrave. Aunque en esta ocasión no estuvo errada al mostramos lo anacrónico que sería que un poeta fuese amigo del Comandante Castro. (Ver caso Padilla.)
Durante el infame Congreso de Cultura de 1971 (mucho más tarde), Fidel Castro dijo en su funesto final que antes de la Revolución había un solo teatro en La Habana. Era obvio que mentía como un bellaco. Pero entonces el lector podría pensar que, por lo menos, el hombre se preocupaba por la cultura. Habría sido mejor que no lo hiciera. La verdad es que a Castro nunca le importó el teatro ni la literatura. Ni siquiera la pintura mural que no sea política y obvia. Nada de Guernicas para el Comandante que mandóla parar. A Castro sólo le importa el poder y la propaganda como instrumento del poder absoluto. Se sabe que incluso ha llegado a utilizar las obras de Beckett para decir que Esperando a Godot es el eco del sufrimiento que puede producir el capitalismo alienante. Hoy en día sería imposible sufrir así en Cuba. ¡El Salvador no lo quiera!
Aún aquejada de infinidad de males políticos, Cuba sorprendía a quienes la visitaban antes como un país paradisíaco. Incluso en 1958, alguien tan ajeno a la realidad de la isla como Sacheverell Sitwell se entusiasmó con una canción que celebraba la vida nocturna en La Habana. Y en 1961 el historiador inglés Hugh Thomas reconoció que la Cuba actual era uno de los pocos países tropicales que había creado una cultura propia. También advirtió que Fidel Castro debía el poder no a la guerra de guerrillas, como había creído antes de visitar Cuba, sino a la televisión. El modo en que Castro empleó la pequeña pantalla para tomar el poder era muy parecido a cómo Adolfo Hitler se había servido del altavoz en la Alemania de los años treinta.
En 1969 asistí en Hollywood a una fiesta en casa de un famoso y acaudalado director de cine, cuando de pronto mi anfitrión comenzó a preguntarme por la vida en Cuba. Eran los días de la guerra de Vietnam y todo el mundo en los EE. UU. retrocedía políticamente hacia finales de los años treinta: la década en que muchos habían tenido la ciega visión de ver en Stalin al salvador de la Humanidad. Entre los invitados de este director liberal se hallaba un conocido filósofo austríaco (hoy fallecido) refugiado en los EE. UU. desde 1937, luego de huir de la Alemania nazi. El director y el filósofo eran judíos, tanto como la bella esposa del primero. Una vez escuchado el relato que hice de la espantosa vida en la isla, el popular filósofo preguntó con su fuerte acento alemán: «¿Prego no ess verrdat que con el Doktor Kastro la isla ha hecho crandes procesos en la salud públika y en la edukazión?»
Ya había escuchado la misma pregunta antes en distintos idiomas, con diferentes acentos y tenía lista en la punta de mi lengua lógica, no ideológica, una amarga analogía doble: «Mussolini hizo que los trenes italianos llegaran a tiempo por primera vez en la historia de Italia; Hitler, por otra parte, no solamente construyó las autobahns», y el filósofo hizo una mueca, «sino que sacó a Alemania del marasmo moral y económico en que se hallaba». Por lo menos, eso es lo que recuerdo oír decir una y otra vez a mi tío abuelo, cuando vivíamos en mi pueblo natal en el oriente de Cuba. Esto pasó antes de la Segunda Guerra. Pero por extraño que parezca, mi tío abuelo, persona de veras bondadosa, era nazi. Se hizo vegetariano al enterarse que Hitler no comía carne. Lo que es aún más extraño, Fidel Castro nació a cincuenta kilómetros escasos de donde yo nací y casi al mismo tiempo. ¡Podría haber sido adoctrinado por mi tío abuelo! Éste, una vez terminada la guerra, solía repetir sin descanso que Hitler estaba vivo y esperando oculto el momento oportuno para volver al poder. Un buen día, mi tío abuelo dejó de creer que Hitler aún vivía. Lo supe porque dejó de mencionar al Führer. Cuando Fidel Castro subió al poder, mi tío se volvió fidelista, pero no lo hizo hasta que vio que Fidel Castro era el típico tirano total. Ya ve, mi tío abuelo más querido era todo un totalitario —pero también era el «sabio del pueblo».
El filósofo, sobreviviente de los campos de concentración nazis y a la sazón profesor de dialéctica marxista en Hollywood, se dio cuenta que yo tenía un buen argumento (y no de cine) cuando insinué una agudeza hegeliana: «Aunque el programa educativo fuese un éxito, que no lo es», le dije, «¿de qué sirve enseñar el alfabeto a millones cuando un solo hombre decide lo que se va a leer, en Prusia como en Rusia? O en Cuba».
En Gran Bretaña, la mano derecha ignora lo que sucede en Cuba. («¿Podría decirme, por favor —llegó a preguntarme en Londres un destacado intelectual conservador ahora en el poder— si es que hay libertad de expresión en Cuba?») Pero créame el lector si le digo que los caballeros aquí a la izquierda también hacen preguntas estúpidas y de una ingenuidad política reveladora de su ignorancia ideológica. A menudo me preguntan, serios y sesudos, ¡sobre el samizdat en La Habana! O sobre la suerte de los disidentes cubanos. Esta gente debería saber bien que el samizdat (para un cubano de Cuba hasta el mismo nombre es exótico) es un típico fenómeno soviético de los años sesenta, y que si existió es porque el Gobierno soviético de entonces lo permitía. Lo mismo puede decirse de los disidentes soviéticos (nietos de Kruschov, hijos de Brezhnev) a quienes oportunamente se les permite emigrar a Europa o los Estados Unidos. Stalin, Castro comunista, sencillamente, los habría enviado a Siberia sin más trámite. ¿Quiénes son los disidentes en la Alemania del Este o en Bulgaria? Nadie, simplemente porque los gobiernos comunistas de esos países no pueden permitirse el lujo de dejarlos existir. En Checoslovaquia, los escritores o acatan los diktats comunistas o van directamente a la cárcel. Y en Albania, ¿dónde están los disidentes albanos o albinos? ¿Dónde están? En ninguna parte, por supuesto. Aunque sea triste decirlo, Cuba se ha convertido en la Albania de América. (No es la primera vez que uso yo esta analogía, que luego Castro hizo suya, antítesis mortal.) Pero son pocos los extranjeros que saben esto. El infierno político se halla empedrado de ignorancias extrañas. El Holocausto llegó a conocerse en su totalidad únicamente después de la Segunda Guerra. Los gulags no salieron a la luz pública hasta la muerte de Stalin. Y las atrocidades de Castro, no todas literarias, sólo se sabrán una vez que haya desaparecido, cuando ocurra —si es que ocurre. Será entonces que la ingente gente, no solamente en España sino en todas partes, de izquierdas como de derechas, conocerá la esencia verdadera del régimen liderado por un hombre de astucia y engaño infinitos, afectado de un egotismo odioso: el doble barbudo y blanco de Amín. No es por nada que es Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Secretario General del Partido y Presidente Vitalicio de Cuba. También le gusta que le llamen Doctor, cuando en realidad (otra vez como Amín) es un consumado actor que representa su propia versión de Macbeth ante el público cautivo más numeroso de América. (¡A aplaudir, coño!)
Pero cuando en enero de 1959, Fidel Castro entró en La Habana como un Cristo mayor (tal como Severo Sarduy escribió desde París con humor) algunos lo vimos como una versión joven y barbuda de Magwitch: un proscrito de elevada estatura que emergía de las brumas de la historia para hacer de todos y cada uno de nosotros un Pip político. Sin embargo, este fuera-de-la-ley nunca se convirtió en un dentro-de-la-ley, sino que se volvió la Ley en persona: al Redentor siempre se le veía con una pistola al cinto. Cuando Castro ocupó el lugar de Batista, había en Cuba tres grandes escritores va entrados en años: dos poderosos poetas y un hombre de letras inconforme: todos muy influidos por la literatura francesa. Esta santísima pero impía trinidad estaba integrada por José Lezama Lima (1910-1976), Nicolás Guillén (n. 1902), y por Virgilio Piñera (1912-1979). Los dos primeros eran los poetas: popular hasta populista, uno, impopular y hermético el otro. Más tarde, Lezama sorprendió a todo el mundo con la publicación, en 1966 de Paradiso, su densa, intensa, tensa, impenetrable obra maestra: esa novela es una confesión y una memoria.
La obra conoció un succès de scandale en Cuba debido a las entreveradas escenas de pederastía y poesía, escritas en una prosa que, por comparación, hacía parecer simple cuando no accesible al hermético Hermann Broch, el autor de La Muerte de Virgilio. El otro Virgilio, Piñera, era autor de cuentos, novelista y dramaturgo, y tenía también algo de poeta. Nicolás Guillén, mulato, a fines de los años veinte se había dedicado a escribir poesía negrista (que tenía que ver con la poesía lo que Machín tiene que ver con la música cubana) pero cayó bajo el hechizo de Lorca cuando éste visitó La Habana en 1930 —y poco más tarde su poesía parda se transformó en flamenco tropical. Más tarde, en los treinta, Guillén se dedicó a componer versos en la manera llamada poesía social y se hizo miembro del Partido Comunista cubano (para su perdición). Guillén tenía un verdadero don poético pero en tono menor. De hecho, junto con César Vallejo y Pablo Neruda es el poeta latinoamericano de este siglo más traducido (hasta el coreano) y ha sido nominado varias veces para el Premio Nobel, sin ganarlo nunca: de ahí su odio a Neruda. El vínculo musical es apropiado sin embargo ya que Guillén componía poesía popular avant la lettre y era un autor lírico de suaves melodías aun antes que de enérgica prosa. Al revés de Heine, sus palabras pedían una canción a gritos y finalmente consiguieron hasta una sinfonía: Sensemayá de Silvestre Revueltas. Pero es realmente una pena que cuando Guillén produjo sus primeros sones (o sus rumbas) Seeger no lo siguiera de cerca para que tarareara una versión distinta de la «Guantanamera», empleando en esta ocasión la letra de Guillén en vez del verso diverso de Martí. El poeta mulato («No negro», como le gusta distinguir su piel al poeta) era el verdadero contemporáneo de estos aires populares, sin derechos de autor que pagar a sus contemporáneos reales.
El cuarto jinete de la época lista hacía muchos años que no vivía en la isla —si es que alguna vez llegó a vivir en ella. Cuando de joven se fue por fin a París, la patria de sus mayores anhelos, no regresó hasta que la ocupación nazi le obligó a huir de Francia. Se llamaba Alejo Carpentier (1904-1980) y murió, claro, en París. Nacido en La Habana de padre francés y madre rusa, Carpentier fue sucesivamente arquitecto frustrado, compositor amateur, diletante de la poesía negrista (llegó incluso a escribir una novela negra, que no debe confundirse con un roman noir, titulada Ecué Yamba-O, sobre la santería sincrética afro-cubana —o sea la magia negra que se practica en Cuba), además de excelente musicólogo y, finalmente, escritor serio. Pero no fue hasta que se trasladó a Venezuela en 1946 que comenzó a escribir novelas de verdadera distinción, de El reino de este mundo a El acoso y, quizá su obra maestra, El siglo de las luces, para ser excesivamente elogiado por Dame Edith Sitwell (¡ah, esos Sitwell, siempre entrometiéndose en las cosas de Cuba!), por Graham Greene y hasta por Tyrone Power. (Este último quiso escribir, producir y protagonizar sucesivas versiones fílmicas de El reino... y de Los pasos perdidos, pero perdió el paso y la corona vencido por una coronaria que lo malogró.) Entre Carpentier y Cuba sucedía algo extraño: Carpentier amaba la isla pero la isla no le correspondía. En La Habana no era más que un periodista, apenas un escritorzuelo de revistas populares. Sin embargo en el extranjero se convirtió en un autor considerable y en un auténtico novelista. En París, incluso, escribió el libreto para una ópera compuesta por Edgar Varese, lo cual lo inflamó de orgullo parisién al estilo meteco.
Regresar a Cuba en 1940 significó para Carpentier, persona presumida, volver al pobre periodismo y a la radio que no cesa. Pero una vez que se estableció en Venezuela, a finales de los cuarenta y durante todos los cincuenta, pudo escribir sus mejores libros esa década. Por este tiempo viajaba con pasaporte venezolano y era una potencia cultural considerable en Caracas. Para su culpa cubana hasta llegó a organizar un festival de música internacional patrocinado por Pérez Jiménez, el émulo venezolano de Batista. Cuando finalmente volvió a Cuba en forma más o menos definitiva (después que la Revolución pareció estar firmemente instalada en el poder, no antes) se convirtió en burócrata ejemplar como jefe de la única casa editorial existente en la capital cubana, la editora del Estado. Más tarde, por servicios prestados, fue ascendido al cielo de París como diplomático estrella en Francia, con oficina de lujo y vecino del Seizième. Nunca volvió a escribir otra novela —si bien publicó por lo menos cinco libros con tal título en la tapa y en el lomo.
Carpentier sufría de dos obsesiones personales, vinculadas de alguna forma pero encontradas, que lo habrían de acompañar toda la vida: el arte de la novela y el Premio Nobel de Literatura. A la caza de este último, y en ese asiduo acoso, Carpentier dejó el viaje a la semilla de la literatura y el reino de este mundo se le convirtió en una tiranía letal que finalmente acabó con sus pasos —perdidos o encontrados. Como dijo Cortázar: «No hay cosa que mate a un hombre más rápido que obligarlo a representar a su país.» Carpentier (¡pobre tipo, ché!) representó por espacio de veinte años a una causa en la que nunca creyó. Al final, aquejado de un cáncer incurable, París se convirtió para él en una misa negra. Tenía que levantarse temprano para poder escribir: luego debía desayunar, comer e incluso cenar con importantes figuras francesas —con la sola excepción de Sartre, que lo despreciaba por ser un funcionario castrista, sirviente de dos señores. La producción literaria de Carpentier se hizo cada vez más mediocre y sus libros se volvieron pobres en prosa, pero ricos en política con el fin de satisfacer al poder en La Habana, por poder y poder, de ese modo, permanecer en París. Dicho sea de paso perdido, Carpentier nunca pudo ganar el Premio Nobel: la muerte lo ganó a él antes. Con ironía postuma, el año que murió, la Academia Sueca había acordado darle el premio. Sic semper tyrannis —y los que los sirven. Aun en París.
Éstos eran los hombres más representativos de la literatura cubana cuando Fidel Castro bajó de la Sierra armado hasta los cariados dientes. (Por ese entonces, solía usar un uniforme verde olivo hecho jirones, mientras que ahora lleva uno de general ruso y exhibe sus desnudos dientes hechos hermosos por su dentista particular). Por supuesto que había otros escritores. Lino Novás Calvo, por ejemplo, uno de los mejores autores de cuentos cortos de Latinoamérica, traductor preferido de Hemingway, y el primero en verter al español a Faulkner, a Huxley y a Lawrence, alrededor de 1930. Vivía entonces en Madrid y colaboraba con Ortega y Gasset en la Revista de Occidente. (Ver su traducción magistral de «Todos los aviadores muertos», de Faulkner.) Y Fernando Ortiz, antropólogo audaz: el hombre que acuñó, entre otros, el término afrocubano (del que se formaron luego afroamericano y afrobrasileño), que era todo un concepto de cultos más que una simple palabra. Y Lydia Cabrera, blanca, de familia rica venida a menos, que fue la primera mujer que penetró el culto de los abakuá, secta secreta de negros con ritos de iniciación sangrientos que excluía bajo amenaza de muerte a mujeres y maricones. Los hallazgos hechos por Lydia Cabrera en lo que podía llamarse antropoesía abrieron sendas en toda América, donde los cultos de lo oculto practicados por negros iniciados, desde Haití hasta el Brasil, son a menudo más poderosos que en África. No fue en el continente negro donde se creó el vudú, sino en América.
Otros artistas de fama mundial que nacieron en Cuba y siguieron siendo cubanos a pesar del exilio americano o europeo son la bailarina Alicia Alonso y el pintor Wifredo Lam, ya fallecido, y dos grandes músicos modernos: Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, probablemente mejores compositores que el brasileño Villalobos y el mexicano Carlos Chávez pero dos desconocidos. Ambos murieron demasiado jóvenes para ser conocidos en el extranjero, salvo en ambientes musicales tan escogidos como la petulante tertulia parisina de Nadia Boulanger o los discípulos aleatorios que John Cage tiene por todas partes. Roldán, que además era un destacado director de orquesta, murió de un cáncer en la cara cuando contaba poco más de treinta años. En sus últimas apariciones tenía que subir al estrado usando una máscara de seda para no exhibir la creciente y cruel deformación de su rostro. Caturla, juez rural que solía componer música en la sala del juicio, fue asesinado por un ladrón libre bajo fianza a quien Caturla se había negado a absolver la víspera de la vista. El irónico desenlace fue que este delincuente menor jamás fue libertado bajo palabra y murió en la cárcel —no por matar a un juez sino por asesinar al Gran Caturla.
Alicia Alonso (Alonsova, ahora) había sido primero bailarina en el American Ballet Theater desde sus comienzos a principios de la década de los cuarenta. Cuando decidió volver a Cuba y formar una compañía de ballet, se ganó el patrocinio de una fábrica de cerveza local («la cerveza del pueblo y el pueblo nunca se equivoca») y, posteriormente, del gobierno batistiano, que calculó que la posición internacional de la Ballerina sería muy buena propaganda para Batista, hombre que, como Castro, odiaba el ballet. Más tarde la compañera Alicia lue adoptada por la Revolución como Nuestra Señora de la Danza. Ha recorrido mucho mundo y, aún hoy, a la edad de 70 años, sigue arrastrando sus pies más que en zapatillas en pantuflas por los escenarios internacionales. De todos los artistas mencionados our Alicia es la única que se formó en los EE. UU. y perteneció a la American school of ballet. En la actualidad su cuerpo de baile danza a la Russe —con pasos opuestos a los de su prima ballerina assoluta. Tout tout.
En cuanto a Francis Picabia o Anaïs Nin, no se les puede considerar cubanos. Quiso la casualidad que nacieran en la isla, pero luego se formaron en Francia y allí hicieron su reputación —cualquiera que ésta sea. Eran tan cubanos como José María de Heredia, quien a finales del siglo pasado soñaba con arrecifes de coral y el celeste del mar y las verdes colinas del trópico de su Santiago de Cuba natal, a los que cantaba en francés con alejandrinos nostálgicos compuestos en París. O como Italo Calvino, nativo de Santiago de las Vegas, pueblo cercano a La Habana, pero educado en Italia. Sin embargo, ha habido artistas de importancia nacidos en Cuba que decidieron permanecer en la isla como los pintores que pertenecieron a la Escuela Cubana de Pintura de los años cuarenta y cuyas obras se pueden ver en los museos de todo el mundo. Uno de estos pintores fue Fidelio Ponce de León, quien afirmaba ser descendiente del conquistador español que descubrió la Florida, por casualidad, cuando se hallaba dedicado a la búsqueda de la Fuente de la Juventud. Murió envejecido a los cincuenta —no el conquistador sino el pintor, soñadores los dos. Una de sus mejores telas cuelga para siempre en la pared de un elegante (y falso) piso de un Nueva York ilusorio, desde donde domina el escenario único de La soga, la famosa película de Hitchcock. Ponce, que se pasaba la vida preguntando a amigos y enemigos «¿Me conocen de verdad en París?», nunca vio la cinta. Murió, tuberculoso y en la indigencia, antes de que La soga se estrenara en La Habana en 1948.
El artista cubano más famoso de todos lo tiempos fue, por supuesto, José Raúl Capablanca, también conocido como la Máquina de Jugar Ajedrez y considerado por muchos como el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos. Capablanca nació en La Habana a finales del siglo xix y desde 1942 está enterrado en Cuba. ¿Podría alguien imaginar cómo el régimen de Castro habría capitalizado la leyenda viva que fue Capablanca? Festejada y filmada donde quiera, la historia inmortal de su vida breve y dichosa está hecha de la estofa de la propaganda. Hasta el Che Guevara llegó a llorar su muerte —veinte años después. Doce facsímiles de Alicia Alonso bailando docenas de dementes Coppelias no habrían ofrecido los mismos beneficios a Cuba comunista. Capablanca sería así Caparroja.
No me olvido —¿cómo podría hacerlo?— de los innumerables poetas menores, malos poetas, terribles poetas y escritores de cuentos cortos que pululaban por el trópico con sus torpes talentos y enormes egos, todos efímeros oportunistas. Fue en 1959, cuando era director de Revolución (periódico que había fundado en la clandestinidad en 1956) que Carlos Franqui, por entonces una especie de poder tras el trono revolucionario (cuatro o cinco de los nuevos ministros debían su puesto a él y no a Fidel Castro), decidió que el periódico necesitaba un suplemento literario. Así fue como nació Lunes, cabrito, macho cabrío, diabólico después, para terminar siendo chivo expiatorio finalmente. ¡So cabrón! Periodista desde 1949, crítico de cine de 1954 en adelante y editor literario de Carteles, el segundo semanario en popularidad de Cuba y el Caribe, el que escribe fue nombrado por Franqui director de Lunes. Este nombramiento, por más de una razón, se convertiría en un error fatal para todos.
Revolución había sido la voz que desde las catacumbas de la clandestinidad exponía los puntos de vista del Movimiento 26 de Julio, la organización que llevó a Fidel Castro al poder y no la insignificante guerrilla como Castro hizo creer a todos. A la luz del día, Revolución se convirtió en un periódico de intolerable influencia: el primero de Cuba y el único en tener acceso a lo más recóndito del poder en el Gobierno y en la vida política cubana en general. Además, tenía, para Cuba (entonces un país de unos siete millones de habitantes) una circulación enorme. Lunes se aprovechó de todo ello y se convirtió en la primera revista literaria en español de América, o de España, que podía presumir de una tirada cada lunes de casi 200.000 ejemplares. Lunes mandaba mucha fuerza —y no solamente literaria.
Mi primer error como director de Lunes fue intentar limpiar los establos del auge literario cubano, recurriendo a la escoba política para asear la casa de las letras. Esto se llama también inquisición y puede ocasionar que muchos escritores se paralicen por el terror. La revista, al contar con el aplastante poder de la Revolución (y el Gobierno) detrás suyo, más el prestigio político del Movimiento 26 de Julio, lue como un huracán que literalmente arrasó con muchos escritores enraizados y los arrojó al olvido. Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto estética, al trotskismo, mezclados, con malas metáforas o como un cóctel embriagador. Desde esta posición de fuerza máxima nos dedicamos a la tarea de aniquilar a respetados escritores del pasado. Como Lezama Lima, tal vez porque tuvo la audacia de combinar en sus poemas las ideologías anacrónicas de Góngora y Mallarmé, articuladas en La Habana de entonces para producir violentos versos de un catolicismo magnífico y obscuro —y reaccionario. Pero lo que hicimos en realidad fue tratar de asesinar la reputación de Lezama.
Otras víctimas hubo, más entradas en años. Como el dentista español que quería ser un dantista y cuya nociva novela bablélica, recientemente publicada fue arrancada de sus raíces asturianas sin administrarle anestesia. (Esos: ¡ay dolor!) Al mismo tiempo, la revista exaltaba a Virgilio Piñera, de la generación de Lezama, a la posición de otro Virgilio regresado de un infierno mucho más avernal que el de Dante. Virgilio que había sido siempre un paria en su país, hombre pobre, pobrísimo, casi al borde de la indigencia, se convirtió en nuestra figura paterna favorita: el escritor de la casa. Como un vino incluso. En vano. Otro error. Además de ser un excelente escritor de cuentos cortos, que incluso Borges había incluido en una antología, un autor teatral de genio (escribió una obra de teatro del absurdo cuando Ionesco no había puesto en escena aún La cantante calva y mucho antes de que Beckett se sentase a esperar a Godot), y grato poeta, Piñera tenía un defecto especial. Como San Andrés, se trataba de una falla visible a simple vista. Virgilio, como su tocayo romano, era pederasta. Quizá de ahí viniese su aire de reina literaria: un Cocteau cubano conocido no por sus obras sino por sus obreros, estibadores del puerto sobre todo. Eso sería la comidilla del tout Paris (Genet o no Genet), pero estábamos en La Habana revolucionaria y en una revolución no hay lugar para las reinas. En vez de gritar a Alicia (Alonso) «¡Que le corten la cabeza!», todas las reinas cubanas acabaron sin cabeza que cortar y perdieron hasta la cabeza propia —particularmente la propia. Juego de cartas introductorias.
Tercer pecado original cometido: alrededor de Lunes se habían agrupado demasiadas personas de talento, cada una de las cuales apoyaba a la Revolución a su modo. Baragaño, el poeta surrealista que volvió del exilio parisino donde era recibido por el mismo André Breton (quien odiaba a los pintores de domingo y a los poetas menores), era, a la vez, el niño mimado de la revista. Heberto Padilla, nacido en el mismo pueblo que Baragaño (Puerta de Golpe, ¡qué nombre!, en la zona tabacalera de Cuba), volvió del exilio transcurrido en la academia Berlitz de Nueva York y se dedicó a cultivar un verso cuidado y cáustico: Padilla era otro excelente poeta terrible. Tanto él como Baragaño, vates de batalla, estaban decididos a hacer añicos a la vieja generación, muchos de ellos funcionarios públicos de la época de Batista y de antes, como era el caso de Lezama. Calvert Casey, a pesar del nombre y de haber nacido en Baltimore, era no solamente cubano sino también un habanero auténtico que empleaba una sutileza y precisión exquisita para ocultar su prosa homosexual —lo cual no le impedía exhibir en público como pareja a su amante mulato. Antón Arrufat seguía los pasos a Piñera —y no solamente en cuanto a escribir obras de teatro. Pablo Armando Fernández, poeta menor pero experto diplomático, era entonces capaz de zafar a la revista de cualquier enredo de farsa literaria. Era nuestro diminuto San Sebastián, blanco móvil de fechas y flechas. Aún vive en Cuba, aún es diplomático aunque ya no es poeta, menor o de otro orden. Su profesión actual consiste en hacer de anfitrión a los turistas que, en plan viaje político, vienen de los EE. UU. donde vivió su vida (de soltero o sodomita) antes de volver a Cuba va casado en el año 59.
Al igual que lo había hecho con Padilla y Hurtado, yo convencí a Pablo de que dejara Nueva York y regresase a Cuba. Óscar Hurtado, otro exilado económico residente en Manhattan, entrañable gigante, era casi el elefante de la familia. Pero, aunque se trataba de un poeta terriblemente tímido, casi cobarde, era también hostil a Lezama y a su grupo Orígenes. Murió no en el exilio sino en un asilo, desconocido y desconociente, sufriendo solo y en silencio con su cerebro esclerótico. Y, sin que nunca se me permitiera abandonar el barco aun cuando escoraba (Lunes estaba en todas las listas de los Servicios de Seguridad, el Contraespionaje y la Policía), ahí estaba yo, Capitán Coraje. A pesar de ser un fumador inveterado, no podía compartir la pipa de la paz con nadie, porque en esa época no fumaba más que puros de marca.
Como el lector puede ver, la nave literaria se hallaba manejada por una gavilla de maníacos, ácratas y pederastas. (Espera un momento, lector, y comprenderás por qué estas cosas de la vida se convirtieron en elemento decisivo de nuestra defunción.) «Los privilegiados», como nos marcó el Che Guevara, que no serían nunca «verdaderos revolucionarios», y con un timonel que, sin duda debido a la mucha miopía, vio las señales de peligro ya tarde. (Demasiado larde, de hecho.) Descubrí que carecíamos de poder real cuando al barloventear y romper lo que parecía ser nada más que una ola sectaria, se vio que era nada menos que la punta negra del iceberg totalitario. ¡Paren las máquinas! A Lunes se le tendría que haber llamado el Titanic, pues pronto nos hallamos sumergidos en las aguas profundas y frías del cálculo altruista. Antes de hundirnos —delirio del ahogado— vi patente que habíamos intentado hacer de la Revolución algo leíble, y por tanto vivible. Pero ambos cometidos resultaron de imposible absoluto. Engels, Engels, ¿por qué me persigues?
Sin embargo, en los momentos de apogeo, Lunes conoció, como toda estrella joven, una rápida expansión. En poco tiempo habíamos creado una editorial (Ediciones Erre), cuyo primer libro publicado fue precisamente Poesía, Revolución del Ser, aunque meses antes, su autor José Baragaño, que seguía siendo surrealista del Sena, lo había titulado Poesía, Negación del Ser. Esta colección de poemas era un refrito raro de las fórmulas surrealistas de los veinte años precedentes. Pero en 1960 servía para cantar a la Revolución y al ser, heideggeriano, para la muerte —al mismo tiempo.
Aunque ahora en vez de la nada, Baragaño ofrecía el Ser no a Suárez sino a Castro. ¡Oh oportunismo, tu nombre en Cuba es poesía! Luego conseguimos un espacio televisivo —apunta: hora punta, segundo canal a la izquierda, hay son. También establecimos una edición de discos llamada Sonido Erre con R de Revolución. Nuestra empresa editorial (bastante afortunada, dicho sea de paso) era, por esos tiempos, la única editora independiente que quedaba en Cuba: todas las otras ya habían sido nacionalizadas, devoradas por el leviatán que capitaneó Carpentier Ahab. Pero la tenencia de esta imprenta solitaria en manos mías no constituía privilegio alguno. Por el contrario, era de hecho tan de mal agüero como una señal de humo en territorio apache. Fue entonces que cometí un error que finalmente resultó ser una bendición con disfraz. Le di una mano a mi hermano Sabá para que finalizara un documental que se hacía junto con el cámara Orlando Jiménez, por ese entonces el más joven fotógrafo de toda Cuba, capaz a los catorce años de manejar una cámara de Cinemascope: toda una proeza de película. El documental se llamaría PM— por razones obvias. Tal como sugiere el título se trataría de un panorama de La Habana sin guías, después del anochecer: furtivas incursiones de la cámara en restaurantes turbios en penumbra y bares y cuevas aún abiertas sin Polifemo, concurridos por la clientela habitual, el cubano de a pie: obreros, vagos, bailadores de todo sexo y raza, que se empeñaban en vivir el momento antes de que termine la velada. Pero la noche de amor terminó —¡adiós, adiós, adiós! Me gustó la idea. El así llamado free cinema (originado en Inglaterra) era, por esos tiempos, el último grito en el cine aunque prácticamente sin eco visible en Cuba. Les di el dinero para hacer el montaje de la película, tirar dos o tres copias y diseñar los títulos— total, 500 pesos. Todo esto se realizó al margen del ICAIC (o sea, la burocracia del cine) en los laboratorios de nuestro canal, pero en forma totalmente abierta. Por el dinero invertido, Lunes obtuvo los derechos exclusivos para exhibir la película en su programa de TV, no bien estuviera finalizada. Lo cual hicimos sin problema. La censura no existía para nosotros. Igual que en la revista, éramos nuestros propios amos. Después de todo éramos el fruto dorado de Revolución, el periódico de la Revolución, la voz del pueblo, la voz de Dios. En fin, éramos, como quien dice, omnipotentes. Sin saberlo, éramos también esclavos.
Pero un espectáculo necesita espectadores, y los autores de la pequeña película musical nocturna querían mostrarla a una audiencia viva. En La Habana Vieja quedaban dos o tres cines sin nacionalizar, uno de ellos especializado en documentales. Una vez que el dueño estuvo de acuerdo en poner la película, el paso siguiente fue obtener el permiso de la Comisión Revisora para exhibirla en público. La Comisión Revisora era el mismo cansado censor que en los tiempos de Batista. Incluso de antes: en sus oficinas se podía ver El beso de Edison (1904) si uno quería —convenientemente censurada. En el pasado, lo que hacía la censura era cortar un poco de teta por aquí (atención al pezón), algún que otro culo por allá y un muslo salpicón las más veces. Siempre ocurría con películas francesas que ni siquiera llegarían hoy a la categoría de porno suave y serían ahora aptas para menores masturbadores. (¡Cuidado con ese ombligo desnudo!) Pero, por los tiempos que nos ocupan, la Comisión Revisora de Películas dependía del Instituto del Cine (que no tiene nada que ver con la ciencia ni con el arte del cine), que era ya un monopolio estatal. Aún controla todos los aspectos relacionados con una película en Cuba, desde hacerla hasta su exportación, distribución y exhibición. También decide la importación de cada cinta extranjera de tetas o de estetas. El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (sic) es propietario de todos los teatros, cines, autocines y salas de exhibición de Cuba, islas y cayos adyacentes. Aun si uno quiere tomar una instantánea familiar con una camarita de cajón tiene que recurrir al ICAIC para comprar el rollo de doce exposiciones —¡y guay si se le ocurre tirar trece fotos! Ya lo proclamó Fidel Castro, siguiendo a Lenin: «Del cine, todas las partes nos interesan.» Esto incluye, por supuesto, las lunetas.
Ellos mantenían una larga polémica con Lunes, en la que nos tildaban de decadentes, burgueses, vanguardistas y, el peor epíteto del catálogo de nombretes comunistas, de cosmopolitas. A su vez, nosotros los veíamos como unos burócratas despreciables: un montón de ignorantes con ideas artísticas reaccionarias y carencia absoluta de gusto. Alfredo Guevara (sin parentesco con el Che Guevara), director del Instituto del Cine, era el más odioso comisario comunista con el que vérselas, casi el Shumyavsky de Stalin sin hablar ruso. Llevar P.M. al Instituto del Cine para su aprobación fue una audacia inocente, como Caperucita Roja al inspeccionar los dientes del lobo. Pero no había más remedio que hacerlo. Algún tiempo después, Revolución sería suspendido para luego renacer con el nombre de Granma y desde entonces esa abuela no ha cesado de mostrar sus colmillos caninos. No obstante, nunca nos esperamos una mordida tan bestial. La Comisión Revisora, además de negarse en redondo a dar el imprimatur a P.M., prohibió el documental y lo acusó de ser contrarrevolucionario, además de basura peligrosa y licencioso y obsceno y perverso y en blanco y negro. No contentos con eso, se incautaron de la copia.
Esto fue más de lo que podíamos tragar. Estomagados, todo terminaría con una purga, claro. Hacía tiempo que esperábamos una confrontación con el Instituto del Cine, pero la misma habría de convertirse en una batalla campal sin Cid. La prohibición de P.M. tuvo lugar en junio de 1961, en lo que se podría denominar un período entre dos guerras. En abril de ese año se produjo la invasión de Bahía Cochinos. De modo impresionante, todos los invasores fueron derrotados en menos de 48 horas y Fidel Castro se apresuró a declarar a Cuba República Socialista, aunque la isla no sería ni una cosa ni la otra nunca. Los tiempos traían buenos augurios para el Partido Comunista (que entonces se había unido con los restos del Movimiento 26 de Julio y la sombra de lo que fue el Directorio Revolucionario para formar un partido único denominado ORI), tanto que el Comité Cultural había decidido organizar un Congreso de escritores en La Habana para invitar a algunos literatos extranjeros destacados, como Nathalie Sarraute, que, sin ser necesariamente comunistas, eran simpatizantes de la Revolución de Castro. Mientras tanto, en una especie de montaje político (cascos de caballo con jinetes de Klu Klux Klan a galope, corte a escena de doncella en peligro, nuevo corte a escena de negro en pena o en actitud amenazante), se vio a Lunes afanado en la recogida de firmas para protestar contra el secuestro de P.M., la pequeña película nocturna.
A la vista ya los comienzos del Congreso organizado por los comunistas, esta actitud iba a tener amplias repercusiones. Al vemos venir y saber que constituiríamos un problema, el Comité Cultural del Partido fue presa del pánico. (Los comunistas siempre tienen miedo histórico.) Nos pidieron, por favor, que no hiciésemos un manifiesto público con la declaración contra el Instituto del Cine. A cambio, nos proponían retrasar la apertura del Congreso y lavar la ropa sucia en casa*. Para ello orquestarían una reunión de todas las partes interesadas con Fidel Castro, y casi todo el Gobierno. Muy bien, una discusión amistosa, una tregua. ¡Resultó una emboscada rastrera! El Comité Cultural invitó a todos los intelectuales implicados y a muchos más también. A tutti quanti, como diría Virgilio. Las sesiones tuvieron lugar los viernes durante tres semanas consecutivas y se celebraron en el espacioso teatro de la Biblioteca Nacional, un verdadero palacio del libro construido por Batista (que no leía) pero reclamado por Fidel Castro (que no lee). El día de la primera reunión fue como un presagio del Día del Juicio Final. En el estrado se hallaban Fidel Castro, el presidente Dorticós (desde entonces depuesto, luego suicida), el ministro de Educación Harmando Hart, su esposa Haydée Santamaría, presidenta de la Casa de las Américas (quien más tarde se suicidaría también: al poder con la bala en el directo), Carlos Rafael Rodríguez, entonces influyente dirigente comunista y hoy nuestro (es decir, de Moscú) tercer hombre en La Habana, la ex esposa de éste, Edith García Buchaca (por estas fechas, cabeza del aparato cultural del partido: más tarde habría de pasar quince años bajo arresto domiciliario); Vicentina Antuña. jefa del Consejo de Cultura bajo el hechizo político de la Buchaca; y por último Alfredo Guevara, el otro Guevara, Maquiavelo tropical que aconsejaba no solamente al Príncipe sino también a la Princesa. Luego venían los chivos expiatorios, corderos para el lobo o, como se decía en Cuba, monos amarrados contra león suelto: Carlos Franqui, director de Revolución, y yo como director de Lunes. Ésa era la mesa de la última escena.
El presidente Dorticós, que entonces se creía de veras que era presidente, pobre pelele, declaró abiertas las sesiones, que habrían de resultar vistas de un juicio. Anunció Dorticós con voz de comodoro de club náutico (lo que, efectivamente, había sido, en Cienfuegos: 1953-1956) que habría libertad para que todos expresaran su opinión. Todo el mundo podría decir su parecer —siempre que fuera favorable. «¡Compañeros, levanten la voz!» Nadie lo hizo. «¡Levanten entonces el culo!» Todos nos hallábamos atados de pies y manos y amordazados ante tal despliegue de poder político. Súbitamente, de la masa avergonzada surgió un tímido hombrecito de pelo pajizo, de tímidos modales, sospechoso ya por su aspecto de marica militante a pesar de sus denodados esfuerzos por parecer varonil, o si no, fino, y dijo con voz apocada, apagada que quería hablar. Era Virgilio Piñera. Confesó que estaba terriblemente asustado, que no sabía por qué o de qué, pero que estaba realmente alarmado, casi al borde del pánico. Luego agregó: «Me parece que se debe a todo ésto» —y dio la impresión que incluía a la Revolución como uno de los causantes de su miedo. (Aunque quizá se refería nada más que al multitudinario auditorio de así llamados intelectuales.) Pero podría ser que aludiera a la vida del escritor en un país comunista —o sea, a esos miedos con nombres como Stalin o Castro. Nunca lo sabremos. Una vez dichas esas palabras, Virgilio volvió a su asiento, manso, mantuano. A nadie se le permitía hablar desde su silla para emitir una opinión. (Tal como el presidente Dorticós había pedido con voz de trueno amable, había que dirigirse a un micrófono ubicado en el proscenio y hacerlo de cara al auditorio, pero teniendo la precaución de no dar nunca la espalda a Castro: las desviaciones físicas siempre revelan desviaciones políticas.) Hablaron todos. Hasta los que no sabían hacerlo, como Calvert Casey, tartamudo incorregible. ¡Te cogí!
De pronto se hizo patente a todos (acusados, acusador, jurado, juez y testigos) que se estaba ante un juicio público realizado en privado: no era sólo P.M. sino Lunes (y con el magazine todo lo que representaba éste para la cultura cubana) quien también estaba en el banquillo de los acusados. Kafka en Cuba, Praga en La Habana. La mayoría de las personas que comparecieron ante el tribunal eran enemigos jurados de la revista, y algunos de ellos tenían razones para serlo. Como, por ejemplo, la colaboradora gorda llamada Martina Vesa, que envió unos poemas a la revista, publicados luego con el título de Los versos de la Obesa. O el dolido dentista que se creía un Dante al dente y dejó oír su amarga queja. No sólo se quejó sino que también lloró y, católico converso, rezó en contra nuestra a Dios y a Castro y nos llamó profesionales del crimen de lesa literatura: asesinábamos a los escritores en persona como si se tratara de personajes de un libro. Éramos los hit men de la cultura que tirábamos a dar. ¿Mafia marxiana tal vez? Fue un discurso apasionado, apasionante aunque desdentado y el buen hombre consiguió lo que vino a buscar: ser designado embajador ante la Santa Sede como premio de Consolación (del Sur). Pero no consiguió ser dantista: siempre fue dentista.
Hubo otros testigos, todos de cargo y uno de ellos, enmascarado, se quitó la máscara casi al final del baile. Todos le vimos entonces la cara: ¡Baragaño! El poeta de la nada instigador de los ataques contra Lezama y sus discípulos, ácrata, antiguo anticomunista —¡se había puesto ahora en contra nuestra! Sorpresa surrealista. Sin embargo, había un enemigo esperado: Guevara (orador guerrillero que nunca pudo pronunciar la erre de la Revolución) dio un golpe bajo a Revolución y a Lunes de R. Hasta entonces yo había sido un Infante Terrible, pero ahora era un infante infame. Finalmente fue Fidel Castro en persona quien habló. Como es habitual, tuvo la última palabra. Como introito se deshizo de su perenne Browning de 9 mm., que lleva siempre a la cintura (con lo que daba un referente real a la metáfora acuñada por Goebbels: «Cada vez que oigo la palabra cultura echo mano a mi pistola») y pronunció uno de sus más famosos discursos. Famoso no por durar ocho horas, sino por ser breve y conciso: duró apenas una hora. Primera vez que ocurría desde su designación como Primer Ministro de Cuba. Dicha deposición deletérea es conocida ahora con el nombre de: Palabras a los intelectuales, cuyo epílogo es reclamado por los castristas de todo el mundo unidos como un modelo de retórica revolucionaria. Se trata, en realidad, de un credo estalinista: «Con la Revolución, todo», tronó Castro con la voz de un Zeus ruso. «Contra la Revolución, nada.» Todos aplaudieron, algunos de buena fe, aunque no yo. No tuve más remedio que aplaudir, sí, a pesar de que sabía perfectamente cuál era el significado de este slogan. Se trataba de una sentencia sin veredicto previo, dictada por una justicia a través del espejo. latoT.
El resultado del proceso fue que el Instituto del Cine devolvió a los cineastas la copia incautada de P.M., pero no levantaron su censura. Lunes también fue prohibido: tres meses más tarde dejaría de aparecer. Escasez aguda de papel de imprenta fue la explicación oficial —una historieta de Callejas, por supuesto. Después de las sesiones relatadas, tres publicaciones más o menos literarias vieron la luz: Revista Unión, mensuario editado por la Unión de Escritores y dedicado a temas teóricos de la cultura comunista; Gaceta de Cuba, semanario publicado también por la Unión y que se parecía a Lunes, como Caín a Abel, y una revista ilustrada a cargo del Consejo de Cultura y que tenía el aspecto de un Hola —y adiós. Tres revistas rojas —y todas cojas. Al final, los comunistas celebraron su congresito (¿por qué tendrán los comunistas necesidad imperiosa de hacer congresos? ¿Acicate o alicate?) al que fueron invitados varios escritores extranjeros. Aplicando una estratagema habitual (y para que no llorara) me designaron uno de los siete vicepresidentes siete de la recién creada Unión de Escritores. Y bueno, no me quejé. Nunca pensé en quejarme. Es que el año anterior había estado en la Unión Soviética y supe de lo sucedido a los escritores que habían cometido la audacia de disgustar a Stalin, incluso sotto voce. (Uno de ellos se llamaba casualmente Giovanni Sotto Voce, amigo de Gramsci.) Oculto tras sus barbas, nuestra versión tropical de Stalin podía resultar tropicalmente letal.
Fue entonces que Virgilio Piñera regresó de Bruselas vía Praga y por apenas un metro no logró besar suelo cubano. ¡Vaya hubris! Poco después, una temprana mañana me hallaba haciendo mi papel de miliciano tumbado en la yerba, de custodia en la puerta de Revolución, cuando recibí una llamada de Virgilio que comenzó por asombrarme y terminó por dejarme atónito. Virgilio me llamaba de la cárcel local en la playa donde vivía. Me contó que había sido arrestado acusado de ser P pasiva. «Sí, pero P mayúscula, ¿sabes?», comprendí enseguida: Virgilio quería decir no P de Piñera ni de poeta, sino de Pederasta. La noche anterior había ocurrido una especie de Kristalnacht carnal en La Habana. Una sección especial de la Policía denominada Escuadrón de la Escoria se había dedicado a arrestar, a ojos vista, en el casco antiguo, a todo transeúnte que tuviese un aparente aspecto de prostituta, proxeneta o pederasta. Esta operación policial recibió el nombre de Noche de las Tres. Pero a esas horas Virgilio se encontraba de seguro a kilómetros de distancia de La Habana, en la cama (creía saludable acostarse al anochecer y levantarse al alba), en la casita que él había bautizado como el Gran Chalet de la Playa. ¿Por qué Dante había Virgilio ido a parar al infierno carcelario?
La explicación se halla en un infame flagelo social. El Gobierno tenía (y tiene) una oscura obsesión antimaricas, travestis y bugarrones —en fin, toda clase de pederastas. De ahí la P grande en la puerta. Cinco años después, llegaron incluso a construir campos de concentración para homosexuales, especialmente para aquellos que padecían de Desviacionismo, enfermedad epidémica del comunismo. En el Congreso de Educación y Cultura, celebrado en 1971, una de las principales resoluciones adoptadas, que más que una resolución pareció una solución (final), fue la de no permitir que los homosexuales (entonces llamados «enfermos de patología social») ocupasen puestos desde los que pudieran pervertir a la juventud cubana. (¿Y qué me dicen de los niños de Cuba? La pedofilia está más extendida de lo que se dice.) No deberían ocupar lugares de importancia en los círculos culturales o en las actividades artísticas ni tampoco representar a la Revolución en el extranjero. (Al enterarse de esta resolución, el cuerpo de ballet [masculino] de Alicia Alonso dio un paso largo, una grande jetée: de Praga a París.) Fue el mismo Fidel Castro, por supuesto, quien cerró el Congreso con esa sentencia segregante: «Vivirán pero no pervertirán.»
¿Qué lógica había en esta aberración «patológica»? Fidel Castro es, como a los gays de los Estados Unidos les gusta decir, desviados de la gramática, mucho macho. Por otra parte, el Che Guevara opinaba que los homosexuales es gente enferma que debe dejar el paso al hombre nuevo, políticamente sano, producto de la Cuba comunista. Hay aquí varios niveles de ironía íntima: el otro Guevara, Alfredo, era un notorio marica protegido por Raúl Castro, el mismísimo hermano de Fidel. Che Guevara acabó siendo el nombre de una boutique de South Kensington en Londres, aunque ni una sola de sus clientes sabe qué quiere decir su nombre que pronuncian, lo juro, «Qué Güevera». «Hombre nuevo» es una marca de téjanos que usan lo mismo hembras y varones. Mientras tanto, en Cuba se prohibió definitivamente el uso de los pantalones ajustados —por ser moda imperialista y reaccionaria. Wow! En Nueva York, Castro no es la marca de un sofá-cama, como aparece en los anuncios, sino un hombre que va para ambas partes —lo que Gore Vidal llama ahora bisexual. Ironía final: el centro del mundo homosexual se halla hoy en una calle de San Francisco: Castro Street. ¿Gay? Sí, pero de la gaya ciencia. ¿Maricas o maracas?
Piñera el Pederasta salió de la cárcel gracias a la intervención de la Buchaca, que no lo hizo por piedad sino por consideraciones políticas: sabía los problemas que podía causar a Cuba un homosexual conocido en prisión. Había leído a Óscar Wilde y recordaba el verso aquel de «La Balada de la cárcel de Reading»:
En Reading junto a Reading
hay una rosa de asco.
Ella no sabía pronunciar Reading (diría Ridin), pero sí se sabía la balada de memoria. Después del cierre de Lunes, «esa rosa de asco», la mayoría de los homosexuales incluidos en la nómina (Calvert Casey, Antón Arrufat y Pablo Armando Fernández, siempre un feudo) fueron a trabajar a la Casa de las Américas bajo la dirección dura de Haydée Santamaría. Esta curiosa contradictoria (cuyas contradicciones personales y políticas la condujeron a suicidarse) era una fidelista a ultranza auténtica. Se trataba de la única mujer que había tomado parte en el asalto al cuartel Moncada en el año 53, donde tanto su novio como su hermano murieron torturados, tortura que obligaron a presenciar a Haydée. Desde 1956 era fiel compañera de Castro, a quien se había unido en las montañas donde operaba la guerrilla. Pero, como ella misma explicaba, tenía «debilidad por la cultura». Aunque admitía que no era más que una campesina ignorante. La segunda afirmación, ser ignorante, era cierta pero no la primera. Se trataba de una mujer que provenía de una familia acomodada de la burguesía de provincias, que aunque no era más rica, sí tenía más influencia a nivel local que sus iguales de La Habana. La gente rica de provincias elegía a alcaldes, escogía a los miembros de la sociedad y dirigía los institutos de enseñanza locales. En las regiones tabacaleras eran incluso más poderosos, aunque podían ser bien analfabetos. Una vez me dijo Haydée y no como confidencia: «¡Qué campesina bruta ignorante que soy! Siempre pensé que Marx y Engels eran un sólo filósofo. Como Ortega y Gasset, tú sabes.»
Sin embargo, más relevantes fueron las revelaciones de Haydée al volver de su primer viaje a Rusia. Entonces me confió confiada: «En Moscú, conocí a Ekaterina Furtseva. Tú sabes, la ministro de Cultura. ¡Una mujer magnífica!», que lo era, «y tan amable», que no lo era la famosa Sonrisa de Acero. «¿A que no sabes lo que hizo? La ministro Furtseva me explicó, de mujer a mujer (o mejor, de compañera a compañera) lo que sucedió con los escritores y artistas que murieron en la época de Stalin. No los mataron, no, porque fueran poetas herméticos, novelistas burgueses y pintores abstractos. No, en realidad, los fusilaron porque eran espías nazis, y no artistas. ¿Qué te parece? ¡Todos agentes de Hitler! No hubo más remedio que exterminarlos. ¿Comprendes?» Sí que comprendía. ¡Ah, qué revolucionaria inocente y peligrosa que era! Una ráfaga de frío viento siberiano me corrió espalda arriba. Confessio mori.
No obstante, Haydée permitió que Arrufat transformara la Revista Casa en la publicación literaria en español de más calidad en América después de Sur, que dirigieron Borges y Victoria Ocampo. Hasta que Antón se metió en problemas por publicar un poema de tema sodomita, maracas y maricas, de José Triana, joven autor teatral recientemente exilado en Francia de incógnito. El poema hablaba en tono disimulado de ciertas prácticas homosexuales inocentes más que indecentes, como embadurnarse con KY, emoliente para la sodomía doliente, y preguntar Triana cándidamente, cuántos sabores se saboreaban en el extranjero gay, y terminaba pidiendo el Sabor del Mes. Haydée, claro, no sabía nada de las técnicas del amor homosexual. Para ella la práctica heterosexual, la luz apagada y la postura del misionero eran lo que manda la Revolución. Pero se vio obligada a echar a Arrufat en el acto porque un poetastro envidioso, Roberto Retamar, ex agregado cultural en París, informó personalmente al presidente Dorticós del atroz delito de Arrufat contra la Revolución, contra Cuba, contra natura. Como en cualquier novela realista socialista. Arrufat fue despedido y Retamar premiado —en este caso con la dirección de la Revista Casa. Hasta se llegó a acusar a Arrufat del error criminal de invitar a Allen Ginsberg a Cuba. Ginsberg sería comunista en Nueva York, pero al ser un Ur-gay y no del Urugay, en La Habana se le consideraba apenas rosado. Además, durante su estancia en la isla había hecho algunas declaraciones escandalosas. Como afirmar que Fidel Castro era un sabroso semental (El Caballo es el apodo de Castro en Cuba) y ese fornido y vigoroso héroe revolucionario (como la mayoría de los hombres) tendría que haber sido homosexual en algún momento de su vida. Pero lo peor que hizo fue suspirar en público y decir que encontraba al Che Guevara un bocado tan apetitoso que le gustaría acostarse con él ahora mismo. Sur place de la Révolution. Con esto basta y sobra en la Cuba de Castro. Ginsberg quedó incomunicado ipso facto en su habitación del hotel Capri (como en capricho) y a la mañana siguiente lo pusieron en un avión rumbo a Praga —donde pudiera conseguirse un chico checo.
Mientras tanto, se otorgó otro premio de consolación cuyo agraciado destinatario fue el que escribe. Por más vicepresidente de la Unión de Escritores que fuera, la clausura de Lunes me había dejado en la calle y sin clave. Así se me nombró agregado cultural justo en la otra cara de la luna vista de La Habana: Bruselas, ese solitario sitio sombrío de donde regresó Virgilio. Allí me enteré de toda la verdad sobre las trampas de Retamar y de cómo Arrufat había sido expulsado del nido de Haydée. También supe de la existencia de la UMAP: campos de concentración camuflados tras las siglas Unidad Militar de Ayuda a la Producción —agrícola por supuesto. Aparentemente la «solución final» para la explosión demográfica homosexual eran las plantaciones de caña de azúcar. Como lo habría explicado Joseph Tura en Ser o no ser: «Campos de concentración para locas: nosotros los concentramos y ellos hacen locuras.» Hasta el pobre y pacífico Calvert Casey se metió en problemas cuando se atrevió a contar a un anónimo mejicano de izquierda (otro turista político llamado Emanuel Carballo) que había por toda Cuba campos para homosexuales —y no campos de cultivo. Éste era un secreto celosamente guardado del que Calvert Casey se había enterado gracias a la red (encaje más bien) de bolas homosexuales. A la mañana siguiente —¿complejo de culpa o de cruda?— el Manuel mejicano fue a ver a Haydée Santamaría y le susurró que había contrarrevolucionarios en la Casa que iban diciendo mentirais peligrosas para la Casa de las Américas y susurró un nombre gringo a su oído —Casey. Calvert recibió una severa reprimenda y fue degradado, aunque nunca llegaron a echarlo de la Casa, conocida ya como la Casa de los Maricas.
Cuando volví a Cuba para el funeral de mi madre, La Habana me pareció el lado izquierdo del infierno. Virgilio, más que guía del Averno daba la impresión de hacer el papel de solterona tiritante en verano en una de sus piezas del absurdo: una vieja loca que jugaba todo el tiempo a la canasta. Lezama se dedicaba en secreto a bordar su Paradiso en la oscuridad, noche tras noche, sin decirle nada a nadie (ni siquiera a su esposa) a la mañana siguiente: siempre astuto, siempre en su exilio doméstico, haciendo de Ulises y Penélope al mismo tiempo en la calle Trocadero. El enorme Hurtado estaba más asustado que encogido se veía a Virgilio: tenía miedo hasta de respirar y parecía perecer. Quedaba únicamente Arrufat, incitado a seguir las huellas de un alien, ese Allen Ginsberg al que nunca conoció. Andaba ahora con ánimos de sacar a la calle un grupo de gays desesperados con banderas y pancartas para chillar ante el Palacio Presidencial, residencia provisional de Dorticós. Era un plan tan suicida como el ataque kamikaze efectuado en 1957 contra el mismo palacio, donde se escondía Batista entonces. Para quitarle esas locuras de la cabeza, Virgilio tuvo que contarle un cuento de lo que era ser un escritor pederasta que después de pertenecer a Revolución era metido en la cárcel: «Mira, muchacha, es muy simple», terminó. «Los presos contrarrevolucionarios te harán pedazos, te descuartizarán por una causa que ya no existe.» Punto final. Arrufat vio la luz (lógico: Virgilio era su maestro) y en vez de hacer una demostración ante Palacio, se encerró en su casa para escribir una pieza de teatro. Estaba basada en Los siete contra Tebas, y había en ella un Zeus de barba negra que desde el monte Olimpo tronaba en español durante horas y horas. Como todavía tenía ganas de provocar, quiso titularla Muerte al Infiel. Virgilio susurró una cita del otro Virgilio: Facilis Descensus Averni. Con lágrimas de cocodrilo fidelista decidí marcharme de Cuba. Ya había visto y oído, y me había hecho oír más de lo suficiente y tomado mi decisión. No le dije a nadie que me iba para siempre —pero fue lo que hice. Adiós a Cuba— y lo que es peor, a La Habana.
Entra Padilla riendo. Mi novela Tres tristes tigres había ganado el laurel literario más prestigioso de España entonces, el Premio Biblioteca Breve de 1965. En segundo lugar quedó Pasión de Urbino, de Lisandro Otero, que había sido mi compañero de clase en la Escuela de Periodismo. Por esa época era un anticomunista acérrimo, pero luego se convirtió en un burócrata epónimo, adscrito al Ministerio de Asuntos Exteriores. Otero era también amigo de Padilla, quien solía llamarle La bella Otero y otras linduras. Además siempre fingía desear apasionado a la señora Otero, Marcia Leica, una bella cubana de marfil que perteneció a la alta sociedad de La Habana y era, por ese entonces, el brazo derecho de Haydée Santamaría en la Casa de las Américas —aunque seguía aún siendo a sus treinta una belleza y sabía pronunciar Engels y diferenciar a Karl de Groucho mientras hacía amables gestos políticos con sus largas y blancas manos. Además tenía modales exquisitos, Lisandro se comía las uñas. Todos veíamos lo que Lisandro veía en ella. Pero ¿qué podría ver ella en el Feo Otero?, se preguntaba a menudo Padilla. Lisandro Otero guardaba y aguardaba. Pasión de Urbino se publicó en La Habana en 1967 y como Otero era un pez gordo en El caimán barbudo (el émulo cubano de Krokodil, la revista rusa), pidieron críticas —o mejor, opiniones favorables, de todo el mundo, sin excepción. Padilla envió la suya: una violenta crítica que ponía por los suelos la novela de Otero y era un canto triunfal a la mía que acababa de publicarse en España, no sin antes tener ciertas dificultades con la censura de Franco. «¡Escándalo!», «¡Calumnia!», «¡Contrarrevolución»!, gritaron desde El caimán barbudo. Dagas volaron feroces, fanáticas, filosas de la tupida barba del caimán comunista y la barbuda turba. Padilla se había atrevido a alabar un mal libro hecho por un peor cubano: un contrarrevolucionario exilado en Londres. (Eso queda en Inglaterra ¿no?) Pero no había visto los méritos enormes de la excelente novela del camarada Otero, un revolucionario que vivía en Cuba —al igual que lo habría hecho en tiempos de Batista. (El comentario es mío.) El «Caso Padilla» tenía sus raíces en la dialéctica comunista: el que no elogia a un miembro del Partido, es un enemigo del Partido. Pero aunque Padilla no era surrealista se consideraba al poeta como un agent provocateur literario de capa y espada, y a sus palabras, un arma oculta bajo el capote. Nunca se retractó pero sus enemigos nunca se ablandaron: en un país comunista, que vive y muere según reglas bélicas, una campaña verbal es siempre considerada la continuación de la guerra por otros medios. El silencio es el último refugio del enemigo de clase y el escepticismo una peligrosa desviación a la derecha.
Pero el silencio, más que la conformidad, fue lo que salvó a Boris Pasternak. La falta de pelos en la lengua y la indiscreción, más que el hecho de ser relevante, fue lo que perdió a Osip Mandelshtam. Padilla, que había vivido en Moscú, decidió comportarse como ambos poetas a un tiempo. Era capaz de escribir un poema burlándose de Castro y mantenerlo en secreto (haciendo como el prudente Mandelshtam) y luego (como hacía Pasternak con Stalin) podía hablar por teléfono con Fidel Castro como el enfant prodigue de las letras cubanas: el caprichoso hijo de la Revolución que siempre podría ser reprendido para enmendarse luego, con el Primer Ministro haciendo el papel del padrino cubano. Coppola y cópula: conjunciones.
Por supuesto, Padilla no era Pasternak y Fidel Castro no era Stalin: conclusión, el poeta se convirtió en un affaire, conocido en Cuba y a lo largo y ancho del mundo de habla española (y también fuera de éste) como el «Caso Padilla». Pero Padilla no iba a ser arrestado por Scotland Yard y juzgado en el Old Bailey. La mente totalitaria jamás se preocupa por lo que ella llama «justicia burguesa». (Fidel Castro era abogado de formación, igual que el doctor Goebbels.) En el año 68 Padilla ganó un premio de poesía en un certamen patrocinado por la Unión de Escritores otorgado por un jurado internacional. El título del libro de Padilla era Fuera de juego, y hasta este nombre devino anatema para algunos miembros de la Unión de Escritores, especialmente su presidente, el viejo caimán comunista Nicolás Guillén, que es poeta pero fue censor cuando Machado. Guillén trató de presionar al jurado para que revisara su fallo. Según el dictamen de la Unión de Escritores, los poemas de Padilla eran escandalosamente enfermos, contrarrevolucionarios. Pero ¿lo eran realmente? El poema que daba título a la colección estaba dedicado a Yannis Ritsos, poeta comunista griego y empezaba así:
Al poeta, despídanlo!
Ése no tiene aquí nada que hacer
No entra en juego
No se entusiasma
No pone claro su mensaje
No repara siquiera en los milagros
Se pasa el día entero cavilando
Encuentra siempre algo que objetar.
Versos más que inocentes y además la música era siempre la de Theodorakis. Para colmo, Ritsos había sido encarcelado en 1967 por la Junta Militar griega. Es obvio que esto no podía pasar en Cuba. Había otros poemas que eran incluso menos críticos —si se puede calificar de críticos a los versos precedentes. El más audaz era quizá: Para escribir en el álbum de un tirano:
Protégete de los vacilantes
porque un día sabrán lo que no quieren.
Protégete de los que balbucientes,
Juan-el-gago, Pedro-el-mudo,
porque descubrirán un día su voz fuerte.
Protégete de los tímidos y los apabullados
porque un día dejarán de ponerse
de pie cuando entres.
¿Es ésta la poesía que lanzaría una invasión yankee? Ni hablar. Por esa época en el espantoso mundo hispanohablante de juntas y generales había poetas más escandalosos bebiendo mate en los cafés. En la España de Franco, Blas de Otero escribía y publicaba abiertamente poesía de corte comunista y nadie lo regañaba. Murió en Madrid. Nicanor Parra hizo ambiguas críticas al régimen de Pinochet —y nunca le ocurrió nada. En México, Octavio Paz (voz enérgica para verbo enérgico) renunció al cargo de embajador en la India, en un gesto de repudio a la masacre de Tlatelolco ordenada por su presidente. Pero fue sólo su conciencia la que lo hizo renunciar y nunca ha dejado de vivir en México.
Mientras tanto, en Cuba comunista, en abril de 1971, Heberto Padilla fue arrestado á la Russe: en su casa y por la madrugada. Furtivamente pero con un toque cubano: había recibido una discreta alarma, estridente de parte de los miembros del Comité de Defensa de la Revolución de su manzana. Los carros de patrulla hicieron el resto con sirenas silentes. El poeta permaneció un mes escaso en la cárcel, pero en esta oportunidad (al revés de lo que sucedió con la clausura del Lunes, tan calladamente montada) se produjo un escándalo internacional. El correo traía comunicaciones privadas dirigidas sólo a discretos ojos oficiales y al final le enviaron una carta abierta al mismísimo Doc Castro. La carta —«Querido Fidel»— que venía de parte de amigos, fue recibida por el Primer Ministro cubano como si se tratara de la misiva de un maligno enemigo. Por sorprendente que parezca, la carta llevaba las firmas de escritores de izquierda y defensores de la Revolución como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensberger, Juan Goytisolo, André Pieyre de Mandiargues, Alain Jouffroy, Joyce Mansour, Alberto Moravia, Octavio Paz y algunos otros que ni siquiera podían pronunciar correctamente el nombre de Padilla, mucho menos leer sus poemas. Era un quítame allá esas puyas. Hacía bastante tiempo que muchos intelectuales europeos y americanos estaban desilusionados con la Revolución Cubana. Fidel Castro, por su parte, estaba harto de lo que consideraba una intromisión en su dominio privado. La verdad, los escritores extranjeros y el dictador cubano ya no hacían buena liga: eran socios sin provecho.
Sin embargo, por un momento pareció que la cabeza del poeta rodaría rota. Pero Fidel Castro es una versión de Stalin, y Padilla (que escribió un poema sobre la lengua del poeta requisada por el Estado) se retractó y fue puesto en libertad. Para ello tuvo que hacer antes una confesión a viva voce en el salón de actos de la Unión de Escritores. El proceso a Lunes se desarrolló in camera y el veredicto se dictó en privado. Pero ahora no se trataba de un juicio público tras puertas cerradas, sino de confesión pública que fue todo un espectáculo. Padilla lo interpretó no leyendo un libreto sino siguiendo las líneas de un scenario y así, muy al estilo ortodoxo ruso y no cubano católico, confesó a viva voz todo tipo de crímenes literarios y políticos —y hasta crímenes contra el Estado y el pueblo cubanos. Además nombró a algunos cómplices, entre ellos la figura augusta y rotunda de Lezama Lima, conspicua esa noche no sólo porque lo llamaron poeta subversivo en público, sino porque fue la segunda figura literaria internacional ausente de la exquisita soirée cultural, montada con tanto esmero por la Unión de Escritores y, es obvio, por la Seguridad del Estado. El otro gran ausente era también importante: Nicolás Guillén, presidente de la Unión de Escritores —quien oportunamente alegó mala salud, tos, fiebre. ¿Un catarro? Mejor te cuidas, camarada.
Después de la confesión al estilo soviético («Compañeros, sé que mi experiencia va a servir de ejemplo, debe servir de ejemplo a otros») se originó una carta en un lugar de Europa más indignada y vehemente dirigida a Castro y firmada por aún más escritores de izquierda, como Nathalie Sarraute y Susan Sontag. Los firmantes estaban avergonzados y furiosos por el ultraje que supone para un poeta obligarlo a confesar crímenes políticos imaginarios. Hablaban de la despreciable indignidad cometida con Padilla. Pero por supuesto no decían cuántos obreros desconocidos y campesinos anónimos habían sido obligados a hacer lo mismo a lo largo y ancho de Cuba en el pasado (desde los comienzos de la Revolución, de hecho) y cuántos más descubrirán in corpore algún día que la retractación pública de Padilla no fue un castigo cruel y extraordinario sino una confesión deseada con fervor. «Échenme a mí la culpa», decía una canción cubana. ¿O era mexicana?
Después que Padilla hubo confesado delitos tan absurdos como admitir la autoría del incendio del Reichstag, la voladura del Maine en el puerto de La Habana o ser Guy Fawkes en la Inglaterra jacobina, un extraño período de calma se adueñó de la isla. Sin novedad en el frente cultural —aunque la tranquilidad no duró mucho. Lezama Lima, que no pudo publicar nada después de haber sido implicado por Padilla, murió. La muerte le vino como viene al arzobispo: como a un católico convencido. Falleció en oscuridad fúnebre: un desconocido en una de las salas públicas del viejo hospital Calixto García, donde antes de la Revolución iban sólo los indigentes. (Curiosamente esa sala se llama Borges.) Después de su muerte nadie dijo nada de él durante un tiempo. Posteriormente, postuma, la Imprenta Nacional, propiedad del Estado, le publicó un breve poema en prosa acerca de un poeta muerto llamado Licario, l'Icare, Icarus: ese extasiado amante de surcar los cielos que murió a causa de su propio vuelo poético hacia el sol. La vida de Lezama Lima describió así un círculo completo: de dejar de ser inédito pagando hasta pagar sus culpas políticas convertido en poeta inédito.
¡Entonces apareció —tará— Reinaldo Arenas! Se parecía un poco a Lezama y otro poco a Padilla, pero pelirrojo. (¿O se tiñó el pelo?) Había leído los suficientes libros como para reconocer un problema literario. Además Arenas era el único novelista cubano que podía ser considerado hijo de la Revolución: de origen campesino pobre en la parte pobre de la provincia de Oriente (la que fue mía), ahora vivía en La Habana, donde publicó su primera novela, tal vez demasiado influida por Faulkner, pero una auténtica, notable novela prima. El hecho de ser campesino (tenga en cuenta el lector que se suponía que la Revolución cubana fue hecha por guerrillas campesinas) le valió ser adoptado por la Unión de Escritores como la gran esperanza roja de la novela cubana. Nada de la caótica erudición católica de Lezama o la degenerada decadencia de las cadencias de Piñera o los vicios cosmopolitas de un pederasta exilado en París como Severo Sarduy, también joven y también brillante. Pero Arenas tenía, como suelen decir en Cuba, su defecto, algo que suena casi parecido a desafecto: era homosexual y en una forma demasiado llamativa, casi como una loca de La Habana Vieja. Además no hacía nada por ocultar o reprimir sus hábitos: pertenecía a esa joven generación de homosexuales que creó el movimiento gay. No es que la Unión de Escritores no hubiese tratado de reformar a Arenas, no. Incluso le propusieron que si se casaba y formaba una familia formal lo dejarían en paz. Ya habían realizado experimentos de este tipo, exitosos con varios actores a los que en Hamlet sólo les gustaba hacer de reina. O tal vez Ofelia. Estas yuntas y coyuntas eran una terapia más cercana a Pavlov que a Freud, más cosa rusa que vienesa: la cura de la locura por el matrimonio realista socialista. Pero Arenas era un campesino, y como todos los campesinos, testarudo: se negó a obedecer y continuó con sus hábitos —sin ser monje. Luego escribió una segunda novela: la brillante, original y exitosa El Mundo Alucinante. ¡Taratará!
De súbito, Arenas, además de invertido, se vio convertido en controvertido. Desde el año de la Nana no sucedía que un joven novelista cubano todavía residente en la isla tuviese tal éxito internacional. Para Arenas era, claro, un succès de folie. Se trataba del asno de oro de nuevo, por supuesto: Apuleyo en la isla de las cotorras. Después que la novela fue rechazada por la Unión de Escritores (incompetentes literarios pero muy competentes políticos), Arenas envió el manuscrito al extranjero sin consultar con la Unión, extraño editor: incluso cuando rechaza un libro en forma definitiva, quiere saber cuáles serán los posibles pasos posteriores. Sobre todo, después del rechazo. Sobre todo, de un libro que trata de un cura perseguido por una tiranía. (El cura era mexicano, la tiranía universal.) Lo que sobrevino a Arenas no fue el éxito, sino un repentino reconocimiento disfrazado de espantosa pesadilla. Perdió el puesto que tenía en la Biblioteca Nacional, un cargo de poca importancia, es verdad, pero va no pudo recibir más visitas del extranjero y lue objeto de una inspección minuciosa por parte de Seguridad del Estado, esa cuadrilla de muy letrados policías políticos. (Un conocido escritor venezolano fue expulsado de Cuba por reincidir en el crimen de tratar de hacer contacto con Arenas: 1984 está más cerca de lo que crees, camarada.) Por último, metieron a Arenas en la cárcel bajo la acusación de corromper a un menor. En el proceso (de Kafka) el corpus delicti presentado al tribunal casi como un corpus deliciae era un robusto varón de 35 años de edad, con abundante barba adulta y mucho más alto que Arenas. (Arenas sigue insistiendo hasta el día de hoy que su presunto consorte y Fidel Castro eran idénticos: cuando veas las barbas de tu gemelo.) Sea como sea, Arenas fue declarado culpable y sentenciado a cuatro años de cárcel, por delitos contra natura y contra el hombre (socialista). De la poca pena sólo cumplió un año, es verdad, pero en las mazmorras de El Morro, ¡fortaleza que no había sido usada como prisión desde que los ingleses tomaron La Habana en 1762!, Arenas sobrevivió la cárcel por la misma razón que había ido a parar a ella: era un campesino testarudo.
Cuando finalmente fue puesto en libertad, con 15 kilos de menos, intentó marcharse de Cuba contra viento y marea, literalmente. En París tenía un amigo por correspondencia, que le envió una balsa de goma en la maleta de un diplomático atrevido. Todos pertenecían a la red homosexual, excepto la balsa. El bote inflable funcionó a la perfección en la playa cuando Arenas lo probó una noche. Pero una vez mar afuera, la manufactura mediterránea de la balsa no pudo resistir la fuerza de la Corriente del Golfo y sufrió un desgarro. Arenas tuvo que nadar de vuelta desde la Corriente, a través de un mar a menudo infestado de tiburones. Luego trató de cruzar a nado (nunca pude entender cómo un campesino de tierra adentro se convirtió en tan excelente nadador de alta mar) la bahía de Guantánamo para llegar a la base naval americana de Caimanera, ubicada a dos millas náuticas de distancia pero un sólido santuario para muchos cubanos afortunados. La muerte o un castigo peor que la muerte aguardaba a quienes no tenían éxito en la empresa: esa tierra de nadie (igual que la frontera entre las dos Alemanias) se halla plagada de ametralladoras autómatas, minas y trampas eléctricas controladas por dispositivos en la flor. (Véase el poema de Cintio Vitier y Desnoes.) Afortunadamente su huida nunca tuvo lugar. Arenas pudo abandonar, entre las balas que zumbaban en la noche última, la zona mortal y escurrirse hasta territorio cubano, salvación que significaba nuevas perspectivas de cárcel. Temeroso de regresar a la capital se ocultó en el Parque Lenin, una zona boscosa en las afueras de La Habana. Allí pasó meses, escondido en espesura vigilada: Lenin lenitivo y letal al mismo tiempo. Afortunadamente contaba con una pareja fiel: dos mellizos tan femeninos y amables que Arenas los llamaba las hermanas Bronté-Bronté con un accent aigú sobre la é. Fue gracias a ellos (¿Ellas?) que pudo sobrevivir y, una hazaña aún mayor, regresar a su casa sin que lo descubrieran. Su apartamento era en realidad una pequeña habitación de un antiguo y derruido hotel colonial de La Habana Vieja. Allí se hallaba escribiendo (y ocultando en el techo, violinista, lo que escribía, de los ávidos lectores de Seguridad del Estado) cuando comenzó la invasión de la embajada peruana. Un buen día se refugiaron en la residencia unos pocos cubanos desesperados, entre los que se encontraba el amante perdido de Arenas. Tres días más tarde, eran once mil las personas que atestaron el recinto de la embajada en busca de asilo, un hecho sin precedentes en la historia de la diplomacia, y ni siquiera comparable a los 55 días en Pekín cuando la rebelión de los bóxers. Arenas también pensó en acogerse a asilo pero se dijo a sí mismo que su racha de mala suerte haría abortar la misión antes de intentarla. Estaba salao.
Fue entonces que llegaron los barcos de Miami, la Flotilla de la Libertad, en un rescate de último minuto: todo el mundo intentaba irse de Cuba en cualquier cosa que flotara. El Gobierno, en un intento de justificar su afirmación de que sólo la «escoria social» había buscado asilo en la embajada peruana, llenó a la fuerza los barcos procedentes de Florida, que habían sido alquilados por particulares para sus parientes pobres en la isla, con toda clase de delincuentes: soltados de las cárceles, cogidos en las calles de La Habana y sacados de manicomios.
Un día el delegado del Comité de Defensa de la Revolución en la calle donde vivía Arenas llamó a su puerta, que de todos modos se hallaba abierta para exorcizar al calor y a los curiosos por igual. El delegado le informó a Reinaldo oficialmente que tenía que abandonar el país en el acto, pues había sido calificado de escoria: por así decirlo, la crème de la crème de la degeneración socialista. Perdón, social. Para Arenas fue un insulto caído del cielo. Se vistió en un santiamén, dispuesto a marcharse del cuarto, y dirigirse a Mariel, el puerto de partida de la decadencia: una especie de Dunquerque para cubanos. Allí tuvo que esperar 48 largas horas en la playa bajo un sol implacable —pero, como dijo el caimanero, no menos que el hombre. Cuando al final partió en el barco que le correspondió por azar, estuvo perdido durante dos días en las procelosas aguas del Golfo antes de que tocaran puerto en Cayo Hueso, donde lue enseguida internado en un descampado al que el gobierno de La Florida destinaba a todo extranjero indeseable. Pero para Arenas era el paraíso de nuevo encontrado. El infierno había quedado atrás en Mariel, mientras esperaba la llegada del barco, temeroso de que el Comité de Lectura de la Unión de Escritores pudiera enterarse de que se marchaba, ya que el vigilante Comité de Defensa había tomado una decisión a nivel local. (De loca, claro.) En la playa, descolorida ahora por el blanco sol abrasador, había motas color olivo. Pero no era la vegetación clemente sino el hombre inclemente. Como personajes salidos de Doré o de Dante, personal militar portaba enormes libros en los que anotaban cuidadosamente a hombres, mujeres o niños a punto de dejar la isla: señas, ocupación, dirección anterior. Todo sonaba a nombre, rango y número de serie. Para Arenas ese monstruoso libro mayor rojo se convirtió en una versión de pesadilla del Libro del Juicio Final. ¿Era ésta la recompensa que se merecía un escritor? A mí me parece más bien el mayor castigo para un pecado sin nombre. ¿Cuál círculo del infierno es Cuba?
En enero de 1981 vi a Reinaldo Arenas en Nueva York y me pareció el hombre más feliz del mundo. Su odisea había terminado con un final feliz. Por fin, Arenas había conseguido reunirse con su amante en Miami, rescatados ambos por un tío de Arenas, un agente de aspecto amenazante pero, según Arenas, un hombre adorable a pesar de pertenecer a la policía de la ciudad y del condado de Dade. En Nueva York reinaba un frío glacial (no precisamente el tiempo apropiado para un criollo de la campiña cubana) pero el frío no impidió que se quitara los zapatos y se pusiera a bailar descalzo entre esas mezquinas esquinas de noche. «¡Mira!», me gritaba. «¡Mira! Como Yin Keli», mientras cantaba «Singin' in the Rain» —bajo la nieve no bajo la lluvia.
Por esa fecha, casi el mismo día, Heberto Padilla dejó Cuba para siempre. Admiradores suyos en los EE. UU. (Susan Sontag entre otros) habían pedido al senador Edward Kennedy que intercediera en su favor ante Fidel Castro. Kennedy hizo una llamada (a cobro revertido) al dirigente cubano. Veinticuatro horas después Padilla obtuvo permiso de salida, dos billetes de avión y, además, Castro en persona lo despidió con un tibio adiós, según contaría el poeta luego. La anécdota encuentra su sitio adecuado en una historia cubana de la infamia. Padilla fue convocado a uno de los muchos cubiles ocultos que Castro tiene en La Habana, esta vez un palacete disfrazado. Después de darle la mano, Fidel le dijo que había escuchado el rumor de que él (Padilla, claro) quería marcharse de Cuba. Luego, con una mirada astuta, le preguntó: «¿Es verdad eso?», para agregar enseguida: «Mira, chico, tú sabes que éste es tu país y que lo será hasta el día de tu muerte. Nadie te echa de aquí. El pueblo cubano es tu pueblo. Puedes irte ahora y regresar cuando quieras. Tu casa queda intacta. No se tocará ni un solo ladrillo ni un solo libro. Quiero que lo sepas.» Una vez dicho todo, el tirano despidió al poeta, y lo lanzó fuera del juego.
Estoy seguro de que el filósofo vienés, el intelectual conservador y el director de Hollywood dirán a coro: «Ah, pero ¿ve usted?, este político se preocupa por la suerte del poeta.» Igual que Augusto por Ovidio o como Stalin con muchos otros poetas, que se ocupó de ponerles una lápida encima. Padilla hizo lo correcto: se marchó de su casa y de la ciudad rápido y en silencio. En 1933, Joseph Goebbels vio una película de Fritz Lang y decidió que era Wagner, ¡por fin!, en imágenes. Sabía que Lang era uno de los pocos directores alemanes importantes que aún vivía en Alemania y que no era judío. Lo citó a su enorme despacho y le dijo que quería que se hiciera cargo inmediatamente de la industria de cine en nombre del Führer y de Alemania. Fritz Lang se atornilló el monóculo, dijo que quería consultarlo con su almohada si a Herr Doktor no le importaba, y claro, le rogó le permitiera volver a casa —no sin olvidar sonar los talones (clac) antes de abandonar la habitación. A la mañana siguiente Lang se marchó secretamente en el primer tren para París. Como el director de cine alemán, Padilla había aprendido el axioma de los años de la peste formulado por Francesco Guicciardini, amigo de Maquiavelo y que reza: «El tirano, como la plaga, tiene una única cura: darse a la fuga tan rápido como se pueda, tan lejos como sea posible.»
En cierta oportunidad el director de una editorial americana quería publicar una antología de literatura cubana y vino a mí en busca de ayuda. Le mencioné varios nombres en secreto y añadí que también debería incluir a los escritores que quedaban en Cuba. «Son unos cinco», creo que le dije. Esto ocurrió el año pasado. A comienzos de este año el mencionado editor volvió a verme: «Bueno, ¿y ahora cuántos escritores quedan?» Me sentí como un corredor de apuestas pero no tuve más remedio que decirle la verdad: «Bueno, Virgilio Piñera y Alejo Carpentier han muerto.
Edmundo Desnoes, Reinaldo Arenas y Benítez Rojo (la alternativa de Haydée Santamaría a Carpentier) se exilian en Estados Unidos. José Triana, en una especie de larvatus prodeo, hizo lo mismo en Francia. Supongo que queda en Cuba solamente un escritor de nivel internacional, Nicolás Guillén, y unos seis poetas menores de nombres impronunciables.» «No muchos, ¿no?», me dijo con una mueca de disgusto que quizás era de incómoda vergüenza. Tuve que darle la razón. De verdad, no muchos. En absoluto.
Alejo Carpentier murió en París como quería, pero no en la forma que quería. En vez del piadoso ataque al corazón que esperaba lo aniquilara en el sueño, se despertó en mitad de la noche: el cáncer de garganta que lo consumía le había provocado una hemorragia. Carpentier se ahogó en su propia sangre en desenfreno. Luego lo embalsamaron y lo volaron a Cuba, donde fue obsequiado con pomposas exequias —incluso recibió una corona personal de Fidel Castro con la siguiente dedicatoria: «Para el gran escritor del pueblo.» Mentira, por supuesto. El único y auténtico escritor popular que quedaba en Cuba murió de una muerte diferente.
La muerte de Virgilio no fue rápida ni sencilla. Se hallaba en su pequeño piso de La Habana (refugiado junto a su amigo Feo) cuando se sintió enfermo. Se las arregló para telefonear por una ambulancia —¡que tardó tres horas en llegar! ¡Papeleo! La función primordial de un Estado policíaco consiste en llenar y volver a llenar más y más formularios —y más aún. Papeleo. Cuando la ambulancia al fin llegó, lo encontraron tirado en la calle ya cadáver. Alejo Carpentier que pedía un ataque al corazón tenía casi ochenta años cuando murió. Virgilio Piñera, que no quería saber nada de paros cardíacos o infartos tenía sesenta y ocho. El funeral de Carpentier fue oficial y con pompa. El entierro de Piñera constituyó una nueva pieza del absurdo, interpretada por él mismo en la ocasión luctuosa. Luego corrió el rumor (en los países socialistas los rumores corren como Aquiles mientras que las noticias del Partido van a paso de tortuga: por eso un rumor que corre es siempre digno de confianza), rudo rumor: había muerto Virgilio. Estaba de cuerpo presente en una humilde funeraria acompañado por un pequeño grupo de escritores, viejos amigos y un mujerío de jóvenes escritores, con aspecto de maricas, y maricas eran: pájaros de La Habana. Virgilio había sido el único auténtico educador que habían tenido, mentor y maestro en el gay savoir. Había flores que se marchitaron pronto y luego llegó una corona de la Unión de Escritores, sin dedicatorias.
Hubo todo lo necesario para un buen velorio, excepto lo principal: el cadáver. Algunos recordaban haberlo visto a altas horas de la noche anterior. ¡Pero ya no estaba allí! Se lo habían llevado por la mañana temprano. De madrugada casi. La explicación ofrecida a la subrepticia retirada del corpore insepulto fue que Virgilio necesitaba una segunda autopsia. Virgilio necesitaba otra autopsia tanto como un agujero en la testa. Todos sabían que había muerto de un ataque al corazón. La razón real que explicaba la desaparición del cadáver (como en las mediocres novelas de misterio de Agatha Christie) era que el Gobierno (o la Unión de Escritores) temía encontrarse con una funeraria atestada de gente, velando al difunto, lo que terminaría en una procesión fúnebre plagada de incidentes y accidentes, todos políticos. El cadáver regresó del frío media hora antes de comenzar el entierro, aunque éste nunca tuvo lugar. En vez de conducir el coche fúnebre a paso de peatón (que es la costumbre en La Habana, donde las funerarias nunca están muy lejos del cementerio), como corresponde a una procesión mortuoria que se respete, el chófer, siguiendo órdenes de la Unión de Escritores, también siguiendo órdenes del Gobierno, aceleró como si estuviera en Le Mans para eludir la afeminada comparsa cultural. Pero los discípulos (de la nueva escuela cubana de maricas, aún más nueva que la escuela de Arenas y la Nueva Trova) persiguieron al carro fúnebre en coches, en bicicletas y hasta a pie, corriendo exhalando, aullando gritos de lamento: «¡Ay de nosotros, Maestro! ¡Te llevan a lo ignoto pero tu espíritu siempre estará con nosotros! ¡Virgilio vive! ¡VV!»
Pero Virgilio estaba muerto y bien muerto y su cadáver se halla (o debe hallarse) todavía en su tumba del cementerio Colón, uno de los más suntuosos de América: más grande aún que el famoso cementerio de La Recoleta en Buenos Aires, donde Borges anhela ser inhumado para así poder soñar que está muerto. Como conozco al régimen, tengo la seguridad de que Virgilio ha sido enterrado no en el Panteón de la Patria sino en lo que se podría llamar la fosa común, aunque se supone que no hay fosas comunes en un país socialista. Todos los muertos socialistas son enterrados igualmente, sólo que algunos son enterrados más hondo. No me apena. No me apena en absoluto. A Virgilio tampoco le habría importado en lo más mínimo el lugar donde yace su cadáver durmiendo el sueño eterno.
Son sus escritos los que vivirán para siempre, torciéndose y retorciéndose de risa perversa, de risa Piañera. Por eso me preocupa profundamente lo que pueda suceder a su obra. Sé que sus libros estarán agotados dentro de poco y que ya nunca más serán reimpresos en Cuba. Lo que dejó inédito quedó por un tiempo en su piso pobre detrás de la puerta precintada por Seguridad del Estado: «PROHIBIDA LA ENTRADA».
Extraña paradoja ésta: un cuerpo de policías analfabetos que se ocupan y preocupan por los escritores y sus escritos. El antiguo apartamento de Piñera tendrá nuevos y ansiosos inquilinos, listos para mudarse y hasta impacientes por hacer la limpieza. Todos los papeles que se encuentren (la última voluntad literaria y el testamento teatral de Virgilio) irán a parar a una caja de cartón y serán luego encerrados en una de las secciones secretas ubicadas en el sótano de Seguridad del Estado. Ese lugar (donde acabaron las novelas sin publicar de Arenas) es conocido, por los agentes secretos que se encargan de cada cubano afectado por una inclinación literaria o una desviación subversiva (ya sea política, estética o sexual), como La Siberia. Este artículo largo en meandros y sin ilación es un esfuerzo por mostrar que todo (el sótano, el edificio de la Seguridad del Estado, La Habana y la isla que según el Capitán Núñez tiene la forma del logo de Lacoste) es una Siberia del trópico.
Pero a veces a solas me pregunto, ¿por qué estaba Virgilio tan deseoso de besar tierra cubana que metió la pata y besó suelo ruso?
(Ensayo publicado primero en inglés por The London Review of Books el 4 de julio de 1981 y, en español, en Quimera en España, en agosto 1984.)
ENCUENTRO CON LA INTELIGENCIA DE FRANCO
Recuerdo el día que encontré a mi madre llorando. No había habido motivo doméstico (ese día) y pregunté por qué como pregunta un niño de ocho años. Mi madre me explicó: «Cayó Santander.» Supuse que Santander era un amigo íntimo o un pariente cercano y su caída había sido de seguro mortal —y una caída mortal fue para mi madre y para mi padre. Santander se había rendido a Franco. Mi madre y mi padre habían sido fundadores del Partido Comunista en mi pueblo y habían sufrido prisión los dos bajo Batista un año antes. Apenas un año después estarían haciendo campaña electoral para Batista —siguiendo siempre los dictados del Partido. Ésas fueron tempranas lecciones políticas que nunca olvidé. Era, va a esa edad, un veterano.
Treinta años más tarde y en el exilio había venido a vivir (no a morir) a Madrid. La encontré, desde la oscura Habana al mediodía, luminosa y atrayente, a pesar de que la zona de sombra era el patio de un convento, con monjas dormidas en una siesta que Dios haría eterna. Estaba ocupado en rescribir mi novela Tres tristes tigres, que antes había tenido el título ilusorio de Vista del amanecer en el trópico, y descubrí que es más fácil rescribir la ficción (o esa otra ficción, la historia), que la vida propia.
Había vivido nueve meses en España y decidí instalarme. Debía solicitar ahora un visado de residente (el actual era de algo que nunca he sido, turista) y la respuesta a mi solicitud apareció en forma de una cita en el Ministerio (por poco escribo misterio) de la Gobernación que creí rutinaria: todo turista, aun renuente, es inocente.
Al llegar a la Puerta del Sol y entrar en la penumbra del edificio me cegó su sombra hasta que tropecé con la recepción. Dije el nombre del funcionario nombrado en mi convocatoria y la recepcionista me informó que subiera al tercer piso, a la puerta 304, y entrara. Subí en un elevador que crujía obsoleto y cuando llegué a la puerta indicada vi en el cristal nevado un letrero que decía: «Negociado de Asuntos Árabes».
Supuse que era un error de la recepción y bajé a la entrada, a su sombra, a que me aclarara. La recepcionista, fina y firme, me dijo que ésa era la puerta. Como no era árabe ni siquiera musulmán, supuse que se trataba de una versión española de la fábula de Kafka ante las puertas de la ley, aunque, a pesar de Fraga, no estaba en Praga. Hice lo que me mandaba la recepcionista, que era la ley. Subí de nuevo, abrí la puerta del Negociado de Asuntos Árabes, ya sin comillas, donde alguien dentro me indicó una puerta estrecha. La abrí también. Allí, en una oficina de un orden impuesto pero perfecto, había un funcionario con aspecto de hombre importante por su traje impecable y su pelo planchado a lo años treinta. Estaba sentado ante un escritorio desnudo y directamente debajo de un enorme mapa de Cuba. Por un momento pensé que el mar Caribe era el golfo Pérsico, o mejor aún, el mar Rojo. La política, como se sabe, altera la percepción.
El funcionario (o policía: en los países totalitarios son indistinguibles) me hizo sentar ante su escritorio pero al otro extremo. Comenzó hablándome de su cargo, siempre oneroso (pensé, no sé por qué, en Oneroso Redondo) pero al que los tiempos hacían necesario. Después de su autorretrato pasó a hacer mi biografía literaria y política y me mostró lo que sabía de esa zona de penumbra donde la literatura y la política se tocan y luego se confunden. En mi caso la sombra era un magazine literario pero suplemento del diario Revolución, llamado Lunes. Me enumeró casi como un vendedor (un vencedor en mi caso) los números de Lunes dedicados a la República, a la Guerra Civil, a la literatura española del exilio. Lo que se llamó con patetismo político «la España que sufre». Fundé y dirigí ese magazine, sabía, desde 1959 hasta que se suprimió con violencia nada literaria en 1961. El último número, doble anatema, estaba dedicado a Picasso. Además de los dibujos, pinturas y grabados sabidos y consabidos, se incluyó su panfleto «Miedo y mentira de Franco». Después de demostrarme mi interrogador, que era un índice, que la policía de Franco no tendría una mano larga pero sí una memoria prodigiosa, Proust posmoderno, pasó a solicitar mi colaboración.
Querría, me dijo casi compungido, que le hablara de lo que pasaba en Cuba. Le expliqué que hacía nueve meses que había dejado La Habana y un diario de Madrid podría darle más y mejor información. Le indiqué, por ejemplo, el diario Pueblo, cuyos corresponsales viajaban a Cuba con frecuencia de azafatas. Fue en ese momento, en la palabra información o tal vez en azafatas, que noté que había sobre el escritorio desnudo un bloc en blanco que destacaba sobre el negro de la mesa. Me pregunté por qué no lo había visto antes pero no tuve tiempo de responderme al notar cómo la mano bien hecha del policía (sus uñas tenían lunas blancas) descansaba sobre una pluma como al descuido. Era una Parker, pluma que nunca me ha acabado de gustar. Podría explicarles por qué pero no creo que sea pertinente. En todo caso, en la sesión de preguntas y respuestas puedo hablarles de plumas y policías, en ese orden.
De pronto el funcionario reveló su verdadera función y me preguntó directamente:
—¿Usted conoce a Blas Roca?
La pregunta era tan grotesca que resultaba risible. Pero no me reí. Blas Roca (verdadero nombre Francisco Calderio, que había adoptado y adaptado la roca como hizo con el acero Stalin) era el antiguo secretario general del Partido Comunista cubano, ahora reducido por Fidel Castro a mera figura de cera, que es el fin de toda roca comunista. Lenin, que era más duro, terminó también cerúleo.
—No lo conozco —le dije—. Es más, no lo he visto en mi vida.
El policía no me creyó, claro. Ésa es la función de la policía: no creer. Es lo que diferencia a un policía de un cura o un psiquiatra: no creer las confesiones. Mi policía decidió mostrarse comprensivo ahora:
—Sabemos que su padre vive en Cuba —¿Cómo sabían tantas cosas? Alguien, creo que yo, había subestimado a la policía de Franco.
—Créame que todo lo que nos diga —y aquí apareció por fin el plural de majestad: el hombre no era un policía, era la policía— lo mantendremos en la más estricta confidencia.
Por un momento pensé que quería decir que él no le diría nada a mi padre: idiotez mía. Pero pensé mejor: el policía me decía que la policía de Franco no le diría nada a la policía de Fidel Castro. Esos intercambios entre policías solían ocurrir. Por supuesto, no le creí. ¿Sherlock Holmes cree al inspector Lestrade?
Comenzó entonces un doble rodeo. Mi interlocutor trataba de seguirme, fiel como un perro policía, y yo a mi vez le seguía cómodamente. Mi educación en rodeos me la dieron los oestes. John Wayne fue mi maestro. Cansado, don Lestrade hizo un gesto de desespero con las cejas y con su voz, cortante, me explicó:
—Como usted viaja tanto.
Lo que no era verdad: en nueve meses había hecho un viaje a París en el invierno y otro a Londres ahora en el verano, buscando trabajo: la Unesco, el cine, la agencia Reuters.
—Como viaja usted tanto —volvió a decir desplazando el pronombre: quedan mejor entre el verbo y el adverbio, definitivamente— vamos a dejar su visa de residente para un cubano que necesite la residencia más que usted. Tenga usted buenas tardes.
Fin de la entrevista. Fin de mi estancia en Madrid. Había vuelto a caer Santander. Así fue como perdí a España y gané a Inglaterra. Good bye, Madrid! Hello, London?
Estas dos lecciones de razón política práctica es lo que me ha traído aquí ahora. Tal vez no vean ustedes la conexión. La conexión, por supuesto, soy yo.
(Leído en el Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas de Valencia en 1987.)
LORCA HACE LLOVER EN LA HABANA10
La primavera de 1930 (que era en Cuba verano como siempre: una «estación violenta», como advierte el poeta Paz) Federico García Lorca viajó a La Habana por mar, la única vía posible para llegar a la isla entonces. Por la misma época Hart Crane, poeta americano, homosexual y alcohólico, viajó de La Habana a Nueva York —y no llegó nunca—. En medio del viaje se tiró al mar y desapareció para siempre, dejando detrás como cargo un largo poema neoyorquino y varias virulentas metáforas como testimonio de su escaso paso por la tierra. Lorca estaba en su apogeo. Acababa de terminar Poeta en Nueva York con su espléndida «Oda a Walt Whitman» y emprendía la huida de Nueva York. No voy a comentar aquí el libro lorquiano, que es un largo lamento lúcido, sino que tocaré sólo su coda musical y alegre, ese «Son de negros en Cuba», que transformó la poesía popular cubana y también la visión americana de Lorca. Al revés de Crane, Lorca viajó de las sombras al sol, de Nueva York a La Habana.
Por ese tiempo, aparte de Crane más lamentable que lamentado, visitaron a Cuba escritores y artistas que luego tendrían tanto nombre como Lorca. Algunos vivieron en La Habana «con días gratis». Nunca, por suerte o para desgracia, se encontraron con Lorca. Ni en La Habana Vieja ni el El Vedado ni en La Víbora o Jesús del Monte, ni en Cayo Hueso ni en San Isidro ni en Nicanor del Campo, que no se llamaba así todavía.
Ernest Hemingway vivía en La Habana Vieja, en un hotel cuyo nombre le habría gustado a Lorca, Hotel Ambos Mundos. Allí escribió Hemingway una novela de amor y de muerte, de poco amor y de mucha muerte, cuyo inicio ofrece una vista de una ciudad de sueño y de pesadilla.
Ya ustedes saben cómo es La Habana temprano en la mañana, con los mendigos todavía durmiendo recostados a las paredes de los edificios: antes de que los camiones traigan el hielo a los bares.
La novela se titula Tener y no tener y es de una violencia que Lorca nunca conoció. En todo caso no antes de su final en Granada:
Atravesamos la plaza del muelle, dice Hemingway, hasta el café La Perla de San Francisco a tomar café.
No había más que un mendigo despierto en la plaza y estaba bebiendo agua de la fuente. Pero cuando entramos al café y nos sentamos, los tres estaban esperando por nosotros.
Es posible que Lorca, en 1930, hubiera conocido de vista a uno de esos tres que ahora
salían por la puerta, mientras yo los miraba irse.
Eran jóvenes y bien parecidos y llevaban buena ropa: ninguno usaba sombrero y se veía que tenían dinero. Hablaban de dinero, en todo caso, y hablaban la clase de inglés que hablan los cubanos ricos.
Por esa época, en ese país, Lorca debió vestir así y llevar el pelo envaselinado, aplastado. Moreno, como era, para Hemingway hubiera sido un niño rico cubano y sabría qué le pasaba a un niño rico cubano cuando jugaba juegos de muerte:
Cuando salieron los tres por la puerta de la derecha, vi un coche cerrado venir a través de la plaza hacia ellos. Lo primero que ocurrió fue que uno de los cristales se hizo añicos y la bala se estrelló entre las filas de botellas en el muestrario detrás a la derecha.
Oí un revólver que hizo pop pop pop y eran las botellas que reventaban contra la pared...
Salté detrás de la barra a la izquierda y pude mirar por encima del borde del mostrador. El coche estaba detenido y había dos individuos agachados allí. Uno de ellos tenía una ametralladora y el otro una escopeta recortada. El hombre de la ametralladora era negro. El otro llevaba un mono de chófer blanco. Uno de los muchachos le pegó a una goma del coche y como a cosa de diez pies el negro le dio en el vientre... Trataba de ponerse de pie, todavía con su Luger en la mano, lo que no podía era levantar la cabeza, cuando el negro tomó la escopeta que descansaba junto al chófer y le voló un lado de la cabeza a Pancho. ¡Tremendo negro!
Lorca no conoció esa terrible violencia cubana ni a esos negros habaneros, esbirros excelentes. Sus negros fueron sonadores del son, reyes de la rumba. Lorca tenía por costumbre recorrer los barrios populares de La Habana, como Jesús María, Paula y San Isidro y se llegaba a veces hasta la plazoleta de Luz, al muelle de Caballería ahí al lado y aun al muelle de la Machina, donde ocurre la acción inicial de Tener y no tener. Pero nunca conoció esa noche obscena que amanecía con los mendigos dormidos y los niños ricos muertos. Aunque al final, como Hemingway, supo lo que era una muerte violenta al amanecer.
Otro americano que vino a La Habana en esos primeros años treinta para dejar una estela de arte fue el fotógrafo Walker Evans: «Desembarqué en La Habana en medio de una revolución.» ¡Estos americanos no sé cómo se las arreglan para caer siempre en medio de una revolución en Cuba! Como Evans estuvo en La Habana en 1932 y el dictador Machado no cayó hasta 1933 para ser sustituido por Batista meses después, Evans no pudo haber caído en medio de ninguna revolución, excepto las revueltas que da el ron pelión. Pero Evans insiste: «Batista tomaba el poder» y Evans tomaba Bacardí. «...Yo tuve suerte porque tenía unas cartas de presentación que me llevaron hasta Hemingway. Y lo conocí. Pasé un tiempo estupendo con Hemingway. Una borrachera cada noche». ¿Qué les dije? Es la revolución del ron llamada Cubalibre. Dos de ron y una de Coca-Cola. Agítese. Da para dos. Hemingway, según Evans, «necesitaba una orientación». Se explica. Ésos son los años inciertos de Tener y no tener, su primera novela cubana. Pero Evans sí sabía dónde iba y sus fotos de La Habana son, como «Son de negros en Cuba», un romance gráfico en que los negros de La Habana se revelan como donosos dandies de blanco. Ése es un testimonio que no puedo traerles esta noche, ni siquiera puedo intentar describir estas fotos maestras que ahora pertenecen a los museos. Pero hay un negro de dril cien blanco, de sombrero de pajilla y zapatos recién lustrados por el limpiabotas que se ve al fondo. Bien vestido con corbata marrón y pañuelo haciendo juego en la pechera, dandy detenido para siempre en una esquina de La Habana Vieja, junto a un estanco de diarios y revistas, su mirada aguda dirigida hacia un objeto oculto por el marco de la foto que ahora sabemos que es el tiempo, que hace de la fotografía un retrato, una obra de arte, cosa que Tener y no tener nunca fue, nunca será y que ese son sinuoso de Lorca es. Es es es.
Pero La Habana no era una ciudad ni tan violenta ni tan lenta.
Un contemporáneo de Lorca, el escritor Joseph Hergesheimer, tan americano como Hemingway y como Evans, dice de La Habana en su San Cristóbal de La Habana, uno de los libros de viaje más hermosos que he leído:
Hay ciertas ciudades, extrañas a primera vista, que quedan más cerca del corazón que del hogar... Acercándome a La Habana temprano en la mañana... mirando el color verde de plata de la isla que se alza desde el mar, tuve la premonición de que lo que iba a ver sería de singular importancia para mí... Indudablemente el efecto se debe al mar, al cielo y a la hora en que tuvo lugar mi presciencia... La costa cubana estaba ahora tan cerca, La Habana tan inminente, que perdí el hilo de mi historia por un nuevo interés. Podía ver, baja contra el filo del agua, una fila de edificios blancos, a esa distancia puramente clásicos en su implantación. Fue entonces que tuve mi primera premonición sobre la ciudad hacia la que suavemente progresábamos. Iba a encontrar en ella el espíritu clásico no de Grecia sino de un período algo tardío. Era la réplica de esas ciudades imaginarias pintadas y grabadas en una rica variedad de cornisas de mármol, dispuestas directamente hacia el mar calmo. Había ya perceptible en ella un aire de irrealidad que marcaba la costa que vio el embarque hacia Citerea...