Todo ese submundo urbano, suburbano, era un orbe nuevo. Cuando otro escritor cubano nacido en España, Antonio Ortega (de Gijón, Asturias) me dio a conocer los cuentos de Lino (desde entonces ya no más Novas Calvo) fue como si abriera una puerta pequeña, la del tomo, a un mundo ancho pero propio, contenido bajo el título de La luna nona. Recuerdo haber llevado el tomito en el regreso ritual de Navidad al pueblo natal, leyéndolo todo molido en mi vagón de segunda, el tren convertido en mi Transiberiano, el viaje largo en el tiempo no en el espacio: un Orient Express a través del espejo.

El tren había salido de la vieja Terminal de Egido a las diez de la noche, con el brazo lívido de Chelo diciendo adiós desde el andén, y al amanecer estábamos todavía en la provincia de Las Villas, enfilando la inmensa llanura continua (Cuba, como África, no es más que una extensa sabana) que era el paisaje de Placetas a Cacocún, el empalme para Holguín, y el resto del trayecto hecho en el gasear de vía estrecha a Gibara: lomas, un túnel, el mar. Todo ese viaje de fin de año de 1947, fin de una era y comienzo de la literatura, lo había pasado leyendo y releyendo la rara prosa de Novas Calvo. Rara no por remota sino por prójima: esas gentes de nombres exóticos como Acerina Canadio, Silvia Silva, Nazario Niela no vivían en La luna nona, en las afueras, como el cuento sino entre nosotros. “Él reía su risa arrancada”, cuenta Lino sin apenas darle importancia a la imagen vertiginosa, “y decía que pensaba acabar con todos los carros del garaje, y los ojos se le estriaban”. Créanme, no se escribía así en español, o en cubano, antes de publicarse “En las afueras”. No se volvió a escribir igual después.

Recuerdo haber leído luego su cuento “Angusola y los cuchillos” con una extraña emoción que era el arte emotivo de las palabras que lo traían todo: los nombres, los hombres y las mujeres (¡ Ah, Sofonsiba Angusola!) y el sexo sobresaltado en una oscura violencia vital. A pesar de mi respeto por Carlos Montenegro, Lino Novas Calvo se convirtió en mi escritor cubano favorito y hasta la llegada de William Faulkner y de Borges (juntos en Las palmeras salvajes), en mi escritor favorito entre todos. Habría hecho (de hecho, hice) proezas por leer un nuevo cuento de Novas Calvo. Se hicieron de veras escasos.

Recuerdo a Lino, la persona, a la puerta de Carteles esperando, viejo chófer, a Herminia del Portal, su mujer, entonces directora de Vanidades y la periodista que ella sola había revolucionado la prensa femenina cubana como lo haría después con la continental. Lino, a la espera, me saludaba al pasar con un falso falsete en que siempre se refería a mi programa de televisión diciendo: “Te vas a convertir en un actor, ya verás” tal vez advirtiéndome contra la imagen, personal y virtual en la televisión. Por esa época Lino había dejado de escribir cuentos y hacía raudos reportajes para Bohemia (de la que era Jefe de Redacción), algunos tan admirables que parecían calificar como literatura a regañadientes. Solía decir cosas insólitas, como “No hay que escribir cuentos. La literatura está acabada. Lo que hay que hacer ahora es reportajes. El cine y la televisión han aniquilado a la letra literaria. No queda más que el periodismo”. Actitud que me asombró y me molestó al creer, como creía, que la única razón para hacer periodismo, entonces y ahora, es hacer literatura diaria o semanal: el periódico como pretexto literario.

Cuando Lino escogió el exilio, estábamos en las antípodas. Lo que no me impidió saltar sobre un solitario (y sin duda único) ejemplar de La luna nona, canela y limón, viejo y amarillento, inusitado, en una librería de viejo de La Habana Vieja a fines de 1961 —fin de una era. Cómo saqué ese libro clandestino de Cuba, lo conservo todavía, rara copia, es toda una historia, otra historia. La de ahora es la de Lino y la literatura. En 1967 publiqué un libro titulado Tres tristes tigres que contenía una serie de homenajes literarios en forma de parodia a varios escritores cubanos, de Martí a Virgilio Pinera. Había, tenía que haber, una parodia de Lino: a su estilo, a sus nombres, a su prosa. Lino había regresado a la literatura en el exilio, que en vez de destruirlo había fortalecido su vieja vocación: había escrito cuentos, publicado libros y enseñaba entonces español en la Universidad de Syracuse, en el Estado de Nueva York, a donde han regresado ahora sus cenizas. De allí me escribió una carta que mostraba que había entendido como ataque lo que era mi honrar honra. Estaba de veras dolido y me llamaba Guillermito. Pero el tono no era de afecto por cierto. ¡Por favor! Si hasta había homenajeado a Alejo Carpentier, personaje de veras desagradable, cómo iba a atacar a Novas Calvo, ¡a Lino! Lo que Lino creía ver no era siquiera burla: era encomio. No contesté su carta porque pensé que sería exacerbar su encono. En el verano de 1980 viví tres meses en Manhattan y decidí que era hora de visitar a Lino y conversar. Sabía que estaba internado en un hospital de inválidos y después de insistir con Herminia del Portal, ésta consintió a la visita, a la que nos acompañaría a Miriam Gómez y a mí. No lo sabía pero iríamos a ver los restos vivientes de Lino Novas Calvo. Fue, sin embargo, una ocasión memorable.

La sala en que estaba recluido Lino olía a lo que huelen los viejos chochos —sudor agrio, orines, babas— y Lino apareció sobre una silla de ruedas. Había sufrido más de un cambio. El habanero menudo, delgado, atildado, se había convertido, por la magia del regreso biológico, en un gallego fuerte. No se veía limpio pero no estaba del todo inválido y podía pintar, aunque coordinaba sus manos mejor que sus ideas.

Conversamos, con Herminia de simpática, patética intérprete, haciendo llegar a Lino nuestras preguntas por el método de la repetición en eco y alzar la voz. En un momento inusitado me vi hablando con Lino directamente y le conté la historia del nuevo encuentro con La luna nona bajo el sol de Cuba. No parecía tener idea de qué era Cuba y por supuesto no sabía nada de lunas, nonas o no. Le mencioné de pasada una de sus obras maestras perdidas, el cuento “Angusola y sus cuchillos”. Lino me corrigió enseguida. “Y los cuchillos. Los” Todos se sorprendieron de ese súbito despertar de su mente en hibernación. O no todos. Yo había visto en esta corrección surgir la naturaleza, segunda o primera pero siempre verbal, del escritor por entre el laberinto de la mente extraviada. Lino había demostrado que hasta ahora, en sus setenta años largos, a pesar de la embolia y los derrames cerebrales, pese a la metódica, casi malvada destrucción de su mente por su cuerpo, su memoria de escritor estaba intacta: una palabra había bastado para activarla. Pero es que para un escritor una palabra es siempre más que una palabra. Para él era ahora el pasado Novas Calvo creador irrumpiendo en el presente limbo de Lino.

Me fui con más esperanza de la que vine de que Lino regresaría, se recobraría. Le dije a Herminia, convertido en analista súbito, que la mente de Lino necesitaba ejercicio tanto como su cuerpo: unas conversaciones literarias a menudo lo sanarían. Ésa era mi terapia: ¡conversaciones literarias! Como otras veces, me equivocaba rotundo. El fuerte campesino gallego a que Lino había revertido, le sostuvo el cuerpo pero no la mente. Lino tuvo dos strokes más y finalmente quedó totalmente inválido, cuadriplégico casi: excepto por un brazo que se le lanzaba en espasmos, no podía mover su cuerpo —ni siquiera la mano con que escribió La luna nona. Así vivió un año y medio más. Ahora acaba de morir el hombre que había nacido en Galicia en 1905 y a los siete años había sido enviado, solo, a Cuba, a vivir con un tío remoto y tal vez a “hacer las Indias” y convertirse en indiano. Sin saberlo su madre lo había mandado a ser un gran escritor cubano.

Me hubiera gustado que Lino hubiera vivido para siempre para que pudiera escribir cosas tan cubanas, tan habaneras, como el comienzo de “Un hombre malo” y convertirlas de nuevo en universales. “Bueno”, empezaba el narrador que tal vez fuera Lino mismo, “yo era chófer, como él, pero había comenzado antes, siendo más joven, con un título prestado y un fotingo de pedales, encaramado allá arriba, en el pescante, y oyendo gritar ¡paragüero! sin importarme”. Swift, que murió víctima de la locura senil, en sus años de vigor literario escribió sobre los Inmortales en Gulliver. “Pero la cuestión no es saber si un hombre puede escoger pasar la vida a perpetuidad bajo todas las desventajas que trae la vejez consigo.”

¿Cuál es la cuestión entonces? Swift escogió otra inmortalidad como respuesta. No la del espíritu, en la que es obvio que no creía aunque fuera clérigo, sino la de la letra y escribió, entre otras cosas, ese Gulliver que ahora puedo citar doscientos años y pico más tarde como si Swift viviera todavía y no fuera polvo de locura y de deseo.

Lino Novas Calvo, al ser enviado a América, también escogió ese destino, aunque pareciera haber renunciado a él durante un momento de desespero ante la inatención y la inercia. Ahora vive para siempre en sus libros, y vivirá mientras sea leído. La luna nona es su luna eterna: siempre nueva, siempre llena, siempre sobre el horizonte oscuro. Así escribió Lino, así comenzó un cuento con la frase “¡Ese capitán Amiana!”, para decir luego: “La isla no era nada vivo en sí. Una aparecida, como un muerto aparecido. Uno sentía que por debajo de ella aleteaba algo que no aleteaba, que no tenía una vida muerta, que veía las cosas con ojos diferentes”. Fue ese cuento suyo que parodié en parte. Se titula, no por gusto, “Aquella noche salieron los muertos”. Salen en cada lectura.

Julio de 1983

Un poeta de vuelo popular

¿Por qué Neruda llamó en sus memorias a Nicolás Guillen por el mote de Guillen el Malo? No era tanto una evaluación de Jorge Guillen como una devaluación de Nicolás Guillen. Neruda y Guillen militaban en el mismo partido comunista, ambos eran estalinistas de adopción y los dos disfrutaban los mismos privilegios que Louis Aragón, que de.surrealista pasó a ser estalinista (no hay un solo poeta converso de los años treinta que no haya cantado a Stalin), para viajar por París en un costoso Mercedes con chófer, como lo vi en la Rué Bonaparte en el otoño de mi descontento de 1965, coleccionando viejas cartas postales y jovencitos para el doble horror de André Bretón que sólo murmuraba, “C’est dégueulasse!”

Ni Nicolás ni Neruda eran pederastas ni coleccionistas (aunque Neruda tenía una colección de caracoles) pero eran rivales. Cada uno aspiraba a ser el Gran Poeta de América y, Hoy lo sabemos, ninguno lo fue. Pero Neruda derrotó a Nicolás en la carrera sucia a Suecia: fue Neruda quien ganó el premio Nobel. Nicolás, hay que decirlo, nunca llegó a ser el gran poeta a que aspiraba. Pero cuando comenzó, equipado como pocos, parecía que iba a llegar lejos.

Los años treinta, dura década en Cuba, empezaron con los mejores auspicios para Guillen. En 1930 publicó sus Motivos de son basados en el son; canción y ritmo y poesía popular estaban ya en sus primeros poemas. En este año conoció a Lorca, que llegó a ser más que una influencia, un maestro del arte de la poesía popular presentada como canción culta. Poco después Guillen cesó de ser censor para el dictador Machado y escribió sus mejores poemas. Viajó a España en los comienzos de la guerra civil y el asesinato de Lorca se convirtió en una de sus obsesiones. Para exorcizarlas se afilió al Partido Comunista de Cuba, donde lo elevaron a la categoría de gran maestro. Un chusco declaró entonces que el son se había hecho sonsonete.

Pero si se lee un poema de Guillen de después de su conversión se ve cómo su arte se vuelve artesanía y su poesía deviene propaganda de partido. A veces suena como un alquilón de a diez la línea, como con su poema a Stalin (escrito durante las grandes purgas), en el que llega a emplear la santería (de la que no sabía nada) y a invocar los dioses afrocubanos como si fueran deidades dudosas:

¡Stalin, que te proteja Changó y te cuide Yemayá!

Lo curioso es que Nicolás Guillen no era estalinista. Nunca fue un bon mourant sino un bon vivant y un artista inseguro al que el comunismo le ofrecía un nicho en la noche. Lo conocí cuando tenía doce años. Es decir yo tenía doce y Nicolás cuarenta. Ocurrió en el periódico Hoy donde mi padre era periodista y Guillen el poeta en residencia.

Lino Novas y Montenegro dejaron el periódico y el partido, pero Guillen siguió fiel a esos diferentes aliados que van de Batista a Castro como quien compone un suave soneto. La Revolución lo hizo poeta laureado y fue feliz por un tiempo. En Madrid, en 1965, sentado en un café a ver pasar las españolas como un desfile de delicias, exclamó: “¡Éste sí que es un país para asilarse!” No hay que recordar que en España gobernaba el mismo Franco que mató a Lorca y mató a Hernández, y envió al exilio lo que Agustín Lara cantó como “la crema de la intelectualidad”.

Después de Hoy, que ahora es ayer, coincidimos en muchas partes. Una de ellas fue en la Sociedad Nuestro Tiempo, una entidad cultural que se convirtió en una organización pantalla del Partido Comunista y dejó de ser un lugar cómodo y la dejé. Allí me dijo un día, “Ya le dije a tu padre que te pareces cada día más a Gorky”. Guillen no podía saber que Gorky, el autor de La madre, era una de mis bestias pardas, pero siempre sospeché que Nicolás no había leído ni una línea del autor que inventó el realismo socialista. Guillen sólo se interesaba en la poesía y en su poesía.

A fines de 1960 Lunes, el suplemento literario del periódico Revolución, que yo dirigía, invitó a Pablo Neruda a Cuba. Inmediatamente Nicolás Guillen escribió un suelto en Hoy en que decía que no estaba mal invitar a Neruda pero había que invitar también a “otros poetas progresistas” (es decir comunistas) como Rafael Alberti, Nazim Hikmet y al poeta chino Kuo Mo-Jo. La nota no declaraba que lo que Guillen quería era que no se invitara a Cuba a Neruda. Respondí con otra nota en Lunes en que dije que se invitaría a esos poetas y otros más* y terminaba festivo el recuadro: “En cuanto a Kuo Mo-Jo ¡cómo no!” Esta era una muletilla sonora que Guillen usó mucho en sus poemas en versos como: “Sí señor, ¡cómo no!” Ese Lunes por la tarde estaba Carlos Rafael Rodríguez (entonces director del periódico Hoy) al teléfono diciéndome: “¿Pero por qué haces esas cosas, Guillermito? Tú sabes lo sensible que es Nicolás. Se ha pasado una hora quejándose por teléfono por tu parodia”. Guillen de veras era así.

Con Neruda en La Habana ocurrió un episodio que resultó cómico, aunque no fue nada cómodo para Neruda. Dio recítales con su voz plañidera y se reunió con todo el equipo de Lunes y todavía con su voz plañidera respondió a una pregunta sobre la Revolución y el arte con un “También hay que cantarle a la luna”, que fue una declaración valiente frente a los realistas socialistas ya rampantes. Pero un mediodía cuando se había planeado extender su estancia triunfal en una gira y tal vez ir a Santiago con la morena cabeza de Matilde, lo traje de vuelta al hotel Riviera, donde se hospedaba, de un viaje a La Habana Vieja, y al bajarse miró al Malecón y me preguntó: “¿Qué cosa es eso?” Era una barricada y le dije: “Es una barricada”. “Pero, ¿por qué están los cañones todos apuntando hacia el mar?” “Es que se espera una invasión.” “¿Por aquí?” “Por todas partes.” Neruda, que tenía una cara impasible que iba muy bien con su voz monótona, no pudo impedir palidecer hasta los dientes. No dijo más y subió a su habitación. Pero por la tarde pidió acortar su estadía cubana “ya que tenía pendientes asuntos urgentes en México”. ¿Coincidencias? Tal vez. Pero Guillen, cuatro meses más tarde, escribió un poema desgarrado sobre la muerte de un miliciano, mientras Neruda, sano y salvo, compuso su Canción de gesta, exaltando a Fidel Castro en la Sierra, que es uno de sus peores poemas. De cierta manera Guillen el Malo quedó vindicado.

En 1961 en la fiesta de clausura del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, del que Nicolás Guillen había sido electo presidente (yo era, cómico cargo, uno de los siete vicepresidentes que rodeaban a Nicolás como una versión cubana de Blancanieves), le presenté a una editora americana que exclamó en éxtasis: “¡Ah, el gran poeta negro!” Para ser atajada enseguida por Guillen: “Negro no, mulato”. La señora americana quedó corregida.

Será hacer de la pasa (pelo de negro según el Diccionario de la Real) cabello pero la diferencia entre negros y mulatos la establecieron españoles y portugueses muy temprano en la historia de América, donde una esclava embarazada por un blanco (el sexo no distingue los colores) quedaba libre en el momento del parto. En el siglo XIX hubo muchos mulatos distinguidos en Cuba (y en Brasil: no hay más que nombrar a Machado de Assís), aunque el país estuviera gobernado por españoles y los cubanos blancos (los que se llamaban a sí mismos criollos: hijos de blancos) descansaban su ocio y su negocio sobre negros esclavos. En el siglo XX Nicolás Guillen era uno de los dos mulatos mejor conocidos en la isla. El otro mulato era Fulgencio Batista. Uno famoso, el otro infame.

Guillen vivió en París de 1952 a 1959, según dicen, porque Batista (curiosamente Nicolás se llamaba Guillen Batista) no le permitía regresar a Cuba. Pero durante esa época era muy popular en la radio y la televisión cubanas. Eliseo Grenet, autor de “Mamá Inés”, le había puesto música a más de un poema suyo, Bola de Nieve cantaba canciones con letra de Guillen y hasta un recitador popular, Luís Carbonell (“El acuarelista de la poesía antillana”), recitaba sus versos (y su anverso) en el teatro, la radio y la televisión. Nunca, al nivel de la calle, había sido Guillen más difundido.

De su época de París, Guillen me contó una anécdota que Neruda, por ejemplo, nunca habría contado. Estaba Nicolás sentado en la terraza del Deux Magots cuando oyó una conversación (su francés era perfecto) que le atañía. Dos voces de mujer hablaban de él al parecer. Se volvió de perfil y vio a dos muchachas que le parecieron bellas, inteligentes, perfectas en una palabra. Detuvieron su conversación, discretas: no había duda ahora de qué hablaban. Siguieron hablando, comentando su abundante cabellera (de poeta), su perfil, su cabeza leonina. Guillen se levantó para establecer una cabeza de playa. Pero antes de terminar su ademán una frase de una de ellas enfrió su ardor: “¡Pero si es un enano!” Guillen se permitía estas revelaciones pero nunca las habría permitido de venir de otra persona.

Cuando Guillen regresó a Cuba en 1959 (venía del extranjero mientras Fidel Castro bajaba de las alturas) no era tan popular como John Lennon cuando se declaró más popular que Cristo, pero sí era más popular que el Che Guevara. Pero, por supuesto, sólo un hombre es libre en Cuba y cuando nombraron a Guillen presidente de la recién creada Unión de Escritores pronto cayó ante la mirilla de Fidel Castro. Al visitar la universidad el Premier Estudiante, en uno de sus impromptus de líder universitario, se convirtió, gárrulo, en crítico de las artes y las letras. Alabó a Alejo Carpentier por su novela El siglo de las luces, demostrando de paso que no la había leído, pues pocos libros hay más contrarrevolucionarios, aunque el blanco de Carpentier fuese la Revolución francesa. Castro dijo que no había escritor más trabajador, más prestigioso. Cuando uno de los estudiantes le preguntó por Guillen, el Máximo Líder tronó: “¡Ése es un haragán! No escribe más que un poema al año. Es probablemente el poeta mejor pagado del mundo y nos sale caro”. Luego elogió a un poetastro que se hacía llamar el Indio Naborí que escribía un poema cada día para el Granma, la gaceta oficial. Naborí no era poeta ni indio pero a Castro le gustaban sus rimas de hoz y martirio. Naborí casi fue nombrado poeta oficial:el indio laureado por decreto.

De pronto, como en un linchamiento poético, se organizó una turba política. Algunos estudiantes pintaron pancartas y dirigidos por Rebellón, antiguo líder estudiantil y ahora bufón oficial con título (solía sentarse a los pies de Castro), organizaron un orfeón famoso, cantando a la manera de Guillen:

¡Nicolás, tú no trabaja mal

¡Nicolás, no ere poeta ni na!

La manifestación bajó por la colina universitaria a la calle en que vivía Guillen (no lejos pero sí alto: en un piso 17) cantando y gritando. Se podía creer que era una broma estudiantil, pero la presencia de Rebellón le daba al motín carácter castrista. Guillen, por supuesto, lo tomó todo a pecho. Era el castigo sin crimen. Guillen era un poeta no un rimador de poemas por metro.

En junio de 1965 regresé a La Habana de mi puesto diplomático en Bruselas a los funerales de mi madre.

Días después del entierro fui a la Unión de Escritores a saludar a Guillen, Habíamos estado juntos en París apenas un mes atrás, además siempre me cayó bien Guillen: era muy cubano, muy humano, aunque a él le molestaban mis rimas contiguas. La Unión de Escritores estaba en una casona colonial, casi un castillo, dejado detrás por un magnate en fuga que ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Guillen estaba en su oficina hablando con una rubia espléndida: a Nicolás siempre le gustaron las rubias. Enseguida se excusó por no haber estado en el entierro conmigo pero, coincidencia fatal, su madre había muerto también en Camagüey (su ciudad natal) y tuvo que ir allá al instante. Guillen amaba a su madre tanto como yo a la mía.

Luego en un susurro que pensé que formaba parte del pésame me pidíó que lo acompañara al patio. Allí, debajo de un enorme árbol del mango, me preguntó, todavía en un susurro, si sabía lo ocurrido. Otro susurro como un suspiro: en Cuba hasta las rubias tienen oído (y odio) y quién sabe si crecen micrófonos en los árboles. Le dije, apenado, que no sabía nada. Nicolás estaba al borde de las lágrimas cuando me contó lo que ya les he contado.

“¡El hijo de puta mandó una turba contra mí, a mi casa!”

No dijo quién era el hijo de puta pero se sobreentendía: de seguro que no era Rebellón.

“Le gritaron a mi mujer, tan nerviosa, que yo era un haragán que no trabaja ya. Todo esto dicho a Rosa porque yo no estaba. ¡Ese hijo de puta que no ha trabajado un día en su vida, hijo de papá y luego matón profesional, se atrevió a llamarme vago! ¿Sabes una cosa? Un día te va a enviar esa turba a tu casa y te van a linchar porque eres más joven que yo. ¿Quieres que te diga otra cosa? Es peor que Stalin, te lo digo yo. Porque Stalin se murió hace años pero este gángster nos va a sobrevivir. A ti y a mí.”

El viejo poeta tenía razón, parcialmente. Guillen murió la semana pasada y Fidel Castro lo enterró con honores.

Pero Guillen, aún bajo el frondoso mango, furioso pero muerto de miedo, era un poeta. Capaz de fundir los metros medievales con un asunto moderno y coloquial, sabía de poesía clásica española como nadie en América, excepto tal vez Rubén Darío, el indio que tenía el verso blanco. Pero al revés de los poetas negros del Caribe, Guillen nunca llegó a donde debía haber llegado, aunque fue en su día mejor poeta que Derek Walcott, de Santa Lucía y Aimé Cesaire, de la Martinica. Como Louis Aragón, Guillen se hizo comunista cuando estaba en la cumbre. Después de eso, después de Motivos de son, Sóngoro cosongo y El son entero todo fue descenso. Aunque fue famoso en el mundo de habla española y aun en París y Nueva York y nominado dos veces para el premio Nobel, después de tantos honores en la cima, se vino abajo. Lo trágico es que Guillen, al final de su larga vida, lo sabía.

Obsesionado por la posteridad y la dama del camino en su poema:

Iba yo por un camino

cuando con la muerte di

su libro de cabecera era un horror llamado La enciclopedia de la muerte. Me leyó, en fecha tan temprana como 1962, un pasaje que trataba sobre lo que pasa despues de la muerte del cuerpo, con gusanos y todo y no todos contrarrevolucionarios. “Lee”, me aconsejaba, “lo que dice ahí del rigor mortis y el inicio de la putrefacción”. No era el poeta Pope sino Poe, “Pero”, resumía pensando tal vez en M. Valdemar, “al revés del hombre, la poesía nunca se corrompe”. Las palabras son suyas, la ambigüedad mía. Nicolás Guillen ha tenido ahora funerales marxistas (o marciales), llevando en hombros cuatro soldados de luto el cadáver del poeta que escribió:

No sé por qué piensas tú,

soldado que te odio yo.

Sus despojos fueron expuestos en el Panteón de los Héroes y Mártires de la Patria, como caben a las honras fúnebres al Poeta Nacional. Además se declararon dos días de luto oficial. Pero estoy seguro de que el día que Fidel Castro lo llamó vago y haragán (en público) todavía escuece su memoria. Nicolás Guillen era lo que Faulkner llamó en Intruso en el polvo, a propósito de su protagonista Lucas Beauchamp, “un negro orgulloso”. Aunque Nicolás me enmendará la plana desde el más allá y dirá con su voz grave: “Orgulloso sí pero no negro. Todavía soy mulato”.

Julio de 1989

Carpentier, cubano a la cañona

Fue al difunto Ithiel León, músico, publicista y, en su penúltima encarnación, director en activo del periódico Revolución, a quien oí por primera vez referirse al acento francés de Alejo Carpentier como un valor añadido. “Alejo debe impresionar mucho a los venezolanos”, dijo Ithiel, “con esas erres suyas”. Ocurrió al principio de los años cincuenta cuando Carpentier vino de visita a su nativa Habana desde su adoptiva Caracas.

Por esa época Carpentier debió adoptar también la nacionalidad venezolana, ya que vivía, trabajaba y escribía en Caracas. Inclusive su editor americano lo daba, en una de sus solapas, como venezolano. No es extraño porque era en Venezuela codueño de una firma publicitaria, además de jerarca cultural, que no había podido serlo nunca en Cuba, y sus actividades se extendían hasta organizarle eventos artísticos al dictador Cerdito Pérez. No volvió a ser tan importante hasta que se hizo acólito de Fidel Castro en los años sesenta, primero como consejero cultural, luego de director de la Imprenta Nacional (“el zar del libro”, lo apodó un periodista en fuga) y finalmente fue enviado oficial a Francia hasta que murió en París, la ciudad de sus sueños, y sus pesadillas. Fue durante una de sus pesadillas (culpa del hambre más que del hombre) que Lydia Cabrera conoció a Carpentier en 1932. Un día le pregunté a Lydia si ya Alejo hablaba así, con sus egres agresivas. Lydia me dijo que siempre habló así. ¿No era verdad entonces lo que había oído Rogelio París, el director de cine, cuando era productor de un programa de televisión patrocinado por el Consejo de Cultura que Alejo dirigía? París, a quien Carpentier siempre llamaba Pagrís me contó que durante un ensayo del programa, un costoso ciclorama se vino abajo y se abrió en dos. Un Alejo asombrado ante el asombro de todos soltó un carajo bien audible. París concluyó: “El hombrín no dijo cagrajo sino bien claro carajo. Perdió su erre al perder la tabla”. Lydia, que detestaba a Carpentier (aunque no tanto como Lezama), siempre lo llamó Alexis. (Más, más tarde.)

Conocí a Carpentier, que se convirtió enseguida en Alejo, en 1958. Vino a Carteles introducido por sus mejores promotores, Luis Gómez Wanguemert, que a pesar de su apellido era tan habanero como las columnas de la ciudad que fascinaban a Alejo, que era jefe de información, y Sara Hernández Cata, verdadera amazona cultural que habiendo perdido un pulmón al cáncer todavía fumaba cigarrillo tras cigarrillo, todos embutidos en una boquilla que ella aseguraba que permitía, por alquimia, eliminar el alquitrán y dejar el humo limpio como una neblina mañanera. Carpentier venía más que nada a hacer publicidad a la venta de su reciente novela, Los pasos perdidos, al cine, concretamente a Tyrone Power. Traía una foto del autor con el actor para probarlo. Lo único asombroso de aquel dúo dudoso era que Carpentier era mucho más alto que Power. Alejo, un hombre sólido de aspecto con su nariz de pegote y sus ojos saltones, recordaba a Donald McBride, un actor secundario de los años treinta. Pero si uno quería que se pareciera a alguien prominente entonces el parecido era con J. Edgar Hoover, de frente y de perfil. Al regresar a Cuba un año más tarde lo primero que hizo Alejo fue reclamar la instantánea que me dio para publicar.

Recuerdo que fuimos al café de la esquina, acompañados por Sergio Rigol, que era el bibliotecario de Carteles, una revista que se permitía esos lujos, y Riñe Leal, crítico teatral reducido entonces a una versión de Modesto Rizos, el reportero estrella. Todavía tengo una fotografía que tomó Raúl Corrales, también llamado Raoul, en que se nos ve todos jóvenes, todos sonrientes y Alejo aparece complacido de nuestra recepción a una de sus innúmeras anécdotas. Carpentier, que estaba al tanto de todo lo que se publicaba en París, nos habló de la novela más divertida que había leído en mucho, mucho tiempo, Zazie dans le Metro, de Raymond Queneau. Todos los nombres franceses salieron perfectos de su boca. Al contar las aventuras de Zazie de 8 años y las desventuras de su tío Gabriel, un transformista, nos citó la primera línea. “Doukipudonktan” dijo Alejo y al vernos a los tres con tres bocas abiertas, tradujo: “Es argot de París. Quiere decir ¿por qué apestan tanto los franceses”, ¡ah! ¡ahá! ¡ahahahá! Le dije que recordaba a una novela americana llamada Lolita. “¿De quién es?” El autor es un ruso exilado llamado Nabokov. “No lo conozco.” Es muy divertida. Salió en París en inglés. La compré en la Casa Belga, donde me la vendieron como pura pornografía. Ah Alejo. Pareció incómodo. “En realidad”, nos dijo, “de Zazie he leído los fragmentos que publicó la Nouvelle Revue Frangaise. Muy divertidos”. Era extraño porque Carpentier era lo más alejado de Raymond Queneau posible. Debió ser porque era un libro francés.

Siguió contando aventuras entre políticos cubanos en terra firma. Aunque un periodista siempre simula no tener trabajo y además Carteles era un semanario, todos teníamos que irnos. Carpentier se despidió. Alejo, aléjate. No lo volví a ver hasta que regresó a Cuba, a instalarse, cuando Fidel Castro, no la Revolución, parecía firme. Parecía eterno.

Carpentier aparentemente nació en La Habana en 1904, pero hasta sus más fervorosos exégetas admiten que la única biografía (incompleta de Alejo) está escrita por él mismo. Carpentier según Carpentier es hijo de un francés y una rusa que emigraron a Cuba, a La Habana, en 1902. Pero Carpentier mismo dice: “Debo explicar que me crié en el campo cubano”, es decir no en La Habana, “en contacto con campesinos negros y sus canciones”. La narración de Heberto Padilla, que describe a Carpentier como lechero en Alquízar, no es tan inverosímil. Pero parece más bien que Carpentier creció en la provincia de Oriente, tal vez al sur de Alto Songo, donde abundan, en contraste con la provincia de La Habana, los labriegos negros.

No en balde uno de sus biógrafos, Roberto González Echevarría, anota que “hay poca información acerca de la vida de Carpentier”, para acusar lo verdaderamente significativo: “Mucha de ella dada por Carpentier mismo”. Así, Alejo “pasó más de veinte años de su edad adulta en Francia”, mientras que estudió “de 1912 hasta cerca de 1921” en un liceo francés. “En 1939”, continúa Echevarría, “Carpentier regresó a La Habana después de pasar once años en París. Tenía entonces treinta y cinco años”. La cronología se alarga y se encoge como banda elástica.

Todavía más: al llegar a Caracas de La Habana en 1945, Carpentier es entrevistado por un periodista y el biógrafo repara que Alejo le hablaba al entrevistador como si “Carpentier acabara de llegar de Europa”, para saltarse de un golpe los seis años que acababa de pasar en la tierra natal. Cuba, no Francia.

Un accidente relevante en la vida de Carpentier (sus cuatro meses en la cárcel por oponerse al dictador Machado —unos machadistas dicen que fueron cuarenta días, otros que sólo fueron cuatro— ocurrió en 1928, pero nadie dice cuál fue la acción antimachadista que llevó a cabo Carpentier) terminó con su exilio en Francia, de la que había regresado hacía sólo seis años. Carpentier mismo cuenta cómo burló a la policía de Machado al cambiar pasaportes con el poeta francés Robert Desnos, de visita en La Habana. Nadie cuenta tampoco con qué documento viajó de regreso a Francia el generoso Desnos. ¿Usó el pasaporte incriminante de Carpentier? ¿Se hizo un nuevo pasaporte francés en La Habana, para confusión a bordo de dos pasajeros distintos con un mismo pasaporte? ¿O viajó Desnos, siempre aventurero, de incógnito, amigo de usar seudónimos hasta que murió en un campo de concentración?

Carpentier, siempre en fuga, regresó a Cuba huyendo de los nazis en 1939. El mismo año en que su protector Desnos se embarcaba en su última aventura, en la que los documentos falsos no lo salvaron de la cierta muerte. Aquí es necesario hacer notar que Carpentier regresó a Cuba bajo el gobierno del todavía dictador Batista, que vivió en La Habana el período en que un Batista barnizado de legalidad gobernó con ayuda de los comunistas, para irse a Venezuela en cuanto hubo en Cuba un gobierno demócrata continuado. (De 1944 a 1952, presididos por el doctor Ramón Grau San Martín, campeón del laissez faire y el corrompido pero no menos demócrata Carlos Prío.) No terminaría la década sin que Carpentier sirviera a otro dictador, Pérez Jiménez, en Venezuela. La conexión de Carpentier con la cultura bajo una dictadura había comenzado cuando fue a Haití en 1943 como agregado cultural del gobierno cubano. Carpentier cuenta, sin sonrojo, este título y esta expedición, para recalcar que viajó con el actor francés Louis Jouvet. Pero se olvida mencionar que en el grupo, o en la troupe, viajaba un surrealista menor llamado Fierre Mabile, un hombre más decisivo en la vida de Carpentier que el actor Jouvet.

Tontos y picaros coinciden siempre en la desinformación. Así se repite ahora en todas partes que Carpentier “creó el realismo mágico”. No saben (o se olvidan) que esta etiqueta fue fabricada por un alemán llamado Franz Roh en 1924, cuando Carpentier acababa de salir del bachillerato en La Habana o de un lycée francés y quería ser arquitecto porque sabía que la arquitectura es música congelada o letras de ladrillos, lo que se quiera creer mejor. Roh, curiosamente, regaló su membrete a artistas menores y mediocres que terminaron siendo cultivadores del realismo nacionalsocialista, nazi para abreviar. Lo que Carpentier creó (con un poco de ayuda de su amigo Mabile) fue otra etiqueta, “lo real maravilloso”, que le sirvió sólo para una novela breve, El reino de este mundo. Después se olvidó de la cocción como eliminó la receta de los prólogos ahora invisibles de sus ediciones francesa y americana. No ya el realismo mágico sino siquiera lo real maravilloso pertenecen a Carpentier. No son de su invención sino de Roh y de Mabile. Carpentier fue siempre un buen adaptador desde sus días de la radio francesa hasta la CMZ, emisora del Ministerio de Educación en La Habana en los primeros años cuarenta. Curiosamente la CMZ tenía su sede dentro del campamento militar de Columbia.

Una de las razones por que Carpentier caía mal en Cuba es que era un pesado. Sin sentido del humor, toda su conversación estaba cundida de anécdotas y cuentos aparentemente cómicos que su modo de contar hacía pesados. Pero a mí, personalmente, me caía bien Alejo. Era un hombre cauto hasta la cobardía y desconfiado hasta la soledad. Pero, de veras, me caía bien. Una vez, en un cóctel cultural en la Barra Arrechabala, hermoso edificio colonial de la plaza de la Catedral, estuvimos solos un momento. Ocurrió en 1960 y ya estaba instalado en Cuba para siempre. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle por Miguel Otero Silva como escritor. Carpentier miró por encima de un hombro, después del otro como si esperara furibundos fanáticos de Otero para decirme, finalmente, la voz bien baja: “Es muy malo”. Otero Silva, dueño del diario caraqueño El nacional, varias veces millonario, podría haber sido un hombre poderoso en Caracas, pero en La Habana era más importante Lisandro Otero (entonces joven aprendiz de comisario). ¿Se referiría Alejo, con tanta cautela, al otro Otero?

Carpentier había venido de Caracas a La Habana, mediado el año 59, con una curiosa variante tropical de una editora capitalista: una feria del libro ambulante. En compañía de Manuel Scorza, escritor peruano, era editor y vendedor. Carpentier, que temía sobre todo la crítica de Lunes, se asombró cuando Calvert Casey hizo un elogio elegiaco de una de las novelas que editaba, Las impuras de Miguel de Carrión. No sé si se asombró también de la buena acogida que le dio Carlos Franqui en el periódico Revolución, al principio, pero sí recuerdo que fue oportuna y necesaria a Carpentier. Como Alicia Alonso, Carpentier no vino muy bien recomendado por la misión del Movimiento 26 de Julio en Venezuela. Ambos se habían distanciado violenta, voluntariamente de los exilados cubanos y Madame Alonso, que había gozado las subvenciones del Gobierno de Batista, se permitió decir en Caracas que ella era una bailarina y no se metía nunca en política. El desagrado contra Carpentier no tuvo el carácter público del rechazo a la Alonso (llamada luego por sus afinidades comunistas, La Alonsova), que fue blanco de un repudio que dura todavía. Pero terminó oficialmente cuando bailó en punta y con tutus al son de La Internacional, apenas dos años más tarde. Sí recuerdo cómo Carpentier, según aumentaban las presiones oficiales contra Revolución, se fue alejando del periódico hasta ese momento bochornoso en que declaró, como Fidel Castro, al unísono con Fidel Castro, que siempre había sido comunista. Fue premiado en Cuba varias veces, pero nunca obtuvo el premio Nobel que ansiaba, la verdadera causa de su regreso de una Caracas democrática en que nunca le perdonaron su alianza con otro caudillo acogedor.

Cuando regresé a La Habana en 1965 fui a visitar a Carpentier a su flamante oficina en la dirección de la Imprenta Nacional. El despacho estaba refrigerado como pocos y era agradable, acogedor. Alejo siempre tuvo gusto para la decoración interior y para el exterior de sus mujeres. La última, Lilia, era aún en su edad media una belleza bruna. Hija de un aristócrata negro y de una blanca, los viejos habaneros contaban que nunca le permitieron entrar en sociedad. Ésta era la causa no sólo de la ida hecha huida de ambos a Venezuela, sino de su odio por la alta burguesía habanera y la adicción a los destructores de la que debió ser su sociedad. A Lilia la vi sólo una vez la última vez a la entrada de un cine cerca de la casa de mi padre y se veía de veras radiante en la noche habanera.

Carpentier, ahora en su papel de impresor, me abrumó con una larga lista de publicaciones y una cantidad tal de ediciones, con un detallismo que traicionaba al escritor escondido detrás no de su escritorio sino de su buró. No quise hacerle un Baragaño y preguntarle por qué no se editaba ninguno de los textos canónicos del surrealismo. Terminó mostrándome, con orgullo de artista plástico, un grabado que tenía en la pared a su diestra. Representaba una escena romántica d’aprés Gericault. Se veía una balsa a la deriva en que náufragos desesperados combatían contra un exceso de tiburones que rodeaban feroces la frágil embarcación. Carpentier, complacido, se ufanaba:

“Pogresupuesto te has dado cuenta de lo que hay al fondo.”

Miré bien y vi ¡el Castillo del Morro! El naufragio tenía lugar en aguas de La Habana. Pasmado le dije:

“Casi se ve el Malecón.”

“Casi. Es un grabado gromántico y ocugre frente al Malecón. No en el tiempo pero sí en el espacio.”

Carpentier estaba eufórico por su hallazgo. Nos despedimos. Cuando lo vi más tarde entrando al cine Riviera no parecía tan alegre. Me habló de la historia absurda de una maleta que había dejado en Madrid a cargo de mi hermano, nunca recobrada.

“No contiene más que unas camisas usadas. Sin importancia”, explicó.

Sin embargo parecía un asunto serio. Nunca entendí por qué Carpentier, el hombre que le confió a un amigo cubano que tenía fuertes ahorros de sus días venezolanos en una cuenta numerada de un banco suizo, se afanaba. ¿Por qué una mera maleta con ropa vieja le apremiaba? Las camisas no le hubieran servido nunca a mi hermano, ya que Alejo era un hombre grande.

“Grande no”, me corrigió Lydia Cabrera cuando años después en Miami le hice el cuento de la maleta perdida que le urgía como si estuviera llena de dólares: era el final de The Killing. “Alexis no es grande, no es más que alto.”

Mencioné hace un momento a Baragaño como su némesis pública. Pero había otra némesis en Lunes circa 1960: Heberto Padilla. El poeta surrealista José Álvarez Baragaño nunca perdonó a Alejo su prólogo a El reino de este mundo. Carpentier maltrató a los dioses tutelares de Baragaño, el Conde de Lautréamont y André Bretón, y, crimen de crímenes, al surrealismo. Padilla, que nunca fue surrealista, escribió después de la muerte de Carpentier una versión de la vida de Alejo que era descacharrante en su chacota constante. En la biografía, breve pero punzante, Padilla describía a Alejo como nacido y criado en Alquízar. A la fuga de su padre francés (que ocurrió de verdad), Alejo, montado en un burro, repartía la leche de la vaca que ordeñaba su madre rusa. Padilla no volvió a publicar esa vida de un héroe literario en sus memorias.

Cuando murió Baragaño en 1962, su viuda se empeñó en darle a un ateo una misa breve en el mismo cementerio de Colón. Estaba en la capilla reducida medio Lunes, a pesar de que Baragaño nos había traicionado cuando el Caso P.M. También vino Carpentier. Tarde pero vino. Se acercó al féretro y musitó no un réquiem sino un aire de alivio: “¡Uno menos!”, fue lo que dijo. Pero al ver a Padilla entrar en la capilla exclamó: “¡Todavía me queda otro!”

Por el camino, a través del cementerio barroco hasta la tumba abierta, Padilla tomó venganza. Caminando junto a Alejo al paso lento del cortejo, “Alejo” decía querer saber Padilla, “¿qué pasa con tu novelita? ¿La vamos a leer en Cuba? Va a resultar el último lugar en que la publicas”. Carpentier no respondió pero Padilla siguió como si nada. “Esa novelita, Alejo, te va a perder. Deja que la lea Fidel.”

Pero se equivocó Padilla, se equivocaba. La novelita era un novelón, El siglo de las luces, y fue exaltada por Fidel Castro y Raúl Castro la declaró lectura obligada de la oficialidad del ejército. “Ninguno de los dos la leyó”, aseguraba Franqui. “De haberlo hecho se hubieran dado cuenta de que era profundamente contrarrevolucionaria.” El debate sigue abierto aunque no puedo opinar: no leí nunca El siglo de las luces. Me rechazó la misma enumeración exhaustiva que me lanzó a parodiarla. Sé, sin embargo, que a Alejo lo acosó mi parodia y se vio náufrago en una balsa literaria, amenazado por un solo tiburón lejos del Morro.

Después del encuentro a la entrada del cine y su queja de la maleta perdida, que parecía pertenecer a un cuento de Gógol, no vi más a Alejo. Pero supe de él por persona interpuesta: el escritor Juan Arcocha, que era agregado de prensa en la embajada cubana en París. Tenía por embajador un falso doctor Carrillo, médico que nunca había ejercido la medicina pero sí el oportunismo político. Cómo había llegado a embajador en Francia es un capítulo de Ja oportuna picaresca revolucionaría.

Pero la embajada cubana en París tenía lo que en Cuba se llama ñeque, en Venezuela pava y en España gafe. El primer embajador castrista, el distraído profesor Gran, eminente físico pero ingenuo político, se vio envuelto en el conato de traición de Roberto Retamar, entonces agregado cultural. Gran se negó a reportarlo a su ministerio, el matemático lo opuesto del médico y tuvo que regresar a La Habana. Sucedió a Gran el músico Gramatges, viejo amigo, y durante años miembro oculto del Partido. Harold, como todos le llamábamos, había salido de su cJoset comunista en el mes de enero de 1959, como presidente de la sociedad cultural Nuestro Tiempo, cuando invitó al Che Guevara a dar una charla lamentable sobre el realismo socialista, el argentino equivocado entonces como en tantas otras cosas en Cuba, luego. Gracias al Che, Gramatges hizo amistad con Raúl Castro, siempre fascinado por el marxismo, que lo nombró embajador en Francia. Fui huésped de Harold en París cuando no era todavía embajador y después muchas otras veces.

En una ocasión noté que la embajada había cambiado de recepcionista y abría la puerta, en lugar de la hermosa habanera de antes, una vieja seca y desagradable. Cuando le pregunté a Harold por la mujer que abría la puerta, me dijo: “¿Tú sabes quién es?” No lo sabía. “Caridad Mercader” y no tuvo que decirme que era la madre de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, a quien todos los historiadores daban como la única influencia de veras importante en su hijo. Harold, que era un discreto sexual, era un indiscreto malicioso. Me contó divertido cómo venían trotskistas ingleses y alemanes a buscar su visa cubana y ninguno siquiera sospechaba que quien le abría la puerta era la autora intelectual del asesinato de Trotsky. “Cachita”, como la llamaba Harold, “es rnás estalinista que Stalin”. Ahora quizá descansa en el infierno del cementerio de Colón en La Habana junto a su hijo, que vivió y fue enterrado en Cuba. Ambos magnicidas eran, en efecto, cubanos de nacimiento. “Cachita”, como su nombre indica, era de Santiago de Cuba —de donde es también Harold Gramatges— en esa provincia de Oriente donde nacieron Batista y Fidel Castro.

Carpentier era en Europa bien diferente (y deferente) de la figura casi cómica que resultaba en Cuba. Lo vi en París en el invierno de 1962, cuando salió mi Dans la paix comme dans la guerre publicado en Francia. Gallimard (o más bien Roger Caillois, el legendario editor de la colección La Croix du Sud) me dio un cóctel en los salones de la editorial. Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias fueron invitados de honor y con sus respectivas humanidades masivas casi parecían dos guardaespaldas sudamericanos a mi lado. Lilia rutilaba. Volví a ver a Carpentier en Bruselas por donde pasó rumbo a París después de dar unas charlas en francés en Estocolmo en 1963. Eufórico por la acogida que tuvo en Suecia, Carpentier me confesó que le habían asegurado allá que el próximo premio Nobel era suyo. Cuando visité a Roger Caillois en su oficina de la Unesco, le conté que Carpentier creía el premio suyo seguro ese año, o el siguiente. Con calmada insistencia Caillois me dijo: “No se lo darán nunca. Nunca. Lo peor que hizo Alejo fue ir a Suecia. En Estocolmo consideran estas visitas de candidatos una politiquería intolerable”. Ocurrió así, como sabemos. De esta entrevista recuerdo que Caillois hablaba el español con un acento francés muy parecido al de Alejo.

Una de las manifestaciones más ridiculas del acento de Alejo ocurría cuando se hacía todo francés en La Habana. Carpentier, como cualquier salonnier de las provincias, daba reuniones en su casa cada sábado, y allí no se hablaba más que francés. Nunca fui a ellas pero Sergio Rigol, que sí iba, me comentó que no estaba prohibido hablar español, pero no era bien oído. Se me olvidó preguntarle, y ahora es tarde, cómo era el francés de Lilia. Rigol me contó que en una de las últimas reuniones a que asistió, Carpentier celebró, supongo que con champagne grand crue, la caída de Lunes y de todos los Icaros que quisieron volar más alto que sus plumas permitían. Eramos y no lo sabíamos, según Alejo, d’appellation controlèe.

Pero había gente importante que no creía que Carpentier daba risa. Al contrario, lo tomaban muy en serio, pero con reservas. Uno era Juan Marinello, la máxima figura intelectual de los viejos comunistas. Otra Carlos Rafael Rodríguez, ya considerado el tercer hombre del régimen a mediados de los años sesenta. Tarde en la noche del 2 de octubre de 1965 fui con el comandante Alberto Mora a visitar a Carlos Rafael en su oficina del antiguo Diario de la Marina. Gracias a Alberto y, sobre todo, a Carlos Rafael podría irme de Cuba al día siguiente. Los dos, creo, sabían que para siempre o hasta que cayera Castro: lo que viniera primero.

Carlos Rafael me saludó con su afecto de siempre. Era de los viejos comunistas que me conocieron en el periódico Hoy, cuando era niño. Todavía me llamaba Guillermito, el hijo del veterano redactor de Hoy Guillermo Cabrera. Hablamos de lo que siempre había hablado con Carlos Rafael, inclusive cuando fue finalmente director de Hoy años atrás, de cultura. La conversación, cosa curiosa, cayó en Carpentier.

“¿Has visto la última entrega de la novela de Alejo?” “¿El año 59? La vi en Bohemia pero no la leí.” “Es la segunda entrega”, me dijo Carlos Rafael, “pero es peor que la primera”.

Lo dejé hablar: no sólo deferente sino también curioso.

“Alejo es un escritor interesante pero me gustaría que fuera menos barroco. Es, por supuesto, un valor nuestro, pero Alejo no entiende la Revolución. ¡Te imaginas que llama a los barbudos los barbados!”. “Estás, claro, entre ellos.”

Carlos Rafael se había dejado crecer barba y bigote desde que subió a la Sierra en 1958, pero su barba era una perilla que lo acercaba, sin saberlo, más a Trotsky que a Stalin, de quien había sido y era devoto.

“¡Imagínate! Pero hablando en serio, me preocupa Alejo. No sé adonde va a parar con su novela, pero no quiero que se nos convierta en un problema más político que literario. Lo menos que queremos nosotros”, y parecía incluir no sólo a las autoridades sino a Alberto y a mí, “es otro caso Pasternak”.

Me sorprendió entonces y ahora que Carlos Rafael pudiera creer que Alejo, tan timorato, fuera a originar una disidencia. Pero tal vez creyera que también Pasternak era un hombre tímido. Luego pensé que Carlos Rafael, con sutileza, no hablaba de Alejo sino de mí. Así fue que creí que, cuando nos despedimos, en vez de hasta luego me dijera: “Sálvate”. Pero sé que si la noche tiene mil ojos y mil oídos, también tiene mil labios y dice cosas que la mañana desmiente. En todo caso la conversación fue memorable y para no olvidarla la anoté en una hoja de un libro que luego se quedó en Cuba.

Antes de irse de Cuba en 1945 Carpentíer completó en La Habana un libro realmente notable: el mejor y más completo estudio de la música en Cuba. Se llama con tautología La música en Cuba. Carpentier completa un círculo de música desde los albores de la nación hasta 1945 (ayudado por Natalio Galán, el músico que copió todas las partituras y a quien Carpentier debe más de un hallazgo) en que desarrolla su tema que es irrebatible. Cuba, pobre en artes plásticas, mediocre en arquitectura y balbuceante en teatro, se hace un pueblo realizado en su música. Lamentablemente Carpentier se limita a la música seria (que luego sería serial) y cubre sólo en un apéndice supurado la música popular, la verdadera gran creación cubana. Aunque Alejo consigue ciertas trouvailles (nombre que le gustaría más) al describir la vida musical habanera del siglo XIX, de veras brillante, se equivoca en las más simples notas de la música popular. Llega incluso a confundir una manera de bailar (el bote, que fue efímero por fortuna) con un ritmo nuevo, que nunca fue nuevo porque nunca nació. En su despedida de Cuba fue sin embargo mucho más afortunado que en su llegada a Caracas con el servicio que prestó enseguida a un tirano en escala menor.

Carpentier colaboró con un tirano mayor, Fidel Castro, en un juego de simulaciones: Carpentier no era ni nunca había sido revolucionario, Castro no era ni nunca había sido comunista. Alejo fue obediente y hasta sumiso en el Consejo Nacional de Cultura, en la Unión de Escritores (de la que era vicepresidente vitalicio), en la Imprenta Nacional y último hasta lo último en la embajada de Cuba en París. Antes fue un correo del zar.

Ocurrió cuando Mario Vargas Llosa ganó en 1967 el premio venezolano de novela Rómulo Gallegos. Mario se dejó chantajear por otro tránsfuga, Edmundo Desnoes, de oportuna visita en Londres. Desnoes convenció a Mario para que redactara un cable, transmitido por la agencia cubana de noticias Prensa Latina, pero dirigido a molestar a los gobernantes venezolanos, enfrascados en una guerra cruenta contra la guerrilla de origen cubano. Complacía así a Haydée Santamaría, la papisa de la Casa de las Américas. Cuando Mario, que vivía muy cerca, me contó lo que había hecho, le dije que había un refrán popular cubano que era toda una sabiduría: “Cuando te tocan el culo una vez y lo admites te lo tocarán tres”.

Entra Carpentier desde Francia. Alejo llamó a Mario y le dijo que quería verlo personalmente, vendría a Londres y lo llamaría. Vino y llamó. Quería que se reunieran en un restaurant de Knightsbridge. (Patricia Llosa me lo señaló un día: “En esa terraza tuvo Mario su entrevista con Alejo”.) Alejo era ahora un hombre con una misión. (Recuerden que éste es el escritor altanero, elitista y aspirante al premio Nobel de Literatura.) La misión de Alejo era de recadero con ribetes de espía. En el restaurant vacío después del almuerzo, Alejo le dijo a Mario que traía un mensaje de Haydée Santamaría, que lo saludaba como un verdadero revolucionario. Lo menos que quiere un escritor es que lo confundan con lo que no es, pero Alejo hablaba ahora de escritor a escritor. Lo que era una falsedad. Haydée quería que Mario donara, públicamente, su premio (unos 30.000 bolívares: Alejo, ducho en aritmética venezolana, calculó que eran unos 25.000 dólares) a la guerrilla. La Casa de las Américas {es decir el Gobierno de Castro, que pagaba siempre a los diplomáticos a través del Narodny Bank ruso), le devolvería a Mario esa misma cantidad a razón de mil dólares mensuales, que le traería Alejo en persona. (Alejo completó la transacción pidiendo al camarero más cercano un brandy, en francés SVP.) La proposición cayó, al revés de las palabras en el Zohar que tanto admiraba Carpentier, en el vacío. Mario sería un ingenuo político pero no era tonto. Aceptar la oferta que podía rechazar significaba convertirse, de hecho, en un agente cubano, pagado por el Gobierno de Castro desde París a través del Narodny Bank. Mario dijo redondamente que no, y ahí comenzaron sus dificultades con el Gobierno cubano. Culminaron en 1971 cuando Haydée Santamaría lo acusó de negarse a ayudar a la lucha del pueblo venezolano (léase la guerrilla castrista) para comprarse una casa en un barrio de ricos en Lima.

Este y otros recados (a la prensa, al pueblo de Francia) tuvo que aceptar hacerlos Alejo Carpentier. Era además de recadero de Castro repartidor de habanos por todo París: casi el lechero de Alquízar de nuevo. Una vez traía personalmente una caja de habanos a Sartre y el filósofo que fumaba se negó a recibirlo: comenzaba a caer en tanta desgracia como el régimen que representaba. En otra ocasión tropezaron Sartre y su carnal Simone en la Rué Bonaparte y Alejo tuvo que dar media vuelta, caminar de prisa y hasta correr perseguido por el dúo que gritaba al unísono a Alejo: “Voyou! Vieux con! Dégueulasse!”

Pero Alejo se afanaba en otros menesteres París arriba y, sobre todo, París abajo.

Fausto Canel, el director de cine cubano que vivía en París entonces y mantenía relaciones con los diplomáticos castristas, cuenta que iba un día por la Rué de La Paix hacia la embajada cubana cuando vio a Alejo bajarse de un taxi. Enseguida se dirigió a la boca del metro y se perdió en ella. Canel le iba a advertir, como si no lo supiera, que no tenía que coger el metro, que la embajada estaba a la vuelta de la esquina, cuando lo vio emerger agitado por la otra entrada, caminar unos pocos pasos ¡y dirigirse resuelto a su embajada! Era obvio que había entrado Alejo al metro y había salido Carpentier, el funcionario. ¿Por qué estas pequeñas maniobras? Estrategias de un diplomático socialista que no quería que sus colegas supieran que venía a su embajada en taxi y que, castrista humilde, viajaba en metro como ellos. Simulaciones de un hombre que toda su vida fue un simulador.

Pero fue en esa embajada, no cuando estaba en la Rué de La Paix, tan chic, casi frente a la Ópera, tan chichi, sino en la elegante Avenue Foch, en un apartamento lleno de nostalgias victorianas, donde Alejo dio muestras de un realismo político salvador. Carpentier había venido a Francia a dar charlas. Comenzó por Bayona y debió dirigirse a Burdeos, destino al que nunca llegó. Tres días más tarde, el embajador Carrillo estaba primero nervioso, luego muy nervioso y al cuarto día decidió dar a Carpentier por perdido: nunca sperduto nel buio sino perdido para la causa. Redactó un cable en clave que enseguida el agente del G2 de turno se ofreció a transmitir. Juan Arcocha, que era el agregado de prensa entonces, nada amigo de Carpentier, de hecho no lo tragaba, que tenía su cabeza bien puesta y no era un oportunista como el embajador ni un policía como el G2 local, dijo que se debía por lo menos esperar un día más a ver si Alejo aparecía.

Y al cuarto día Carpentier reapareció, maltrecho pero fiel, con su cara de perro basset más triste que nunca. El embajador pidió a todos un silencio cómplice: aquí no ha pasado nada, caballeros. Pero estaba de agregado cultural Juan David, excelente caricaturista, mediocre funcionario y buen amigo de Alejo. Fue así que rumbo al aeropuerto de regreso a La Habana le hizo saber a Carpentier el cuento corto de la larga espera, el cable y su clave. Según David, Carpentier se le hizo un Goliat político para exclamar, atronando el taxi:

“¡Comemierdas! Como si yo no supiera desde hace grato que el escritor que se pelea con la izquierda está perdido.” Y puso el énfasis en perdido. Carpentier se había encontrado con una oyente o fanática o fanática oyente y había invertido, divertido, los tres días perdidos, ganados de su itinerario: salió de Bayona para entrar en Burdeos de incógnito. París bien valía la misa negra en que ofició un embajador que no tenía idea de lo comprometedor que puede ser un escritor comprometido.

Permiso para un paréntesis. Hace poco se volvió a publicar en Inglaterra El acoso y el jefe de la sección de libros del diario The Independent me pidió una crónica. Allí dije que el libro breve “era una de las más perfectas novellas en español, idioma en que se habían escrito novellas perfectas desde el Renacimiento”. Después aclaré que Carpentier había escamoteado inútilmente la época de la acción, que no podía ser bajo el general Machado — Machado about nothing —, sino que parecía pertenecer a la era del gatillo vengador que se inició con los gobiernos de Grau y Prío (19441948). La contraportada mencionaba al “telón de fondo de la violenta tiranía de Batista”, haciendo ver cómo ven los ignorantes que el juego mortal estaba en otra parte. Defendí a Carpentier escritor negando que tuviera nada que ver con el realismo mágico, ¡manes del nazi Roh! El autor cubano estaba bien lejos de esas Carmen Mirandas literarias que escriben con una pluma adornada con toda clase de frutas. Era una alusión, bien clara, a la falsa exótica Carmen Miranda, llamada “the lady with thetuttifruttihat”.

Era una crónica en inglés no menos elogiosa que la que había escrito otras veces sobre Los pasos perdidos, obra maestra que convierte el tiempo perdido en el espacio recobrado y el tiempo real es un viaje a los Orígenes aborígenes. Aunque nunca advierto al lector del singular parecido entre Los pasos y La Vote royale, escrita por André Malraux en 1929: las aventuras de un arqueólogo en Indochina, infierno y paraíso tropicales. Antón Arrufat y yo, en el interregno que siguió a la clausura de Lunes, nos divertíamos señalando con flechas untadas de curare literario las muchas coincidencias. Pero siempre, siempre, terminábamos concluyendo que la copia era mucho mejor que el original y si Alejo había robado a los franceses Mabile y Malraux fue para crear facsímiles disímiles. Era más artista el cubano, ¿pero era realmente cubano Carpentier?

En su biografía breve Heberto Padilla se queja, precisamente, de lo escasa que es, para añadir: “Es casi falsa” y pasa a citar al propio Alejo que se aleja: “Mi abuela era una excelente pianista, alumna de César Franck. Mi madre lo era también y bastante buena. Mi padre, que quiso ser músico antes que arquitecto, empezó a trabajar el violoncello con Pablo Casáis. Aprendí música a los once años. A los doce tocaba páginas de Bach, de Chopin, con cierta autoridad”. Después de esta cita Padilla hace trizas la autobiografía oficial. “Pero nadie”, dice Padilla, “en Cuba tuvo noticias de su abuela ni de su madre como pianista “bastante buena”. Mucho menos de que su padre “trabajó el violoncello con Casáis”. (Puedo añadir que Natalio Galán me aseguró que Carpentíer leía música con dificultad.) Sigue Padilla: “Su infancia no tuvo la armonía”, acertado término musical, “que se desprende de sus declaraciones. Vivió hasta la adolescencia en el campo, en las cercanías de Alquízar, un pueblo bastante pobre a varios kilómetros de La Habana”. Ahora Padilla hace revelaciones indiscretas y, como antes, llenas de un humor corrosivo: “Su padre desapareció del país cuando Alejo era casi un niño en pos de una cubana mestiza y se perdió para siempre en el Canal de Panamá”. (No en la selva.)

Padilla hace un paralelo erótico cuando revela al padre de Lilia Carpentier en una escena calcada de El reino de este mundo: en “la casa junto al río Almendares se vio aparecer una tarde, súbitamente, un gran óleo colocado entre dos puertas del comedor que daban al jardín. Era un negro, vestido a la manera de los haitianos descritos [por Carpentier), colmando todo el espacio de la tela. Supimos que se trataba del padre de Lilia, el único marqués negro de Cuba”. Así hace trizas Padilla las anotaciones de otro biógrafo sobre liceos franceses y educación europea.

Nunca volví a ver a Carpentier después de aquel encuentro en la tarde con maleta (y mulata) al fondo, pero supe de él por personas interpuestas, con el auxilio de la tecnología del electrón, a la que Alejo era adicto desde que, según contaba, había escrito ballets para el compositor experimental Edgar Várese en sus días grises de París.

La primera noticia la trajo grabada en una cásete Alex Zisman, estudiante de literatura en Cambridge. Zisman, peruano, es, como dicen los limeños, un plato: regalo de Mario Vargas Llosa, sobre quien Alex escribía una tesis de nunca acabar. Carpentier vino a Oxford en 1971 para una charla con preguntas públicas.

La primera pregunta de Zisman, que fue quien más preguntó, en español, era acerca de las dificultades del pueblo cubano para comer, producto del cruel racionamiento impuesto por Fidel Castro. “¡Es falso!”, respondió Alejo, ágil pero gangoso. “Todo el mundo en Cuba come bien.” “¿Cuan bien?”, le preguntó Alex a Alejo y Lilia, desde el público pero audible en la cinta, afirmó: “Comen tan bien como nosotros”. ¿Es necesario recordar que los dos Carpentier, Lilia y Alejo, eran diplomáticos y vivían en París?

Alex (¡qué curioso juego de nombres y de sombras!) abandonó el tema, Qué Comen los Cubanos, para entrar en la literatura y preguntar por un libro mío. Carpentier perdió la compostura pero no el acento: “No he leído ese libro”. Pero, siguió Alex, hay en él una parodia de su estilo y hasta de sus títulos. La versión paródica se titula “El ocaso”, que es una parodia de El acoso. Carpentier insistió: “Le grepito que no he leído ese libro de que habla”. Pero conoce, quiso saber Alex, a su autor que es cubano también. Alejo saliendo de otro acoso exclamó: “¡Ese señor no es cubano!”

Zisman cambió de autor pero no de tema. ¿Tampoco es cubano Heberto Padilla que está en prisión en La Habana por su poesía? “Ese señon›, dijo Carpentier y hasta en la grabación se puede oír su odio todavía, “no está preso por escribir unos versos más o menos. Está preso por causas más graves que pronto se sabrán”. Fin de la grabación pero no de mi comentario. “Este señor”, es decir Heberto Padilla, la noche de ese mismo día, haría su confesión obligada en el salón de conferencias, ahora de confidencias forzadas, de la Unión de Escritores en La Habana. Es evidente que Carpentier ya estaba informado de “lo que ocurrirá”, o gozaba de un don de presciencia pasmoso.

Más pasmosa que la presciencia es la tecnología. No se extinguirá mi asombro ante la cinta de vídeo que hace posible uno de mis sueños: la cinemateca de uno solo. Más asombroso es el fax, ese teléfono que trasmite no la voz, después de todo un milagro cotidiano, sino cartas y mensajes instantáneos, con tanta intimidad como una carta certificada, y casi con la misma seguridad. Pero el fax, como el teléfono, a veces produce mensajes cruzados y la máquina recibe un fax ajeno o anónimo. He recibido cartas equivocadas del mayor Ferguson, padre de la Duquesa de York, asegurándome que vendrá a un tea party que yo no daré. Una editora de Vogue me recomienda a una modelo (que puede ser estupenda o estúpida) para una ocasión de alta costura, con poca asistencia. (Por lo menos la señora a que iba dirigido el fax nunca recibió su invitación.) También un carnicero conocido me hizo llegar una lista de carnes en venta que ní yo ni el verdadero destinatario comeremos. Estas equivocaciones, debidas al teléfono con mensaje escrito, me hacen preguntarme a mi vez dónde irá a parar mi fax que no da en la diana. ¿Tal vez a la princesa Diana?

Pero un fax, anónimo, destinado a hacerse célebre, vino de París sin marca ni remitente: era un verdadero facsímil. La copia de un certificado de nacimiento emitido en Suiza, un acte de naissance. Decía, sucintamente, que el 26 de diciembre de 1904 había nacido en Lausana, Suiza, Carpentier, Alexis, hijo de Georges Julien, de nacionalidad francesa (Marseille, Bouches-du-Rhône), domiciliado en Saint-Gilles-les-Bruxelles (Bélgica), y de Catherine née Blagooblasof. El documento está expedido en Lausana, el 17 de septiembre de 1991. Como quien dice, acabado de emitir en Suiza y remitido desde París de donde me llegó, facsímil en mi fax.

La noticia era extraordinaria pero explicable. El documento desvelaba las múltiples y sucesivas invenciones de Carpentier por ser Alejo, por qué Lydia Cabrera, conocedora, lo llamaba siempre Alexis, por qué Alejo desplegó ese duradero rencor contra Padilla, el hombre que sabía demasiado, en Cambridge, y por qué Carpentier siempre había tomado a La Habana, como los ingleses, por un puerto de escala y, todavía más terrible, por qué se había comportado toda su vida tan mal con Cuba: cómo se había prestado a todas las canalladas para servir a dos amos, el comunismo y Castro, a quien debió tener por un usurpador pero era su embajador muchas veces extraordinario, usando su prestigio para un desprestigio. Este certificado de nacimiento, aparente inocente, explicaba más de una maldad.

Pero el azar puede abolir la presciencia. Por pura casualidad vino a tomar el té Valentí Puig, escritor catalán que es el corresponsal del ABC de Madrid en Londres. Le enseñé el fax como una suerte de Cuban curio. Cuando Puig leyó la inscripción de nacimiento de Carpentier y vio que era genuina, me pidió permiso para pasarla a su periódico. Entre divertido y advertido se lo di. Puig pasó, por fax, la copia del documento y el ABC publicó una nota ligera y poco relevante. Pero antes, de la redacción llamaron a Lilia Carpentier a La Habana. Ella reaccionó con acelerada virulencia política: “¡Eso es una infamia inventada en Miami!” Pobre Miami, tan lejos de Cuba y tan cerca de La Habana. El acte de naissance del cantón de Veaud no puede estar más lejos de Miami y más cerca de la verdad, porque es un acta suiza y por tanto neutral y aséptica como la Cruz Roja. Se originó, de veras, en un funcionario que si alguna vez oyó hablar de Alexis Carpentier lo habría confundido con Georges Carpentier, no el padre fugaz de Alejo, sino la Orquídea del Ring, campeón francés de los pesos pesados, famoso por su valor físico y su elegancia de dandy parisiense. Bien lejos de Alejo.

Hay una última pregunta que no puedo contestar pero tal vez pueda la cubanísíma Lilia Carpentier. Que no ocultaba a su padre negro noble en Caracas y se hacía llamar “la señora Marquesa”, pero no en La Habana. Durante años la única marquesa posible era una negra loca de sombrero sempiterno y boa al cuello que deambulaba por las calles y bajo el sol del trópico insistiendo que ella era una marquesa y Marquesa había que llamarla. Mi pregunta final es ¿por qué Alejo Carpentier nunca dejó saber que había nacido en Lausana y siempre inventó nacer en La Habana? Una ciudad de la que siempre huyó como de un acoso y quiso morir en París, donde, cosa sabida, sólo los metecos y los americanos solían “ir en coche al muere”.

Posdata postuma. Después de la muerte de Alejo se reveló quién había hecho la investigación ante las autoridades suizas. Había sido su antigua mujer Eva Frejaville, francesa en La Habana ahora en Los Ángeles. Todo comenzó un día con su visita a la madre de Alejo, de origen ruso, Catharine Blagooblasof. Exclamó nostálgica ella: “¡Cómo nevaba el día que Alejo nació!” La Frejaville iba a decir que no sabía que hubiera nevado en La Habana nunca. Se calló pero, después de divorciada, buscó en París sin suerte y luego en Suiza con acierto la partida de nacimiento de Alexis. Alejo murió, diplomático castrista, creyendo que había burlado a todos. Pero no hay una Eva que, expulsada del Paraíso, no lo sepa todo de Adán.

Antonio Ortega vuelve a Asturias

Ocurrió hace casi cuarenta años en La Habana y lo recuerdo como si hubiera ocurrido el año pasado en Bath. Hacía un mes o dos que había conocido a Antonio Ortega al llevarle a su despacho de la revista Bohemia, de la que era editor literario, un cuento mío, el primero que escribí y que era una suerte de parodia seria de un escritor que luego llegó a ganar el premio Nobel, pero a quien nunca consideré siquiera segundo de Ortega. Para ser jefe de redacción de la primera revista de Cuba, Ortega era increíblemente asequible. Siempre lo fue. Ese acceso fácil me permitió llegar tímido a él cuando yo no tenía más que diecisete años y exhibía el más claro aspecto de no ser nadie. (Cosa nada difícil porque no era nadie.) Ni siquiera aspiraba a la literatura todavía y escribir era otro juego adolescente. Como el ajedrez, aunque más fácil. Ortega no sólo leyó el cuento que le traje sino que lo publicó y hasta se convirtió en mi mentor literario y extraliterario.

Ahora lo visitaba asiduo en su casa de la calle Amistad y él conversaba conmigo mientras me instruía —una vez que supe aclarar su espeso acento asturiano—. Ortega, antiguo profesor de ciencias naturales, era esa cosa rara: un maestro nato. Por supuesto, también me prestaba libros de algunos autores que ni siquiera había oído mentar, como Kafka o Silverio Lanza, extraños y exóticos. Caminaba yo cada tarde de sábado desde nuestro cuarto de familia del solar (léase falansterio habanero) de Zulueta 408 hasta su casa en la esquina de Amistad y Trocadero. Ortega, que fue una de las pocas personas realmente aristocráticas que he conocido (y luego llegaría a conocer hasta lores ingleses, con un árbol genealógico sembrado antes de la invasión normanda, que son puros patanes), era también en extremo humilde. Su reducido apartamento, que compartía con su esposa Asunción, también asturiana, estaba entonces casi en el ombligo del barrio de lenocinio habanero, el notorio distrito de Colón, en que, siempre en La Habana, convivía la decencia con la prostitución, el bien y el mal empedrando infierno y paraíso por parejo. Curiosamente, al comienzo de esa calle Trocadero, estaban la redacción y los talleres de Bohemia, revista popular. Pero, asombro, al final de la calle, unas cuadras más abajo, vivió hasta su muerte José Lezama Lima, el más raro y hermético poeta de Cuba y director de Orígenes, exquisita revista literaria nada leída por el pueblo. Esas putas —que ni Ortega ni Lezama frecuentaron nunca, por razones encontradas— tuvieron la oportunidad de ser hetairas. Es decir, rameras ilustradas casi por contagio. En más de una ocasión pude atisbar unas prostitutas semivestidas en lo oscuro de un bayú (burdel barato) y una vez, saliendo una tarde de sábado de casa de Ortega, alcancé a ver una puta de carnes blancas y blandas que corría corita a atravesar la calle de un bayú a otro, haciendo de Trocadero una calle olímpica: ninfas corriendo desnudas.

A Lezama lo visitaban otros poetas católicos culteranos y hasta Juan Ramón Jiménez, exilado en La Habana entonces, de visita, tuvo que dar un corte cauto al puterío procaz más de una vez para llegar a Lezama Lima. Entre esas putas indolentes o insolentes el poeta era conocido como Barbita Negra. (Así eran de raras las barbas en Cuba entonces.) Según Lezama, para insultar al barrio, Juan Ramón decía que Colón le recordaba a Huelva en verano. No alcancé la medida de este insulto andaluz hasta conocer Huelva el año pasado: no hay duda de que Jiménez era esquinado y alevoso. A Ortega lo visitaban el doctor Gustavo Pittaluga, uno de los científicos españoles más ilustres de la anteguerra, María Zambrano, Lino Novas Calvo y muchos eminentes escritores españoles exilados. Una noche conocí en su casa a Cernuda, vestido a la inglesa, de pipa y tweed. A Ortega nunca le importaron ni la dudosa moralidad del barrio ni la cierta humildad de su apartamento. Seguía sin saberlo ese proverbio inglés que recomienda estoico: nunca te quejes, nunca expliques. En una ciudad minada más que dominada por el automóvil, Ortega no tuvo auto propio hasta que el director de Bohemia, Miguel Quevedo, le regaló el viejo Studebaker de su hermana. Ortega lo llamaba siempre con cariño su cacharan. Demócrata incurable, Ortega representaba lo mejor que la República dio a España y Franco desplazó hacia un exilio varias veces miserable. Ortega fue más afortunando que muchos pero sólo por un tiempo. Lo conocí a fines de 1947 y a comienzos de 1960 ya era de nuevo exilado político de su segundo país. Como sus cuentos atestiguan, dos patrias tenía Ortega, Asturias y La Habana.

Un día de diciembre de ese año 1947 tan mencionado por mí, por memorable (casi todo comenzó entonces), Ortega contribuyó a hacerlo extraordinario al entre garme una carpeta de tapa dura que contenía el manuscrito de un libro titulado, exóticamente extraño, Yemas de coco. Estaba mecanografiado de mano impecable, que no podía ser la de Ortega. Como otros españoles de su generación (por ejemplo, el poeta gallego Ángel Lázaro, ahora testimonio vivo todavía de este tiempo, en Madrid) que trabajaban en periódicos y revistas de La Habana, y vivían entre la letra impresa y las máquinas, Ortega desdeñaba la máquina de escribir. Siempre sospeché que más que despreciar la máquina, todos temían al fracaso ante una tecnología nueva. Que esa tecnología tuviera ya casi un siglo (la primera máquina de escribir se creó hacia 1865: curiosamente esta invención masculina ha hecho más por abrirle puertas a la mujer que todos los movimientos feministas: esto, no tiene nada que ver con los cuentos de Ortega excepto que estaban todos meticulosamente mecanografiados), esta veteranía no hacía a la máquina más respetable si se la compara con las decenas de siglos en que se usó la pluma y el papel horizontal sobre una mesa.

Pero el manuscrito tenía numerosas anotaciones a mano, hechas por Ortega con su letra regular pero minúscula y al mismo tiempo eminentemente legible. Siempre fue para mí, que araño y garrapateo más que escribo, una caligrafía perfecta. Al final, el libro estaba firmado a pluma: Antonio Ortega, naturalmente. Pero ni las tes estaban cruzadas ni la i tenía su punto y a la A le faltaba la barra traviesa. Cuando le pregunté a Ortega el porqué de esta firma desnuda me confió que durante la guerra civil, como comisario político de Asturias, tuvo que firmar tantos documentos, edictos y proclamas que para simplificar este proceso y serle posible el mayor número de firmas en el menor tiempo, había eliminado todo trazo superfluo. Pienso ahora que esas íes sin punto y esas tes sin cruz contribuyeron al exilio de Ortega, a sus penas de exilado doble (de España, de Cuba) y finalmente a su muerte miserable en Maracaibo.

Cuando regresé a mi casa esa tarde, al ver mi madre que Yemas de coco no estaba aún en forma de libro pero era ya un libro, se quedó paralizada por la reverencia o ante el privilegio conferido al hijo mayor. “Tú cuida mucho ese libro”, me aconsejó. “Mira que los escritores nunca dejan leer así sus escritos.” Para ella, pobre, como comunista que creía en Cristo, cada libro era una posible versión de la biblia o de El Capital —esa otra biblia no por impenetrable menos sagrada. Claro que cuidé Yemas de coco aunque no fuera un manuscrito verdadero o único, sino una copia a máquina. Debía leerlo en una semana y devolver el escrito a Ortega al sábado siguiente, pero lo leí en una noche.

Conocí a Ortega como novelista, autor de una novela, Ready, que no podía juzgar porque era la vida a ladridos que hablan de un perro sato (sin raza, con todas las razas), que recorría La Habana en una picaresca canina de la que Ortega era más Guzmán que Quevedo: nada cruel. No pude juzgar ese libro al leerlo porque mi amor por los perros me lo impidió entonces. Hoy recuerdo que Ready era como una versión amable de Colmillo blanco o de La llamada salvaje. Esas feroces faunas que Jack London situó en el Yukón inhumano o en la imposible tundra americana, se convertían ahora en una deliciosa jauría juguetona entre calles y callejones de una ciudad, La Habana, que era, si cabe, demasiado dulce. La prosa acariciante de Ortega contribuía al clima cálido y blando del trópico. Pero este libro, cosa curiosa, fue en Cuba un bestseller mayor que la elogiada novela del futuro premio Nobel y presente indio olvidado, para parodiar el título de uno de los cuentos más brillantes de Ortega, que cierra este volumen realmente excepcional.

En Yemas de coco, más que en ninguno de sus libros (más aún que en una novela inédita, sin título, sin acabar, dispareja pero de la que recuerdo haber leído unos capítulos memorables en su casa de El Vedado, a finales de los años cincuenta: esta vez el manuscrito era realmente un manuscrito y las páginas culminaban en una matanza indiscriminada de cangrejos en la carretera cuando iban ciegos rumbo al mar a desovar, que es una preocupación propia del naturalista), muestra que Ortega era de veras un narrador natural. Mucho más genuino que otros escritores de su generación y de más tarde, que escribían ficción como hacían periodismo o publicidad, o esa pútrida publicidad política que es la propaganda. No sé qué escritores pudieron influir en Ortega, quien compartía muchas de las supersticiones literarias de su tiempo. Nunca pude comprender realmente cómo este hombre cultivado y culto podía considerar a mediocres nacionales como posibles premios Nobel. Tal vez la explicación no esté en la generosidad literaria, sino en su generosidad genuina. Ortega protegía, por ejemplo, en Bohemia primero y en Carteles luego, a un coterráneo suyo al que odiaba como escritor y como persona. Luis Amado Blanco, dendista dantesco, era un detestable envidioso de Ortega, a quien sobrevivió para morir no entre la sangre y el horror en Venezuela, sino en el escarnio de todo el exilio español pero en la exalta ción oficial en Cuba. También acogía libros y autores que debía saber mediocres y más dignos de desprecio que de algún aprecio.

Hay que llegar a la conclusión de que si Ortega era excepcional como persona, fue también extraordinario como escritor. Más aún: era un original. Una originalidad encontrada desde el principio: natural nunca buscada. Al contrario, de haber atendido más a los modos (y a las modas) de su tiempo, yo no estaría escribiendo estas páginas que tratan de rescatar las suyas del abandono y el olvido: serían superfinas. Pero su tiempo fue implacable. Si a todos nos tocan, como quiere Borges, malos tiempos que vivir, a Ortega le tocaron tiempos de imposible vida, y escapó de milagro pero por poco tiempo. De no haberse exilado a Cuba, le habrían fusilado en España bajo Franco. Pero de no haber sido siempre demócrata y republicano (siempre antitotalitario: siempre antifascista) o haber podido simular y tragar el suave cebo y escupir el anzuelo, de no haberse exilado de nuevo y dejado Cuba comunista por la democrática Venezuela, sería ahora celebrado en todas partes: en Cuba y en España y, sórdida ironía, también en Venezuela, donde sólo unos pocos reconocieron su valor. Pero prefirió la honestidad individual al oportunismo colectivo. Al hombre lo perdió su decencia, que es un destino trágico pero honorable. Al escritor podemos encontrarlo ahora.

Una nueva lectura de Yemas de coco casi cuarenta años después muestra a Ortega tan fresco como era esa noche de sábado de 1947 en que tuve el privilegio y el gozo de leer su libro de cuentos, y dejarme influir por su estilo, contagio que Ortega diagnosticó enseguida. Ahora el libro aparece inédito todavía (ésta es su primera publicación verdadera ya que la edición cubana, apoyada por un editor que la contamina, padece de aquello que maleditó ese Midas al revés: todo lo que tocó se hizo miserable) en su Asturias natal, tierra que Ortega hizo para mí mítica. Tal era su poder de evocación que llegué a añorar el bable y el orvallo como propios de un país que creí también el mío. Cuando visité Gijón por primera vez en el verano de 1981 no encontré, claro, a ninguno de los dos. Todo el mundo hablaba español y el sol salió tres días seguidos, lo que para un londinense es visitar la Riviera. Llovió un día pero fue tan breve y fuerte aguacero que pareció un chubasco tropical. Asturias es un mito que Ortega inventó.

Pero leyendo estos cuentos regresa Ortega y con él vuelve también el tiempo del orvallo y el rumor del bable que no se habla en sus cuentos. Sin embargo hay un toque exótico que he aprendido a reconocer como prójimo luego. Cuando leí el libro en La Habana encontré personajes que “cogían frío” ¡y morían casi enseguida! Desde Cuba esta enfermedad me parecía tan imposible o al menos tan remota como Ja fiebre del sueño y la mosca tsétsé que la trasmite. Ahora, después de años de exilio en Londres, la enfermedad favorita de los personajes de Ortega no es sólo posible sino que es favorita de muchos ingleses, que escogen coger frío y se mueren en cuestión de días, como el antagonista de “Siete cartas a un hombre”.

Yemas de coco, el cuento, es una historia que Ortega pudo haber convertido en una novela, como pudo haber caído, más de una vez, en el sentimentalismo, y evadió con éxito ambas tentaciones. No tengo nada contra la novela ni mucho menos contra el sentimentalismo. Al contrarío, muchos de mis mejores amigos son sentimentales. Por amigos me refiero a boleros y tangos y a esos filmes viejos con un final feliz. También a mucha música melosa, melodiosa. Chaplin, por ejemplo, es descaradamente sentimental. John Ford es un sentimental seco, contenido. Ortega es un sentimental que quiere ser duro a veces o mejor, declarar que es antes que nada un científico. Pero este científico, hijo y hermano de científicos, llegó un día al laboratorio de su hermano médico y encontró una curiosa cobaya: un perrito con el número 3 colgado al cuello para experimentos in anima vili y vivisecciones y disección final. Nuestro científico seco se enterneció tanto que rescató al can de una suerte peor que la muerte. Se llevó el perro a casa y le puso por nombre Tres. (Todavía en La Habana en los años cincuenta tenía Ortega una perrita llamada Tres.) Confieso que a mí me conmueve de veras la historia de Palmira, la que comía Yemas de coco. No me emociona la anécdota ni la trama. Me mueve la prosa de Ortega, que sabe como Chéjov ser emotivo y al mismo tiempo hacer un diagnóstico casi médico de sus personajes. Con una sola frase establece Ortega una relación entre el lector y la ordenación rigurosa de los elementos de su prosa. Así cuando escribe: “El suave y fresco terral de febrero estremeció blandamente las altas y oscuras casuarinas”, el lector sabe que está frente a la verdadera literatura, señalada apenas con un sustantivo tan tenue como el nombre de la casuarina. O este otro comienzo memorable: “Surgió inesperadamente entre un montón de recuerdos: detrás de un sofocante olor a tuberosas”. Las casuarinas y las tuberosas hacen del recuerdo no un olor impresionista sino que son exactos. Es que Ortega sabía que las páginas escrítas no huelen sino que nos hablan a los ojos, silenciosas pero a la vez increíblemente gárrulas, como algunas mujeres descritas por él. O como las cartas de sus personajes. “El evadido” es un cuento en que, como en “La huida”, hay una relación política inferida o inherente al relato. “El evadido” parece un compromiso renuente, mientras que en “La huida” Ortega admite que la única manera de hablar de política en ficción es hacerlo con el lenguaje de la prensa —periodísticamente, como un reportaje: como un reportaje pero evitando siempre la página noble, editorial y la impotencia del denuesto. Hay otros cuentos en el libro, como “Siete cartas a un hombre”, en que el recurso tan usado, por su comunicante hermetismo, de la literatura epistolar está justificado: una carta que se recibe es siempre un sordo monologante, no un interlocutor válido. Las cartas hablan pero nunca oyen: contestarlas es incurrir a su vez en mi monólogo. Este cuento es a veces de una lectura dolorosa y creo que obtuvo un premio en España antes de la guerra civil. En Cuba un cuento aún más terrible, “Chino olvidado”, ganó un premio aún más celebrado; era importante y hasta decisivo entonces y Ortega fue famoso por un tiempo. Después, poco a poco, se lo tragó la profesión del periodismo: fue jefe de redacción supremo, hombre de confianza del director de Bohemia y él mismo director de Carteles. Al revés del héroe de La vorágine, no se perdió súbitamente al entrar de lleno en esa selva salvaje, pero no creo que Ortega volviera a escribir nada, ni siquiera un editorial. No en Cuba en todo caso: Ortega, que era reservado en extremo en su vida privada, no tenía para mí secretos literarios. Cuando publiqué “La huida” (una narración de Franco antifranquísmo y de eficaz convocatoria republicana en que hasta la palabra de paz bous suena a obús) en Lunes de Revolución, que fue el más importante suplemento literario jamás publicado en Cuba, pareció complacido. Pero su exilio abrupto a Nueva York poco después mostró que su complacencia era, como siempre, personal: una cortesía, otra finura del caballero español. Ortega nunca me dijo, como supe después, que no quería asociar este escrito suyo a la estridente literatura partidaria antologada allí.

Los cuentos recogidos en este libro son ejemplares raros en una literatura como la española nada adicta (ni adepta) al cultivo del cuento. Muestran, además, una característica que revela a los buenos escritores y que emparenta a Ortega con Lino Novas Calvo, ese otro gran cuentista cubano nacido en España (esta vez en Galicia), que muere ahora lenta y bruscamente en Nueva York de sucesivas embolias cerebrales. Esa distinción común es el gusto por los nombres propios y los apellidos sonoros y exóticos. Curiosamente Ortega y Novas Calvo usan a menudo casi un mismo nombre cantábrico: Novas Calvo llama a un héroe suyo Fenollosa, Ortega le pone a otro Felechosa. Para mí son sólo sonidos sugerentes, para ellos tal vez tengan otro valor literario. En todo caso es imposible saberlo ahora y un escritor no hace más que proponer modelos de lecturas. Finalmente quiero decir que ésta es una presentación de ocasión, no el detenido análisis literario que se merece Ortega y que yo, que le debo tanto, no puedo hacer porque siempre se interpondría ese sentimiento que él apreciaba por encima de todo: la lealtad. Esa lealtad es personal pero es también literaria. Como los personajes de Antonio Ortega, no puedo escribirle unas pocas líneas siquiera sin que se conviertan en un escindido mensaje privado, a la vez regocijado y doloroso: cartas a un muerto. Ahora aquí tienen ustedes los cuentos de Antonio Ortega, autor que el exilio quiso hacer anónimo. Léanlos y aprendan a apreciarlos sabiendo que es una lástima que su autor no esté más entre aquellos que fueron sus lectores preferidos: los que oyen el bable y el orvallo todavía. Casi iba a decir que no importa que él no esté porque está su literatura. Pero lo terrible es que sí importa. Nada mata tanto a un escritor como el olvido que es peor que el desprecio. Sin embargo la lectura, ese recuerdo verbal, no puede devolver nunca la vida a un autor muerto. Es que la literatura, como esta introducción, después de todo no es más que un extendido epitafio.

Agosto de 1982

Adiós al amigo con la cámara

El contestador automático no es tal. Es una máquina que revela el alma o por lo menos el carácter. El autor de la respuesta que se repite pero que no es nunca automática, se encuentra enfrentado con el micrófono oculto con la necesidad de decir algo y ser breve. Mediante el contestador tiene que componer su libreto y ser autor que se dobla (o se desdobla) en actor. Algunas respuestas son de veras ingeniosas y hasta divertidas. John Kobal, por ejemplo, que fue actor, cambiaba a menudo su respuesta, siempre con música de fondo, para informarnos dónde estaba y qué hacía y cuándo regresaría. Paquito D’Rivera, que es músico, toca el clarinete y responde a dúo con su mujer Brenda, que es cantante, al son de su último disco, Tico Tico. Néstor Almendros era diferente. Nunca cambiaba. Es decir, era el mismo. O él mismo. Su respuesta era siempre igual: un poco seca (como su padre castellano), un poco catalana {como su madre) y, en inglés, tenía un leve acento cubano. Era además directo, informativo y deferente, y separaba cada palabra para que no hubiera duda de lo que decía. Si todo mensaje puede ser terrible, ahora lo duro es que no habrá otro mensaje de Néstor, doble, como cuando se escondía tras su máquina y decía, al reconocer a un amigo, “Ah, eres tú”. No habrá más, es triste, un amigo de casi medio siglo.

Néstor Almendros llegó a La Habana en 1948 para reunirse con su padre, educador y exilado español, a quien no veía desde su fuga en 1938. Néstor tenía entonces diecisiete años. Lo conocí en el curso de verano sobre cine que tenía la Universidad de La Habana, ese año. El cine nos reunió, el cine nos unió. Creo, estoy seguro, que Néstor es el más viejo de mis amigos. Dolorosamente donde dije es ahora tengo que decir era. Pero, por Néstor, conocí amigos que eran amigos del cine y otros que demostraron ser más amigos del poder que del cine. O amigos del poder por el cine.

Para Néstor, como para mí, La Habana fue una revelación. Pero si yo venía de un pobre pueblo, Néstor venía de Barcelona y su sorpresa fue siempre un asombro mayor. Lo asombraron la multitud de cines (y una sorpresa que nunca fue mía: todas las películas estaban en versión original), lo asombraron los muchos periódicos, las revistas profusas y entre ellas las dedicadas especialmente al cine. Lo asombró cuánta gente rubia había en La Habana. “Por culpa de ustedes”, le dije. “¿No has visto cuánto apellido catalán hay en Cuba?” Incluso un presidente se llamó Barnet, otro Bru. Le alegró que el primer mártir de la independencia de Cuba en el siglo XIX fuera catalán. Néstor, que tenía un padre castellano de pura cepa y que en Cuba se hizo cosmopolita, era catalán y en esa extraña lengua se comunicaba con su madre, la bondadosa María Cuyas, que lo sobrevive, y con sus hermanos María Rosa y Sergio. Su luminoso apartamento de El Vedado era una casa catalana.

Siempre supimos que íbamos a hacer cine. Néstor escogió el arte más difícil, la fotografía. Joyce declaró una vez que él era original por decisión propia, aunque estaba menos dotado que nadie para tal tarea. Néstor se hizo fotógrafo por voluntad, por una veta férrea en su carácter que asombra a quienes no lo conocían. Empezó con una cámara ordinaria y llegó a ser un fotógrafo de primera. Pero cuando me hizo mis primeras fotografías, que estuvo dos horas fotografiando, al final de la sesión descubrió ¡que había dejado la tapa sobre el lente! Era, desde muchacho, sumamente distraído y ya como fotógrafo profesional tenía asistentes para asegurarse de que no olvidara nada. Solía tropezar con todos los objetos que estaban en su camino y aun con algunos que no lo estaban. Néstor, que en sus últimas fotografías aparece con los ojos desnudos porque usaba lentes de contacto, cuando lo conocí llevaba unas gafas gordas de fondo de botella y no recuerdo haber conocido a alguien más miope. Pero era ya el ojo del cine. Néstor al descubrir La Habana se descubrió a sí mismo y al descubrir su sexualidad cambió su vida. Pero siempre fue la discreción misma: en el vestir, al hablar y uno piensa que así debió ser Constantin Cavafis. La Habana fue entonces su Alejandría. Pero, entre amigos, podía bromear de una manera que era asombrosamente cubana y a la vez muy suya. Néstor^ tan serio, solía ser en la intimidad devastadoramente cómico con sus apodos para amigos y enemigos: a un conocido comisario cubano lo bautizó para siempre la Dalia.

Néstor se fue de Cuba cuando la dictadura de Batista y regresó al triunfo de Fidel Castro. (Casualmente había conocido a Castro al fotografiarlo en la cárcel de su exilio mexicano.) Pronto se desilusionó al descubrir que el fidelismo era el fascismo del pobre. Tenía, me dijo, su experiencia de la España de Franco: “Esto es lo mismo. Fidel es igual que Franco, sólo que más alto, y más joven”. Ambos habíamos fundado, junto con Germán Puíg, la Cinemateca de Cuba que naufragó en la política. Ambos fuimos fundadores del Instituto del Cine. Ambos descubrimos que era sólo un medio de propaganda manejado por estalinistas. Cuando la prohibición por el ICAIC (Instituto del Cine) de P.M., un modesto ejercicio en free cinema, que habían hecho mi hermano Saba y Orlando Jiménez, Néstor, que había devenido crítico de cine de la revista Bohemia, escribió un comentario elogioso. Fue echado de la revista enseguida. Esta expulsión fue su salvación. Poco después salió de Cuba por última vez.

Néstor se hizo un fotógrafo famoso en Europa. Esta es una reducción de la realidad. Néstor pasó trabajo, necesidades y hasta hambre, como lo atestiguó su amigo Juan Goytisolo, en París. No fue el fotógrafo favorito de Truffaut y de Rohmer de la noche tropical a la mañana francesa. Lo vi a menudo entonces y supe que llegó a dormir en el suelo de un cochambroso cuarto de hotel que alquilaba un amigo. Néstor siempre fue indiferente a la comida, pero lo que tenía que córner en la Ciudad Universitaria no era nouvelle cuisine precisamente. Para perseguir su vocación, llegó a rechazar una oferta de un lujoso colegio de señoritas americano (donde ya había enseñado en su segundo exilio) y persistió en su empeño en Francia, donde se sostenía haciendo documentales para la televisión escolar. Pasaron años antes de que lo invitaran a fotografiar un corto en una película de historietas. Fue así, con trabajo, a través de su trabajo, que se hizo el fotógrafo que fue.

Tengo que hablar, aunque sea brevemente, de su oficio que era una profesión que era un arte, que era una sabiduría. Néstor no era el escogido de Truffaut, de Rohmer, de Barbet Schroeder, de Jack Nicholson, de Terry Malick y finalmente de Robert Sentón por su cara linda, que nunca tuvo a pesar de su coquetería de lentülas y sombrero alón. (“Tengo —solía decir—, cara de lenguado.”) Todos esos directores, y otros que olvido, usaban a Néstor una y otra vez porque Néstor no sólo fotografiaba sus películas sino que resolvía problemas de decorado, de maquillaje, de vestuario con su considerable cultura, sino que reescribía los guiones, como hizo con la fracasada penúltima película de Benton. Trabajaba con el director antes y después de la filmación, enderezando entuertos, que eran muchas veces del director, y hasta resolvía problemas de actuación durante el rodaje. Y aun antes, mucho antes. Hace poco un guionista americano laureado le pidió que leyera su guión sobre la vida y hazañas de Cortés. Néstor hizo sus comentarios siempre sabios. Incluso evitó al escritor una metida de pata hercúlea cuando descubrió Néstor que Cortés estudiaba en el cine su plan de campaña ¡sobre un mapamundi! Néstor, más cortés que Cortés, le indicó al guionista que era un anacronismo, como cuando Shakespeare en Julio César hace sonar veintiún cañonazos a la entrada de César en Roma. La comparación con Shakespeare no sólo era caritativa sino halagadora. Así era Néstor Almendros.

Si Néstor tuvo una vida sexual discreta, tuvo una vida política abierta de ojos abiertos. Pocos extranjeros (aunque Néstor era un cubano honorario: la mayor parte de sus amigos y muchos de sus enemigos somos cubanos) han hecho tanto pero ninguno más por la causa de Cuba. Fue Néstor quien alertó al mundo, gráficamente, cómo era la caza de brujas sexuales en Cuba castrista, con su Conducta impropia, en que se hablaba y casi se veía por sus protagonistas los campos UMAP para homosexuales que Castro creó. Muchos podrían decir que le iba un interés en ello. Pero Néstor produjo otro documental, aún más revelador, en Nadie escuchaba, sobre los abusos contra los derechos humanos en Cuba castrista. Fue este documental esencial para que se condenara al régimen de Castro, en todas partes y sobre todo en las Naciones Unidas ahora. Como con Conducta impropia, Néstor había venido a estos proyectos por una visión que era una convicción: trasmitía su horror antifascista, nacido en la España de Franco pero reencontrado en la Cuba de Castro. Ahora mismo, ya herido de muerte, trabajaba (junto con Orlando Jiménez, su colaborador de Conducta impropia) en un documental hecho de documentos sobre la vida, juicio y muerte del general Ochoa, la más propicia víctima de Castro.

Es dura la muerte de Néstor. Para mí, para sus amigos, para sus fanáticos que juraban que era uno de los grandes fotógrafos de la historia del cine. Para mí, como espectador que cree que la fotografía es la única parte esencial de una película, sólo tiene, si acaso, un rival actual en Cordón Willis, el que fue fotógrafo favorito de Woody Alien y de Coppola. La ventaja de Néstor es su modernidad clásica, visible tanto en El niño salvaje como en La rodilla de Claire, o su aura romántica en Días de cielo (que le ganó el Osear en 1979), o su elegancia art déco en Billy Bathgate, su última película, que contribuyó tanto a su muerte.

Por una constancia que no abolirá el azar, llamé a Néstor por última vez hace dos domingos. Sabía, como todos sus amigos, que Néstor había desaparecido, supe que esa desaparición fue en un hospital en busca de un tratamiento desesperado. Aunque Néstor no había dicho a nadie cuál era su enfermedad, muchos sospechábamos qué era la Enfermedad. Oí su discreto mensaje grabado otra vez, pero cuando me disponía a dejar mi mensaje salió el propio Néstor diciendo: “Ah, eres tú”. Aunque Néstor estaba casi sin voz y su mismo mensaje parecía venir del más allá, me contó, sin motivo, el día de su llegada a La Habana en 1948. Cómo fue retenido en cuarentena en el barco y cómo vino su padre a rescatarlo con un amigo que era amigo de un inspector de inmigración. “En Cuba”, recordó Néstor, “siempre había un amigo que conocía a otro amigo que venía a salvarte”. Después nos despedimos esta vez para siempre. Al otro día, Lunes, Néstor entraría en coma para no salir más.

Una vez Billy Wilder encontró a William Wyler en el entierro de Ernst Lubitsch. “¡Qué pena!”, dijo Wyler. “No más Lubitsch.” Le respondió Wilder: “La pena es que no habrá más películas de Lubitsch”. ¡Qué pena que no haya más películas de Néstor Almendros! ¡Qué pena mayor que no haya más Néstor Almendros!

Marzo de 1992

Reinaldo Arenas o la destrucción por el sexo

Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego sino como fuego que consume, el sexo pasivo y la política activa. De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra. Fue el cronista de un país regido no por Fidel Castro, ya impotente, sino por el sexo.

Una reciente diatriba del semanario Juventud Rebelde (que debiera llamarse Senectud Obediente) alerta, con la prosa de una hoja parroquial, contra lo que llama “fornicación excesiva”, a que se entregan, libertinos pero no libres, los citadinos forzados a trabajar en el campo en un uso orweliano del término voluntarios. El editorial acusa a esos súbitos labriegos urbanos de hacer no sólo exhibición colectiva del coito más desaforado, sino de entablar emulaciones nocturnas entre ambos sexos. En otras palabras, la orgía perenne, como el follaje.

La llamada al orden ante el desorden del sexo no es nueva en Cuba. Una cédula real ya en 1516 (a poco más de veinte años del descubrimiento) condenaba las prácticas sexuales de los nativos y la corona fruncía el ceño al acusarlos además de bañarse demasiado. “Pues somos informados”, terminaba la admonición real, “de que todo eso les hace mucho daño”. Algo se ha ganado de Carlos V acá: ahora los cubanos, por la poca agua y la falta de jabón, se bañan mucho menos que sus antepasados. Pero las prácticas contra natura cobran nuevo auge.

Si escritores homosexuales como Lezama Lima y Virgilio Pinera, difuntos, y el malogrado poeta Emilio Ballagas, dejaron una visión homoerótica del mundo, siempre la expresaron por evasión y subterfugio, por insinuaciones más o menos veladas, y, en el caso de Ballagas, por bellos versos epicenos. Incluso Lezama (que con el capítulo octavo de Paradiso causó sensación, en 1966, entre los lectores cubanos reprimidos por el régimen y el mismo Lezama sufrió de seguida un monstruoso ostracismo) operaba en sus novelas y en sus poemas por símiles oscuros, por metáfora, como en su notoria declaración: “Me siento como el poseso penetrado por un hacha suave”.

Mi pueblo, Gibara, produjo también lemas notables aunque anónimos. Uno era, “Doy por el culo a domicilio. Si traen caballo salgo al campo”. Otro era una prueba eficaz para determinar la locura: “Poner los güebos en un yunque y darles con un martillo”. Otro era exclamar: “Se soltó la metáfora”, para expresar un desvarío, un desenfreno. La misma declaración era una metáfora. Nunca como en Paradiso esta frase folklórica se convirtió en un sistema poético. Pero sus lectores nativos querían leer un realismo descarado que Lezama desdeñó por directo. Es decir, grosero. Ni aun Virgilio Pinera, que se veía a sí mismo como el epítome de la loca literaria (lo que le costó la cárcel en 1961, el desprecio peligroso del Che Guevara en la embajada cubana de Argel, que presenció Juan Goytisolo, y el abandono último), nunca tuvo la franqueza oral (en todos los sentidos) de su discípulo Reinaldo Arenas.

Las Memorias de Arenas, Antes que anochezca, publicadas ahora, son de una escritura en carne cruda y entre indecente e inocente. Como su vida. Dice Borges que no hay acto obsceno: sólo es obsceno su relato. En el libro de Arenas, tan cerca de Borges, no sólo es obsceno el relato, son obscenos todos sus actos. Esta narración, sin embargo, no tiene nada que ver ni con Pinera ni con Lezama, sus maestros mentores, sino que entroncan directamente con otro libro cubano extraordinario que está dominado por la sexualidad en general y en particular por la pederastía y su juego de manos cubano: el homosexual pasivo es una mujer extrema, el homosexual activo es un supermacho, porque, razona, fornica machos. No es extraño que Arenas rinda ahora homenaje a Carlos Montenegro. La novela o confesión de Montenegro se llama Hombres sin mujer (de 1937 pero ha sido reeditada en Málaga y en México hace poco, nunca en Cuba castrísta) y a su autor sólo le concierne la vida sexual en la cárcel.

Reinaldo Arenas va más allá de Montenegro y habla del sexo en la cárcel, en libertad, en la ciudad, en el campo, en su niñez, en su vida adulta y su clase de sexo se manifiesta entre niños, con muchachos, con adolescentes, con bestias de corral y de carga, con árboles, con sus troncos y sus frutos, comestibles o no, con el agua, con la lluvia, con los ríos ¡y con el mar mismo! Y hasta con la tierra. Su pansexualismo es, siempre, homosexual. Lo que lo hace una versión cubana y campesina de un Walt Whitman de la prosa y, a veces, de una prosa poética que es un lastre de ocasión en ocasión.

Reinaldo era un campesino nacido y criado en el campo y educado por la Revolución, que se concibió y se logró y casi se malogró como escritor. Muchas veces me he preguntado por qué el régimen castrista que lo hizo, trató tanto de destruirlo. Una respuesta posible es que Arenas nunca fue revolucionario y siempre fue un rebelde, que demostró con su vida y con su muerte (“Siccut vitae, finís ita” decían los romanos) ser un hombre valiente. Con un talento bruto, que en este libro postumo casi llega al genio, si su vida es como su final, desde el comienzo fue un largo coito sostenido. A veces en solitario, casi siempre en compañía de otros hombres. Pero si es verdad, como advierte Cyril Connolly, en un libro que parece un justo epitafio para Arenas, La tumba sin sosiego, que un hombre que no conoce en su vida siquiera una mujer, muere incompleto, Reinaldo, al haber tenido una vida homosexual tan activa, no pareció nunca incompleto. Tuvo, sí, una relación sexual con una prima (esas primas del campo, siempre adelantadas a sus primos), aunque ocurrió allá lejos y hace tiempo. Los dos no tenían todavía seis años y su extremo placer juntos era comer tierra hasta el paroxismo no erótico sino gástrico.

Arenas, que parecía más un romano antiguo que un guajiro, no era un romano delicado. Más gladiador que poeta de la corte, era tosco, rudo y audaz y no conoció nunca el miedo. Aunque, como todos los valientes veraces, el primer sentimiento que confiesa es la cobardía. Me pregunto si esta confesión, entre tantas confesiones audaces, no es más que una vanidad. Pero su vida fue una azarosa aventura en un bosque penetrable de penes, dejando detrás la señal de su semen y de su escritura. Era un Hansel que quiso ser siempre Gretel en la leyenda. Pero en el mito político fue un sír Roger Casement del trópico, con sus confesiones nefandas, siempre un patriota de las islas.

Nacido en Aguas Claras, un caserío entre Gibara y Holguín, al extremo este de la isla, más que pobre fue miserable desde la cuna. Bastardo y fantasioso, en su confusión de lecturas adolescentes se unió a una guerrilla confusa que peleaba una guerrita confusa contra un enemigo invisible y más que buscar camorra buscaban comida. A la toma del poder por Fidel Castro, vino a La Habana como miles de muchachos campesinos, buscando como los labriegos del Lacio buscaban a Roma. Todavía adolescente, ganó un premio con su primera novela, Celestino antes del alba, cuyo título recuerda al de su último libro. Celestino es un poema demente situado no lejos del territorio de Faulkner, pero muy contemporáneo en su paranoica descripción de un bosque de hachas y un abuelo que derriba cada árbol en que escribe el nieto un poema. ¿Alegoría o paranoia? Su segunda novela, El mundo alucinante, es una obra maestra de la novela en español. Pero ganó con ella un segundo premio en un concurso local, cuando debía haber ganado primeros premios continentales. Como premio cubano la novela no se publicó nunca en Cuba. Arenas, ansioso como cualquier escritor novel de verse publicado, envió el manuscrito al extranjero y cometió un delito sin nombre. Ahí comenzaron lo que las buenas y malas conciencias de la isla Mamaron “su problema”. Su problema se hizo grave y luego agudo cuando fue condenado por pederastía, un crimen que parecía de lesa autoridad, y Reinaldo se volvió furtivo por toda la isla y al final, como el acosado protagonista de Yo soy un fugitivo de una cadena de forzados, pudo musitar desde la oscuridad: “Ahora... robo”.

Pero hubo un final después del final y Arenas se vio, como Edmundo Dantés, peor que Dantés en el castillo de If, prisionero entre asesinos sin nombre y, una vez más, entre homosexuales que no eran locas alegres sino dementes desesperados. El resto de su vida pasa en la otra prisión mayor que es la isla (en un campo para homosexuales, en La Habana homosexual), hasta que en su penúltima fuga se escurrió entre los náufragos del éxodo del Mariel y logró escapar a Miamí usando un subterfugio como refugio.

Luego vino su libertad extremada en Nueva York, otros libros, otros amantes y en un último final de su vida venérea fue atrapado por el sida y murió por propia mano para huir de una muerte atroz. En una última foto se ve a Arenas como lo que siempre fue: no un romano sino un indio cubano, con la cara triste del cautiverio de su vida.

Este libro suyo es una novela, que es una memoria, que es una fusión de la ficción y una vida que imitó dolorosamente a la ficción: esa realidad atrofiada que es su última fuga. Una fuga a una sola voz. Sexo y Arenas que confiesa haberse acostado con más de cinco mil hombres en su vida y nadie lo aplaude. (Aplaudieron sin embargo a Georges Simenon cuando confesó haberse acostado con más de diez mil mujeres, ¿era por el número o por el sexo?)

Antes, leyendo o no pudiendo leer los libros libres de Arenas, creía que debió quedarse en Cuba y repetir los logros de Celestino y El mundo alucinante. Como otras veces, estaba equivocado: Arenas hubiera terminado siendo un prófugo de profesión, no un escritor. Para el escritor que planeó pentalogías y otros proyectos, Antes que anochezca es un libro en partes de difícil lectura, no por el estilo sino por el estilete. Escrito en una carrera contra la muerte, chapucero, muchas veces no ya mal escrito sino escrito apenas: dictado, hablado, gritado, este libro es su obra maestra. Nunca habría podido ser escrito en Cuba, ni como funcionario ni como forajido. Algunos lo han comparado con Genet, delincuente delicado, o con Céline, profesional de la amargura: los dos son escritores sin el menor humor. Es por eso que su verdadero par hay que buscarlo en la novela picaresca, porque su protagonista es un picaro sexual: sin duda un buscón. Pero muchas veces trae a la memoria esa primera novela, obra maestra de la picaresca erótica, que es El satiricón. Aunque en el libro de Petronio, donde los pederastas son héroes y los sodomitas heroínas, hay relaciones heterosexuales, aun depravadas o tenues o fugaces pero las hay. En la novela de la vida de Reinaldo Arenas no hay más que penes y penas.

Pero si algo prueban estas memorias es que mientras más arreciaba la persecución contra los homosexuales en Cuba, más auge gozaba (ésa es la palabra) la mariconería, en privado y en público. La isla, al retroceder económica y políticamente, regresaba al imperio de un solo sentido. Los despidos, el acoso y los campos de concentración sólo para homosexuales parecían ser, de creer a Arenas, más un acicate que un alicate. Ahora con los homosexuales enfermos tras las rejas de los infames sidatorios, Castro continúa revelando que el homosexualismo es una obsesión dominante. Sólo las alambradas eléctricas y los barrotes son buenos para los que no se llaman compañeros sino ciudadanos. O, más familiarmente, enfermitos.

Sin embargo, contradicciones del comunismo, La Habana es de nuevo un paraíso sólo para turistas ahora y entre las frutas prohibidas que se ofrecen, tanto a Adán como a Eva, están las putas más deliciosas (visibles en Havana de Jana Bokova) y los putos más codiciados, jineteros tras los que viajan muchos a la isla. Ambos objetos de placer no lo hacen por dinero, que nada puede comprar, sino por una cena, por la entrada a un cabaret, para pasar la noche del nightclub a la cama de un hotel sólo para extranjeros. Es la única forma de burlar el apartheid castrista. A menos, claro, que se sea un informante de la variante tropical de la Seguridad del Estado y así pasar del éxtasis a la Stasi.

Sobre una tumba, una rumba

Detesto escribir notas necrológicas de amigos (nunca lo hago con los enemigos: el placer de ignorarlos es bastante), pero es un poco como cerrarles los ojos. Severo Sarduy fue un amigo desde los años cincuenta. No lo conocí en la revista Ciclón con que Rodríguez Feo liquidó con un golpe de viento (el logo de Ciclón era un Eolo soplando) a Orígenes. Pero sí lo conocí en la noche habanera paseando con Miriam Gómez por La Rampa entonces rampante. Severo era delgado en extremo, cimbreante como una caña pensante. Luego publiqué sus primeros cuentos en Carteles cuando ya hacía rato que Severo era un niño prodigio. Después, cuando dirigía Lunes, publiqué sus ensayos sobre pintura cubana, que le sirvieron para ganar una beca en París. Se fue a fines de 1959 declarando que volvería a pasear su imagen de nuevo romántico (todavía exhibía su cabellera negra con orgullo) por La Habana, pero nunca volvió. Fui tal vez el causante de que su estancia en París se convirtiera en exilio. Paseando por los jardines del Louvre en octubre de 1962, me dijo que sus estudios históricos {se especializó en el retrato Flavio) terminaban y planeaba regresar a Cuba. Le dije que sería un error, un horror. Acababa de saber que la persecución de homosexuales se sistematizaba en toda la isla: sería una víctima propicia. No podía sospechar que sería un día una víctima renuente, como Reinaldo Arenas: un mal íntimo, y no Fidel Castro en la distancia, exterminará a todos los escritores del exilio.

Después nos vimos a menudo: en París, en Barcelona y en Madrid. También en Londres, donde al salir de un restaurante y encontrarnos de pronto con Rock Hudson, Severo abrió la boca desmesurado, pero no pudo decir nada. De súbito arrancó a correr y recorrió toda la manzana, para volver a ver al actor, que de todas maneras ya había desaparecido. Severo era Ja aparente frivolidad, pero dentro tenía un escritor extraordinario y, lo que es más difícil, un crítico literario de una sagacidad tan aguda como su capacidad de expresión. Con él muere en el exilio (como murió en Cuba con Lezama) la tradición tan cubana del poeta culto que comenzó con José María Heredia a principios del pasado siglo, se continuó con José Martí y culminó con Julián del Casal a fines de siglo. Costó muchos años a Severo conseguir su cultura y, en su devo / ción por Lezama, una expresión a la vez cubana y erudita/ Murió ahora de una enfermedad que entre sus síntomas públicos produce un secreto a voces. Pero Severo sabía que agonizaba y sin embargo compuso uno de sus libros más ingeniosos, Corona de las frutas, décimas a Ja vez populares y culteranas, como las letrillas de Góngora precisamente. Para alguien herido de muerte, este tour de forcé no puede ser más divertido. Como Lezama describió la muerte de Casal, extrañamente asesinado por un chiste (tuberculoso in extremis, al reír, la carcajada se le convirtió en una hemoptisis: la sangre que no cesa), en que el poeta dijo del otro poeta que había “muerto con su tos alegre”, quiero contar un cuento de Severo que lo retrata de cuerpo entero.

Corrían los días de les Evénements en 1968. Para algunos eran divertidos, pero no para los exiliados cubanos en París, que habían huido de una Revolución para sentirse atrapados en una revuelta. Estaban, entre otros, Néstor Almendros y Severo Sarduy sentados en el café Flore, el favorito del escritor y el cineasta, cuando Néstor le preguntó a Severo qué iba a hacer “si ganaban”. Severo respondió: “Quedarme y adaptarme”. Néstor no lo podía creer: nunca soportó el oportunismo, así lo dijo, y Severo, con la misma voz, pero con una inflexión cubana, respondió: “¡Qué va, chica! Estaba bromeando. Si yo soy una gusana del carajo”.

A llorar a Papá Montero.

¡Zumba, canalla rumbero!

Ese muerto se nos val cielo.

¡Zumba, canalla rumbero!

(Rumba tradicional)