NAUFRAGIO CON UN AMANECER AL FONDO

Mea Cuba surgió de la necesidad de darle coherencia (o, si se quiere, cohesión) a mis escritos políticos. O a la escritura de mi pensamiento político —si es que existe—. En el libro está mucho de lo dicho por mí hasta ahora acerca de mi país y de la política que le ha sido impuesta con crueldad nunca merecida.

Mis ensayos y mis artículos políticos tratan de elucidar algunos de los que se pueden llamar problemas de Cuba, mientras me explico a mí mismo ante el lector como un conundro histórico. ¿Qué hace un hombre como yo en un libro como éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político. Pero ocurre que hay ocasiones en que la política se convierte intensamente en una actividad ética. O al menos en motivo de una visión ética del mundo, motor moral.

Mis padres —mis amigos lo saben de sobra— fueron fundadores del Partido Comunista cubano. Crecí con los mitos y las duras realidades de los años treinta y, sobre todo, de los años cuarenta y entre las contradicciones no del capitalismo sino del comunismo. Algunas muestras de un libro de los ejemplos: Stalin que colgaba junto a un Cristo en la sala de mi casa (cuando tuvimos sala, las más veces era un cuarto sólo para toda la familia: la famosa escena del camarote abarrotado de Groucho Marx en Una noche en la ópera fueron mil y una noches en mi casa gracias al otro Marx), Batista despreciado por tirano, mis padres presos por Batista, Batista elegido con ayuda del Partido Comunista y la colaboración entusiasta de mis padres, sobre todo de mi madre, pacto Hitler-Stalin. entonces: «Cuba fuera de la guerra imperialista», Hitler invade Rusia soviética, luego: «Todos a apoyar a la URSS en su lucha contra la Bestia Nazi.» Eran lemas y temas contradictorios para cualquiera que no fuera comunista. O para el que vivía, como yo, en un hogar comunista con un padre responsable de propaganda del partido.

Alguna gente pensará que mi título es irreverente. Son los reverentes de siempre. No creo hacer una revelación inesperada si digo que el título viene de Cuba y Mea culpa. Cuba es, por supuesto, mea maxima culpa. Pero, ¿qué culpa? Primero que nada la culpa de haber escrito los ensayos de mi libro, de haberlos hecho públicos como artículos y, finalmente, de haberlos recogido ahora. No hay escritura inocente, ya lo sé. Mea Cuba puede querer decir «Mi Cuba», pero también sugiere la culpa de Cuba. La palabra clave, claro, es culpa. No es un sentimiento ajeno al exilado. La culpa es mucha y es ducha: por haber dejado mi tierra para ser un desterrado y, al mismo tiempo, dejado detrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era al mal.

La metáfora del barco que naufraga y un lord Jim cubano que se salva se completa no con la frase favorita de Fidel Castro («¡Las ratas abandonan el barco que se hunde!», gritó en un discurso con esa obsesión zoológica suya de llamar a sus enemigos, aun los que huyen, sobre todo los que huyen, con nombre de alimañas: ratas, gusanos, cucarachas), sino con el hundimiento del Titanic: la nave que no se podía hundir destinada, precisamente, a hundirse. Un solo miembro de la tripulación logró escapar con vida, el teniente Lightoller. Interrogado por un severo juez inglés (todos los jueces ingleses son severos) por qué había abandonado su barco, Lightoller respondió sin soma: «Yo no abandoné mi barco, señoría. Mi barco me abandonó a mí.»

Muchos exilados cubanos pueden decir que nunca abandonaron a Cuba: Cuba los abandonó a ellos. Abandonó de paso a los mejores. Uno fue el comandante Alberto Mora, suicidado. Otro es el comandante Plinio Prieto, fusilado. Todavía otro, el general Ochoa, chivo expiatorio. Pero si algo colma la medida del abandono y el desamparo es el exilio. Uno siente de veras que es un náufrago («sálvese el que pueda») y nada puede parecerse más a un barco que una isla. Cuba, además, aparece en los mapas arrastrada por la corriente del Golfo, nunca anclada en el mar Caribe y dejada a un lado por el Atlántico europeo. Decididamente es un barco a la deriva. En la furia del discurso, Fidel Castro fue incapaz de controlar la metáfora del barco que se hunde y las ratas desafectas y tuvo que añadir apresurado, casi en desespero: «Pero este barco nunca se hundirá.» Ese antepasado suyo, Adolfo Hitler, repitió antes esas mismas palabras en 1944: «Alemania jamás se hundirá.» (La ausencia de exclamaciones es culpa del desgaste del poder.) Los sobrevivientes del naufragio saben más y mejor: de Alemania, de Cuba.

Mis amigos lo han pedido, mis enemigos me han forzado a hacer un libro de estos obsesivos artículos y ensayos que han aparecido en la Prensa (decir mundial sería pretencioso, decir española sería escaso) a lo largo de veinticinco años y casi treinta de exilio. Ellos provocan y repelen una nostalgia que cabe en una sola frase: «¡Lejana Cuba, qué horrible has de estar!» La eyaculación mezcla a dos exilados ilustres de hace cien años, él cubano siempre, ella hecha española: la Avellaneda y Cirilo Villaverde, con el sentimentalismo de un tango. Después de todo, el tango nació, como yo, en Cuba.