VIDAS PARA LEERLAS
Toda biografía aspira siempre a la condición de historia
Preámbulo
Fue Plutarco (46 d.C.-120 d.C) quien acuñó el término de su obra como título, Vidas paralelas, y de paso dio lugar a un examen de la historia recurriendo al paralelismo histórico que inauguró.
Plutarco era griego pero sabía tanto de las vidas (léase biografías) latinas que parece un historiador romano. Plutarco escribió lo que se cree que es la expansión de charlas que dio en Roma y se le considera uno de los autores más atractivos de la antigüedad: uno que todos han leído y que todavía leen. Su escritura es ingeniosa, llena de encanto y tacto. Muchos lo han imitado pero pocos han conseguido igualarle.
Mis Vidas para leerlas es, desde el título, una variación paródica de las Btot paralleloi, pero no es comparable al modelo plutarquiano —excepto en que Plutarco dio considerable importancia al chisme de salón y a los rumores de la corte. (Su maestro Heródoto fue llamado en Grecia no el padre de la historia sino el rey del chisme.) Las vidas contadas de nuevo por Plutarco no sólo han adquirido popularidad a través de los siglos sino que han servido más de una vez de modelo para Shakespeare en sus obras maestras Julio César y Antonio y Cleopatra. Es de agradecer que el griego haya escrito sobre romanos para engrandecer la poesía dramática inglesa.
Nada querría yo más que mis modestas vidas sean para leerlas, para gozarlas y para evitar, en muchos casos, la aciaga suerte de muchos que vivieron, cortesanos renuentes, y murieron para, por la literatura.
Guillermo Cabrera Infante
Londres, febrero de 1998
Tema del héroe y la heroína
No hay vidas más disímiles (y a la vez más similares) que las de José Lezama Lima y Virgilio Pinera. Nacieron a poca distancia en el tiempo (Lezama en 1910, Pinera en 1912) y casi en el mismo espacio (uno en La Habana y el otro en Cárdenas, a cien kilómetros de La Habana) y los dos murieron en La Habana: Lezama en 1976, Pinera en 1979. Virgilio nació en la provincia de Matanzas pero después de una infancia inquieta y una adolescencia ambulatoria (odiaba que se la calificara de peripatética), vino a instalarse en La Habana, nuestra Roma Antigua, mientras Lezama se había fijado (tal vez el verbo que mejor le sentaba: todo es fijeza en Lezama) en la capital, desde que nació para siempre. Los dos eran hijos de técnicos. El padre de Lezama fue coronel del ejército, ingeniero militar, y el de Virgilio ingeniero agrimensor. Pero mientras Lezama, hijo varón único, quedaba huérfano de padre en la niñez, Virgilio, uno entre varios hijos, vio a su padre llegar a verdadero viejo y padecer de manía ambulatoria. Lezama nunca se recobró de la muerte de su padre. Virgilio veía la muerte como una liberadora de su padre, ciego y senil. Los dos fueron escritores precoces. Pero Lezama hizo estudios para graduarse de abogado, mientras Virgilio nunca completó su educación (Filosofía y Letras probablemente) y entre ambos se interpuso siempre la respetabilidad que mantuvo Lezama casi hasta su muerte y la accesibilidad de Virgilio, por no decir su modestia (que escondía una inmodestia íntima enorme), su desprecio por el respeto y su desafío de las convenciones sociales. Muy poca gente (tal vez, solamente su madre y sus hermanas, que le decían Joseíto) llamó a Lezama otro nombre que Lezama, si lo conocían, o Lezama Lima de lejos, pero había algunos que lo llamaban Maestro sin que Lezama desdeñara este tratamiento. Mientras que Virgilio Pinera era Virgilio para todos sus amigos y hasta para meros conocidos y era Pinera sólo para sus enemigos. Asimismo, Virgilio hubiera despachado con una de sus salidas acidas a cualquiera que lo tratara de maestro, aun con minúscula. Físicamente no podían ser confundidos nunca. Lezama era alto, enorme: un hombre gordo como Chesterton, católico como Chesterton, ambos autores de alegorías. Virgilio era de estatura media, casi bajo, siempre flaco y a veces, al principio y final de su vida, coqueteó con la caquexia. Era además agnóstico. Para acentuar las antianalogías escribió una obra, El flaco y el gordo, en que el Gordo es un glotón atroz que hace referencias a un Maestro, gourmet esencial —las dos caras comilonas de Lezama que se atracaba de comidas que calificaba de exquisitas. El Flaco, como Virgilio, es un hombre hambreado encerrado con el Gordo en un recinto aislado, que termina, premonitoriamente, matando al Gordo, devorándolo —¿antropofagia intelectual?— y llevando sus ropas, que lo convierten en lo que siempre quiso ser, el Gordo. Dentro de cada flaco hay un gordo luchando por subir. Los dos, Virgilio, y Lezama, eran profundamente cubanos, habaneros más bien y ambos tenían connotaciones con la más criolla de las ciudades cubanas, Camagüey, donde Virgilio había vivido en su niñez, de donde era oriundo el padre de Lezama. La pareja publicó sus tempranos primeros libros (poemarios ambos), los dos dedicados a temas griegos: Lezama, La muerte de Narciso (1937), Virgilio, Las furias (1941), con un tratamiento sensiblemente diferente en cada caso. Ya Lezama era barroco y oscuro, mientras Virgilio se mostraba simple, casi callejero. Pero aunque la poesía de Virgilio es notable (sobre todo su tercer libro, La isla en peso, 1943), no hay en ella un solo verso de la belleza imperecedera de “Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas” y mucho menos algo de la extraña perfección de los poemas en Enemigo rumor, que Lezama publicó ya en 1941. En La isla en peso Virgilio se mostró un poeta de considerable cubanía, aunque alguno lo acusara fútilmente de copiar a Aimé Cesaire. Pero por este tiempo, antes de ese tiempo, Lezama compuso poemas que están entre los más hermosos escritos en español en este siglo. Sin embargo hay un verso de Virgilio, “Tú tenías un gran pie y el tacón jorobado”, memorable por su humor a la vez cruel y melancólico cuando se sabe que tacón y pie pertenecen a un personaje popular, una habanera humilde, Chencha la chambona.
Era inevitable que Lezama y Virgilio se encontraran en comunidad, era también previsible que se separaran con violencia. Virgilio era pendenciero, Lezama sólido, pero los dos eran vulnerables en más de un sentido. Homosexuales los dos, sus intereses sexuales eran marcadamente diferentes: esto era visible aun en los atuendos respectivos. Lezama vestía invariablemente de cuello y corbata y si no usaba chaleco parecía portar uno, perceptible en su in visibilidad constante. (Un saludo humorístico de Lezama era a menudo: “Véame aquí en mi chaleco mozartino sobre mi vientre wagneriano”.) Virgilio siempre llevó pantalón barato y una camisa de sport de mangas cortas (tal vez por necesidad, seguramente por elección) y si alguna vez tuvo un traje, nunca lo usó —ni siquiera lo recuerdo trajeado en París, en la hostil primavera de 1965, aunque seguramente vestía chaqueta y un impermeable contra el tiempo pero también contra costumbre. Lezama era adicto a los efebos demorados, lánguidos, intelectuales. Era amante de la forma. Virgilio prefería a los hombres raudos, rudos del pueblo —guagüeros, porteros, serenos, varios vagabundos y tal vez un soldado con licencia— a los que pagaba religiosamente a pesar de su pobreza. No había amores para Virgilio: sólo la acción sexual, sodomía súbita y su costo. A veces Virgilio retenía o simulaba retener el pago ritual después del coito y él mismo confesaba que nada le daba más placer que el frisson nouveau producido por la ira del amante alquilado todavía no pagado —“Nada de amante, niño”, revelaba Virgilio. “En realidad un bugarrón de mala muerte”— y verse a punto de recibir una paliza por simular no soltar las monedas amorosas, morosas. Dos incidentes revelan estas divergencias sexuales de los dos poetas. (Pero antes debo decir que Virgilio detestaba la idea de tener comercio —la palabra nunca fue más adecuada— carnal con cualquiera siquiera levemente en contacto con la cultura y así el día en que un amante inminente le confesó in passim que le gustaba leer libros, Virgilio abandonó airado el cuarto, todavía a medio vestir y desapareció ante el asombro de su amante por venir. “Los hombres de verdad no leen libros”, explicaba Virgilio. “La literatura es mariconería y para maricón, yo.”) En una ocasión extraliteraria, Virgilio levantó a un negro formidable en el Parque Central y juntos fueron a una infecta posada en la calle Amargura (sin símbolos) y entraron al edificio y al cuarto. Virgilio atravesaba una de sus muchas crisis económicas y comía mal y poco y estaba más flaco que acostumbraba, metafísico estáis casi. Se quitó la ropa lo más discretamente posible, ya en la cama, casi bajo la sábana y cubrió con ella sus desnudos huesos lo más rápido que pudo. El amante (“Un tronco de turco”) tarifado sospechó que había algo extraño en aquella desvestida pudorosa y poderoso vestido fue hasta la cama y de un manotazo arrebató la sábana a Virgilio —para descubrir el cuerpo más o menos magro del escritor anónimo. El dante se explayó en palabras soeces (“Cubrió mi cuerpo desnudo de oprobios”, contaba Virgilio, maestro de picarescas), en denuestos, en improperios: “¡Un esqueleto! ¡Un maricón esqueleto! ¡Un esqueleto de mierda!”, escandalizaba el ya no amante ante la visión desnuda, más sobreviviente de Buchenwald que Venus de Botticelli. Acto seguido el sodomita taxi, ofendido por haber sido presentado con huesos duros cuando esperaba nalgas propicias, un culo cómodo, glúteos máximos, se quitó el cinturón y atacó a Virgilio a cintazos bestiales, salvajes, como de esclavo hecho amo. Finalmente, antes de irse, Némesis negra, buscó en los bolsillos del pantalón descartado inútilmente y dejó a Virgilio azotado y sin dinero —pero feliz en su coito sin pene con gloria.
No eran para Lezama estas aventuras eróticas heroicas, quien tal vez las consideraría sórdidas y hasta vulgares. Por otra parte, al revés de Virgilio, Lezama era un homosexual activo no pasivo, distinción absurda para lo que otro escritor cubano, Calvert Casey, llamaba la “escuela moderna”, que significaba un mundo de divergencias para lo que se puede considerar la “escuela antigua”. Tanto Virgilio como Lezama abominaban de la felación mutua y el “cruce de espadas”. Pero la misma militancia marcaba diferencias de aspecto y de comportamiento público. Virgilio era muy afeminado, apocado. Lezama tenía una virilidad valiente, que lo acercaba a lo que el personaje de comedia bufa Sopeira, gallego gallardo, llamaba un “caballero español”. Lezama era un caballero cubano. Aun un mismo vicio los separaba: los dos fumaban mucho, pero mientras Virgilio, de perfil dantesco, encendía un cigarrillo tras otro y los sorbía con un abandono lánguido que parecía propio de Marlene Dietrich, Lezama, de rostro rudo, mordía un enorme puro eterno, que junto con su humanidad rotunda lo acercaba a una versión morena de Sidney Greenstreet, el actor que en los años cuarenta encarnaba la gordura acechante, villano bonvivant, en contraposición al malo siniestro aunque igualmente obeso de Laird Cregar. A menudo Cregar y Greenstreet parecían pederastas pasivos. Lezama nunca lo pareció. Como en el chiste del chusco habanero al calificar su revista de poetas pederactivos Nadie parecía —y todos lo eran.
Entre las “aventuras sigilosas” de Lezama está su encuentro con un efebo escribano que los años transformarían en un mal aprendiz de comisario cultural y al que una efímera fama como novelista revolucionario (según ciertos críticos cubanizados) otorgó un nombre y una atención que no merecía. No voy a nombrarlo pero sí quiero contar una de sus primeras salidas oportunistas. Este novelista cuando joven (ya entonces era ambicioso y ambiguo) se acercó adulador a Lezama, quien quedó prendado de su belleza. Es verdad que era falso pero era bello. Alto, esbelto, rubio, de ojos asombrosamente azules, y Lezama, al revés de Virgilio, siempre se dejó admirar por jóvenes bien dotados, mirándolos tal vez como posibles amantes o como futuros discípulos. Un día Lezama llevó al efebo literario, recién conocido, a una reunión en la finca frutal de un mecenas literario, entonces un poderoso periodista, enérgico y agresivo y rico y no el pobre exilado ecuánime que es Hoy . Era un antiguo colaborador de Orígenes y protector de Lezama. Parecía que el orgulloso poeta no necesitaba padrinos pero siempre estuvo a su merced y los tuvo todopoderosos, innúmeros.
En la reunión el escritor, el efebo o lo que fuera entonces se sentó a los pies de Lezama, atento al amigo rumor del poeta. En un momento que se quedaron solos, recostado contra las robustas rodillas de Lezama, le dijo: “¡Qué manos más bellas tiene usted, Maestro!” Lezama, que nunca tuvo nada bello, entendió que el elogio a sus morcilludas manos era más bien un avance y decidió invitar a su adulador amigo a dar una vuelta entre la aireada arboleda. En un rincón recoleto Lezama trató (como contó el escritor) de besar los labios de su compañía, que sintió una súbita repulsión incoercible. Es posible que sucediera así pero era un sucedido íntimo. Al poco tiempo este efebo escritor se las arregló para editar una revista efímera en que publicó un cuento que se llamaba “El hombre gordo”. Aquí relataba el incidente, añadiendo a la repulsión física bastante náusea literaria (el existencialismo estaba entonces de moda) y aunque no decía nombres la descripción de Lezama era exacta. Pero no contento con la publicación, el libelista hizo llegar un ejemplar de la revista a Lezama. Tal vez Lezama se sintió herido pero sus gritos fueron como siempre literarios. Sabiendo que el escritor efebo estaba viviendo en casa de un pintor tan chino como mulato y tan talentoso como malévolo, publicó en un próximo número de Orígenes la primera entrega de una novela en clave, verdadera román a Klee, en que describía cómo una blonda criatura púber vivía con un pintor malayo y por las noches del vientre del pintor asiático se desprendía un gusano —que hurgaba en el cuerpo casi albino del huésped para introducirse obsceno. Tal vez ambas historias sean apócrifas pero lo que queda Hoy es la mala literatura de “El hombre gordo” contra la prosa poderosa del relato del pintor malayo, su gusano insidioso y el efebo penetrado, hecho nubil de noche. De ese infierno íntimo surgió público Paradiso.
La única vez que los pasos pederastas de Lezama y Virgilio se encontraron fue en la esquina, a la vez piadosa y pervertida, del Callejón del Chorro. Allí, a un lado está la Catedral barroca y al otro estaba entonces un famoso prostíbulo de postín, supuestamente secreto —y masculino. No sé qué fue a hacer Virgilio por esos pagos, ya que, como siempre, estaba sin un centavo y a él no le interesaban los efebos bellos sino los hombres maduros, matones, mientras más pueblo bajo mejor. Lo acompañaba el compositor Natalio Galán, rico en ritmos pero pobre de solemnidad, aunque nada solemne. (Fue él quien contó, mucho mejor que yo, esta historia.) Galán hacía entonces labores de investigación para un novelista vuelto musicólogo, a quien su fama futura encubriría su avaricia. Natalio Galán ganaba una miseria por descubrir viejos manuscritos musicales, hallazgos que serían atribuidos al autor y no al investigador. Al sol y de pie en aquella esquina non sancta y santa (Virgilio posiblemente sostenía su flaqueza contra el pilón fálico que marcaba la entrada del callejón), vieron salir del burdel de varones a Lezama. Apacible venía, con un puro recién encendido en la boca, en la cara un aire de satisfacción que tal vez se la produjera el tabaco o pensar un poema. Lezama notó a los dos artistas (que parecían más bien dos picaros por su porte pobre y sus sonrisas cínicas), pero no se inmutó y en alta voz, con su acento asmático, dijo: “Qué, Virgilio, ¿también en busca del unicornio oculto en espesura?” A lo que contestó Virgilio, extrañamente, pues aunque podía ser ingenioso nunca fue culterano: “No, Lezama, cubrimos el mismo coto de caza”. Natalio ahora me puntualizó: “Era la única forma que Virgilio podía en ese momento decirle a Lezama: We both cover the waterfront”.
Lezama vivió siempre en la misma casa de la calle Trocadero, eternizándola. Pero Virgilio tuvo que vivir en muchos pueblos y en muchas casas, entre ellas, significativamente, en Panchito Gómez, calle cubana si las hay. También vivió solo en muchos cuartos solitarios, siempre móvil, perseguido por el alguacil de desahucios y bugarrones baratos pero insatisfechos, no sexualmente sino pecuniariamente. Habitó Virgilio, entre otros infiernillos, la infame azotea de Malecón y Paseo del Prado, donde todos los inquilinos eran pobres pero pederastas. Fue allí que Virgilio supo que su vecino, otro famoso poeta cubano, Emilio Ballagas, abandonaba su habitación homosexual, se convertía en católico comulgante y confeso y abjuraba de sus vicios contra natura para casarse por la Iglesia. No había pasado una semana de esta partida púdica, de tal juramento y de ese voto cuando regresó Ballagas apresurado a pedirle prestado el cuarto a Virgilio. Ballagas había olvidado en su premura sexual el horror que sentía Virgilio a que alguien ocupara su cama que no fuera su amante ocasional —o mejor, momentáneo. Virgilio dijo que no redondamente y luego, pensándolo mejor, añadió: “Pero puedes usar el baño”, refiriéndolo a los servicios sanitarios colectivos. “Gracias”, dijo Ballagas agradecido. “Gracias, Virgilio, no lo vas a lamentar. Ya verás, es un marinero precioso, une trouvaille.” Ballagas desapareció escalera abajo para regresar al momento sin aliento, casi arrastrando a un marinero efectivamente —al que Virgilio reconoció enseguida como el efebo elegido que una vez se habían disputado en una riña entre rimas Lorca y el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, de muchos pseudónimos y pocos dientes. “Pero el efebo jacobino o lorquiano era ahora una ruina”, contaba Virgilio. “Un marino fantasma que todavía vivía para cautivar como el holandés errante a los poetas pederastas.”
En otra casa aún más vieja que ese solar desolador consiguió Virgilio un cuarto. Era una casa casi cayéndose que debió ser desalojada hacía tiempo pero todavía estaba habitada y allí se refugió Virgilio, ruina entre ruinas. Un día fue a hacer uso de los servicios sanitarios cuya sanidad era sólo nominal. Sentado como meditando en la taza, súbitamente el piso cedió bajo su peso, que nunca fue mucho, y Virgilio, la fuerza de la necesidad contra la de la gravedad, todavía sentado sobre la taza, todavía en posición de pensador, fue a caer a los bajos, encima de una insólita mesa de planchar y entre unos chinos. Había caído en un tren de lavado chino. Toda la lavandería confucia se insultó con su presencia obscena: alea dejecta est. “Pero”, contaba Virgilio, “a pesar de lo que debieron ser maldiciones cantonesas al principio, después fueron de lo más dulces y hasta me ayudaron a salir de la taza y de mi embarazo”. Milagrosamente, Virgilio no se hizo ni un rasguño. Es evidente que los poetas peripatéticos mueren en la cama.
Lezama vivía rodeado de libros, de papeles, de pruebas de galera (siempre estuvo, desde 1937, envuelto en empresas editoriales: revistas, libros, publicaciones) y su asma se alimentaba del polvo que acumula el papel impreso. Virgilio nunca tuvo un libro y hacía gala de esta ausencia que no era carencia. “Están todos aquí en mi cabeza”, solía decir. “¿Para qué los voy a almacenar en mi casa?” Me consta que en las dos casas en que le vi vivir no encontré nunca un libro. No creo siquiera que conservara ejemplares de sus propias obras.
Lezama y Virgilio no sólo coincidieron en la esquina del prostíbulo doblemente pecaminoso del Callejón del Chorro. Estuvieron también juntos en tareas más respetables. Orígenes los juntó pero duró poco la asociación. Pronto hubo entre ellos diferencias literarias, que se hicieron enseguida ojeriza, luego enemistad y más tarde trifulca. Finalmente coincidieron en otra esquina, la de los antiguos cuarteles del Lyceum and Lawn Tennis Club. A pesar de su nombre inglés y su aparente dedicación al tenis, el Lyceum era una sociedad cultural con una sala de actos (para conferencias, teatro y conciertos de música de cámara), un salón de exposiciones y una biblioteca muy bien dotada de libros modernos y la primera biblioteca circulante de Cuba. Todos sus locales eran públicos. Nunca supe si Virgilio y Lezama se encontraron en la biblioteca o en el salón de exposiciones (era por la tarde). Lo que sí sé es que los dos salieron a la calle a dirimir su contienda a la manera machista de los contendientes cubanos (“Sal pa fuera y arreglamos esto” —simplemente no concibo ni a Virgilio, tan pugnaz, ni a Lezama, tan ecuánime, voceando ese reto) o de los lacónicos cowboys del oeste del cine. Pero rituales o silentes a la calle salieron y no bien cruzaron dos palabras o un silencio de más, cuando Virgilio salvó el seto ligero y se introdujo en los jardines. No hizo caso al aviso (“Prohibido pisar el césped”) y escarbando alrededor del flamboyán gigante buscaba algo. ¿Un tesoro oculto? ¿Un arma homicida? Lezama no atinaba a adivinar qué era la busca de Virgilio (la piedra filosofal, tal vez) cuando vio que no era una piedra sino muchas piedras. Cuando Virgilio consideró que ya tenía bastantes comenzó a lanzárselas a Lezama, más bien a dispararlas pero dirigidas todas a las poderosas piernas, a los pies planos de su enemigo antes literario, ahora mortal. Cada vez que veía venir una piedra Lezama daba un salto, más bien un saltico: todo lo que le permitía su gordura. Virgilio reía diabólico o divertido. Lezama por su parte dirigía amenazas verbales a Virgilio, habano todavía en la boca, advirtiendo: “Virgilio, te voy a pegar”, pero este Goliath humeante no hacía nada por avanzar hacia su contendiente, David pedrero. Pronto hubo una turba de muchachos callejeros que presenciaban regocijados la escaramuza, la pelea de piedras contra palabras. Al final los golfos se incluyeron en el combate como coro: “¡Que salte el gordo! ¡Que salte el gordo!”, gritaban esos malditos. Lo que no hacía ninguna gracia a Lezama que nunca toleró que le llamaran gordo ni aun afectuosamente. Finalmente la pedrea cesó porque Virgilio se quedó sin municiones y los muchachos se volvieron a vituperar a Virgilio. Terminado el duelo irregular, cada contendiente se fue por su lado literario —pero no se volvieron a hablar.
Virgilio dejó el país en una suerte de exilio literario. Escogió Argentina como destino y allí vivió dieciséis años, trabajando en el consulado como mero escribano, viviendo en Buenos Aires una vida tan precaria como en La Habana, pobre payador. Lezama siguió sacando Orígenes y publicando poemarios y libros de ensayos, recorriendo obsesivo una misma calle de La Habana Vieja que no por azar era la calle de las librerías. Viajó una sola vez a México, invitado por su protector periodista. La nunca olvidada muerte del padre en Estados Unidos había convencido a toda la familia de que el extranjero mata y Lezama no estuvo una semana fuera. El viaje produjo un poema extraordinario, “Para llegar a la Montego Bay”, con una línea que no por parodiable deja de ser menos hermosa y característica: “Permiso para un leve sobresalto”. La fama local de Lezama era cada vez mayor, a pesar de su creciente oscuridad, que el trópico no permite. En una ocasión un intelectual que leía por los ojos de Ortega, Jorge Mañach, vocero de la generación de 1927, emprendió en la popular revista Bohemia una pedrea más dolorosa que la de Virgilio: trató de lapidar a Lezama, de levantarle una tapia para siempre. Lezama respondió con su acostumbrada prosa impenetrable. Perdió la polémica pero ganó la poesía. Sus seguidores se convirtieron en discípulos y consideraron a Lezama un verdadero maestro, un profeta regalado, con adulación no siempre genuina ni devoción fiel, como lo iba a demostrar el tiempo. Virgilio, por su parte, consiguió cierto nombre continental, pero nadie reconoció su real importancia. Después de todo, él fue un pionero de la literatura del absurdo y en su obra teatral (Virgilio pudo expresar su genuino dramatismo en un teatro cubano y a la vez universal, lleno de humor paródico y gusto por la paradoja), especialmente en Falsa alarma, escrita en 1948, dos años antes de que lonesco estrenara su Cantante calva. Allí fue uno de los primeros en descubrir la realidad (teatral) como absurdo metafísico.
Una diferencia literaria (en verdad un distanciamiento personal y estético) hizo que José Rodríguez Feo, el patrón gracias al cual se publicaba la revista Orígenes, y Lezama se separaran agriamente. Rodríguez Feo publicó su versión de Orígenes, mientras Lezama trataba en vano de continuar la suya con sus pobres medios. Lezama tuvo que renunciar a su empeño y Rodríguez Feo editó entonces, muerta Orígenes, una revista literaria llamada temporalmente Ciclón, que costeó y dirigió. Este cisma casi religioso parecería ser la causa que devolvió a Virgilio a Cuba, en peso en la isla. Pero su vuelta definitiva no se produjo hasta dos años más tarde, en 1958. Nadie podía concebir a Virgilio como funcionario y él luego confesaría que parte de su tiempo lo empleó en Buenos Aires, como en La Habana, dedicado a cierta picaresca más o menos literaria para poder sobrevivir y que antes del flamante cargo consular (en realidad mero amanuense) había tenido que convertirse en traductor de idiomas que no conocía y hasta corrector de pruebas nocturno. Si su libro Cuentos fríos había aparecido bajo el sello prestigioso de la Editorial Losada (que confería un aval sudamericano a una colección de cuentos cubanos) fue porque desde La Habana, Rodríguez Feo pagó la edición íntegramente. Rodríguez Feo, aun antes de romper con Lezama, ya protegía a su rival retador. Pero no sólo eran lazos literarios los que unían a Virgilio y a Rodríguez Feo —sin olvidar la derrota infligida a Lezama por este antiguo socio mayoritario. Había la vieja simpatía de los días que vieron nacer al Orígenes original y ese mystic bond of brotherhood (Virgilio insistiría que era of sisterhood) en que completaba la inestable trinidad pecadora con Lezama: el homosexualismo. Al mismo tiempo que los separaba de Lezama, unía a ambos ambiguamente una falta particular: la mariconería. Lezama tendió siempre a la respetabilidad y su misma pederastía podía ser tomada como una forma íntima de su magisterio. Virgilio, ya lo hemos visto, era todo menos respetable. En cuanto a Rodríguez Feo, cultivaba una imagen de playboy invertido. Aparatosamente rico, vivía en el penthouse de un moderno edificio de apartamentos de su propiedad en El Vedado y salía a recorrer La Habana —en realidad a ligar, eso que en inglés se llama cruising, esta vez un verdadero crucero en su enorme convertible— en busca de aventuras, sus objetos amorosos casi siempre jóvenes, casi siempre atléticos, casi siempre semidesnudos. Casi el colmo, a mediados de los años cincuenta, Feo se ocupaba preferentemente de atender su bar en la playa de Guanabo, en que los dependientes parecían más que barmen versiones cubanas de Charles Atlas de pelo en pecho desnudo. De convertirse para siempre en una Mae West morena, vino a salvar a Rodríguez Feo la polémica intraOrígenes y el regreso de Virgilio. Todos (Lezama, Virgilio, y Rodríguez Feo) fueron sorprendidos en sus funciones diversas por el triunfo de la Revolución. Ninguno tenía la menor idea de lo que era la política. Para Virgilio la insurrección era siempre literaria y Lezama la entendía como una desobediencia estética. Nadie parecía preparado para lo que vendría. Los futuros avisos de un armagedón interno serían una falsa alarma.
Ya he contado cómo salvé a Lezama Lima de una suerte peor que la muerte: la ignominia de aparecer como un funcionario del aparato cultural batistiano y cómo Lezama celebró la Revolución, bien temprano, llamándola un “acontecimiento auroral” —todos éramos así de crédulos. Virgilio (que había renunciado o sido dejado cesante por el consulado cubano en Buenos Aires) pudo integrarse fácilmente en nuestra versión de la Revolución. Yo lo traje al periódico Revolución, con la invitación expresa de Carlos Franqui, su director, y luego pasó a formar parte del equipo de colaboradores de Lunes de Revolución. Rodríguez Feo, quien a pesar de su bar de atracciones y de su dinero, era el único de ellos que tenía conciencia política, llevó su adhesión a la Revolución tan lejos que cedió voluntariamente su rascacielos a la Reforma Urbana (que de todas maneras le habría confiscado el edificio), incluyendo su penthouse (que hubiera podido conservar) y se deshizo del bar público, burdel privado. Virgilio fue mal acogido al principio en el periódico (su fama de maricón había llegado hasta la dirigencia del 26 de Julio, que era, como toda la Revolución, ostentosamente machista: no había más que ver caminar a Fidel Castro o al Che Guevara, mientras Virgilio tenía una pinta de pederasta que toda su voluntad no alcanzaba a borrar), pero pronto su industriosidad y su valer literario (además de su conducta impecable, ayudada en verdad por el hecho evidente de que no había derrelictos tentadores en la redacción del periódico y porque le pedí que no fuera a curiosear por la entrada de vendedores y me prometió que nunca buscaría por esos pagos —argentinismo—, promesa que cumplió siempre) le ganaron el respeto de todos, aun de los machos muchos.
No recuerdo si Virgilio estuvo entre los que alentaron a Heberto Padilla a escribir su salvaje ataque contra Lezama que publiqué en el magazine, que era casi una condena oficial no sólo a la persona sino al arte poético de Lezama. (Cuando lo vi publicado tuve la impresión de que había soltado una jauría contra un hombre atado.) En todo caso, Virgilio se llevaba muy bien con Padilla también venido de un breve exilio americano, al igual que Virgilio un exilado económico y cultural no político y hombre de lengua peligrosa y pluma bífida. Virgilio y Padilla tenían en común además la antipatía que gozaban contra otro colaborador del magazine, el poeta José Baragaño, que regresó de un exilio complicado (poéticopolíticopaterno) pasado en París y a quien invité como colaborador, nuestro surrealista a sueldo, solidario. A Baragaño, que odiaba profundamente a Lezama, odio que iba más allá de las diferencias estéticas, le complació el ataque hecho por su coterráneo Padilla (pronto reanudaron su vieja relación provinciana al amor de la lumbre polémica de Padilla, poeta pinareño). Virgilio, como en un acto de equilibrio estético, escribió una columna en que atacaba la persona de Baragaño (lo llamó vago, sablista y hasta creo que políticamente oportunista) pero hacía un desmesurado elogio del poeta Baragaño. Éste pasó por alto los ataques personales y leyó solamente el encomio poético. Equilibradas estas fuerzas literarias divergentes, pude al poco tiempo (con la ayuda de Pablo Armando Fernández, otro poeta exilado económico en Nueva York, y regresado para trabajar en Lunes como subdirector y que era además un diplomático nato) obtener una colaboración especial de Lezama para publicar (con la oposición natural de Virgilio, Padilla y Baragaño) en un número especial subtitulado “A Cuba con amor”. Le encargué a Lezama que hablara de comida cubana. Olvidado del insulto tal vez por la comida, el oscuro poeta escribió un claro y erudito ensayo sobre el origen, a veces exótico, de las frutas cubanas, que fue la colaboración más perenne del número.
Lezama fue ascendiendo en la escala oficial poco a poco hasta llegar a ser uno de los asesores literarios de la Imprenta Nacional. En esas labores nos volvimos a encontrar, pues no lo veía desde los días que dirigí brevemente la Dirección de Cultura (que luego se volvería Consejo Nacional de Cultura, controlado por los comunistas) encuentro penoso por no decir patético. Lezama se veía ahora más seguro no como poeta sino políticamente: sugirió algunos títulos —El proceso de Kafka— que Alejo Carpentier encontró “poco propio a nuestra realidad”. Virgilio, por su parte, se convertía en el primer dramaturgo cubano, estrenando obras o reponiendo sus viejos éxitos paganos, como Electra Garrigó, tragedia nacional que era una parodia de su modelo griego y a la vez una utilización de formas populares cubanas, como La Guantanamera. Él fue el primero en rescatar de la crónica roja (criminal, no comunista) de la radio ese ritmo, rescate que sirvió como base a la versión actual de la vieja tonada campesina, ahora convertida por los ignorantes en una especie de himno revolucionario, gracias al oportuno compositor Pete Seeger y a un cubano exilado de la Revolución. Como contribución a la ironía histórica debo decir que el autor de la melodía La Guantanamera, caído en desgracia artística, cantó el coro en una reposición de Electra Garrigó, durante la cual Virgilio se sentó entre Simone de Beauvoir y JeanPaul Sartre, quienes aplaudieron entusiasmados aunque no entendieran una palabra. Para Virgilio fue una forma de gloria literaria pero Virgilio desconfiaba de la posteridad efímera que es el éxito. Tenía razón. Hace poco murió Joseíto Fernández, el cantante que Virgilio rescató, autor de una sola canción, esa Guantanamera oficial ahora. Su obituario apareció en The Guardian y The Herald Tribune —y tengo derecho a suponer que también en The New York Times y The Washington Post, además de innúmeros diarios latinoamericanos, siempre suscriptores. Cuando murió Virgilio no apareció no ya un obituario sino siquiera una nota en ninguno de esos periódicos, con excepción de El País de Madrid. La ironía es también política: la nota obituario de Joseíto Fernández venía avalada por la agencia cubana Prensa Latina. Virgilio Pinera no estaba en el panteón de cubanos ilustres y murió anónimo.
Lezama siempre aspiró a la condición de maestro absoluto. Su misma presencia masiva, su estilo casi oratorio al hablar era paradigmático tanto como carismático y asmático, su pose estudiada o sabia, siempre reposada, servían a su propósito —y tuvo discípulos y hasta apóstoles y entre ellos, no podía faltar, un Judas propicio. Pero Virgilio, a pesar de su horror a los maestros (en Electra Garrigó un personaje de burla es el Pedagogo), su ausencia de tono magistral y su inhabilidad para sentar cátedra (aunque se hacía oír cuando quería) también tuvo sus seguidores, muchos demasiado cercanos para su mal —el de ellos no el de Virgilio. Al revés de Lezama, los discípulos de Virgilio estaban entre la generación más joven. Puedo citar dos nombres porque tienen ambos un puesto en la historia del teatro cubano (los discípulos estrictamente literarios, entre cuentistas y novelistas, no merecen ser citados y el propio Virgilio los repudiaba: “No saben”, decía, “que la literatura no es estilo sino respiración”, en lo que se acercaba a Lezama más de lo que habría admitido) y son Antón Arrufat, que también era del comité de colaboradores de Lunes y José Triana, que publicó una de sus piezas mejores en el magazine. Los dos homosexuales, los dos sufrieron atropellos por sus preferencias sexuales y en un caso (el de Arrufat) por su obra. Hasta en la persecución el maestro renuente precedió a los discípulos decididos.
En 1961 Virgilio me pidió permiso para ausentarse del magazine por un tiempo y dar un viaje a Europa, invitado a Bélgica por un viejo amigo, escritor esporádico y ahora secretario de la embajada cubana en Bruselas como antes había sido funcionario en Buenos Aires. A su regreso Virgilio, dramáticamente, absurdamente, no bien bajó del avión sintió un impulso irresistible de besar la tierra cubana —sin darse cuenta de que besaba en realidad el asfalto de la pista de aterrizaje. Esta falla debió verla Virgilio, que conocía bien la tragedia griega, como una forma de hybris. Sin embargo parecía muy contento de haber regresado a Cuba. A los pocos días se vio envuelto peligrosamente en un acontecimiento histórico.
De por medio estuvo el desembarco de Bahía de Cochinos y Virgilio celebró la victoria con los mismos ditirambos con que lo hicimos todos en el magazine y en todas partes. Pero éste no es el acontecimiento histórico a que me refiero. Ocurrió que unas semanas después del triunfo de Playa Girón, mi hermano Sabá y el fotógrafo Orlando Jiménez estrenaron en el programa Lunes de Revolución en Televisión un corto filmado a fines del año anterior que celebraba cinemático la noche y la música cubana, la cámara y el micrófono captando su varia vitalidad en bares de La Habana Vieja y en los muelles y el barrio de Regla, al otro lado de la bahía. Cuando los dos cineastas enviaron el film para que obtuviera licencia de la Comisión Revisora de Películas (organismo heredado de gobiernos anteriores) ésta se mostró como el instrumento de censura que en realidad era y secuestró la copia. Ya desde fines de 1959 existía una rivalidad enconada entre el Instituto del Cine y el periódico Revolución, por interpretaciones encontradas de la calidad de la cultura en Cuba, el Instituto del Cine cada vez más estalinista. Pero esta medida de ahora era realmente el colmo de la polémica: era la primera vez que se censuraba en Cuba una obra de arte, por motivos no políticos sino por su tema artístico. Además, como en toda obra de arte, su fondo era su forma y resultaba no sólo negativa sino adversa al momento. El totalitarismo, que aspira a la historia, cuida su eternidad como el cuerpo su piel.
El magazine protestó mediante un manifiesto que firmaron cerca de doscientos escritores y artistas. Por esos días se preparaba el Primer Congreso de Escritores y Artistas, evento que habían concebido los comunistas y era apoyado no sólo por los intelectuales y dirigentes comunistas, sino personalmente por el propio presidente Dorticós, mera marioneta. Coincidentemente Fidel Castro había declarado a Cuba socialista sólo unas semanas atrás. Ante el manifiesto, amenazadoramente público, contra el secuestro de la copia de P. M. se optó oficialmente por posponer el Congreso y en su lugar se celebraron tres reuniones, una cada viernes, con los escritores y artistas en la Biblioteca Nacional. El evento era secreto y exclusivo como un club siniestro. Participaron más de quinientos intelectuales (que tenían que identificarse debidamente en la puerta: Ego sum scriptor) y presidida por Fidel Castro, el presidente Dorticós y la plana mayor cultural oficial.
La importancia de las reuniones parecía ser decisiva. Como director del magazine y del programa de televisión yo me encontraba en esa mesa presidencial, que me resultó ofensiva desde el primer día. Después que se abrió oficialmente el acto, el presidente Dorticós pidió estentóreo que cada uno dijera francamente lo que tuviera que decir no sólo con respecto a la película (que antes se exhibió a todos los participantes), a su secuestro (que él no llamaba prohibición sino interdicción, como si no fuera lo mismo pero este ignorante abogado, antiguo comodoro del Yacht Club de Cienfuegos, en el curso de su discurso dijo varias veces ¡deleznable!) y a la situación del intelectual en la Revolución. Tras esta última palabra se hizo el vacío y el silencio, que crecieron embarazosos. Ya iba a decir Dorticós: “Hablen o cállense para siempre”, cuando de pronto la persona más improbable, toda tímida y encogida, se levantó de su asiento y parecía que iba a darse a la fuga pero fue hasta el micrófono de las intervenciones y declaró: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que tengo que decir”. Era por supuesto Virgilio Pinera que había expresado lo que muchos en el salón sentían y no tenían valor de decir públicamente, ante aquel panel imponente, frente a la presencia temible y armada de Fidel Castro.
El resultado de esas reuniones es de sobra conocido. Pero es bueno recordar cómo la película fue no sólo prohibida sino condenada, cómo se decretó la desaparición de Lunes de Revolución y cómo los estalinistas se hicieron no solamente con el poder cultural sino con el poder total en Cuba. Fidel Castro, revelado como el primer estalinista, pronunció su larga diatriba contra la cultura liberal o simplemente libre, terminando con su versión de un credo totalitario: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Los aparatos del partido y del poder determinarían dónde terminaba el con y empezaba el contra. Ciertamente P. M. caía en una suicida tierra de nadie: la peliculita era visiblemente arrevolucionaria.
En esas reuniones ocurrieron intervenciones diversas, muchas que mostraban hasta qué punto Lunes era odiado por temido, temor que producían sus criticas literarias teñidas de matiz político y al mismo tiempo pronunciando juicios que respaldaban la autoridad del periódico Revolución, su fuerza moral pero ya no el órgano oficial del Movimiento 26 de Julio que había sido en 1959 y 1960. Aparte de la intervención de Virgilio se destacaron dos más disímiles. Una fue virulenta, de odio concentrado, hecha por un escritor español exilado, antiguo cronista casi social, mediocre novelista, pretenciosa persona y rencorosa personalidad, dentista de lujo y ahora aspirante a diplomático, quien aprovechó para organizar un discurso que era a la vez saldo de cuentas (cobrándose una vieja crítica adversa que le había hecho Antón Arrufat, no a su arte de dentista sino a su mala práctica novelística en 1959) y una tunda de golpes de pecho —que le valieron ser nombrado embajador en el Vaticano. Nadie tan oportunista podía ser mal diplomático y además era católico converso. La otra intervención, característica, fue la de Lezama, viejo católico y atacado atrozmente en Lunes. Si alguien tenía que sentir animadversión por el magazine era Lezama y aquél era el momento de aventar sus viejas quejas y unirse al carro, al corro. Pero Lezama se limitó a hablar de literatura, de la eternidad del arte y la permanencia de la cultura. Si hizo una referencia a Lunes fue para decir que era propio de la juventud cometer excesos, la juventud literaria cometía excesos literarios. Lezama era la personificación de la generosidad, en la literatura y en la vida, verboso tanto como generoso.
Ahora que Lunes estaba teóricamente prohibido (la verdadera prohibición no ocurriría hasta octubre: no había por qué dar un semblante de culpa y castigo), todos sus colaboradores evitamos continuar las tertulias que coincidían con su factura para no crear dificultades a Revolución, que era la verdadera Diana. Lunes fue un mero chivo expiatorio. Las reuniones literarias se desplazaron a mi apartamento de La Rampa y a veces ocurrían en Miramar, en la casona de Pablo Armando Fernández, pero principalmente tenían lugar en la casa de Virgilio en la playa de Guanabo. Era más bien un bungalow por su tamaño y aspecto playero, aunque quedaba lejos del mar. No había en ella, como en ninguna de las casas de Virgilio, un solo libro y tampoco se veían señales de que escribiera nadie allí, excepto por una vieja Remington en un rincón ruinoso. Nos reuníamos, obligados por la casa reducida, en el patio, debajo de un copioso aguacatero, hecho memorables aguacates en la mesa al comer los spaghetti. Allí fueron con nosotros escritores extranjeros, siempre mal vistos dondequiera, siempre bienvenidos en casa de Virgilio. (Todos menos el escritor americano que llamó a Virgilio, creyendo que le rendía un homenaje beatnik: Virgil, you are a beautifulqueen. Virgilio no le perdonó nunca que le llamara reina, aun como cumplido, sobre todo como cumplido.) Esa serie de reuniones íntimas, como el amor de aquella muchacha sueca del cine, no duró más que un verano.
No mucho tiempo después, Virgilio fue atrapado en la infamante Noche de las Tres Pes. Esta fue una operación moralmarxista, dirigida contra prostitutas, proxenetas y pederastas habaneros y se suponía que tuviera lugar en el centro de la ciudad, con un radio de acción de unas cuantas cuadras alrededor del barrio de Colón (donde, cosa curiosa, siempre vivió Lezama), que era la Zona Roja y se hizo en el mayor secreto y súbita. Pero, ¿cómo si Virgilio vivía en la playa de Guanabo, a treinta kilómetros de Colón, vino a resultar preso? ¿Estaba en La Habana cerca del barrio de las putas? ¿Visitaba a su padre acaso, aunque éste vivía en Ayestarán, al otro lado de la ciudad? Nada de eso. Virgilio había permanecido todo el tiempo en su casa de la playa. Sucedió que había sido señalado como pederasta.
Su notoriedad sexual fue siempre, bajo gobiernos constitucionales y bajo dictaduras, con Grau y con Batista y con la Revolución. Pero ahora era un pederasta peligroso. Virgilio, para colmo, ni siquiera fue prendido en la noche notoria. Ocurrió por la mañana, temprano, al día siguiente. Como hacía siempre, se dirigía al amanecer a tomar café en el puesto vecino y como acostumbraba iba vestido con shorts, camisa de sport y sandalias de playa, atuendo que la Revolución consideraba decadente. En la cafetería fue abordado por un desconocido que le preguntó su nombre y por un momento, al decir Virgilio Pinera, pensó que había hecho un levante madrugador. Pero el trabado desconocido dijo simplemente: “Está usted preso”. Virgilio no lo quería creer o creyó que era una broma al principio, pero no era una broma. El desconocido se identificó con un carnet y dijo: “Acompáñeme”. Como K. V. se sintió instantáneamente culpable aunque ignoraba su delito. Virgilio pidió regresar a cambiarse de ropa: era ridículo ir preso en ese atuendo. Le fue concedido volver al bungalow.
Por el camino reunió valor suficiente para preguntar a su ¿custodia: “¿De qué se me acusa?” El policía le dijo: “De atentado contra la moral”. Era la misma moral burguesa que condenaba a Virgilio antes, sólo que nunca había sido detenido, sino simplemente marginado, alienación que el propio Virgilio parecía buscar entonces. Para complicar las cosas ahora el policía le dijo en el portal qua quería registrar su casa. Tocó la casualidad que Virgilio te^ nía como huésped en su otro cuarto a un teatrista amigo al que acompañaba un muchacho, su amante. El agente cargó con los tres para la estación de policía de la playa. Fue de allí que me llamó Virgilio. No me había encontrado en casa porque yo estaba haciendo guardia de milicias voluntarias pero compulsivas temprano en el periódico Revolución. La llamada me extrañó no sólo por el tono neutro de Virgilio (siempre fue muy afeminado de voz y de gesto) sino por lo que me dijo: “Estoy preso”, susurró solamente y al yo reponerme de la extrañeza que se había hecho asombro y poder preguntarle por qué, añadió: “Por Paderewski” y marcó mucho las pes. “¿Por qué cosa?”, le pregunté y él insistió con cuantas pes pudo: “Por Paderewski. Pederawski. ¿Entiendes?” Al final de su pianissimo entendí. Virgilio quería decir que estaba preso por pájaro, pato o pederasta y era evidente que estaba preso y no podía o temía hablar abiertamente. Me pregunté qué sacaría la policía en claro de esta clave tecleada, pero nunca me pregunté qué diría Paderewski de su nombre usado como máscara sexual. Virgilio sonaba ansioso y le dije que no se preocupara, que todo se arreglaría, aunque conocía la naturaleza de su crimen no conocía su historia. Pero ya esa mañana se sabía de la redada y de la Noche de las Tres Pes en el periódico — y en la UPI y en la AP. Llamé inmediatamente a Carlos Franqui a su casa. Sonó muy preocupado (él también sabía del raid) pero me dijo: “Llama a Edith GarcíaBuchaca”, que estaba en la cumbre del poder cultural antes de caer en su desgracia política, inexplicable todavía. Ella se mostró primero extrañada y luego tan preocupada como Franqui pero mucho más decisiva. Me dijo que ella iba a llamar a Carlos Rafael Rodríguez, que no era entonces tan poderoso como ahora pero con todo tenía bastante punch político. Antes de colgar, la Buchaca me aseguró que todo se arreglaría.
No tuve otras noticias esa mañana excepto la visita de Franqui que rara vez iba temprano por el periódico. Habló conmigo confidencialmente (ya se temía que había agentes no precisamente de prensa en el periódico) y trató de excarcelar a Virgilio con dos o tres llamadas tan inefectivas ahora como habrían sido efectivas en el pasado. Cuando terminé mi guardia me fui a casa. Fue allí que me enteré que el conocido teatrista y su amante también estaban presos con Virgilio. Hubo otras llamadas —entre ellas de Arrufat y Triana, preocupados no sólo por Virgilio sino por sus propias personas. Ese pánico es usual entre los discípulos cuando arrestan al maestro. Me imagino que igual ocurrió en Atenas y en Jerusalén en épocas diversas. Aunque Virgilio era un Sócrates secreto, no lo concebía bebiendo la cicuta y la Revolución, que tenía sus mártires elegidos, no iba a crucificar al autor de Jesús.
Aunque intranquilo esperé paciente por la decisión de los poderosos. A las cinco de la tarde me llamó Edith García Buchaca para decirme el veredicto sin juicio. Iban a poner en libertad a Virgilio enseguida, encarcelado ahora en el castillo de El Príncipe. Allá me dirigí para esperar su salida de prisión y pude ver a Virgilio, bajando las escaleras con el cuidado que bajaría la pirámide de Gizeh, temblando no por los escalones, que eran muchos pero no pinos, sino por el miedo del prisionero que queda libre. Yo lo conozco: siempre hay el temor de que puedan ponerte preso otra vez. Lo acompañaban en su descenso el teatrista y su amante. Cargué con los tres para casa, que era entonces un apartamento de dos cuartos en el piso veintitrés de un edificio en La Rampa. Pronto se llenó mi casa de gente que daba la bienvenida (las noticias clandestinas suelen ser más rápidas que las oficiales) a Virgilio como si acabara de regresar de acompañar al Dante por su paseo por el Infierno —¿y quién me dice que no fuera una temporada en Hades la que acababa de pasar Virgilio? Parte de su ordalía, según me contó después, fue encontrarse entre presos contrarrevolucionarios que al saber no que era un poeta pederasta prisionero sino un colaborador de Revolución, lo trataron como un colaboracionista y le pegaron y amenazaron con pelarlo al rape. Esa tarde vinieron con el regalo de su adhesión pseudodiscípulos y verdaderos admiradores y colegas, algunos heterosexuales. Virgilio no estaba para homenajes a un autor que se quería anónimo ahora. Esa noche Virgilio no se atrevió a dejar mi refugio y se quedó a dormir con nosotros. Sus compañeros de prisión, el teatrista y su amigo íntimo, tampoco quisieron salir al aire aromático de la noche tropical, que era para ellos el verano de su malcontento. Ambos durmieron en la sala, en el suelo, separados. Nosotros le dimos nuestra cama a Virgilio. Mejor dicho no toda la cama, sino el boxspring y el colchón lo tendimos en el suelo de mi estudio y allí dormimos Miriam Gómez y yo, todos vestidos: más cautos que castos. Al día siguiente el teatrista (que vivía absurdamente apenas a tres cuadras, en la misma zona de La Rampa) y su amante se fueron, confundiéndose con la multitud más o menos normal que pululaba por La Rampa día y noche, de tránsito, paseando o buscando pareja. Varios días después Virgilio se atrevió a regresar a su casa de la playa.
Por la tarde venía yo del Canal 2 (todavía Lunes de Revolución no había sido suprimido ni su programa de televisión clausurado) con Pablo Armando Fernández, caminando los dos con ese paso paciente del atardecer en el trópico, pasando junto al cine La Rampa, antaño tan estrenador, siguiendo por la acera del otrora Edén Rock, restaurante ahora llamado Volga, del lado del Marakas, cafetería aledaña a La Zorra y El Cuervo, nightclub, y de pronto, no sé por qué rara razón, miré hacia mi edificio, recorrí su fachada bicolor con la vista —y allí en el balcón del piso veintitrés se podía ver la figura esbelta pero disminuida por la altura de Miriam Gómez que levantaba el brazo. Alcé el mío para saludarla pero vi que movía los dos brazos ahora, que sus movimientos pasaban de ser meros saludos para convertirse en señales frenéticas de auxilio, convocándome urgente. Ante el asombro de Pablo Armando y sus protestas eché a correr hacia el edificio, hasta los elevadores (que como ocurre siempre estaban en otro piso) para esperar impaciente a que bajaran, uniéndose a mí Pablo Armando, tratando yo de adivinar qué pasaría, imaginando los más terribles desastres, a mis hijas con mi madre, a toda la familia —una catástrofe. Estaba a punto de echarme a subir por las escaleras hasta el piso veintitrés, cuando se abrió un elevador. Al llegar a mi puerta estaba abierta. Dentro vi a Miriam Gómez angustiada, sin saber qué hacer ni poder decir nada, señalando para una silla de paja colonial, blanca —donde estaba derrumbado aparentemente inconsciente, más pálido que la paja, Virgilio Pinera. Pregunté qué pasó y Miriam Gómez me respondió, repuesta, con una frase muy habanera que a Virgilio le había dado un aparato. Ella ya había llamado al médico.
Ocurrió, según Virgilio pudo apenas comunicarlo a Miriam Gómez antes de desmayarse, que fue, como había planeado, a Guanabo, de regreso a su casa —para encontrársela sellada “por las autoridades competentes”. Virgilio era tratado ahora como una persona en fuga, un enemigo del Estado, un prisionero político— después de haber sido perseguido como un delincuente sexual. Es verdad que este tratamiento era por persona interpuesta o en este caso por casa intermedia. Imagino el choque que debió haber sido para Virgilio encontrarse con la única casa que había tenido en su vida (aunque alquilada, era suya y era una casa no los cuartos, cuando no tugurios, en que había vivido en el pasado) y saberse de pronto peor que desahuciado, legalmente excluido, excomulgado —que era tanto como estar incomunicado libre.
Ahora Virgilio yacía tumbado en la silla blanca, blanco como su asiento, recobrado un tanto el conocimiento mientras el médico lo reconocía minucioso. “Este hombre ha sufrido un colapso”, fue su diagnóstico, que en la terminología médica cubana podía significar desde un colapso cardíaco hasta un colapso nervioso. Me incliné por la última opción como probable. El médico extrajo de su maletín una jeringuilla y se dispuso a inyectar a Virgilio, a quien el horror a las inyecciones hizo recobrar todo el conocimiento perdido. “No es nada”, dijo el médico, mientras lo inyectaba. “Ahora tiene que descansar, pasar una temporada en la playa”, ironía médica sin duda.
Tres días y tres noches descansó Virgilio en mi casa, durmiendo ahora en toda la cama. Al tercer día, resucitado, insistió que yo lo acompañara a Guanabo, a recobrar su casa. Era, evidentemente, una obsesión: volver a la playa, volver a su casa. Pero había una razón para su sinrazón. Fuimos los dos a Guanabo en mi máquina. Llevábamos un salvoconducto para Virgilio firmado por Edith GarcíaBuchaca. Todo el viaje Virgilio no hizo más que rogar por que no le hubieran registrado la casa antes de sellarla, una y otra vez en una letanía por la inviolabilidad de su domicilio. Para mí era incomprensible la preocupación de Virgilio por su casa, virgo intacta invitando violadores. Su interior no contenía más que unos pocos muebles pobres, una decrépita máquina de escribir y, tal vez, muchos manuscritos. ¿Serían éstos la fuente de su preocupación? Por un momento pensé que Virgilio estaba tal vez escribiendo un cuento o una novela o una comedia contrarrevolucionaria. De pronto me oí diciéndome que si una película tan inocente como P. M. podía ser considerada atentatoria a la estabilidad revolucionaria, cualquier cosa podía ser contrarrevolucionaria, aun el mismo teatro de Virgilio, tan absurdo —tal vez por ser absurdo. No creo porque es absurdo. No era el momento de no creer ni de ser absurdo. Pero Virgilio dejó de rogar por su casa interior para decirme: “Es todo culpa de ese maldito hombre”. Pensé que culpaba maldiciendo a Fidel Castro, pero le pregunté qué hombre y qué culpa. Me dijo el nombre de un notorio homosexual que ya había abandonado el país, pederasta activo. “Me dejó esas cochinadas. A mí. Todavía si se las hubiera dejado a Pepe Rodríguez Feo, que le gustan, ¡pero a mí! Ni siquiera me interesan. Nunca me han interesado. Soy loca sí pero no libertino.” Lo que yo sabía, pero le pregunté por las fotos que no conocía. “Fotos, qué van a ser”, dijo como si mi pregunta irrumpiera en su discurso. “Postales, de muchachitos desnudos de espalda, de levantadores de peso en pelotas, de penes enormes. Porquerías. Postales pornográficas. No sé por qué las acepté pero me rogó, me dijo que no tenía dónde dejarlas, que mandaría por ellas con un propio. Un impropio debió decir.” Virgilio era un homosexual curiosamente moral, pero no de una moral moderna sino casi victoriana, un pudibundo y lo más alejado que había de un libertino, como él decía. Le dije que no se preocupara, que no iba a pasar nada, que todo había sido una confusión cotidiana y los equívocos rara vez se repiten. Claro que yo creía lo contrario: los errores, como las erratas, se multiplican alarmantes. Llegamos al cuartel de la policía de Guanabo, una casa cualquiera, lo que me tranquilizó pero no a Virgilio, que ya había estado allí una vez. Después de bastante esperar tuve mucho que explicar y otro tanto que ocultar para lograr convencer a aquella gente armada, con diferente uniforme pero la misma suspicacia policial de siempre, que Virgilio estaba en el país, que era un ciudadano (claro que no usé esta palabra: ya había comenzado a hacerse una distinción moral y sobre todo política entre los cubanos que merecían el tratamiento amigo de “compañero” y de “ciudadano”, que significaba todo lo contrario de lo que significó, por ejemplo, para Robespierre), un vecino de la playa que se había ausentado unos días (no especifiqué por qué y la policía todavía tenía la memoria corta: se me hizo evidente que no querían recordar a Virgilio) y al regresar se había encontrado su casa sellada por las autoridades, evidentemente un error sin mala intención, ya que la policía revolucionaria puede cometer una equivocación pero siempre la corrige, terminé. Hubo muchas idas y venidas, mucho papeleo, más espera pero al final Virgilio consiguió la autorización (que pedí por escrito) de que podía regresar a su casa, avalado por la Buchaca y el aparato estatal, ahora protector.
Cuando llegamos a su bungalow el tan temido sello sobre la puerta era un burdo papel mecanografiado que rompí con gusto. Una vez dentro de la casa otrora tan acogedora, tan playera y tropical y ahora oscura y vacía, Virgilio se dirigió con celeridad a la cocina y de una gaveta del aparador que debía contener cubiertos sacó una profusión de fotos. Ni siquiera me las dejó ver y me decepcionó. Siempre he sentido curiosidad por la imagen del sexo, cualquier sexo y aun una foto de un elefante tratando de montar obcecado a un rinoceronte me intrigó por su sexualidad bestial. Virgilio echó rápido las fotos a una bolsa de papel, que era anacrónico remanente de una tienda famosa antes de la Revolución y desaparecida en las llamas contrarrevolucionarias. Como no se llamaba El Fénix y para la Revolución era un recuerdo suntuoso, nunca fue reconstruida. Virgilio me sacó de mis reflexiones incendiarias. “Tenemos que deshacernos de esta piltrafa inmediatamente”, me dijo poniendo un acento de repulsión y miedo en la palabra piltrafa, que se hizo entraña obscena. Estuve de acuerdo, salimos de la casa y montamos al auto, cogiendo carretera arriba, dejando atrás Guanabo rumbo a Matanzas, buscando un vertedero adecuado para que Virgilio se deshiciera de la bolsa llena de mera pornografía que era para él, por la manera en que sostenía su carga en la mano, un explosivo inestable. Divertido por esa excursión y acuciado por los constantes “Dime cuándo” de Virgilio, cada vez que se disponía a lanzar lejos del carro y fuera de la carretera su cargamento erótico, le mentía advirtiéndole que no podía hacerlo porque veía por el espejo retrovisor una máquina enemiga, tal vez delatora.
Finalmente comparecido de la angustia de Virgilio le dije que ahora podía arrojar por la borda su botín negativo (o positivo, ya que eran fotos) y Virgilio lanzó la bolsa lo más lejos que pudo. Un poco más adelante di la vuelta y comprobamos que el paquete había caído fuera de la carretera pero se había abierto al dar contra la cuneta y dispersado su contenido pornográfico por el campo vecino, una verdadera granada de fragmentación de fotos sucias. Virgilio estaba a la vez aliviado y angustiado. Su ansiedad aumentó cuando le dije: “¿No sería una ironía pederasta que esas fotos cayeran en las manos de un guajirito curioso, de un adolescente campesino y que al verlas despertaran en él una violenta pasión homosexual antes latente?” Me costó mucho trabajo labial convencer a Virgilio de que se trataba sólo de una broma, de que tal posibilidad era remota (más bien, improbable), de que nadie lo iba a acusar de pervertir al campesinado —una reforma agraria homosexual.
Virgilio se recobró de su ordalía y trató de adaptarse a la velocidad con que la Revolución se internaba en la selva salvaje del estalinismo —o de su versión antillana. Pero nunca fue realmente aceptado. En el primer Congreso de Escritores y Artistas, en que se oficializó (aún más) la Unión de Escritores y se decretó que Lunes dejara de publicarse “por falta de papel” y al mismo tiempo fuera sustituido por dos publicaciones, la Gaceta de Cuba (que bien podía llamarse la Gaceta Oficial) y la Revista Unión, donde aparecieron algunos de sus artículos, en esa elección arbitraria, al revés de Lezama o de mí mismo, no fue nombrado para ningún cargo en la UNEAC, que tenía más de media docena de vicepresidentes. Dejó su casa de Guanabo (en que no hubo más reuniones literarias ni visitas íntimas o literarias) y vino a vivir en el mismo edificio de apartamentos en que vivía Rodríguez Feo, casi puerta con puerta con su viejo amigo y protector. Pero mientras Rodríguez Feo, siempre viviendo peligrosamente, no permitía que nada estropeara su gusto por la aventura sexual y metía en su casa y en su cama versiones socialistas de sus viejos facsímiles de Charles Atlas, ahora con más ropa, Virgilio contaba horrorizado lo que consideraba una osadía pavorosa, incapaz de explicarse cómo Pepe corría tales riesgos políticos y policíacos por un pene.
Tanto Virgilio como Lezama llevaban vidas de completo ascetismo sexual, dedicado cada uno a su literatura. Pero la Revolución los hacía morir por la boca. Lezama fue siempre un glotón prodigioso capaz de comerse un lechoncito asado o un corderito lechal de una sentada, a pesar de su sempiterna escasez de dinero, invitado antes de la Revolución por sus amigos pintores de éxito, escultores con encargos en parques o iglesias y periodistas bien pagados. Virgilio era vegetariano y no era difícil encontrarlo en 1959 o 1960, sus años de bonanza, en uno de los restaurantes vegetarianos de La Habana —que dejaron de existir a finales de 1961 por la escasez de legumbres o vegetales, que siempre se cultivaron en el país y de aceite de oliva, que a veces se importaba. Esta desaparición causó gran mortificación a Virgilio, ahora más delgado que nunca, aunque mantenía su elegancia natural que un escritor argentino, cuando Virgñio lo visitó en Buenos Aires en 1956, confundió con dandysmo, al aparecerse con un espléndido atuendo invernal prestado por Rodríguez Feo. Pero Virgilio, con sus ropas escasas de La Habana, era realmente un dandy natural. Lo que no se podía decir de Lezama, quien aunque vestido de cuello y corbata, desplegaba un desaliño al que contribuían las cenizas expelidas por su perenne puro. Las fotografías contemporáneas muestran a Lezama con el torpor de los gordos, alto pero aplastado por su obesidad, justificando el apodo que le dieran los delincuentes en sus días de oficial de indultos, Tanque de Plomo. Virgilio por su parte tenía una fealdad noble: era esbelto, de cuello largo y con una cara que podría haber pertenecido a algún florentino ilustrado del Renacimiento. Los dos, sin embargo, aunque mostraban ascendencia española cercana, eran muy cubanos, pero Lezama proclamaba sus antepasados vascos y ahora alguien ha propuesto que una calle de Bilbao lleve su nombre —que es mucho más de lo que nunca harán en La Habana. Nadie ha propuesto en ninguna ciudad de España que un callejón ciego se llame Virgilio Pinera.
Las respectivas familias de nuestros héroes tienen lazos diversos con sus hijos escritores. Lezama era prácticamente hijo único por su relación con su madre viuda cuando su hijo era un niño. Hay dos hermanas pero una de ellas, Eloísa, siente devoción por su hermano y una enorme admiración literaria que se ha vuelto idolatría. Cuando esta hermana se casó, Lezama se quedó solo con su madre en la vieja casa de la calle Trocadero y el.día que Eloísa Lezama emprendió el camino del exilio, que le estaba vedado a su hermano, la soledad de Lezama se intensificó y creció la dependencia de su madre, que era ya una anciana con demasiados años, más necesitada de cuidados que capaz de ofrecerlos. Para Virgilio, uno entre varios hijos, la separación de un hermano que era figura eminente de intelectual serio (al revés de Lezama no había nada que Virgilio detestara más que ser considerado un intelectual), profesor universitario y luego exilado político, no tuvo consecuencias. No creo que Virgilio haya sentido remotamente el exilio de su hermano como Lezama sufrió el destierro de sus hermanas. Ahí están sus cartas desgarradoras para demostrarlo. Virgilio también estuvo cerca de su hermana, la que llegaba a afirmar que Virgilio le era acreedor artístico. “Hijo, yo fui quien le puso el primer tomo de Proust en las manos”, solía decir. “Ni lo conocía de nombre”, añadía sin reparar que su hermano era el último escritor en español en deberle nada a Proust. Si Luisa Pinera hubiera hablado así de Kafka tal vez habría llegado a convencer a alguno, aunque Virgilio escribió sus primeros cuentos kafkianos antes de que Kafka estuviera traducido al español. Luisa, al revés de Eloísa Lezama con su hermano, era afectuosamente irreverente con Virgilio, pero compartían más de un gusto — y no sólo literarios. Ella se había casado con un chófer de los ómnibus urbanos, al que alegremente llamaba “mi guagüero”, un hombre que se sentía curiosamente cómodo en las discusiones literarias entre su mujer y su cuñado y aunque Virgilio desdeñaba las conversaciones cultas, eran de todas maneras de un nivel superior a la posible comprensión del guagüero. Pero Virgilio sentía un verdadero afecto por su cuñado, lo que no es extraño cuando se recuerda que Virgilio solía escoger sus amantes entre los más humildes. Ese rudo chófer marido de su hermana estaba tal vez muy por encima de los compañeros de cama de Virgilio. Una salida de Luisa ilustra tal vez mejor la relación familiar. Se acercaba Virgilio llevando de la mano a su padre ciego, de regreso a la casa de Panchito Gómez y al verlos dijo Luisa, refiriéndose tanto a la ceguera de su padre como al afeminamiento de su hermano: “Ahí viene Edipo de la mano de Antígona”.
Cuando Lunes dejó de existir en harakiri ordenado por el Emperador, cedí a Virgilio el puesto de director de Ediciones R, editorial que creamos como rama editora del magazine. Virgilio estuvo al frente de las ediciones (disfrutó un cargo director por primera vez en su vida y aparentemente se sentía bien siendo algo más que un asesor literario) hasta que el mismo periódico Revolución desapareció ante los embates del estalinismo disfrazado de fidelismo. Estando en Bruselas en exilio oficial supe que Virgilio había sufrido un ataque más del machismo como manifestación política. De visita en la embajada cubana en Argelia el Che Guevara, buscando entre los libros de la exigua biblioteca argelina, el argentino encontró el Teatro completo de Virgilio, editado por Ediciones R. Lo sacó como para hojearlo pero lo que hizo fue dirigirse al embajador, un comandante menor, con una frase agria: “¡Cómo tienes el libro de este maricón en la embajada!” —y sin decir más lanzó el tomo al otro extremo del cuarto, estrellándolo contra la pared como un huevo huero que era purulento, virulento. El embajador se excusó de su lapso mientras echaba el libro al cesto de la basura.
Casi al mismo tiempo supe secretamente que coincidirían en París, Carlos Franqui, que sufría una suerte de exilio enmascarado, y Heberto Padilla y Pablo Armando Fernández, con cargos oficiales en Europa, inestables y precarios. Estaba también, con todos los honores, Nicolás Guillen, Poet Lauréate, a quien se ofrecería un fastuoso cóctel en la embajada cubana en Francia y al que yo, como chargé d’affaires en Bélgica, estaba invitado. Por supuesto que no habría un homenaje semejante a Virgilio, autor anónimo.
Nos encontramos también con Virgilio en París y aunque era abril, el viejo residente de Buenos Aires que resistió al frío del sur temblaba esa primavera y no llevaba un gabán elegante. Además Miriam Gómez advirtió que Virgilio parecía tan indefenso como en los días de su prisión: había hasta que ayudarlo a cruzar las calles menos concurridas, temeroso no sólo de los autos sino de los peatones. En la habitación del hotel nos reunimos en sigilo con Franqui, quien en un momento de la conversación le recomendó a Virgilio que no regresara a Cuba, que inventara un pretexto cualquiera, válido o no, para quedarse en Europa, en París, en Madrid o en Roma. Donde mejor quisiera. Dinero no le faltaría: Padilla, Pablo Armando y yo podríamos costearle la vida durante un tiempo. En todo caso el invierno en Europa sería amable comparado con el infierno que se organizaba en Cuba. Franqui sabía que se preparaba en La Habana una persecución contra los homosexuales tan minuciosa que convertiría la Noche de las Tres Pes en un accidente chabacano. Ahora, cinco años después, era el poder total organizado para exterminar en nombre del futuro las perversiones del pasado. La decadencia burguesa y el amor que no se atrevía a decir su nombre confesaría ser el mal contra Marx. Luego contó el incidente del Che Guevara y su libro repudiado física y moralmente. De pronto Virgilio se echó a llorar, lo que no había hecho cuando fue detenido por pederasta de playa. Miriam Gómez y yo temíamos que se volviera a repetir su desplome del apartamento en La Rampa aumentado ahora por el miedo, el tiempo de París, el pobre cuarto del hotel parisiense —todo tan alejado del sol tropical, del comfort de la Cuba prerrevolucionaria que todavía duraba en mi apartamento antaño elegante. Aquí en París estaban algunos de sus amigos, es verdad, pero Virgilio debía ver un nuevo exilio, esta vez para siempre, como una perspectiva tenebrosa. Insistió en que quería regresar a Cuba, que no le importaba lo que pudiera pasar, que él podía soportar el encierro, la cárcel, el campo de concentración pero no la lejanía de La Habana. Comprendí su apego a esta ciudad que fue como un hechizo. Además estaba la citable respuesta de su cuento en que a un hombre condenado al infierno le ofrecen la oportunidad de la salvación, de abandonar la celda avernal por el cielo prometido pero responde negativamente y explica: “¿Quién renuncia a una querida costumbre?”
En 1965, a mi regreso a La Habana (cosa curiosa, nunca lo pensé como un regreso a Cuba y de hecho nunca salí de La Habana entonces) a los funerales de mi madre, me encontré a Virgilio en el velorio. Después nos vimos mucho, en reuniones en casa de mi padre similares a las tenidas hacía años en mi apartamento. Ahora charlábamos de todos los temas para evitar hablar de la que era inminente cacería de homosexuales (me la había confirmado una bella amiga, antes modelo exhibida, ahora agente oculta del Ministerio del Interior) y esta perspectiva se iba convirtiendo para muchos en una forma de destino. Sólo dos veces vi a Virgilio nervioso. Una cuando en una de mis primeras reuniones de puerta abierta, se apareció entre los visitantes un huésped no invitado que yo no conocía pero todos temían. Era, aparentemente, un policía secreto. Otra vez ocurrió que me visitó de pronto (era una reunión mínima por la tarde, con Virgilio, Antón Arrufat y Óscar Hurtado) una antigua activista política que había sido particularmente valiente, casi temeraria, en tiempo de la dictadura de Batista y ahora nos conminaba a todos a que ofreciéramos resistencia activa contra la Revolución, de la que había sido embajadora hasta hacía poco. Llegó a decirle al pobre aturdido Hurtado que dejara de comer helados todas las noches en El Carmelo y no hablara más de marcianos que nos invadirán en el futuro. “Los marcianos ya están entre nosotros y tienen grados de comandante. Combátalos aunque sea de palabra.” Cuando se fue la visita impromptu tan rápida como llegó, Arrufat preguntó: “Pero, ¿qué cosa es esta mujer?” Virgilio ofreció su versión: “Tiene que ser una agente provoca feuse”.
Luego, en las reuniones nocturnas de El Carmelo, en que Hurtado volvió a hablar de marcianos invasores, Virgilio no hablaba más que de literatura (pero recuerdo que nunca habló de su literatura, una pasión secreta). Por ese tiempo Lezama (que había rebasado el golpe atroz de la muerte de su madre y que se había casado, para sorpresa de los que no sabían que ese matrimonio era el último deseo de su madre) mostró su clase de valor intelectual no sólo en una defensa, ante un comité de expulsión de la Unión de Escritores, del intelectual negro Walterio Carbonell, antiguo colaborador de Lunes y con quien no le unía ningún nexo personal, literario o político (Carbonell era un viejo comunista, expulsado del Partido por marxista) sino escribiendo en silencio los capítulos francamente homosexuales de Paradiso, novela que publicaría al año siguiente, ya en plena persecución masiva de pederastas pasivos y activos. Todos conocen el éxito posterior de este libro en el exterior pero poco se ha hablado de cómo casi no se publicó, cómo después de publicado y ante los comentarios contra su homosexualidad, estuvo a punto de ser recogido y cómo la intervención de Fidel Castro (Big Erother is reading you) decidió permitir esa edición pero prohibió cualquier otra impresión del libro. Virgilio se refugió en su casa y en otra querida costumbre: jugar canasta con varias viejas damas retiradas. Fue en una de estas partidas del juego que apasionaba también a Batista que autorizó por teléfono firmar el infamante documento colectivo de la Unión de Escritores contra Neruda —sin siquiera preguntar de qué trataba el manifiesto que le proponían firmar. Tan domesticado estaba el antaño rebelde.
En 1968 vino a visitarme en Londres, para una entrevista, un periodista argentino que había estado en La Habana a entrevistar a Lezama, entonces en la cumbre de su fama sudamericana. Pero este periodista me contó cómo de visita en el apartamento de Rodríguez Feo y conversando con el antiguo playboy ahora empobrecido se abrió la puerta y entró una especie de fantasma desencajado más que desmaterializado, que pidió perdón por la irrupción y declaró que solamente venía por un poco de azúcar, Pepe. Esta aparición se retiró silenciosa con su azúcar y Rodríguez Feo explicó: “Ése fue Virgilio Pinera”, que para no ser escritor era una elección de verbo digna de Flaubert. El entrevistador dijo que quería entrevistar a Virgilio Pinera, a quien se conocía en Argentina. (Los argentinos, elefantes literarios, nunca olvidan a un autor, del entrevistador al Che Guevara.) Pero Pepe Feo dijo que era inútil intentarlo siquiera.
En 1971 cuando la “confesión espontánea” de Padilla, hecha en la cárcel, que involucraba a Lezama entre otros escritores, pecadores todos, hubo una ausencia notable en el salón de actos de la Unión de Escritores. Con su extraña valentía tozuda, Lezama no asistió a esta mascarada que era una pobre copia de un proceso en Moscú. No en balde Lezama ha celebrado el seguro paso del mulo en el abismo en uno de sus poemas como enigmas que ahora sabemos que eran una divisa. La fama internacional de Paradiso finalmente hizo que Lezama fuera utilizado por la maquinaria de propaganda de la fe fidelista y así se publicaron sus poemas completos (tan oscuros como claves cifradas para los burócratas) y fue entrevistado en las principales publicaciones cubanas, las pocas que quedan. Pero a partir de 1971 y la delación de Padilla, cayó sobre el poeta y Paradiso un doble domo de silencio y cuando ganó un premio en Italia y fue invitado a Roma le fue negado el permiso de salida. Igualmente le impidieron viajar a México, aunque ya no habría llegado a la Montego Bay con su alborozo auroral. Su vida se hizo más difícil de lo que había sido nunca y después de escribir cartas cada vez más patéticas en las que pedía a su hermana medicamentos y comunicación con el mismo ritmo, no hesicástico pero sí asmático, murió de una crisis pulmonar en un hospital, en una sala anónima, sin ser reconocido el más grande poeta que ha dado Cuba, lejos como la muerte de su querida casa de Trocadero, este testigo obseso de las ruinas de La Habana Vieja. Es evidente que Paradiso no remite a Dante como se ha creído sino a Milton y al Paraíso perdido. Ese paraíso es la Cuba que se fue —o mejor, de la que lo expulsó un nuevo dios, cruel, usurpador, hereje máximo.
Virgilio estaba refugiado en su tarea de traductor para la Imprenta Nacional, pero después de las resoluciones del Primer Congreso de Educación, que prohibía expresamente el contacto de intelectuales y artistas homosexuales (extraña historia, casi clínica, de una obsesión de un gobierno) con los medios de difusión y propagación de la cultura, sus actividades fueron restringidas y Virgilio volvió a ser lo que había sido en otros tiempos difíciles: un hombre invisible. (A propósito de la palabra contacto usada más arriba hay que decir que su uso no es metafórico: Antón Arrufat, el último discípulo de Virgilio, que había terminado de bibliotecario en una biblioteca de barrio, a partir de la promulgación de las resoluciones del Congreso fue desterrado al interior de la biblioteca, entre los libros, impedido de tener “contacto” con los lectores: la pederastía se pega, es una sífilis sexual, mal de amor.) No creo que Virgilio escribiera una sola carta en las muchas estaciones de mi exilio. Así una carta de Virgilio es no sólo un raro mensaje sino una comunicación del más allá, que me llegó de Cuba vía USA. Fue escrita a su amigo Carlos X, que vivía en una ciudad que les era común, Cárdenas. He aquí la corta carta de Virgilio, una de las últimas que debió escribir:
Charlot.
Te dicto estas letras debido a que no puedo hacerlo por mí mismo por el estado de desmayo en que me encuentro —y aún más que eso—: desidia, ¿por los años o por...? Acá me tienes con 66 cumplidos, lo cual significa que en cualquier instante te puedo hacer mutis por el foro... Me levanto, como de costumbre, a las 5 de la mañana, escribo hasta las 7, después voy al Super Cake (!), donde hay cakes y otras inmundicias. Paso por la oficina (?) un momento, cojo la ruta 2 y regreso a casa, pero antes paso por el “punto de leche”, en donde adquiero yogurt. De ahí a ver si hay vianda o llegó la leche. Almuerzo a las II de la mañana, duermo siesta hasta las 3, me levanto y ramoneo por la casa —que una ropita que lavar, que el teléfono que atender, que una visita intempestiva, que una lectura cualquiera. —Si no tengo canasta, entonces meriendo— comida a las 7, después una visita o sencillamente andar por esas calles de Dios. Ese es mi día. Nada más y nada menos. Me imagino que estás bien de salud, disfrutando la compañía de tus queridos sobrinos y nietos. Tal vez te visite en el invierno. Un gran abrazo.
La carta no puede ser más mensaje absurdo y en ella Virgilio llega hasta hablar de invierno —¡en Cuba!—. ¿Quería decir infierno?
No creo que Virgilio estuviera en el velorio o en el entierro de Lezama. Al velatorio acudieron muy pocos de los que estaban y se decían amigos, cuando llegó el cura (el padre Gaztelu, viejo poeta de Orígenes, confesor de Lezama) para la misa de difuntos, dejaron la capilla como si hubiera entrado el diablo y no un vicario de Dios. Ahora la muerte de Virgilio (la definitiva: Virgilio se había convertido en un zombi o muerto vivo), la que dado el gusto de Virgilio Pinera por la parodia clásica habría que llamarla Der Tod des Vergil, su muerte para siempre lo reúne con Lezama. Ambos, Virgilio y Lezama, habían vuelto a ser amigos en vida, tanto qué uno de los últimos poemas de Lezama es una celebración de Virgilio y se titula “Virgilio Pinera cumple 60 años”. La única fiesta posible al poeta para el escritor paralelo sería un poema que podía decir, en mal Mallarmé, en ellos mismos la eternidad los une pero la vida literaria los reúne.
Abril de 1980
¿Quién mató a Calvert Casey?
Conocí a Calvert Casey casi demasiado tarde. Esto es, demasiado tarde para mí. Todos los que conocieron a Calvert creían que lo habían conocido tarde. Como ese privilegio que uno siempre cree que no ha tenido a tiempo, que lo ha disfrutado mal o lo ha recibido tarde, Calvert pareció no durarnos nada. No sé de nadie que conociera a Calvert que no lo considerara como un don, uno de esos raros regalos que dioses dadivosos conceden a los humanos porque saben que lo tendrán (o gozarán: los términos son intercambiables) mucho, mucho menos que una eternidad. Fue la cortedad de la vida de Calvert en mi vida lo que hizo ese don para mí inapreciable y al mismo tiempo dejó ver lo breve que duraría el regalo. De veras que Calvert Casey nos duró a todos poco tiempo. Pero no hay que lamentar la brevedad de su vida sino celebrar que existió alguien que se llamó Calvert Casey y fue único y extraordinario y poder decir con Hamlet: “Lo conocí bien”. Sin tener que lamentar ante Horacio: “Alas, poor Yorick”. No pobre Calvert. Pobres los que no lo conocieron.
Pero lo conocí tarde, es verdad, en 1960, cuando Virgilio Pinera insistía en que tenía que conocer a Calvert Casey de todas maneras y temía que viniera en su lugar uno de esos híbridos estériles, un cubanoamericano. Ya había padecido personalmente uno de esos mulos en el abismo que había tratado de insertarse en la literatura americana, “a la que pertenezco”, y no pasó de escribir cuentos malos en Nueva York, donde nunca se publicaron y terminó escribiendo para una de esas “revistas latinoamericanas”, que se editan en los Estados Unidos para venderse en Sudamérica, que parecen no estar escritas ni en español ni en inglés y siempre están acusadas de estar financiadas por la CÍA y nunca siquiera llegan a ese status oficial. Justa justicia que ese mediocre tuviera tal destino. Pero al triunfo de la Revolución, unos seguros meses después (Batista strikes back, pensaba: uno de los riesgos del tirano en fuga es que siempre puede regresar, como Napoleón o Mussolini: Italian bullyboys) se apareció en La Habana dispuesto a “integrarse a la lucha” esgrimiendo, escribiendo novelas sociales en un indescriptible volupuk que el pobre Virgilio, siempre guía del infierno letrado habanero, debía poner en español para poder publicarlas en Ediciones R, la editora del periódico Revolución fundada por Lunes.
A Calvert Casey lo trajo a las oficinas de Lunes, Antón Arrufat, tan agudo como delgado y tan inteligente como irrespetuoso, un huso tejiendo irreverencias;
—Aquí está la Calvita —me dijo, sonriéndose de lado.
Debo muchas cosas al talento de Arrufat, a su capacidad para juzgar un libro, a su cultura literaria que tendía a una cierta busca metafísica, pero nada le debo tanto como a esa presentación poco respetuosa porque Calvert Casey, cogido entre el dilema de la proclamación de su homosexualismo (que yo conocía por Virgilio, por Natalio Galán y por Humberto Arenal, su viejo amigo heterosexual de Nueva York) por su mismo introductor en tono de relajo y la seriedad que Calvert creía que debía sostener durante esta cita, cogió los cuernos de su otro mal social (que consideraba una verdadera condena del verbo y no una salvación por la carne como su pederastía) y trató de domar ese toro:
—Mu, mu, mu —fue todo lo que dijo Calvert Casey. Pero Antón intervino, introductor hasta el fondo:
—Bien dotada, la Calvita es gaga pero locuaz.
Ahora que se hizo evidente que Calvert Casey estaba tartamudeando, tratando de decir lo que dijo después y de pronto, como todo tartamudo en público, devino súbitamente coherente: un famoso locutor cubano, gran gárrulo de la televisión y la radio, era gago en su vida privada.
—Mucho gusto —terminó de decir Calvert. Y agregó—: Hace tiempo que quería conocerlo.
Arrufat, divertido y directo, mostrando ahora la bola roja en la punta de su lengua (donde todo el mundo decía que acumulaba su veneno: cobra que se las cobra),
dijo sonriente:
—Calvert, no estás en las Naciones Unidas, querido. Aquí todos nos tuteamos. Hasta Franqui que es comandante y todo.
—Sí —le aseguré a Calvert. Además de ponernos apodos todos. Aquí Antón se llama en realidad Antón Arrufátich Chéjov.
No era verdad pero Calvert, divertido, dijo: —Le viene muy bien el nombre. Podría hasta escribir La huerta de aguacates, ahora que tanta gente bien emigra.
No había gagueado nada. Miré a Arrufat que creyó que debía intervenir de apoyo.
—Me viene de perillas, como diría Virgilio —dijo Arrufat, burlándose del uso de frases hechas, constante en su maestro, Pinera teatral.
Lunes de Revolución era, curiosamente, un sitio en que se trabajaba en medio de la mayor indolencia, a la rusa. Para colmo, yo, su director, era todavía crítico de cine de Carteles, semanalmente, y casi a diario en el periódico Revolución. Nuestro suplemento se hacía con muy poco personal y además la abulia diaria producía un fantástico frenesí de fin de semana cuando llegaba la hora del cierre y nadie había escrito nada, no se había traducido cosa alguna, ni recibido ninguna colaboración de afuera. Sólo salvaba al magazine del fiasco, siempre amenazante como un huracán de fin de semana, la providencia de la improvisación, el trabajo desenfrenado de última hora y el talento organizador de sus diversos directores de arte —que fueron mucho más que tipógrafos glorificados por su título. Calvert, encantado con esta atmósfera de un maelstrom cada semana y el barco que nunca se va a pique, tan diferente de las Naciones Unidas, donde el deber de cada funcionario era hacer ver que movía la mayor cantidad de papeles por minuto sin que nunca fuesen a ninguna parte: el paraíso del burócrata. Calvert se fue, entusiasmado por nuestra inefíciencía creadora. Quedamos antes que escribiría algo para el magazine. “Algo” era lo que él quisiera y “Algo”, en ía líquida pronunciación de Franqui, era nuestra barca de papel en busca del bello sino. Así comenzó nuestra colaboración y, más decisiva, nuestra amistad.
Después Calvert declararía que de no haber sido por Lunes nunca habría publicado nada, queriendo olvidar lo que había escrito en inglés en Nueva York y en español en Cuba antes de la Revolución. Pero ciertamente Calvert salvó con uno de sus raros artículos o sus penetrantes ensayos más de un número del magazine, rescatable del olvido porque Calvert Casey aparece ahí. Esta publicación semanal masiva (el magazine literario de mayor circulación jamás editado en Cuba y muy posiblemente en toda América que habla español), más la autoridad casi oficial que tuvo durante un tiempo el periódico Revolución, hicieron que muchos cubanos estuvieran en contacto por primera vez con diversos autores extranjeros de renombre y valor, algunos ya clásicos inclusive. Entre los escritores cubanos que fue posible difundir y lograr que lo gozaran más allá de la media docena que no le habría leído antes, estaba Calvert Casey. Detrás de su nombre doblemente exótico se escondía un escritor profundamente cubano —todavía más, esa rareza: un escritor habanero— que escribía una prosa exquisita y al mismo tiempo legible, que hablaba de temas tabúes como el suicidio de José Martí o simplemente exóticos ínter pares, como su descubrimiento de Isla de Pinos, para Calvert una verdadera Isla del Tesoro que exploró con el documentalismo creativo de otro Stevenson: isla mágica aquélla, isla inventada ésta. Calvert era el escritor ideal para una época ideal —mientras duraron ambos. Fue uno de los pocos que supo temprano que corríamos peligro inminente de ser expulsados del Paraíso —o mejor—, que arriesgábamos que el Jardín del Edén, como una alfombra mágica invertida, nos la halaran de debajo de los pies, cayendo unos en el purgatorio, otros en el limbo, otros en el infierno pocas veces merecido.
Todavía eran tiempos de tolerancia, sin embargo. A veces los redactores del magazine y yo comíamos en casa de Virgilio Pinera, entonces una especie de estrella literaria, cuyo apogeo y decadencia serían como avisos de nuestra fortuna política. Virgilio, en el cielo sin duda ahora, se incomodaría al verse convertido en una versión tropical de la estrella polar. Pero es mejor que Virgilio en el infierno. Su casa era un oasis, una suerte de estación olvidada del paraíso. Tengo que decir que su casa en la playa de Guanabo era su única casa, poco más que un bungalow, casi una cabana y comíamos siempre spaghetti alla Pignera, como él los llamaba, en una mesa larga debajo de un aguacatero (providencial luego, al frutecer en medio de la hambruna habanera) en su patio frontal porque no había sitio dentro ni patio trasero.
Miriam Gómez fue allá conmigo un día. Ella no conocía a Calvert todavía y la presentación fue el murmullo social al uso. Virgilio los sentó juntos: “Las señoras casadas a un lado”, dijo y después se sonrió. No bien empezamos a comer aquel plato exótico (spaguetti en el trópico) Calvert inició una conversación con Virgilio, magister litterae, al otro extremo de la mesa y el argumento literario pronto se convirtió en discusión y luego en debate acalorado, casi disputa.
De repente, frente a los ojos pasmados de Miriam Gómez, a Calvert se le hizo un nudo de spaghetti en la garganta. Pero no era en la faringe física que se produjo el atoro sino en esa glotis de la mente que son las cuerdas vocales del tartamudo. Todas se hacen un nudo y al tratar de desatarlo con esfuerzo físico visible en la cara y en el cuello, crean un nudo mayor y el tercer nudo se convierte en un nudo gordiano cuya única espada posible es la voluntad, arma perfectamente mellada por el uso.
Calvert abría la boca cada vez más grande y hacía ruidos guturales y groseros, agoreros ahora. Miriam, de asustada, pasó a aterrada y comenzó a pedir ayuda por entre el barullo de la conversación y la comida. (Virgilio, tan tranquilo, se había levantado y había ido a la cocina por más pasta). Luego Miriam reclamó auxilio, clamando: “¡Se ahoga Calvert! ¡Se ahoga!”, exclamaciones que hacían abrir aún más la boca de Calvert y ahora su nariz y sus ojos eran las facciones del paroxismo. Pero nadie hacía caso de las peticiones de socorro (ni siquiera yo) y todos seguían comiendo y conversando animados mientras, para Miriam, Calvert moría la muerte atroz del atosigado, ahogado en seco. Miriam Gómez se levantó decidida, se dirigió a Calvert y empezó a tratar de hacerle soltar el bocado que lo asfixiaba, dándole repetidas palmadas en la espalda.
Fue entonces que Arrufat reparó indolente en la escena (que luego describió como de absoluto grand-guig-nol) y, sin moverse de su sitio ni de delante de su plato (eso nunca) le preguntó nonchalant a Miriam Gómez: “¿Qué es lo que pasa entre ustedes dos?” Miriam, casi escandalizada no por la letra sino por el tono del sonsonete de Arrufat, espetó: “Este hombre se está ahogando con spaghetti”. Arrufat miró desdeñoso a Calvert Casey, su cabeza echada hacia atrás, su boca toda abierta, sus ojos desorbitados y dijo: “¿La Calvita? Qué va, la Calvita no se ahogará jamás con spaghetti. Con otro boccato tal vez, pero nunca con spaghetti”, y en el mismo tono añadió: “¿Tú no sabías que la Calvita es gaga?” “¿Gagaqué?”, acertó a preguntar Miriam Gómez. “Gaga”, dijo Arrufat con la misma parsimonia que si diera una lección sabida. “Como Gagarin. Tartamuda. Tartajea todo y a veces, como ahora, se ahoga con las palabras que no puede tragar.”
Miriam Gómez no quería creer lo que oía, pero ante esta frase pérfida de Arrufat, Calvert Casey se soltó de su llave de cuello, sus ojos volvieron a sus órbitas, cerró la boca y casi dijo silbando, sin rastro de spaghetti ni de atoro, para doble asombro de Miriam Gómez:
—Gracias mi amor —a Miriam, y a Arrufat—: Antón eres una vivivw...
—¿Viviseccionista? —dijo Arrufat simulando ayudar a Calvert en la elección de su vocabulario.
—¡Víbora! —aulló Calvert finalmente. Todos nos volvimos para reírnos del grito de Calvert.
Víbora era una palabra ambivalente en el vocabulario homosexual habanero, dicha tanto en desmérito como en aprobación, en reproche, en admiración y, finalmente, en tono absolutamente adulatorio, tal vez por temor, tal vez por amor. Es probable que la víbora ambigua viniera no de un país donde no hay siquiera serpientes sino de una ciudad en que uno de cuyos barrios socialmente altivos y ruinosos a la vez se llamaba La Víbora.
Así conoció Miriam Gómez a Calvert Casey, casi ahogado no en el cercano mar de la playa de Guanabo, después de todo el océano, sino en las aguas bajas de la conversación, en el charco poco profundo de la tartamudez en que caía inesperadamente al tropezar con la palabra menos prominente, como una piedra en su camino oral aunque fuera sólo un guijarro y gaguear. Pero Calvert, al revés de todos nosotros, tenía una rara fluidez al escribir en español, idioma que debía de ser, por más de una razón, su segunda lengua. Luego supe que era en realidad su lengua madre. Calvert Casey nació en Baltimore y se crió en La Habana. Calvert Casey nació en La Habana y se crió en Baltimore. Americano, cubano: es lo mismo. No se puede decir con exactitud qué era Calvert, ya que siempre se escapaba a las clasificaciones y a las fechas. ¿Nació realmente en USA en 1924? No se sabe. Lo que es irrebatible es que era un escritor. Por encima de todo y de todos, casi a pesar de sí mismo, Calvert escribía o pensaba escribir o soñaba que escribía. La incerteza biográfica (¿cuándo regresó realmente a Cuba?) permite sin embargo algunas certezas.
A mediados de los años cincuenta, Calvert Casey trabajaba en las oficinas de las Naciones Unidas en Nueva York (de allí lo conoce Natalio Galán, músico y mecanógrafo), traduciendo documentos de un lado al otro que serían impresos con tinta invisible o en su más incierta aproximación, la tinta simpática. Antes del triunfo de la Revolución ya estaba “de regreso”, frase que lo fascinaba, en La Habana, trabajando en ese el más habanero de los comercios, una quincalla. Resulta incongruente y divertido tratar de recordar a un Calven que nunca conocí vendiendo peines de pasta, ganchos y pomada para el pelo (y hasta tal vez la KY, emoliente sexual que le atraía como un pecado nuevo), palillos de dientes y de tendedera, cigarrillos: rubios Royales cubanos, ovalados Regalías el Cuño, redondos Partagás, negros Trinidad y Hermanos (¿llegaría a vender añejos Susinis y Aguilitas, como sostenía malediciente Arrufat, en los que el nombre se hacía humo de recuerdos, nostalgia ardiente de un mundo extinguido?), bombillos Mazda de varias bujías, enchufes, rulos de croquinol y esa panoplia del habanero que fuma habanos: puros, panetelas, y cherutas, pardos y obscenos como olisbos para la boca, públicos y evidentes, exhibicionistas casi, habanos. Antes de hacerse quincallero, oficio popular, Calvert que hablaba habanero sin el menor acento, con su pelo castaño y sus largos, lánguidos ojos penetrantes y oscuros, tuvo un amante cubano que era un mulato santiaguero. Era Emilio para todos uno de los hombres más consecuentemente buenos que he conocido: callado, casi invisible y en paz con todo el mundo.
La biografía literaria de Calvert Casey comienza en inglés y la corona un cuento publicado en la revista The New México Quarterly, que le gana un premio de la editora Doubleday de New York: de Nuevo México a Nueva York. El regreso literario a Cuba no es ni siquiera un viaje en el tiempo verbal del lenguaje: su español es el inglés por otros medios y ambos no son más que un fin de Calvert Casey. Más significativo que la literatura es un viaje en el espacio que se convierte en vértigo temporal. Un día de los años cincuenta (década decisiva), en Roma, todavía traductor de las Naciones Unidas, Calvert reconoce el paisaje romano como una reproducción en el espejo de la imagen virtual de La Habana Vieja, su ciudad eterna. Decide enseguida volver a La Habana porque se parece demasiado a Roma, en un juego de equívocos y de identidades y permutas. Años más tarde volverá a Roma tratando de encontrar una Habana perdida: es el truco del dejà vu que se convertirá en un nunca-nunca recobrado. Pero todo no es más que uno de los pases de magia de la Muerte: la cita en Samarra del cuento persa que se han apropiado Somerset Maugham y Cocteau y John O’Hara, escritores encontrados con la muerte senil: all writers die but some writers ivould rather die sooner than later. (Otra versión es el cuento cubano del peludo que se encuentra a la muerte en el parque y le oye decir que anda buscando a un peludo para llevárselo y éste se rasura enseguida la cabe/a para eludir a la Pelona, que al no encontrar el hirsuto furtivo, impaciente, decide llevarse en su lugar al rapado.) Calvert, La Calvita, Calvito, no huye a la muerte al salir de Cuba: va a su encuentro voluntario, sonriente, casi alegre porque es una promesa de viejo repetida. Calvert Casey va a pie. Tal vez vio en Roma al Neptuno de mármol, de autor italiano, que apareció por primera vez en una novela cubana que había gozado en La Habana —;o fue en Roma?—, Mi tío el empleado, de Ramón Meza. (Tal vez su nombre fuera Raimondo Mezza.) Quizá no contempló con pavor esos semblantes esquivos romanos que le eran tan habaneros. Pero ciertamente no sintió el pánico de los elefantes, que él declaraba propio, cuando próximos a la muerte se sienten lejos del sitio en que han nacido. No tenía miedo a la muerte Calvert Casey, ese día que decidió escogerla como la libertad última porque sabía —lo había escrito— que era una vieja compañera de viaje. Simplemente se dejó llevar por ella como por el guía de un sueño conocido: “Entre mudas columnas que quedaron/un sendero muy blanco y espacioso”.
El cuerpo mortal de Calvert Casey terminó en Roma pero en La Habana comenzó su vida vital. Calvert publicó en la revista Ciclón (financiada por José Rodríguez Feo, mecenas de Orígenes, pero en realidad controlada por Virgilio Pinera como antes Lezama Lima reinó en Orígenes) lo que alguien, tal vez él mismo, llamó “experiencias existenciales” —eran todavía tiempos nuevos sartreanos-pero que son muestra de una maestría que se hacía más evidente mientras menos visibles eran los hilos de la trama literaria.
Fue poco después de conocer a Calvert Casey que comenzó a publicar sus artículos que eran ensayos, mientras escribía en secreto sus cuentos una y otra vez hasta hacerlos exactos, que luego recogió en El regreso. Uno de esos cuentos, “El amorcito”, hizo célebre una frase favorita de Calvert y usada cariñosamente en La Habana para llamar a un amor que no quiere decir todo su nombre, homosexual o heterosexual.
De estas fechas son muchas de las aventuras secretas y regocijantes que Calvert reservaba para revelar a unos pocos íntimos.
A veces, sabedor de que la anécdota era en realidad un cuento que no podría escribir en Cuba, Calvert les daba título. Había uno titulado “Toque final” que Calvert debió contar más de una vez, de tan perfecto que era su relato. Su protagonista, quizás el propio Calvert Casey, conocía a un posible amorcito en el muro del Malecón, al que iba a sentarse a menudo, a coger fresco y a veces frescos. Conciertan una cita, tal vez para una casa de citas. El héroe, cada vez más Calvert, se afeita, se baña, se da desodorante, llamado Toque final, marca registrada. Como toque final a su tocado, Calvert se unta el desodorante por todas las partes pudendas, se viste y se va al Malecón a sentarse en el mismo muro a esperar a su seguro amorcito. Pasan los minutos: veinte, treinta, cuarenta y el amorcito no viene. Llega en su lugar un visitante inesperado: nuestro héroe —o heroína— ha comenzado a sentir hace rato un extraño prurito que se precisa ahora como una picazón en el trasero. Gradualmente el picor se va convirtiendo en ardor, luego en una especie de tormento medieval: una brasa que se introduce en el recto y quema corno un tizón. Calvert definitivamente se siente empalado por aquella inusitada tizona ardiente que lo penetra como un Eduardo II habanero, rey y reina por un día o por media noche. No puede soportar más estar sentado porque todo el muro le empala, lo impele. Se levanta de su asiento pero la ardentía aumenta ahora. En ese momento recuerda una marca de fuego y da con la causa del mal: el toque final de Toque Final, desodorante, depilatorio, ha sido un golpe mortal para el romance. El ardor amoroso, metafórico, ha sido sustituido por la ardiente realidad. Abrasado, casi corriendo, Calvert Casey regresa a su casa, se desviste desesperado y se sienta en una palangana de agua fría, a calmar la quemazón del año que dura más allá de la cita de amor que no tuvo lugar.
En otra ocasión paseábamos Calvert Casey, Miriam Gómez y yo por la corta calle que une el Parque Central con la plaza de Alvear, caminando por la acera del Centro Asturiano, arbolada de laureles, los viejos adoquines bruñidos reflejando la luz de las bombas del alumbrado público confuso. Ahora aparece la gran puerta de hierro por entre cuyas filigranas se ve el interior del palacio barroco. Calvert se detiene un momento y nos conmina a imitarlo. El Centro Asturiano aparece vacío pero su interior está alumbrado como en día de fiesta. “¿Ustedes ven esa escalera magnífica?”, pregunta Calvert obligándonos a mirar y ver una vez más la sabida escalinata del palacio, toda de mármol, amplia arriba y abriéndose ancha abajo, con pasamanos que se hacen volutas pétreas a su término, como conchas coruscantes. Le decimos que sí, claro: no solamente yo me crié a sólo cien metros de aquí y Miriam ha venido conmigo a esta parte de La Habana muchas veces, sino que Calvert prácticamente nos ha obligado no a recordar o a mirar esta escalera ahora sino a memorizarla para siempre. ¿Será un especialista en escaleras, manía escalatoria? “Bueno, tengo que hacerles una confesión. Es más bien una confidencia”. “Una confidencia a una cura es una confesión”, le digo, “Bueno”, nos dice, “considérense curas. No van a creer lo que les voy a decir, desde luego. Pero es la pura verdad. Por favor, les ruego que no digan nada a nadie, pero a nadie”. Juramos silencio eterno mientras imagino la sabrosa anécdota amorosa que ocurrió a Calvert en esa escalera. Tal vez escondido debajo de ella masturbaba a un amorcito de antifaz mientras a su alrededor, más ruidoso que el amor, bullía el carnaval en su baile de máscaras conocidas, habitúes, carnestolendos. Pero reparo que la escalinata es maciza, imposible a las penetraciones enmascaradas o no. ¿Qué habría ocurrido a Calvert allí? Pero ya él está contando. Silencio presente pero no futuro al olvidar el juramento eterno: un secreto es casi como un amor: sólo cobra sentido al revelarlo. Pero no es un cuento lo que cuenta Calvert: “El anhelo, el ansia, el sueño de mí vida es bajar esa escalera”. Nada más fácil, cualquier día o noche que abran el portón, en fiesta nacional o asturiana. “Pero yo quiero bajarla vistiendo una gran bata de crinolina, con encajes sobre mi escote, los hombros al aire, los senos salientes. Las mangas deberán ser cortas para mostrar bien mis brazos torneados. Llevo un collar de perlas al cuello largo, hermoso ahora al realzarlo el collar, y aretes de rubíes como un punto de sangre en el lóbulo. También tal vez una diadema, si no es muy cargante de piedras preciosas, y el pelo rubio bien peinado en rulos románticos que me caigan sobre los hombros desnudos. ¿Ya dije que llevaba los hombros desnudos? Se verán los hombros y la espalda generosa. Iría maquillado a la perfección: cejas arqueadas, ojos violeta, labios rojo granate y toques de colorete, muy leves, un realce nada más ya que mi cutis se verá transparente. Entonces así ataviada bajaré la escalera, escalón a escalón, lentamente, regia como una reina, todas las luces sobre mi descenso. ¿Qué les parece?”, insistió Calvert en una opinión. “Bueno, Calvert, perdona”, le dije, “pero, considerando” (no quería pronunciar palabras fatales como Revolución, Ministerio del Interior, policía) “me parece poco posible”. No quise decirle imposible. Miriam Gómez, más comprensiva o tal vez más humanitaria le dijo: “Calvert, ¿quién sabe? Tal vez un día”. Calvert nos miró a los dos pero no parecía ni decepcionado ni desalentado. “Es un sueño, claro”, concluyó, “pero los sueños tienen una curiosa manera de hacerse reales”. Era un sueño, sí, y a veces cuando recuerdo a Calvert vivo y pienso que ahora no es más que unos pocos huesos› una calavera y polvo en el polvo, lo recuerdo como un sueño que tuve una vez y la gran puerta del Centro Asturiano, ese portentoso portón del recuerdo ante el sésamo ábrete de la memoria mágica, la escalinata grandiosa se ve en un iluminado esplendor: todo es luces y mármol que reluce y en medio, compartiendo la luminosidad del momento, aparece, ¡sí!, Calvert vestido de tules y tela bordada, con zapatos altos de raso, enjoyado en genuina pedrería, el pelo realmente rubio largo sobre los hombros desnudos, y comienza a bajar lentamente la escalinata como una verdadera reina viva. Su sueño se ha hecho realidad en otro sueño: esta página y estas palabras pertenecen al sueño.
El sueño es de crinolina y gasa y piedras preciosas pero la realidad era de plomo y pólvora. Calvert vino a decirme un día que estaban fusilando de nuevo, no batistianos sino gente inocente, esta vez de un mismo espectro letal, sus extremos: trotskystas y católicos. Sabía la suerte de los católicos militantes que morían gritando: “¡Viva Cristo rey!”, pero no la de los trotskystas, esos anacrónicos seguidores sin líder. Calvert lo sabía de buena tinta: tenía conexiones clandestinas otras que las sexuales. Era amigo de muchos anarquistas cubanos, algunos españoles, remanentes del exilio republicano, algunos escapados del viejo terror estalinísta en Barcelona para verse atrapados en Cuba socialista. También conocía trotskystas cubanos, esos utopistas que se negaban a reconocer el carácter cada vez más estalinista del gobierno fidelista y ahora repetían el destino ideológico de Trotsky, la Revolución (en una isla) tan renegada como la Revolución (en un solo país) de Stalin.
Fue por ese tiempo que tuvieron lugar las notorias reuniones en la Biblioteca Nacional y el reaccionario resumen de Fidel Castro: “Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. El corolario de este axioma estético fue la prohibición de Lunes y mi cesantía. Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat y Calvert Casey pasaron a trabajar en la Casa de las Américas, cuya directora, Haydée Santamaría, sostenía la curiosa tesis de que la gente de Lunes (es decir todos nosotros) era valiosa individualmente, pero no había que dejarlos reunirse. Entonces podían ser peligrosos. Resultábamos, pues, una suerte de microbios políticos capaces de ser letales en grupo, o, lo que es peor, contagiosos. Calvert tenía en la Casa de las Américas un puesto subalterno, pero Arrufat llegó a dirigir la revista Casa, a la que convirtió de un panfleto indiferente en una publicación de extraordinario dinamismo y de considerable importancia literaria en Cuba y en América Latina, labor de un solo microbio.
Después de un tiempo sin trabajo, que pasé escribiendo subsidiado por Miriam Gómez, actriz activa, salí de agregado cultural para Bélgica, en una suerte de exilio oficial. Pablo Armando Fernández me seguiría en un puesto similar a Londres. A microbio que molesta destino remoto. Antes de irme, Calvert había publicado en Ediciones R — todavía funcionaba ese vastago de Lunes, atenuada su virulencia — su volumen de cuentos El regreso, que a todos los de Lunes nos pareció excelente aunque apenas si tuvo repercusión crítica en Cuba. Pero Antón Arrufat tuvo un elogio que fue la gloria instantánea para Calvert y justa justicia literaria: “¡Qué Salinger ni Salinger! Tus cuentos son mucho mejores que los de Salinger”. Hay que recordar que cuando Calvert Casey vivía en Nueva York oscuramente, J. D. Salinger era célebre y el más permeable y sensible escritor americano vivo. Yo dije algo que se probó gaffe o gafe: “Es de veras Pavese”.
En 1964 Antón Arrufat (a quien está dedicado El regreso) vino a visitarnos a Bruselas, huésped nuestro en la casona elefantisiaca de la embajada, donde por absurdo azar diplomático vivíamos solos Miriam Gómez y yo. Si Calvert era andariego, aventurero, hombre de muchas ciudades, Antón, tan audaz de lengua, era un tímido urbano que tenía miedo a toda ciudad que no fuera La Habana. Debí ir a buscarlo a la estación de Midi (odiaba viajar en avión) y tuvimos Miriam y yo que hacerle constante compañía en la embajada, de la que sólo salió dos veces —al cine escoltado por el chófer. Sólo lo movían el almuerzo y la cena y su frase favorita era: “¡Qué buena comidita!”, antes de comenzar o terminar de comer. Pero, como siempre, no lo conmovía nada: Antón Arrufat era un intelectual puro y, útil habilidad para tiempos de tempestad, un sobreviviente nato. Todavía Hoy , después de innúmeros naufragios, sobrevive a todo, incluso a Virgilio Pinera y a Calvert Casey, su padre literario y su hermano mayor, como quien dice.
Un día, a la semana de estar con nosotros, Antón recibió una llamada de La Habana, la que oyó sonriente, casi riéndose. Al colgar dijo: “Era la Calvita que me dice que regrese a Cuba enseguida que están pasando cosas. Pero no aclaró qué cosas. Deben de ser serias porque no repitió una sola sílaba. Mala señal”. Pero Antón volvió alegre a La Habana para encontrarse con una acusación de horrores homosexuales literarios: era su culpa, atribuida, la invitación de Alien Ginsberg a Cuba. Durante su visita, Ginsberg dijo en público cosas que en Cuba eran un crimen privado, frases ofensivas a oídos machos y marciales, es decir revolucionarios. Dijo que Fidel Castro también debió tener experiencias homosexuales de niño. “Todos las tenemos”, aclaró Ginsberg, “¿por qué no él?”. Ginsberg confesó su amor por el Che Guevara, pero no era un amor proletario. “Me gustaría mucho acostarme con él”, declaró. Finalmente, horror horro, conminó a los homosexuales habaneros a desfilar en público frente al Palacio Presidencial, portando cartelones. (Sugerencias de lema: “Maricones de toda Cuba, uníos. No tenéis más que perder que vuestra vergüenza”.) Era, además, culpa de un ya abrumado Antón la homosexualización de la revista Casa y haber publicado un patente poema pederasta al teatrista José Triana. Allí, versos perversos, se hablaba de manchas de amor ocre en las sábanas, vaselina íntima y sudor en los cuerpos porosos. No hubo juicio, ni siquiera hubo causa: Antón fue despedido ipsofacto de Casa y la dirección de la revista fue concedida como premio al pundonor militante a Roberto Retamar. Antes en desgracia latente pero ahora protegido del presidente Dorticós, a quien había convencido de sus dotes de intelectual marxista (las dotes de Dorticós aunque bien podían ser de los dos), Retamar fue el aparente instigador de las acusaciones contra Antón contra natura. No en balde Calvert no había tartamudeado por teléfono.
Cuando regresé a La Habana a los funerales de mi madre y fui retenido forzado allá cuatro meses, vi a Calvert muchas veces en mi desgracia renovada. Una vez fue su visita para agradecerme el envío un año antes de medicinas raras para curar una de sus periódicas dolencias secretas. Me dijo, a propósito de males, que ahora pensaba, como Keyserling, que sólo el dolor nos permite conocernos realmente y que la enfermedad es el estado normal del hombre. “Más es de la mujer”, le dije pero no se rió, ni siquiera se sonrió. Con todo estaba a veces contento, sobre todo ahora que había descubierto el amor heterosexual con una mutua amiga. “Estoy encantado con ella”, me contesó. “Además creo que voy a ser padre. ¿No es maravilloso?” Lo que con frase de Virgilio Pinera, homosexual irredimible, resultó ser una falsa alarma. “Por partida doble”, dijo Virgilio con malicia mundana.
Un día visité a Calvert en su apartamento del Muelle de Luz, junto con Riñe Leal. Ociosos de domingo, donjuanes de día feriado, habíamos levantado en la calle a dos muchachas de la nueva clase (léase viejos prejuicios) y las llevamos a visitar a Calvert Casey. (“¿Por qué se llama así todavía?”, dijo una de ellas. “Suena a yanqui.” “Es irlandés”, le expliqué. “¿Peleó contra el imperialismo inglés entonces?” “El no, su padre sí.” “Ah, vaya”, dijo satisfecha. “Esta es su casa y la de ustedes.” “Gracias”, a dúo sonriente.) Cuando hice las presentaciones y les dije a ellas que tenían delante al mejor escritor cubano vivo, Calvert se sonrió radiante y al mismo tiempo cortado, tratando de ocultar su orgullo de escritor reconocido en su tierra. Pero gagueó bastante ante aquellas muchachas frivolas, ignorantes y tontas. Peor lo había hecho antes ante una mujer seria y sabia: su admirada Nathalie Sarraute, con quien no pudo hablar en nuestra mesa redonda de Lunes. Patéticamente formuló sus preguntas por escrito, para que las hiciera Arrufat por él. Antón me dijo, en privado, mostrando en la lengua su bola mala: “¡ La Gaguita debe de ser de miedo en francés!” ahora, tres años después, en el apartamento de Calvert, tartamudeando todavía pero su amigo Emilio silente como una estatua de bronce, admiré la colección de ídolos afrocubanos que Calvert había conseguido por intermedio de Emilio, viejo practicante (aunque apenas tenía treinta años) de la santería yoruba, en la que inició a Calvert, tan irlandés protestante como se veía, católico que era, americano que no quiso ser.
Pero Calvert había pasado por otra enfermedad no sufrida por Keyserling. Había caído en desgracia política y su situación en la Casa de las Américas era más que precaria. La culpa, como siempre, no era suya pero sí el castigo. Sucedió que vino de visita a Cuba un escritor mexicano invitado por la Casa. Se llama Emanuel Carballo. Nunca lo conocí pero no he olvidado su nombre, no por lo que escribió sino por lo que habló. Calvert salió varias veces con Carballo (tal vez más de lo que era su deber de anfitrión cultural) y una noche sentados en el peligroso y apacible Malecón, Calvert confió sus temores a Carballo, que eran sexuales, homosexuales, pero no propios. La confesión era una confidencia. Ingenuo pero grave error, máxime cuando Calvert sabía que había de tener cuidado con los extranjeros que venían a buscar regalos, griegos a la inversa, siniestros. Calven le contó a Carballo que en Cuba se estaban deportando homosexuales a granjas de trabajo en el interior que eran verdaderos campos de concentración, con guardianes y perros pastores y alambradas eléctricas. Entonces no era nada conocida esa cacería y captura velada pero sistemática. Sólo unas pocas gentes del Gobierno lo sabían. Era un secreto del Ministerio del Interior. Pero Calvert se enteraba de todo, sobre todo de los secretos de la esfinge que devora. Además tenía un amigo negro que había caído en una de esas redadas sigilosas pero, cauto, se había podido comunicar con Calvert. Carballo mostró un asombro sin límites y hasta indignación. También un interés alentador a la revelación. Calvert le dio datos, nombres, lugares, pero le pidió por favor que no los diera a conocer a su vuelta a México, no todavía. Carballo le juró discreción eterna —que duró una noche.
Al día siguiente Yeyé Santamaría hizo llamar a Calvert a su oficina. “Me desvistió”, me confesó Calvert. A veces, sobre todo cuando estaba nervioso, eran los anglicismos y no la tartamudez que lo traicionaban. Calvert quería decir “Me desnudó”. Carballo, ni corto ni cortés, se había ido a ver a Haydée Santamaría y le reveló en la mañana todo lo que le había contado Calvert la noche anterior. Le dijo además que era muy peligroso para la Revolución tener “gente así” en puestos de confianza. “No supe qué decirle a Yeyé”, me contó Calvert, “excepto tal vez recordarle que mí puesto no era de confianza”. Por supuesto, desde ese momento la situación de Calvert en la Casa de las Américas se hizo insostenible, rodeado de ojos vigilantes y regulado por nuevas prohibiciones, entre ellas las de confraternizar con extranjeros. Tal vez, con su experiencia, salvadora para Calvert.
Poco tiempo después de comenzar mi verdadero exilio, viviendo en Madrid, recibí la grata, inesperada visita de Calvert. Confraternizando con visitantes comunistas esta vez, doble seguro, se las había ingeniado para hacerse invitar a Hungría por la Unión de Escritores Húngaros, y de Budapest, maniobra maestra, voló solo a Ginebra, donde había reclamado su viejo puesto de traductor en las Naciones Unidas: no había cometido un solo error: su escapada fue tan perfecta que su amante había podido conservar su apartamento de la plaza de Luz. Hablamos, paseamos por el Prado, distinto y distante del Prado de La Habana, fuimos al cine, visité su casa de huéspedes en la Gran Vía, conversamos, pero siempre su tema repetido, su barrenillo, su obsesión era la de rescatar a Emilio por quien temía, imaginando represalias mientras un día para él otra fuga igual. Pero ¿qué unión de qué país socialista iba a invitar al pobre Emilio a viajar a otro posible paraíso? En una ocasión Calvert me dijo misterioso, casi en susurro: “No digas a nadie dónde estoy”.
Luego fuimos juntos a Barcelona donde iban a publicar sus cuentos y tal vez una futura novela. Me pidió que no revelara a su editor, que era entonces el mío, que se había exilado. Temía que sus libros no se publicaran si se sabía que era ahora un contrarrevolucionario, o en jerga neonazi, un gusano. Este miedo a su editor no era injustificado, como se reveló más tarde, pero en Barcelona, Calvert mostró otro temor alterno. ¿Y si los libros perjudicaran con su salida a Emilio? Pero ahora la nueva obsesión de Calvert era una vieja paranoia. Temía ser secuestrado y enviado de vuelta a Cuba. Me confesó que había hecho su viaje a Madrid de absoluto incógnito, sólo para verme y no había visitado a nadie, ni siquiera llamado a amigos mutuos en el exilio. Madrid, yo debía recordarlo, tenía una línea aérea directa a La Habana, y no sería difícil embarcar un bulto más en un avión de Cubana.
En este momento estábamos en el descampado que rodea a la Sagrada Familia y Calvert miraba subrepticio en todas direcciones, como si desde detrás de los campanarios mudos de Gaudí nos acecharan ojos y oídos adversos. Le aseguré que el temor al plagio era infundado, inverosímil, que ni siquiera yo, que había tenido cargos oficiales en Cuba y en el extranjero, temía un secuestro. Me reveló: “Pero yo sé un secreto o dos”. Lo que nunca dudé: sabía que Calvert sabía y no sólo de pederastas presos o trotskystas traicionados. Duró dos días en Barcelo, na. Se fue de regreso a Ginebra y yo me vi forzado a mudarme a Londres, no perseguido por agentes de Fidel Castro sino seguido por agentes de Franco, no secuestrado a Cuba como contrarrevolucionario sino expulsado de España por comunista contumaz. La historia, que repite hasta sus dramas, algunas veces lo hace en forma de farsa. KM dixit.
En diciembre de 1966, ya exilado en Inglaterra, instalado en Londres, recién mudados para un sórdido sótano de Trebovir Road en Earls Court, paradero perverso, vino a visitarnos, vivo y alegre, Calvert Casey Pero la alegría duró poco. Al ver nuestro apartamento, movió la cabeza negativo y dijo: “No me gusta nada”. Pero no se refería a la ética ni a la estética del lugar. No era la arquitectura del edificio ni la decoración del fíat ni la poca luz que entraba por las ventanas iluminando aún más pobremente el sótano. Nada de eso lo preocupaba. Eran las vibraciones espirituales que emanaban del lugar. Es más, declaró el sitio salado, que en la superstición habanera era mala señal ya. “No es sólo el piso de linóleo negro lo que es tenebroso”, nos aseguró, “sino toda la casa. Está cargada. Pero voy a hacerles una limpieza ahora mismo”.
Por limpieza no quería decir pasar el plumero por los muebles y barrer el piso sino que se refería a un acto de magia mulata cubana en que se “despoja” un lugar o una persona embrujada o a punto del embrujo. Ahora era una suerte de exorcismo antes de la posesión. Procedió a salir al patio oscuro donde había algunos árboles creciendo empecinados al borde de la estación de ferrocarril. Arrancó dos o tres gajos que encontró milagrosamente verdes en el invierno inglés y volvió a la sala, donde comenzó una danza apache y africana, barriendo efectivamente el piso con las ramas, ciertamente pasando sus plumeros vegetales por los muebles, recorriendo las paredes de toda la sala, pero nunca fue a la cocina ni entró al cuarto único. Aparentemente los malos espíritus de visita se sientan en la sala. Finalmente Calvert corrió al patio y arrojó las ramas “cargadas” lo más lejos que pudo, por encima del muro de la estación, aterrizando tal vez en un tren, sobre el que cayó toda esa miasma maligna.
Al volver del patio exclamó:”¡ No puedo hacer más! Lo siento porque corren ustedes aquí un riesgo demasiado grande. ¡Esto está premiado!”Se derrumbó en una silla. Calvert, tan blanco, tan americano nato, ahora casi europeo, resultaba incongruente no sólo en su danza de la guerra al espíritu del mal sino en su vocabulario. “Este sitio tiene ñeque, caballeros”, fue su último pronóstico y su remedio: “¡Que tienen que mudarse!”
No nos mudamos, claro. No podíamos y quisimos olvidar su vaticinio y hasta su visita. Pero luego, cosa curiosa, supimos que del último piso del edificio había caído a la acera uno de los inquilinos. Ocurrió años atrás pero un vecino lo recordaba bien. El muerto era un muchacho andaluz que se ofreció a abrir una puerta, entrando por la ventana, para ayudar a dos estúpidas francesitas que habían olvidado la llave dentro del cuarto. El muchacho salió por su ventana a un alero que trató de recorrer con cuidado, pero al intentar abrir la otra ventana cayó del alero a la calle, cuatro pisos abajo y quedó empalado en las lanzas de la reja del sótano. Estuvo horas muriendo mientras lo desempalaban los bomberos. La dueña del edificio, por otras razones que las sentimentales, no nos había dicho nada de esta vieja tragedia española. Era mera coincidencia que el andaluz empalado por su galantería y las francesitas fatales fueran visitas ocasionales a Londres, a Earls Court y al edificio de Trebovir Road —pero ¿era casualidad también que Calvert acertara que algo malvado merodeaba en el sótano, en la casa?
Pero Calvert volvió a visitarnos en el verano, después de haber hecho un viaje a la India y adquirido un flamante amante italiano, Gianni, sin apellido, que enseguida nos golpeó a Miriam y a mí como la imagen del gigoló, de mujeres o marciones, mediterráneo y memorable. Son los mismos que aparecen en tantos poemas de Cavafys, donde se repiten como días faustos, infaustos. Era, además, demasiado joven para Calvert. Se hospedaron en el edificio marcado en que vivíamos. Esta vez, verano, Calvert no vio los fantasmas del invierno, no sólo porque los días son largos y la luz aclara todo rincón oscuro, sino porque estaba enamorado y, ya se sabe, el amor es ciego —aun ciega el ojo del espíritu. Salimos juntos a menudo, sobre todo con Miriam Gómez, que ya conocía Londres, sus tiendas y sus precios. Ella me contó que Gianni era costoso y exigente de lo mejor por lo bueno y además era sato, que en cuba es la última escala antes de que el coqueteo se haga putería. “Lo cogí haciéndole ojitos a otros hombres en la calle.” Calvert, por supuesto, no veía nada —el amor ciega el ojo físico. Al contrario, estaba ansioso de conocer nuestra opinión sobre Gianni. Por supuesto no era prudente declarárselo, entre otras razones porque se le veía feliz.También porque aprendíamos con los ingleses que la verdad no se le dice a todo el mundo. En un momento de felicidad loca, Calvert llegó a disfrazarse con el maquillaje de Miriam, pero no era la realización del sueño del travestido que baja una escalera. No vivíamos en La Habana en un palacio y no había escalinata iluminada. Calvert sólo usó el creyón de labios para hacerse un punto de carmín en la frente. Luego se puso un pañuelo en la cabeza y sin camisa y sin zapatos empezó a bailar una danza hindú, tan grotesca, que desde entonces hizo a los bailes indios imposibles para Miriam y para mí. Pero Anita y Carolita, mis hijas, estaban encantadas de ver cómo aquel señor casi calvo se hizo señora para bailar mientras cantaba extrañas melodías melismáticas. Pura parodia.
Esta vez no hubo exorcismos pero sí dádivas. Con su generosidad de siempre, Calvert ayudó a hacer posible nuestra estancia en Inglaterra. Entonces yo había de demostrar a la inicua Inmigración inglesa que recibía dinero del exterior, ya que me estaba prohibido, como condición de entrada al país, trabajar en ninguna parte, o como decía el cuño totalizador del pasaporte totalitario: “En trabajo pagado o no pagado”, con lo que se abolía de un solo golpe de sello al profesional y al amateur en mí. Calvert me prestó dinero suficiente, salvador con que mantenerme en Londres a los ojos del Home Office, a la mano del lechero. Fue gracias a este amigo, hecho hacía tan pocos años, que pude no sólo vivir sino sobrevivir entre reales anglos y sajones y uno que otro celta mítico. Calvert me dejó saber, al hacer el préstamo, que no me preocupara por pagarle hasta que nos viéramos de nuevo. No lo volví a ver.
Poco después de su visita nos mudamos para Kensmgton, a este Gloucester Road que le hubiera gustado tanto a Calvert al encontrar el apartamento “limpio”, el edificio claro, la calle ancha, vía nada dantesca. Nunca llegó a verlo pero nos escribíamos a menudo y sabíamos qué hacía cada uno. Por supuesto que guardo sus cartas, algunas de ellas llenas de expresiones que no llamo sorprendentes porque venían de Calvert, más que un escritor un ser humano extraordinario: hasta en sus cartas más triviales era posible encontrar ese don del azar favorable.
Por ese tiempo antes de mudarnos, un traductor inglés ingenuo preparaba una antología de cuentos cubanos (Cuba estaba entonces de moda en Inglaterra) para ser publicada por Penguin Books. Queriendo mostrarse partidario del nuevo régimen anciano el antologo propuso llamar al libro Writers from Fidel’s Cuba. Consultado por el entonces editor de Penguin Books, le dije que si el libro se iba a titular de manera tan sicofante retiraría mi cuento de la antología. Le informé a Calvert de este acto oportunista del compilador y enseguida escribió al editor inglés diciendo que secundaba mi gesto y que él también prohibiría publicar su cuento en una antología con semejante título. El acto de Calvert era decidido porque estaba todavía en manos de su editor catalán y temía ofender su sensibilidad criptocastrista, tan a flor de piel como la de un paquidermo político que coge el sol por la izquierda.
En otra ocasión me escribió para que guiara a Emilio (que por fin había logrado salir de Cuba gracias a las gestiones de Calvert, que tenía amigos en todas partes) que se iba a Estados Unidos vía Londres. Su préstamo de antier, curiosamente, sirvió para ayudar el tránsito de Emilio por Europa ayer. Encontré a Emilio seguro, en paz no sólo con Calvert sino consigo mismo: es decir Emilio era idéntico a sí mismo. Llevaba adentro su universo afrocubano convertido en un mundo propio, propicio. En otra carta de entonces, me contaba Calvert cómo había hablado de mí en la nota de contraportada de su novela de inminente salida y el editor catalán, como un funcionario fidelista, había sugerido que dejara fuera mi nombre por conveniencias literarias. “Es evidente”, me escribió Calvert, “que cada día te haces más un escritor maldito. No será bueno para publicar pero sí lo es para escribir”. Calvert Casey sabía tanto de literatura como de política, aunque muchos pensaron lo contrario. Como un príncipe hechizado, Calvert era un sabio, que simulaba ser un monstruo delicado para alejar a críticos y comisarios. Su sabiduría era su laberinto.
Pero nuestras relaciones epistolares no fueron apacibles a veces, aunque siempre fueron amistosas. Me había contado de peleas constantes con Gianni, separaciones de Gianni, vueltas Gianni y cada vez se me hacía el amante más un odiante. Luego Calvert me envió un fragmento de su próximo libro, novela o colección de cuentos, que situaba en la India y comenzaba diciendo que el Taj Majal estaba tan sucio que pedía una buena lavada con el mejor detergente. Me pareció que antes nunca habría dicho Calvert semejante frivolidad, o peor, tal tontería. Lo achaqué a la influencia de Gianni. No hay nada más vulgar que un italiano vulgar y el amor contamina. Calvert se ofendió cuando se lo escribí y me aseguró que Gianni no sólo era su razón de ser sino de existir, de estar vivo y de escribir: de no ser por Gianni jamás habría escrito otra línea. Le contesté: “¿Es Gianni Lunes por otros medios, martedi erótico?” No me contestó. Pero al poco tiempo me escribió para asegurarme que había terminado con Gianni para siempre. También me dijo que tenía que ir a Suiza pero al regreso de Ginebra a Roma pasaría por Londres. Me encantó la noticia de su visita: hacía tiempo que no nos veíamos: dos años casi exactos.
Recuerdo la última vez que hablé con Calvert Casey. Fue por teléfono, medio de comunicación que me repele no sé por qué. No es porque oiga voces descarnadas, ya que siempre he sido fanático de la radio y los discos me deleitan. Graham Bell, con ese apellido, debió nacer campanero o heraldo si quería siempre dar malas noticias de viva voz. No hay nada más inquietante que el timbre de un teléfono inesperado. Tarde en la noche, por ejemplo. Es casi como un telegrama hablado. Más malas noticias vienen por carta que por telegrama o por teléfono y sin embargo, en el exilio, uno espera las cartas con ilusión, aun las cartas inesperadas. Esa noche de primavera amable estaban de visita en casa una americana que quiero y un inglés que detesto, por razones idénticas pero opuestas. El es un director de cine que antes era fotógrafo y se ha hecho inexplicablemente famoso con su escaso talento, haciendo películas tan literarias como pretenciosas, con sus imágenes fanáticas que cree fantásticas y sus citas de Borges, que es ahora el autor culto de los que no tienen cultura: el Homero del pobre. Esa noche aciaga, de fotógrafo ciego, la conversación de este hombre que cayó del cielo raso era insondable en su superficial profundidad y yo luchaba al borde del abismo de un bostezo cuando sonó el teléfono.
Era Calvert para decirme que no podría pasar por Londres, que volaría a España y de ahí regresaría a Roma y (lo que omitió) a la eternidad de que salió al nacer. Calvert siempre de regreso. Apenas pudimos hablar esa vez que nunca supe que sería la última: ni siquiera noté su voz ansiosa o apremiante, ningún anuncio, mientras a mi espalda mi asaltante visualizaba con palabras ante nuestra mutua amiga laberintos de agua, canales como Mediterráneos que quería descubrir para el cine: ver Venecia y después morir. (¿Ahogado o de artritis?) Calvert colgó. A los pocos días, en otra llamada por teléfono, traumática, Juan Arcocha, amigo que amaba a Calvert —no era una hazaña: todos sus amigos amaban a Calvert—, me preguntó si sabía ya la noticia. No, no sabía nada. ¿Cuál era la noticia? Éste es un siglo de siglas y de últimas noticias. “Calvert se acaba de suicidar en Roma”, dijo el teléfono, absurdo como la muerte, o la vida. Me costó trabajo aceptar la muerte de Calvert y confié que alguien llamaría y diría que todo había sido un error: Juan Arcocha, intérprete, había entendido mal. No era Calvert quien se había suicidado en Roma sino Calvino, nacido en Santiago de las Vegas, barrio de La Habana, escritor que vive en el Trastevere, al otro lado del río Almendares. ¿Por qué no Calvados en vez de Calvert? Pero el Calvados es un licor espirituoso y los espíritus nunca mueren. (Hay que considerar que había otra huelga de Correos en Roma, normal, total, inhibidora de las comunicaciones, que empezó por esos días.) Bien pudo ser otro malentendido, confundido Calvert con O’Casey. Pero O’Casey había muerto en Dublín, a los ochenta, cinco años atrás y Calvino vivía rampante. O tal vez fuera otro error. Confusiones cotidianas, como propone Kafka. La muerte sucede todos los días y hay muchas clases de muerte. ¿Qué si Juan Arcocha hubiera oído suicidio por homicidio? Calvert, en un exceso de celos, había matado a Gianni, vengando la arrenta del cuerpo. Pero no, el pobre Calvert estaba hecho de la estofa de las víctimas, no de los verdugos. De lo contrario se habría quedado en Cuba y sería otro Retamar ruin agasajando a otros Carballos.
Hice docenas de llamadas a través de tan malévolo como útil invento, cuchillo de dos filos, a amigos comunicantes en todas partes de Europa. Todos, erróneos, me confirmaban la noticia mal dada por Juan Arcocha a través del auricular de la Unesco: Calvert Casey se había matado en Roma, en traducciones simultáneas. Pero yo seguía esperando su carta que contradijera o explicara lo inexplicable. Nunca vino. (Debió de estar en esos cientos de miles, millones de cartas romanas arrojadas al fuego o al Tíber.) Finalmente, aplastado por la evidencia, no creí que Calven estaba muerto pero acepté su suicidio respetable: después de todo, ese acto había sido su última voluntad. Puse un telegrama a su antigua amante de La Habana, falsa o cierta, más que nada con la intención de propagar el desastre o su eco. Un telegrama llevaba a Cuba los restos mortales de Calvert Casey que oí por teléfono. A Graham Bell, doblando, se unían ahora Morse y Marconi, cómplices, traidores transmisores. Pero nunca tuve ni un acuse de recibo de esta notoria mujer misteriosa. Era evidente que no mereció una noche de amor con Calvert, cualesquiera que hayan sido las posiciones o las combinaciones posibles, ella Gianni del otro sexo.
Pero el silencio eterno sí fue una confirmación. Calvert Casey estaba muerto, en algún lugar de Roma. Además, con lo fácil que es patear un cadáver —siempre caídos— supe que Calvert muerto había sido vilipendiado por la prensa puta romana {que no es casual que creara los paparazzi, de papare, hartarse, comer carroña casi) cuando un reportero de un diario de la noche descubrió en el modesto apartamento de Calvert —antes despojado, ahora cargado de las emanaciones del suicidio— una evidencia y saltó sobre ella: ídolos indios fornicando furiosos, postales pornográficas para pederastas. El difunto tenía gustos raros. Calvert devino, en la prosa periodística de este paparazzo de la letra, lo que nunca fue en su vida: un uranista, un evirado, un scelerato —palabras atroces, obscenas. Manos mutuas me enviaron los recortes de Prensa. No quise que ése fuera el juicio postumo para Calvert y me negué a leer la literatura de letrina.
Después hablé con mucha gente que invariablemente decía ser la última en ver a Calvert vivo y llegué a la conclusión de que Calvert había visto en sus últimas horas más gente que nunca antes en su vida. Tal vez estaba demasiado vivo antes de matarse: murió por exceso de vida. O tal vez toda esa gente mentía casi al unísono. Pero ¿por qué? ¿Era por Calvert o por su muerte? ¿O es la fascinación por aquel que abre voluntario la puerta a lo desconocido? No sé nada. Pero uno de esos comensales íntimos, una mujer lejana y sola, que parece estar más lejos mientras más cerca está, como vista siempre por un telescopio invertido —o mejor unas antiparras de ópera al revés— me contó con voz remota que Calvert durante la última cena no dejaba de decir que se sentía culpable, el ser más culpable del mundo, con toda la culpa encima como un Atlas con un globo, cautivo. Creí la última cena de esta informante porque me la relató después de haber pasado yo por una depresión instigada al parecer por la muerte de Calvert, la pesquisa en mi psiquis, de la que me sacó solamente jugar al ajedrez continuamente con Carolita, mi hija menor” jugando los dos siempre, juego tras juego: peón cuatro dama, jaque, cambio del alfil por caballo, jaque, gambito rechazado de la reina, jaque, enroque, jaque, cambio de alfil por caballo, jaque gambito del rey, jaque mate: el rey, la pieza más importante, es la más vulnerable del juego y el ajedrez es una monstruosa metáfora mortal: al final del juego siempre espera la muerte, inexorable, sin suerte. No hay azar que abolir con una pieza. Salvado de la locura por la lógica del juego supe que Calvert se suicidó porque sufría solitario una depresión incoercible. Esta fue el arma asesina. Pero ¿quién mató a Calvert Casey?
He aquí las pistas a seguir para quienes quieran resolver el misterio del crimen, auto asesinato. La situación de Calvert dentro de la Organización de las Naciones Unidas se había deteriorado hasta hacerse precaria. Ganó un puesto de subdirector del Correo de la Unesco (o del Boletín de la Fao o una de esas intercambiables publicaciones internacionales para consumo interno), pero no parecía probable que llegara a ocupar el cargo. Como a mí antes, en 1967, la embajada cubana en París había vetado su nombramiento por razones de Estado totalitario que la razón pura no conoce —pero sí la razón práctica. Su pasaporte cubano había expirado y ninguna embajada de Cuba en Europa lo renovaría. (La embajadora cubana en Londres, conocida como tbe sweeí señorita from Havana, había catalogado a Calvert como un enfermo moral, indeseable en Cuba socialista.) No podía conseguir un permiso de residencia en Italia tampoco. Es más, la policía romana le había señalado una fecha para su salida de Italia, mafioso mentale, vencido su permiso de estancia en Roma. En la embajada americana contestaron a su petición de recobrar su ciudadanía con que nunca la podría volver a tener por razones más burocráticas que políticas: había renunciado a ella en Cuba, ya de adulto. Al aducir Calvert que su hermana sin embargo la había vuelto a tener ahora, sólo logró, para alimentar su culpa, una mueca de extrañeza del cónsul y en su respuesta, la revelación inquietante de que en ese caso la ciudadanía americana de su hermana era fraudulenta y por tanto sujeta a una inspección legal y a una posible pérdida inmediata de sus derechos civiles en USA. Cogido en la trampa burocrática —hombre atrapado entre cónsules— más perfecta del siglo, desesperado, Calvert le envió un telegrama personal a Haydée Santamaría a la Casa de las Américas, pero ella nunca respondió. (Me pregunto al escribir esto, ¿en qué círculo del infierno se encontrarán los dos suicidas ahora?) Gianni lo amenazaba con volver —si Calvert conseguía dinero suficiente. Sus libros nunca alcanzaron ni en España ni en América Latina la difusión que merecían, el eco crítico que él esperaba, el público que le había sido negado por decreto en Cuba, negativa que el exilio ratificó por ignorancia. Pero Calvert estaba habituado al fracaso tanto como a la enfermedad. El éxito, como la salud, lo habría aniquilado: tan sutil era su sensibilidad.
Entonces, con todas las piezas del rompecabezas sobre el tablero de ajedrez, ¿quién mató a Calvert Casey? ¿La guillotina política a caza de cabezas que rueden ejemplares? ¿Los amigos íntimos que tenía mientras más cerca tnás lejos, como yo? ¿Gianni, el amante alquilado? ¿Roma o el amor? ¿O Cuba, esa isla que es un espejismo en el mar Caribe, tierra de caníbales? El veredicto es del lector, juez y jurado. Tiene todo el tiempo del mundo y aun toda la eternidad para deliberar. Pero, al revés de los juicios ingleses, la defensa y el fiscal nunca descansarán.
Ahora al final, después de años recordando a Calvert Casey vivo, soñando a veces con un Calvert Casey de sombras, pensando durante meses cómo escribir este torpe homenaje a un escritor de tanto tacto, creo que Calvert Casey tuvo un destino que trasciende a la culpa de sus asesinos tanto como a su muerte que es sólo aparente. Ese destino está en ese texto único, último, escrito en Roma en el implacable inglés en que recobra a su lengua paterna, la autoridad, después que muere su madre, trasmisora de las voces de la tribu y señala con signos insólitos que para él vivir significaba morir, que solamente podía estar vivo como un homúnculo erótico, increíblemente reducido a su ínfima potencia, que ya no cree en el dios del amor más que dentro de su amante, virus venéreo, que vive en la anatomía amada tanto como en su misma mente, que su muerte ha sido resucitar en la propia literatura. Nunca Calvert Casey cuentista (no era un novelista) estuvo más vivo que cuando juega a la inmortalidad del cuerpo (y del alma amorosa) en el cuerpo de otro. Aunque el juego es en último extremo literario y son las palabras las que viven, eternas y el cuerpo penetrado sin límites es la Roma del amor. ¿No sería una perversión final que este anfitrión amado fuera Gianní condenado a vivir con Calvert en su cuerpo? Calvert había erigido así su monumento dentro de la tumba en que yace oculto entre palabras que no mueren. Pero ahora su epitafio perecedero es una cita cauta grabada en el simulacro de granito que es la lápida pálida visible en ese lejano cementerio de las afueras de Roma real que visité en una última escala antes de viajar a través del espejo sin azogue a la locura. (Esta vez el ajedrez, juego lógico, se volvió un delirio demente en que las piezas eran espías del enemigo negro y no había piezas blancas.) Esa alusión apostática aparentemente definitiva a su debilidad vulnerable es una falsa imagen fácil. Calvert Casey no era débil. Era, por el contrario, fuerte como la muerte a la que fue a encontrar en medio del camino en una cita incauta. Calvert fue el más osado de todos nosotros, hombres que fuimos Lunes, el que viajó más lejos, aventurero audaz. Tímido y tartamudo, Calvert fue elocuente hasta el final, después del final. Su testamento literario muestra que era tan resistente como para poder morir por las palabras y empezar a vivir en el lenguaje —¿o es en la lengua?
Una década después de muerto, Calvert resucita, se levanta en su tumba y de debajo de la lápida libresca alarga la mano huesuda que sostiene unas pocas páginas para dejarnos saber qué es la verdadera literatura, visible en esa escritura que es su carta de triunfo: su prosa es un verso comunicante: en el reverso está la vida, al anverso la muerte. Calvert Casey vive y muere en cada lectura y su texto es una cinta de Moebius para leer, finita, infinita. Esta imagen por supuesto es otro nombre para la inmortalidad. Pero ¿quién hizo inmortal a Calvert Casey?
Octubre de 1980
Dijo el actor Edmond Kean en su lecho de muerte: “Morir es fácil. Lo difícil es hacer comedia”.
El suicida es un actor que juega a la tragedia. Sócrates, el más ilustre de los suicidas condenado por un gobierno democrático, tenía sentido de la ironía, la que prácticamente inventó, pero no del humor. Petronio, suicida compelido por un tirano, tenía sentido del humor, qué duda cabe, pero en el momento de su muerte sólo sentía desprecio: por el tirano romano y por la Roma que hizo posible al tirano. El último gesto de Petronío no fue de humor sino de mal humor. Cuenta Tácito: “Petronio, un noble, cuando iba a morir por la envidia y el celo de Nerón, rompió su frasco favorito para el vino, hecho de frágil flúor, para que no lo heredara la mesa del Emperador”. El suicida sabía lo que aprendió el cortesano: la presa es mayor mientras más alto vuela el ave de rapiña.
Escogí lo más difícil, la comedia. El emperador y su séquito habrían preferido la tragedia. Sin embargo.
“Sin embargo mi humor mayor es para un tirano.”
WILLIAM SHAKESPEARE
Lydia Cabrera y Enrique Labrador Ruiz
A fines de los años treinta había dos cubanas emigrées y como la palabra indica ambas vivían en París. Una venía de una familia musical, la otra era hija de un abogado respetado ya desde el siglo pasado. Esas mujeres eran Anaís Nin y Lydia Cabrera. Anaís se hizo francesa en París y después americana en Nueva York. Lydia regresó a Cuba a cumplir su destino cubano.
Lydia se hizo la más grande escritora cubana del siglo. Ella inventó por sí sola lo que yo he llamado antropoesía, mezcla de antropología y poesía con que ella recobró las leyendas hechas religión traídas con la esclavitud a Cuba. Cuñada del etnólogo erudito Fernando Ortiz (que fue quien acuñó el término afrocubano, del que vienen todos los afros, incluyendo el peinado que hizo popular a Angela Davies, pero ¿quién es Angela Davies?), Lydia venía no sólo de una familia patricia y fue a París a estudiar arte a la usanza. Fue de estudiante en París que encontró el pájaro azul: allá oyó hablar por primera vez del arte negro. Así cambió su vida al escribir un libro, publicado por primera vez en Francia en 1936, llamado Contes négres de Cuba, traducido del cubano por Francis de Miomandre, traductor de Cervantes y Quevedo. Lydia regresó a La Habana para encontrarse con que su vieja tata negra todavía recordaba todo lo que tenía que ver con los negros de África en Cuba.
La tata, llamada a veces chacha como la muchacha que fue, la transportó a África y ya Lydía no volvió a mirar atrás. Publicó luego numerosos libros sobre los dioses bantúes y yorubas que coexistían en Cuba con la religión católica y los santos españoles. Así Changó se sincretizó con Santa Bárbara: ambos llevaban espada, ella era depósito de explosivos, él era el dios de la guerra, uno se acuerda de ella cuando truena, el otro era dueño del rayo. Además, consideren el aspecto literario: Changó, como Aquiles, para burlar a sus enemigos se disfrazó de mujer (Santa Bárbara) pero lo delató, como a Aquiles, su espada: su virilidad. Así nació la santería, la más poderosa unión sincrética de las mitologías africanas con el catolicismo, que no se extinguió con la persecución atea sino que se fue de Cuba al exilio y se regó por la cuenca del Caribe y al norte en Manhattan y New Jersey y llegó hasta la tierra del sueño de Hollywood.
Al principio su familia y sus amigos se alarmaron ante el interés de Lydia. Era demasiado amistosa con los santeros (negros brujos) y lo que es todavía peor, con los abakúas, la sociedad secreta conocida —y temida— como ñañigos, prohibida para mujeres y homosexuales. Pero Lydia fue recibida por los sectarios como uno de ellos. Quizás haya ayudado que era de la alta sociedad, pero si creían que ella sólo quería husmear, se equivocaban. O quizá todo se debió a su encanto personal, ese encanto con que se ganó a los gitanos de Lorca en España. Lorca mismo le había dedicado su mejor poema, “La casada infiel” a Lydia —y añadió Lorca con gracia “y a su negrita”. Fue Lydia quien puso en contacto a Lorca con Margarita Xirgu, con el resultado conocido. Pero también Lydia llevó a Lorca a un ekbó, ceremonia de santería, y el poeta, siempre delicado, se desmayó (o fingió desmayarse) en brazos de Lydia, que era una mujer frágil pero fuerte.
Su enorme encanto era todavía visible con más de noventa años. Encanto quiso decir un día ensalmo y tal vez Lydia ensalmó a los brujos de la tribu secreta, para dominar la magia negra en que nunca creyó. Fue por eso que le permitieron entrar al cuarto fambá (fue la primera mujer que lo consiguió), que era el sancta sanctorum de los ñañigos. Ella era en su trato con hombres y mujeres de un raro encanto, de veras encantadora.
Pero también fue una investigadora seria de las culturas africanas que sobrevivieron en Cuba al gran naufragio racial que fue la esclavitud. El folklore negro sobrevivió a todos los desastres y resurgió más potente que en la África negra dejada detrás pero convertida en una nostalgia de tambores. Ésta es la principal razón por la que sobrevivieron en Cuba, en Haití y en Brasil: eran esclavos pero conservaban su tambor como fuente de religión y de música. Es decir su cultura. En la América sajona les quitaron el tambor pero les dejaron el color fijo: no hay mulatos en Estados Unidos, todos son black.
Lydia me recordó siempre a Karen Blixen, una mujer aparentemente frágil que era cujeada, dura y que amaba al africano más que a nada en el mundo. Pero Blixen se quedó fuera de África, como dice su obra maestra, mientas que Lydia, constante, constantemente en todos sus libros va siempre al África. Lydia escribió su epitafio en una entrevista (fue la mujer cubana más entrevistada) que con cedió una vez: “De no haber habido negros en Cuba, nunca habría vivido allá”.
Murió en Miami, donde vivió por más de un cuarto de siglo con su constante compañera, Titina de Rojas, una belleza de sociedad a la que Lydia convirtió en arqueóloga importante. Titina era la dueña de la fabulosa Quinta San José, donde también vivió Lydia. Al exilarse ambas en 1960, el alcalde de Marianao ordenó arrasar la quinta y las palmeras que la rodeaban. Irónicamente Fidel Castro envió luego a comisarios como emisarios para decirle que el Gobierno de Cuba le daría la bienvenida y hasta le ofrecieron otras mansiones, cuando Lydia vivía en un minúsculo apartamento en un suburbio de Miami. Lydia Cabrera se mantuvo firme, magnífica hasta el final en su destierro.
Una leyenda recorre el exilio y dice así:
Una tasca en el viejo Madrid, una tarde de noviembre de 1976. Dos hombres de edad media conversan sentados a una mesa. Uno de ellos es un negro imponente que podría ser el modelo de Ótelo, el otro hombre es blanco, bajo, con ojos saltones que parecen verlo todo. Los dos son cubanos, exilados los dos y han estado conversando más alto que los madrileños que los rodean, que ya es decir. Uno de los dos cubanos fue periodista poderoso, jefe de redacción pero en realidad director del Diario de la Marina, uno de los periódicos más antiguos del continente americano. El otro hombre es escritor, sobreviviente de profesión y viajero sin brújula.
Son, de derecha a izquierda, Gastón Baquero y Enrique Labrador Ruiz que charlan vida abajo. Cuando se produce un claro en la espesura de su conversación, se oye un ruido inusitado: la tasca toda aplaude. Está todavía aplaudiendo a los dos cubanos que conversaban. Los oyeron como quien oye llover al principio, después escucharon atentos, luego aplaudieron atronadores. Los madrileños, que saben de diálogos de tasca, reconocieron a los dos forasteros como lo que eran: maestros de la conversación. Los dos escritores conversaban alegres aunque recordaban su juventud en voz alta. Baquero es el primer poeta de Cuba, Labrador, como le llamaban todos para invocar el sol de su conversación, era un novelista famoso en toda Sudamérica. Los dos cubanos se permitían incurrir en lo que Dante llamó el “mayor dolor” y recordaban el tiempo feliz en la desgracia. Los dos amigos en la tasca eran exilados ambos y lo único que les quedaba en la vida era su arte. En el que figuraba, prominente, la conversación.
Labrador fue un adelantado en la América hispana de lo que luego se llamó, con más ruido que acierto, el Boom. También era un rebelde dentro de una revolución. Pagó caro ambas hazañas. En 1933 Labrador publicó una novela (El laberinto de sí mismo) que él llamó gaseiforme, que hay que esperar a Lezama Lima, cuyo Paradiso se publicó en 1966, para encontrar un acercamiento similar al arte de narrar en el trópico. Luego escribió varios sujetos de experiencias que fueron objetos de experimento, como Cresival (1936) y Anteo (1940), cuyos títulos mismos son novedosos en extremo. Más tarde, en su vida estuvo preocupado con ciertas formas informes que llamó “novelines neblinosos”, porque eran algo más y algo menos que novelas y ios envolvía una niebla de prosa que se disipaba en la lectura. En 1940 publicó un libro cuya materia era casi una presciencia cíe aquella tarde de Madrid treinta y cinco años más tarde. Se titulaba Papel de fumar-Cenizas de conversación. Ninguno de los dos hombres fumaba entonces. Labrador fue un viajero voraz que devoraba leguas como millas. También fue un escritor prolífico que publicó mucho y conoció a todo el que fuera alguien en América —y en otras partes. Su último libro, publicado en Miami en 1990, cuando ya estaba encerrado en el laberinto de la senilidad, se llama con un retruécano escogido, Cartas à la carte. En español, lo dijo un español, los escritores descienden de Cervantes manco o de Quevedo diestro en los duelos. Labrador viene de Quevedo. Pero, al revés de Quevedo, pugnaz, Labrador era un hombre amistoso, gregario, que podía ser amigo a la vez de Asturias y del león literario que fue Neruda. Bebedor a la manera irlandesa (manes de Flann O’Brien), Labrador se vanagloriaba de haber desterrado a Neruda (tan buen bebedor como él) a dormir debajo de la mesa en cada duelo. Pero al revés de Neruda, Labrador fue toda su vida un demócrata que no mereció el premio Stalin y trató de dejar la Cuba de Castro como un barco que ya antes de zarpar se hundía. No lo consiguió hasta 1976. El precio que tuvo que pagar no sólo fue dejar La Habana detrás sino los sesenta mil volúmenes de su biblioteca (yo la vi, yo los vi), muchos de los cuales estaban autografiados por su autor. Labrador estaba más orgulloso de sus libros que de sus encuentros con su “amigo Johnny, de apellido Walker”. Como en un wake irlandés (tan parecidos a los viejos velorios cubanos), hay que beber a la salud de Labrador cantando una canción que dice: “Sobre una tumba una rumba”.
DATOS VITALES
Enrique Labrador Ruiz, escritor y causear, nació en Sagua la Grande, Las Villas, el 11 de mayo de 1900, casado con Cheche, murió el 10 de noviembre de 1991. Lydia Cabrera, antropoeta, nació en La Habana el 20 de mayo de 1900 y murió en Miami el 19 de septiembre de 1991.
Noviembre de 1991
Montenegro, prisionero del sexo
Cuesta trabajo creer, ya lo sé, que el periódico Hoy en los años cuarenta fuera una universidad. Así fue por lo menos en los primeros cinco años de la década. El Partido Comunista, del cual era su órgano, estaba en auge entonces. Era legal, Batista le había regalado la Confederación de Trabajadores de Cuba, la poderosa CTC y dos de sus miembros más destacados, Juan Marinello, antiguo presidente de Unión Revolucionaria Comunista, viejo venerado, poeta, ensayista, y Carlos Rafael Rodríguez, el futuro tercer hombre de Fidel Castro, eran ministros destacados en el gabinete batistiano. Con Batista el Partido tenía bastante dinero en forma de anónimas sinecuras y fuera Stalin era el “tío Joe” para el frivolo Roosevelt y también, ¿por qué no decirlo?, para el astuto Churchill: los tres se sentaban en la misma mesa a trinchar el mapa de Europa y del mundo.
Para colmo, el líder comunista americano Earl Browder, de acuerdo con Moscú, había creado toda una teoría revisionista en la que el comunismo y el capitalismo eran la misma cosa pero con gulags, de los que nadie en Cuba sabía o quería saber. Ni de gulags ni de purgas. Los americanos, siempre influyentes, consiguieron sin dificultad que el líder comunista cubano, apodado por sí mismo Blas Roca, emulara (verbo favorito del comunismo) a Browder y declarara que en Cuba el Partido Comunista, devenido inerme Partido Socialista Popular, se convertía al browderismo como una suerte de Enmienda Platt marxista. Para colmo, el llamado partido del obrero, en menos de cuatro años compartiendo el poder con Batista, mulato como Roca, llegaría a postular para la próxima presidencia de Cuba al candidato batistiano, Carlos Saladrigas, un altanero miembro de la alta burguesía blanca. Ver para creer en Marx.
No sabía nada de esto, claro, cuando fui con mi padre por primera vez al periódico Hoy el día 27 de julio de 1941. La fecha está marcada con tinta en mí memoria porque allí vi y oí por primera vez máquinas de escribir colectivas tecleando al unísono, para crear ese sonido característico de las redacciones que hoy ha desaparecido ante la proliferación del word processor, la máquina muda que compone letras verdes. Otro descubrimiento emocionante fue ver los linotipos cazando letras como insectos, un pájaro inventado por el hombre, para cocinarlas en una sopa de plomo derretido. La mayor, más estruendosa y feliz invención era la rotativa, vista en el cine produciendo siempre extras sensacionales, pero ahora atronando el patio de máquinas al hacer impresión sobre la cinta interminable de papel periódico, Y por sobre todo, como una emanación, el olor de la tinta que iba de menor, en las máquinas de escribir, a mayor en la máquina de imprimir. Todo era un espectáculo inolvidable que se iniciaba con un timbre eléctrico avisando que la función iba a empezar. Como en el cine del pueblo.
Pero con el tiempo resultaría más inolvidable la congregación de tanto talento bajo el mismo techo. Sería hacer listas mencionar sólo los nombres de los hombres y mujeres que en ese momento trabajaban en el periódico Hoy. Está, primero porque era el de más talento, Lino Novas Calvo. Después venía Carlos Montenegro, del que hablaré enseguida y Rolando Masferrer, que había estado, como Lino y Montenegro, en España durante la guerra civil. Pero Masferrer había ido como combatiente. Ahora estaba cojo de una herida que había sufrido en una pierna en el frente de Madrid. Masferrer había sido además un combatiente urbano en la Universidad de La Habana y en otras partes de la ciudad, mandado siempre por el Partido. Ahora se veía más pacífico como jefe de cables, traduciendo de unos rollos que salían de otra máquina maravillosa, la teletipo, que escribía sola pero sólo mensajes en inglés. Masferrer, que luego se hizo gángster y esbirro de Batista y que moriría volado por una bomba en Miami después de cumplir condena en Sing-Sing, demostró en el ínterin ser uno de los mejores periodistas que ha dado Cuba, escribiendo una prosa dinámica y audaz que pedía prestado a los anarquistas, como hizo Hemingway, párrafos pujantes cargados de cojones y carajos que manejaba con soltura, sin censura. ¿Quién era capaz de corregir al incorregible líder de los Tigres de Masferrer, que no era un club de pelota sino una banda paramilitar capaz de aterrar a todo el que vivió en Cuba de 1952 a 1959? Masferrer era el miedo. Una vez, antes del golpe de Estado de Batista, la policía lo sorprendió en el acto de enterrar vivo a un enemigo que seguramente lo merecía.
Entre las mujeres de Hoy estaban Emma Pérez, que se había casado con Montenegro en la cárcel, y Mírta Aguirre, lesbiana obvia, que no se casaba con nadie. Emma Perez profesora de pedagogía en la Universidad de La Habana, se fue junto con Montenegro y Masferrer para crear una facción alrededor de un periódico, Tiempo en Cuba, y luego la revista Gente, que ella dirigía con mano férrea y en la que produjo, como luego en su columna de la revista Bohemia, un periodismo culto nada oculto, más bien exhibicionista, que manejaba la alta cultura y la cultura popular con extrema facilidad. Mirta Aguirre crítica de cine con un criterio partidista, pero con un manejo de la cultura del cine seguro y sagaz, también hacía crítica de música y de teatro con la misma autoridad. Fue una mujer de un raro valor, incluso físico, y cuando la conocí ya de mayor (fuimos juntos profesores de la Escuela de Periodismo) pude apreciar su ingenio mordaz capaz de ser mordaza. Socratesa comunista, su propio partido la acusó de pervertir a sus alumnas y ahí terminaron, bajo Castro, sus días y sus noches.
Hubo otros escritores en Hoy que serían fuera de serie dondequiera como Carlos Franqui y Agustín Tamargo. Ambos irían a hacer grupo con Masferrer pero Franqui lo hizo sólo por poco tiempo.
Dirigía el periódico entonces Aníbal Escalante, después famoso por su doble encuentro con Fidel Castro, que demostró que Escalante no sólo era un político muy inteligente sino un hombre de un valor personal extraordinario. Muchos, por hacer menos, fueron fusilados por Castro. Aníbal, como todo el mundo lo llamaba, casi se hizo con el poder con beneplácito ruso. Pero esa época se conoce como el período en que Castro gobernaba con el pseudónimo de Aníbal, que fue de veras escalante. Aníbal, pocos lo saben porque se escondía, larvatus prodeo, era un hombre de una gran cultura y su biblioteca, que dejaba ver a pocos, era vasta. Pero, era, siempre fue, un estalínista feroz. Fue así que pudo enfrentarse a ese otro Stalin nada fiel. Aníbal lo supo demasiado tarde. Como Jruschov murió oscuramente.
La figura literaria dominante en el periódico (aparte Nicolás Guillen, poeta en residencia) era Carlos Montenegro el del nombre memorable, de figura formidable. Montenegro era jefe de redacción, que quería decir que se ocupaba de literatura. Era la segunda jefatura después del jefe de información, cargo más periodístico. Montenegro era entonces un hombre alto, hirsuto, de cara mala a la que gruesas gafas daban aspecto de topo. Era encorvado, descuidado y de pies planos y uno se pregunta cómo fue una vez sexualmente irresistible. La respuesta es la cárcel: en la que había pasado quince años de su vida no demasiado larga entonces.
Como Novas Calvo, Montenegro había ejercido, de joven, los más variados oficios. “Grumete, cargador de bananas en Centroamérica”, enumera Enrique Pujáis en la cubierta. Nacido en Galicia, Montenegro emigró a los siete años a Cuba. A los trece años se embarcó en un tramp de cabotaje, vivió un año en Argentina, fue minero y trabajó en una fábrica de armas en Estados Unidos. Pujáis afirma que fue apuñalado y puesto preso en Tampico, que puede ser una fábula. Otra fábula, esta vez más cerca de la vida, es que a los 18 años fue acosado sexualmente por otro hombre en la zona habanera de los muelles, al que mató. Fue condenado a cadena perpetua y cumplió 15 años en el presidio del Príncipe de La Habana. Fue en la cárcel que comenzó a escribir y ganó un concurso de cuentos patrocinado por la revista Carteles, entonces la más importante de Cuba.
Su vida, paralela a la de Lino Novas Calvo, cambió al ganar este premio y saber toda La Habana cultural que el autor del cuento (“El renuevo”, influido, por supuesto, por Máximo Gorky, realista socialista con una insoportable carga sentimental entonces en boga), estaba preso por lo que la moral al uso consideraba la defensa del honor. Se organizó una comisión primero, luego una protesta y finalmente una petición de indulto. Montenegro fue indultado no sin antes casarse en la cárcel. Curiosa manera de salir de una condena para entrar en otra.
En libertad, Montenegro, niño lindo de la izquierda liberal habanera, siguió el camino de toda carne política: se hizo comunista y su fama creció bajo el frondoso árbol histórico del Partido. Publicó, inevitablemente, un libro titulado El renuevo y otros cuentos (1929) después Dos barcos (1934), otra colección de cuentos y luego se fue a España como corresponsal durante la guerra civil. De allí regresó con un libro de reportajes de guerra y una narración partidaria, Aviones sobre el pueblo. Poco antes de irse a España publicó su obra maestra, la novela Hombres sin mujer, que es todo lo contrario del cuento que escribió en la cárcel. Dura o más bien implacable, como el título apenas indica, y llena de sexo de principio a fin: de la única clase de sexo posible en la cárcel. Autobiografía en apariencia, Hombres sin mujer es un libro en que la pederastía y esa forma particularmente cubana de la sodomía, la bugarronería: la posesión activa por un hombre de otro hombre que hará las veces de la mujer, forman la sola relación posible. El libro fue considerado en su tiempo, en Cuba y en todas partes, como una obra maestra —y lo es.
Extrañamente en español habrá que esperar hasta la publicación de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig en 1976, que es una ficción creada por la imaginación de su autor, para encontrar un libro que pueda ser semejante. Hombres es una autobiografía cruel: el destino que evitó su autor con la muerte de su asaltante se cumple en la cárcel finalmente accediendo su protagonista a los mismos requerimientos sexuales, pero con la voluntad del deseo. Dice Montenegro en su advertencia al lector, “considero un deber... describir en toda su crudeza lo que viví”. La novela es un antecedente de Genet. Mejor que Genet porque no contiene la carga de literatura pseudorromántica con que Genet idealiza el crimen. Además, Montenegro nunca fue ladrón. Se libró así de publicar un canto al robo con fractura y pederastía.
Hombres sin mujer es no sólo una gran novela cubana sino del idioma español, sin comparación posible. Pero el grito desesperado del preso loco por tener una mujer, que aulla: “¡Yo quiero comer gallina blanca!”, recuerda extrañamente al momento en Amarcord en que el gigante loco subido al árbol (de la vida) grita al viento: “Voglio una donna!” Afortunadamente, no para el autor que está muerto, para los lectores, el libro no está del todo olvidado y ha habido dos ediciones sucesivas recientes en México y España. Los jóvenes entusiastas de Málaga no malgastaban su entusiasmo cuando, para lanzar su editorial, escogieron este libro tan localmente cubano (es más, habanero, es más propio de El Príncipe, encerrado en él como preso) al felicitarse por su elección, al declararse afortunados al dar a conocer al lector español un antecedente memorable, una obra maestra nada ordinaria.
El Montenegro que comandaba la redacción de Hoy no como un preso exaltado sino como un autor laureado (acababa de publicar su tercer tomo de cuentos en 1941, Los héroes, y se ganaría el prestigioso premio Hernández Cata en 1944) nunca daba importancia no sólo a sus premios sino a la literatura misma. Es el error cometido por Lino Novas que nunca siquiera pasó por la cabeza de Virgilio Pinera o de Lezama. Ahora, chancleteando más que caminando por la redacción, Montenegro era como un oso benévolo y si Hollywood hubiera hecho la película de su vida le habría dado el papel, sin duda, a Walter Matthau.
Un día en que me movía en la redacción de un escritorio al cuarto de cables donde se recibían los resultados de la Serie Mundial de baseball, pasión más que afición, Montenegro me atajó:
“Ven acá”, me llamó y era por supuesto una orden. Me dijo que me veía tanto en el periódico que creía que yo quería ser periodista cuando mayor. Lo pensé pero nunca se lo dije; a los 12 años yo sólo quería ser pelotero, jugar si no en las grandes ligas por lo menos en la liga cubana de invierno. Fantasías infantiles. Pero Montenegro siguió: “¿Tú sabes escribir a máquina?” Le dije que no. Me dijo que me iba a enseñar y dio media vuelta experta a su máquina, que estaba sobre un satélite, palabra que todavía me asombra. (¿Era cada periodista un planeta entonces?) La colocó frente a mí. “Escribe.” Traté pero mal, claro.
“Para ser periodista”, me instruyó, “hay que saber primero escribir a máquina. ¿Entiendes?” Le dije que sí. Traté de nuevo. “No, no”, me dijo. “Nunca escribas con todos los dedos. Los periodistas nada más escriben con dos dedos. Si escribes con todos los dedos no serás nunca periodista, serás mecanógrafo.”
Esta lección, la única que aprendí para aprender a escribir, no la he olvidado. Cada vez que alguien, al verme escribir, con el dedo del medio derecho y el índice izquierdo, trata de que escriba con los diez dedos sé que me está reduciendo a mecanógrafo.
Cuando Montenegro, Emma Pérez, Lino Novas Calvo y Masferrer y los suyos dejaron el periódico, no los volví a ver en grupo. Vi, sí, a Lino Novas muchas veces pero nunca después que dejó Cuba como dejó el periódico Hoy. Vi también a Montenegro en su exilio de Miami. Estaba recluido en su apartamento como si fuera su celda voluntaria. Blanco en canas, había cogido de viejo un aura noble. Ya no parecía un topo: se parecía al prisionero de Alcatraz del cine y hasta había cierto parecido entre Montenegro y Burt Lancaster. Para acentuar la semejanza, Montenegro tenía ahora su apartamento lleno de jaulas con pájaros: canarios, sinsontes, azulejos y, creo, hasta tomeguines del Pinar, ese pájaro tan cubano.
Hablé con Montenegro y recordaba el periódico Hoy pero lo recordaba mal, era evidente: aseguraba que lo había dejado en 1938, cuando todavía no había sido fundado. Le dije que en esa fecha fue coeditor de la revista Mediodía. No recordaba. Tampoco recordaba haberme dado una lección de mecanografía. Algunos viejos recuerdan el pasado más remoto, pero otros, por una falla particular de la memoria, no recuerdan nada. Cuando se trata de un escritor no hay que buscar los recuerdos sino sus libros. Pero me sorprendió que Carlos Montenegro, antes de morir, ya no recordaba nada de su vida ni siquiera sus libros.
Lino Novas Calvo, más maltratado por la vejez que Montenegro, por lo menos recordaba la exactitud de un artículo que sustituía a un pronombre. Eso no es gramática, que es la mecanografía de la escritura. Eso es, ni más ni menos, literatura. Montenegro murió en Miami en solitario.
Enero de 1992
La luna nona de Lino Novas
Acaba de morir Lino Novas Calvo, en Nueva York, después de diez años de agonía ignorada. El autor de Pedro Blanco, el negrero había sufrido una serie de embolias en la década de los setenta que lo habían dejado medio paralizado primero y luego paralítico y finalmente convertido en ese vegetal que a veces parece ser el camino de toda carne. Nunca sabremos de cierto cuánto sufrió Lino en su parálisis, pero sí sabemos lo que padeció con esta muerte en vida, su viuda Herminia del Portal, Fuimos con ella Miriam Gómez y yo a un hospital en que sólo visitarlo era una visión violenta del infierno de la senilidad. La demencia, la invalidez y la idiotez senil eran allí el decorado y el único paisaje posible. Entre estos reos a los que Jonathan Swift con ironía irreverente llamó los Inmortales: condenados a la vida, prisioneros de su supervivencia en la cárcel de la longevidad. Allí Lino dio una última muestra de su energía creadora.
Tengo en mi anaquel de libros cubanos una primera edición barata pero para mí preciosa. Es La luna nona, título remoto, publicada en Buenos Aires en 1942; es decir hace más de cuarenta años. Este volumen de cuentos es una obra maestra del género y cuando un día se escriba la historia definitiva del cuento en América se verá que Lino Novas está entre sus maestros: Horacio Quiroga, Borges, Felisberto Hernández, Juan Rulfo, Virgilio Pinera, Adolfo Bioy Casares para citarlos en orden cronológico. Lino Novas fue el primero que supo adaptar las técnicas narrativas americanas a una escritura verdaderamente cubana —y lo que es rnás, habanera. En sus cuentos se oye hablar a La Habana por primera vez en alta fidelidad. Sobre todo La Habana de las afueras, la que conversaba en Diezmero y Mantilla y Jacomino y Luyano y Lawton Batista: en los traspatios.