8
—No es muy femenino seguir hablando así. —Maggie hizo el comentario como ante un tardío exabrupto de su conciencia, cuando el carruaje entró en Hyde Park—. Louisa me escucharía, pero Westhaven se cansa muy rápido cuando empiezo con mis teorías económicas.
—Son teorías muy sólidas. Y me permiten robarte un poco de helado y darte algunas cucharadas en la boca.
Miró hacia otro lado para que no la viera sonreír.
—Estaba distraída, de lo contrario no te habrías salido con la tuya con un comportamiento tan escandaloso. De todos modos, sé lo que estás haciendo.
—Me alegro de que alguien lo sepa, porque yo mismo creo que me he perdido un poco últimamente.
Le sonrió y su sonrisa era franca y encantadora. Maggie sintió que algo se agitaba en su interior, como si tuviera pájaros volando de rama en rama.
—Haces que parezca que estamos enamorados. —Mantuvo los ojos fijos en los caballos ante ellos, porque una simple sonrisa de Benjamin Portmaine bastaba para volverla loca.
—Yo estoy enamorado de ti. —Aminoró la marcha de los caballos para dejar que un landó los pasara—. Eres hermosa, inteligente, apasionada e independiente... Además de un genio de las finanzas. Soy el hombre que te propuso matrimonio hace algunos días, no sé si lo recuerdas.
—¿Hace falta que me lo recuerdes?
—A menudo, hasta que comprendas que sólo lo hice por un honesto deseo de que te conviertas en mi esposa.
Maggie respiró hondo y tuvo la tentación de demostrarle con una lista, una larga y bien elaborada lista de razones, por qué casarse con ella no era bueno para él y casarse con él no lo era para ella, pero de repente se quedó sin aliento.
—¿Te gustaría conducir a ti un rato? —Benjamin le ofreció las riendas, pero ella permaneció erguida en su asiento, sin moverse.
—¿Maggie?
Ella evitó que le viera la cara mirando hacia adelante y cogió las riendas de sus manos, incapaz de hablar.
—¿Quieres mis guantes de montar, querida? ¿Quién es esa mujer y por qué te ha mirado tan mal?
—¿Qué mujer?
La sonrisa de él había desaparecido mientras observaba la cara de Maggie.
—La que acaba de pasar con su coche por nuestro lado, con una bonita chica sentada a su lado, pintada de manera atroz y exhibiendo un escote indecente.
—Atroz...
No había sido su intención repetir la palabra en voz alta, pero Dios santo, Bridget llevaba más maquillaje que una prostituta de Haymarket a medianoche. Y Cecily no la había mirado mal, lo había hecho con petulancia y maldad.
—Acabas de pasarte el lugar donde debíamos girar.
—Aún no estoy lista para ir a casa.
Él todavía la observaba con atención, y Maggie no creyó ni por un momento que lo hubiese engañado.
—Nada más lejos de mis intenciones que acortar una salida con mi futura esposa en un día tan bonito. —Se reclinó en el asiento y la densidad de su silencio fue casi tan perturbadora como la imagen de Bridget vestida y maquillada como una prostituta que le doblara la edad.
—Querrás esto. —Archer le pasó a Benjamin un vaso con dos dedos de whisky—. Si tuviera tiempo, daría algunos rodeos para decirte lo que tengo que decirte con cierta amabilidad, pero es más divertido lanzártelo a la cara.
Ben cogió la bebida, pero no se la llevó a los labios.
—¿Divertido para quién?
—Para mí, por supuesto. Mientras anoche tú bebías vino de Burdeos con el viejo Moreland, aquellos dos musculosos lacayos fueron a visitar a tu amada otra vez. Se quedaron más de una hora y, desde mi escondite en los establos, los oí levantar la voz en la cocina.
—¿Estás seguro?
Archer no hizo más que arquear una rubia ceja.
—¿Los mismos?
—Sí, los mismos. Bebe, señoría. Fue la misma lady Maggie quien los dejó entrar en la cocina y los abrazó, primero a uno y después al otro.
Aquéllas no eran buenas noticias. Que Maggie le escondiera cosas le molestaba, por supuesto. Y la idea de que se abrazara no sólo con un hombre, sino con dos, era igual de perturbadora.
—¿Cuánto tardaron en empezar a gritar?
—Casi en cuanto cerraron la puerta detrás de ellos. No duró mucho.
Ben se paseó por el salón con la bebida en la mano.
—¿Lady Maggie levantó también la voz?
—No conozco tanto su voz como para identificarla —respondió Archer, tumbándose en el sofá—. Sólo entendí una palabra.
Ben lo miró y resistió la tentación de lanzarle el contenido de su vaso en la cabeza.
—«Dandridge» —dijo Archer—. O quizá pudo haber sido «Cambridge» o «Bainbridge». ¿Quieres una sugerencia?
—No.
—Pregúntale a tu prometida quiénes son esos hombres.
Benjamin dejó el vaso con cuidado sobre la repisa de la chimenea.
—Y si pregunta cómo sé que estaba abrazando a dos desconocidos después del atardecer, ¿qué crees que debería decirle?
Su primo suspiró y puso sus cándidos ojos azules en blanco.
—Le dices que estás preocupado por ella y que desearías que hubiera confiado en ti, pero que eres demasiado terco y estás demasiado inseguro de sus sentimientos como para pedirle que lo haga. La novedad de ver que eres tan directo debería arrancarle confidencias a granel.
Ben se sentó en el sofá, a su lado.
—Estoy intentando inspirarle confianza. Hoy creía haber hecho importantes avances y ahora vienes tú y me dices esto.
—¿Y cómo has conseguido inspirarle confianza? —El tono de Archer era ecuánime; no se burlaba, lo que significaba que quizá sobreviviera hasta el siguiente amanecer.
—Le he pedido ayuda.
—¿Con qué?
—Con mis malditas finanzas. —Ben cogió el vaso de su primo y tomó un abundante trago—. Es un prodigio con los números. Ha leído a ese escocés, el que habla de suministros, demanda y división del trabajo, y es muy brillante al respecto. Ve patrones en las finanzas del mismo modo en que yo puedo analizar un perfume o puedo descubrir a una esposa infiel por el modo en que va vestida.
Su primo frunció el cejo y miró lo que le quedaba de whisky.
—Tenía la impresión de que tus finanzas gozaban de buena salud. No vas a legarme una pila de deudas con ese condenado título, ¿verdad?
¿Por qué no habían tenido nunca esa conversación? Archer era su heredero, el único pariente varón y adulto por parte de la familia de su padre, su socio y lo más cercano a un amigo que tenía.
—Mis finanzas gozan de una modesta salud. He trabajado como un demonio estos últimos años para poder darles una generosa dote a mis hermanas y he logrado ese objetivo.
—Y eso te plantea un problema, ¿no? —El joven renunció a lo que le quedaba de bebida y se la dio sin que se lo pidiera.
—Exacto. ¿Por qué razón tengo que seguir trabajando como un demonio, cuando mis dos hermanas están felizmente acurrucadas en los brazos de sus enamorados, y yo odio todos y cada uno de los minutos en que todavía estoy husmeando por Mayfair?
Archer se puso en pie, echó un vistazo al reloj y le llevó a él el decantador.
—Dada tu situación con tu lady Maggie, no creo que sea momento de retirarse todavía de la investigación, viejo amigo.
Ben se sirvió otro trago mientras su primo cogía el vaso que había sobre la chimenea.
—Todavía no —contestó—, pero pronto. Muy, muy pronto.
—¿Has podido entregarle mi nota a Maggie? —Bridget lo preguntó en tono despreocupado y en francés.
—Todavía no. —Adèle dio un paso atrás y examinó el pelo de la chica en el espejo del tocador—. Con madame tan decidida como está a que nos mudemos otra vez esta misma semana, no he tenido tiempo de escabullirme.
Lo dijo también en francés, mientras se echaba perfume en las manos y acababa de arreglarle el pelo con los dedos.
Incluso Bridget veía que el estilo era demasiado sofisticado para alguien que todavía no había cumplido los quince años, pero Adèle, que sufría una maldición similar, comprendía los indiscutibles desafíos de ser pelirroja. No tenía sentido ocultarlo ni intentar que el pelo se viera menos rojo por estar recogido en un remilgado moño.
—Mamá insiste en que necesitamos aposentos más elegantes —comentó Bridget, echando un vistazo a su alrededor, a su encantadora habitación—. Dice que a los quince una no es demasiado joven para relacionarse, y que me llevará a pasear con ella en el carruaje todos los días de esta semana.
Miró los cosméticos esparcidos en el tocador. Eran un regalo de cumpleaños anticipado de Cecily, aunque de sólo verlos a Bridget se le ponía la piel de gallina.
—Cuando estamos en el parque, las damas no me miran, mientras que los caballeros no dejan de hacerlo.
—Y seguro que odias la manera en que lo hacen, boquiabiertos —dijo Adèle—, como si estuvieras en una subasta en Tattersall.
En el espejo, Bridget observó las bonitas facciones de la doncella. En las últimas semanas, algo había cambiado en la manera que tenían las dos de relacionarse. A ella le gustaba el cambio, pero no las razones que lo habían motivado.
—Cuando me miran así, me siento sucia.
—Oh, pequeña.
Adèle dejó la botella de perfume, uno de los regalos de Maggie. Bridget se mordió el labio y se preguntó por qué una botella de perfume de ella la hacía sentir adulta en un buen sentido, pero todas aquellas otras cosas —el escotado canesú, los cosméticos, el nuevo peinado— eran tan terriblemente perturbadoras.
En el pasillo se oyeron rápidos pasos.
—Ahí viene.
Y Bridget observó cómo la cara de Adèle se transformaba en una máscara de amable estupidez, una bovina fachada de paciencia y servil resistencia. Deseó poder imitar aquella expresión cuando estuviera en el parque, así quizá todos aquellos hombres dejarían de mirarla.
Su madre entró de golpe en la habitación y miró a Bridget a la cara.
—Bridget Mary O’Donnell, ¿no has aprendido nada de todas mis minuciosas enseñanzas? Debes comenzar a aplicarte tus propios cosméticos, mi niña. No puedo estar haciéndolo todo por ti.
Adèle se escabulló hacia el vestidor —donde pasaba bastante tiempo— y la madre cogió un bote de colorete.
—Quédate quieta y observa.
Con la mirada fija en el espejo, Bridget vio que Adèle articulaba una palabra antes de dejarla lidiando con su madre y sus infernales maquillajes.
—Hoy.
Desde hacía trece años, Maggie Windham vivía una vida dividida en dos. Parte de ella era la hija adoptiva del duque y la duquesa de Moreland. Ese lado de su persona tenía un título de cortesía, considerable preeminencia social, una familia que la adoraba y una existencia cotidiana que la mayoría de la gente envidiaría.
Pero en las sombras de esa vida, habitaba otra Maggie, una que vivía con el miedo como compañero inseparable, que sentía terror al recibir la correspondencia cada mañana, una que jamás podía acumular dinero suficiente como para apaciguar la terrible ansiedad que le desgarraba las entrañas, como el águila que desgarraba el hígado del mítico Prometeo.
Cada primavera anticipaba una demanda de dinero y cada primavera accedía a ella. Durante un tiempo, se decía que al año siguiente encontraría una manera de salir de la trampa en que se había convertido su vida.
Que sería más lista.
Que les explicaría la situación a sus hermanos o a sus abogados y que ellos serían lo bastante inteligentes como para encontrar una salida: al fin y al cabo, Gayle había estudiado leyes, y era un hombre brillante.
Con el paso de los años y a medida que las demandas aumentaban, Maggie decidió que fingiría su propia muerte, depositando su fortuna en un fideicomiso tan complejo que ni Cecily O’Donnell podría hacer nada por alterarlo.
En los últimos años, había llegado a pensar no sólo en fingir su muerte, sino en llevarla efectivamente a cabo. La idea tenía un enfermizo y deshonroso atractivo; había algo seductoramente sencillo y pacífico en ello.
—El correo, señorita Maggie. —Millie hizo una reverencia y se retiró.
Maggie no la había oído entrar ni tampoco cuando llamó a la puerta de su estudio.
Echó un vistazo a la bandeja llena de correspondencia.
Revisó las cartas: todavía no había nada de Cecily. Sintió la tentación de enfrentarse a ésta y preguntarle directamente cuánto dinero quería ese año, pero la mujer había tenido la precaución de no darle a Maggie ninguna pista de dónde vivían Bridget y ella. Incluso Thomas y Teddy le habían perdido el rastro y lady Dandridge no les dejaba mucho tiempo para buscar.
El correo no le había traído ninguna petición ni ninguna carta de Bridget; nada más que informes de sus administradores, una carta de Sophie desde Kent y una factura del sombrerero. Maggie se obligó a leer los informes y, para cuando terminó, ya era media tarde.
Benjamin la había invitado a ir a pasear con él por Regent’s Park y fue incapaz de encontrar una excusa que no sonara como un insulto.
Además, quería ir. Incluso aunque sintiera que las enredadas madejas de su vida se tensaban cada vez más alrededor de su garganta, deseaba compartir con él todo el tiempo posible, por poco que fuera.
—Buenas tardes, futura esposa. —Como si lo hubiera conjurado con su pensamiento, Benjamin apareció de repente en la puerta de su estudio, con el sombrero en la mano.
—¿Hace falta que me llames así?
Él rodeó el escritorio y se inclinó para besarle la mejilla.
—Sí, hasta que pueda llamarte esposa de verdad. Pareces cansada, Maggie mía. ¿Hay algún sinvergüenza que te mantiene despierta toda la noche?
—Últimamente, no.
Y lo echaba de menos. Desde la noche en que, hacía más de una semana, él había hecho caso de su petición de que la dejara en paz.
De día se los veía en los lugares adecuados, como dos tortolitos, pero de noche volvía a estar sola... como ella misma había pedido.
Ésa había sido su estúpida petición. Porque Maggie no podía apartar las manos de él y si seguía así, aquella farsa de compromiso pronto se transformaría en uno de verdad.
—La tuya no es la expresión que debería tener una damisela que suspirase por su prometido, Maggie Windham. Supongo que alguno de los criaderos de cerdos tiene problemas.
—Las granjas están en su mejor momento. ¿Por qué demonios vas vestido así?
Él se apartó y fue a sentarse en una de las sillas de invitados, del otro lado del escritorio.
—Has tardado mucho en notarlo.
Iba vestido como un trabajador; no con un traje raído, pero sí bastante usado, aunque limpio. Los tacones de las botas estaban gastados y el pañuelo del cuello, sin almidonar, lo llevaba atado con el más simple de los nudos. No parecía exactamente arruinado, pero tampoco tenía el aspecto de un próspero conde.
—¿He de salir a pasear contigo vestido así, como un dependiente cualquiera?
—Puedes hacer eso, o podemos tomar el té en el jardín. Hay un propósito para mi atuendo tan modesto.
Maggie echó un vistazo por la ventana; fuera, un día soleado y encantador le había pasado completamente desapercibido.
—Té en el jardín, pues, y si tienes hambre, suficientes sándwiches como para alimentar a un regimiento.
—Y si tú lo deseas, algunos chocolates para endulzarte el carácter.
Era un hombre intuitivo, pensó Maggie, porque no había sonreído al hacer ese comentario.
—En algunas cosas soy hija de mi padre —contestó, yendo hacia la puerta y haciéndole un gesto a un lacayo—. Vamos a tomar un poco el aire, ¿te parece?
Benjamin le abrió la puerta, pero no la cogió del brazo, algo que Maggie atribuyó asimismo a su muy activa intuición. Quizá había percibido su decisión de liberarlo antes de que el veneno de Cecily llegara más lejos.
—Pareces un poco fatigada, cariño —observó él, mientras se alejaban de la casa—. ¿Son los nervios previos a la boda? Si te pudiera ser de ayuda, vendría a cantarte unas nanas.
Y ella deseaba que se las cantara, lo cual era la peor y más abominable injusticia imaginable.
—Dices tonterías, Benjamin. ¿Por qué llevas esa ropa?
—Porque no quería que me robaran en la calle, justo un día como hoy.
Su tono era tan serio que ella lo miró desconcertada.
—No lo entiendo.
—Llevo algo de valor para mi dama. —Sacó una pequeña caja de un bolsillo interior de la chaqueta y a ella comenzó a latirle con fuerza el corazón.
—Benjamin, ¿qué haces?
—Ven. —La cogió por la muñeca y la llevó hasta un bajo muro de piedra que rodeaba una fuente—. Quiero hacerlo como corresponde.
Mientras se sentaba en el muro de piedra, Maggie sintió que la aprensión se mezclaba con un extraño sentimiento romántico. Benjamin se sentó a su lado, con expresión todavía seria. Abrió la caja, de la que sacó un hermoso anillo con una esmeralda.
—Con este anillo, te pido en matrimonio, Maggie Windham.
Ella lo miró estupefacta, mientras él le cogía la mano y le ponía el anillo en el dedo adecuado. Era la piedra que Maggie había escogido —estaba casi segura de ello—, pero la base no se parecía en nada a la que habían visto.
—No deberías estar haciendo esto. —Miró fijamente el nudo de amor de oro en que estaba engarzada la esmeralda, hasta que le cayó una lágrima en el dorso de la mano—. Oh, Benjamin, esto es una tontería. No estamos comprometidos, no en serio.
Él la rodeó con sus brazos, apoyándole una mejilla contra la sien.
—Han pasado dos semanas, Maggie, o casi. Creo que estamos comprometidos en serio.
Ella negó con la cabeza e intentó retroceder, pero él no la soltó.
—No estoy embarazada.
—¿Ya ha comenzado tu menstruación? —Continuaba sin soltarla, pero, maldito fuera, la comprendía lo bastante bien como para hacerle aquella pregunta tan directamente.
—Todavía no, pero comenzará pronto. Puedo sentirlo. —Sabía que así sería, estaba segura. Ninguna mujer podía concebir un bebé con toda aquella tensión y ansiedad invadiéndole las entrañas.
—Entonces, todavía estamos comprometidos.
—¿Hace falta que seas tan terco?
Benjamin la soltó y se alejó lo bastante como para verle la cara y preguntarle en silencio quién estaba siendo más terco.
—Tengo también un anillo para mí —dijo—. No está de moda ahora, pero mis padres siguieron esa costumbre y he observado que los tuyos también.
—No se te escapa nada, ¿verdad?
Le entregó una alianza de oro lisa, con excepción de un pequeño detalle que recordaba el dibujo del lazo de amor del anillo de ella.
—No tienes que decir las palabras, Maggie, pero te agradecería que lo hicieras.
Tendió la mano y ella sintió que el corazón, que ya tenía bastante destrozado, se le rompía por completo.
Sin decir nada, cogió el anillo y se lo deslizó en el dedo anular de la mano izquierda.
—Éste no es un compromiso verdadero, Benjamin Portmaine. Desearía que lo fuera, pero no puede serlo.
Él la besó con dulzura, suavidad y una ternura sobrecogedora.
—Para mí es verdadero, Maggie Windham. En este momento, sentado aquí contigo, estoy comprometido con la única mujer que jamás he deseado que fuera mi condesa, mi esposa y mi amor.
Ella le cubrió la boca con los dedos, para que no dijera más palabras de aquella terrible belleza... pero él lo hizo de todos modos.
—Quiero hacerte el amor, Maggie Windham. Si estás embarazada de mi hijo, eso no supondrá ninguna diferencia, excepto que nos proporcionará placer a los dos. Si no lo estás, eso no cambiará las circunstancias ni un ápice.
—No me confundirás con tus besos y todo lo demás —dijo, aunque aquella particular manera de referirse a «todo lo demás» era de una consideración formidable—. Este compromiso tendrá un final.
—La mayoría de los compromisos lo tienen —dijo él, poniéndose en pie y cogiéndole la mano—. La mayoría terminan en matrimonio.
Sospechó que iba a intentar hacerla cambiar de parecer haciéndole el amor apasionadamente, con caricias más tiernas y seductoras que las palabras. No lo lograría, pero lo dejaría intentarlo.
Sólo aquella única y última vez permitiría que lo hiciera.
Ben observó a su prometida mientras tomaban el té en el jardín, muy civilizadamente, y llegó a la conclusión de que estaba haciendo un verdadero esfuerzo por cancelar el compromiso.
La idea le resultaba insoportable. Se la quitaría de su bonita y confusa cabeza revolcándose con ella. No, revolcándose con ella no. Eso era para ardientes muchachitos. Le haría el amor. Deseaba que se casara con él, de eso estaba seguro, y por su parte, necesitaba casarse con ella.
Estaba muy seguro de ello.
—He transferido parte de mis fondos —dijo, dejando la taza de té vacía—. Kettering ha detectado tu hábil mano guiando mis decisiones.
—Querrás decir que ha detectado el anuncio de nuestro compromiso en el periódico. —No sonaba muy complacida con eso.
—¿Sabías que ese hombre es muy protector contigo? —Eso llamó la atención de Maggie, que levantó al fin la vista de la taza—. Me ha amenazado con venir a buscarme si te rompo el corazón. No creo que bromeara.
—Lo hacía. Worth Kettering tiene una debilidad por las damiselas en apuros, aunque se trata de una debilidad bastante cuestionable. ¿Más té?
Benjamin se obligó a beber dos tazas, más que nada para bajar el sándwich, que había comido sin saborearlo. La expectativa hacía más excitante la idea del sexo, pero, como todo, había que degustarla con moderación.
—No quiero más té, gracias. ¿Puedo acompañarte dentro?
«¿Puedo arrancarte la ropa y lanzarme sobre ti como una bestia en celo?»
Ella asintió, pero palideció de tal manera que quizá había oído los pensamientos que Ben casi había formulado. Subieron la escalera con todo el decoro posible, pero cuando Ben cerró la puerta del salón privado de Maggie, fue ella quien siguió caminando directamente hacia su dormitorio.
Él cerró la puerta, la siguió a través del vestidor y cerró esa puerta también.
—¿Tenemos alguna prisa, querida?
—Has hecho que me pusiera nerviosa mientras tomábamos el té, como si hubieras cambiado de idea acerca de... —Le dio la espalda y miró hacia el balcón.
—¿Acerca de hacerte el amor?
Comenzó a desvestirse, con la gran cama intencionadamente entre ellos. Algo parecido a la furia comenzó a crecer en su interior, o quizá era preocupación, porque no podía descifrar cuál era su estado de ánimo.
—Sí. Acerca de hacer el amor.
Si quitándose la ropa prenda por prenda no le demostraba que permanecía fiel a su intención, era difícil que las palabras la convencieran.
—¿Necesitas ayuda con el vestido?
—No.
Se movió y Ben oyó que suspiraba al verlo desabrocharse los pantalones. Se sentó en la cama, dándole la espalda para poder quitarse las botas.
Maggie rodeó la cama y se sentó a su lado.
—Esto no parece correcto.
Benjamin deseaba lanzar sus botas con fuerza contra la pared del dormitorio; en cambio las apoyó con delicadeza junto a la cama.
—¿Qué es lo que no te parece correcto?
—Estamos a plena luz del día, no estamos casados ni tampoco vamos a casarnos.
—Este asunto del matrimonio te molesta en extremo —comentó él—. Lo que va a suceder ahora entre nosotros ya ha sucedido antes, Maggie, y ha sucedido por tu insistencia a plena luz del día. Creo que lo has disfrutado y puedo asegurarte que yo también. ¿Necesitamos complicar más las cosas?
Ella lo miró con sus grandes ojos verdes, iluminados con una emoción que Bejamin no era capaz de identificar.
—Supongo que no.
Su mente, ocupada y brillante, quería complicarlo —Ben podía verlo en su atribulada expresión—, pero la no tan brillante mente de él, obnubilada por la lujuria, estaba decidida a decantarse por la simplicidad. Le cogió una mano y se la apoyó en la bragueta de los pantalones.
—No es complicado en absoluto. Tú me deseas y yo me siento muy feliz de complacerte. Quítate el vestido, Maggie, o te lo arrancaré del cuerpo.
Y eso, aquella sincera amenaza, fue lo que la hizo esbozar un leve y pícara sonrisa.
—No me lo arrancarías, pero me lo arrugarías por completo. —Se quitó el vestido por la cabeza, quedándose sentada sobre las sábanas en camisa, corsé, medias y botas... aunque sin calzones. Ese día no llevaba calzones.
A Ben, verla lo dejó sin respiración. Su prometida en ropa interior era lo más excitante que había contemplado nunca. Llevaba el pelo recogido en un remilgado moño, lo que producía un erótico contraste con su ropa interior de encaje, sus medias de seda, su corsé, con elaborados bordados, y todas las abundantes curvas femeninas contenidas allí dentro.
Se arrodilló a sus pies y comenzó a desatarle las botas.
—Tienes una secreta pasión por la ropa interior bonita. Tengo la intención de ser muy indulgente al respecto cuando nos casemos.
—Benjamin. —Le acarició el pelo, haciéndole levantar la vista de los elegantes pies que tenía entre las manos—. Por favor, basta de hablar del matrimonio. Ahora no.
—De acuerdo. —Pronto, la sola idea de formar frases coherentes sobre cualquier asunto sería un gran desafío—. La conversación después. Ahora los besos.
Se movió sobre ella hasta tumbarla sobre la cama y comenzó a besarla. Había anhelado desesperadamente aquellos besos... durante días, años. Sabía a té dulce, chocolate y a cada lujuriosa fantasía con la que se había ido a dormir cada noche durante las últimas dos semanas.
—Dios, te he echado de menos. —El corsé se le clavó en el estómago, pero al menos había tenido la decencia de dejarse los pantalones puestos. Se subió a la cama, sobre Maggie, apoyándose en los codos y las rodillas.
—Yo también te he echado de menos, Benjamin Portmaine. —Le rodeó la nuca con una mano y lo guió hasta su boca.
Deseaba violarla; ella, sólo mordisquearlo.
Deseaba robarle la razón; ella se limitó a acariciarle el pelo con una mano.
—Oh, por el amor de Dios. —Estiró los brazos para levantarse y la miró fijamente—. Basta de pensar, Maggie Windham, y basta de preocuparte o yo me encargaré de que dejes de hacerlo.
Ella frunció el cejo.
—No es algo que pueda... ¿Benjamin? ¿Qué haces?
Se bajó de la cama, le levantó el borde de la camisola y se arrodilló entre sus piernas abiertas.
Maggie se irguió sobre los codos, mirándolo.
—¿Benjamin?
—Chist. Estoy ocupado. —Le pasó el dorso de los dedos arriba y abajo por la sedosa piel del interior de los muslos. Cuando ella se desplomó sobre la cama, él se inclinó y le acarició los rizos, ligeramente más oscuros que su magnífica melena—. Ahora sí que no piensas, ¿verdad?
—Eres tan, pero tan travieso. —Había tanta resignación como afecto en su voz, quizá incluso algo más de la primera.
En el momento en que le tocó el sexo con la boca, sintió que el poderoso y enérgico cerebro de Maggie Windham se detenía de golpe. Su cuerpo se aquietó también, la mano con que le sujetaba su pelo cayó y soltó un suspiro.
Sabía a dulces y a flores y también un poco como una mujer muy sexy que estaba excitándose. Se movió más hacia arriba, hacia el pequeño botón que tenía en la cima de su sexo y el suspiro de ella se transformó en un gemido.
—Muévete —gruñó contra su húmeda piel: no era una sugerencia para su mente, sino una orden para su cuerpo.
Maggie se arqueó bajo su boca y se quedó quieta, así que él le apoyó una mano en el pubis y aplicó una ligera presión.
Ella se movió, buscando la postura de sus caderas que más la apretaban contra su boca. En ese momento lo molestaba su atractiva ropa interior: quería sacarle el corsé y liberar sus pechos para poder tocarlos.
—Benjamin. —Le apoyó una mano en el pelo y cogió un mechón—. No puedo...
Sí podía. Él no cedió un ápice, sino que la hostigó sin descanso con los labios, los dientes y la lengua hasta que ella terminó sacudiéndose contra su boca. Cuando empezó a gemir y lloriquear sobre la cama, Ben hundió dos dedos en su interior y ella se desmoronó.
Su cuerpo se paralizó, los leves y sensuales sonidos quedaron atrapados en su garganta y la mano con que se aferraba a su pelo delataba su desesperación. Tras una larga evolución de mudos instantes, su cuerpo se erizó en torno a sus dedos y se entregó a la pasión que él le había provocado.
Y luego... se quedó en silencio cuando Ben lamió suavemente sus pliegues femeninos y apoyó la mejilla en sus rizos. Cuando sintió que su respiración se normalizaba, se incorporó y la miró. Por encima de la camisa, podía verla con los ojos cerrados y un rosado rubor en el rostro.
Se acuclilló sobre ella y la besó de una manera que nada tenía de casta.
—Éste es tu sabor. —Maggie abrió los ojos de golpe y se llevó los dedos a los labios—. Tenías curiosidad, pero no ibas a preguntármelo.
Eso provocó otra de sus ligeramente tímidas sonrisas.
—No iba a... preguntarte nada... de eso.
—Adoro tu sabor. —Se lo dijo mientras la inclinaba para desatarle el corsé—. Podría emborracharme de tu sabor, de los sonidos que haces y de la manera en que te quedas en silencio cuando te corres.
—¿Cuando me qué? —Se irguió sobre los codos otra vez, observándolo quitarle la ropa.
—Se te está deshaciendo el moño. ¿Por qué no terminas el trabajo? —¿Y por qué, en nombre de todos los santos, las mujeres usaban tanta ropa?—. Correrse, sentirse abrumado por el placer. Los franceses lo llaman «la petite mort».
Ella se dejó caer sobre el colchón.
—Es fácil imaginar por qué. ¿Es lo mismo para un hombre?
—Es difícil de decir. —Le quitó el corsé—. Probablemente, aunque no tenemos la energía de la que las damas podéis presumir. —Le desató las ligas y le bajó las medias, dejándola sobre las sábanas, sin corsé y con la suave y arrugada camisola levantada—. Quédate donde estás, Maggie mía.
La imagen de ella con las piernas abiertas y saciada de aquella manera aniquiló la poca capacidad que le quedaba para pensar. Sí se dio cuenta, en cambio, de que la cama era de la altura perfecta para que un hombre pudiera proporcionarle placer a su dama y a sí mismo.
Se desabrochó el pantalón, liberando su inflamado miembro, y se inclinó sobre Maggie, que parecía dormitar.
—Eres mía, Maggie Windham. Y yo soy tuyo. Jamás lo dudes.
Ella abrió los ojos y los cerró de golpe cuando él la penetró con un empellón dulce y feroz. Comenzó a retirarse para volver a embestirla cuando ella se inclinó contra él, su sexo convulsionado de placer alrededor de su dureza. Benjamin la acercó más y la sostuvo; su cuerpo estaba en el filo entre la excitación y el desahogo. Ella lo rodeó con las piernas y se aferró a él con fuerza.
Y cuando la notó flexible y dócil debajo de su cuerpo otra vez, hizo todo lo posible por permanecer inmóvil, hundido en su calor.
—Necesito un momento —dijo ella, con los ojos cerrados—. Bésame.
Que le diera órdenes lo complació en extremo; sonaba como un plan sólido: acentuar su ardorosa excitación con algunos besos y un poco de ternura. Maggie suspiró en su boca y, mientras él los serenaba a ambos con dulces y suaves besos, le acarició el torso.
Si lo que intentaba hacer con aquellas caricias era calmar su lujuria, fracasó estrepitosamente. Allí donde lo tocaba, Ben sentía que su piel ardía anhelando más. Maggie se entretuvo un poco con sus tetillas y él soltó un gemido.
—Esto te gusta. —Sonó muy engreída.
Él le pasó una mano por un pecho y le apretó un pezón entre el pulgar y el índice.
—A los dos nos gusta.
—Ajá.
Se arqueó bajo su mano, gesto que él interpretó como una autorización para permitir a su palpitante pene el placer de moverse dentro de ella. Al principio lo hizo lentamente, con pequeños movimientos que podían pasar desapercibidos en medio de los besos, los suspiros y las caricias.
Pero luego, bendita fuera, bendita fuera, comenzó a moverse con él.
Benjamin resistió con gran esfuerzo el placer que amenazaba con hacerlo capitular. Mantuvo lento el movimiento de sus caderas, atormentando los pechos de Maggie con las manos y besándola en un desenfrenado esfuerzo por llevarla a la satisfacción antes de obtener la suya.
—Benjamin Portmaine. —Hablaba a través de los dientes apretados y él se dio cuenta de que ella también estaba resistiendo, esperándolo, luchando por compartir aquel placer de máxima intimidad en el mismo exacto momento.
Le pasó una mano por debajo del trasero y la apretó contra sus embestidas.
—Ahora, Maggie. Déjate ir.
—Tú... Déjate ir tú.
Y Benjamin obedeció. La obedeció a ella, a su cuerpo, a su corazón, y mientras el anhelo se transformaba en intensa satisfacción, sintió que Maggie también se rendía. Su mente se oscureció, su cuerpo se inundó de placer y el alma se le llenó de luz.
Dios santo misericordioso, qué tonta había sido. Maggie yacía quieta, con el cuerpo encajado en el de Benjamin, tumbado de costado de cara a ella, e intentaba ocultar las lágrimas. Más malditas lágrimas.
Él lo notaría. Notaría hasta el menor cambio en su respiración, la más mínima tensión en su cuerpo. Lo adoraba por la intensidad con que prestaba atención a las cosas, incluso cuando era consciente de que esa misma perspicacia lo convertía en una amenaza para su paz mental.
—Vas a necesitar un buen baño. —Sonaba más engreído que arrepentido. Le apretó el trasero, lo que quizá era un gesto masculino de disculpa... o de posesión.
—¿Por qué voy a necesitar un buen baño?
—He sido demasiado ardoroso con la boca y las manos y la primera vez...
Había sido perfecto: apasionado cuando lo que Maggie anhelaba era pasión. Y luego, la segunda vez, absolutamente tierno, recordándole que la más devastadora de las intimidades no tenía por qué ser tempestuosa.
Quería saborearlo una última vez, un último recuerdo y, sin embargo, la idea de alejarlo de ella parecía estar más allá de su capacidad. Ignoraba cómo, pero tenía que encontrar el modo de lidiar con Cecily, de proteger a Bridget, a su familia, a Benjamin, y todo sin involucrar en sus problemas a aquel hombre tan adorable, ardoroso y sensible.
El escándalo que Cecily podía hacer estallar en medio de sus vidas era más de lo que cualquier hombre decente debía soportar, más aún para alguien que ya se había enfrentado a uno relacionado con sus hermanas.
—Estás demasiado callada, Maggie, mi amor.
Ella cerró los ojos un instante, disfrutando del calor y la fuerza de él a su espalda; inhaló el perfume de su piel, sintió la textura de sus musculosas piernas enlazadas con las suyas.
—No he estado durmiendo bien. —Fue lo único que se le ocurrió, pero se alejó de él y se movió como si fuera a levantarse de la cama.
—No tan de prisa. —La cogió por la muñeca de un modo suave pero firme—. ¿Te gusta el anillo? —Volvió a acurrucarla contra su cuerpo y ella accedió.
—Es muy bonito, pero no deberías haberte metido en este gasto.
—Es una gema pequeña, Maggie. Lo menos que podía hacer era ponerla en un anillo decente. Creo que te queda bien.
Y él también iba a llevar un anillo, aunque la mayoría de los aristócratas no lo hacían. ¿Y por qué deberían hacerlo? El matrimonio no los convertía en posesión de su esposa, no de la manera en que ponía a una mujer y a sus hijos en manos de su marido, en términos legales.
A ella le encantaría estar en manos de Benjamin Portmaine: legal, física y emocionalmente.
—Tengo una pregunta que hacerte, Maggie. —Le acarició la cabeza, que tenía apoyada en su hombro.
Ella cerró los ojos y se deleitó con el puro placer animal de yacer en la cama con él de esa manera.
—No estoy de humor para darte consejos financieros, Benjamin. Si vamos a hablar de fondos, al menos necesito tener puesto un vestido.
—No se trata de dinero, espero. Estoy intentando inspirarte más confianza.
—¿Ah, sí? —Cuando se volvió para mirarlo, para determinar mejor a qué se debía aquel tono receloso que notaba en su voz, él volvió a abrazarla como antes.
—Voy a correr un riesgo con esto, Maggie, así que por favor tenlo presente cuando respondas a mi pregunta.
—Estás envolviendo ese riesgo con demasiadas palabras de anticipación. —Pensó en morderle un pezón, porque su voz era demasiado seria.
—Maggie, ¿quiénes son los dos hombres que entran de noche por tu cocina y por qué te gritaban la última noche que pasé contigo?
—¿¡Qué!? —Levantó la cabeza, librándose de la mano que le había ofrecido tan tiernas caricias.
Él la miró y sus ojos se oscurecieron tanto que Maggie no podía distinguir sus pupilas.
—¿Quiénes son los dos hombres que entran por la puerta trasera de tu casa después de anochecer, Maggie, que merecen abrazos incluso aunque te levanten la voz?
—Me has espiado.
Se levantó de la cama de inmediato, presa de la rabia y la desolación, dos emociones que la hacían experimentar un sentimiento de traición tan grande, que por un instante comprendió el impulso de emplear la violencia contra otra persona.
—Te has metido en mi jardín para espiarme a mí y a los míos y después vienes a mi cama y me sueltas estupideces y me besas con ternura. Vete de mi casa.
Él se sentó y le alcanzó el vestido, aunque ella estaba tan enfadada que ni siquiera le importaba estar desnuda.
—Maggie, no estoy reprendiéndote y sé lo mucho que aprecias tu privacidad.
Su tono razonable casi la hizo gritar.
—Sal. De. Mi. Cama. ¡Ya!
Benjamin la miró con recelo mientras ella le lanzaba el pantalón contra el pecho desnudo.
—La magnitud de tu enfado me dice que algo te perturba profundamente y nunca me dijiste qué era lo que faltaba en el bolso.
—Cartas, Benjamin. —Se cruzó de brazos, casi detestando su obstinación y su sagacidad—. Cartas de una niña que no tiene ni un solo amigo en este malvado y estúpido mundo. —Le lanzó también la camisa, hecha una bola—. ¿Y sabes quiénes son esos hombres que entran en mi casa por la cocina? Son mis hermanastros por parte de madre. Espero que estés contento con tu espionaje, porque has ganado con ello la verdad, pero te ha costado este idiota compromiso.
—No puedes cancelarlo.
Ella le lanzó el anillo y él lo atrapó en el aire con una mano.
—Acabo de hacerlo.
Se le quebró la voz, lo que le dio todavía más rabia. Benjamin dio un paso para acercarse, pero Maggie lo apartó.
—Quiero que te vayas. Lo digo en serio. No diré nada: puedes marcharte a Cumbria y todo el mundo se olvidará de que estamos comprometidos en cuanto aparezca la nueva distracción pasajera.
—Cancela el compromiso si debes hacerlo, pero déjame ayudarte.
Oh, maldito fuera. A pesar de su espionaje, se las daba de «decente», de «noble».
—No estás en condiciones de ayudarme y no es nada que no pueda manejar yo sola.
Por la manera en que lo vio entrecerrar los ojos, se dio cuenta de que acababa de admitir algo, probablemente confirmando lo que hasta entonces no era más que una sospecha. Benjamin parecía distraído poniéndose la ropa, pero sin duda no hacía más que revisar mentalmente sus argumentos y su artillería emocional.
—No te he espiado, Maggie. Fui a cenar con tu padre, pero también me encargué de que alguien velara por tu seguridad. Proteger y espiar son dos cosas distintas.
—Quizá lo sean, pero este compromiso jamás ha sido nada más que un remedio para un inminente escándalo. Tienes que entender que ya me he cansado de fingir y que no nos casaremos, ni ahora ni nunca.
Él se sentó en la cama para ponerse las botas, pero luego la miró fijamente.
—Te amo, Maggie Windham. Y más de lo que deseo casarme contigo, más de lo que deseo hacerte el amor todo el tiempo, deseo que estés a salvo.
—No estoy en peligro. —Con excepción del peligro de que se le rompiera el corazón con la despiadada manera en que él había pronunciado aquellas dos palabras. Maggie apretó los puños a los costados para no decirle esas mismas palabras, para no arrojarse a sus brazos ni rogarle que solucionara todos sus problemas.
Cuando se puso en pie, le pareció muy alto.
—Puede que no estés en peligro, pero tienes problemas. Yo estoy especializado en lidiar con los problemas. —Se encogió de hombros, se puso la gastada chaqueta y se ató el pañuelo con un simple nudo—. Te ruego que recapacites.
—Y yo te ruego que te vayas —dijo Maggie, pero se había quedado sin energía para discutir y se sentó en la cama, mientras que él permanecía en pie.
La amaba y ella le decía que se fuera. La injusticia de aquello, para los dos, borró cualquier otro sentimiento, a pesar de que aquélla era la única manera en que podía mantenerlos a él y a su propia familia a salvo de sus problemas—. Necesito que me dejes en paz.
—¿Y si estás embarazada?
Ella negó con la cabeza. Ni siquiera un Dios tan indiferente y perverso como el que gobernaba su vida podía ser tan cruel.
—Toma —dijo él, sacando una pequeña misiva blanca del bolsillo.
Hizo ademán de entregársela, pero luego se la volvió a quedar.
—¿Qué es?
Benjamin no la miró, pero frunció la nariz, expresando alguna masculina emoción.
—No sé qué es. Una anciana me la ha dado para que te la entregara en mano cuando me ha visto salir de los establos. No sé quién era, pero le he asegurado que te entregaría la carta. Si de veras quisiera espiarte, la habría leído. Qué negligente de mi parte, ansioso por ponerte un anillo en el dedo, cuando podría haberme dedicado a leer tu correspondencia personal.
Sacó la pequeña caja del bolsillo y guardó en ella el anillo. Al verlo, Maggie sintió que toda la esperanza, sueño o placer que había conocido en la vida acababan de ser enterrados, para nunca volver a ver la luz del día.
—No me iré al norte, a Cumbria, al menos no hasta dentro de algunas semanas. Si me necesitas, sólo tienes que mandar a buscarme.
—¿No apostarás más desconocidos fuera de mi casa para que me custodien?
Él pareció dudar, pero finalmente, las lágrimas que inundaban los ojos de Maggie terminaron por convencerlo.
—No lo haré. Quiero que abras esa carta.
Ella negó con la cabeza, deseando que se fuera y deseando a la vez desesperadamente que se quedara.
—¿Tus hermanastros te tratan decentemente? —Formuló la pregunta en voz baja, con una mano en el picaporte, como si no pudiera soportar mirarla a los ojos si mentía.
—Son muy buenos. Trabajan para lady Dandridge, que los adora. Siempre están pendientes de mí, pero son incapaces de hacer nada que incomode a la familia de mi padre.
Pareció satisfecho con la respuesta, pero se volvió otra vez para mirarla.
—Benjamin, necesito que te vayas.
Él se le acercó rápidamente, le besó la mejilla y sólo después de tener la última oportunidad de inhalar su perfume y su calor, hizo lo que le pedía.
—¿Necesitarás hoy el carruaje?
Ben levantó la vista de las páginas financieras —las mismas que esperaba que Maggie Windham estuviera leyendo en su pequeña y ordenada casa— y vio a Archer entrar en el salón del desayuno.
—Buenos días, primo. No necesitaré el carruaje. Tengo que ir a la casa de lady Dandridge, pero puedo hacerlo a pie.
—¿Se trata de negocios o de un intento de aplacar al viejo tigre que está en posición de propagar el escándalo? —Archer tomó asiento a su lado, le llenó la taza de té y se sirvió otra para él.
—Ninguna de las dos cosas. Al parecer, ese par de lacayos de los que la mujer está tan orgullosa son hermanastros de Maggie.
Archer removió su té, frunciendo el cejo mientras veía la leche mezclándose con la infusión.
—¿Supones que lady Dandridge lo sabe?
—Probablemente no, y no tengo intención de decírselo. Maggie está intentando cancelar nuestro compromiso y yo tengo la esperanza de que sus hermanos puedan darme alguna información acerca de qué demonios es lo que le impide ser mi esposa.
Su primo lo miró un momento y luego volvió a contemplar el té.
—Supongo que no le has dicho que estás perdidamente enamorado de ella, ¿o sí?
—Se lo he dicho. —Ben cogió las páginas financieras y comenzó a doblarlas con cuidado—. Lo he hecho, pero de la peor manera posible.
—¿Hay alguna manera incorrecta de decirle a una mujer que la amas?
—Gritárselo cuando ella está enfadada, asustada y buscando excusas para devolverte tu anillo, podría considerarse una manera incorrecta.
Se quedaron en silencio... ¿Qué respuesta podía tener un amigo, por bueno que fuera, ante semejante declaración?
—Creo que voy a proponerle matrimonio a Della. Te lo digo porque, en teoría, es posible que acabe siendo la madre del próximo conde de Hazelton, pero no intentes hacerme cambiar de opinión sólo porque sus orígenes sean humildes.
Eso podía servir como respuesta. También explicaba bastantes cosas, sobre todo la desganada manera en que Archer se había tomado su trabajo durante los últimos tiempos y la gran cantidad de noches que llegaba tarde y que probablemente había pasado soñando despierto, bajo la ventana de una simple doncella.
—¿Ella aceptará tu proposición?
Formuló la pregunta con cuidado, porque su primo se enamoraba una y otra vez de mujeres que no correspondían sus sentimientos. Era una especie de agradable juego sentimental que Ben no comprendía.
—Creo que sí. Su actual señora es una horrible bruja que antiguamente era una cortesana; Della se refiere a ella sólo como «madame». Está libre cuando esa mujer sale por la ciudad.
—Lo cual, dada la frecuencia con que llueve, no debe de ser más de un par de horas a la semana. ¿Della y tú continuaréis con el negocio o te vas a llevar a tu vizcondesa a Escocia cuando puedas casarte con ella?
—Te lo estás tomando muy bien.
Una táctica evasiva. Archer no había hablado del futuro con su prometida.
—Aparte de mi hermanastro, enamorado de su flamante esposa, eres el único hombre adulto de mi familia, Archer. —Ben habló con afecto y se dio cuenta por primera vez de que echaría de menos a su primo cuando sus caminos se separaran. En muchos sentidos, se sentía más cercano a él que a su propio hermanastro—. Haz lo que quieras, pero asegúrate de que te ama.
—Bueno, hablando de eso...
Benjamin se removió en la silla.
—Dime que no te has enamorado de una dama a la que le eres indiferente, Archer. Otra vez no.
—Está muy ocupada. Iba a proponerle matrimonio ayer, pero tenía una condenada carta que entregar y no tenía a nadie para hacerlo. Después llegó la vieja, indignadísima porque había empezado a lloviznar antes de que pudiera llegar al parque y Della tuvo que dejarme; se escabulló por el muro del jardín, como una ladrona.
—Así es como funciona el verdadero amor...
Ben sirvió más té en las dos tazas, mientras pensaba que todo aquello que su primo le estaba contando le producía un extraño cosquilleo en la memoria, uno tan intenso que casi podía sentir cómo se le erizaba el vello de la nuca.
Algo que tenía que ver con cartas y muros de los jardines. O quizá con una dama que no tenía ninguna consideración por el corazón del hombre que la amaba.
—No regresaré hasta muy tarde esta noche —dijo entonces, acercándole a Archer la bandeja de bollos.
—¿Trabajas en un caso?
—No, pero le he prometido a Maggie que no apostaría a ningún desconocido para espiarla.
Su primo hizo una pausa con un bollo en una mano y el cuchillo de la mantequilla en la otra.
—Sin embargo, no le has prometido que te abstendrías de espiarla tú mismo. ¿Crees que esa distinción servirá de algo cuando te descubra merodeando por los establos?
—No me descubrirá. Y no estoy espiándola. Estoy protegiéndola.
El joven sonrió, se encogió de hombros y continuó poniéndole mantequilla al bollo.
La carta de Bridget era una letanía de horrores y seguía contando las mismas cosas espantosas cuando Maggie la leyó por enésima vez a la mañana siguiente. Cecily no sólo la obligaba a maquillarse, sino que hacía que Adèle le arreglase los vestidos para que le ciñeran más el busto. Tenía que leer libros morbosos obligada por su madre, cosas inapropiadas para una muchachita, y mucho más para una que todavía era inocente. Tenía prohibido usar calzones, incluso en los días de frío, y cuando Cecily paseaba en su carruaje con ella por el parque, Bridget tenía que coquetear con los caballeros que miraban fijamente sus pechos medio expuestos.
Por otra parte, Cecily murmuraba cosas incomprensibles acerca de venganzas, escándalos y gente que se olvidaba de sus humildes orígenes.
Y peor aún, Bridget la informaba de que estaban preparándose para volver a mudarse, pero decía que Cecily no le había revelado la nueva dirección, y la carta ya tenía varios días.
Las señas actuales, sin embargo, estaban claras como el agua al pie de la misiva, justo debajo de la frase final de Bridget: «Por favor, Maggie, tienes que ayudarme... Ella planea algo atroz».
Aquello no eran exageraciones de una adolescente. Cecily le había contado a Maggie varias veces que tuvo su primer protector a los quince años, un plebeyo con una gran fortuna que la cubría de joyas y de atenciones. Su excelencia había sido sólo una conquista pasajera, una entre otras relaciones más duraderas. Era el hijo menor de una familia, un militar que estaba de permiso, pero hijo de un duque al fin y al cabo, y lo bastante guapo como para volver loca a una muchachita de diecisiete años.
Según Cecily, Harriette Wilson había permitido que lord Craven la sedujera cuando no tenía más que quince años, de modo que a ella le parecía que esa edad era buena para meterse a cortesana.
La menor de las hermanas Wilson, que ahora ostentaba el título de lady Berwick, había comenzado en la profesión cuando tenía trece años y se había casado con Berwick siendo todavía menor.
Tenía que hacer algo drástico o Bridget se vería condenada a la misma vida que había llevado Cecily, y todo el sacrificio y el dinero de Maggie no habrían servido para nada.
Miró por la ventana. Hacía un día horrible; con aquel tiempo nadie saldría a la calle. Era probable también que lady Dandridge estuviera en su casa y, por ende, le sería fácil encontrar a Teddy y a Thomas. Ellos sabrían adónde pensaba mudarse Cecily o por lo menos tendrían alguna idea de cómo continuar en medio de aquel horrible desastre.
Se levantó, se puso la capa, el sombrero y los guantes, guardó la carta de Bridget en su bolsito y salió bajo la lluvia.
Ben estaba de pie en la puerta de lady Dandridge, notando cómo la frustración le revolvía el estómago. Era primera hora de la tarde, un momento adecuado para una visita de cortesía, pero ya estaba perdiendo los estribos.
Lady Dandridge no estaba en casa, los lacayos tampoco y el mayordomo, que era sordo, no tenía idea de cuándo regresaría la señora.
En vez de dirigirse al club, Ben rodeó la casa hasta llegar al callejón que conducía a los establos.
Parecían unas cuadras privadas, sólo para las casas vecinas.
—No hay trabajo para nadie hoy, jefe —dijo uno de los mozos cuando Ben entró—. No es que contratemos a mucha gente en general, porque la señora dice que eso atraería a mucha gentuza.
El hombre medía más o menos un metro y medio, probablemente fuera un antiguo jockey y, por tanto, con capacidad de comprender el lenguaje del dinero en efectivo.
—Soy Hazelton —dijo Ben—. Conde de, pero vas a olvidarlo.
El hombre sonrió, exhibiendo una dentadura perfecta.
—Mi memoria ya no es lo que era.
Él deslizó en su mano una libra de oro.
—Quizá recuerdes adónde se ha marchado lady Dandridge.
El hombrecillo frunció sus blancas cejas.
—Aprecio mucho a la señora. Nos paga bien y le tiene cariño a los animales. ¿Por qué quiere saberlo?
—No tengo el menor interés en su paradero y, de hecho, deseo más bien que el Todopoderoso la mantenga lejos de mí y de los míos, pero necesito hablar con sus lacayos.
Al otro se le iluminó la mirada.
—A ellos también les tiene cariño y un par de grandullones como ésos bien pueden cuidarse solos, pero se han ido.
—¿Cómo dice? —Una segunda libra de oro cambió de mano.
—La señora ha cogido el coche de viaje, lo que significa que se ha marchado a su viaje anual a Bath. Y no iría a ningún lado sin los gemelos.
—¿Y cuándo regresarán?
—No se sabe. A la señora le gustan los baños.
—¿Quién podría tener su dirección en Bath?
Era un error demostrar lo desesperado que estaba por dar con la mujer, pero el hombre del establo era un informador honesto.
—Guárdese su dinero, jefe. Siempre se aloja en el mismo hotel.
Ben anotó los datos, incluidos los caminos por los que la dama iría a Bath, las posadas que le gustaban y una descripción de su carruaje. Cuando estuvo listo para marcharse, la lluvia comenzó a caer en serio, no a ráfagas, sino en una constante llovizna que tenía pinta de ir a durar horas.
Archer lo mataría por llevarse el coche a Bath, pero la alternativa era montar a caballo bajo aquel diluvio.
Lo haría —cabalgar todo el condenado camino hasta allá—, si fuera la única manera de dar con los hermanos de Maggie y obtener una pista de cuál podía ser la maldita cosa que la preocupaba.
Mientras avanzaba con dificultad hacia la casa de lady Dandridge, Maggie intentaba pensar en una razón verosímil para ir de visita en un día tan espantoso, más aún a alguien a quien incluso la duquesa consideraría apenas una conocida.
Demasiado tarde, se dio cuenta de que se había ido sin una doncella o un lacayo, nada que diera credibilidad a la idea de que pasaba por allí por algún motivo social.
Un diluvio helado se le derramó sobre la capa.
—Cuidado, señora. —Un desconocido que pasó junto a ella la cogió por el hombro y la sacó de la calle—. Será mejor que mire por dónde anda.
Un carro cervecero pasó frente a ella, que sintió que la humedad se le había colado desde las botas hasta los huesos. El hombre que había impedido que la arrollaran aquellos caballos enormes la saludó tocándose el sombrero y desapareció.
Dios santo. Miró a su alrededor, intentando orientarse y procurando serenar los agitados latidos de su corazón.
—Cálmate —murmuró—, Bridget depende de ti.
Y aun así, se perdió dos veces por calles conocidas, hasta que terminó tan empapada como el suelo por el que caminaba. Para cuando llegó, temblando, a casa de lady Dandridge, parecería una rata ahogada y el olor de su capa sería, como mínimo, asqueroso.
Golpeó con la aldaba con fuerza por tercera vez, dispuesta a derribar la puerta si era necesario, cuando notó una presencia detrás.
—No está aquí y tus hermanos tampoco. —Era la voz de Benjamin, elevándose por encima del tráfico y de la espantosa lluvia.
Maggie se volvió y lo vio de pie, sin sombrero y sin guantes.
—¿Se han ido?
Asintió.
—A Bath, para una estancia indefinida.
La última pizca de calor se evaporó del interior del cuerpo de ella, dejándola presa de la angustia y la desolación. Una indescriptible y asfixiante oscuridad amenazó con engullirla.
—¿Maggie?
La voz de Benjamin le llegaba desde muy lejos y, sin embargo, podía verlo con claridad delante de ella. Incluso empapado, parecía sólido y abrigado, inmune al viento, a la lluvia y el frío.
—Maggie, por favor, déjame ayudarte.
Le pareció que estaba quitándose el abrigo para echárselo a ella por encima de los hombros, pero después pensó... No pensó nada.