7

Junto a Ben, con la mano apenas apoyada en su brazo, Maggie regresó al invernadero, irradiando tensión.

—¿Ha sido poco amable contigo? —Benjamin mantenía la voz baja. Había lacayos en cada extremo del pasillo, caballeros altos y serios que recordaban a los sirvientes de lady Dandridge.

—Su excelencia jamás es poco amable. Jamás.

Decidió no insistir. Fuera lo que fuese lo que la duquesa hubiera dicho, ahora era un hombre comprometido y ése había sido su objetivo desde algún momento de su reciente pasado. El alivio desaparecía, dejándole una feroz determinación de llevar a la mujer que caminaba a su lado al altar. Cuando fuera su esposo, podría mantenerla a salvo.

Maggie hizo una pausa fuera de la puerta del invernadero.

—No vamos a fijar una fecha. —Echó un vistazo a su alrededor y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. No quiero casarme contigo, Benjamin.

—Has estado llorando. —Le pasó el pulgar por la mejilla y notó la sedosa suavidad de su piel—. No necesitamos fijar una fecha si no estás preparada para ello.

—No me estás escuchando. —Le cogió la muñeca y le apartó la mano de su cara—. No puedo casarme contigo y todo esto está ocurriendo demasiado de prisa. No quiero avergonzar a mi familia, es lo último que querría, pero tampoco quiero... —Levantó los ojos y en ellos podía verse la confusión—. No quiero hacerte quedar en ridículo cuando rompa el compromiso.

—A los Portmaine no nos son ajenos los compromisos rotos.

—¿Port...?

Vio que ella recordaba su verdadero apellido.

—Cuando nos casemos, te convertirás en Maggie Portmaine.

—Pero no vamos a casarnos.

Estaba muy convencida de eso y Benjamin se irritaba —se preocupaba— cada vez que ella proclamaba su decisión.

—Dices que las cosas están yendo demasiado rápido, Maggie, pero si estás embarazada, toda prisa será poca.

Lo miró angustiada y se llevó una mano al vientre.

—Escúchame —dijo él, bajando la voz y cubriéndole la mano con la suya—. Al menos por hoy, estamos comprometidos. No necesitamos tomar ninguna decisión más que ésa. Puedes dejarme plantado y yo me haré a un lado, o podemos casarnos, o podemos seguir comprometidos un tiempo y tomar otras decisiones más adelante.

Lo escuchaba, incluso le miraba la boca mientras hablaba. La besó en los labios sin más motivo que el de acallar sus posibles réplicas.

—Quiero que seas mi esposa, Maggie. Estaba decidido antes de que nos enfrentásemos a este contratiempo, pero también quiero seducirte, cortejarte, dedicarte la atención y el mimo que mereces. Concédeme unas semanas. Para entonces sabremos mejor a qué atenernos y, mientras tanto, aplacaremos a las damas de la buena sociedad.

—Puedo hacer eso —contestó Maggie lentamente—, pero, Benjamin, es todo lo que puedo hacer. No debes asumir que vamos a casarnos.

—¿Y si hay un bebé?

Ella negó con la cabeza, pero cuando la abrazó, se entregó a él sin resistencia. Benjamin deseaba que hubiera un bebé y eso lo sorprendió. Comprendía la necesidad de un heredero, pero hasta entonces no había sentido ninguna urgencia, ya que Archer gozaba de buena salud. Con ella, sin embargo... La besó otra vez, en la mejilla y en la sien.

—¿Por qué lloras, Maggie mía?

—Todo esto es un lío tan terrible. —Suspiró profundamente, pero no se movió—. Mis hermanas se alegrarán por mí. El duque se mostrará contento y orgulloso. Mis hermanos sentirán alivio.

No mencionó a la duquesa, sino que levantó la vista hacia él.

—¿Podemos no decírselo a tus hermanas por ahora?

Él deseaba hacerlo, deseaba casarse en Blessings, con sus dos hermanas y los amantes esposos de éstas ayudándolos en los preparativos.

—Esperaremos si lo prefieres. Ni Avis ni Alex leen las páginas de sociedad y las dos viven vidas muy retiradas. A menos que yo se lo diga, es poco probable que se enteren. ¿Podemos comunicárselo a tus hermanas, en cambio? La duquesa parecía esperar que lo hiciéramos.

Ella retrocedió e irguió los hombros.

—Armarán un gran escándalo.

—Por hoy, vamos a dejar que lo hagan. —La abrazó y la acompañó al invernadero. El húmedo aire resultaba casi placentero y el suave sol del final de la tarde se colaba a través de los cristales.

—¡Estamos aquí! —Una rubia menuda saludó desde un rincón—. Jenny y yo estamos perdiendo al whist y hace mucho tiempo que el té se ha enfriado.

—Señoritas. —Ben saludó a tres de las mujeres más bonitas que había visto reunidas en una misma habitación—. Su hermana tiene noticias que darles.

—Dinos, Mags. —La pequeña rubia la arrastró alejándola del lado de Ben—. Tú nunca tienes noticias, excepto cuando se murió tu perro.

Él permaneció de pie, mientras Maggie se sentaba en un sofá de mimbre, con una hermana a cada lado. La rubia cogió una silla, la colocó en ángulo respecto al sofá y le hizo una seña.

—Debe tomar asiento, señor Hazlit. Casi nunca tenemos a Maggie para nosotras, porque las invitaciones de mamá son lo único que consigue arrancarla de sus libros contables. Danos esas noticias, querida hermana. Estoy casi literalmente muerta de curiosidad. —Se acercó un poco a ella y le sonrió.

—El señor Hazlit me ha pedido... Es decir, yo he accedido... Estamos comprometidos.

El chillido fue ensordecedor y los abrazos duraron una eternidad. Hasta entonces, Ben jamás, en ninguno de los papeles que había tenido que desempeñar en su vida, había sido objeto de tantos abrazos femeninos, de besos en las mejillas, ni de tantos buenos deseos bañados en lágrimas.

Era... sobrecogedor, y se dio cuenta de una cosa mientras observaba cómo las hermanas abrazaban a Maggie una y otra vez: aquella gente la amaba. No era una pariente extraña, reconocida a regañadientes para mantener las apariencias; no era una vergüenza para su familia. La valoraban y apreciaban. Y su felicidad les importaba de verdad.

Si lo dejaba plantado, los disgustaría también a ellos.

Mientras la acompañaba a su carruaje, más de una hora y dos botellas de champán más tarde, se preguntó qué podía ser lo que la impulsaba a correr el riesgo de disgustar a personas que sólo parecían desear su felicidad.

—¿Cansada?

Mientras formulaba la pregunta, Benjamin le pasó un brazo por los hombros. En el espacio de unas pocas horas, se había desarrollado entre ellos una intimidad física que poco tenía que ver con lo que había sucedido en aquella manta, unas horas antes ese mismo día.

De hecho, no tenía nada que ver y lo tenía todo que ver.

—Sí, un poco. —Como si estuvieran comprometidos de verdad, Maggie apoyó la cabeza en su hombro cuando el cochero hizo avanzar a los caballos. La ilusión de ser una pareja era dulce y dolorosa, pero no era más que una ilusión.

—Hoy me he dado cuenta de una cosa acerca de ti.

Él la había visto llorar, o casi. Quizá Benjamin se había dado cuenta de que no tenía madera de condesa.

—Me he dado cuenta de que eres tímida. —La besó en la sien y Maggie no se vio con fuerzas para impedírselo.

Ahora que estaban comprometidos —qué palabra tan peculiar era ésa—, la besaba en los labios todo el rato... y en la mejilla, la frente, el pelo, las manos...

Le gustaba, pero eso se sumaría a su tristeza futura.

—¿Cómo hace uno para ocultar la timidez?

—Hace acopio de enormes cantidades de dignidad y decoro y oculta el verdadero carácter detrás de todo eso. Tus hermanas te quieren.

—¿No es eso lo que hacen las hermanas? —Quería levantar la cabeza para mirarlo a la débil luz, pero se sentía demasiado cómoda bajo su brazo y aquélla no era como ninguna de las conversaciones que habían tenido antes.

—Sospecho que sí. ¿Crees que mis hermanas esperaban que yo me casara?

Esa posibilidad pareció entristecerlo.

—En general, se espera que las hermanas no piensen en esas tonterías.

Excepto que las suyas sí las pensaban. En medio de todas aquellas felicitaciones y bromas, Maggie había detectado que también las invadía una especie de alivio. El alivio de pensar que más hermanas seguían los pasos de los hermanos hacia el sagrado matrimonio, como si Sophie y ella fueran pioneras... ¿Eran como ovejas que guiaban al rebaño de las demás?

—Hoy también me he dado cuenta de algo más.

—Ha estado muy ocupado dándose cuenta de muchas cosas, señor Hazlit.

—Benjamin. —Maggie sintió cómo, con una mano, le apartaba el pelo de la cara, un adorable y suave gesto que no tenía nada de erótico—. Cuando estabas triste, me has llamado Benjamin. Es bonito oírte decir mi nombre.

Lo había llamado Benjamin también mientras estaba tumbada sobre aquella manta, pero él no lo mencionaba. Su prometido —su prometido temporal— era un caballero.

Maggie rozó con la nariz la suave lana de su chaqueta, que tenía un rastro de su especiado y masculino aroma.

—Hemos de comportarnos como si estuviéramos comprometidos. Tu nombre no es tan difícil de recordar.

—Bien. —Le besó el pelo—. Has estado haciendo entrechocar las espadas y has maniobrado con el cañón para apuntar. Estaba preocupado por ti, Maggie mía.

—No soy «tu» Maggie. ¿Cuál ha sido tu otro gran descubrimiento de hoy?

Se acercó un poco más a ella.

—Os he visto a las cuatro charlando, riéndoos y pasando un buen rato juntas. Cuando ha aparecido Westhaven, ha sido incluso mejor. Y me he dado cuenta de que he permitido que alguien le robara eso a mi familia. Mientras yo trepaba por las ventanas, acechaba en las puertas para recuperar cartas de amor y buscaba a las prometidas descarriadas de otros, he permitido que le robaran a mi familia la alegría y el simple placer de estar juntos, por algo que ocurrió hace más de una década.

Que era perspicaz no era ninguna novedad. Maggie lo había contratado precisamente porque lo era, además de inteligente y observador. Pero que le hablase de esa manera de ese descubrimiento, que le comentase algo tan personal... Mantuvo la cara hundida en la calidez de su hombro, sufriendo por él y también por aquellas hermanas suyas, con sus oscuras y solitarias vidas.

—Debes escribirles. Diles lo que acabas de decirme a mí.

—Créeme que lo haré. Duérmete si quieres. Le he dicho a John que nos lleve a través del parque, y los caballos están demasiado cansados y sólo pueden ir al paso.

Maggie no se durmió, pero cerró los ojos y dejó que él pensara que dormitaba. En realidad, se quedó pensando en lo que le había dicho, en lo de permitir que alguien te robe la alegría y la compañía de tu vida, sin siquiera dudar de su derecho a hacerlo.

Tras menos de dos horas como hombre comprometido, Ben decidió que aquello había supuesto una mejora en el trato con su prometida. Ella pronto recuperaría su temperamento, en uno o dos días como máximo, pero al menos durante aquel lento paseo en carruaje, estaba dispuesta a permitirle aquella proximidad.

Lo... tranquilizaba abrazarla así, oler su perfume floral y especiado, notar la sedosa calidez de su pelo cuando se lo acariciaba.

—¿Cuándo lo sabrás?

Maggie había fingido dormir, pero abrió los ojos al oír la pregunta.

—Dentro de dos semanas, aunque en esta época del año, a veces tengo retrasos.

En su mente, él tradujo: no menstruaba regularmente en primavera.

—Entonces tengo que pedirte un compromiso de al menos seis semanas, Maggie. Cuanto más esperemos, más seguros estaremos de la necesidad del matrimonio, si es que estás embarazada.

—Las mujeres pierden a sus bebés. La duquesa perdió a varios después del nacimiento de Evie.

Un frío estremecimiento de terror recorrió las entrañas de él.

—No estarás planeando perderlo, ¿verdad?

—No.

—Eso es... bueno. No querría que nada malo te sucediera por mi culpa, Maggie. De ninguna manera.

Ella se irguió y lo miró con el cejo fruncido.

—Esto es un falso compromiso, Benjamin. No necesitas fingir que quieres protegerme. Puedo arreglármelas bastante bien sola.

—Por espacio de unas pocas semanas, querida, nos preocuparemos el uno por el otro.

Lo miró en la creciente penumbra del carruaje y se dispuso a buscar algo en su bolsito.

—Yo pensaba en un compromiso de dos semanas. Debería saberlo en ese tiempo.

—Si sabes con certeza que no estás embarazada, no puedo impedir que lo canceles en cualquier momento, pero debes prometerme una cosa. —Le cogió una mano entre las suyas antes de que pudiera ponerse los guantes—. No lo harás hasta que lo sepas con seguridad. De lo contrario, deberíamos retomar el compromiso y eso daría pie a una buena cantidad de rumores.

—Pero te he dicho...

La silenció poniéndole un dedo en los labios.

—Los dos estamos exhaustos; el día ha sido agotador. A partir de mañana podremos discutirlo tanto como quieras, porque pienso visitarte con frecuencia, Maggie, y te acompañaré a los tés de su excelencia y me comportaré en todos los aspectos como un hombre no sólo comprometido, sino además enamorado.

—No hace falta.

—Sí, cariño, sí hace falta.

La acompañó hasta la puerta de entrada de su casa para dejar claro lo que decía, hizo una correctísima reverencia al besarle la mano y permaneció un momento en la entrada con ella, dándole al mundo una fugaz imagen de Benjamin Hazlit despidiéndose de su prometida. Ella lo toleró, quizá porque estaba demasiado cansada para seguir protestando; luego irguió los hombros y entró en su casa.

Ben despidió al carruaje y decidió que aprovecharía lo que quedaba de luz para volver caminando. Las cosas de las que se había dado cuenta —casi revelaciones—, lo que había descubierto aquel día, requerían que pensara más. Cuando llegó a su casa ya era noche cerrada y la idea de tomar un baño caliente y una bebida fresca le parecieron paradisíacas.

Acababa de quitarse la ropa de montar cuando Archer entró en su vestidor, ataviado con un formal traje de noche.

—Me estoy cansando de perseguir a Abby Norcross —dijo, y se dejó caer en una silla—. Cuando dicen que las mujeres tienen más energía que los hombres, no sólo se refieren al sexo.

—¿Cuándo hablas tú de alguna otra cosa?

—Cuando realmente estoy practicándolo, hablo de los ojos de la dama, de su pelo, de su hermoso...

—Pásame el jabón. —Ben se metió en la humeante bañera, profundamente agradecido por poder darse el lujo de tomar un baño caliente—. ¿Adónde vas esta noche?

—A algún maldito musical, luego a una velada, después al baile de los Peasedick a tiempo para una cena fría. Tengo autoridad suficiente para decir que lady Abby honrará al menos una de esas reuniones con su adúltera presencia.

Ben comenzó a enjabonarse: los pies, luego los brazos, el pecho y las axilas.

—¿Y si no estuviera cometiendo adulterio?

—Ha llegado a decirle a su señoría que cualquiera era más capaz de darle placer que él y que sentía lástima de sus amantes.

—Vaya. Está claro por qué la quiere en el campo. Tengo algunas noticias que darte de las que deberías estar al tanto, aunque dudo que anden circulando todavía. —Se hundió, salió y comenzó a enjabonarse el pelo.

Archer se puso bien los puños.

—Los rumores siempre son más jugosos cuando son frescos, antes de que...

—¿Esos gemelos son de esmeraldas, primo?

—De esmeraldas de mala calidad, pero sí. Hacen resaltar la conmovedora luminosidad de mis ojos. —Agitó las pestañas mientras se levantaba para ir a avivar el fuego—. ¿Qué novedades tienes? Es probable que ya me haya topado con ellas, puesto que no he estado escaqueándome del trabajo todo el día, como algunas personas.

Ben observó cómo Archer conseguía parecer elegante incluso mientras llevaba a cabo una tarea que en general desempeñaban los sirvientes.

—Me he comprometido para casarme con lady Maggie Windham.

Su primo se levantó con el atizador de hierro todavía en la mano.

—¿Que has hecho qué? No estoy seguro de haberte oído bien, ya que tiendo a no prestarte atención cuando te veo con ánimo de regañarme y pontificar. ¿Te he oído bien? ¿Estás comprometido?

—Con Maggie Windham.

Ben volvió a hundir la cabeza en el agua. Cuando salió, Archer estaba dejando con cuidado el atizador con el resto del juego que había junto a la chimenea. Al parecer, su heredero no iba a hacer ningún comentario, así que Ben volvió a hundirse para quitarse el jabón y luego salió de nuevo.

El joven le entregó una esponja.

—Así que te has comprometido con lady Maggie. Vaya, vaya, vaya.

Él lo miró, un poco cauteloso. Archer podía bromear sin misericordia, pero en ese momento no parecía haber humor en sus ojos.

—Es probable que el compromiso no dure. No estábamos siguiendo las normas del decoro muy al pie de la letra cuando, de repente, ha aparecido lady Dandridge. Espero que el anuncio aparezca pasado mañana, pero Maggie no está segura de que sea una buena idea.

Su primo volvió a sentarse, con expresión indescifrable.

—Maggie Windham es una mujer con problemas, Benjamin. No necesitas casarte con ella para resolverlos.

—Me parece que sí. Le han devuelto el bolso y dice que no le han robado dinero.

—Y eso ha hecho que te preguntaras qué es lo que sí le robaron, que es más valioso para ella que el dinero.

—Exactamente; y quién lo ha hecho y cómo piensan aprovecharlo. Si eran cartas, no eran de ninguno de sus antiguos amantes.

Archer se cruzó de brazos.

—¿No lo eran?

Ben le lanzó la esponja húmeda.

—No lo eran, aunque, por el bien de Maggie, casi desearía que lo fueran. Podría desafiar en duelo al sinvergüenza, o darle una paliza y dejar que convaleciera un par de décadas en el Continente.

—Oh, por supuesto. Los escándalos siempre hacen que una dama vea a su pretendiente bajo una luz muy favorable. Vas a casarte con una Windham, Benjamin. ¿Sabes con qué rapidez pueden circular los rumores sobre cualquier nimiedad de esa familia?

—Sí, Archer, lo sé. Enjuágame, ¿quieres?

Su primo accedió y le vació dos aguamaniles de agua tibia sobre la cabeza. Luego le dio una toalla.

—¿Cuándo es la boda?

—No hemos fijado una fecha.

Se quedaron en silencio mientras Ben salía de la bañera y se secaba. Su primo esperó hasta que él estuvo en su vestidor y cogió un cepillo para el pelo antes de sentarse frente al fuego.

—Deberíais fijar una fecha.

—En general, eso es prerrogativa de la dama. ¿Has vuelto a robarme mis mejores calcetines de lana?

—¿Yo? ¿Robar? ¿A mi propio primo? ¿Bajo su propio techo? —Se volvió y apoyó un codo en la repisa de la chimenea—. Abrigan tanto, y un hombre pasa tanto frío caminando por la ciudad toda la noche... ¿Por qué la dama no fija una fecha?

Ben lo miró a través del espejo de cuerpo entero.

—No está convencida de que la unión sea necesaria.

Archer parpadeó.

—Y tú, como muchachito travieso que eres, has acelerado los votos y la proposición de matrimonio, ¿verdad?

—Eso no es asunto tuyo, pero para tu información, ya se lo había propuesto antes. Lady Dandridge pensará que estábamos eligiendo nombres para nuestro primogénito, aunque no era así. Por favor, mantén los oídos alerta y no pases mucho tiempo con tu pequeña doncella. Quisiera que termináramos pronto con el asunto de los Norcross.

Archer ni siquiera parpadeó.

—Crees que nuestra clientela desaparecerá cuando se sepa que eres el conde de Hazelton, ¿verdad? No puedes comprometerte simplemente como Ben Hazlit, porque ese miserable puñetero no tiene existencia legal. Esto es genial... Simplemente genial.

Archer salió del vestidor y se dirigió al salón, donde cogió el decantador del aparador.

—Puede que tú estés listo para retirarte, Benjamin, pero yo no.

—Entonces no lo hagas. Supongo que me iré de esta casa así que puedes disponer de ella. Todavía eres mi heredero; tienes el título de cortesía que te protegerá adecuadamente. Si me caso con Maggie Windham, me retiraré al norte durante una larga temporada, al menos.

Archer hizo una pausa con el vaso a medio camino de la boca.

—¿Estás entregándome el negocio?

—Nunca me ha gustado esto de andar husmeando por ahí, aunque me consolaba bastante servir para algo útil de vez en cuando.

—¿Qué hay del dinero?

—Les he dado generosas dotes a mis hermanas y tengo para un rincón para mis propios hijos, aunque estoy empezando a pensar que la distancia y el dinero no eran lo que ellas necesitaban de mí.

Archer tomó un sorbo de su bebida.

—Esto es desconcertante, pero no exactamente... inesperado. Te he observado durante este último año, cada vez más callado, como si las damas fueran invisibles para ti; los mensajes viajaban al norte cada vez con más frecuencia. ¿Esto tiene que ver con tus hermanas?

—En cierto aspecto, sí, y en otro en absoluto. ¿Te gustan los niños, Archer?

—¿Qué clase de pregunta es ésa? —Su primo se volvió mientras hablaba para ir a servirle un trago a él.

—Si no consigo tener hijos, tú seguirás siendo el único capaz de asegurar la sucesión.

Ben se le acercó, porque algo de aquella conversación ponía nervioso a Archer y nunca nada ponía nervioso a Archer Portmaine.

—Lady Maggie y tú tendréis hijos en el futuro, si es que no habéis hecho ya progresos en esa dirección.

—Quiero tener hijos con ella, aunque los dos estamos comenzando un poco tarde —respondió Ben, hablando lentamente—. Pero, por su bien, espero que no hayamos comenzado todavía, no de este modo.

Archer le dio una copa.

—¿Es realmente reacia al matrimonio?

—Dice que no encajamos, pero creo que es probable que sea su manera de decirme que puedo conseguir a alguien mejor. Eso o está intentando protegerme del problema que sea en que se haya metido.

—En ese caso... —Archer se quedó callado un momento y frunció el cejo—. ¿Si solucionas sus problemas caerá rendida en tus brazos?

—Ya ha caído rendida en mis brazos. Quizá lo que espero es que si soluciono sus problemas se convierta en mi esposa.

Pareció que su primo iba a decir algo, pero en lugar de hacerlo se terminó su bebida. Ben esperó a llamarlo hasta que Archer estuvo en la puerta, con una mano en el picaporte.

El joven se volvió lentamente, con expresión cautelosa.

—¿Y qué hay de tu pequeña doncella? He observado que estás cada vez más callado, como si las damas fueran invisibles para ti desde que pusimos a Anita Delacourt en un barco rumbo a Irlanda.

—¿De qué hablas?

—Della Martin estaría muerta de hambre en alguna alcantarilla ahora mismo si no la hubieras ayudado falsificando sus referencias. Siempre he pensado que fue una de tus obras maestras.

Archer se volvió hacia la puerta y dijo en voz baja, pero deliberadamente despreocupada:

—Se hace pasar por francesa y vivió tres años con una horrible mujer y sus admiradores borrachos, hasta que su señora cogió todas las joyas que encontró a mano y desapareció como un ladrón en la noche.

—Y un año más tarde, todavía te aseguras de que Della esté bien y a salvo. Si no te conociera tan bien, diría que estás enamorado.

—¿Y tú no lo estás?

Lanzó la pregunta por encima del hombro y se marchó tranquilamente, dejando que Ben meditara la respuesta.

—Perdona que me preocupe por ti.

El tono de Westhaven era serio, tan serio como lo había sido el de Benjamin en el carruaje, la noche anterior.

—Estás preparándote para ser duque —dijo Maggie—. Es normal que te preocupes por tu familia. Toma un poco de limonada. Anna dice que la bebes con enormes cantidades de azúcar.

Se sentó a la mesa de hierro forjado que tenía en la terraza y su hermano hizo lo mismo. Hacía un día bonito y allí, fuera de la casa, habría menos oídos que pudieran oír su conversación.

Westhaven cruzó las piernas a la altura del tobillo, se reclinó en la silla y observó a Maggie mientras ella intentaba mantenerse ocupada con la bandeja de los refrigerios.

Los hermanos devotos eran una de las bendiciones más agridulces que había. Maggie se había quedado despierta hasta tarde, dándole vueltas al siguiente problema: sus excelencias podían contener el daño social, pero serían los hermanos de Maggie los que husmearían y preguntarían, con la excusa de su preocupación y con las mejores intenciones, y los que provocarían con ello un escándalo mucho mayor que el de un compromiso precipitado.

Westhaven removió lentamente su bebida.

—Anna siempre se ocupa de que esté bien atendido y alimentado. —Incluso la mera mención de su esposa hacía que las facciones de Gayle, siempre severas, se iluminaran.

—¿Y cómo está mi sobrino?

Sonrió y su semblante brilló con una especie de serena alegría que a Maggie se le hizo difícil de contemplar.

—Su pequeña señoría crece desvergonzadamente. Finalmente, el duque ha expresado su ilimitada aprobación respecto a algo que yo he hecho. —La sonrisa fue desapareciendo y Maggie soportó la manera en que su hermano le clavaba la vista, con sus grandes ojos verdes—. Y ahora que ya me has desviado de mis verdaderas intenciones, Mags, responderás a mis preguntas.

—Eres mi hermano menor, Gayle Windham. No tengo por qué tolerar tu interrogatorio.

—Pero lo harás, porque muchas de tus posesiones están en mis manos y puedo amenazarte para sacarte la verdad.

Ella resopló.

—Eres incapaz de manejar mal un negocio, así que tus amenazas no tienen sentido. Puede que conteste a un par de tus preguntas, pero sólo por simple cariño fraterno.

Él dejó su vaso de limonada y lo miró. Perlas de condensación se formaban en los costados y en la bandeja comenzó a aparecer un círculo de humedad.

—¿Lo amas, Maggie?

Si de andanadas se trataba, aquélla había sido buena.

—Le tengo cariño.

—Se les tiene cariño a los viejos lacayos, a un caballo, a los chocolates. Uno no se casa por cariño, no después de haber rechazado más pretendientes de los que puedo contar. Si Hazlit está amenazándote de alguna manera, Mags, iré a verlo y terminaré con todo esto.

La estrategia lo era todo y Maggie procuró no poner los ojos en blanco ni levantarse de golpe para armar un escándalo.

—¿Y qué pensaría Anna de tu galantería cuando te viera herido o muerto?

—Lo que Anna pensase de mi galantería es insignificante si mi adinerada hermana está atrapada por un engañoso e indigno...

Ella levantó una mano.

—Ya sé lo del título y no creo que Benjamin siga investigando mucho más si nos casamos.

—¿Lo del título te lo ha dicho él o se le escapó al duque?

—Me lo dijo él y mucho antes de que nos comprometiéramos. Creía que Benjamin te caía bien.

—Me cae bien, pero caer bien y confiar en una persona son dos cosas distintas cuando está en juego la felicidad de una hermana. —Cogió su bebida, pero la dejó sin beber—. Me preocupas, Mags, siempre tan contenida y callada. Hazlit, Hazelton, no sería mi elección para ti.

—¿Por qué no?

—Es un hombre que habita en las sombras y eso parece gustarle. Tú ya tienes tus propias sombras.

—Quizá me vea como soy en realidad, porque la oscuridad no lo disuade. —Era un involuntario acercamiento a la verdad y su hermano frunció el cejo y la miró un largo momento.

—Entonces él te importa. —No era una pregunta—. En ese caso, ¿por qué todavía siento que este matrimonio no es una buena idea?

Maldito fuera, malditos fueran todos los hermanos entrometidos y bienintencionados.

Bebió un sorbo de su limonada para prolongar el momento.

—Si te sirve de algo, estoy bastante segura de que este compromiso será temporal. Casi segura.

—Oh, Mags... —Su expresión se volvió compungida—. ¿Tú también? No...

—¿Yo también?

—Anna y yo... Bueno, puedes consultar el calendario. Estoy seguro de que todo el mundo lo ha hecho. El duque me explicó muy contento que Bart había nacido a los siete meses, como si Anna y yo hubiéramos seguido alguna gran tradición de la familia Moreland.

—A mí me contó lo mismo la duquesa. Tienen buenas intenciones.

—Yo también las tengo. —Se puso en pie, se inclinó sobre ella y le dio un beso en la coronilla antes de que pudiera levantarse. Maggie se puso en pie también y le cogió la muñeca de la mano que le tenía apoyada en el hombro. Era un buen hermano, todos lo eran, y el impulso de confiar en él era casi sobrecogedor.

—Todo saldrá bien —dijo Gayle suavemente—. Y, si no, puedo mandarte de viaje al Continente en menos de una hora. O a Irlanda o a Escocia. ¿Lo tendrás en cuenta?

—Debería darte vergüenza.

—Sí, a mí sí, pero a ti no, Mags. A ti nunca. —Luego se marchó, desapareciendo por la puerta del jardín trasero.

Ella consiguió no echarse a llorar hasta que oyó desvanecerse el ruido de los cascos de su caballo sobre el adoquinado callejón.

—Ponle un condenado anillo en el dedo antes de que se ponga el sol. —El duque bajó la voz, aunque Benjamin y él estaban en un salón privado, en el club de su excelencia—. Todas las cotillas estarán atentas a eso y puedes conseguir uno grande y brillante sin gastar mucho dinero. Tiene que ver con la calidad de la piedra.

—Iremos a elegir un anillo mañana.

Finalmente irían a comprarlo. Un anillo no era un detalle menor, pero Ben lo había pasado por alto. Bebió otro trago del excelente vino y pensó en su descuido.

—Si quieres un consejo, no gastes mucho dinero. Yo cometí ese error cuando era un joven recién casado. Quería cubrir a mi esposa de joyas, pero ella las pierde. Es de lo más sorprendente.

—Esther Windham no parece la clase de mujer que pierda cosas de valor.

Su excelencia se detuvo, dejó de comer su chuletón y le dedicó a Ben una mirada que reflejaba exasperación y afecto.

—No es esa clase de mujer en absoluto, lo que lo hace más molesto. Desde entonces, he llegado a la conclusión de que perdía las joyas para que yo no gastara tanto dinero. Cuando piensas que las damas son tontas y que tienen la cabeza hueca es cuando están siendo listas. Créeme lo que te digo, Hazelton. Tengo hijas, cuñadas, nietas y una esposa. He tenido que estudiar al sexo débil por puro instinto de conservación, como haría cualquier hombre sabio.

Su excelencia continuó hablando, oscilando entre un diálogo encantador y furiosos exabruptos, mostrando una faceta que Benjamin no había visto antes.

Percy Windham era un duque, y desempeñaba su papel como una segunda piel. Bebía vino y cenaba, peroraba y discutía, y maquinaba intrigas en la Cámara de los Lores con todo el entusiasmo de un perro de caza oliendo a su presa. Sin embargo, más allá del título, a su modo era un hombre devoto de su familia. Su afecto por su esposa era legendario y, aunque presionaba a sus hijos para que se casaran, no había pretendiente lo bastante bueno para sus hijas, con excepción del hermanastro de Ben, Wilhelm Charpentier. Ben conocía lo bastante bien a éste como para saber que podía aportar un título y bastantes riquezas.

Una idea desalentadora.

—Bebe más vino, muchacho. Su excelencia me aconseja moderación en todo y yo descarto su sabiduría bajo mi propio techo, por mi cuenta y riesgo.

Ben acercó solícitamente su copa y dejó que su excelencia se la rellenara.

—¿Tiene algún consejo para mí como futuro esposo de lady Maggie?

El hombre adoptó una expresión seria, casi melancólica.

—Es todo un reto aconsejar a un futuro esposo cuando va a casarse con tu propia hija. Ya casi me había hecho a la idea de que Maggie prefería la soltería, aunque eso suponía un horrible ejemplo para el resto de las niñas. Al parecer, no la conocía tan bien como creía.

Dejó la copa y entrecerró sus verdes ojos para mirar a Ben.

—Si le rompes el corazón, te las tendrás que ver conmigo y con sus tres hermanos y, si sobrevives a eso, su excelencia se asegurará de conseguir tu ruina social para las próximas diecinueve generaciones. Te recuerdo que todos mis muchachos son estupendos tiradores y muy hábiles con la espada.

—No es mi intención romperle el corazón.

—Oh, ésa nunca es nuestra intención. —El duque frunció el cejo y volvió a ser el padre bondadoso de antes—. Maggie es diferente a los otros. Me imagino que se debe a que es la hija mayor, pero supongo que no se puede descartar el factor demasiado evidente de su desafortunado origen. Ella no tiene... sueños, creo. Mis otras hijas sí los tienen. Sophie soñaba con tener su propia familia, Jenny adora pintar, Louisa tiene sus garabatos literarios y Evie es de las que andan todo el día con la raqueta, igual que sus hermanos, pero Maggie jamás ha sido una soñadora. No soñó con su primer poni, ni con su primer vals, ni con su primer... pretendiente.

«Ni con su primer amante.» Las palabras que no se pronunciaron quedaron flotando en el aire, mientras el fuego crepitaba al caer un leño, desprendiendo una lluvia de chispas.

No era lo que Ben hubiera esperado de un padre al hablar de su hija, pero casarse en el marco de una familia implicaba que muchos detalles como ésos serían compartidos: que Esther Windham perdía las joyas y que Percy pensaba que sus hijas tenían derecho a soñar.

De una manera distinta, se sentía como si todavía estuviera colándose por puertas secretas y trepando por las ventanas; pero aquella ventana se llamaba matrimonio y Maggie estaba intentando cerrarla a toda costa, dejándolo a él fuera.

—No estoy seguro de que Maggie quiera casarse conmigo.

Era lo más cerca que llegaría a hablar de las circunstancias de su compromiso. Su excelencia lo miró un largo momento.

—Soy su padre, pero una vez fui un hombre joven, Hazelton. Maggie sólo es un poco más joven que Devlin y pocos meses mayor de lo que Bart lo habría sido. Cuando me casé, no tenía idea de que mis hijos mayores existieran. En cuanto empecé a llenar el cuarto de los niños, antes de que mi heredero dejara los pañales, las dos mujeres aparecieron con acusaciones y amenazas. Si mi matrimonio pudo sobrevivir a eso, estoy seguro de que el tuyo puede superar un poco de obstinación por parte de mi hija, ¿verdad?

Una vez más, una revelación de la familia Windham a la que sólo tenía acceso porque estaba comprometido con Maggie. Tales confidencias despertaban en él una rara tendencia a ser honesto.

—Creo que el sueño de Maggie es que la dejen en paz. Si me deja plantado, tendrá una excusa más para retirarse de la vida social, para ocultarse y convencerse de que así está contenta.

—Contenta. —Su excelencia espetó la palabra—. Qué tontería. Estar contento es como conformarse con comer tostadas y papilla cuando se supone que la vida es un banquete. Haz que los sueños de Maggie se hagan realidad, joven Hazelton, y muéstrale que estar contenta es sólo un parche, comparado con la verdadera felicidad.

—Usted hace que suene muy sencillo.

—Estamos hablando de mujeres y de esa particular subespecie del género conocida como «esposas». Es sencillo: te dedicas en cuerpo y alma a su felicidad y serás recompensado diez veces. Sin embargo, no te digo que la empresa sea siempre fácil. Ahora, ¿abrimos otra botella?

La cena con el duque no había sido en absoluto tal como Benjamin esperaba que fuera. El hombre era encantador, astuto y tenía los pies en la tierra en lo que respectaba a los asuntos de las personas que le importaban. Ben sen enteró de bastantes cosas y una de ellas fue que en el matrimonio de sus excelencias, Maggie había visto un inusual ejemplo de verdadero amor..., un ejemplo que no parecía inclinada a seguir.

Preguntas sobre los sueños, ser feliz versus estar contento, los secretos y las expectativas familiares se mezclaban en la mente de Benjamin con una generosa cantidad de excelente vino, hasta que se dio cuenta de que no estaba yendo hacia su casa, sino que se encaminaba a la pequeña y tranquila propiedad, situada en una esquina, en la que vivía su prometida.

La cual, a esa hora, debía de estar profundamente dormida.

Aunque quizá no fuera así. Hizo un desganado y poco exitoso intento de persuadirse de que debía dejarla en paz. En una nota de dos frases completas que había llegado antes del periódico de la mañana, Maggie le había informado que se había levantado con dolor de cabeza y le rogaba que no se molestara en visitarla, porque sería «una compañía muy pobre».

Había tenido doce horas para que se le pasara el dolor de cabeza, si es que ese dolor de cabeza era real. Entró por el jardín trasero, trepó por el roble y saltó a su balcón.

La encontró, en camisón y bata, tumbada en un sofá, mirándolo con una indescifrable expresión a la luz de la luna.

—Buenas noches, esposa prometida.

Ella se cruzó de brazos.

—Buenas noches, milord. Supongo que debo agradecer que no me estés cantando una serenata entre los rosales.

—Eso sí que es extraño. —Se sentó en una mecedora e intentó no fijarse en lo bonitos que eran sus pies descalzos a la luz de la luna—. No suenas agradecida. Durante tres años, formé parte del coro de la Universidad y siempre me elegían para los solos. ¿Quieres que te haga una demostración?

Mientras se llenaba los pulmones de aire, ella le cubrió la boca con una mano; sus dedos olían a canela y flores.

—Eres un tonto, Benjamin Portmaine.

Él le cubrió la mano con la suya y se la bajó, entrelazando los dedos.

—Estoy comprometido, lo cual puede convertirme en un tonto, pero mi dama parece inclinada a evitarme. Te lo advierto, Maggie mía: te he dado el día de hoy para que calmaras los nervios e incluso me he sometido a un encuentro a solas con tu padre. Pero mañana saldremos a comprar un anillo, por órdenes del duque... o de la duquesa, transmitidas por su emisario de mayor confianza.

Ella se quedó en silencio un momento, pero le permitió seguir cogiéndole la mano.

—Cuando papá y la duquesa conspiran, no hay nadie que pueda meterse entre ellos. Trabajan como un dúo inseparable, un equipo que ha estado unido durante años. No se puede aislar sus motivos porque la devoción que sienten el uno por el otro se convierte en un motivo en sí mismo. Westhaven ya tiene un poco de eso mismo con Anna y, a juzgar por sus cartas, Devlin lo tiene asimismo con Emmie. A Valentine y Ellen ya los veo intercambiar las mismas miradas que los duques, y eso que llevan casados poco tiempo.

—¿Y supones que también nosotros intercambiaremos esas mismas miradas un día? —Se llevó su mano a la boca, para besarle los dedos e inhalar aquel particular perfume.

—¿Por qué quieres casarte conmigo, Benjamin? Quiero decir, cuál es la verdadera razón.

—El honor es una razón verdadera. —Aunque no era la verdadera razón. No estaba muy seguro de poder admitir ésta ni siquiera ante sí mismo, ni siquiera en la oscuridad; pero si le decía que quería mantenerla a salvo y resolver sus problemas, probablemente Maggie se embarcaría rumbo a Francia a la mañana siguiente—. ¿Por qué no quieres casarte tú conmigo?

—No quiero casarme con nadie.

—¿Otra vez con tu gloriosa independencia?

Se quedó callada, lo que constituía una buena táctica. Consiguió hacerlo sentir mezquino y un poco agresivo, aunque no perdió un ápice de determinación.

—¿Es tan difícil creer que un hombre te aprecie lo suficiente como para desear compartir su fortuna, su título y su vida contigo?

Ella retiró la mano, se levantó y se acercó a la barandilla, desde donde miró hacia el jardín, de manera que pudo ocultar su expresión de la vista de él.

—Creo que un hombre puede desear compartir su cuerpo conmigo.

Ajá. Sólo que sus palabras no eran en absoluto una invitación.

—Estás de mal humor, mi amor. Déjame que te acompañe dentro. Encontrar un anillo digno de tu elegante mano puede llevarnos todo el día y será agotador.

—No vamos a pasar todo un día gastando dinero...

Se acercó a ella y le rodeó la cintura con los dos brazos.

—Baja las armas, Maggie. Ni siquiera el Corso creía que la guerra duraría todo el invierno... y mira lo que le costó su marcha a Moscú cuando lo intentó.

Ella suspiró suavemente y dejó caer los hombros.

—No deberías estar aquí.

—En eso te equivocas. No hay ningún otro lugar donde debería estar más que aquí. Tú, sin embargo, no debes estar sola noche tras noche, año tras año, cuando cualquier hombre con ojos y cerebro puede ver el tesoro que eres.

—La adulación no te sienta bien, Benjamin. Deberías sonrojarte al decir tantos sinsentidos en voz alta. Te contraté para que encontraras mi bolso y terminas metido en un escándalo.

Se movió hasta quedar frente a él, le deslizó las manos por la cintura y apoyó la mejilla en su pecho. Algo en el interior de Ben se calmó mientras la abrazaba y apoyaba su barbilla contra su pelo.

—Este amago de escándalo te molesta mucho. —No debería sorprenderlo que así fuera, pero lo decepcionaba—. Aunque no hay mucha diferencia entre lo que nos ha pasado a nosotros y que tanto su excelencia como Westhaven se comprometieran en circunstancias todavía más escandalosas, ¿no crees?

—Sus madres eran duquesas y sus padres eran duques.

«Y los duques no tienen trapos sucios.»

La tristeza de su voz lo molestó. Le provocaba el deseo de matar a cualquiera que la insultara o susurrara cosas a sus espaldas. Le despertaba el genuino deseo de casarse con ella y sacarla a bailar el vals delante de todos: Maggie Windham había conseguido un conde y un conde que, además, estaba enamorado.

—Ven conmigo. —Se inclinó y le pasó un brazo por detrás de las rodillas, levantándola.

—¡Benjamin! —Le rodeó el cuello con los brazos—. Vas a hacerte daño.

Ella era voluptuosa, pero en el mejor y más femenino de los sentidos.

—No me haré daño porque tú te has privado religiosamente de los dulces.

—Sólo cuando me ven.

Dejó que la llevara a su habitación y la tumbase en la cama. Algún sirviente había abierto las sábanas y había apilado media docena de cojines en una silla, junto a la ventana.

Ben comenzó a lanzar más cojines al suelo.

—¿Qué piensas hacer, milord?

—Ya son suficientes «milord» por esta noche, o empezaré a llamarte «milady». Hago sitio. Tú lo ocultas bien, pero esta cama es lo bastante grande para que quepamos los dos. ¿Dónde está el perro?

—Duerme en mi estudio. Tiene una cama allí para él. Quizá quiera compartirla contigo, porque yo no tengo ningún interés en que te quedes aquí.

—No es un buen perro guardián si no se ha dado cuenta de que he trepado hasta tu balcón. —Empezó a quitarse la ropa, preguntándose cuándo había decidido no sólo vigilar el exterior de la casa y desearle las buenas noches, sino también imponerle su presencia en su propio lecho.

—No puedes culpar al perro de ser tú mejor ladrón de lo que él es guardián.

Ben dejó su pañuelo en una de las mesillas de noche antes de quitarse las botas.

—¿Ya estás protegiéndolo? Apuesto a que no me permitirías llevármelo ni aunque te lo pidiera. Ha ido muy rápido para ser un perro anciano. Supongo que tendré que sobornarlo para que me explique sus secretos.

—Benjamin, no puedes quedarte conmigo. Ya hemos armado bastante escándalo hasta ahora y, si no estoy embarazada...

—Chist.

Se irguió para quitarse los pantalones, quedándose tan desnudo como el día que vino al mundo. Eso tampoco entraba en sus planes. No hasta que ella le había prohibido pasar allí la noche.

Fue detrás del biombo y cogió un poco de polvo dental, mientras la oía moverse en la cama. Sin duda, debía de estar construyendo una barricada de cojines.

Cuando salió, vio la bata de ella a los pies de la cama y a Maggie sólo con un camisón de verano. Se había sentado en una esquina del colchón, con las rodillas levantadas y rodeándoselas con los brazos.

—No deberías hacer esto, Benjamin.

No, no debería, pero ella sonaba más triste que enfadada. Él se subió a la cama y se metió bajo las mantas antes de sentarse junto a ella. Qué sábanas tan suaves, probablemente fueran de algodón, y su perfume lo rodeaba por todas partes.

—¿Qué?

—Empezarás a besarme, yo me sentiré confusa y, si todavía no estoy embarazada, te ocuparás de que mañana lo esté. No puedo pensar... —Soltó un suspiro de frustración—. Ninguna mujer podría hacerlo cuando tú te esfuerzas por ser seductor.

—Cariño, estás bastante alterada, aunque en las presentes circunstancias no es para menos. —Se tumbó boca arriba en medio de los cojines—. Ven aquí. —La acercó a el y la rodeó con un brazo—. No es mi intención confundirte.

Aunque resultaba extremadamente gratificante pensar que podía hacerlo.

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

Ella se movió un poco, nerviosa, como si nunca se hubiera acurrucado con nadie en una cama, lo cual era otra gratificante idea.

—Ponte cómoda, mi amor. —Él le levantó una pierna y se la colocó sobre sus muslos, cuidando de que no le rozara el miembro medio erecto al hacerlo—. Voy a admitir una cosa que me hará sonrojar.

—Lo que sea mientras no te pongas a cantar. —Volvió a moverse, pasándole un brazo por encima del pecho—. ¿Debería encender una vela para apreciar mejor cómo te ruborizas?

—Como gustes, aunque estoy desnudo. Esperaría que apreciaras algo más que mi rubor.

Tal vez se había reído con ese comentario, pero se movió para ocultarlo, la muy descarada. No encendió ninguna vela.

—Ese asunto de la confusión, Maggie, funciona en ambos sentidos. —Le llevó una mano a la nuca y comenzó a masajeársela para aliviar la tensión que allí tenía—. No quiero que te sientas atrapada por casarte conmigo, de la misma manera que no quiero que pienses que yo estoy atrapado. Ya te había propuesto matrimonio antes de que lady Dandridge se entrometiera, no sé si lo recuerdas.

Ella se quedó quieta, pero no dijo nada.

—Se te había olvidado ese detalle, ¿no es así? Han sido dos días muy difíciles. —Se interrumpió para besarle la coronilla—. Te pido disculpas por ello. No he tenido oportunidad de decirte... que lamento la situación en la que nos encontramos ahora. Me siento feliz de casarme contigo, pero lamento que las circunstancias te resulten difíciles.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan charlatán, Benjamin Portmaine?

Le gustaba oírla decir su nombre real, su verdadero nombre, particularmente en la oscuridad. Y ella aceptaba su disculpa. Eso también quería decir algo.

—Es tu turno de hablar. ¿Qué es lo que te ha llevado a convertirte en emperatriz de los cerdos, Maggie Windham? Es extremadamente inteligente por tu parte.

—¿Emperatriz de los cerdos? —Ella... se rió. Estaba casi seguro de que se había reído—. Si alguna vez permites que mis hermanos oigan ese término, estás condenado.

—Muy bien, estoy condenado, pero ¿cómo se te ocurrió invertir en cerdos?

—Ésa no fue mi primera aventura lucrativa —explicó con timidez—. Cuando tenía doce años, empecé a leer las páginas financieras del periódico, porque su excelencia siempre las leía, pero pronto me di cuenta de que en realidad no lo hacía. Solamente las sostenía delante de la cara, mientras los demás nos sentábamos a la mesa del desayuno; él se protegía así para no tener que participar en la conversación.

—Y tú le robaste el disfraz.

—Así es. Mis hermanos se burlaron mucho de mí por eso, pero yo encontré algo que me gustaba de verdad.

Habló de varios proyectos, algunas pérdidas que había sufrido al principio y sobre la connivencia de su hermano Gayle en sus planes para invertir. Tenía algunas inversiones hechas con nada menos que Worth Kettering, ampliamente conocido por ser un mago de las finanzas, aunque era un verdadero bribón con las damas.

Cuando se quedó dormida, una hora más tarde, Ben sintió que había hecho algún progreso en el conocimiento de su prometida y quizá también en ganarse su confianza.

Y aunque todavía no tenía ninguna pista de cuáles eran los sueños de Maggie, había descubierto bastantes cosas acerca de los suyos.

Maggie se despertó con dos intensas sensaciones físicas. La primera era la comodidad, puramente animal, que procedía a partes iguales de la calidez del cuerpo de Benjamin contra el suyo y de la relajación. Esta última se debía a la sensación de seguridad. Con Benjamin Hazlit en la casa, los ladrones de Cecily que merodeaban por allí se arrepentirían de cualquier nuevo intento de robo.

La segunda sensación era más difícil de identificar y estaba en ligera discrepancia con la primera: se sentía sexualmente excitada.

Yacía de costado, registrando sus propias sensaciones.

Benjamin le ofrecía un reconfortante calor, la tibieza de su pecho contra la espalda era un placer sensorial nuevo. Sus piernas entrelazadas con las suyas, su brazo alrededor de la cintura y su mano...

—Benjamin, ¿qué estás haciendo? —No se atrevía ni a respirar, para que no volviera a mover los dedos sobre su pecho otra vez.

—Voy a dejarte con algo placentero con lo que soñar. —Su voz se había vuelto ronca e insinuante al oído de Maggie, como si fuera una caricia táctil—. Pronto me marcharé, mucho antes de que haya luz suficiente para que alguien me pueda ver bajando por tu balcón.

Ella no estaba preocupada, al menos no por eso. Pero una cosa clara de su temporal prometido era que le importaba el bienestar de ella.

—Suéltame, Benjamin.

Él le aplicó la más ligera y gloriosa presión a su pezón.

—¿Es eso lo que quieres, de verdad? —El tono de la pregunta era despreocupado, pero no burlesco, y después de otra suave y excitante caricia, Maggie sintió sus labios en un hombro.

¿Cómo se suponía que podía pensar en nada...?

Cuando él le deslizó la mano muy lentamente por la cadera desnuda, ella comprendió que lo último que aquella actividad pretendía estimular era su pensamiento.

—Benjamin, yo no...

Él no se movía sólo con rapidez, lo hacía como un gran gato, cambiando de postura con una lánguida gracia que no hacía nada por ocultar su fortaleza. Sin que ella hiciera nada, terminó boca arriba y con su prometido echado a su lado.

—Confía en mí, Maggie Windham.

Se lo susurró contra el hombro y luego le acarició la clavícula con la nariz. Ella se dijo que debía detenerlo si intentaba que volvieran a unirse. Lo detendría, sin importar cuánto deseara aquella intimidad e inconsciencia que le ofrecía.

Él se irguió y la hizo callar a besos. Maggie renunció a seguir pensando. Entre sombras y tumbada en la comodidad de su cama, lo besó. Podía ser más honesta en la oscuridad, podía darse permiso para pasarle la mano por el suave y musculoso contorno del pecho y para reseguir los extraños ángulos de sus costillas hasta la llana superficie de su abdomen.

Incluso podía permitirse tocarlo allí abajo, donde un hombre era a un tiempo viril y vulnerable. Ben apartó su boca de suya y se quedó inmóvil cuando Maggie rodeó su dura erección con los dedos.

—Me deseas. —Intentó que la sorpresa no se reflejara en sus palabras. Hacía apenas dos minutos estaba dormida en sus brazos y sin embargo el cuerpo de él ya estaba listo para unirse al suyo.

—Siempre.

Benjamin no hizo ningún movimiento para no interferir en sus exploraciones, sino que permaneció donde estaba, mientras Maggie recorría la aterciopelada piel que coronaba su miembro, antes de deslizar los dedos por la pequeña cresta que había debajo.

Él inspiró y la inhalación le indicó a ella que esas lentas y curiosas caricias le resultaban placenteras.

—¿Paro, Benjamin?

Le pasó las uñas con suavidad por la longitud de su pene y rodeó los sacos que tenía debajo. Sintió una ansia que se irradiaba desde su vientre por culpa de aquellas caricias escandalosamente íntimas.

—Jamás. —Acercó la boca a la suya, lamiéndole el labio inferior.

Maggie se olvidó de provocarlo, olvidó su idea de descubrir la íntima forma de su cuerpo y la sensación al tocarlo, olvidó incluso cuál era su propio nombre mientras sentía la mano de él en la garganta. Se arqueó hacia él mientras aquella mano se deslizaba por su torso, dejando un rastro de calor y deseo.

Y Benjamin no se detuvo ahí, sino que siguió bajando hasta que su palma llegó al vientre de ella.

—Bésame, Maggie. Porque yo tengo la intención de hacerlo.

La amenazaba y, sin embargo, ella obedeció, hundiéndole las manos en el pelo y fundiendo la boca con la suya. En algún lugar en el fondo de su mente, el sentido común protestaba a gritos sobre las malas decisiones tomadas en el calor de la pasión, pero esos frenéticos alaridos se redujeron a suaves lloriqueos cuando él subió una mano por su espalda hasta llegar a su pecho.

Y entonces la voz desapareció.

Maggie resistió el impulso de gemir en voz alta al notar que el colchón se hundía y se movía cuando Benjamin se sentaba sobre los talones, con su desenfrenada erección a la vista.

—Me has puesto en un estado impresionante, Maggie mía.

Ella parpadeó y lo miró.

—¿Yo te he puesto en un estado impresionante a ti? —Quería sonar indignada, pero sus palabras le parecieron más bien desconcertadas.

—Eres adorable cuando estás confusa, como tú dices. —Empezó a quitar cojines, mientras ella intentaba descifrar si la había insultado o halagado.

—No estoy confusa.

—De acuerdo, mi amor. Acuéstate y pondremos remedio a ese descuido. —Se cernió sobre ella como un león custodiando su próxima apetitosa comida.

—¿Y tú también estarás confuso, Benjamin? —Había una luz en los ojos de él que Maggie no había visto antes... Un poco salvaje y muy intrigante.

—Mi querida mujer... —Bajó la cabeza y le pasó la lengua por un pezón—. Soy la viva imagen de la confusión y la culpa es toda tuya.

Cuando ella pensó que comenzaría a besarla otra vez, le puso una almohada debajo de las caderas. El resultado era extraño, porque tenía sensación de desequilibrio, aunque estuviera acostada de espaldas en su propia cama.

—Si realmente quieres hacerlo, puedes detenerme, pero deseo con todo mi corazón que no lo hagas. No me derramaré dentro de ti. Tienes mi palabra de que no lo haré dentro de tu cuerpo.

Lo habría detenido si hubiera sido capaz de hablar por encima del clamor que surgía de lo más profundo de su cuerpo. La promesa que le había hecho la sorprendía y tranquilizaba, aunque seguía sintiendo una pizca de preocupación.

Benjamin fue descendiendo sobre su cuerpo lentamente, permitiéndole que sintiera cada centímetro del contacto de la piel contra la piel: los vientres, las costillas, los pechos y luego la lujuriosa presión de su pelvis contra la suya. Maggie suspiró contra su hombro y el anhelo se mezcló a lo demás.

Por un largo momento, él permaneció apenas apoyado sobre ella, sosteniéndole la cabeza con una mano y respirando acompasadamente. Maggie cerró los ojos y absorbió con ansia tanto la paz como la intimidad del momento, agradecida por que le mostrase ambas cosas.

Sin embargo, Ben no hizo nada y Maggie se dio cuenta de que estaba esperando a que ella hiciera un avance. Volvió la cabeza y le rozó la garganta.

Siguió sin moverse.

Lo besó, le apoyó una mano en la mandíbula y le volvió la cabeza para que recibiera su beso. Era encantador que le diera la libertad de descubrir su boca de nuevo a su gusto, de saborearlo y de sentirlo. La sensación de sus labios en los de él era maravillosa, igual que su lengua acariciando la suya, hasta que, muy suavemente, empezó a notar algo más.

Era él masajeándole el sexo. La caliente y redondeada cabeza de su erección buscaba su interior con lentos e insistentes toques. La almohada que tenía debajo le inclinaba las caderas hacia arriba para recibirlo mejor y cuando comenzó el lujurioso y tierno proceso de unir sus cuerpos, Maggie se quedó inmóvil.

Sentir aquello, sentirlo con él... Respiró hondo y dejó que el placer la invadiera hasta que no pudo soportar más la quietud. En lánguidas y casi perezosas ondulaciones, se movió con él.

El placer emergió de la nada, volviéndola frenética y necesitada; aunque de algún lugar Maggie sacó la energía para seguir el ritmo de él.

Benjamin empujó hondo y presionó con fuerza contra ella, mientras Maggie atravesaba paroxismos de placer tan intensos que le clavó las uñas en el suave y musculoso trasero y gimió queda contra su hombro. Cuando la pasión finalmente retrocedió, se dejó caer sobre el colchón, extenuada y aturdida.

—¿Benjamin?

—¿Amor? —Le acarició la frente con una mano, echándole el pelo hacia atrás con un gesto tan lleno de ternura que Maggie tuvo que cerrar los ojos.

Notó que se le llenaban de lágrimas que luego se le derramaron por el pelo. Él la sostuvo con suavidad, clavado por completo en el interior de su cuerpo, mientras ella intentaba encontrar palabras de gratitud y pesar.

No había ninguna. Al cabo de varios minutos de silencio, Maggie se dio cuenta de que podía acariciarle el pelo, lenta y repetidamente, y parecía importante que lo hiciese, para que no creyese que... se había olvidado de él.

Benjamin volvió la cabeza y le dio un beso en la palma abierta y luego la estrechó contra su pecho. Por un largo momento permanecieron unidos en aquel abrazo, hasta que Maggie movió de nuevo las caderas.

Quizá él quería que aquello fuera un regalo para ella, una experiencia de placer para que se lo pensara dos veces antes de cancelar el compromiso. Si se tratase sólo de placer, Maggie no tendría nada que objetar ante la estrategia de Ben. Pero aquello iba más allá del placer y tenía que ver con una intimidad y una generosidad de tal magnitud que su inminente pérdida la hizo llorar todavía más cuando el gozo se hizo otra vez presente y volvió a reclamarla.

—Tienes una terrible migraña. —Adèle corrió las cortinas mientras hablaba, impidiendo que entraran los primeros rayos del sol de la mañana—. La peor migraña que has tenido nunca. Ni siquiera te has podido tomar el chocolate del desayuno.

Bridget se sentó en la cama y observó cómo acababa de correr el resto de las cortinas.

—¿Otra migraña? ¿No tuve la peor migraña de mi vida esta última Navidad?

—Ésta es todavía peor. —Adèle sirvió una taza de humeante chocolate y se la dio a Bridget, que lo bebió con glotonería; en ocasiones, el chocolate era lo único bueno de despertarse.

Adèle le sirvió una segunda taza.

—¿Por qué me siento mal otra vez? —Retiró las mantas que la cubrían—. ¿Y qué puede ser peor que cuando mamá se enteró de que lady Sophie Windham se había casado con un rico barón?

—Esto es peor. —Adèle cogió la bandeja del desayuno y la dejó fuera de la puerta de la habitación—. Incluso el olor de las tostadas con mantequilla te da mareos.

La chica echó un vistazo hacia la puerta que la separaba de las dos rebanadas de pan caliente, dorado y untado con mantequilla.

—Cielo santo, ¿tan malo es?

Desde el pasillo, se oyó un alarido de su madre, seguido del sonido de grandes piezas de porcelana estrellándose contra el suelo.

—Le he dicho a ese idiota que no le permitiera ver el periódico al menos hasta dentro de una hora —murmuró Adèle—. Estás demasiado bien peinada para haber pasado la noche entera dando vueltas en la cama.

Bridget se deshizo rápidamente la rojiza trenza, mientras el sonido de más vajilla rota atravesaba el aire de la mañana.

—Será mejor que me digas qué ocurre, Adèle. Ése era un juego de porcelana nuevo.

—Sus excelencias, el duque y la duquesa de Windham, tienen el placer de anunciar el compromiso de su hija, lady Magdalene Windham, con Benjamin, conde de Hazelton: eso es lo que ocurre. Está en el periódico de esta mañana, claro como el día.

—Estoy realmente muy enferma. —Bridget se echó sobre la cama, aterrorizada por la reacción de su madre ante esa noticia sin precedentes—. Pero me alegro por Maggie, siempre y cuando ella acepte a ese conde. Supongo que debe de hacerlo, si se va a casar con él, pero tienes razón, esto será mucho peor que cuando se anunció la boda de lady Sophie.

Adèle la miró a los ojos un instante.

—Aquello fue bastante malo. —Tiró las almohadas al suelo y soltó las sábanas de debajo del colchón—. Jamás he visto a una mujer con semejante ataque de furia.

—A mamá le gusta pensar que las hijas de la duquesa son demasiado hogareñas para encontrar pareja, o que tienen una dote muy reducida. Yo pienso que son bonitas, aunque no tanto como Maggie.

—Por el amor de Dios, niña, guárdate esos comentarios para ti.

Desde el pasillo, les llegó el sonido de unos rápidos pasos. Bridget se tumbó en la cama, cerró los ojos y se llevó una muñeca a la frente.

—¡Bridget Mary O’Donnell, levántate inmediatamente! —Cecily cerró la puerta tras ella con tanta fuerza, que hizo vibrar en sus goznes las puerta-ventanas del balcón de Bridget—. ¡Éste es un día nefasto! ¡Nefasto! Que esa mujer se comprometa con un conde debería hacer temblar toda la creación.

—Mamá. —Bridget consiguió hablar con voz ronca, aunque ver a su madre en aquel estado bastaba para aterrorizar a cualquier criatura—. Por favor, mamá, no grites tanto.

—¿Qué te pasa? ¡Sal de esa cama en este mismo instante!

—Por favor, mamá... —Bridget se cubrió las orejas con las manos.

—Ha pasado una noche horrible, señora —se atrevió a intervenir Adèle—. La pobre no ha podido ni comerse las tostadas.

Cecily inspiró con fuerza por la nariz.

—Esto es de lo más inoportuno. Martin, dale semillas de amapola y luego ven a atenderme a mí en mi salón. Tengo planes y mis planes no contemplan que ésta se haga la enferma.

Oui, madame.

Cecily salió hecha una furia, cerrando la puerta de golpe otra vez. Bridget se sentó y empezó a dolerle la cabeza de verdad.

—¿Hay más chocolate?

—Media taza. No me gusta esto, señorita Bridget. Cuando la señora se pone a conspirar, no puede ser nada bueno.

Ella se sentó en el borde de la cama y dijo:

—Debería escribirle a Maggie y felicitarla.

Aunque si Maggie iba a casarse con un conde, significaba que las cartas tendrían que ser tan superficiales como insulsas, llenas de las tonterías que escribía siempre para que pasaran la censura de Cecily, tal como había hecho en las últimas semanas; estupideces destinadas a comunicarle a Maggie cuál era exactamente la situación, sin alertar a su madre sobre sus recelos. Adèle le dio lo que quedaba de chocolate.

—Deberías escribirle y advertirle.

Se lo dijo en voz muy baja, casi como si confiara en Bridget y ésta sintió que algo extraño se removía en su interior. Tener casi quince años y ser la hija de Cecily significaba que debía tener mucho cuidado y escoger a sus amigos con mucha cautela.

No sólo eran amigos, sino aliados.

—Sí, debo advertirle. —Bridget también habló en voz baja—. Y quizá puedas encontrar la manera de que la carta le llegue a Maggie sin pasar por el correo, ¿verdad?

—Me aseguraré de ello.

—Maggie, puedo permitírmelo. —Ben hablaba con voz calmada, sin abandonar su indulgente sonrisa, pero su prometida no dejaba de apretar los labios.

—Deberías comprarme uno de bisutería. —Habló también en voz baja, porque todos los joyeros de Ludgate estaban en la puerta de sus tiendas aquella mañana, sonriendo y haciendo reverencias, mientras Ben la llevaba a ella de una tienda a otra, donde los empleados se mantenían a una prudencial distancia para evitar las iras de Ben.

—Como mínimo te compraré una esmeralda, para que combine con tus ojos. O quizá rubíes, para que combinen con tu pelo. O diamantes, para que lo hagan con tu impecable piel.

Esas extravagancias mermarían su fortuna y ella jamás le permitiría tales dispendios.

—Tengo pecas.

Su expresión no traicionaba su exasperación, aunque Ben la notó en la erguida postura de su columna y en la manera en que entrecerró los ojos. Un hombre menos valiente podía haberlo tomado como una advertencia.

—Son huellas de los besos de los ángeles y yo te las besaré también.

Habló lo bastante alto como para que el vendedor que tenían más cerca lo oyera, lo cual tuvo el efecto de poner en guardia a Maggie.

—Éste es muy bonito —dijo ella, dedicándole una almibarada sonrisa al joyero y señalando una esmeralda muy pequeña—. ¿Quizá podamos cambiar el soporte?

Al final se resignó. Escogió una esmeralda todavía más pequeña, pero de excelente calidad. La montura era de oro liso, como una alianza de boda. Pero cuando Ben intentó comprarle los pendientes a juego, se negó en redondo.

—Tengo hambre y estoy cansada —dijo, sonando un poco como la duquesa—. ¿Por qué no me llevas a tomar un helado?

Si Ben no hubiera estado con ella en su cama horas antes, si no saborease todavía el recuerdo de su pasión y su placer, podría haber creído que aquella mujer era así de afectada.

Pero él ya conocía su temperamento y obstinación, así que capituló con elegancia. La acompañó hasta el carruaje y se sentó con ella su lado.

—¿Estás seguro de que puedes pagarlo? —le preguntó Maggie, poniéndose bien la falda, mientras él hacía avanzar el caballo.

El tono de su pregunta, tan suave y casi ansioso, le dio una idea.

—He estado pensando preguntarte a ti acerca de eso.

Ella dejó de arreglarse y lo miró.

—¿Qué puedo saber yo de tus finanzas?

—De mis finanzas no, sino de las finanzas en general. Gran parte de mi fortuna está en fondos de inversión, quizá más de lo que es prudente. He pensado que podríamos hablar del asunto.

Nunca antes se había dado cuenta de lo difícil que era mostrarse indeciso, lanzar un brillante señuelo y dejar que resplandeciera allí, en silencio, al sol de la primavera.

Entre las cejas de Maggie se dibujó una línea vertical.

—¿De cuánto estamos hablando?

Dos horas y dos helados más tarde, Ben estaba aturdido por la brillantez que tenía delante. Maggie Windham comprendía el dinero mejor de lo que él había entendido cualquier cosa en toda su vida. Mejor de lo que entendía a sus hermanas y mejor de lo que se comprendía a sí mismo.

Y averiguó algo más: la manera de cortejar a Maggie Windham tenía en parte que ver con hacerle el amor a su lujurioso cuerpo, pero tenía más que ver con aliviar el peso de una soledad tan grande y agobiante que ella casi se había sofocado bajo su peso.

Fuera cual fuese su secreto y a quienquiera que estuviera protegiendo, lo que a Benjamin le quedó claro era que el dinero formaba parte del asunto. Mientras entraban en el parque, con Maggie animada, hablando de la exportación a las Américas, Ben decidió que la liberaría de aquel peso costara lo que costase.