3
Besar a Magdalene Windham no formaba parte del plan de Hazlit. Su idea era descubrir qué era lo que perturbaba la vida normalmente retirada de ella —al menos le debía eso a la familia Windham— y resolver el problema a cambio de su dinero. Eso fue lo que lo impulsó a acercarse a ella, no un tonto bolsito.
Su plan era fingir el amable interés de un hombre que busca una posible pareja, una pareja adecuada para alguien bastante rico que se propone formar una familia.
Su intención era mantener la agudeza de sus sentidos, no que éstos se anegaran con el perfume, el sabor y el tacto de una mujer adorable en un día de primavera.
Una mujer adorable y de algún modo reticente, cuya altura encajaba a la perfección con la suya, con sus caderas exactamente a la altura de su pelvis y sus senos presionando íntimamente contra su pecho. Notaba su boca suave, voluptuosa y vacilante contra la suya, como si estuviera pidiéndole que continuara.
Él la dejó expuesta, lo cual tampoco formaba parte de su plan. Se inclinó sobre su cara, aspirando el perfume a flores y canela de su pelo. Le acarició la curva de la oreja y notó el temblor que le recorría el cuerpo. Cuando ella se acercó más con un suspiro, Hazlit posó la boca en la comisura de sus labios y le cogió la cabeza para que lo mirara.
Y entonces fue ella la que lo dejó al descubierto. Puso de manifiesto cuánto tiempo había pasado desde que un beso era más que un preliminar obligatorio y superficial para un intrascendente acto sexual. Y lo hizo al mostrarle cómo el placer del deseo la hacía superar su timidez, al mostrarle que tenía algo para dar, incluso en un beso fingido.
—Señor Hazlit... —Le pasó una mano por la nuca y con la otra le acarició suavemente el pecho—. No deberíamos...
Él la silenció posando otra vez la boca sobre la suya... con suavidad, porque, por mucho que su cuerpo indicara que su beso era bienvenido, Magdalene Windham tenía también un cerebro y la sensibilidad de una dama y un pasado...
La idea fue como recibir un cubo de agua fría. Cuando estaba a punto de meter la lengua en el lujurioso calor de su boca, vaciló. Estaba ya deslizándole una mano por las costillas, desesperado por tocarle un pecho, pero se detuvo. No quería apretar el brazo con que le rodeaba la cintura y estrecharla contra su creciente erección.
Movió la boca mínimamente y apoyó la frente en la suya.
Ella no se alejó, lo cual fue una suerte, porque su rebelde bestia masculina necesitaba unos instantes para recuperar su aspecto civilizado. Por el amor de Dios, estaba en una glorieta de rosales, robando besos como un escolar que persigue a una muchachita.
—Me ha convencido —dijo ella.
Él se le acercó, para no perderse detalle de su ronco susurro, para inhalar mejor su fragancia de flores y mujer.
—¿De qué? —Le acarició la piel desnuda del cuello, aunque le ardían los dedos del deseo que sentía de deshacerle la gruesa trenza y enterrar la cara en su pelo suelto.
—De que interpretará muy bien su papel.
¿Su papel...? Tenía que recuperar la lucidez, porque su mente entera se había vuelto niebla y confusión. Donde debería haber ideas, planes y claros recuerdos, sólo había impulsos y sensaciones.
El aliento de ella contra su cuello, sus dedos jugando con el pelo de su nuca, sus caderas pegadas a las suyas, mientras la mitad superior de sus cuerpos ya no estaba tan unida. Se irguió y apartó la cara, pero ella se inclinó entonces contra él y apoyó la mejilla en su hombro.
¿Quizá también necesitara un momento? La idea lo calmó y comenzó a acariciarle la espalda y la nuca. Ella parecía agradecer el gesto, dejando que él los tranquilizara a ambos con sus sencillas caricias.
—¿Me besará otra vez? —Hizo la pregunta contra su hombro, pero él lo comprendió porque, en parte, sintió sus palabras en el cuerpo.
—Es muy probable. —No había sido su intención que su respuesta sonara como un gruñido.
—Le agradecería algún tipo de advertencia.
«Por supuesto que sí.»
—Lo haré mejor la próxima vez.
Así que ninguno de los dos sentía que hubiera caído en una emboscada.
Ella levantó la cabeza y la muy tonta le sonrió. No era la sonrisa que le habían suscitado los claveles cuando había creído que eran un regalo de su hermano. Era más... maliciosa, más femenina.
Santo Dios, la dama era peligrosa para el autocontrol de un hombre y ella ni siquiera lo sabía.
—Si lo hace mucho mejor, señor Hazlit, necesitaré sales y una tisana. —Se apoyó contra él y Benjamin se dio cuenta de que sonreía.
No estaba ofendida. Eso le hizo sentir un alivio exagerado, pero no se lo pensó demasiado. Había besado a otras mujeres por cuestiones de trabajo y era probable que volviera a hacerlo.
De hecho, ya deseaba volver a hacerlo pronto.
Benjamin Hazlit era un demonio del infierno. Maggie se convenció de ello cuando, después de su tercera tetera, empezó a someterla a un interrogatorio sobre la casa, sus costumbres y las actividades del día en que había perdido su bolso.
Y, mientras tenía que concentrarse en pensar cómo recuperarlo, a Maggie le costaba mucho no mirarle la boca cuando le formulaba pregunta tras pregunta.
Su boca no era fría ni severa. Sino cálida, cómplice e incluso tierna y suave... Que Dios la ayudara.
Dios del cielo. Su boca era..., era una revelación, una ventana que se abría a una faceta de los hombres que Maggie jamás hubiera imaginado que existía. Con muchachitos llenos de granos y caballeros de cierta edad, había soportado algunos manoseos y baboseos. La habían besado y la habían tocado y eso era todo lo que ella conocía de lo que ocurría entre los hombres y las mujeres.
Todos esos pretendientes que querían conseguir algo habían hecho que Maggie experimentase un excepcional momento de simpatía hacia su propia madre, a pesar del hecho de que ellos pedían su mano en matrimonio.
Hasta que le preguntó a su hermano Devlin por qué los hombres se comportaban de esa manera, y tras mirarla con el cejo fruncido y expresión letal, él le enseñó un par de movimientos, así como imaginativas maneras de usar las rodillas, los puños y los dedos y, como resultado, sus pretendientes fueron en adelante más respetuosos.
En ese momento, quería darle un puñetazo al señor Hazlit en el estómago, aunque sospechaba que su puño no le haría nada.
¿Cómo podía un hombre besar con tanta dulzura y ardor y, al mismo tiempo, ser tan... diabólico?
—Lléveme a sus habitaciones privadas. —Dejó la taza de té y se puso en pie; estaba claro que esperaba que Maggie diera un salto y lo obedeciera.
—Permítame mandar primero a Millie para que vea si está todo presentable. —Permaneció sentada y, despreocupada, bebió de su té, para dejar clara su actitud.
—No es necesario que esté presentable. —Le tendió una mano. Las tenía grandes, bronceadas, como el resto de su cuerpo, o quizá simplemente fuera de tez oscura, y llevaba un anillo de sello en el meñique izquierdo.
—¿Señor Hazlit? —Bebió otro sorbo.
—¿Señorita Windham?
—Si acerca sus dedos a mi cuerpo o, Dios no lo permita, me toca, le morderé.
Ya había mordido a uno de sus hermanos una vez, hacía más de dos décadas, y los otros cuatro habían comprendido el mensaje.
Él bajó la mano. Maggie imaginó que empezaría a soltarle un discurso sobre que él sólo intentaba encontrar su bolso y que con su actitud se lo estaba dificultando —cosa que debía aceptar que hacía— pero Hazlit se acuclilló ante ella.
—¿Dónde? —Había algo en sus ojos, algo... ¿travieso?
—¿Dónde qué?
—¿Dónde me mordería?
Que Dios la ayudara; él había bajado la voz hasta adoptar aquel ronco registro que le había oído en la glorieta. Experimentaba cosas cuando le hablaba así: curiosas, maravillosas, peligrosas sensaciones.
Lo miró a los ojos y se dio cuenta de que era crucial no echarse atrás.
—En su bonita nariz.
La picardía de sus ojos se transformó en humor y luego en una sonrisa tan encantadora que Maggie sintió que tenía lugar un desfile en su interior: bandas de música en todas las direcciones, alegres multitudes, banderas de colores. Dios santo.
Entonces se dio cuenta de su error.
—En su arrogante y bonita nariz —se corrigió.
—Discúlpeme.
Maggie se fijó en que no se había disculpado por besarla. Eso ya era algo.
—¿Me permitirá que inspeccione sus habitaciones, señorita Windham? De ese modo podré ponerme a buscar su bolsito lo antes posible.
—Por supuesto.
Le dio la mano y le permitió que la ayudara a ponerse en pie.
Sus habitaciones estarían en perfecto orden —su personal no permitiría que fuera de otro modo—, aunque mientras guiaba a Hazlit hacia el salón privado se dio cuenta de que su presencia allí podía ser tan íntima como el beso en la glorieta.
O tan íntima como su sonrisa.
Dos horas más tarde, Maggie estaba sentada tomando un té negro bien cargado, mientras contemplaba su salón privado.
Era una estancia que Hazlit había revisado ya por completo, desde las molduras hasta el revestimiento de madera, pasando por las alfombras y todo lo que contenían los muebles. Se había obligado a mirar mientras él examinaba cada centímetro de sus espacios más personales.
Se había sentado en una silla, luego en otra, contemplando su habitación con el cejo fruncido. Luego se había aposentado varios minutos ante su escritorio —una gran reliquia perteneciente a los Moreland— y había jugueteado con sus plumas, su tinta, su arena y la cera.
Un mal trago. La correspondencia era algo bastante personal para cualquier mujer.
A continuación se paseó por el cuarto, mirando por cada ventana, asomándose a la chimenea, pasando los dedos por la repisa, como si buscara polvo.
Cosa que no iba a encontrar, por supuesto. Al fin y al cabo, Maggie había adquirido las bases de las artes domésticas con Esther, duquesa de Moreland.
Luego se había lanzado hacia su dormitorio, con ella siguiéndolo, aliviada de que hubiera terminado con el salón; al llegar, la sorprendió verlo sentado en su cama.
La cama era también un mueble desechado por los Moreland, pero las sobras ducales podían ser impresionantes. Maggie era más alta que el resto de las mujeres de su familia y se había apropiado de una cama en la que podía dormir con toda comodidad.
El señor Hazlit se había quitado las botas de montar y se había apoyado en la montaña de almohadones. Cruzó los tobillos y comenzó a hacerle preguntas hasta que Maggie casi le gritó. Por el hecho de que estuviera allí, en medio de sus fundas, almohadas, sábanas...
Pero entonces, él se puso en pie, volvió a calzarse las botas y fue hacia su vestidor y eso fue peor, mucho peor.
Tocó cada uno de sus vestidos, pasó las manos por sus chales, se arrodilló para hacer inventario de sus zapatos y botas, cuidadosamente ordenados.
—Estos colores tan pálidos no le sientan bien, señorita Windham.
Si su inquisitivo y ceñudo silencio había sido malo, las pocas cosas que dijo en su habitación fueron todavía peores.
—¿No tiene botas de montar, señorita Windham?
Sí las tenía, pero eran tan viejas que las escondía debajo de la cama..., cosa que él pronto vio, maldito fuera.
Cogió un panfleto que tenía junto a la cama y la miró con una ceja arqueada.
—¿Los hábitos reproductivos de los cerdos, señorita Windham?
Leía todo lo que aquel autor escribía, porque, aunque se trataba del hijo menor de un conde todos sus estudios eran resueltamente científicos. No era que ella tuviera especial interés en la reproducción porcina, por el amor de Dios.
—¿No hay flores en su habitación, señorita Windham? Sus criadas son un poco descuidadas.
Pasó las manos sobre sus libros sin hacer ningún comentario sobre las novelas de Austen, que ocupaban un lugar privilegiado en el estante, y se quedó mirando su cama tanto rato que Maggie rompió el silencio que se había impuesto.
—¿Qué hace, señor Hazlit? Sólo es una vieja cama, y muy cómoda por cierto.
—Cuento los cojines.
Ah, claro, contaba los cojines. Quería golpearlo con uno de ellos, o con varios.
—¿Y eso lo ayudará a encontrar mi bolso?
—La verdad me ayudaría más —lo dijo en voz baja, pero ella lo oyó bien.
—¿Qué verdad?
Él se limitó a mirarla fijamente, como si contara cojines invisibles en su cabeza o su alma.
—¿Ha terminado, señor Hazlit?
—No, pero ya he visto suficiente por ahora. ¿Tiene planes para esta noche?
—Quizá borde otra funda de cojín.
Él dejó de sonreír.
—Mañana por la tarde la llevaré a pasear, si el tiempo lo permite.
Ella se cruzó de brazos; no estaba en absoluto preparada para tanta prepotencia.
—Quizá mañana por la tarde esté ocupada. Puede que tenga planes y que un pretendiente enamorado deba esperar con paciencia hasta que su invitación se adecúe a los planes de su dama.
—No era una invitación.
—Eso es exactamente lo que quería decir.
Ella se dio la vuelta, intentando hacer una digna salida, pero él la detuvo poniéndole una mano en el hombro. Cuando se volvió para mirarlo, Hazlit no apartó la mano, sino que le llevó un dedo a la barbilla.
—Le pido disculpas, señorita Windham. ¿Le va bien salir a pasear conmigo mañana por la tarde? Estaría tan agradecido como siempre de poder gozar de su compañía.
No había rastro de sonrisa en su boca ni de humor en sus ojos y Maggie sintió que su interior se agitaba de la manera más inconveniente. De repente, le pareció que era un hombre cuya felicidad dependía de su respuesta.
«Maldita sea.»
—Dios santo, señor Hazlit, si lo pregunta de esa manera tan amable, no me queda más remedio que aceptar. —Él bajó la mano, lo que le permitió continuar caminando hacia la puerta—. ¿Lo que le ha revelado su examen de mis habitaciones puede ayudarlo a encontrar mi bolso?
Él soltó un suspiro y dio un paso hacia ella.
—Lo que me ha revelado es que es usted muy cuidadosa, que la prudencia forma parte de su personalidad..., aunque, en realidad, lo más probable es que sea una habilidad adquirida, más que una característica innata. Me ha revelado que se viste para ocultar a propósito sus muchas virtudes, que tiene una imaginación vívida, pero no frívola... Y que su personal se toma muy en serio su bienestar.
—Suena decepcionado.
¿Cómo había descubierto todo eso con sólo contar sus cojines?
—Un traidor dentro es una respuesta fácil y, por su bien, esperaba encontrar una respuesta fácil.
¿Por su bien? ¿Qué quería decir con eso?
—Pasaré a recogerla alrededor de las tres —dijo una vez en el vestíbulo, mientras un lacayo le entregaba los guantes y el sombrero antes de desaparecer por el pasillo. Hazlit se los puso y la miró con sus oscuros ojos.
—No debe preocuparse, señorita Windham.
Era lo último que esperaba que dijera, y lo más revelador de todo lo que le había dicho.
—Me preocuparé hasta que lo que me pertenece esté otra vez en mi poder.
—Cosa que ocurrirá muy pronto. —Le cogió la mano y se inclinó sobre ella, tan cerca que sintió el calor de su aliento en los nudillos.
—Hasta mañana.
Y cuando se marchó, Maggie sintió que toda la preocupación que había acumulado durante su extensa e inquietante visita se volvía contra ella y la aplastaba. La preocupación pareció hacerse más fuerte aún cuando Millie le dijo que, durante la visita del señor Hazlit, habían entregado otra nota en la cocina.
—¿Estabas haciendo visitas matinales?
Archer bostezó y se rascó el pecho mientras lo preguntaba, pero a Hazlit no lo engañaba. A pesar de la exhibición de somnolencia, Archer Portmaine estaba bien despierto y muy atento a todos los detalles.
—Una visita matinal. —Hazlit se levantó de la bañera y se quedó allí chorreando hasta que su primo le alcanzó una toalla. Cuando se hubo secado el pecho y los brazos, se puso delante de la chimenea.
Archer se sentó en la silla del escritorio.
—Una visita matinal que te ha ocupado toda la tarde.
—Estoy en un caso, Archer. —Terminó de secarse y cruzó la habitación hacia el vestidor, donde su traje de noche lo esperaba—. ¿Sales hoy?
—Lady Abby cena en su casa, así que no. Pero creo que he avanzado un poco con los libros de Allard. —Se levantó y comenzó a jugar con la bandeja que había sobre el escritorio—. ¿Qué caso es el que te tiene dando vueltas por Mayfair toda la tarde?
—No daba vueltas, llevaba a cabo una exhaustiva búsqueda en las habitaciones de una dama. Estoy en el caso Windham. —Se iba poniendo su elegante traje mientras hablaba, aunque hubiese preferido quedarse en casa esa noche, dejando que su primo le ganase a las cartas.
—Creía que el ama de llaves era inocente. —El joven lo miró con curiosidad—. El cachorro de Moreland se ha casado con ella, ¿no es así?
—Ésas son noticias del año pasado, Archer. Ése era Gayle Windham, conde de Westhaven, y sí, ella es condesa ahora. No seas tímido: ¿qué quieres saber?
—No necesitas toda la tarde para inspeccionar las habitaciones de una dama. —Lanzó un gemelo al aire, luego otro y así hasta que empezó a hacer malabarismos con cuatro de ellos—. ¿En qué andas metido, Benjamin?
—Uno averigua muchas cosas al examinar el entorno de una persona. —Se puso un par de estrechos pantalones y los calcetines mientras Archer continuaba jugando con los gemelos.
—¿Y qué has descubierto?
—No estoy seguro. —La camisa era hecha a medida, es decir, bastante ancha, en contra de la moda del momento, pero cómoda—. He descubierto que es una dama.
—¿Lo dudabas? —Su primo cogió cada gemelo en el aire a medida que caían y dejó dos en la bandeja.
—Intento no suponer cosas que no sé. —Pero ese pelo..., esa encantadora boca, ese generoso pecho y sus dulces y femeninas curvas... Y sobre todo, su desconcertada expresión al recibir un inesperado ramo de flores—. Tiene una casa decente, genuino interés por su personal, dedica tanto tiempo como dinero a obras de caridad y es devota de su familia.
También era una lectora voraz; leía de todo, desde panfletos sobre los hábitos reproductores de los cerdos hasta tratados financieros y espantosas novelas.
Archer se acercó con un gemelo de oro, que Hazlit se colocó en el puño derecho.
—Suenas desconcertado, Benjamin. Su padre es un duque. ¿Por qué no iba a comportarse según debe hacerlo alguien de su clase? —Le puso el otro gemelo en el puño izquierdo y miró a su primo a los ojos—. ¿O según los parámetros de una condesa?
—A propósito de eso... —Tenía que informar a Archer de los asuntos difíciles—. Puede que te llegue el rumor de que estoy interesado en la dama en el sentido matrimonial.
En la hermosa cara del joven apareció una genuina y cálida sonrisa. Su otro tipo de sonrisa —la calculadora— era más frecuente, mientras que ésa era bastante inusual.
—Era cuestión de tiempo que organizaras tus prioridades.
—Pero en realidad no estoy interesado en ella.
La sonrisa se apagó como una vela.
—Tienes dos hermanas, Benjamin. Dos hermanas que, antes de casarse, eran maltratadas por brutos insensibles y que...
Le puso una mano sobre la boca.
—No estoy jugando con los sentimientos de una dama, así que déjalo, hermana María de Portmaine. Magdalene Windham no ha sido del todo honesta conmigo y necesito cierta cercanía para saber por qué y decidir qué hacer al respecto.
Su impresionante plan sonaba muy racional, aunque no le habló a su primo de los besos en la glorieta ni de la manera en que se había colado en la privacidad de la mujer para ver su salón, tocar su ropa, descubrir el tamaño exacto de su cama y la cantidad de cojines que la adornaban.
Ni del particular placer que había sentido al saber que ella pensaba que su nariz, un tanto prominente, era bonita.
Archer se encaminó sin prisa hacia el escritorio.
—¿Sabe que estás simulándolo?
—Me ha comparado con el señor Kean. —Mientras Archer tocaba algo de la bandeja del escritorio, Hazlit sacó un almidonado pañuelo de cuello del armario y comenzó a atárselo con un nudo simple.
—Por el amor de Dios. —Su primo se le acercó y le quitó el pañuelo de las manos—. Te haces un nudo de universitario cuando lo que buscas en realidad es un poco de estilo.
—Un poco de estilo simple. —Aunque el estilo de Archer era impecable, así que se quedó quieto.
—Simple pero elegante, como yo. —El joven deslizó un alfiler en medio del diestro nudo, de modo que el oro y el ámbar destellaran sobre el lino color crema—. Así estás bien.
—Gracias.
El espejo sugería que Archer tenía razón, como de costumbre. El ámbar era justo el toque de estilo que necesitaba. Hacía resaltar sus ojos castaños y su piel, un poco más oscura de lo que estaba de moda, pero lo hacía sutilmente.
—En serio, Benjamin, ¿qué harías sin mí?
—Probablemente me retiraría a Blessings y jugaría con los hijos de Avis en mis paternales rodillas.
Archer se paseó por la habitación, ordenando los accesorios del baño y doblando las toallas húmedas.
—¿De verdad lo harías? Cumbria está lejos de la civilización y hace una humedad de mil demonios, y algo me dice que jugar con niños puede que no sea tu fuerte.
—Cumbria es un lugar encantador, que es la razón por la que todo Londres se va corriendo hacia allí en verano. Es hermoso, sus páramos son tan impresionantes que hacen que Kent parezca un aburrido jardincillo, la luz es tan pura y el aire tan vigorizante... ¿Qué?
Le había parecido que su primo lo miraba con cierta... lástima.
—Echas de menos tu hogar, Benjamin. Te preocupas tanto por tus hermanas ahora que están casadas como antes de que pronunciaran sus respectivos votos. Añoras tu propiedad y por eso te paseas por aquí, metiendo las narices en los asuntos de todo el mundo, porque eso te distrae de tus preocupaciones. Encuentra una esposa, vete a casa y deja la investigación para los hombres como yo, que podemos verlo como puro deporte.
—No echo de menos mi hogar. —Aunque sí se preocupaba por sus hermanas.
—Entonces, discúlpame.
—No me esperes despierto.
—Jamás lo hago.
Archer se alejó, mientras Hazlit se miraba una vez más al espejo: aquélla era la nariz que Maggie Windham encontraba arrogante... y bonita.
—¿Archer?
—¿Sí, corazón?
—Si no tienes otros planes para esta noche, ¿crees que podrías hacer un pequeño encargo para mí? —Era un capricho, pero meterse en un caso a menudo le despertaba inspiraciones como ésa... y era por el propio bien de la dama, por supuesto.
—No trabajo esta noche, Benjamin. También necesito dormir de vez en cuando.
—Implica vigilar a una bonita dama.
Un destello de interés iluminó los profesionales, aunque cándidos, ojos azules de Portmaine.
—Entonces, soy tu hombre.
Cuando el viejo rey Hal adquirió las abadías y los monasterios papales, simultáneamente declaró con toda contundencia cuál era su opinión de Roma y llenó sus propios cofres inconmensurablemente.
También preparó el camino para que los londinenses disfrutaran de los cientos de hectáreas de bucólica belleza que más tarde llegarían a conocerse como Hyde Park. Según Esther, duquesa de Moreland, había sido una de las obras más encomiables del rey Enrique.
Una dama podía pasearse tranquilamente por el parque, mientras espiaba a los candidatos para ver si valía la pena sumarlos a la familia Windham. Porque así es como sería: cuando las chicas se casaran, llevarían a sus esposos a la familia.
Y no al revés.
—Cada año este lugar está más transitado —murmuró Evie desde su privilegiada posición junto a su madre. Las otras hijas se habían disculpado, dejándole a la hermana menor el privilegio de sentarse junto a su excelencia en el carruaje.
—Muchos más caballeros entre los que escoger a tu esposo —respondió Esther, sonriendo con serenidad—. Con la frente alta, querida. Si a tu padre le llega el rumor de que pareces abatida, se preocupará.
El truco funcionó, tal como la madre sabía. Evie irguió la cabeza y una sonrisa que hubiera llenado de orgullo al duque le iluminó las facciones.
—Su excelencia, lady Evie.
Lucas Denning, un bribón como pocos, pasó montando a caballo junto al carruaje. Se tocó el ala del sombrero en señal de saludo y les dedicó una sonrisa. Podía hacerlo: era lo bastante rico, tenía un nuevo título de marqués y Percy aprobaba su posición política, más o menos.
—Deene. —Esther asintió y le devolvió la sonrisa, mientras Evie extendía una enguantada mano hacia el hombre. Él consiguió inclinarse para besársela, mientras su caballo daba un paso hacia el vehículo de las damas.
—El paisaje está más encantador cada vez que vengo aquí. Lady Evie, qué bien le queda ese sombrero.
—Al menos es usted coherente —contestó Evie. Esther sintió que algo se hundía en su interior—. Creo que también lo admiró cuando lo llevaba puesto mi prima la semana pasada.
Como había criado a cinco varones, Esther notó el pequeño gesto de tensión que se formó alrededor de la boca del caballero. Acababa de dejar el luto, pero no era ningún secreto que su padre había perdido las esperanzas con él. El peso del dolor y de la culpa era evidente. Pero para el entrenado ojo de Esther, Deene era un hombre lo bastante listo para admitir la derrota y tomar una esposa.
—La verdadera belleza perdura en el tiempo —replicó, dirigiéndole una seductora mirada a Esther.
—Mientras que los halagos se los lleva el viento —respondió ella con una sonrisa—. Aunque ofrecen un fugaz divertimento. ¿Es nuevo ese caballo, milord?
En cuanto terminó de formular la pregunta, Esther supo que no era lo que debería haber dicho si quería que Evie le prestara atención al hombre. La joven se echó atrás en el asiento y dejó que Deene perorara sobre su bayo hasta el punto de recitar parte del pedigrí del animal.
De repente, Evie se puso alerta.
—Vaya. Ésa es nuestra Maggie y está paseando con el encantador señor Hazlit.
Un punto para la dama. Deene disimuló su contrariedad, pero al oírla referirse a Hazlit como «encantador», prestó atención. Se irguió un poco más en su montura.
—¿Dónde?
—Bajo los árboles —respondió Evie—. Mamá, avanza. No debemos dejar que se dé cuenta de que la hemos visto o hará que la lleve directamente a casa.
Deene, muchacho listo, movió su caballo unos pasos hacia delante para tapar la línea de visión entre los dos vehículos.
—¿Estás segura de que era Maggie? —preguntó Esther.
—Lo estoy. —Evie y Deene lo dijeron al mismo tiempo y se miraron.
—¿Y dices que está con el señor Hazlit? ¿Con Benjamin Hazlit?
—No hay ningún otro hombre que tenga unos ojos oscuros tan bonitos como ésos —dijo Evie—, y Dev y Val han comentado lo parecidos que son sus caballos de tiro.
Esther podía verlos; un par de lustrosos animales color caoba, de la misma altura, con las patas blancas y las negras crines y las colas cepilladas con celo.
—Hazlit no sale a pasear muy a menudo —comentó Deene, con tono especulativo—. ¿Quizá debería ir a presentarle mis respetos a la dama?
Esther asintió.
—Quizá debería. —Luego Percy le sacaría los detalles del encuentro mientras comían un chuletón y un pastel en el club—. Buenos días, milord.
—Su excelencia, lady Evie.
Deene se tocó el borde del sombrero con la fusta e hizo girar su montura con una elegante pirueta, mientras la duquesa llevaba su vehículo hacia un camino lateral que las sacaría de la pista principal.
—¿Vamos a visitar a Maggie mañana? —preguntó Evie.
Esther miró a su hija menor. Se preocupaba por todos sus hijos —ser padre significaba preocuparse—, pero Evie le había dado bastante guerra.
—Quizá pasado mañana. Una no quiere entrometerse.
—Una puede hacerlo si es duquesa y acaba de ver a Maggie con un caballero por primera vez en diez años. Tanto a papá como a ti os gusta el señor Hazlit.
—Tu padre respeta al señor Hazlit —contestó Esther.
¿Cuándo se había vuelto tan observadora su hija pequeña?
—Mamá, si haces alguna presión en este sentido, Maggie lo ahuyentará.
—Maggie no ahuyentará a un caballero tan adecuado.
Aunque lo había hecho antes y las dos lo sabían. Una vez tras otra, Maggie había rechazado a muchos caballeros adecuados.
Magdalene Windham revivía al aire libre. Hazlit lo había notado el día anterior en sus jardines y pensaba que ése podía haber sido parte del motivo de que la hubiera besado; una pequeña parte.
Ella se irguió a su lado, en el asiento del carruaje, inspiró una gran bocanada de aire y la dejó salir con un sonoro suspiro.
—La primavera es un regalo tan bonito —comentó—. De un año a otro me olvido de lo mucho que la disfruto. El azafrán que brota, y luego los bulbos de Holanda; estoy impaciente por que les salgan hojas a los árboles.
—¿Ha pensado alguna vez vivir en el campo?
—Moreland es muy bonito. Paso algún tiempo allí cada verano. Vaya par de ejemplares tiene usted.
—Berlín y Estocolmo —contestó, orgulloso de sus caballos. Le ofreció entonces las riendas a Maggie—. Adelante, señorita Windham, cójalas. Usted sabe que lo está deseando.
—No podría.
Él acercó más las manos a las suyas, que reposaban en su regazo. No llevaba guantes de conducir, así que le colocó las riendas en una mano y con los dientes se quitó los suyos para dárselos.
—Sí podría.
Ella miró los guantes de reojo con una mirada de anhelo.
—¿Sabe hacerlo?
—Mi hermano Devlin nos ha enseñado a todas las hermanas, aunque en realidad no es más que sentido común.
Benjamin detuvo los caballos cerca de la puerta de Cumberland.
—No debería, de verdad.
—De verdad que sí debería. —Sintió la tentación de señalarle que, si en realidad se tratara de un cortejo, aquélla sería la manera en que un hombre indulgente, un hombre enamorado, se comportaría en público—. Disfrutará más del aire fresco, mirará esos caballos como si estuvieran hechos de chocolate y no le importará si el viento la despeina. Inténtelo, Magdalene Windham.
—Maggie —lo corrigió ella con suavidad, con los ojos fijos en las riendas—. Nadie me llama Magdalene. Y puede tutearme.
—Entonces, coge las riendas, Maggie, o nos quedaremos aquí con toda la buena sociedad mirándonos.
Ella finalmente lo hizo, pero sin ponerse los guantes. Benjamin se los retiró del regazo con destreza, con cuidado de no tocarle la falda siquiera.
—Tú también puedes tutearme —dijo. Y añadió—: Haz el circuito completo. Es lo habitual y pronto tendremos bastante espacio para maniobrar.
Ella asintió, lo que indicaba que sabía cuál era el recorrido por el parque. ¿Sus hermanos se habían ocupado también de eso o el conocimiento le venía de sus años en el mercado matrimonial? Consideró la cuestión mientras sus caballos trotaban tan ligeros y elegantes como si anhelasen desde hacía mucho tiempo las manos de una dama.
—¿No te parece raro —preguntó ella— que sea una dama quien te lleve?
Estaban en público. Mejor que se acostumbraran a sus roles. Él esbozó una sonrisa.
—Milady, ninguna hora que pase en tu compañía será rara.
Ella sonrió, una gran sonrisa maliciosa que iluminó sus hermosos ojos verdes y dejó a la vista dos hileras de brillantes dientes blancos.
—Es usted un granuja, señor Hazlit. Un completo granuja. Jamás recuperará las riendas si no deja de decir esas tonterías.
Al verla sonreír —a él, a sus caballos, al día—, Hazlit se dio cuenta de cuánto se había contenido Maggie con él hasta entonces. Sus sonrisas habían sido sólo un gesto, su cortesía despiadadamente correcta, su conversación cautelosa... Excepto por aquel beso, por supuesto.
El beso que había interrumpido en sus comienzos porque era un completo idiota.
—Recuerda tratarme de tú, Maggie. ¿No es ésa tu madre?
—¿Mi ma...? —Su sonrisa se desvaneció y la reemplazó la ansiedad y... ¿el miedo? Asimismo la alegría desapareció de sus ojos y, de repente, Hazlit no estuvo seguro de haberla visto—. Ah, quieres decir su excelencia. Santo Dios. Creo que será mejor que hagamos una salida estratégica.
—Como desees, milady.
Excepto que no podía, porque los carruajes circulaban con extremada lentitud y había pocos lugares donde girar. Hazlit estaba preparado para sonreír y mostrarle su mejor cara a la duquesa, pero un hombre montado en un bayo se movió de modo que obstruía la vista de los ocupantes del carruaje de la duquesa.
—Deene está saludándolas —dijo Hazlit, aunque tuvo que estirar el cuello para ver más allá de los lacayos de la parte trasera del landó de lady Dandridge—. Creo que te has salvado.
—Sólo por el momento. Alguien se lo contará. Y, a continuación, papá te preguntará cuáles son tus intenciones. —Mantuvo la mirada fija al frente, así que tuvo que mirar bajo el ala de su sombrero para ver su alicaída expresión.
—¿Hace falta que lo digas tan abatida? —Intentó que sonara como una broma, pero ella se volvió para mirarlo con los ojos llenos de tristeza.
—Señorita Windham. —Deene se tocó el sombrero y se inclinó desde la montura de su caballo—. Es un raro placer verla paseando por aquí. Hazlit.
—Deene. Creía que preferías evitar este paisaje.
—Por lo general, así es. —Miró a la señorita Windham y le sonrió—. Pero no con tan distinguida compañía. Me he levantado demasiado tarde para ir a montar, así que he traído a Bestia para que estirara las patas.
—¿Qué clase de nombre es ése para un animal tan bonito? —La señorita Windham cogió las riendas con la mano derecha y estiró la izquierda hacia el bayo—. Va a herir sus sentimientos.
El caballo le olisqueó los dedos y luego volvió la cabeza, como si quisiera reprocharle algo al jinete.
—Le ha respondido —dijo Deene, dándole una palmada en el lomo—. Es mejor que yo, ¿verdad?
Y, dicho esto, le dedicó una sonrisa deslumbrante.
—Debemos irnos si no queremos provocar un atasco —intervino Hazlit.
Deene —maldita fuera su arrogancia— azuzó también a su caballo mientras la señorita Windham hacía avanzar su vehículo.
—Si le gusta conducir, milady, tengo un par de animales que seguramente le encantaría probar.
Pero Maggie, bendita fuera, pareció exasperada al mirar las riendas.
—El señor Hazlit me ha concedido un extraño capricho, milord, pero gracias por su ofrecimiento.
—Quizá algún otro día.
Deene hizo otra reverencia —¿cómo conseguía no parecer ridículo haciendo reverencias desde la montura?— y se alejó con toda su arrogancia.
—¿Podemos ir a casa ahora? —preguntó Maggie.
Ya no le brillaban los ojos y el rosado de sus mejillas había desaparecido. Parecía muy empeñada en marcharse de allí.
—Tienes las riendas. Podemos ir a donde desees.
Ella hizo girar los caballos para salir del camino principal y Hazlit se preguntó en qué momento exacto se había estropeado el paseo. ¿Había sido el coqueteo de Deene? ¿El hecho de haber visto a la duquesa? O, peor, ¿había sido algo que él había dicho o hecho?
No había explicación de por qué, después de tres décadas criando niños, discutiendo, amándose y discutiendo un poco más, su excelencia, Percival St. Stephens Tiberio Joachim Windham, era más amado que nunca por su esposa. Lo aceptaba como un regalo que sólo podía esforzarse por merecer y besó a la duquesa en la mejilla.
—Malditos sean los idiotas que se vuelven más tontos cada día, Esther. —Le rodeó la cintura con los brazos y suspiró junto a su pelo color trigo—. El príncipe se da todos los gustos mientras los soldados rasos se mueren de hambre. Estoy tentado de declararme senil y fijar mi residencia permanentemente en Moreland.
—Supongo que las reuniones han sido difíciles. —Ella comenzó a masajearle la nuca y, como un viejo perro que encuentra su refugio junto a una cálida chimenea, él sintió que toda la tensión y las preocupaciones del día se diluían.
—Siempre lo son. Si la Cámara de los Lores no empieza a ceder en algunos de los asuntos menores, pronto tendremos que enfrentarnos a la multitud. Verás como así será, Esther.
—Ven. —Lo llevó de la mano a su sofá favorito—. Dime quién es el que te da más problemas y yo invitaré a sus damas a tomar el té.
Mientras su marido hablaba sobre los votos, ella le quitó las botas y le sirvió una copa de vino; luego se sentó a bordar, mientras él diseccionaba cada comentario y propuesta que se había pronunciado en sus reuniones.
—¿Has hablado de alguna de estas cosas con Westhaven? —le preguntó su esposa una hora más tarde.
Al duque le llevó algo más de la cuenta pensar en la pregunta, porque, a la luz de las velas, el perfil de su esposa era igual al de treinta años antes: sereno, elegante..., pacífico. Gracias a Dios que había tenido el buen tino de casarse con Esther y no con ninguna de las otras muchachas bonitas que lo volvían loco.
—Está preocupado por su descendencia —respondió finalmente, mirando su copa de vino vacía—. Y eso es lo que debe hacer.
—Puede disfrutar de una distracción —rebatió la duquesa, dejando el bordado a un lado—. Y Anna también tendrá más espacio para respirar si su esposo te acompaña de vez en cuando a reuniones políticas. Él tiene bastante habilidad para conseguir consenso, y además necesitará estar al tanto de tu red de espías y pares si un día debe seguir tus pasos.
Él se puso en pie y se sirvió media copa de vino más. Un año antes, justo después de su ataque al corazón, su esposa habría fruncido el cejo. Dos años antes, ya se habría bebido media botella.
—¿Dónde has aprendido a manejarme así, mi amor? —Le acercó la copa a los labios y ella bebió con delicadeza. El duque volvió a sentarse en su silla—. Me estás diciendo que tengo que estar listo para entregarle las riendas políticas a Gayle, pero lo haces de tal manera que me siento halagado e incluso motivado a rubricar mi propio retiro.
Ella bajó la vista y apretó ligeramente los labios. Era un gesto que hacía cuando buscaba las palabras para decir algo, así que su marido esperó.
—Quiero tu opinión sobre una cosa. —Levantó la mirada hacia él, con aquellos ojos tan bonitos que tenía.
Su marido hizo un gesto con la copa.
—Pregúntame, querida. Sabes que no puedo negarte nada.
—¿Cuál es tu honesta opinión de Lucas Denning?
Oh. Haciendo de casamentera otra vez. Había un malentendido general entre los miembros de la familia Windham respecto a que era el duque el que estaba obsesionado con la construcción de su dinastía, y todos estaban convencidos de que había perpetrado mil artimañas para impulsar a sus hijos al altar.
Eso era verdad, lo había hecho, pero la historia oculta era que la duquesa estaba igualmente involucrada, si no más, en conseguir los mismos resultados. Se había hecho amiga de Anna cuando ésta no era más que el ama de llaves de Gayle; le había hecho varios acertados comentarios a St. Just cuando estaba ofuscado por su pasado; se había preocupado constantemente por Valentine, que había decidido pasar el invierno anterior con St. Just —¡en los valles de Yorkshire!—, hasta que había sucumbido también al señuelo del matrimonio.
Esther Windham era una fuerza digna de tenerse en cuenta y Deene había ido a parar a su mira de casamentera. El hombre estaba condenado.
—Se halla en una situación un poco complicada —dijo el duque. Una respuesta neutra, que se podía aplicar a la mayoría de los hombres, desde la infancia hasta la vejez—. ¿Por qué?
—¿Complicada en qué sentido? —Había vuelto a mirar el bordado que tenía en el regazo, una táctica que le permitía ocultarle su expresión a su esposo.
—Un título siempre le llega a un hombre asociado al dolor y la pérdida. Deene y su padre no se llevaban bien, aunque apenas puedo culpar al muchacho. El viejo marqués era una bestia, aunque tenía unos perros hermosos. Creo que Deene se recuperará... si encuentra a la marquesa adecuada.
—¿Crees que Evie y él harían buena pareja?
—¿Evie? —¿Su bebé, su pequeña..., la que casi había desaparecido después de que Bart y St. Just se enrolaran en el ejército?—. Quizá, si permite que él la corteje; eso podría inspirar a sus hermanas para que se tomen en serio el asunto del matrimonio. Sophie no puede ser la única en dar buen ejemplo.
—Eso no responde exactamente a mi pregunta. —Dejó el dichoso bordado a un lado y se volvió hacia su esposo con el cejo fruncido—. Saltan chispas cuando se ven, pero no en sentido positivo. Quizá esté exagerando, pero una madre se preocupa.
Él le palmeó la mano.
—Una buena madre se preocupa.
Una madre que había enterrado a dos hijos adultos tenía derecho a preocuparse un poco, llegado el caso.
—Pero ¿crees que funcionaría?
¿Otra vez con eso?
—No tengo motivos para rechazar al hombre, Esther, si es lo que me preguntas. Cuando vota, lo hace con responsabilidad. No siempre sigue las líneas del partido, pero tiene sólidos motivos para romper filas y yo mismo he cambiado mi lealtad a veces. Que un hombre vote según su conciencia, mantiene a los idiotas alerta. —Tomó un sorbo de vino mientras esperaba la reacción de su esposa.
—Supongo, pues, que depende de Evie, pero ¿harías algunas averiguaciones?
Estaba mandándolo a que enviara a sus exploradores. Dios... Ver a sus hijos varones casados era una cosa —sus esposas eran importantes incorporaciones a la familia y los nietos todavía más. Se había resignado a ver a Sophie casada con Sindal, cuya propiedad, por suerte, no estaba más que a unos pocos kilómetros de Moreland, pero ¿su pequeña?
Era demasiado valiosa para echarla en brazos del primer marqués guapo y lujurioso que apareciera por allí.
—Pondré a Hazlit en ello. Pronto sabremos de qué lado de la cama duerme Deene y qué jabón prefiere en el baño. ¿Puedo ofrecerte el último sorbo? —Le dio la copa.
—Gracias. He visto al señor Hazlit hoy en el parque. Maggie conducía sus caballos y se la veía muy elegante. Supongo que es momento de bajar a cenar. —Dejó la copa a un lado y le permitió a su marido que la ayudara a ponerse en pie—. He recibido una carta de Rose hoy. Me pregunta si estás disponible para visitarla este verano.
—¿Rose ha preguntado por su viejo abuelo? ¡Imagínatelo!
Acompañó a su esposa al comedor, hizo todos los comentarios adecuados y presidió una plácida cena familiar, como lo había hecho incontables veces antes.
Pero mientras, se estuvo preguntando por qué Esther había sentido la necesidad de decirle todas esas tonterías sobre Evie y el joven Deene para ocultar la extraordinaria noticia de que su querida Maggie había salido a pasear con un candidato.
Archer le dio una copa a Hazlit y se sirvió otra para sí mismo.
—No te gustará.
—¿No me gustará el whisky? —Benjamin olió su vaso y percibió el mismo aroma sutil y ahumado de siempre. El olor que asociaba con la relajación y la comodidad—. ¿A qué te refieres, Archer?
—No te gustará mi informe.
El día había sido largo y lleno de ocupaciones; tantas que Hazlit no había tenido tiempo de hablar en privado con su primo, mucho menos considerando el desarrollo de la situación con los Windham. Se sentó en el sofá de la biblioteca y se quitó las botas.
—Hay una alta probabilidad de que no me guste si tengo que esperar lo que queda de la noche para oírlo.
Archer se sentó en la cómoda butaca que quedaba a la derecha del sofá y apoyó los pies con medias sobre la mesa de centro.
—Abby Norcross se ha recluido. O bien sabe que la estamos siguiendo o tiene la regla.
—¿Todavía no has entablado relaciones con su doncella? —Y, por primera vez en mucho tiempo, a Benjamin se le ocurrió preguntarse por qué un hombre se dedicaría a un negocio en el que había que reunir información como aquélla. No era muy agradable husmear en los asuntos de una dama hasta ese nivel.
—Sí lo he hecho, pero he estado un poquitín ocupado. Tu señorita Windham ha recibido la visita de un par de caballeros.
—¿Un par? ¿Al mismo tiempo? —Cuando los hombres visitaban a una mujer bonita de dos en dos, podían controlar los peores impulsos uno del otro o empujarse a las peores locuras.
—Al mismo tiempo, y no entraron por la puerta principal. Los recibieron por la cocina, tras entrar por los establos, después del atardecer.
—La puerta de la cocina después del atardecer. Tienes razón: no me gusta. —Hazlit bebió un trago y dejó que el calor le bajara por la garganta—. ¿Estás seguro de que no eran sus lacayos, que regresaban de beber sus pintas nocturnas?
—Éstos eran hombres corpulentos, que se movían con la agilidad de la juventud, y es extraño... —Se quedó en silencio de una manera que volvía loco a su primo.
—Te sacudiría, Archer, pero creo que te gustaría.
—Puede ser. —Y el muy bastardo sonrió, mientras fingía reflexionar al respecto—. Lo extraño fue que me pareció que estaba viendo al mismo hombre por duplicado. No era que se movieran de forma similar, Benjamin, es que se movían exactamente igual, como si los hubieran entrenado para ello.
—El único lugar donde se puede entrenar a alguien para eso es el escenario.
¿Dos hombres? ¿Dos hombres jóvenes y corpulentos entrando en casa de Maggie por la cocina? No, todo aquello no le gustaba en absoluto, pero no le daría a Archer la satisfacción de demostrárselo.
—Podrían necesitar ese tipo de entrenamiento para hacer un trabajo como el nuestro —dijo éste.
—Al diablo con eso.
Pero tenía sentido. Si Maggie estaba escondiendo secretos —y de hecho lo hacía—, ver a dos hombres merodeando por sus establos era casi lógico.
—¿No les viste las caras?
—No había bastante luz. La ropa parecía buena sin ser pretenciosa. Desde luego no era el atuendo de un trabajador, quizá el de un hombre con un oficio: un tutor, un joyero, un secretario, ese tipo de cosa.
—¿Y no podía ser que visitaran a alguno de los sirvientes? No hay ninguna ley que diga que los empleados domésticos no pueden recibir visitas cuando terminan con sus tareas, al menos no en casa de Maggie.
—No lo sé. Podrías preguntarle a la dama si sabe que esos hombres andan por ahí y, si lo sabe, qué es lo que hacen.
Podría, si fuera a admitir ante ella que la había espiado. Cosa que no pensaba hacer.
—¿Cuánto tiempo se quedaron?
—Alrededor de una hora. No llevaban nada que pudieran haber dejado allí y tampoco parecían llevar nada consigo cuando salieron. Los seguí hasta la taberna que hay entre el Soho y St. James, pero se escabulleron cuando me... distraje.
Coqueteando, por supuesto.
—Morirás de una enfermedad venérea, Archer. ¿Y en quién confiaría yo entonces?
—¿A quién amenazarías con golpear, quieres decir?
El joven se regodeó con el ocasional cumplido y esbozó aquella dulce y tímida sonrisa que muy pocos veían.
—¿Eso es todo lo que viste, dos hombres curiosamente parecidos y vestidos con trajes corrientes, que entraban por la puerta de la cocina?
—Vi también a la pequeña criada, que les sonrió cuando llegaron, pero después cerraron la puerta. Corren las cortinas después del atardecer, así que no pude ver nada más.
—Bueno, ahí lo tienes: un par de mozos visitando a su enamorada. Incluso las criadas tienen derecho a que las cortejen. —Pero Maggie le había dicho que la suya estaba enamorada del jefe de los lacayos.
—¿Dos mozos gigantescos a la vez? ¿Después del atardecer? Ésa no es la manera en que se corteja a una muchacha decente.
—Acábate la copa, Archer, que luego te daré una paliza al cribagge.
Cuanto más tiempo permanecían desaparecidos su bolso y su contenido, peor se sentía Maggie por haber recurrido al señor Hazlit para remediar la situación.
El paseo por el parque le había demostrado que, al menos, debería haberse negado a su idea de cortejarla. Con una sola mirada de lady Dandridge, todo su valor la había abandonado por completo. Era una de las personas más chismosas de Mayfair y había que preocuparse de qué sabía la mujer y a quién se lo diría.
—El señor Hazlit ha venido a verla, señora. —Millie casi bailaba de emoción al anunciarlo.
—Lo veré en el salón... En mi salón privado.
En un día de sol como aquél, llamaría la atención que las cortinas del salón que daba a la calle estuvieran corridas, en especial después de haberse mostrado paseando con el señor Hazlit el día anterior. La buena sociedad notaba esas cosas y la duquesa se había ocupado de que Maggie fuera cuidadosa.
Hazlit apareció en la puerta de su estudio, condenadamente guapo con su atuendo de montar, y le sonrió a Millie con jovialidad.
—Algún refrigerio no estaría de más —dijo.
Millie se retiró y la sonrisa de él se desvaneció al clavar sus ojos en Maggie.
—No pareces haber descansado muy bien, querida. —Tendió una mano hacia ella, sentada al escritorio—. ¿Quizá has soñado conmigo toda la noche y por eso no has podido dormir?
—O quizá algún pescado en mal estado me haya producido el mismo efecto. —Ella batió las pestañas, coqueta, por si acaso, pero no se la veía nada complacida cuando él sonrió de nuevo.
—Buen tanto.
El muy tonto se inclinó y le besó la mano, pero complicó el gesto enormemente. Los dos iban sin guantes, así que no sólo le cogió la mano sino que, con la otra, le acarició lentamente los nudillos y los dedos, luego posó los labios en el dorso de la mano y, finalmente, se llevó el punto donde la había besado a la frente.
Maggie quería apartarse de golpe, pero se preguntó cómo reaccionaría él si le pasaba la mano por el pelo para quitarle la marca que le había dejado el sombrero.
Cuando se irguió, había bastante desafío en sus ojos como para que ella decidiera no satisfacer su curiosidad.
—Ésta es una habitación muy interesante. —Le soltó la mano y miró a su alrededor.
—Es una habitación corriente. —Maggie siguió su mirada: cuatro paredes blancas, dos de ellas con librerías llenas de libros, panfletos y tratados, dos ventanas para la luz natural y el aire fresco, un escritorio, una chimenea. Nada que se saliera de lo ordinario.
—¿Quién es éste? —Hazlit señaló el retrato de un hombre con uniforme del Ejército, alto, rubio y con maliciosos ojos verdes—. Tiene el aspecto de un Windham.
—Es... Era mi hermano Bartholomew.
Él no dijo nada, pero observó la imagen un poco más antes de pasar al marco siguiente.
—¿Y éste?
—Mi fallecido hermano Victor. —En el cuadro aparecía sentado. Sufría de tisis cuando posó para la pintura—. ¿Subimos?
Hazlit la miró, frunció el cejo y continuó mirando y curioseando: cojines bordados por sus hermanas, un manuscrito enmarcado de un breve vals que Valentine había escrito para ella cuando fue presentada en sociedad, un juego de té que la duquesa le había dado como regalo en la inauguración de la casa, la vieja fusta de papá, enrollada y colgando de un rincón, junto al retrato de Bart.
—¿Tienes un perro? —Frunció el cejo al ver la vieja cama de Blake junto a la chimenea.
—Cuando me mudé aquí, mi hermano Gayle me regaló un gran mastín peludo, un viejo amigo que necesitaba una casa tranquila para pasar su vejez. En general no viven mucho tiempo.
Se puso en pie y fue hacia la puerta, deseosa de arrastrarlo fuera de allí.
—Supongo que no vas a volver a invitarme a dar un paseo.
—No, en absoluto —contestó Hazlit. Y, gracias a los dioses, dio un paso hacia ella—. En cambio, vamos a ir de compras.
A Maggie le encantaba ir de compras.
—Me temo que no me va bien.
—Entonces no iremos de compras. —Esperó mientras entraba delante de él en su salón privado—. Iremos a dar un pequeño paseo por las tiendas para que puedas mostrarme dónde compraste el bolsito perdido; quizá encontremos otro exactamente igual.
Volvió a esperar, esta vez hasta que ella se sentó. Para ello, Maggie escogió una mecedora junto a la chimenea, a una buena y segura distancia de cualquier lugar donde él pudiera sentarse.
—Puedo dibujárselo —dijo—. Siéntese, por favor, señor Hazlit. Cernerse así sobre mí no es muy amable por su parte.
Él se asomó a la ventana.
—Por favor, trátame de tú. Escogiste esta casa por su privacidad, ¿no es así? Los árboles, el vallado y que esté situada en la esquina implica que tus vecinos no pueden espiarte.
—Mi hermano Gayle la escogió para mí, pero, sí, le dije qué era lo que buscaba.
Hazlit le dio la espalda a la ventana y apoyó las caderas en el alféizar. Sus hermanos eran lo bastante altos como para hacer eso también.
—¿Estás muy unida a Westhaven?
Otra vez espiando y preguntando, maldito fuera.
—Quiero a mi familia, señor Hazlit, y sí, podría decir que estoy unida a todos mis hermanos.
—¿No hay ningún favorito?
«¿Cuándo llegará la maldita bandeja con los refrescos?»
—Era muy íntima de Bart, sólo nos llevábamos unos meses de diferencia, y Victor era mi escolta, porque Valentine estaba ocupado con el resto de mis hermanas. ¿Por qué lo preguntas?
Él le dedicó una meliflua sonrisa.
—Un hombre interesado en una dama quiere conocer todos sus secretos. ¿Quieres saber algunos de los míos?
—¿Tienes alguno que valga la pena?
El aburrimiento que fue capaz de insuflarle a la pregunta le resultó en extremo satisfactorio. Ella tenía la firme sospecha de que estaba mejor relacionado de lo que aparentaba, quizá hasta estuviera esperando un título. Era «ilustre» después de todo.
—Todo el mundo tiene secretos, señorita Windham, ¿o todavía puedo llamarte Maggie?
¿Cuándo se había movido? Estaba apoyado en el brazo del sofá, en una postura nada decorosa, y además muy cerca de ella.
—Si se supone que me estás cortejando, querrás impresionarme con tus modales, no deslizando informalidades a cada momento.
—Si te estoy cortejando, Maggie querida, querré tomarme cada libertad a la que no te opongas a gritos.
Bajó la voz y la recorrió con la mirada de una manera que Maggie sólo podía asociar a la posesión. Alguien llamó a la puerta, que estaba casi cerrada, aunque ella no recordaba haberla dejado así, y, por el ruido, parecía que Millie por fin aparecía con la bandeja.
—Permíteme. —Hazlit cruzó la habitación en tres zancadas y le abrió la puerta a la criada, cogiéndole la bandeja de las manos—. Le damos las gracias.
«¿Le damos las gracias?»
—Creo que realmente necesita una esposa, señor Hazlit, su representación de pretendiente enamorado es muy convincente.
—Puede que tenga razón. —Apoyó la bandeja en la mesa y Maggie vio un momentáneo brillo de tristeza en sus ojos—. ¿Sirvo? —preguntó.
Había algo significativo en su oferta, algo mucho menos inocente de lo que sugería la prosaica palabra. Maggie no conseguía descifrar qué era.
—Adelante.
Sin que ella se lo indicara, le preparó el té justo como le gustaba: con mucha leche y sólo un poco de azúcar. Le escogió un sándwich de queso y mantequilla y lo colocó en un plato junto con algunas fresas maduras.
—¿Cómo sabías exactamente qué escogería? —Porque lo había hecho a la perfección.
—Supongo que he tenido suerte. No confías en mí, ¿verdad?
—Confío en que encuentres mi bolso.
Hazlit eligió un bocadillo de carne asada y queso y se lo acabó en dos bocados.
—Quieres que lo encuentre; sin embargo, no confías en mí. Tendremos que trabajar en eso.
Ella arrugó la nariz por encima de su taza de té.
—Quiero que encuentres un objeto perdido, no espero una propuesta matrimonial.
Se sirvió otro bocadillo sin invitación de ella, como si fuera de la familia.
—No se ha perdido, Maggie Windham. Alguien te ha hurtado algo de valor para ti. No necesito saber con exactitud qué es lo que te han quitado, pero la verdad es que ayudaría.
Ella ganó tiempo bebiendo té.
—¿Por qué crees que lo han robado?
Él suspiró y se reclinó en el asiento, apoyando su taza y el platillo en la bandeja muy suavemente.
—Vives sola, excepto por tu personal, pero tu padre y tus hermanos probablemente han investigado a fondo a cada persona que trabaja para ti, siguiendo indicaciones de la duquesa. No eres una mujer olvidadiza y tus empleados te son leales. ¿Cuándo fue la última vez que perdiste algo, Maggie?
Había perdido a dos hermanos, las dos personas a las que consideraba sus amigos más íntimos...
—Si admito que me lo han robado, volverás a interrogarme de nuevo.
La observó un largo momento con el cejo fruncido.
—No soy una persona indiscreta y jamás lo he sido. En este trabajo, serlo resultaría fatal, por no decir deshonroso. No me veas como un par de orejas humanas. Considérame como un objeto mecánico: si se me llena con la suficiente información adecuada, encontraré tu bolso... y lo que sea que contenga. No te juzgaré, sin importar cuáles sean tus pecadillos.
—Eso es lo que dices. —Se puso en pie y se acercó a la ventana, poniendo tanta distancia entre ellos como era posible sin salir de la habitación, de la casa, de la ciudad.
Se sentía tentada, terriblemente tentada, de confiar en él. Había algo en aquel hombre que sugería que podía lidiar con cualquier cosa, que podía oír cualquier sórdida historia sin hacer ningún juicio al respecto. Era probable que lo hubiera hecho incontables veces en una infinidad de mansiones por todo Mayfair.
—Voy a contarte una historia —dijo él, poniéndose en pie y acercándose a ella.
Sus ojos transmitían una seriedad absoluta. ¿Sería tan de fiar como parecía? Le cogió la mano y la llevó al sofá, donde se sentó, con ella a su lado. En el carruaje habían estado tan cerca como en ese momento, pero la sensación era distinta bajo techo y detrás de una puerta casi cerrada.
—No es una historia feliz —dijo Hazlit, entrelazando sus dedos con los de ella. Maggie permitió que la tocara. Él no quería dar a entender nada con el contacto, con ninguno de sus contactos, pero no dejaba de ser un contacto humano.
Maggie se dijo que sólo lo permitía, que no se deleitara con ello.
—¿Por qué contarme una historia triste?
—Es un gesto de confianza. —Esbozó una leve sonrisa que en seguida desapareció—. Tengo dos hermanas, ambas más jóvenes que yo. Hace muchos años, estaban cabalgando por las tierras de mi familia y se toparon con cierta mala compañía. Como resultado, el compromiso matrimonial de la mayor se rompió y la más pequeña terminó herida.
—Un escándalo. —Porque así eran las cosas. Dos mujeres jóvenes resultaban heridas sin tener ninguna culpa y aun así el escándalo recaía sobre ellas. Maggie estaba segura de que «mala compañía» era un eufemismo. Dios santo—. ¿Están bien ahora?
Él apretó la boca.
—¿No quieres saber los detalles?
—Quiero saber si tus hermanas lo han superado. Eso no es un detalle. —Habló con severidad, mientras él no dejaba de observarla.
—No lo sé. —Se pasó una mano por el pelo—. Honestamente, no sé si están bien ni si lo estarán alguna vez, pero se han casado y ahora ya no es mi obligación ocuparme de su bienestar.
Eso era admitir algo importante. No la sórdida historia en sí, sino su incapacidad como hermano mayor para escribir un final decente para aquel episodio. Era un gesto de confianza contarle aquella historia, pero tal vez no en el sentido que había sido su intención.
—Háblame más de tus hermanas.
Todavía tenían las manos unidas y, más para distraerlo que por otra cosa, Maggie comenzó a recorrerle la palma con el dedo índice.
—¿Cuál es el recuerdo más feliz que tienes de tus hermanas?