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¿Cómo demonios habían llegado a ese punto? Hazlit no estaba tranquilo, se sentía la piel tirante y estaba a punto de revelar la historia familiar que había guardado en secreto durante doce años.
Lo único que quería era demostrar que su familia también había sido víctima del escándalo. Fuera cual fuese la indiscreción que Maggie Windham hubiera cometido, no iba a condenarla. No cuando la seguridad de sus hermanas había sido puesta en peligro en un momento en que él no estaba localizable.
—Como ya te dije, se llaman Alexandra y Avis. Avis es la mayor y vive cerca de nuestra casa familiar en Cumbria.
—Me han dicho que esa zona es muy bonita.
Con su mano libre, le sirvió más té, agregó el azúcar y lo removió, como si estuvieran hablando de quién había bailado o no la noche anterior.
—Si nunca has estado allí, Cumbria es... indescriptible. No hay un sitio igual en toda Inglaterra. La luz es muy... clara, las colinas, escarpadas. El bosque trepa por las montañas y tiene una clase de belleza que hace que uno agradezca tener ojos para verlo y pulmones para respirarlo. No entiendo cómo Alex encontró el valor para abandonar ese lugar y mudarse al sur...
Le pasó su taza de té mientras sus palabras se diluían en el silencio.
—Eres un buen hermano —dijo ella, acariciándole los nudillos y observando sus manos unidas, mientras él bebía un pequeño sorbo de té—. Quizá una breve salida al Strand estaría bien. Siempre me gusta ir a las mismas tiendas y sólo hay un par donde compraría un bolso de mano.
Le soltó la mano y se puso en pie
—Haré que nos traigan el carruaje, porque puede que hoy llueva; y ahora, si me disculpas, voy a buscar una capa y un sombrero.
Regresó al cabo de pocos minutos, antes de que él hubiera podido comer más que un par de sándwiches. La capa y el sombrero eran extremadamente anodinos, lo mismo que el bolso.
Camuflaje. Siempre era una buena idea cuando uno se aventuraba en la jungla.
Y no había el menor riesgo de que lloviera en las dos horas siguientes, pero Benjamin no dijo nada respecto a ir en un vehículo cerrado. Significaba que tendrían que llevar compañía. Esperaba que eso le impidiera volver a hablar de luces claras y bosques, por el amor de Dios.
El viaje resultó ser una especie de revelación. Encontrar un sustituto para el bolso perdido fue fácil. De hecho, Maggie Windham sabía exactamente dónde comprar cada cosa, cuánto le costaban, qué vendedor la atendía y cuándo había terminado con las compras.
Los empleados intercambiaron una sutil y sufrida mirada cuando ella entró del brazo de Hazlit, el tipo de mirada que indicaba la llegada de un cliente exigente, que hacía meticulosas comparaciones. Lo único que él tuvo que hacer fue acompañarla, mostrándose inofensivo y enamorado, mientras que Maggie se manejaba perfectamente en todo lo demás. Verla en acción había sido sencillo e incluso placentero. La parte difícil de la salida había sido la charla.
Hazlit sabía cómo interrogar a las personas de cualquier posición social.
Sabía cómo coquetear con mujeres de todo tipo.
Había aprendido asimismo a coquetear con hombres y, para su consternación, lo hacía bastante bien.
Sabía cómo bromear tanto con hombres como con mujeres.
Pero no sabía cómo... conversar.
En cambio, Maggie Windham sí. Cuando estuvieron sentados en el coche, ella dio la señal para que los caballos avanzaran, le entregó sus compras a la dama de compañía y dedicó a Hazlit una sonrisa perfecta y verosímil.
—Mi hermano dice que eres un amante del arte. ¿Has visto la exposición de pintura alemana en el Museo Británico?
La había visto y la había disfrutado mucho. Para cuando quiso darse cuenta, estaba parloteando sobre perspectiva y temas melancólicos, hasta que Maggie sacó un tema completamente distinto.
—Esos guantes parecen muy bien hechos. ¿Puedo preguntarte dónde los has comprado? He observado que mi hermano menor gasta los guantes a una velocidad increíble.
—¿Te refieres a lord Valentine?
—El músico de la familia. Aunque la duquesa se aseguró de que cada uno de nosotros supiera tocar al menos un instrumento. ¿Tocas algún instrumento?
Pensó en su hermana Avis, que se había trastornado hasta el punto de tocar la flauta por los senderos de Blessings.
—Soy buen acompañante, pero no tengo madera de solista. ¿Tú?
—Lo intenté durante cuatro años con el piano, con pequeños y trabajosos avances, y luego amenacé con aprender a tocar la gaita. La duquesa se aseguró de que dominara dos piezas adecuadas para las ocasiones sociales y luego declaró que ya había cumplido con mi obligación con las teclas.
—¿Qué tal te fue con la gaita?
—Lo intenté, pero es bastante difícil. Mis hermanos siempre me gastaban bromas, así que renuncié. Todo el mundo en Moreland, animal o humano, agradeció mi falta de constancia.
—Pero no renunciaste por eso, ¿verdad?
Debía de haber dejado de lado la gaita cuando dejó de interesarle. Benjamin no creía que hubiese renunciado sólo porque fuera difícil. La persistencia formaba parte de su personalidad; la persistencia y el estoicismo.
Y también algo más. Tardó un momento en descifrar qué era.
Cuando compraba, compraba. No coqueteaba con los vendedores, no perdía el tiempo con conocidos que se encontrara por allí, ni se quedaba probándose cosas, esperando que la viera la gente de la buena sociedad.
Incluso en una tienda llena de gente que probablemente la conociera de vista, estaba sola.
Era una cualidad que Hazlit reconocía. Sus dos hermanas la habían adquirido con el tiempo, pero de niñas eran simpáticas, parlanchinas, amistosas. Eran inocentes y no tenían conciencia de las peores penas que pueden afectar a una joven muchacha.
En un sentido indefinible, Maggie Windham había perdido su inocencia y eso le produjo... una gran tristeza por ella.
Lo cual era una tontería. No había que implicarse emocionalmente con los clientes, ni siquiera con uno al que de vez en cuando hubiera que besar. Ser protector era una cosa —él era un caballero, y ella, una dama en apuros—, pero esa otra tontería de hablar, preocuparse y reflexionar... no podía incluirse en la lista de sus deberes. Simplemente, no podía hacerlo.
Cuando el carruaje llegó a su casa, él le hizo a Maggie una reverencia —deliberadamente sin cogerle la mano— y montó en su caballo.
No le besaría más la mano.
No sacaría más el asunto de los viejos problemas familiares.
Y, por el amor de Dios, no más conversación.
—Lady Maggie quiere verlo, milord.
Gayle Windham, conde de Westhaven y heredero del ducado de Moreland, miró a su mayordomo.
—¿Mi hermana está aquí?
Sterling asintió.
—La he hecho pasar al salón familiar y estamos preparando el té.
—Supongo que mi esposa no ha regresado de sus compras, ¿no es así?
—Todavía es temprano, milord. —El largo rostro de Sterling no expresaba nada, ni sentido del humor ni impaciencia. Si algo mostraban sus ojos era un débil brillo de compasión. Una esposa adecuada era algo maravilloso en la vida de cualquier hombre (y Anna era definitivamente la esposa adecuada), pero también era una fuente de preocupación, en especial cuando se paseaba por la ciudad durante horas, con sólo algún lacayo para atenderla.
—Hola, hermano. —Maggie entró en la biblioteca y lo miró de arriba abajo cuando se levantó del escritorio—. Westhaven, necesitas que te dé el sol de vez en cuando y tu esposa tiene mejores cosas que hacer que arrastrarte fuera de esta cueva. Sterling, tomaremos el té en la terraza trasera. Y añadan a la bandeja algo un poco más contundente para su señoría.
Besó a su hermano en la mejilla antes de que éste pudiera decir una sola palabra.
—En la terraza, pues. Tienes buen aspecto, Maggie.
—No paso la mayor parte del día detrás de un escritorio, pronunciando maldiciones y conjuros contra mis derrochadoras hermanas y los comerciantes que no dejan de consentirlas. —Le sonrió de repente y su cambio de expresión lo sorprendió mucho—. Pero en realidad tú disfrutas murmurando y preocupándote de las finanzas. ¿Cómo está mi querida Anna?
Postergó la respuesta a esa pregunta hasta que estuvieron fuera de la casa, ya que las obviedades no servían para responderle a Maggie. Se la veía... magnífica y calmada, como siempre. Y se vestía, asimismo como siempre, ocultando sus atributos: tenía una figura que incluso un hermano tenía que estar muerto y enterrado para no reconocer como femenina, una piel perfecta, luminosos ojos verdes y aquel pelo...
—Anna está bien, aunque la maternidad es un cambio.
Le sostuvo la silla para que se sentara y luego lo hizo él también a la mesa de hierro forjado, bajo una irregular sombra, en el jardín. Los bulbos de Holanda estaban floreciendo, en gran medida gracias al esfuerzo de Anna, y a Maggie le gustaba estar al aire libre.
—La paternidad también es un cambio —dijo ella, observándolo mientras se quitaba los guantes—. Por algunas cosas no cabe sino rezar. Yo os tengo a vosotros dos en mis oraciones.
Se calló cuando aparecieron dos lacayos; uno con la bandeja del té y otro con una segunda bandeja con bocadillos, fruta cortada y varios trozos de mazapán. Maggie se dispuso a servir el té para ambos.
—¿Has oído de la nueva empresa del canal de Jamison? —Le entregó su taza y se sirvió a su vez una.
—Así es. Parece prometedora y bien capitalizada. —Bebió un sorbo de su té. Ni la propia Anna podría haberlo preparado más a su gusto.
—No te engañes. Tiene los bolsillos vacíos, a pesar de ese par de rucios grises y de todos sus salones de la calle Brook. Fue a ver a Worth Kettering con la esperanza de que el hombre cambiara su situación y Kettering le dijo que no estaba en condiciones de emprender nuevos negocios. Jamison tiene pagarés por toda la ciudad. Kettering no aguanta a los tontos.
—Maggie, me asustas. —Kettering era legendario por su discreción cuando abogados y hombres de negocios acudían a él—. ¿Cómo es posible que sepas estas cosas?
—Los hombres hablan a las mujeres y delante de ellas como si todas fuéramos sordas y estúpidas. No lo somos; pero no ha sido por una indiscreción de Kettering por lo que se ha corrido este chisme, sino por el lloriqueo del propio Jamison. Come algo. Preocuparte por tu esposa es una actividad que requiere sustento. —Le pasó un plato con dos sándwiches apilados y un par de trozos de mazapán a un lado.
—Así que he de apartarme de Jamison. ¿Alguna otra advertencia que tengas para hacerme?
Ella arqueó los labios como si no considerase que aquello fuera en absoluto una advertencia. Maggie sabía más de negocios que todo el resto de su familia junta y era en parte responsable de la «suerte» que Westhaven había tenido a la hora de sanear las finanzas de los Windham.
—Me he enterado de que al príncipe regente le gustan los melocotones.
—¿Los melocotones?
—Vienen de China, aunque los americanos están plantándolos con bastante éxito. He pedido que me manden algunos. Tengo intención de encontrar a alguien que esté importando melocotoneros y comprar parte de la carga. Pueden tolerar un invierno bastante frío, pero necesitan una temporada de crecimiento benigna. Come el mazapán. Te ayudará a endulzarte el humor.
Conociendo a Maggie, debía de haber leído todo lo que se había publicado sobre melocotones, habría hablado con cualquiera que alguna vez hubiera visto una plantación de melocotoneros, enviado espías a descubrir quién estaba interesado en plantar esos frutales en el sur de Inglaterra y comenzado a probar recetas que incluyeran melocotón en su propia cocina.
Westhaven mascó un trozo de mazapán.
—Pareces cansada, Mags.
—Los cambios de estación me alteran.
—Ve a Moreland y cabalga un poco, o también puedes ir a Willow Bend. Sabes que eres bienvenida en cualquier momento.
—¿Y quién escuchará a la duquesa preocuparse por el duque o por nuestras hermanas menores?
La duquesa se inquietaba bastante por su esposo y por sus hijas, eso era verdad, pero también se preocupaba por Maggie sin cesar. Se desesperaba por ella y Westhaven había sido testigo de ello a menudo.
—Adoras el campo. —Le pasó un trozo de mazapán—. No puedo imaginar qué atractivo puede tener quedarse en la ciudad durante todo el torbellino social. ¿Por qué no marcharse entonces?
Maggie observó el té sin decir nada. Era su hermana mayor, siempre allí, siempre presente, pero había cosas complejas en su personalidad. Anna se preocupaba por ella. Devlin, experto soldado, endurecido en el campo de batalla, se preocupaba por ella.
Pero eso era lo único que hacían: preocuparse. Aunque con Maggie no había nada que se pudiera hacer. Todos creían que vivía del dinero del duque, pero nada más lejos de la realidad. Con la ayuda de sus hermanos, había empezado a invertir antes incluso de ser mayor de edad. Para cuando cumplió los treinta, tenía dinero suficiente como para comprarse una impresionante mansión en las principales arterias de la ciudad y, sin embargo, había escogido una pequeña casa en una tranquila calle secundaria.
—¿Eres consejera de Kettering, hermana?
Ella levantó la vista de su taza, arqueando los labios en una inesperada y pícara sonrisa.
—Es un caballero muy amable y bastante guapo además. Charlamos alguna que otra vez.
—También podría ser un candidato, Maggie.
—Es un picaflor. No tiene carácter para casarse, aunque quizá lo desarrolle con la dama correcta. ¿Más té?
Gayle dejó que le sirviera más té —era una mañana estupenda para olvidarse de los libros contables y de la correspondencia— y esperó a ver cuál era el próximo asunto que abordaba su hermana. No cabía duda de que Maggie lo quería, pero no era el tipo de persona que aparecía de repente porque se había quedado sin dinero para ir de compras.
—Hace poco, fui a pasear con el señor Hazlit. Los caballos que tiene son adorables.
Aquello sí que era una noticia.
—¿Benjamin Hazlit? —Se esforzó por decirlo en un tono neutro.
—El mismo. Circulan rumores sobre él.
Era una pregunta, pero Westhaven no tenía la menor idea de qué quería saber.
—¿Qué clase de rumores?
—Que tiene un título, que es bastante rico, que tiene antepasados hebreos o gitanos.
—¿Te importaría que algo de todo eso fuera cierto?
Maggie dejó la taza en el plato con más fuerza de la que correspondía a una dama en una visita social.
—Dios santo, hermano. ¿Tan superficial crees que soy?
—No creo que lo seas, pero eres humana. ¿Qué quieres saber? —Le pareció que lo más amable que podía hacer era preguntárselo directamente antes que verla andarse con rodeos.
—¿Confías en él?
—Sí. Absolutamente.
Observó que ella se fijaba en la inmediatez de su respuesta.
—¿Sois amigos?
Era una pregunta capciosa.
—Si Hazlit tuviera amigos, tendría el honor de estar entre ellos, pero ni él ni yo somos muy sociables.
Maggie se puso en pie, con expresión impaciente.
—¿Te cae bien?
—Me cae bien. —Westhaven también se puso en pie y dio un paso hacia ella—. Sospecho que tiene un título, o que está esperando uno, aunque no sé si se trata de una baronía nominal o bien de un sólido marquesado. Puedes preguntárselo a nuestro padre. Creo que tiene antepasados españoles. Y a propósito de sus riquezas, hay algo que siempre me ha llamado la atención.
—¿Qué?
Se inclinó para oler un narciso y se manchó la nariz de polen. Aquella mancha amarilla contrastaba enormemente con sus serios ojos verdes. Gayle le dio su pañuelo y se tocó la punta de su propia nariz.
Maggie no querría que él le limpiara la cara. Probablemente, se lo reprocharía con severidad si lo intentaba.
Mientras Maggie se limpiaba la punta de la nariz, él miró las flores y escogió las palabras con cuidado.
—Siempre me he preguntado por qué, si es rico, trabaja buscando a hijas huidas y ocupándose de los casos perdidos de la buena sociedad. Es una tarea agobiante, escuchar confesiones, guardar secretos y saber que tendrá que tratar en público con la misma gente cuyos trapos sucios ha lavado.
Maggie le devolvió el pañuelo.
—A menos que le guste hacerlo. A menos que disfrute conociendo los secretos de todo el mundo. Hay personas así y algunas se enriquecen con ello.
—Hazlit no es de esa clase. Sus excelencias no habrían recurrido a él si su honradez estuviera en entredicho.
Eso pareció tranquilizar a su hermana, pero no a él. Maggie estaba preocupada por algo, por algo que quizá tenía que ver con Hazlit o quizá no. Podía estar relacionado con los cerdos de granja o con los melocotones; en cualquier caso, su hermana preocupada no era algo que quisiera contemplar mucho tiempo.
—Si necesitaras algo, ¿me lo dirías, Maggie?
—No. Todo el mundo en esta familia recurre a ti cuando necesita algo, aun cuando Anna debería ser ahora tu principal preocupación. ¿Tú me lo dirías a mí si necesitaras algo?
Gayle enlazó un brazo con el suyo y le besó la mejilla.
—Sí. Eso forma parte de querer a alguien. Te apoyas en ellos de vez en cuando y luego ellos en ti. Devlin nos ha abandonado para irse al norte, a los brazos de su condesa; Valentine está siempre con sus melodías en Oxfordshire o admirando a su nueva esposa; y Sophie disfruta de su felicidad matrimonial en el campo de Kent, acompañada del barón. Nosotros, los guardianes del tesoro, debemos permanecer unidos.
Maggie suspiró y él notó su perfume floral.
—El matrimonio te sienta bien, Gayle. Te sienta enormemente bien.
—Lo recomiendo con la pareja correcta. Y sus excelencias también.
Ella se volvió y lo miró a los ojos, apretando los labios.
—Hazlit no tiene madera de casado. Te pido que no divulgues ese rumor, por favor.
—Ni en sueños. —La acompañó de vuelta a la mesa, paseando con calma. Su mundo había cambiado radicalmente al casarse con Anna y cambiaría todavía más con el nacimiento de su primer hijo—. Me importas, ¿sabes?
Ella le soltó el brazo y cogió sus guantes, asintiendo con desinterés, como si no le hubiera confesado un sentimiento profundo y verdadero.
—Lo que quiero decir, Mags, es que te quiero. Te echo de menos cuando no vienes de visita, pero no quiero llamar a tu puerta y ser una molestia para ti. Gracias por la advertencia respecto al proyecto de Jamison; habría mordido el anzuelo si no me hubieras dicho nada.
—Incluso una manzana agusanada puede verse roja y brillante desde el ángulo correcto. —Cogió su bolso y lo miró—. No trabajes demasiado.
Se habría alejado de él sin más, pero Gayle la cogió por el brazo y la abrazó. Había perdido peso desde la última vez que la había abrazado.
—No te conviertas en una extraña, Maggie Windham. Jamás serás una molestia si llamas a mi puerta.
Lo dijo en un tono de voz apenas más alto que un susurro, mientras lo abrazaba con una fuerza sorprendente para tratarse de una persona tan reservada. Se despidió de él y se encaminó hacia la casa, sin esperar a que él la acompañara hasta la puerta de entrada.
Qué mujer tan difícil, aunque una hermana tenía derecho a ser difícil. Levantó la vista unos minutos más tarde y vio a Anna entrando ajetreada por la puerta que daba a los establos.
—Mi querida esposa —exclamó, levantándose y tendiéndole una mano, al tiempo que recorría con la vista su negro pelo, sus preciosos ojos, su adorable y exuberante figura—. ¿Has comprado todo el Strand?
—Por supuesto. ¿Te has rebelado contra tus libros de contabilidad, Westhaven? Hace un hermoso día y, por lo general, en esas ocasiones siempre estás sentado a tu escritorio.
Se abrazó a él como si fuera su lugar natural en el mundo. Para Gayle lo era.
—¿De verdad que soy así?
—Eres así de esforzado. Apostaría a que ha venido la duquesa de visita y te ha arrancado de tu correspondencia por la fuerza.
—Ha sido Maggie. Dice que el matrimonio me sienta enormemente bien.
Anna le acarició la nuca.
—Tu hermana es una mujer perspicaz. Las compras me han dejado un poco fatigada. ¿Tienes tiempo para una breve siesta?
—Por supuesto.
Pero mientras acompañaba a su esposa al piso de arriba, Westhaven se preguntó por qué Maggie estaba indagando sobre el más fiable y discreto investigador de la buena sociedad.
Ver la carta entre su correspondencia fue casi un alivio.
Casi.
Maggie le entregó los guantes y el sombrero a su ama de llaves y sintió que la invadía una gélida calma bien conocida; nunca estaba muy lejos, y solía hacerse presente cuando ella lo permitía. No procedía de su ducal familia. Sospechaba que era un legado de una madre capaz de sonreír y abrirse de piernas una y otra vez para hombres que no le gustaban en absoluto.
Hombres borrachos, hombres que se negaban a lavarse, hombres con los dientes podridos y las manos ásperas... Maggie empujó esos pensamientos al fondo de su memoria, donde permanecerían al acecho hasta la próxima vez que su imaginación los liberara.
—Estaré en mi estudio el resto de la tarde —le dijo a la señora Danforth. Ésa era la señal para que la dejaran en paz.
Maggie lidió primero con todo el resto del correo, de los administradores y abogados, de una amiga a la que había conocido al terminar la escuela y que se había casado bien y era feliz desde hacía casi una década, de un vecino viudo con quien se mantenía en contacto por asuntos agrícolas. Cuando todo estuvo en orden, levantó la vista y miró por la ventana.
Llevaba una vida sencilla. Una vida limitada por las restricciones del decoro y por su propio amor hacia la familia que la había adoptado. Gozaba de una cierta independencia económica, si tenía cuidado, y por otra parte, no estaba ejerciendo el oficio de su madre. Pronto sería demasiado vieja para que ese temor tuviera alguna credibilidad.
Se sentía inquieta, a pesar de la letanía mental de seguridad que acababa de repetirse. Abrió la carta y vio una página llena de dibujos, florituras y manchas de tinta en cada signo de exclamación.
¡Hola, Maggie!
¡Me encanta la primavera! ¡Es una estación que significa gatitos en los establos y muchas compras! Mamá dice que voy a tener un nuevo guardarropa completo, porque pronto voy a salir con ella a hacer visitas. Pronto cumpliré quince años, ¿sabes?, y algunas muchachas ya están casadas a esa edad. También hemos ido al sombrerero, donde mamá me encargó un pequeño sombrero muy coqueto y, Maggie, tengo que decírtelo, cuando mamá dijo «guardarropa completo» lo decía muy en serio.
¡Jamás imaginé que los encajes tuvieran tantos usos! Y también los hay de colores. ¡Rosa e incluso rojo! ¿Puedes imaginártelo?
He leído mucho en estos días lluviosos, aunque mamá dice que mis horribles novelas no son un tema de conversación que interese a los hombres ricos. Mi francés está mejorando mucho porque nuestra nueva doncella —su nombre es Adèle, aunque mamá sólo la llama Martin— me ha ayudado muchísimo. Creo que el francés de mamá debe de estar un poco oxidado, porque no parece entenderme cuando hablo con ella.
O quizá sólo sea que está preocupada por la inminente Temporada. A veces sale, al teatro o a la ópera. Algún día, pronto, la acompañaré y ¡será tan emocionante!
Te echo de menos. Debes escribirme. Dice Teddy que estás guapísima, pero Thomas también me ha dicho que pareces cansada. Debo dejarte. Mamá está enseñándome juegos de azar y eso siempre es muy divertido.
Todo mi cariño, por siempre y para siempre.
Bridget
Aquello era peor, mucho peor, que otra exigencia de dinero y peor también que la última nota, que no había sido más que pura charlatanería. Maggie consideró la posibilidad de pedir una taza de té para calmarse, pero ¿qué pasaría si no podía controlar la voz? No quería armar un escándalo.
Pero quizá aquello no fuera más que el disparo de advertencia, contra las finanzas de Maggie y contra sus nervios. No cabía duda de que Cecily leía cada palabra que Bridget escribía y, sin embargo, en aquella nota, a diferencia de la anterior, la chica se las había ingeniado para darle mucha información, toda ella información alarmante. A continuación llegaría una demanda de dinero, mayor que la de todas las primaveras anteriores.
Y cuando esa demanda llegara, Maggie pagaría. Había pasado muchos años de su vida aprendiendo cómo ganar dinero, sólo para poder pagar siempre lo que hiciera falta y cuando hiciera falta. Tenía dinero y cada trimestre tenía más. El principal ingrediente para enriquecerse seguía siendo tener capital para invertir y ella lo tenía.
Gracias a Dios, a la suerte, al trabajo duro o al destino, tenía dinero.
Y no había ninguna otra cosa en la que quisiera gastarlo, porque ninguna muchacha decente de casi quince años debía llevar encaje rojo en ninguna parte del cuerpo.
—El señor Hazlit ha venido a verlo, milord.
Westhaven vio una sonrisita en los labios de su esposa. Estaban tomando el té en la biblioteca, después de una breve siesta reparadora a mediodía. El mayordomo fue lo bastante discreto como para no sonreír, pero Anna no mostró ningún respeto.
—Me ocuparé de que os traigan una bandeja —dijo, poniéndose en pie—. Dudo que el señor Hazlit tenga algún interés en hablar conmigo.
—Me abandonas. —Quería que sonara como la constatación de un hecho, no como despecho. La sonrisita de Anna se transformó en una abierta sonrisa al oír su tono de fastidio.
—Descaradamente. Incluso después de la siesta, todavía me siento un poco cansada. Son los efectos de levantarme mil veces toda la noche a causa de tu hijo.
Él se puso en pie, la miró y frunció el cejo.
—Tú y ese bebé. —Anna estaba más bonita ahora que cuando no estaba embarazada y eso que él había pensado que eso era imposible—. Tú eres la que se levanta por la noche, pero yo soy el que menos duerme. Anda, ve. Hoy parece que estoy predestinado a no trabajar.
—Así parece. —Lo besó en la boca y él vio a Hazlit asomar por encima del hombro del mayordomo—. Te veré en mis sueños, esposo.
Anna le dio una palmada en la solapa y se marchó, deteniéndose un momento ante el recién llegado.
—Señor Hazlit, es un placer verlo.
Él le cogió la mano y se la besó, haciendo una reverencia.
—Milady, está usted radiante. Su señoría debe de estar ocupándose de algo más que sus cartas si usted está floreciendo así.
—¿Floreciendo? —Le sonrió—. Westhaven, debemos invitar a cenar al señor Hazlit. Dice que estoy floreciendo. —Retiró la mano—. Los dejaré con sus asuntos, caballeros, mientras yo me voy a florecer a otro lado.
Cerró la puerta suavemente, dejando a su marido frente a un perplejo Hazlit.
—Las mujeres en los comienzos de su maternidad deberían ser todas tan serenas como su señora esposa —dijo Benjamin—. Es digno de elogio.
—Soy digno de lástima. —Rodeó el escritorio para darle la mano—. Sentémonos. Pronto nos traerán una bandeja del tamaño de Madagascar, pero también tengo whisky, brandy y oporto en el aparador.
—¿Por qué dice que es digno de lástima? —Había una cualidad felina en el modo de andar del hombre, una inquietud en sus ojos, como si nunca dejara de registrar su entorno en busca de información.
—Si la historia de mis padres sirve de ejemplo, mi esposa estará embarazada la mayor parte del tiempo. Un hombre es capaz de volverse loco viendo a la mujer que ama ocuparse de todo con tanta alegría, bajo semejante cantidad de desafíos.
Hazlit inclinó la cabeza.
—Está hecho todo un marido.
—Estoy enamorado de mi esposa de una manera que roza el patetismo. —Westhaven negó con la cabeza. Hazlit y él no eran amigos, pero aquélla era una conversación entre amigos, una que podría tener con Valentine, Devlin e incluso, para su sorpresa, con su excelencia el duque—. ¿Ha venido por negocios? Lo confieso: mi cabeza no se presta con facilidad a los asuntos de negocios últimamente.
Hazlit apretó los labios y pareció llegar a alguna conclusión.
—Ella estará bien, Westhaven. No es como esas damas con título, que se sientan sobre sus gordos traseros, desmayándose y suspirando porque son demasiado estúpidas y vanas como para desembarazarse de sus corsés. Su esposa goza de buena salud, es alegre y está deseosa de tener muchos hijos. Estará bien.
Westhaven miró por la ventana hacia los jardines llenos de las flores que Anna había puesto en su vida.
—No debería necesitar esas palabras, pero gracias.
Hazlit parecía divertido.
—Todo esposo necesita esas palabras. Pregúntele a su excelencia a cuántos de sus amigos ha tenido que emborrachar durante el puerperio de sus esposas. Pregúntele si el último niño ha sido más fácil que el primero. Pero también hay una lección que los hombres debemos aprender de esto, me parece.
Westhaven le dio a su visitante un vaso de whisky, porque una conversación tan masculina necesitaba ser reforzada con una bebida masculina.
—¿Qué lección?
—El valor de las damas es diferente del nuestro —dijo Hazlit, aceptando la bebida—. Pero en algún sentido, el suyo es mayor.
Gayle se apoyó en su escritorio y miró al hombre sentado en la silla frente a él.
—¿Hay una señora Hazlit que le haya inspirado estas observaciones? —Un hermano tenía derecho a asegurarse de esas cosas.
—Todavía no. Dios mediante, encontraré una lo bastante valiente antes de que me haga mucho más viejo.
—Mi hermana sospecha que tiene un título. —Las hermanas eran un asunto mucho más seguro que las esposas—. Le he dicho que se lo preguntara al duque.
—¿Estamos hablando de Mag..., de la señorita Windham?
El desliz fue delator, pero Westhaven lo dejó pasar.
—Es Maggie para la familia. —Una familia de la que quizá Benjamin Hazlit formara parte en un futuro no muy lejano. Vaya, vaya, vaya—. Adora montar a caballo, ¿sabe?
Hazlit entrecerró los ojos.
—Me dijo que no tenía un caballo de ese tipo.
—No lo tiene. Dice que montar es para las muchachas jóvenes que buscan lucirse con los caballeros que pasean por el parque. Sin embargo, le encanta cabalgar.
Hazlit parecía absorber aquella información, aunque su expresión permaneció inescrutable.
—Asumo que ha oído que fuimos a pasear hace algunos días.
—Puede que Maggie lo haya mencionado. Es digno de elogio por haberla sacado de su casa.
Hazlit bebió un trago de whisky, sin duda calibrando su respuesta con cuidado mientras lo hacía.
—No creo que a su hermana le guste que su familia deduzca cosas que no son, a partir de una simple salida. Pero pude ver que es una hábil conductora. El caballo castrado del lado del conductor no es el animal más seguro pero confió en ella de inmediato.
—Niños, caballos y perros... —Westhaven se sentó en un sofá—. Todos adoran a Maggie.
En el silencio que siguió, cada uno bebió un poco de su vaso.
—¿Así que no debemos hacernos ilusiones del hecho de que Maggie haya accedido a salir a pasear en su carruaje?
—Le agradecería que no lo hicieran. Ni si bailo con ella, ni si nos ven tomando helado juntos o de compras por el Strand. No estoy cortejando a su hermana.
«Es interesante que dos personas insistan tanto en que no se trata de un cortejo.»
—Así que no le interesará saber que el caballo de Maggie está ahora mismo en mis establos y que tanto éste como la yegua de Anna, una criatura de considerable tamaño, con un paso maravilloso, si me permite que lo diga, necesitan un poco de ejercicio, ¿verdad?
Hazlit sonrió.
—Incluso aunque alguna vez tomara prestados los caballos en las próximas semanas, no estaría cortejando a su hermana.
—Qué lástima. —Westhaven se puso en pie y fue hacia la ventana. Su esposa estaba de rodillas ante un lecho de tulipanes a punto de marchitarse, con la cara cubierta por el ala de su ancho sombrero de paja. Debía preguntarle cuál era la obligación de un hermano en semejantes circunstancias.
Se volvió de nuevo hacia Hazlit.
—Si quisiera cortejar a Maggie, es probable que ella lo ahuyentase con sus discursos.
—¿De qué discursos habla?
¿Cuándo se había acercado Hazlit a la ventana?
—Comenzaría explicándole los porcentajes de inversión, por qué son los más prudentes, cuál es una inversión de bajo riesgo y por qué una parte de su capital debería estar en esos depósitos la mayor parte del tiempo. Luego le hablaría de las páginas financieras y por qué tal o cual artículo no es tan informativo o indiferente como podría parecer. Podría continuar detallando varios planes de inversión, si es usted una persona obstinada, y dejarle tonto en cuestión de horas.
—Ésos son temas de conversación decentes, aunque poco femeninos.
—En manos de Maggie, las páginas financieras se convierten en armas de destrucción. Si intentara un avance apasionado, podría abrumarle con ese tipo de discurso. Indirectamente, es propietaria de una considerable parte de la industria porcina de los condados de los alrededores de Londres, aunque eso no es un secreto de Estado ni ante su excelencia ni conmigo.
Hazlit parecía intrigado, que Dios lo ayudara.
—¿Industria porcina?
—Los cerdos se reproducen a un ritmo increíble, mucho más rápido que las ovejas, y sin embargo requieren mucho menos espacio para su crianza que éstas; además, la mayoría ni siquiera necesita pastoreo. La carne de cerdo se considera en general preferible a la de oveja, se conserva muy bien y su piel es valiosa. Cerdos, señor Hazlit. Haga números, o Maggie los hará por usted. Ahora piensa invertir en melocotones. Si lo hace, puede apostar que los recursos de Moreland también irán en esa dirección.
—Fascinante. Y sin embargo, vive con mucha sencillez.
—Tiene sus obras de beneficencia. —Fuera, Anna estaba poniéndose en pie, una maniobra que hizo que Westhaven se impacientara por estar a su lado—. Le sugiero que le pregunte a Maggie por sus causas, porque le son muy preciadas.
Una llamada en la puerta indicó que llegaba la bandeja con el té. Gayle observó cómo la mirada de Hazlit iba de la bandeja que sostenía el lacayo a la terraza trasera y luego a su cara. Ahora debían sentarse y comer educadas porciones y hablar de las próximas carreras de caballos o de alguna bestia recientemente subastada en Tatt. Los buenos modales podían ser una carga horrible.
—Corriendo el riesgo de perderme esta buena comida, ¿cree que puede mostrarme la yegua de su esposa?
—Estupenda idea. Coja un par de dulces, ¿quiere? Podemos salir por el jardín.
Mientras se dirigían a la parte trasera de la casa, se le ocurrió una idea.
—¿Tendría tiempo para ocuparse de otro pequeño trabajo para sus excelencias? Éste no implicaría un viaje al norte para investigar los antecedentes de mi esposa.
Hazlit arqueó las cejas e hizo una pausa antes de cruzar la puerta que daba a la terraza.
—¿Qué clase de trabajo?
Westhaven podía ver a Anna por el cristal de la puerta, arqueando la espalda hacia atrás y con las dos manos en la base de la columna. Habló rápidamente, porque no quería armar un escándalo por algo insignificante.
—Una investigación de rutina de un potencial esposo para una de mis hermanas; algo que, en mi opinión, es probable que no llegue a nada. El caballero en cuestión no me da la impresión de que esté listo para la trampa, pero, en realidad, ¿quién de nosotros divulgaría que lo está?
—¿Quién es ese caballero?
—Lord Deene. La duquesa tiene la esperanza de que Evie lo lleve por el buen camino del matrimonio.
—¿Puedo consultar mi agenda antes de darle una respuesta?
Westhaven se volvió para observarlo, pero la cara del hombre, como de costumbre, no delataba nada.
—Tómese el tiempo que quiera para consultar su agenda o para concluir con la tarea en la que ande metido ahora. La última vez que hablé con Evie, ella pensaba que estaba a salvo de casarse por el hecho de ser la más pequeña. Venga. Anna puede venir a los establos con nosotros.
Habían pasado tres días desde que Maggie recibió la última carta de Bridget. Tres días de un tiempo primaveral horroroso: frío, húmedo, ventoso y perfecto para ocultarse en casa.
Jamás debería haber ido a pasear en carruaje por el parque.
Nunca debería haber ido de compras con el señor Hazlit.
Debería enviarle una nota en ese mismo instante, liberándolo de sus obligaciones con ella definitivamente.
—El señor Hazlit ha venido a verla, señorita. —La señora Danforth esperó de pie en la puerta abierta de su estudio, con su regordete cuerpo casi temblando de emoción.
—No hace falta tanta ceremonia. —Hazlit pasó junto al ama de llaves, palmeándole el brazo al hacerlo.
Maggie casi pudo ver cómo la mujer se derretía cuando, además, él le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Señor Hazlit. —Se puso en pie, desechando la insidiosa idea de que quizá también ella estuviera contenta de verlo—. Esto sí que es una sorpresa.
—Iré a encargar un té. —La señora Danforth le sonrió a Hazlit y se marchó.
—No la culpes —dijo él, mientras entraba en la sala, dejando la puerta sólo un par de centímetros entreabierta—. Quiere verte felizmente casada y con bebés a los que amar y mimar.
Maggie se cruzó de brazos, ignorando con decisión la imagen que esas palabras conjuraron en su mente.
—¿Has estado hablando con ella de mi futuro?
—Las buenas intenciones de los empleados no requieren ninguna conversación. ¿Cómo estás? —Le cogió la mano para evitar que le diera la espalda.
—Estaré mucho mejor cuando encuentres mi bolso. Espero que tu irrupción en una tarde tan armoniosa sea para informar de algún progreso, ¿o me equivoco?
Hazlit le acarició la mano. Le pasó los dedos por los nudillos mientras ella lo miraba con el cejo fruncido.
—No, no he venido a informar de ningún progreso, aunque en el próximo día libre del personal, voy a revisar este lugar desde el sótano hasta el desván. Ya tengo a mis contactos haciendo averiguaciones, pero estas cosas llevan tiempo antes de dar fruto. Todavía se te ve cansada. ¿Cuál es el problema, Maggie Windham?
La miraba con un singular brillo en los ojos. Maggie tenía la sensación de que no estaba con el señor Hazlit, investigador privado, sino tal vez con Benjamin Hazlit, el hombre. Su expresión no era la de una curiosidad técnica, sino la de una tenue preocupación.
Por ella.
Se le hizo un nudo en la garganta que tenía un poco que ver con aquella mirada en sus ojos y un poco con los bebés que jamás tendría para amar ni mimar.
Retiró la mano y fue hacia la ventana.
—Éste no es un buen momento para que alimentes la imagen de un falso vínculo entre nosotros, Hazlit.
Él miró la puerta, advirtiéndole con un vistazo que había roto las reglas.
Pero él también lo había hecho. Con aquella amable y levemente ansiosa mirada en sus oscuros ojos, había roto todas las reglas y mandamientos y el equivalente de las bulas papales dictadas por el sentido común de Maggie y refrendadas por su instinto de preservación.
Lo oyó avivar el fuego, pero mantuvo la vista fija en los jardines traseros. A las flores les iría bien la lluvia, por supuesto...
—¡Señor Hazlit! —Hizo un gran esfuerzo por no gritar, pero cuando un hombre se acerca sigilosamente a una dama por la espalda y le desliza los brazos por la cintura, es inevitable soltar alguna exclamación.
—Chist. —La hizo volverse entre sus brazos, a pesar de que una parte de Maggie se exigía luchar por liberarse. En ese caso, la dejaría ir. Confiaba en él hasta ese punto, aunque era probable que un sirviente apareciera en cualquier momento con la bandeja del té—. Algo te tiene nerviosa. Dime qué es.
Su abrazo era de lo más cautivador, como una irresistible farsa de bondad. Gayle la había abrazado unos días antes, con un brusco y fraternal gesto, tan cariñoso como breve. Aquello era diferente.
Aquello era... el cálido y fuerte cuerpo masculino de Benjamin Hazlit, disponible para consolarla. Sin condiciones, sin incomodidad, sin fingir para complacer a ningún auditorio.
Suspiró y acercó la cara a la base de su garganta, poco dispuesta a negarse a sí misma lo que le ofrecía, o incapaz de hacerlo. Por unos pocos momentos, iba a hacer como si no estuviera sola en aquel mar de problemas. Iba a fingir que eran amigos —quizá primos—, por lo que recibir aquello de él estaría permitido. Iba a aferrarse a la ficción de que tenía derecho a soñar con niños y con un esposo al que mimar, como cualquier otra mujer.
—Estás muy tensa, como las cuerdas de un violín, Maggie Windham. —Hazlit le apoyó una mano en el cuello, acariciándola suavemente—. ¿Son las preocupaciones domésticas o la duquesa ha estado acosándote?
—Ella jamás nos acosa ni nos regaña. —Maggie apoyó la frente en su hombro y sintió que se derretía con su contacto—. Te mira, con los ojos verdes más bonitos que hayas visto nunca llenos de decepción, y tú deseas que la tierra se te trague y no volver a salir a la superficie hasta que puedas volver a hacerla sonreír. El duque dice que con él es igual.
Teniéndolo tan cerca, Maggie podía detectar un perfume único en el cuerpo de Hazlit: madreselva y especias, como un exótico incienso. Lo tenía adherido a la ropa y, cuando volvió la cabeza para apoyar la mejilla en su chaqueta de lana, olió la misma fragancia en la piel de su cuello.
Él le acarició la espalda con una mano y se la deslizó por la columna.
—Estás cansada —le dijo y su voz resonó en el cuerpo de ella—. ¿Qué es lo que perturba tu sueño, Maggie? Y no creas que me distraerán tus suspiros y ronroneos.
—No soy una gata.
—Pero tienes ojos de gata. —La hizo volverse para que su brazo le rodeara la cintura—. Sentémonos junto al fuego y podrás contarme tus problemas.
¡Qué idea tan tentadora! Le dieron ganas de reírse y de llorar al mismo tiempo.
—Mis problemas son nimiedades. —Dada la frecuencia con que se había repetido esas palabras, deberían haber sonado mucho más convincentes—. Quizá tú tengas problemas de los que valga más la pena hablar.
En cuanto la hubo acompañado hasta el sofá, se encaminó hacia la puerta y la abrió. Un desconcertado lacayo estaba allí, con una bandeja en las manos.
—Ya me ocupo yo de esto. —Hazlit cogió la bandeja y cerró la puerta con el codo—. Hoy hace frío. Mantendremos el calor aquí dentro, ¿te parece?
Nunca antes había usado aquella voz con ella; baja, agradable..., confiada. Penetró sus sentidos y la dejó anhelando su proximidad, cosa que no era una buena idea.
Él se sentó a su lado y empezó a ocuparse de la bandeja del té.
—Te gusta con más leche que azúcar, ¿verdad? Y el olfato me dice que la cocina ha enviado té negro, que debe de ser el que te gusta a ti, supongo. Aquí tienes.
Maggie lo miró desconcertada mientras le entregaba una taza con su platillo.
—Bebe. Si hubiera traído mi petaca de bolsillo, podríamos agregar una gotas de coraje medicinal. Eso podría devolver un poco el rosa a tus mejillas.
Él no se sirvió; se quedó observándola en silencio, lo que la obligó a mirar fijamente su té.
No dijo nada, dejándola terminar su té en paz. Era el placer más corriente y sencillo del mundo: beber una taza de té que acababan de prepararle, pero para ella era un consuelo.
—Hoy no soy yo misma. —Dejó la taza vacía en la bandeja con su plato—. Te pido disculpas por la falta de rosa en mis mejillas.
—Estás enfadada. —Sonaba divertido.
Cuando extendió un brazo y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, Maggie no parecía divertida en absoluto.
—Aunque aprecio el gesto, señor Hazlit, no era necesario.
Y volvió a sentir un irreprimible deseo de llorar. Quería marcharse de aquella habitación en busca de la privacidad necesaria para permitirse emociones poco adecuadas e inoportunas.
Benjamin Hazlit no era un mal hombre. Empezaba a sospechar que, como mínimo, era un hombre decente, probablemente incluso un buen hombre, y preocuparlo con sus lágrimas no sería justo.
—¿Hemos de limitarnos siempre a lo que es estrictamente necesario, señorita Windham? ¿Es necesario visitar el parque en un bonito día? ¿Y agregar leche y azúcar al té? ¿Es necesario procrear?
Ella lo miró y parpadeó, sentada a su lado, pero su tono seguía siendo suave.
—¿Qué tal si yo te cuento un problema mío primero? —continuó—. Quizá eso nos dé el tono de complicidad que necesitamos, ¿no?
—¿Se trata de otro gesto de confianza?
Él frunció el cejo y se inclinó hacia adelante para servirse su primera taza de té y la segunda de ella.
—Quizá lo sea. En todo caso, no importa. No puedo evitarlo. Me han pedido que investigue a un caballero, antes de que los padres de una determinada muchacha lo consideren un posible candidato.
—¿Es eso algo habitual en tu trabajo? —Al coger la taza, sus manos se rozaron. Dios santo, hasta sus manos estaban tibias.
—Si el cliente tiene dinero o el caballero en cuestión posee un título lo bastante importante, me llaman a mí. Soy discreto, ¿sabes?
Removió el té y Maggie no supo si estaba bromeando.
—Si es lo que sueles hacer, ¿por qué ahora sería un problema?
A su pesar, sentía curiosidad. Parecía un poco preocupado: las señales alrededor de los ojos, la manera en que sostenía la taza unos centímetros por encima del platillo, como si hubiera olvidado que el té estaba allí para beberlo...
—Soy reacio a aceptar el encargo. —Dejó la taza sin probar la infusión—. Más reacio de lo que creía.
Maggie recordó las palabras que su hermano le había dicho hacía unos pocos días.... No debía de ser fácil guardar los secretos de los demás... Pensándolo bien, ya era bastante difícil para ella guardar sus propios secretos.
—No aceptes el trabajo, entonces —le dijo—. A menos que necesites el dinero.
—No lo necesito. —La mayoría de los hombres se habrían ofendido ante esa insinuación. Su respuesta fue casi distraída—. Me viene bien, como a mucha otra gente, pero no soy un indigente.
Ella le devolvió el pequeño favor que él le había hecho antes y lo dejó considerar sus problemas en silencio. Como había avivado el fuego y cerrado la puerta, en la habitación hacía un poco menos de frío, pero él estaba sentado lo bastante cerca como para que Maggie se sintiera abrigada por su simple cercanía.
Debería apartarse, pero eso sería un poco grosero. Y ¿qué importaba dónde se sentara si le había permitido que cerrara la puerta?
—Creo que el caballero en cuestión consideraría una afrenta que yo lo investigara —dijo—. La indagación no sólo sería sobre sus finanzas; en ese caso, podría considerarlo simplemente un trabajo.
—¿Qué más conlleva? —Cogió una pasta de la bandeja y se la colocó en el plato.
—Gracias. Cuando el asunto es el matrimonio, los padres querrán saber si el potencial novio tiene dinero, por supuesto, pero también si tiene hábitos de juego, o tendencia a beber sin moderación, si va con malas compañías o si está mentalmente sano. Querrán saber cómo trata a sus amantes, si es que las tiene. Si hay algún riesgo de enfermedades venéreas... Espero no estar ofendiéndote. —Se pasó una mano por el pelo—. Es un asunto delicado y ese joven al menos es amable en el trato.
—Es probable que Deene incluso se cuente entre tus amigos.
Benjamin cerró la boca de golpe, sorprendido.
—¿Te lo ha dicho Westhaven?
—No lo ha hecho, pero, como la mayoría de los hombres, asumes que las conversaciones de importancia sólo se dan entre los miembros masculinos de la especie. Evie no es de las que se guardan los disgustos para sí mismas, al menos no los más superficiales.
—¿Hablas de tu hermana, de lady Eve?
Maggie casi sintió lástima por él. Se había esforzado tanto en hacer del problema un caso hipotético... Se sentaba con Deene en reuniones durante horas. Los había visto juntos en actos sociales, dirigiéndose al salón de juegos en algún baile o hablando cerca de la ponchera de los hombres en un musical.
—Eve es la más pequeña de la familia. Cree que está fuera del radio de acción de las prácticas de casamentera de la duquesa, pero no es así. Ella y Deene se volverán locos el uno al otro o se enamorarán perdidamente.
—¿Quizá las dos cosas? —Había una sombra de tristeza en sus ojos.
—Por un tiempo puede ser. No creas que porque mi familia te lo pide tú debes acceder.
Él frunció el cejo.
—Mientras hablamos de ello, me doy cuenta de que en realidad no quiero entrometerme en los asuntos de ese hombre.
—Entonces no lo hagas. Ya hay bastantes cosas en esta vida que hemos de hacer y que son desagradables. A Evie no le interesa Deene más que para coquetear y como compañero de baile de vez en cuando. Deja que algún otro tenga el placer de descubrir dónde oculta a sus hijos ilegítimos, si es que los tiene.
La miró un largo rato.
—No iba a mencionar eso.
Ella volvió a ponerse en pie, un poco rígida por estar sentada tanto rato. Volvía a llover, con más fuerza que antes, y el viento azotaba los reverdecidos árboles, balanceándolos de un lado a otro. El tiempo reflejaba su mismo paisaje interior: frío, tormentoso, sombrío.
—Maggie.
Esta vez la advirtió antes de rodearla con los brazos. Tras el minuto que necesitó para descartar los dictados del buen juicio, ella se volvió para ocultar la cara contra su pecho. Por un largo momento, dejó que la abrazara, hasta que las palabras empujaron por salir de su apretada garganta.
—Quiero llorar. —Estúpidas palabras. Quizá él no las hubiese oído.
—Creo que eso es lo peor —dijo Hazlit, acariciándole la espalda—, cuando quieres hacerlo y no puedes. Llorar es indigno, pero mucho más indigno es cuando ni siquiera eres capaz de hacerlo.
Ella asintió contra su pecho. ¿Cómo era que sabía eso? ¿Porque sus hermanas habían vivido aquella terrible experiencia? ¿O porque conocía la mitad de los errores y pecados de la buena sociedad?
—Basta de pensar, Maggie Windham. Todo el mundo puede desanimarse de vez en cuando.
Su voz era suave y le hablaba junto a la oreja. Le gustaba su tono y la sensación, pero se equivocaba. Después de años y años de mirar por encima del hombro, aterrorizada ante la correspondencia de cada día, años de ahorrar peniques y guardar secretos no se trataba de un simple caso de desánimo circunstancial. Y la peor parte, la más dura y difícil, era que podía verse durante el resto de su vida siguiendo el mismo patrón funesto, donde la muerte era la única promesa de alivio.
Hazlit dejó de acariciarla y le cogió la barbilla. Le levantó la cara sutilmente para que lo mirara a los ojos.
Cuando apoyó sus labios en los suyos, lo hizo con tanta suavidad que Maggie quiso gemir de placer. Sabía a la cobertura de almendras de la pasta de té y notó la dulzura y la tibieza de su boca en la suya. Se inclinó hacia él, sabiendo que tenía la fuerza necesaria para sostenerlos a los dos.
No había apuro en aquel beso, titubeos ni forcejeos. Se sorprendió de que fuera un beso tentador, una especie de oferta para que lo explorara más íntimamente.
Un gesto de confianza.
Ella jamás había besado así y lo encontró muy excitante. ¿Cómo podía una simple boca de hombre —una boca capaz de decir las típicas estupideces y blasfemias masculinas— ser tan tranquilizadora y excitante a un tiempo?
Quizá ésa fuera la esencia de la seducción. Sintió que su mente experimentaba una extraña somnolencia, mientras que su cuerpo y su espíritu revivían. Se acercó aún más a él, con un brazo apretándole la espalda y el otro más arriba, para poder anclar su mano en su fuerte y lustroso pelo.
Sintió que levantaba los talones y que él separaba las piernas para recibir mejor su peso. Y luego, con una suavidad casi incomprensible para ella, le acarició el labio inferior con la lengua.
Oh, sí... ¡Sí!
Alguien gimió suavemente. Maggie esperó que Hazlit repitiera aquella leve y sutil caricia y, cuando lo hizo, una ansia sinuosa y lánguida comenzó a recorrerle las venas. Le latía debajo del estómago, en el vientre, en ese lugar que una dama jamás mencionaba y que una mujer solitaria jamás olvidaba por completo.
Cuando lo hizo por tercera vez, ella abrió los labios y repitió su movimiento, lenta y dulcemente.
Él se quedó inmóvil. Su mano dejó de acariciarle la espalda y todo su cuerpo cesó de moverse tan minuciosamente como hasta entonces.
Se sintió presa del desconcierto, confusa como estaba por el deseo que le recorría las venas. ¿Había sido un error hacer aquel avance? ¿Sólo los hombres besaban así?
—Otra vez. —Su voz fue un ronco susurro—. Hazlo otra vez, Maggie.
Hazlit inclinó la cabeza, pero se detuvo cuando sus bocas estuvieron a un centímetro de distancia.
Ella se puso de puntillas y eliminó esa distancia. Esa vez, él gimió y abrió la boca cuando Maggie le tocó los labios con su lengua.
«Oh, así que aquello era besar.» Ella le recorrió los labios y sus perfectos dientes blancos. Se abrió paso por el suave y cálido hueco que se abría entre ellos. Cuando le tocó la lengua con la suya, se sorprendió por la manera en que él lo hacía, suave pero provocadoramente.
Dios bendito. La sostenía contra su cuerpo, para que los dos se mantuvieran unidos y ella también sintió una frenética necesidad de estar más cerca de él. De tocar más de él, de sentirlo más, de saborearlo y olerlo más todavía. Era insoportable, deseo y más deseo y más...
—Maggie... —Su voz sonó ronca, forzada—. Deja que te tenga.
¿Qué estaba diciendo? Se sentía ebria, como aquella vez que Bart y ella, de niños, se habían bebido todo el líquido de las peras al brandy. Si los brazos de Hazlit no la hubieran estado rodeando, se le habrían doblado las rodillas.
Suspiró contra su hombro. La sensación de su mano acariciándole el pelo le producía una calma física, incluso mientras notaba la dura rigidez de su masculinidad contra el vientre.
Estaba excitado. Estaba excitado y ella era la responsable. Debería avergonzarse, pero no era así. Maggie también estaba excitada y dudaba mucho que él considerara que aquello era algo vergonzoso, aunque no estuviera sonriendo y pavoneándose. De hecho parecía tan desconcertado como ella. Notó que respiraba hondo y que soltaba el aire lentamente; después lo hizo dos veces más.
—Esto no está bien. —La soltó, pero se inclinó hacia ella y le besó la nariz—. Mientras te tengo entre mis brazos, puedo pensar en un pastel de anguila frío, en el viejo director de Eton y sus mohosas chaquetas, en las declinaciones de hic, haec, hoc y sigo estando duro como una asta de lanza. Me considero un hombre con bastante autocontrol, querida, pero tú...
Inclinó la cabeza mientras Maggie intentaba comprender su estado de ánimo. ¿Estaba provocándola? ¿Se arrepentía de aquello? ¿Cómo era capaz de formar frases completas si estaba la mitad de nervioso de lo que lo estaba ella?
—¿Cómo estás, Maggie? Y no me respondas con una evasiva. No creo que ninguno de los dos esperase que sucediera algo así.
—Estoy... Estoy... —Echó un vistazo por la habitación, evitando a toda costa sus serios y oscuros ojos—. Eres muy bueno besando.
—Contigo parece ser que sí. Y también muy entusiasta.
Sintió que había algún significado masculino oculto en su último comentario. No le gustó el hecho de no poder descifrarlo. Sintió que le subía una oleada de calor por el cuello.
—Y ahora he hecho que te sonrojaras. —Le rodeó los hombros con un brazo y la besó en la sien—. No tenía la intención de que se transformara en esa clase de beso, pero no lo lamento. Si eso me convierte en un canalla y un sinvergüenza, que así sea. El beso vale cualquier diatriba que quieras soltarme.
Dio un paso atrás, dejándola a ella sólo un poco menos confusa.
—¿Te ha gustado, pues?
—Sí, Maggie Windham. —La miró fijamente a los ojos—. Me ha gustado. Me ha gustado muchísimo.
—Mamá, parece que estuvieras apuñalando con los ojos a la duquesa de Moreland.
Bridget habló en voz baja, aunque el parque no estaba tan lleno de gente como lo estaría horas más tarde. Regañar abiertamente a su madre, y encima en Hyde Park, a la vista de todo el mundo, podía ser lo bastante arriesgado como para que la muchacha se ganara una buena paliza y varios días a pan y agua.
—Cuando estamos de viaje, soy Cecily para ti, querida, porque nadie cree que sea tan mayor como para tener una hija de tu edad.
Cuando su madre hablaba así, con los dientes apretados, Bridget temía por los caballos. Eran un par de bulliciosos animales, cosa que la mujer parecía disfrutar la mayor parte del tiempo. En aquel momento, los caballos balanceaban nerviosos sus cortas colas, probablemente como reacción al rencor de la conductora por la dama que iba en el landó.
—Esther Windham se cree mejor que los demás —dijo su madre, pero también en voz baja. Nadie insultaba a una duquesa en público—. Se pasea por la ciudad con esas hijas de caras largas y cabezas huecas que tiene, como si nunca se fuera a morir.
Bridget echó un vistazo a su alrededor, buscando con urgencia algo que decir para distraerla. Cuando su madre se ponía de ese humor, podía pasarse así días y costarles cada pieza de porcelana de Wedgewood de la alacena.
—¿Crees que veremos a lady Dandridge pasear hoy por aquí?
Con eso, al menos se ganó una mirada.
—Ese viejo mono paseando en su elegante carruaje. Una vieja vestida de jovencita.
Ése era un tema constante con su madre, y además muy hipócrita de su parte, pero Bridget había aprendido a guardarse sus comentario para sí misma. Su madre no era precisamente vieja y había sido muy bonita, pero no parecía en absoluto una mujer satisfecha.
Antes solían visitarla muchos caballeros. Alegres señores que le daban a ella palmaditas en la cabeza y hacían comentarios sobre cuántos corazones rompería cuando creciera. Su madre era más feliz entonces, ocupada con la correspondencia por la mañana, salidas por la tarde y el teatro y la ópera por la noche, siempre del brazo de algún hombre sonriente. En aquel entonces no cambiaban de dirección tan a menudo.
Pero ahora...
Ahora su madre hacía extraños comentarios en los que hablaba de Bridget como de su venganza y sobre que los aristócratas olvidaban quién sabía qué sobre quién. Todo era bastante preocupante, sobre todo cuando comentó cuánto se parecía Bridget a Maggie. En las cartas que le escribía a ésta, intentaba transmitirle el máximo de información al respecto, pero como su madre leía cada palabra, no estaba segura de que Maggie comprendiera cuán insostenible estaba volviéndose la situación.
—Mira, allí. —Su madre le dio un codazo—. El mismísmo duque de Wellington pavoneándose con Esther Windham. Es insoportable.
—La señora Wilson habló con cariño del Duque de Hierro, ¿no es así?
Su madre se volvió hacia ella con una expresión que a Bridget le resultó indescifrable.
—Lo hizo. Sí, lo hizo. Pobre hombre.
La señora Wilson era una de las amigas de lo que su madre llamaba su «traviesa juventud». Debía de haber sido bastante traviesa, eso estaba claro hasta para una muchacha de catorce años. Cecily tenía pocos amigos, aunque había hombres que le sonreían al pasar cuando iban de compras por Mayfair. A Bridget esas sonrisas le parecían tensas y cuando las mismas iban dirigidas a ella, las sentía... peligrosas.
Mientras Cecily conducía los caballos fuera del parque, Bridget buscó un tema de conversación inocuo: los sombreros eran uno bueno. Y mientras hablaba sobre eso, intentó componer mentalmente otra carta para Maggie en la que dejaría bien claro lo preocupada —o asustada— que estaba.
Hazlit no creyó que Maggie fuera una mujer sin experiencia. Pero era demasiado ecuánime, demasiado reservada como para que pensara que jamás había aventurado su delicado pie más allá de las líneas trazadas por el decoro.
Pero quienquiera que fuera el jovenzuelo o el caballero que había animado sus experimentos en la lujuria —o jovenzuelos y caballeros, en plural, dada la edad de la dama y sus evidentes encantos— había hecho un trabajo espantoso. Después de un beso como aquél —un beso que a él lo había dejado con el corazón galopando contra su pecho y la lujuria rugiendo en sus venas—, ella lo miraba como si necesitara una confirmación.
Al demonio con eso. Se le olvidaron todas las confirmaciones que iba a decir.
—¿Y a ti? —La miró a los ojos—. ¿Te ha gustado?
Aquello sonó como si quien necesitara una confirmación fuera él, cuando en realidad lo que le hacía falta era una fría zambullida en un profundo abrevadero.
—No lo sé. —Se deslizó hacia el sofá y se sentó con gracia ante el servicio de té—. Ha sido, como tú has dicho, un poco inesperado.
Mantuvo la calma y observó cómo servía un par de pastas de té en un plato. Lo complació ver que la mano le temblaba ligeramente mientras lo hacía. Sólo para ponerla nerviosa, o quizá para tranquilizarse a sí mismo, volvió a sentarse a su lado y le cogió una pasta del plato.
—¿Cuándo tiene día libre el personal?
Ella masticó su pasta, aparentemente satisfecha, pero adoptó una expresión confusa, quizá con la intención de molestarlo. Hazlit se dijo que no podría engañarlo.
—Mañana. Incluso mi dama de compañía se toma medio día. Por lo general, lo espero con ansia.
—¿Te gusta estar sola?
Le sirvió otra pequeña pasta en el plato y cogió una para él. La cobertura tenía mucha mantequilla aromatizada con vainilla y algo más que no podía identificar, pero que le recordaba a los almuerzos con Westhaven.
Ella miró el dulce que le había servido.
—En general, prefiero estar sola.
—A mis hermanas les gusta estar solas... O les gustaba. —Resistió la tentación de colocarle un mechón detrás de la oreja—. No hacía que se sintieran más felices, pero sí que su tristeza fuera de algún modo más tolerable. Ellas creen que no lo comprendo, pero sí lo hago.
Maggie se volvió para mirarlo, en apariencia tan dispuesta como él a no tocar el tema de a quién le había gustado besar a quién.
—¿Crees que deberían dejarse ver en una sociedad que murmurará a sus espaldas y hará comentarios poco amables delante de ellas?
—Sus esposos serán los que respondan a esa pregunta, pero yo creo que hay más probabilidades de encontrar una verdadera amistad relacionándose con seres humanos que entre los jardines florales de Blessings o en el paisaje rural y silvestre de Sussex.
Fue a servirle más dulces, estaría bien que pusiera un poco de carne sobre aquellos elegantes huesos, pero ya no había más.
Ella le dedicó una larga y calculadora mirada y Benjamin casi podía oírla preguntarse si espiar por las ventanas y merodear por los salones de baile podía considerarse una manera de encontrar verdaderos amigos.
—Vendré mañana —dijo, poniéndose en pie—. ¿Cuándo se marcharán los sirvientes?
—Por la mañana. Toman su desayuno y luego se van. —Se levantó también lentamente y lo acompañó hasta la puerta cerrada.
—Ése es un descanso bastante generoso.
—Trabajan mucho. Algunos tienen que ir a pie hasta el East End para ver a sus familias y los días ya no son tan largos.
Le colocó el pelo detrás de la oreja. Ella lo soportó en silencio, sin que sus ojos verdes delatasen nada.
—Ya hablaremos de ese beso, Maggie Windham.
Para que no pudiese darle alguna desdeñosa respuesta, volvió a besarla —un beso rápido y exigente— y luego se deslizó por la puerta, antes de que pudieran darse más besos de los que necesitaran hablar en el futuro.