2

Guillermo el Conquistador era hijo ilegítimo.

El rey Carlos II ennobleció al menos a doce bastardos suyos, y nombró duques a tres de ellos con una rúbrica de la pluma real.

Más recientemente, el duque de Devonshire criaba a dos hijos ilegítimos —¿o eran tres?— compartiendo casa con su esposa y su querida.

Había rumores de que una de las princesas reales tenía un hijo ilegítimo, al que criaba el padre del muchacho, y los duques reales habían ido haciendo hijos bastardos en gran cantidad en respuesta al «Acta de matrimonios reales» de su padre.

Esos hechos y otros similares le habían sido transmitidos a Maggie en su primer té a solas con Esther, duquesa de Moreland. Ella entonces tenía trece años, había transcurrido uno desde su primera menstruación, vivía en una casa llena de hermanos varones, entre los que era la más alta, y también hacía un año que padecía la mortificación de necesitar un corsé antes que ninguna de sus amigas.

Tras casi dos décadas de ese momento, Maggie podía ver que su excelencia había intentado darle seguridad, pero se había encontrado con una jovencita que intentaba a trompicones tener algo de fe en sí misma del tipo: «Siéntate derecha, deja de sentir lástima por ti misma y basta de golpear la taza con la cucharilla».

Un té a solas todavía podía ser una experiencia angustiosa, tanto para ella como para cualquiera de sus hermanas.

Hacía poco, Maggie había empezado a sospechar que el té a solas también era angustioso para su excelencia, aunque la buena dama había educado a diez niños y sobrevivido a tres décadas de matrimonio con Percival Windham. Cuando a Esther Windham se le metía una idea en la cabeza, la determinación de Wellington palidecía en comparación.

Así que fue al ejemplo de Esther a lo que Maggie se remitió tres días después de haber perdido su bolso.

La vida de un investigador no era fácil. Conseguir información en los salones de baile lo mantenía despierto hasta altas horas de la noche y tener que encontrarse con los clientes para desayunar o mientras cabalgaban al amanecer lo obligaba a abandonar la cama con la primera luz del día.

Hazlit a menudo resolvía ese dilema pasando las pocas horas que quedaban de la noche sentado a su escritorio, leyendo informes, y durmiendo durante el día. En eso no era distinto de muchos otros nobles, al menos durante la Temporada.

Lady Norcross se había recluido y Hazlit tenía una ligera sospecha de por qué. Una palabra susurrada al oído de Helene Anders por parte de una escultural pelirroja, una breve advertencia de Helene a su cuñada, y eso era todo. Intentó sentir un poco de pena por lord Norcross, pero aceptarlo como cliente había sido un error.

Hazlit regresó a sus habitaciones y descubrió que algún sirviente había abierto todos los cortinajes, dejando su salón inundado de luz.

La primavera intentaba avanzar, pero le costaba bastante. Mientras consideraba si pasar la mañana deambulando por las cafeterías o bien dormir una siesta, su vista recayó en la chaqueta que había llevado en la reunión en casa de Moreland, hacía pocos días.

Un pequeño destello en el puño le hizo examinar la manga.

Maldita fuera si aquello no eran tres largos cabellos rojizos atrapados en un botón. Muy largos. Tan largos que pudo enrollárselos una y otra vez alrededor de un dedo y formaron un anillo tan grueso como una alianza de matrimonio.

Un recuerdo de su estimulante batalla. Fue al guardarropa en busca del costurero, cortó con los dientes un hilo de seda y lo ató alrededor de su botín.

—Discúlpeme, señor.

El mayordomo de Hazlit, Morse, estaba de pie en la puerta, vestido con tanta dignidad como para honrar la residencia del regente.

—¿Qué hay?

—Una dama pregunta por usted. La he hecho pasar al pequeño salón y he pedido que le suban té y pastas.

—¿Una dama?

No una mujer, porque Hazlit empleaba a mujeres como ojos y oídos, y éstas pertenecían a muchas clases sociales. En general entraban por las caballerizas después del anochecer, con las capas cubriéndoles el pelo, para no ser víctimas de su cólera.

Morse le tendió una tarjeta de visita en una bandeja de plata sostenida por una de sus enguantadas manos. Hazlit leyó la tarjeta.

«Vaya, vaya, vaya.»

Otra escaramuza. Toda su fatiga desapareció. Se encogió de hombros dentro de su chaqueta de mañana, se inspeccionó el pañuelo de cuello y bajó la escalera. En su camino hacia el pequeño salón, sólo se desvió para dejar su pequeño recuerdo entre las páginas de un libro de Wordsworth, a varios poemas de distancia de la rosa seca.

—Señorita Windham, es un placer. —Se inclinó sobre su mano, observando automáticamente todos los detalles.

Se la veía muy bonita a la luz de la mañana, aunque eso no era exactamente un detalle. Calculó que tendría unos treinta años, lo que, a su juicio, podía ser el comienzo de la flor de la edad de una mujer o bien su declive, dependiendo de cómo hubiera vivido su vida. Demasiadas noches agitadas, excesiva comida y bebida y una cierta laxitud moral envejecían a una dama antes de tiempo. Podía llamar la atención de un hombre a la luz de las velas nocturnas, pero el sol matinal era un brutal espejo de la verdad.

Y la verdad era que Maggie Windham era encantadora. No tenía ninguna arruga rodeando su voluptuosa boca. Sus ojos eran de un claro y límpido verde, del mismo color que su hermoso traje hecho a medida. Su cabello tenía el saludable brillo propio de una dama que disfrutaba del aire libre y de una alimentación adecuada.

Aquel pelo...

Ella se puso en pie para hacerle una leve reverencia y luego volvió a sentarse en el sofá.

—¿Se quiere sentar, señor Hazlit?

Lo hizo junto a ella, con el único propósito de verla abrir los ojos de sorpresa, aunque ésa fue su única reacción: no se cambió de lugar con nerviosismo ni se puso en pie de golpe.

—Como le he dicho, es un placer verla, señorita Windham, pero un placer inesperado. En especial, porque ha venido a visitarme sola, sin una acompañante, ni una hermana menor.

Su comentario tenía cierto tono interrogativo, pero la bandeja del té la salvó de tener que responder.

—¿Le sirvo, señor Hazlit? Y para su tranquilidad, le diré que mi lacayo está coqueteando con la pinche de su cocina mientras charlamos.

—Por favor. Mi bandeja del té pocas veces tiene el honor de contar con tan bella dama.

Ella se quitó los guantes de ganchillo y los dejó a su lado en el sofá, mostrando unas manos bellísimas, por supuesto. No eran pequeñas, pero sí delgadas, sin anillos. Llevaba las uñas cortas y sin pintar, lo que lo sorprendió un poco. No eran manos decorativas, sino prácticas.

—¿Cómo le gusta el té?

—Dulce y ligero.

Se lo sirvió, se preparó una taza para sí y sólo entonces lo miró a los ojos.

—Necesito su ayuda.

Él casi escupió la infusión, hasta tal punto lo sorprendió. Se esforzó por beber un sorbo, dejando que el silencio se extendiera entre los dos hasta que se sintió mejor y más preparado para enfrentarse a ella.

—¿Espera que crea que la hija de un duque, con nada menos que tres fornidos hermanos, necesita mi ayuda?

—Soy la hija de un duque, pero tener títulos nobiliarios no soluciona todas las dificultades de la vida, ¿no es así, señor Hazlit?

Ella dejó que se hiciera de nuevo el silencio y él casi levantó la taza en señal de reconocimiento.

Era buena. Por Dios, vaya si lo era.

—No me gusta mucho la idea de trabajar para una mujer. No es nada personal.

Ella ni siquiera parpadeó ante su brusco tono, sino que se limitó a beber con delicadeza un sorbo de té.

—Su excelencia la duquesa ha mencionado que usted trabajaría para una dama.

—Sólo excepcionalmente. ¿Debo entender que ha hablado con ella acerca de contratar mis servicios?

—No lo he hecho, pero sé que busca clientes. —Sonrió un poco sin dejar de mirar su taza.

—¿Cómo podría saber usted semejante cosa? —Que era la verdad.

—Usted decidirá el momento y el lugar de todos los encuentros. No entregará ningún informe por escrito, sino que los transmitirá sólo de palabra. Recibirá su compensación al comienzo, en efectivo, y devolverá el dinero que no utilice, también en efectivo. Es usted como un abogado, en el sentido de que no busca trabajo, sino que uno puede considerarse afortunado si consigue sus servicios.

—No creo que la comparación sea muy halagadora.

—No era mi intención que lo fuera.

Le podría haber pasado inadvertido, porque ella inclinó la cabeza para beberse el té. Sin embargo, su trabajo dependía de que captara esas pequeñas pistas, así que vio la primera ínfima tentación que la dama sintió de esbozar una sonrisa. Y que escondió casi al instante.

Señorita Windham, señorita Windham... Estaba allí, a plena luz del día, pero sin una acompañante que asegurara el decoro. Él todavía no sabía cuál era su juego y, en realidad, no tenía tiempo para ninguno.

—Muy bien. —Era lo bastante caballeroso como para esperar hasta que ella dejara su taza—. Si puede pagarlo...

Mencionó una cifra exorbitante y esperó a ver cómo reaccionaba sin sacrificar su considerable dignidad.

—¿Está de acuerdo en que sea en efectivo?

—Sólo aceptaré efectivo. —Sintió un aguijonazo de lástima por ella. Pero muy leve.

—Haré que le entreguen el dinero antes de que se ponga el sol. ¿Más té?

—Por favor. —Frunció el cejo mirando sus manos prácticas y bonitas, mientras le servía la infusión, que a él no le apetecía especialmente.

Por supuesto, Hazlit era consciente de que el dinero nunca llegaría a sus manos. Mientras él pensaba eso, ella llevaba a cabo la ceremonia del té como correspondía a la hija de un duque.

No, se corrigió, como la hija de una duquesa.

—¿Pastas, señor Hazlit?

—Gracias. Mi desayuno ya está convirtiéndose en un distante recuerdo.

Ella le pasó un plato con dos dulces y sus manos se rozaron.

¿Por accidente? ¿A propósito? Su curiosidad respecto a la señorita Windham y sus estratagemas iban en aumento.

—¿Usted no come?

—Una debe refrenarse de vez en cuando para caber después en los vestidos.

Él echó un vistazo a su figura, aunque no se permitió detener la mirada en los lugares más evidentes.

—Su sacrificio es debidamente apreciado; pero hábleme de sus circunstancias, señorita Windham, y de cómo le puedo ser de ayuda.

Ella removió el té, arrastrando lentamente la cuchara por el fondo de la taza. Él pensó que el movimiento la delataba. Un pequeño indicio que denotaba nerviosismo o una inminente mentira.

—He perdido algo precioso para mí.

—¿Joyas? Eso es bastante fácil, por lo general aparecen en algún lugar de Ludgate, fuera de la vista de todos menos de determinados compradores. ¿Se trata de algo que pueda desmontarse y ocultarse tras una pantalla?

—¿Por qué alguien ocultaría joyas tras una pantalla? —Frunció ligeramente el cejo y unas pequeñas arrugas aparecieron entre su frente.

—Permítame que le explique un poco la terminología, señorita Windham: cuando un ladrón roba algo importante, algo de valor, no puede ponerse en una esquina, agitándolo y pregonando su precio.

—O una ladrona.

—Eso es. Si las mercancías van a ser vendidas por una buena suma, por lo general se transfieren a un comerciante que trafica con cosas así; por ejemplo, algún joyero de la ciudad. El ladrón recibe algunas monedas por su mercancía, pero nada en comparación con lo que valdría si se vendiera abiertamente. Sin embargo, el joyero puede ganar mucho dinero, porque se lo vende a clientes legítimos. Él es la pantalla.

—Y si alguien pregunta, ¿el joyero dirá que se lo vendieron como parte de las propiedades de alguna viuda de Northumbria? —Su gesto se suavizó, pero su boca mostraba desaprobación.

—Comprende la mente criminal.

—Comprendo que uno no quiera que lo atrapen.

—¿La han atrapado a usted? —Mantuvo la mirada fija en su cara—. ¿El objeto perdido es un recuerdo de un amante que no debería conservar?

—¡Dios santo! —Se apoyó en el respaldo; parecía consternada, pero no insultada—. Investigar debe de estimular en usted una vívida imaginación, señor Hazlit.

—No mucho. La naturaleza humana parece llevar a la mayoría de la gente a los mismos predecibles deslices una y otra vez. ¿Qué paso en falso ha dado usted, pues? ¿Necesita localizar al padre del niño? ¿Pagarle a la esposa para que mantenga la boca cerrada? Ésos no serían asuntos propios de una investigación, estrictamente hablando, pero entiendo que necesitan cierta discreción... ¿Qué me dice?

—Debería darle una bofetada. —No lo dijo con especial animosidad, más bien con una cansada aceptación—. Sin embargo, es usted un hombre y debo hacer algunas concesiones.

—Le pido disculpas.

—Y bien que debe hacerlo. —Se bebió el té y luego ladeó la cabeza para mirarlo a él—. A pesar de las repugnantes implicaciones de sus preguntas, señor Hazlit, preguntas que dudo que le hubiera planteado a cualquiera de mis hermanas, todavía necesito su ayuda y todavía tengo intención de contratarlo. No he cometido ninguna indiscreción: no he concebido un niño de manera ilegítima, ni necesito un viaje por el Continente para superar mi adicción al láudano.

—Entonces su problema no es tan grave —contestó, aliviado por que así fuera e irritado consigo mismo por ninguna razón en particular.

—Lo es para mí. Me reuniré con usted para hablar de los detalles cuando haya recibido el anticipo.

—Podemos hacerlo esta noche, en la velada de los Livien.

Hazlit vio cómo una sombra de disgusto empañaba sus ojos, pero se mantuvo impasible. Ella había comenzado aquel juego; que se diera por vencida si no podía atenerse a sus reglas.

—Hasta esta noche, pues.

Y se fue, saliendo por la puerta delantera, sin importarle que todo el mundo la viera, y Hazlit se preguntó una vez más qué se traía entre manos Maggie Windham.

—¿En qué anda metido tu hermano?

El duque de Moreland mantuvo la voz baja, incluso dentro de su estudio privado, para que la duquesa no lo pillara interrogando a un hermano acerca de otro. Era una mala manera de actuar para un padre, afirmaba ella, a quien sus hijos le hablaban abiertamente de cosas que jamás le confiarían a su padre.

Gayle Windham, conde de Westhaven, miró a su progenitor con perplejidad desde el sofá opuesto.

—Por lo que sé, Dev está en Yorkshire y Val pronto volverá a disfrutar de su felicidad conyugal con Ellen en Oxfordshire.

El duque se reclinó en su sofá y sonrió.

—St. Just está sacando adelante su condado, eso lo sabemos, y se ha casado con una mujer que le dará hijos, eso también. No me quejo de esa parte, de lo que te hablaba es de su faceta de joven Mozart. Está lejos de su esposa y anda haciendo el tonto con Fairly aquí en la ciudad, o con el piano de Fairly.

—¿Por qué no se lo preguntas a él?

—Nunca se queda quieto el tiempo suficiente, a menos que su bonito trasero esté posado en una banqueta de piano. —Su excelencia paseó la vista por los paneles del techo, cuatro metros por encima de sus cabezas. Y aquélla era una de las salas más acogedoras de la mansión.

Westhaven se removió en su silla, cruzándose de piernas con una despreocupada elegancia que su excelencia no podía dejar de envidiar.

—Lo último que sé es que Val está ayudando en los ensayos de la orquesta de la Sociedad Filarmónica y garabateando alguna nueva composición.

—Siempre está garabateando una cosa u otra estos días. Es su naturaleza. ¿Cómo está nuestra Anna?

—Te envía recuerdos y he conseguido robarle una caja de dulces de crema para tu degustación personal.

—¿Hay alguno de chocolate?

—Al menos la mitad. He cogido todos los de chocolate que eran para Maggie y los he cambiado por dulces de tu caja.

—A la señorita Maggie le gustan los dulces. ¿Sabías que bailó con Ben Hazlit?

—Mantén tus ducales zarpas fuera del asunto, excelencia —dijo Gayle, en un tono que sonó suave para la reprimenda que implicaban sus palabras—. Val dice que no fue más que un vals de cortesía y que no aceptaron compartir la cena.

—Eso dice Val. ¿Crees que insinuaría siquiera que su hermana por fin se interesa por un hombre decente? Siendo como sois uña y carne todos vosotros, lo dudo.

—Entonces, ¿por qué me preguntas?

—Porque, querido amigo, cuando yo ya no esté por aquí, vuestras hermanas solteras serán una cruz para vosotros.

Gayle puso los ojos en blanco.

—No me vengas con tu discurso sobre la muerte. Jamás te has sentido mejor, y lo sabes.

—Hazme caso, muchacho, una mujer que se queda soltera supone un riesgo. Piensa en la pequeña aventura de Sophie la última Navidad, sola, o casi sola, porque Sindal era su única dudosa compañía. Piensa en tu hermana Evie y ese abominable lacayo. El desastre era inminente. De no ser por la intervención del destino...

—Evie se habría casado con un lacayo muy guapo. Pero Maggie no es Evie y Hazlit no es un lacayo.

La calma con que hablaba su hijo era una fuente de orgullo para su excelencia. El muchacho, el hombre, mejor dicho, iba a ser un duque espléndido.

—Ni tampoco un plebeyo —dijo el duque con serenidad.

—Me ha dicho algo al respecto a lo largo de nuestro trato. Pero yo en tu lugar no intentaría empujarlo hacia Maggie. Ella se enfadará y huirá al galope y la duquesa te regañará y te ocultará tu alijo de dulces. —Gayle se puso en pie y fue hacia el aparador para servirse media copa de... limonada.

Quizá el heredero Windham no fuera tan ducal todavía.

—Cielo santo, ¿a ese punto hemos llegado? ¿Maggie te ha dicho algo?

—No, no lo ha hecho. —Miró la copa de cristal que tenía en la mano—. Y yo no traicionaría su confianza cuando tú mismo puedes preguntárselo.

—Mira qué muchacho tan quisquilloso me ha salido.

Pero el duque permitió que un dejo de orgullo tiñera sus palabras, porque su hijo era quisquilloso en el mejor de los sentidos. Un hombre atento que estaba devolviéndole al ducado un sólido equilibrio financiero en poco tiempo.

—Dile a la duquesa que lamento no haberla visto. —Vació su copa y la dejó a un lado—. Y que no me entere de que estás entrometiéndote en los asuntos de Maggie ni en los de Hazlit. ¿Y quieres un consejo?

—No soy tan arrogante como para rechazar el consejo de un hombre prudente. —Y menos tratándose de su propio hijo.

—Presta atención a la duquesa —dijo Westhaven—. Le preguntó a Anna por el vals de Maggie y esperó para hacerlo a que yo estuviera lejos y no pudiera oírla.

—Vaya, vaya, vaya... —El duque se puso en pie también, contento una vez más de que el pecho no le doliera al hacerlo.

—Dale mis recuerdos a Anna y dile que mantenga los oídos bien abiertos.

Gayle sonrió, negó con la cabeza y le dio a su padre un abrazo de despedida. El duque esperó a que se fuera y entonces se lanzó hacia la cocina tan rápido como el sigilo y la dignidad se lo permitían.

Maggie había crecido con cinco chicos y no le molestaba en absoluto una exhibición de furia masculina. En sus frecuentes desplantes, sus hermanos gritaban y caminaban a grandes zancadas y a menudo se embarcaban en riñas que terminaban con muebles rotos y miradas desdeñosas de la duquesa.

Su padre poseía uno de los títulos más influyentes, aparte de la realeza, y, de puertas adentro, no se privaba de gritar o expresar su disconformidad con el estado de cosas en su mundo.

Pero no era más que ruido; en su mayor parte, bravuconería y espectáculo. Ruido y furia, como lo llamaba la duquesa. Jamás nadie salía malparado de aquellos berrinches y peleas que Maggie había visto.

La mirada en los ojos de Benjamin Hazlit transmitía en cambio una intención letal sin decir una palabra.

—¿Quiere que busque un bolsito?

Su voz era tranquila, totalmente civilizada de hecho, como correspondía a un caballero en la terraza medio en sombras, tras haber abandonado por un momento una agradable velada, pero así y todo, a Maggie se le puso piel de gallina.

—Así es. Tiene una gran importancia personal para mí.

—Y para encontrarlo está dispuesta a pagar una fortuna. Venga.

La cogió por la muñeca para llevarla a un sendero del jardín poco iluminado. La luna había salido y proyectaba un poco de luz en los oscuros caminos.

—Esto no es adecuado, señor Hazlit. —Maggie arrastraba los pies, pero no los clavó en el suelo por miedo a chocar con él al detenerse.

—Tener esta conversación donde puedan oírnos lo es menos aún —dijo por encima del hombro—. Ahí. En ese banco. —Le soltó la muñeca y esperó a que se sentara. Ese pequeño gesto de educación sólo sirvió para alterarlo más.

—Es una petición muy razonable —dijo ella—. Es usted un investigador y algo de valor ha desaparecido. Averigüe qué ha pasado.

—Para su información, señorita Windham, yo busco a gente desaparecida. —Se sentó a su lado sin pedirle permiso—. Busco a hijas que huyen hacia su ruina social. Busco a estafadores e incendiarios. Voy tras criminales que Bow Street no puede tocar por cuestiones de rango y privilegios. No ando siguiéndoles la pista a horquillas perdidas, para mujeres aburridas que no tienen nada mejor que hacer que molestar a un hombre en su trabajo.

Maggie permaneció en silencio, meditando un aspecto de la situación que no había apreciado antes.

—¿Se le ha comido la lengua el gato, señorita Windham?

—Éste no es un asunto trivial para mí.

—Para mí sí —le espetó él—. Y, como bien sabe, yo escojo a mis potenciales clientes. Me guío por mi propio capricho, no sigo órdenes, como un lacayo guapo que intenta granjearse los favores de una dama.

—Eso ha estado completamente fuera de lugar. —En especial, porque Maggie contrataba sólo personal de aspecto anodino. Trabajaban más y no daban pábulo a rumores.

Junto a ella, Hazlit respiró hondo, levantando los anchos hombros y dejándolos caer.

—Discúlpeme, pero voy a rechazar su propuesta.

—No creo que eso sea legal.

—Por supuesto que lo es. —Se volvió para mirarla y frunció el cejo—. No tiene ningún poder sobre mí, señorita Windham. Soy un trabajador libre. Como un abogado.

Ella no pudo reprimir una sonrisa. Como un abogado, en efecto.

—Está usted vinculado a mí por un contrato, señor.

—Pues ahora estoy desvinculándome. Puedo darle el nombre de varios investigadores que estarán muy contentos de trabajar para usted con tarifas mucho más bajas que las que yo cobro.

—Tenemos un contrato —insistió ella, muy segura de su razón—. No puede romperlo de modo unilateral o lo demandaré por incumplimiento y ganaré.

—¿Cómo demostrará tal cosa cuando no hay ni una sola palabra de nuestro trato por escrito y no tiene testigos?

—Oferta, aceptación, contraprestación y competencia —dijo Maggie, recitando las palabras—. Los elementos de un contrato están todos presentes y usted no puede afirmar que no tenemos un contrato sólo porque no exista un documento sellado.

Eso le llamó la atención, algo que no era necesariamente bueno, con su actual estado de ánimo.

—¿De qué habla?

—Mi hermano Westhaven ha estudiado derecho. Consulto con él asuntos de negocios, ya que su excelencia no tiene tiempo para libros de contabilidad ni para números. Me ha prestado algunos textos y recurro a sus abogados siempre que lo requieren las circunstancias.

—Una maldita solterona marisabidilla. Blackstone1estará revolviéndose en su tumba. —Hazlit sonó divertido, lo cual era un alivio.

—No es complicado, al menos en teoría. Aunque tiene usted razón en una cosa: no hay testigos. Pero podría intentar llevarlo a la corte de la opinión pública, seguro que ahí no ganaría.

—Podría hacerlo —aceptó él con tono pensativo—. Pero tendría que exponerse mucho para eso, señorita Windham, y creo que usted prefiere una vida discreta.

—Es verdad. Por eso mismo no me hace ninguna gracia la idea de interrogar al personal de mi casa, volver sobre mis pasos, hablar con los mozos de los establos, preguntarles a mis amigos, vecinos y parientes si han visto mi bolso y poner la casa patas arriba para encontrar algo que es precioso para mí. Me siento como una idiota por haberlo perdido.

Hazlit volvió a mirarla dubitativo y luego se inclinó hacia adelante, con los antebrazos apoyados en las piernas.

—Debería haber empezado por ahí. Quizá tendría que haber intentado ganarse mi compasión antes de amedrentarme con la opinión pública.

—¿Y dejarle el orgullo como un pequeño higo maduro?

—Quizá no tan pequeño. Quizá un higo maduro de buen tamaño.

Ella sonrió ante su intento de bromear, a pesar de que sus palabras podían interpretarse de manera obscena si uno se lo proponía.

—Señor Hazlit, ¿me haría el enorme favor de ayudarme a encontrar lo que he perdido? Es una de mis posesiones más queridas. Me siento fatal por haberle perdido el rastro y me da demasiada vergüenza pedirle ayuda a nadie que no sea usted en esta situación de extrema necesidad.

Le dedicó su mejor mirada desvalida bajo la luz de la luna, una mirada que Val le aconsejaba no usar nunca con sus amigos. Por si acaso, dejó también que asomara un poco de sinceridad a sus ojos, porque en realidad lo que había dicho era la verdad.

—Que Dios me ayude. —Hazlit se pasó una mano por la cara—. Absténgase de citarme la ley otra vez, por favor. No sé cómo podría contenerme si lo hiciera.

Ella abandonó su implorante expresión.

—¿Mantendrá su palabra, pues?

—Intentaré encontrar esa pequeña bolsa suya, pero en mi trabajo no hay garantías, señorita Windham. Pongamos un límite a mi investigación; digamos, cuatro semanas. Si no lo he encontrado para entonces, le devolveré la mitad de su dinero.

—No hace falta. —Se puso en pie, aliviada de haber terminado con aquel asunto—. Puedo permitírmelo y es importante para mí.

—¿Adónde va?

También se puso en pie, tal como lo indicaban las normas de cortesía. Pero Maggie tenía la sensación de que había asimismo algo... primitivo en no dejar que una mujer se fuera sola bajo la luz de la luna.

—Regreso al salón de baile. Hemos estado aquí fuera bastante tiempo, a menos que esté intentando escaquearse otra vez de sus obligaciones.

—No hay necesidad de ser desagradable. —Se acercó a ella y le ofreció el brazo—. Hemos avanzado un poco, pero todavía tiene que decirme algo que me ayude a conseguir su objetivo. ¿Cómo es ese bolsito? ¿A quién ha visto mientras lo llevaba? ¿Dónde lo compró? ¿Cuándo fue la última vez que lo usó?

—¿Todo eso?

—Eso y más, si tan valioso es para usted —dijo guiándola de regreso hacia los senderos más transitados—. Eso es sólo el comienzo. Quiero establecer quién ha tenido acceso al bolso, qué cosas de valor contenía y quién podría tener motivos para robarlo.

—¿Robarlo? —Se quedó quieta y le soltó el brazo, porque, con toda honestidad, no se le había ocurrido esa posibilidad. Mientras volvía a poner la mano en su brazo, se dio cuenta de que había mantenido esa idea fuera de su mente, como un temor inconsciente—. ¿Cree usted que alguien podría querer robar un poco de calderilla? A la gente la cuelgan por robar, señor Hazlit, o los transportan en esos horribles barcos. ¿Piensa... que ha podido ser un ladrón?

—Está claro que usted no.

Ella iba a decirle decididamente que no, que no podía haber sido víctima de robo. Era demasiado cuidadosa, demasiado lista. Sólo contrataba personal con las mejores referencias, casi no tenía visitas y la idea era completamente...

—No he llegado a esa conclusión. No quiero hacerlo.

Oyeron voces que llegaban desde el otro extremo del sendero. Una mujer que se reía, quizá demasiado alegre, o tal vez borracha. Otra mujer le replicaba con la misma alegría y después la voz de un hombre, o tal vez dos.

—Venga. —Hazlit retrocedió entre el follaje, cogiéndola por la muñeca. Dio un paso detrás de un árbol y la colocó delante de él, con una pierna a cada lado de las suyas mientras se inclinaba contra el árbol.

—No se mueva, respire con naturalidad —susurró junto a su oreja, en un tono de voz casi inaudible.

Maggie hizo lo que le sugería, porque no quería que unas personas demasiado borrachas para mantener la discreción la encontraran oculta con él en la oscuridad.

Y mientras permanecía allí, la brisa de la noche agitó el aire, llevándole el aroma de Hazlit. Se sintió desconcertada al olerlo, porque era tenue pero seductor.

Complicado, como el hombre que lo emanaba.

La nota principal era de madreselva y la esencia era tan dulce como cualquier perfume embotellado... e igualmente embriagadora. Maravillada por esa pequeña deducción, intentaba decidir si el trasfondo era de bergamota cuando sintió la mano de Hazlit en su pelo.

¿Para mantenerla quieta?

Cogió un mechón que le caía sobre el hombro derecho y lo acarició entre sus dedos en silencio.

¿En qué momento se había quitado los guantes?

Quedarse quieta, respirar con naturalidad. Era un buen consejo, pero su corazón quería batir desbocado; Maggie deseaba tanto salir corriendo como quedarse allí para siempre, con los dedos de él jugando con su pelo. Hazlit movió la mano y el pelo le rozó el hombro.

Su corazón comenzó a latir con fuerza. No era exactamente miedo lo que sentía, sino nerviosismo. Los hombres jamás la tocaban, no si sabían lo que les convenía, y ella aborrecía estar tan nerviosa. Se quedó quieta, esperando que él repitiera aquella sencilla caricia.

—Se han ido —dijo en cambio, todavía susurrando.

Volvió a cogerla por la muñeca y la guió hasta el sendero, ofreciéndole su brazo con perfecta cortesía.

—¿Se quedará usted a cenar? —le preguntó.

—Preferiría no hacerlo —respondió Maggie.

¿Qué había sido todo aquel asunto con su pelo? ¿Iba a fingir que no se había tomado tal libertad?

—Llamaré a su cochero. Usted vaya a por su abrigo y, si ha traído uno, su bolso.

Le hizo una pequeña e irónica reverencia y se marchó para cumplir con su caballeroso recado.

Maggie estaba en casa, intentando dormirse, cuando se dio cuenta de que Hazlit no había fingido no haberle tocado el pelo.

Lo que había hecho era dejar que ella ignorara que se lo había permitido.

—Estabas fuera, entre los arbustos, con Maggie Windham —dijo Archer Portmaine, pasándole a su primo una copa con dos dedos de brandy—. Eso suma dos encuentros en una semana. ¿Qué estás tramando?

—Mi ruina. —Hazlit agradeció la copa con un movimiento de cabeza y se sentó en el sofá de piel de la biblioteca—. No ha habido rastro de lady Norcross esta noche, al menos en mi territorio.

—Ha ido al musical de lady Bonratty, pero se ha marchado en su propio carruaje y se ha ido directa a casa. —Portmaine se sentó sobre el escritorio de Hazlit, con el trasero sobre una pila de informes.

—La, la, la, la, se ha ido a casa —tarareó Hazlit, evocando la canción infantil.

Su primo hizo una pausa antes de beber.

—¿Maggie Windham te ha dado un golpe en la cabeza?

—No. Me ha contratado y he necesitado la mitad de la caminata de vuelta a casa para descubrir qué es lo que trama en realidad.

—Quiere poseer tu joven y tierna carne —sugirió su socio—. Ya hace demasiado tiempo que deberías haberte revolcado con alguien, ¿sabes?

—Tu preocupación es conmovedora, Archer.

—Siempre te pones de mal humor cuando te faltan tus revolcones. Quizá deberías ir a visitar una o dos veces a lady Norcross.

—Quizá debería buscar un socio que pueda pensar más allá de su próximo polvo.

—Me gustan los polvos. —Portmaine se bajó del escritorio y rellenó su copa; luego se sentó en el sofá, a pocos centímetros de Hazlit—. Es normal que gusten. Lady Norcross parece entenderlo. Tú antes también. Yo lo comprendo muy bien. ¿Más brandy?

—Eres demasiado rápido para mí —dijo Hazlit, sonriendo ante la predecible simplicidad de su primo.

—Y lady Maggie, demasiado astuta. —Portmaine bebió un generoso trago de su bebida—. Por lo general, evitas a las mujeres de la buena sociedad y me dejas a mí como sustituto. ¿Qué tramas con lady Maggie?

—No usa su título y entiende muy bien el asunto. Aunque le he asegurado que cuando recibo dinero de un cliente luego no voy a espiarlo, Maggie Windham es lo bastante inteligente como para recordar que sus padres son quienes me han contratado, no ella. Quiere neutralizarme, por decirlo de alguna manera, asegurarse de que los duques no me usarán para husmear en su vida, así que ha decidido pasar a la ofensiva y contratarme ella misma.

Portmaine asintió.

—Siempre digo que las mujeres tienen una astucia natural superior.

—Si la tienen es porque los hombres las obligan a ello.

—Otra vez estás pensando en tus hermanas. Ese tema te saca de tus casillas.

—Es primavera y, por primera vez en muchos años, mis hermanas no necesitan mantenerse al margen de los placeres sociales que tienen derecho a disfrutar, pero el hábito ya está arraigado y el mero hecho de haberse casado no lo ha afectado. Avis, al menos, tiene la excusa de que está allá arriba, en Cumbria, donde no hará buen tiempo hasta dentro de varias semanas. —Miró lo rápido que menguaba su brandy.

—Avis. ¿Qué clase de nombre es ése para una mujer? Significa ave. ¿Qué hay de la otra, la institutriz? —Archer apuró su bebida y se quedó quieto donde estaba, como una gárgola elegante y feliz.

—Alex dice que está demasiado ocupada haciendo de madre de sus hijastros. Sospecho que ya está embarazada.

—Así que no son tus hermanas las que te agobian —replicó su primo—. Volvamos a mi teoría. Supongo que Maggie Windham se habrá permitido una o dos aventuras amorosas. Tú puedes intentarlo.

—Es una clienta.

—¿Y qué se supone que debes hacer para esa clienta?

—Encontrar un bolso que ha perdido.

Portmaine arqueó las cejas y esbozó una maliciosa sonrisa.

—No es muy original eso de «encontrar su bolso». ¿La última vez que lo vio fue, digamos, entre sus rodillas separadas?

—Estás mostrando tus tendencias pueriles, Archer.

—Estoy cansado. Mi creatividad está de capa caída. Así pues, si no vas a irte a la cama con ella, ¿por qué permites que la dama te meta en este asunto?

—Porque estoy obligado por contrato.

—¿Y los pares juzgan los incumplimientos de contrato en la Cámara de los Lores?

—No vamos a averiguarlo. —Hazlit se levantó y se acercó al decantador para rellenar su copa—. Cuando la he acompañado a su carruaje, se ha detenido un momento y ha mirado alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírnos. Tras asegurarse de ello, me ha dado una última indicación.

—Dímela. —Portmaine hizo un gesto con la copa vacía—. El tiempo pasa y la historia se pone interesante.

—Ha dicho que debía prometerle que no miraría lo que había dentro del bolso cuando lo encontrase. Ni siquiera una simple ojeada.

Portmaine lo observó a la luz de la chimenea.

—Curiosear es lo que mejor se nos da. Bueno, una de las dos cosas que mejor se nos dan..., pero tú se lo has prometido, ¿verdad?

—Así es.

—¿Por qué?

—Porque en ese momento, Archer, la dama ha bajado la guardia por un instante. Es muy buena manteniendo sus emociones bajo control, quizá mejor que yo mismo.

Portmaine se encogió de hombros.

—Es hija ilegítima de un duque. Tal vez haya tenido que serlo.

—Tal vez, pero debajo de su agradable aspecto y de su aguda inteligencia, Maggie Windham es una dama que está muy asustada.

Maggie desechó el tercer vestido y se quedó de pie, con los brazos en jarras, en medio de su vestidor.

—El de terciopelo verde le quedaba muy bien, señora.

En los ojos de Alice, su doncella, podía verse la irritación, a pesar del tono respetuoso de sus palabras.

—Perdóname, Alice. Es que durante años he intentado vestirme para que nadie reparara en mí. Quería ser... olvidable.

—¿Y esta noche?

—Esta noche quiero transmitir un mensaje. —Maggie señaló el vestido verde, un reciente capricho, algo que había encargado sin estar segura de si alguna vez tendría ocasión de usarlo.

—¿Y cuál es el mensaje que quiere transmitir?

—No estoy segura. —Maggie se acercó al cuerpo un vestido marrón bordeado en rojo y contempló su imagen en el espejo—. Hoy no quiero ser tan olvidable. Este vestido es bonito.

—Todos sus vestidos son bonitos. Es en usted en quien sus invitados tienen que fijarse, no en sus vestidos.

Maggie dejó la prenda y cogió un vestido color berenjena.

—Color de matrona —dijo Alice, quitándole el traje oscuro de las manos y volviéndolo a colgar—. Si quiere destacar, señora, póngase el vestido de terciopelo verde sin pañuelo al cuello y permita que haga algo con ese pelo.

—¿Con mi pelo? —Maggie se pasó una protectora mano por el pelo, recogido en un severo moño, como de costumbre—. Mi pelo es imposible, Alice, pero no permitiré que me lo cortes.

—Confíe un poco en mí, señorita Maggie. Cortárselo es lo último que haría.

La llevó de la mano hasta el tocador, donde Maggie se sentó, dispuesta, por alguna razón, a correr riesgos que no se había permitido en más de una década.

—¡Dios todopoderoso! —El suave silbido de admiración de Lucas Denning sonó junto a Hazlit—. ¿Has visto eso?

Él siguió la mirada de su amigo hasta los peldaños que daban a la sala de baile.

—Cielo santo.

Maggie Windham bajaba la escalera, con un brillante chal de seda marrón de cachemira sobre los hombros y un vestido de suave terciopelo verde que se ceñía a todas sus curvas. El vestido era decente, aunque el escote era lo bastante bajo como para gratificar al público masculino. Pero lo que hacía que todo el conjunto fuera fascinante era... aquel cabello.

Llevaba una parte recogida en un moño alto sobre la cabeza, lo que se sumaba a su altura, haciendo que resultara todavía más impresionante. Pero el resto del pelo, oh, el resto... le caía sobre los hombros en mechones y rizos, y seguía por su espalda en una cascada de color castaño que producía un sutil frufrú al rozarle las caderas, sus curvilíneas y femeninas caderas, y el trasero cuando se movía.

Se la veía osada, diferente, y, sin embargo, no llegaba a resultar indecente.

Hazlit sintió que le dolían las manos a los lados del cuerpo, aunque no sabía si era porque quería coger un puñado de aquel pelo o darle unas palmadas en el trasero.

—De repente he empezado a apreciar la belleza de las mujeres maduras —susurró Deene—. Aunque si sus hermanos preguntan, sólo estoy protegiéndola en su ausencia. Sostén mi bebida.

Y eso, la espontánea reacción de Deene ante la hermosa mujer, hizo que Hazlit se ahorrara quedar también él como un tonto. Supuso que ya haría el ridículo de una manera un poco diferente más entrada la noche, después de que Maggie se hubiera paseado por el salón dejando un rastro de corazones rotos a su paso.

Cuando sirvieron el bufet y un violinista comenzó a tocar, acompañado por un cuarteto, Hazlit comprendió que Maggie estaba esperando que él se le acercara. Miraba de vez en cuando el salón, como si estuviera observando a los invitados, como haría cualquiera en un evento social. Cuando sus ojos llegaban a él, no se detenían. No había ningún asentimiento ni ningún gesto delator.

Maggie Windham era muy dueña de sí misma.

Así que la dejaría sufrir. Hizo sus propios planes y se resignó a quedarse despierto hasta tarde.

Le produjo un especial placer verla entrar en los oscuros confines de su carruaje y sentarse con un profundo suspiro, sin darse cuenta de que él estaba sentado en las sombras, frente a ella. Dio tres golpes en el techo y el coche comenzó a moverse tras los caballos, en una reposada marcha.

—¿Se ha divertido, señorita Windham?

No gritó, lo que era un punto a su favor, aunque su mano desapareció dentro de su bolso.

—Podría darme a esta distancia incluso en la oscuridad —dijo Hazlit—. Pero la verdad es que desearía que no lo hiciera. En una situación semejante, incluso un caballero podría verse forzado a recurrir a medidas desesperadas.

—Buenas noches, señor Hazlit. En realidad, no es un placer verle.

—Usted me ha contratado, señorita Windham. ¿Se supone que debemos comunicarnos sólo con notas escritas con tinta invisible?

—No. —Retiró la mano enguantada del bolso—. Lo que quería decir es que casi no puedo verle. —Se quitó los guantes y los metió en su bolso—. Supongo que tiene sentido que prefiera que nos encontremos en privado. No estaba segura de si acercarme a usted, ya que insistió en determinar la hora y el lugar para encontrarse con sus clientes. No parecía divertirse.

—Usted sí. —¿Cómo era posible que la irritación pudiese expresarse tan bien en tan sólo tres sílabas?

En la oscuridad, los dientes de Maggie resplandecieron en una sonrisa.

—Así es. Un poco, pero sí. Seguir soltera tiene sus ventajas, aunque todavía tengo que aprender a apreciarlas.

—¿Una de ellas es que puede provocar, coquetear y comportarse como una meretriz toda la noche?

La irritación había desaparecido de su voz, pero Hazlit se sintió incómodo consigo mismo por la condescendencia que había ocupado su lugar.

—Si yo coqueteo y provoco, entonces los caballeros también lo hacen y, sin embargo, nunca llegaría al extremo de compararlos con las mujeres de la calle. Ellos serían galantes, pero a mí me acusa de ser inmoral. Eso no es muy justo, señor Hazlit.

—Ellos no andan por ahí con el pelo suelto, contoneando las caderas como una prostituta de las que trabajan en el puerto.

Ella se quedó inmóvil, como si la hubiera abofeteado, y Hazlit se preguntó si no tendría todo el derecho de dispararle allí mismo.

—¿Es una pistola lo que lleva en su bolso?

—Un cuchillo.

—Oh, por el amor de Dios. —Se cambió de asiento y se sentó a su lado mirando hacia el frente—. Adelante, intente apuñalarme.

—Merecería que alguien le bajara los humos, pero ¿por qué intentarlo cometiendo un delito violento?

—Así podré mostrarle por qué no debería andar con algo así encima.

—Pero mi padre...

—Es un duque, y no ha participado en una pelea mano a mano desde que la duquesa le echó el guante, hace tres décadas. Saque el cuchillo.

—Pero ¿qué pasa si le hago daño?

—Quiero que lo intente, que lo intente con toda su...

Maggie consiguió sacar el cuchillo, pero él le sujetó la muñeca contra el respaldo del asiento, con su cuerpo empujándola contra el mismo tan cerca que ella podía sentir su calor.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo, respirando cerca de su oreja.

Pero Hazlit no había terminado. Aligeró apenas la presión sobre su muñeca y, cuando ella seguramente pensó que la demostración había terminado, le llevó la punta del cuchillo debajo de la barbilla, para explicarle lo peligroso que era andar con aquella arma encima.

—Al menos, una pistola hace mucho ruido y puede alertar a alguien —explicó él—. Y si la descarga es inofensiva. El cuchillo, en cambio, puede volverse contra usted una y otra vez y, si no muere desangrada, la infección probablemente remate el trabajo.

—Lo comprendo, señor Hazlit.

Él permaneció allí un momento, con su peso todavía presionando su cuerpo, mientras bajaba el cuchillo con extrema lentitud. En la oscuridad no podía ver si ella había palidecido, pero sabía que no lloraba. Lo notaba por su respiración.

Y aquel perfume... Dios del cielo, aquel perfume. Canela y flores. Tal vez un poco de lilas, algo de jacintos, incluso una pizca de rosas con un leve toque de jazmín, una mezcla que confundía los sentidos de un hombre y lo hacían desear permanecer allí; era una fragancia que lo conquistaba y lo embriagaba con su dulce despliegue olfativo.

Ella no dijo nada. Hazlit sintió sus manos en el pecho, sin empujar, pero quizá dispuestas a hacerlo.

La presa se había quedado inmóvil, como a veces ocurre cuando un predador la tiene en su punto de mira. Era un intento inútil de volverse invisible. Se le acercó y rebuscó un momento hasta encontrar su mano en la oscuridad.

—Deshágase de eso —dijo, entregándole la empuñadura del cuchillo—. Le conseguiré una pistola de bolsillo para damas y le enseñaré cómo usarla, a menos que prefiera pedirle a uno de sus hermanos que se ocupe del asunto.

—¿Mis hermanos?

—St. Just podría hacerlo bien.

Devlin St. Just era un oficial de caballería condecorado, a quien habían premiado con un condado por sus hazañas en la guerra de la Independencia española.

O por ser el primogénito hijo ilegítimo de un duque.

—Se ha ido al norte, donde es probable que se quede —dijo la señorita Windham—. Si no le molesta dedicarme su tiempo, se lo agradeceré. Pero dudo que su propósito al encontrarse conmigo esta noche haya sido darme una clase sobre armas.

—Por supuesto que no lo era. Vamos a comenzar su investigación, siempre y cuando aún no haya encontrado ese bolso.

—Todavía no. —Sonó muy nerviosa al respecto, pero su respuesta le produjo a Hazlit una extraña sensación de alivio.

—Entonces, comencemos por lo más evidente. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

Ella volvió la cabeza para mirarlo a la luz de las aisladas antorchas de la calle.

—Podría darle todo eso por escrito. La última vez que lo vi, quién trabajaba para mí entonces, qué guardaba dentro...

—Y de ese modo habría una prueba escrita, que a su vez se podría robar, copiar, distorsionar o perder. No tenemos mucho tiempo, señorita Windham. Sugiero que responda mi pregunta.

—La última vez que recuerdo haberlo visto fue cuando regresé de visitar a Anna en Surrey. Hace cuatro días.

—¿Cómo es?

—De cuentas, blancas, marrones y turquesa.

—¿Qué forma tiene?

—Tiene forma de bolso de mano.

—Señorita Windham...

—Bueno, es la verdad. Una pequeña bolsa fruncida con un cordoncillo y de unos diez centímetros cuadrados.

—¿Qué contenía?

Se hizo el silencio y Hazlit deslizó los dedos por el mechón de pelo con el que se había envuelto los nudillos en la oscuridad. Tenía el cabello tan largo que no se había dado cuenta de que estaba jugueteando con él.

O tal vez estaba distraída por su interrogatorio.

—Señorita Windham, quizá no haya oído la pregunta.

—Estoy pensando. —Ahora era ella la malhumorada, pero a él no le importaba si quería pasearse toda la noche por Mayfair—. Se me ha olvidado.

—Quizá puede recordar esto: me ha amenazado con demandarme si no cumplía nuestro trato. ¿Creía que iba a encontrar su bolso usando poderes adivinatorios? Tendrá que confiar un poco en mí y, si no es capaz, me veré obligado a devolverle su dinero y nos olvidaremos de este encantador episodio de cuchillos en la oscuridad.

—Sólo había un cuchillo y usted ha empezado.

No era verdad. Era ella quien lo había provocado al bajar la escalera del salón de baile con aspecto de haberse revolcado con alguien. O, peor aún, como si estuviera deseosa de hacerlo.

Él, desde luego, estaba muy deseoso de revolcarse con ella. La evidencia de ello crecía literalmente dentro de sus pantalones; aquello no podía salir bien.

—¿Quiere mi ayuda o no, señorita Windham? —Le costó mucho formular la pregunta, porque ella podía ser lo bastante inteligente como para escabullirse. Pero él disfrutaba demasiado de aquella conversación en la oscuridad.

La dejó sufrir en silencio mientras daba a su temperamento rebelde una severa y silenciosa lección. Pensó en sus pasajes favoritos de diversas oraciones, rezó el «Padrenuestro» en latín y —lo más eficaz de todo— soltó el sedoso mechón de pelo con el que se había atormentado durante los últimos cinco minutos.

—No puedo recurrir a mis hermanos.

Era una admisión; él ató cabos y, como conclusión, formuló otra pregunta que pronunció con cuidado.

—¿Por un bolso perdido?

—Hay algo más —dijo ella, suspirando en la oscuridad. Hazlit no estaba seguro, pero le pareció que se había inclinado un poco hacia él—. Tengo media docena de bolsitos y podría comprar una docena más mañana.

—¿Quizá le preocupa haberlo dejado en algún lugar comprometedor?

—Otra vez a vueltas con mi agitada vida amorosa. —Sonaba divertida—. Piense lo que quiera de mí, señor Hazlit, pero será una pérdida de tiempo. No voy a lugares en los que se supone que no debo estar. No pierdo el tiempo con hombres que no están disponibles y tengo cosas mejores que hacer que caer en los vicios que condenan sin remedio a una dama.

—¿Qué vicios serían ésos?

—Pues las apuestas, el opio, las peleas de gallos, los muchachos universitarios... Lo de siempre. Dados mis antecedentes, no puedo permitirme el menor desliz en ninguno de ellos.

Hazlit se sentó de nuevo junto a ella en la oscuridad, aspirando su perfume y avergonzándose un poco de sí mismo. Su voz tenía un acento de verdad y también un dejo de tristeza. O bien era una mentirosa consumada o estaba confesando un poco de su soledad.

Quizá mucho de su soledad.

—¿Le gustaría incurrir en alguno de ellos, señorita Windham?

No era una pregunta necesaria, no caía dentro del ámbito de su investigación. Era sólo para él, que admitía que sentía cierta curiosidad respecto a la mujer que tenía al lado.

—Me gustaría tener la posibilidad de hacerlo —respondió, y su honestidad lo sorprendió—. Eso significaría la libertad. No tengo ningún deseo de ver a dos gallos reducirse el uno al otro a una sanguinolenta masa de plumas. No tengo ninguna intención de perder dinero ni ganarlo dándole la vuelta a una carta. Y estoy segura de que no quiero perder la conciencia por los efectos del opio, pero tal vez me gustaría pensar que podría hacerlo si me viniera en gana.

—Puede hacerlo, pero es peligroso, como usted ha dicho.

Y, por razones en las que era mejor no entrar, maldito fuera si él permitía que se expusiera a tales riesgos.

—Soy prudente. Mi familia valora este rasgo de mi personalidad. Ha sido un alivio para ellos.

—¿Se lo han dicho?

—La duquesa sí. —Echó un vistazo por la ventana—. Pronto llegaremos a mi casa. ¿Debo pedirle al cochero que lo lleve a la suya primero?

—Todavía tenemos muchas cosas de que hablar.

—Y sin embargo hemos estado hablando todo el rato.

Una elección de palabras muy desafortunada.

—Puedo visitarla mañana.

Dios del cielo, ¿de dónde había salido esa brillante idea? Él apenas visitaba a mujeres y estaría en boca de todo el mundo si lo hacía con Maggie Windham.

—Por lo general, no recibo visitas que no sean de mi familia.

—¿Ninguna?

—Helene, un par de mujeres más, pero ningún..., ningún caballero; y desde luego ningún caballero soltero y guapo, de elegantes maneras.

¿Ella pensaba que era guapo?

—Haga una excepción conmigo. Nos han visto bailando el vals... Una visita de cortesía no sería tan extraña. Podría encontrarme con usted para montar a caballo por el parque, si lo prefiere, pero allí tendremos menos privacidad.

—No tengo ningún caballo que no sea de tiro.

—Entonces la visitaré a las dos de la tarde. Confío en que sea un poco más comunicativa de lo que lo ha sido esta noche.

—Lo intentaré. Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿debo pedirle a John que lo lleve a su casa?

—Dios, no. Usted cree que él se callaría esa información, pero todavía no he conocido a un solo cochero que no disfrute charlando de esto y lo otro mientras toma sus pintas en la taberna local. Cuando reduzca la velocidad en la entrada del callejón, me bajaré.

—Como un ladrón en la noche.

—Como un caballero en la noche.

Se metió en el bolsillo el mechón de pelo que le había cortado subrepticiamente con su cuchillo y, en cuanto el carruaje aminoró la marcha, desapareció por la portezuela sin decir nada más.

—Crees que he perdido el juicio —dijo Maggie. No culpaba en absoluto a Alice por su mirada de exasperación—. Es sólo que no he tenido una visita que no fuera de mi familia en mucho tiempo y estoy... nerviosa.

De pie, vestida con su corsé y las medias, estaba indecisa.

—Cualquier cosa de su guardarropa será perfecta. Se sentirá más segura llevando algo que le guste.

—Buen consejo. El vestido de seda color bronce y los guantes crema.

—¿Va a salir a pasear con su visita?

—No. —Maggie le quitó el vestido a Alice de las manos y se lo puso por la cabeza—. Pero no hay necesidad de ser informales.

—¿Una diadema, entonces?

—Una diadema, una trenza y sin joyas.

Un arreglo tan simple y severo como fuera posible para una visita matinal. Hazlit iba a hablar de negocios y, sin embargo, Maggie estaba interiormente tan alborotada como si tuviera diecisiete años y por primera vez le fueran a permitir asistir a una de las cenas formales de la duquesa.

No había ninguna necesidad de aquello. Absolutamente ninguna.

Se sentó al tocador y le pasó un cepillo a Alice, que se puso manos a la obra con la ingrata tarea de cepillarle el pelo.

—¿Se enredó el pelo anoche con algo?

—No. ¿Por qué?

La doncella balanceó un mechón cobrizo sobre el hombro de Maggie.

—Debió de enganchárselo sin darse cuenta. Este mechón es unos diez centímetros más corto.

—Lo dudo. Toda la melena necesita un buen corte y es probable que sólo esté un poco desparejo.

—Sí, señora.

Alice permaneció en silencio, manejando con habilidad una gruesa trenza para enrollarla varias veces alrededor de la cabeza de Maggie. La fijó con lo que parecieron varias docenas de horquillas y luego le entregó a su señora los guantes de ganchillo de color crema.

—¿Estoy bien?

—Sí, señora. Muy bien. Quienquiera que sea el caballero, se llevará una agradable sorpresa.

—¿Cómo has sabido que es un hombre?

—Porque no la he visto tan despistada desde su primera Temporada —contestó Alice, volviendo a colgar un vestido descartado—. Bastante tiempo, si me permite decirlo...

—Alice...

—Lo sé. —La doncella hizo un gesto con la mano antes de recoger el segundo vestido y el tercero—. No les iré con el cuento a los lacayos de su excelencia que visiten la cocina, ni a la doncella de la duquesa, ni a sus hermanos ni hermanas. Sus asuntos son sólo suyos.

—¿No estás de acuerdo conmigo?

Alice había sido la doncella de Maggie desde que ésta cumplió los dieciséis años, es decir, la mitad de su vida. Si le permitía ciertas confianzas era en parte porque nunca abusaba de semejante privilegio.

—Creo que una mujer con una familia tan decente como la suya no tiene por qué intentar mantener la distancia con los hombres de una manera tan absoluta, señora.

Alice podría haber dicho mucho más, podría haber deleitado a Maggie con una inusual y contundente exhibición de sentido común irlandés, pero alguien llamó a la puerta.

—Disculpe, señora, pero hay un caballero que pregunta por usted. —La criada le acercó una bandeja de plata sobre la que había una tarjeta de visita.

Sobre lino color crema, con tinta verde estaba escrito: «Iltre. Benjamin Hazlit».

¿Ilustre? ¿Estaría a la espera de un título o en realidad ya tenía uno? Maggie decidió que se lo preguntaría a su padre, que sabía tanto de asuntos nobiliarios como la duquesa sabía del orden de precedencia. Eso implicaría un desplazamiento a la mansión ducal, pero las circunstancias la obligaban.

—Hágalo pasar al salón privado, Millie, y ponga la tetera a calentar. Y traiga también sándwiches y pastas.

—Sí, señora.

La sirvienta hizo una reverencia y se dirigió hacia la escalera de servicio, dejando a Maggie con una extraña sensación de vértigo.

—Hágalo esperar cinco minutos —dijo Alice, desde las profundidades de su vestidor—. Usted vale la espera.

—Pero cuanto antes lo reciba, antes se irá.

Irguió los hombros y se dispuso a ir al encuentro de su visita.

El primer caballero que la visitaba en catorce años y lo único que quería era hablar de sus asuntos personales más lamentables.

—Veo que está observando mi jardín —dijo Maggie Windham—. Todavía tiene que crecer bastante, pero los bulbos de Holanda están haciendo un gran esfuerzo.

—Me he criado en el norte —respondió Hazlit—. Apreciamos cualquier indicio que anuncie la primavera, venga de donde venga. Buenos días, señorita Windham, es un placer verla.

Se inclinó muy correctamente sobre su mano y ella respondió con la misma puntillosidad.

—¿Dónde pongo...? —Una pequeña criada se detuvo en la entrada, oculta por un enorme ramo de brillantes claveles rojos.

«Aquí están.» Hazlit conocía el sentimiento que se asociaba a los claveles rojos y aun así se los había enviado. Estaba claro que no iba a mandarle rosas, por el amor de Dios. Por otra parte, los claveles duraban más y tenían un perfume fresco y delicioso que haría que su anfitriona lo recordara. Fuera como fuese, Maggie Windham no parecía el tipo de dama que perdía el tiempo descifrando el lenguaje de las flores.

—Sobre el aparador, Millie. —Los labios de la señorita Windham esbozaron la sonrisa más dulce de cuantas Hazlit le había visto—. Mi hermano menor ha regresado por un tiempo a la ciudad —explicó, cogiendo la tarjeta del ramo—. De todos mis hermanos, Valentine es el que es más probable que haya tenido este galante gesto...

Se quedó en silencio al leer la tarjeta y su sonrisa se trocó en una expresión conmovedora y vacilante.

—No era necesario, señor Hazlit.

«Saludos. Hazlit», decía el texto. No era exactamente poesía, pero al menos había eclipsado al hermano que la adoraba.

—Quizá no fuera necesario, pero aun así un hombre puede esperar que sus obsequios sean apreciados. —Miró fijamente a la criada mientras decía esa tontería, porque la muchacha permanecía junto a las flores sin que hiciera falta.

—Eso es todo, Millie. ¿Podemos tomar asiento, señor Hazlit?

Maggie Windham era lo bastante inteligente como para permitirle dirigir la conversación. Mientras servía el té y le ofrecía una sorprendente cantidad de platos fríos, Hazlit habló de tontos temas de sociedad. Si no la hubiera observado atentamente, se habría perdido las señales de su creciente impaciencia.

Pero la observaba con atención, deleitándose en ello, de hecho. La vio echar rápidos vistazos a las flores y su expresión traicionaba una muda tensión hecha de anhelo y desconcierto. También la vio mirar los chocolates cada vez que él hacía una pausa para dar un bocado a su sándwich. La observó remover el té con su cucharilla, repicando contra el fondo de la taza —plic, plic, plic— mientras él continuaba hablando del tiempo, de los condimentos para pollo y de la música de la noche anterior.

Ella era muy buena escuchando, sin perder detalle de la conversación y sin permitir que un educado interés desapareciera de sus ojos.

Él también lo era, parloteando sin parar y llenándose la boca de comida, todo ello sin permitir que su atención se concentrara demasiado en la larga y grácil línea de su cuello ni en la forma en que el sol hacía brillar su pelo con cobrizos destellos.

Aquel pelo, esparcido sobre una almohada...

—¿Puedo ofrecerle otro sándwich, señor Hazlit? —Acercó la bandeja hacia él, lo que dejó su escote expuesto.

—No, gracias. Ya me he deshonrado bastante. Mis hermanas me sermonean a menudo con los peligros de no ocuparme debidamente de mi nutrición. Quizá si mi cocina fuera tan buena como la suya, podría prestar atención a sus consejos con mayor docilidad.

—Si ya no tiene más hambre, ¿le parece que demos un paseo por el jardín? —Se puso en pie mientras hablaba con un tono agradable y despreocupado, aunque Hazlit comprendió lo que quería decir: que era hora de ir al grano.

—Después de este atracón, me vendrá bien el ejercicio.

Le ofreció el brazo, pero ella no lo llevó por el pasillo, porque eso hubiera requerido atravesar toda la casa. Lo condujo en cambio hacia un par de puertas acristaladas que daban directamente a su terraza trasera.

—Una bonita tarde —comentó, mientras se adentraban en el jardín—. Me temo que la conversación que nos espera no es tan agradable.

—¿Va a echarme en cara otra vez mi peinado de anoche?

Su tono era suave, casi provocador, y todavía estaban lo bastante cerca de la casa como para que pudieran oírlos. Su respeto por ella —un hombre podía respetar incluso a sus enemigos— aumentó un poco.

—Era osado. —Escogió la palabra para no ofenderla. Las mujeres ofendidas eran tediosas e infinitamente insoportables—. Pero muy atractivo.

—No me adule, señor Hazlit. Me comparó con una prostituta.

Lo dijo en voz muy baja, con expresión serena y él se sintió... culpable. Culpable por ser hombre y haberla juzgado de ese modo, e incluso un poco culpable por encontrarla atractiva. La idea era tan extraña que le llevó buena parte del paseo darse cuenta de ello.

—Debe de estar desesperada por encontrar ese bolso.

—¿Era su insulto una prueba para comprobar mi determinación? —Pasó una mano por una planta de lavanda a la que aún le faltaba mucho para florecer—. ¿Tendré que tolerar la mala opinión que tenga de mí, sus posibles insultos, si quiero recuperar mis pertenencias?

—Le pido disculpas por haberla llamado... una mujer de la calle.

Quería que sus palabras sonaran como una disculpa, sólo que no disfrutaba pronunciándolas, en especial cuando parecían no afectar ni un ápice a su serena expresión.

—¿Tomamos asiento, señor Hazlit? Estamos lo bastante lejos de la casa.

Allí estaban. En sus jardines traseros que, como los de los mejores vecindarios, eran frondosos y estaban rodeados de muros lo bastante altos como para asegurar la privacidad. La brisa soplaba hacia las caballerizas. Si mantenían la voz baja, podían hablar con libertad.

La llevó hasta un banco a la sombra y esperó a que ella se sentara.

—No puede quedarse de pie junto a mí si vamos a tener una conversación de verdad —dijo Maggie—. Acepto su disculpa, aunque también creo que necesito algunas garantías.

Hazlit tomó asiento a su lado, sintiendo que se fortalecía por dentro. Ya se había disculpado, era hora de ponerse a trabajar.

—¿Qué garantías?

—Que usted me tratará con el respeto que se le debe a la hija adoptiva de un duque y una duquesa; si no, sin importar lo desesperada que estoy por encontrar mi bolso, le pediré ayuda a otra persona. Si me veo forzada a ello, lo haré, señor Hazlit. No mencionaré su decepcionante comportamiento, pero lo haré.

Había desmenuzado la espiga de lavanda que había cogido al pasar y ahora la aplastaba entre los dedos mientras hablaba; el perfume era tan acre como sus palabras.

La lavanda significaba desconfianza.

—La trataré con todo el decoro que se le debe a cualquier dama —contestó él, mirándole los dedos con que destrozaba la pequeña espiga.

—No es suficiente. —Continuó desmenuzando los restos de la planta—. La cortesía puede ser una arma, señor Hazlit. La duquesa me lo enseñó antes incluso de que aprendiera a escribir. Me enseñó cómo empuñarla y cómo defenderme de ella.

¿Qué se suponía que debía responder a aquello?

—No volveremos a tener esta conversación —concluyó ella, y apoyó las manos en su regazo—. Sus excelencias me compraron, ¿sabe usted? Habían comprado a mi hermano Devlin un año antes y mi madre, animada por cómo salieron las cosas, amenazó con publicar toda clase de memorias escabrosas acerca del duque.

¿«Comprado» a su hermano? ¿Como si fuera un prometedor potrillo o un fértil pedazo de tierra?

—Va a darme los detalles de su pasado familiar, ¿no es así?

—Es a usted a quien le gustan los detalles. —Sin la menor aspereza en su inflexión, hizo que sonara como un defecto—. Lo que quiero decir es que mi madre me vendió. Del mismo modo que podría haberme vendido a un burdel. Eso ocurre todo el tiempo. A diferencia de sus hermanas, señor Hazlit, yo no puedo dar por sentada la decencia con que fui criada. Usted puede ignorarlo si así lo desea, yo no.

Tenía una voz adorable. Suave, cadenciosa y con un dejo gaélico o celta, algo... exótico. El sonido era tan bonito que casi conseguía ocultar la fealdad de lo que decía.

—¿Cuántos años tenía?

—Cinco, tal vez seis. Depende de si soy realmente hija de Moreland o sólo el resultado de las conspiraciones de mi madre para amenazarlo.

¿Vendida a un burdel con sólo seis años? Lo que Hazlit había comido momentos antes amenazaba con huir de su estómago.

—Lo... siento. —Por llamarla prostituta, por hacerla contar aquella triste historia, por lo que él estaba a punto de sugerir.

La señorita Windham volvió la cabeza para mirarlo y un imperceptible brillo en sus ojos le hizo sentir todavía más pena. Más pena de la que podía recordar haber sentido desde hacía mucho, mucho tiempo. No sólo experimentaba culpa y vergüenza, sino también pesar... por ella.

De la misma manera en la que sentía pesar por sus hermanas y se veía impotente para apoyarlas en sus solitarias luchas. Desechó ese pensamiento y tuvo la extraña idea de que debería cogerle la mano a Magdalene Windham en un irrisorio gesto de consuelo.

En cambio, le dio su pañuelo.

—Eso hace que el propósito de mi visita sea un poco incómodo.

—Hace que todo sin excepción sea un poco incómodo —replicó ella en voz baja—. Piense en lo que es estar en los últimos años de la escuela y no sólo ser la hija de una cortesana, que las hay, después de todo, sino de una cortesana que vende a su descendencia. Bastante pronto me di cuenta de que el defecto de mi madre no era la falta de virtud, sino su codicia.

—Se aprovechó de un niño —dijo Hazlit—. Eso es de un orden diferente a sacar provecho de un hombre adulto en una transacción en beneficio mutuo.

—¿Usted cree? —Sujetó el pañuelo de él sobre su regazo y pasó los dedos por el monograma de sus iniciales—. Algunos dicen que lo hizo para protegerme, para asegurarme un futuro y hacer que el duque se responsabilizara de sus indiscreciones juveniles.

A pesar del tono suave, Hazlit no creyó que la señorita Windham hubiese llegado a semejantes conclusiones. Podía desearlo, pero no creerlo así. A los seis años, un niño sabe cómo son las personas que lo cuidan.

Y pensó en Maggie Windham a esa edad..., con sus grandes e inocentes ojos verdes, una melena pelirroja, una piel perfecta..., en un burdel.

—Voy a sugerir una idea por la que probablemente quiera abofetearme —agregó. Demonios, si debería golpearse a sí mismo. O mejor retarse a duelo.

—Veo que ha cambiado de tema de conversación. —Le devolvió el pañuelo sin usar—. Adelante. Tengo correspondencia de la que ocuparme y usted necesita ponerse manos a la obra con su trabajo.

Él observó que no había mencionado que la esperaran visitas.

—Para facilitar nuestro trato durante las próximas semanas, sugiero que me permita que la corteje. Que finja que estoy cortejándola.

El señor Hazlit había medido sus palabras, sin apresurarse a decirlas, y, cuando lo hizo, no bajó la voz, sino que señaló con cuidado la distinción entre cortejarla y fingirlo.

Ella ya había llorado, o había estado a punto de hacerlo, así que concluyó que ahora la única posibilidad que tenía era reírse.

—Simular que me corteja. Explíquese, señor Hazlit.

—¿Qué sabe de su criada Millie?

Ella se tomó su tiempo para responder, en parte porque estaba enfadada con él, pues la había obligado a revelarle sus orígenes, algo de lo que no había necesitado hablar en años; y en parte porque quería tiempo para observar su perfil, sorprendentemente hermoso.

Era alto y de anchos hombros, como sus hermanos. También tenía el pelo oscuro, como ellos, pero ahí terminaban las similitudes. Los ojos de Hazlit no eran del tan pregonado verde de los Windham, sino de un castaño muy oscuro. Sentada junto a él, Maggie podía ver las pintas doradas que moteaban sus iris, pero a unos pasos de distancia le habrían parecido completamente negros.

Los tenía ligeramente rasgados, por debajo de sus oscuras cejas que le daban un aire pirata.

¿Por el bien de las apariencias, quería que un hombre con unas cejas como aquellas la cortejara?

Su nariz no ofrecía mucho mejor aspecto, de gran tamaño y un pelín aguileña. No había nada de suave ni de discreto en aquella nariz. Era probable que se tratara de un buen instrumento para husmear por ahí.

Su boca, sin embargo... Era una boca severa, toda ella de líneas adustas y palabras entrecortadas. Con malicia, se preguntó si sabría cómo esbozar una genuina sonrisa. Y si iba a besarla —porque el cortejo incluía besos, de eso estaba segura—, ¿serían sus labios tan fríos como parecía?

—Millie lleva conmigo dos años. Su padre fue herido en la Península. Es la hija mayor de siete hermanos, su apellido es Carruthers.

Era más de lo que la mayoría de los empleadores sabían de sus criados, pero mientras observaba cómo Hazlit juntaba las cejas, se dio cuenta de que no era mucho.

—Le gustan los bollos con pasas —agregó— y está bastante enamorada del jefe de lacayos, aunque él tiene edad suficiente para ser su padre.

La expresión de Hazlit se transformó en la satisfecha petulancia del sabelotodo.

—Por lo tanto, tiene un motivo para traicionarla.

—¿Traicionarme?

—Vender su bolso, o lo que sea que tuviera dentro y que no quiere decirme qué es. Venderlo para ayudar a sus hermanos hambrientos.

Contemplarlo perdió todo su atractivo y Maggie decidió que no era condescendencia lo que él intentaba disimular, sino posiblemente lástima.

—Millie está bien alimentada, va bien abrigada en invierno y tiene todo un día libre cada semana. Su salario es generoso y mi ama de llaves es una persona alegre, con quien se trabaja a gusto. ¿Por qué me traicionaría por un par de monedas?

Hazlit cruzó las piernas a la altura de la rodilla, como un dandy del Continente, excepto que en él esa postura no tenía nada de pretencioso.

—Su padre no puede trabajar, así que ¿cuántas bocas tiene ella que alimentar? ¿Siete? Ellos son su familia, usted es su ama. Su lealtad hacia usted no puede ser mayor que la que siente hacia ellos.

—Le da demasiada importancia a la lealtad familiar, señor Hazlit.

Sin embargo, tenía razón en lo que decía, maldita fuera.

—Si parece que la cortejo, incluso delante de su personal tendremos excusa para susurrar por los rincones y para pasar mucho tiempo juntos. Se lo sugiero porque es la mejor manera de conseguir su objetivo de recuperar su pertenencia, señorita Windham, no para prolongar nuestra relación ni para causarle a usted ningún inconveniente.

Su boca era ahora una delgada línea recta, lo cual de alguna manera la tranquilizó. La idea no le gustaba más de lo que le gustaba a ella.

—¿Qué implicaría simular que me corteja?

Él arqueó una ceja.

—¿No la han cortejado nunca antes? ¿Qué hay de esos ciudadanos con ganas de ascenso social y los hijos de los baronets? ¿Jamás lo han intentado?

—Muchos lo intentaron. —Se preguntó qué aspecto tendría sin aquellas cejas de pirata—. Pero no se molestaron demasiado con el resto del asunto.

—¿La seducción?

—Las bobadas.

—Necesitamos las bobadas —replicó—. Debemos salir a la hora que todos salen, que nos vean cogidos del brazo en los eventos sociales. Tendré que visitarla a las horas adecuadas con flores en la mano, pasar tiempo con los hombres de su familia cuando pueda hacerlo. Le llevaré los paquetes cuando vaya de compras y todos podrán oírme suplicar que reserve el vals para bailarlo conmigo.

—Hay un problema —dijo ella, curiosamente decepcionada al descubrir el defecto de su bien pensado plan.

Era un maravilloso bailarín, eso era un hecho.

Y a ella le encantaban las flores y adoraba la vegetación y el aire fresco de Hyde Park.

También le gustaba ir de compras, pero en general se contentaba con las esporádicas salidas que hacía con sus hermanas.

En cuanto a oírlo rogarle que le reservara el vals...

—¿Qué clase de problema puede haber? Se espera que las parejas hagan eso durante la primavera. Es el verdadero propósito que hay detrás de la Temporada.

—Si me corteja así, sus excelencias se enterarán. Es muy probable que ya sepan que ha venido a visitarme.

No era un hombre paciente o, al parecer, no tenía unos padres entrometidos como los suyos.

—Van a comenzar a hacer cosas, señor Hazlit. Abrigarán esperanzas. Suspirarán, harán insinuaciones e interrogarán a mis hermanos, confiados en que usted me arranque de sus manos.

—Entonces se llevarán una decepción. Los padres esperan siempre que los decepcionen. Mi hermana era institutriz y me lo ha explicado.

La miró como si estuviera dando un discurso en la Royal Society, así que ella le apoyó una mano en el brazo para detenerlo.

—No me gusta decepcionar a sus excelencias —dijo suavemente—. Ya han sufrido mucho por culpa de sus hijos.

Hazlit parpadeó y apretó los labios como si sus sentimientos fueran incomprensibles.

—No voy a declararme —dijo él—. Si abrigan esperanzas a causa de algunos simples gestos, entonces es su problema. Tiene muchos hermanos. Deje que se preocupen por los otros.

—Las cosas no son así. —Inclinó la cabeza para mirarlo. ¿Es que no había tenido padres?—. Podría tener diecisiete hermanos y sus excelencias todavía se preocuparían por mí. Ha mencionado que tiene hermanas. ¿Se preocupa menos por una que por la otra?

—No. —No parecía muy contento con el ejemplo—. Me preocupo por las dos, sin cesar. En exceso, según ellas, pero no les importan mis sentimientos, o si no, escribirían algo más que una pequeña nota informal...

—¿Sí?

—No importa.

Algún impulso la hizo presionarlo para que le diera detalles.

—¿Cómo se llaman?

—Avis, que se ha quedado cerca de la residencia familiar, en Cumbria, y Alexandra, que ha renunciado hace poco a su trabajo de institutriz, aquí en el sur, por los cuestionables encantos de su esposo.

Su expresión cambió; frunció el cejo descontento y una fraternal frustración invadió su mirada. En ese momento parecía un hermano, un hombre que deseaba cuidar de sus hermanas pero que no sabía muy bien cómo hacerlo.

Maggie conocía esa expresión, la había visto en todos sus hermanos, especialmente en Devlin, el mayor y el único que llevaba el estigma de la ilegitimidad. A pesar de su general rechazo hacia Hazlit, aprobaba a los hermanos que se preocupaban por su familia.

Dentro de lo razonable.

—Fingirá que me corteja, pero de una manera desganada.

—Yo no soy un hombre desganado y usted no es una mujer a la que un hombre en su sano juicio pueda acercarse de manera desganada.

—¿Es eso un cumplido? —Porque si no lo era, tenía la firme sospecha de que se trataba de un insulto.

—Es la constatación de un hecho. —Le echó un vistazo, deteniéndose en su pelo, peinado con mucho esmero. Frunció el cejo mientras lo miraba y sonrió—. Y también es un cumplido. Es usted muy bonita, señorita Windham.

—¡Válgame Dios! —Se puso en pie, buscando distanciarse de él si iba a decir tonterías y sonreírle tan de cerca—. No necesita fingir cuando estamos en privado.

—Oh, claro que sí... Aunque he dicho la pura verdad. —Se puso en pie también y se acercó a ella—. A menos que esté cien por cien seguro de que no pueden vernos, oírnos o detectarnos, me comportaré como un hombre enamorado.

—¿Enamorado? —La idea le parecía absurda. Podía imaginárselo demostrando un discreto y calculado interés por alguna mujer de cuna irreprochable y pulcro pelo rubio, pero nadie creería que se había enamorado de ella.

—Enamorado —asintió, convencido de la palabra que había escogido—. Quizá de una manera cautelosa, pero enamorado al fin y al cabo.

—Eso requerirá de unas habilidades de interpretación de la talla del señor Kean.2 —Lo miró con curiosidad. ¿Cómo sería que alguien se enamorara de ella?

—Estaré a la altura del desafío sin ninguna dificultad —dijo Hazlit y echó un vistazo a su alrededor, mientras se acercaban a unos rosales que empezaban a echar hojas, emparrados alrededor de un arco de hierro—. Permítame que se lo demuestre.

Se volvió hacia ella bajo el arco, inclinó la cabeza y la besó.