Folon
Además, aun sin renunciar al empleo, había emprendido una fructuosa carrera de conferenciante, con títulos cada vez más temerarios: El caso Aquila y la teoría de las catástrofes, Uso de la lectio difficilior en la interpretación de los sueños, Historia del enigma de Edipo al príncipe Olaf... Un enfoque absolutamente inesperado pero que el triunfo de mis argumentos en el reciente episodio, aireado por el énfasis de los cro nistas de sucesos, justificaba ampliamente. Finalmente había reescrito mi novela, suprimiendo (¡ay!) al protagonista contable Sudano e interviniendo yo misma en su lugar (qui pro quo de nuevo). Relacionada con oportunos retoques con la historia que había vivido, tan llena de golpes de escena como de golpes de palabra, la obra había encontrado inmediatamente audiencia, pese al ácido prefacio de Lidia Orioli. Y comenzaron los críticos amigos a elogiarme por el heroísmo de seguir creyendo en una lengua vetusta; y a hablar de mise en abíme y de cómo yo jugaba, siguiendo el ejemplo de aquel cuadro de las Meninas, entre arte, artificio y realidad ... Alguien llegó a citar, quien sabe por qué, a Karl Popper; otro sacó a colación los «fractales», y yo tuve que irme corriendo a reír tranquila a solas a la toilette ...
Una sola molestia, una especie de mota de polvo metida en el ojo, en medio de tantas gracias. Al volver al trabajo de oficina, después de las trágicas vacaciones, aunque no esperara noticias del contestador automático, había puesto en marcha instintivamente la grabadora, convencida de que después del zumbido de la señal acústica no escucharía más respuesta que un chirriante y pacífico silencio... En cambio ... En cambio, sí, precedida de un carraspeo, como en preparación de una cavatina de escenario, se inició una carcajada cuya música me era familiar, convertida después en un gorgoteo intermitente, que estalló a continuación de manera irrefrenable y generosa, al igual que un Po inundando los campos. Cuando se apagó, aguardé un poco, confiada en que una voz humana tendría que seguirla, explicarla. Nada sucedió, salvo que floreció en mí una certidumbre: que el editor, antes de morir, había marcado desde las Villas mi número de la ciudad. divirtiéndose en grabar en él aquella risa, que dirigía a través de mí, quién sabe, al mundo entero, a la vida universal, a todos nosotros presuntos póstumos de su final inmediato ... Un quiquiriquí que no era fácil entender si era un desahogo higiénico, o bien una glosa crítica de todas nuestras futuras lucubraciones en torno al misterio de su muerte, o bien un travestido y ronco sollozo de despedida.
Por qué, por otra parte, me había elegido a mí como destinataria del mensaje... Basta, no quise preocuparme más y recuperé la rutina cotidiana en el seno de la editorial, con mucho mayor vigor en la medida en que, fallecido Medardo y puesto fuera de combate Ghigo, los nuevos propietarios parecían dispuestos a hacerlo bien.
La noche sigue lloviendo, largo rato me entristecí contando en los cristales los hilos de lluvia, rejas y celosías de una gris cadena perpetua que no dudé en reconocer como propia. Un conmovedor anuncio de liquidaciones, que entre dos esquinas batía al viento con los chasquidos de una sábana, me devolvió el pensamiento a la exposición de Amos, a la multitud presente, a Medardo, el único que faltaba, envuelto en otra sábana. No se me iba de la mente, yo, que sin embargo digiero los recuerdos como una hiena los cadáveres. Es natural que mis sueños se llenaran de ellos cuando finalmente me dormí, y que me despertara de mal humor, enemiga del mundo.
Bajé a pie toda la escalera, para ayudarme con el movimiento. Por otra parte, el rendez-vous era en el portal de casa, a las nueve, y Curro ya estaba allí con un ramillete de flores en la mano. Me abrazó, le abracé, pero faltaba visiblemente el calor, como faltaba el sol en el cielo. No supe resistir al impulso de preguntarle agriamente, así que me hube instalado a su lado en la cabina:
—¿Y tu mujer? ¿Y los niños? Por qué no traerlos, todos juntos podíamos componer una bonita familia Brambilla.
No contestó y yo me sentí mal, en el fondo no deseaba herirlo, sino únicamente eliminar1e el embarazo, comunicarle que sabía, ahorrarle las explicaciones que probablemente había barajado en su cabeza a lo largo del camino.
Cuando se lo expliqué, se tranquilizó incluso con demasiada presteza. Hasta el punto de que pasados escasos kilómetros de camino (¡los hombres, qué canallas!) ya masticaba entre dientes un esbozo de motivo cantable, al que de buen grado asocié mi voz, era mejor jugar a engañarnos con una excursión festiva.
Así durante una hora larga, hasta que en el horizonte, detrás de un pliegue del terreno, asomó una línea de mar como la pez. Sólo hubo que franquear el nuevo puente de madera sobre la garganta del Lobo, recorrer la recta de hojas amarillentas por la estación, girar a la derecha, entre los invernaderos, después a la izquierda ... y finalmente, en la palidez del domingo sin luz, tal y como lo había previsto el coronel Baroni, aparecieron, ¡y qué descontentas parecían, las «Descontentas»! Nada que no fuera un rebaño de ovejas blancuzcas y sucias, a lo largo de una playa color caqui, semejante al uniforme de un soldado muerto.
Frente a un mar que parecía incapaz de moverse, y untuoso, grumoso, prisionero de una innatural bonanza, oscilaba sobre sí mismo como sobre un invisible eje de plomo. De la bóveda celeste, enorme tapadera que a la manera de un pañuelo mantenían rígida y tensa cuatro puntas, ningún alivio para los ojos, sino más bien la impresión, no sé de qué otra manera llamada, de que pudiera de repente, a través de una desgarradura o lapsus de nube, abrirse y desvelar —por un instante, sólo un instante— la invisible cara de Dios ...
No obstante, a los dos espejos opuestos del mar y del cielo, y a sus simétricas cegueras, la tierra no cesaba de oponer su blando desorden, el abanico de sus perecederas y misericordiosas apariencias: la línea de la playa, allí abajo, erosionada por las olas invernales; el negro tiovivo de las gaviotas alrededor de la silueta del viejo faro; aquel pescador solitario cuyo rostro desaparecía bajo la capucha del impermeable ...
¡Qué ganas de morir te entraron en aquel momento, en la boca del estómago, pobre, vieja y querida Agatha Sotheby ...!
—Tú tienes que entenderme —dijo Curro, rozándome con dos dedos una mejilla-o. De alguna manera, mi vida es feliz. Si cambiase de estado, de familia, de costumbres, me moriría. Es verdad, no te he buscado, pero ¿cómo habría podido? Aquella noche, sobre el arenal, no hubo premeditación, son borracheras que pasan y después dejan los labios amargos.
—Caso cerrado —":aprobé con alegría-o. no me debes razones. En cualquier caso, era para mí una experiencia que debía realizar y te debo por ello las gracias oportunas. Habría envejecido mal con el tormento de no saber qué me perdía. Que, honradamente, no me ha parecido gran cosa ... —terminé con una pizca de maldad.
Paseábamos por el borde de la playa, una lengua oscura de agua me lamió el tobillo, di un salto de lado, estuve a punto de caer. Él me sostuvo, me cogió por un brazo, seguimos así durante un rato, con el paso de dos novios, unidos por la extraña complicidad de resultarnos indiferentes, de no tener ya ninguno de los dos deudas o créditos que saldar. Así que fue natural recaer en el ámbito de nuestros intereses, como diría, profesionales.
—Estoy preocupado —dijo Curro— por el viejo caso que ya sabes.
Me erguí en silencio, a la espera.
—Me parece todo tan poco real. Salí de él con los ojos llenos y las manos vacías. Ya a la mañana siguiente, al despertarme, me sentía ridículamente en-g.añado. Con la impresión de que todo, a excepción de la evidencia de la sangre, había sido en aquellos días la puesta en escena de una puesta en escena ...
—Piensa —contesté— que muchas veces quien cree decir mentiras adivina la verdad. No todas las erratas se corrigen. Cuántos molinos, sostenía Medardo, que parecen falsos gigantes resultan realmente gigantes cuando te pones a rascar ...
—De acuerdo, de acuerdo. También sé que estaba en la naturaleza de Medardo dejar siempre a sus espaldas un olor a cábala y azufre. Sin embargo ...
—Medardo ha muerto —protesté-o. No creo que existan circunstancias atenuantes mejores que ésta. Ni, a fin de cuentas, querrás pedirle a un homicida o suicida que actúe de acuerdo con las estadísticas de las escuelas de policía y los tratados de medicina legal. ..
—Patrañas —exclamó con repentina rudeza-o. en los tratados aparece de todo, tanto los casos ordinarios como los extraordinarios. Incluso más de los segundos que de los primeros. Sólo que en la presente historia lo anormal se ha disfrazado adrede con los ropajes de lo obvio, y viceversa. En resumen, siempre me ha quedado alguna reserva acerca de tus deducciones. De si eran verdad, error o delirio. Como si tú hubieras interpretado un sueño en los términos de los números de la lotería ...—Tampoco yo —confesé de golpe— he estado nunca del todo convencida.
Especialmente después de haber oído su carcajada ...
Me preguntó con curiosidad, le hablé del mensaje grabado.
—Quién sabe de qué reía y de quién, quién sabe si se reía de mí...
—Siempre que la carcajada fuera suya —discutió Curro—. Una carcajada no tiene padre, difícilmente se distingue de otra. Está claro que no es una huella digital.
Y en cualquier caso podría tratarse únicamente de una prueba de humor senil.
Antes de morir sucede, en mi tierra la llaman «la alegría de la muerte».
Contempló el sol que había salido de la niebla y aparecía oval, exangüe, una especie de huevo à la coque. Lo señaló con un dedo:
—Además, ¿fue realmente él el culpable? —exclamó—. Los partes meteorológicos que he consultado predecían nubes, aquel quince de agosto, sobre el Mediterráneo ... Y si el sol no pega fuerte, un bloque de hielo puede resistir mucho más de lo previsto ... Pero, además, ¿era un bloque, una esquirla, un cubito de freezer?
—Quieres decir ....
—Quiero decir que en esta historia no hay nada seguro. Mil hipótesis estrambóticas me bailan por la cabeza. No excluyo, por ejemplo, que a falta de la ayuda del sol alguien pudiera fiarse más de sí mismo que de la caída de los pesos...
—¿Quieres decir derribando a Esquilo a fuerza de brazos? Pero ¿quién, cómo, por qué?
—Yo qué sé ...
Curro pareció sin ganas de continuar su discurso y yo me quedé desorientada. Más aún, asustada. Asustada ante la perspectiva —lo confieso humanamente de que todo volviera a ponerse en danza: presunciones de culpa, presunciones de inocencia ... y de que yo acabara por sufrirlo, retractada, humillada por una verdad distinta y suprema. Justo ahora que las páginas de Qui pro quo se vendían como rosquillas ...
«Al fin y al cabo», pensé rápidamente, «nadie languidece en la cárcel por culpa mía, no existen víctimas que eximir de una pena injusta. Como máximo podría haber, pero no lo creo, un culpable en libertad. Sin embargo, ¿dónde están las pruebas? ¿Y quién sería éste? Incluso en tal caso, ¿valdría la pena desenmascararlo? ¿No sería el eventual crimen, en cierto modo, un acto de eutanasia?»
Pensé de nuevo en la enfermedad de Medardo y en sus obsesionadas cartas.
De allí habíamos partido, de las dos cartas del muerto y de su doble engaño, de aquel juego de manos.
Qué confusión había originado. Tenía razón Curro.
La única flagrancia irrefutable era la sangre del muerto; y él mismo, el muerto, entre cuatro velones, con la cabeza envuelta por un turbante de vendas, como una momia de escriba egipcio. La vida es una fábula, decía con frecuencia. Una fábula, sí, pero alguien había dejado de contársela ... Y pensé que ningún ruido volvería a despertarle, ni el chapoteo de la marea a los pies de la escollera, semejante al rumor de un bosque de un millón de hojas; ni el clamor de un millón de trompetas, a las seis de la mañana, la mañana del Juicio ...
—Dentro de poco cumpliré cincuenta años —dijo Curro-o. una edad pasada la cual es imprudente vivir, son excesivos los peligros de muerte.
Sonreí, pero inmediatamente dejé de hacerlo, tanta era la tristeza que le desgarraba la voz.
—Medardo también debió de pensarlo —dije, y hurgué en la mente, en busca de una cita que confusa— mente me bullía por dentro y que tal vez era adecuada, pero de la que sólo afloraban unos pocos fragmentos, quizá el final de un verso, algo como escapar del peligro, algo como buscar la muerte para escapar del peligro ¿Tasso? ¿Petrarca? Quién sabe, y en cualquier caso el verso era probablemente un invento mío.
—Un suicidio disfrazado de homicidio —dijo Curro—. Hemos llegado a esta conclusión. ¿Y si fuera lo contrario? ¿Si el molino fuera un gigante? ¿Si un homicidio hubiera sido disfrazado de falso homicidio para hacer pensar en un suicidio?
El faro de Punta di Mezzo, inactivo durante el verano, brillaba ahora intermitentemente en la surgiente calígine. Parecía decir sí y no a cualquiera de nuestras hipótesis, enseñamos las incertidumbres de la certeza ...
Insensiblemente dirigió sus pasos detrás de los míos hacia el lugar de nuestro amor nocturno. No lo encontré. Evidentemente olas y vientos lo habían alterado. La arena ya no contenía huellas humanas, el talón se hundía en ella con una ligera repulsión, desenterrando a cada paso trozos de viejas Gacetas, plásticos asquerosos, escarabajos de panza blanca, rígidos como astillas.
—Imagina entre dos nubes un hilo por el que camina un acróbata!
(Paul Klee)
—Ya no sé qué busco, qué quiero —dijo Curro-o. Como algunos nobles ríos, me atasco a la vista del mar abierto. Y no sólo el petit guignol de la muerte de Medardo, sino todo mi pasado se me hace un lío entre los dedos y se desliza como los cabellos de una Erinia callejera ... Imagina entre dos nubes un hilo por el que camina un acróbata: igual las arcadas de los años que franqueo y que a cada paso se me hunden en los hombros ... ¿Qué me ocurre, Esterina?
¿Quieres creerte que el comisario Curro se echa a llorar? Le cogí un brazo, no sabía qué decide. Entonces él:
—Te he dicho que mi vida es feliz. No es cierto.
Noto cómo me duele mañana y noche. Siento que me aferra, y es por enésima vez la sensación del crac, el vómito de todo, de la total inutilidad ... Yo hace un tiempo quería la justicia, imagínate. Alimentaba pasiones civiles, rectas como espadas: Durlindana, Excalibur ... Arrestaba a los manifestantes y a la vuelta de la esquina los dejaba en libertad ... Abría cada mañana las ventanas como quien lanza un desafío: anchos caminos me aguardaban fuera; y los celestes cascabeles de la vida, la esperanza del aire, las banderas ...
Una explosión lejana partió las palabras entre sus labios. Eran pescadores clandestinos, detrás de la Punta di Mezzo, que probaban suerte. Sacudió la cabeza, terminó apresuradamente:
—Después me rendí a las llagas de decúbito, me harté de alzar el puño contra los Dogos, de escupir sobre las Doce Tablas ... Preferí recortarme dentro del Basurero Universal mi milímetro cúbico limpio, para morir de frivolidad. ¿Qué crees?, todo el mundo morirá de frivolidad. Envuelto en una sábana inmensa de Amos ...
Se echó a reír:
—Son bromas —dijo-o. Una vez al año suelo hablar así, con la boca redonda, como un príncipe del Foro ...
Además, estudié Derecho ... Después leo los informes de Casabene y se me pasa.
Subimos de nuevo hacia las Villas. Desde lejos corrió a pie, hasta el peldaño inferior de la escalera que bajaba al mar, Haile Selassie, visiblemente contento de volvemos a ver. Tediosa vida la suya, imaginé, único custodio de toda la propiedad (habiendo sido el resto del servicio despedido o enviado a la ciudad), siempre con aquel cielo sobre la cabeza, como un cubo de cenizas boca abajo, y, enfrente, el desfile inmutable de las olas ... , ni más ni menos que la vida de un farero, que es el más infeliz y soberbio oficio del mundo ... Demasiado ingenuo para darse cuenta y para sufrirlo, el buen Haile corrió a nuestro encuentro fes-t.ivamente, sin ahorramos un solo ladrido del nativo vernáculo Galla y Sidamo.
Después, volviendo a un divertido italiano, nos invitó a su casa, a su vivienda, que era la misma que la ocupada por mí en la circunstancia anterior. Era la ocasión para preguntarle por mi equipaje olvidado, pero se me adelantó, abriendo el armario de pared, donde de un perchero superviviente colgaba una bata y a un lado, amontonados, yacían gorros de goma, una raqueta, una prenda íntima, una sandalia desaparejada ...
La escena no era como para ensalzarme a los ojos masculinos del comisario, e inmediatamente habría dado media vuelta de no haber descubierto en el montón el gran bolso de bandolera que suponía extraviado y cuya visión acompañó de repente un flash de sepultada memoria: Medardo en lo alto de la colina, que entrega un paquete y me dice que lo conserve. Dios mío, ¿qué casación me lo había borrado de la mente, cómo había podido no volver a pensar en él?
Precipité las manos hacia el objeto, lo desempolvé apresuradamente, lo abrÍ. y ahí estaba, en el fondo, el sobre color amarillo, cerrado con dos gomas cruzadas... «Documentos de la empresa», había dicho Aquila, y puede que fuera asÍ. Pero yo y Curro intercambiamos una mirada furtiva. Así que abrí el cierre, miré dentro, miramos. El sobre contenía un sobre menor, sellado del modo habitual y con una dirección encima del papel blanco, que decía, ya me lo esperaba: Esther Scamporrino, en mano.
Lo metí de nuevo en la bolsa, me despedí del Negus Neghesti, nos fuimos.
Ninguna palabra entre nosotros, ninguna prisa. Avanzábamos por la autopista a un paso tan lento como para que sonaran los cláxones de todos los Seiscientos que nos adelantaban. Finalmente, en un aparcamiento suspendido sobre el mar, el comisario se paró.
—Así que había una tercera carta —dijo meditabundo-o. ¡Maldito grafómano! —estalló entre dientes.
Nos apeamos del coche, nos apoyamos en el pretil, de espaldas al mar. Yo saqué de la bolsa el sobre, lo abrí. Ya por el tacto me había dado cuenta de que contenía varias hojas.
—Otra vez —me dije con desesperación-o. Dentro de un minuto la Esfera vuelve a partirse, todo empieza a bailar de nuevo, a desordenarse. Y él riendo, riendo ...
Cerré con fuerza los ojos, no sé por qué, y en aquel mismo momento (¡qué intempestivas y espontáneas son las burlas de la memoria!) de un remoto instituto me saltó a la mente en su perfección feroz el verso que un instante antes había perseguido inútilmente: «Creyendo con el morir huir desdén ... »
Por consiguiente, no «peligro» sino «desdén» Y no se trataba de Petrarca, no se trataba de Tasso .
Curro se alejó unos metros, parecía no verme ni oírme, atento únicamente al agua del mar, un agua azul noche, que golpeaba suavemente los escollos de abajo. Un agua vieja y cansada, como vieja y cansada desde hacía una hora me sentía yo.
—Uf —exclamé en voz baja, y devolví, sin leerlas, las hojas dentro del sobre, sosteniéndolo débilmente en la mano como una cerilla que se consume.
Después, con una breve torsión del antebrazo, abriendo insensiblemente los cinco dedos, lo dejé caer al Mediterráneo.