IV. CABEZAZO DE UN TRÁGICO GRIEGO

Como todos se habían acostado pronto aquella noche, a la mañana siguiente se levantaron pronto. Menos yo, que al contrario, a despecho de cualquier costumbre, seguía todavía debajo de las sábanas cuando sonó el timbre de Medardo. Miré el despertador: las ocho, tenía que apresurarme, aunque por la festividad del quince de agosto habría podido esperar una dispensa de las prácticas cotidianas. En efecto, si no exactamente una exoneración, Medardo me notificó un aplazamiento de la cita habitual:

—Estoy leyendo tu libro —exclamó su voz lejana, y yo me sonrojé-o. Nos veremos más tarde, a las once. Tú, mientras tanto, comienza a vigilar. La apuesta de las coartadas corre a partir de esta mañana.

Dios mío, casi me había olvidado ... «El Titanic se hunde y él baila», canturreé bajo la ducha ... Y sin embargo no rehuí el encargo, no exigía demasiado. Mi ventana representaba un observatorio privilegiado, desde el que se podían atisbar fácilmente las idas y venidas a lo largo de la escalera que llevaba al belvedere y al solarium, además de todas las llegadas y salidas de la playa. No por ello se me escapaba la fatuidad de un encargo semejante en el momento en el que todos nosotros estábamos embargados por emociones más decisivas: ¿cabía que Medardo no se diera cuenta de ello?

¿Suponía tal vez que a través de esa apuesta el malhumor colectivo podía deshincharse? Además ... ¿es realmente verosímil esta novedad del «Basta, se cierra»? ¿O no será más bien un embuste de los suyos para distraer a los apostantes del control de sus gestos e impedirles que los anoten, minuto por minuto, en una hojita ... ?

Semejante rectificación, que al poner en duda la bancarrota reabría perspectivas de publicación a mi libro, me dio alas y me entregué a la vigilancia con mucho mayor celo, armada con prismáticos, papel y pluma, vaso de limonada, paquete de cigarrillos con filtro ...

«Es un juego», me repetía mientras tanto, como para inducirme a ejecutarlo con plena conciencia, «pero no conozco otro más excitante.

Espiar sin ser espiado: ¡qué sensación da, de altiva invulnerabilidad! Y cómo entiendo la paciencia del fotógrafo al amparo de una pared, del mirón detrás de los listones de una persiana, del cazador metido en el follaje de un árbol.» Esto me decía, sin dejar de atender a mi ojo de buey detrás de las cortinas de la habitación.

¿Qué vi? Ahí vienen a continuación mis apuntes, tal como más tarde entregué debidamente al comisario Curro:

8.32 horas: Lietta inaugura el día. Se la ve asomar de su cottage en traje de presidiaria, metida en un camisón a rayas que la cubre hasta los talones y que barre la arena mejor que la cola de un traje de novia. Una vez llega al escollo del Mezzo, se sienta en él a mirar el mar durante no más de diez segundos; después, en un abrir y cerrar de ojos, se queda en cueros vivos, se zambulle en el agua, sale al cabo de un poco, se tumba boca abajo sobre el arenal desierto. Son las 8.47 cuando, al volver a buscarla con los prismáticos, después de haber encendido un cigarrillo, ya no la encuentro, debe de haberse refugiado a pincharse dentro de una barca, una de las tres amarradas en seco, allá abajo; o bien ha vuelto al mar, se ha alejado nadando hacia la punta del muelle (nada que da gusto verla).

8.48 horas: Sale la pareja Soddu-D.uval y se pone en marcha. Vestidos de pies a cabeza e inseparables, esta vez me hacen pensar en dos burgueses de paseo en las Vacaciones de Monsieur Hulot. Con la salvedad, además, de un aire circunspecto que supongo totalmente inocente, si me fijo en las láminas de papel Fabriano que llevan bajo el brazo y en los lápices Faber que les adornan las orejas, a la manera de los albañiles. Cruzados del plein air, de su salida traerán materia para futuras esculturas, grabados, pinturas: apuntes y esbozos de pecaminosa finura, grácil es sobre cada hoja como los hilos de telaraña que los campesinos llaman velos de la Virgen ...

8.57 horas: Aparece allá abajo Medardo en persona.

Mira en mi dirección y se comprende que no me ve, no puede verme, pero agita igualmente como saludo el sombrero, empuñando con la otra mano un manuscrito que reconozco. Después se desliza hacia el bosquecillo. No pasa un minuto sin que el teléfono vuelva a sonar.

—Buenos días de nuevo, queridísima. Te confirmo el medio asueto. Sigue sin embargo de guardia sin hacer nada. Yo mientras tanto navego en tu libro.

Nos hablamos dentro de veinte minutos.

Nos hablamos no después de veinte, sino después de treinta.

—Estoy en el cuarto capítulo —dice-o. Y por ahora no te adelanto nada, salvo que el título no me disgusta. Aunque sea un título omnibus, todos los libros policíacos podrían llamarse asÍ.

Me quedo un poco picada, a mí me parecía haber descubierto las Américas.

Él lee en silencio, intenta desde la otra punta del hilo consolarme pedagógicamente.

—Mira, el cambio de persona es la esencia no sólo de cualquier pochade sino de cualquier enigma que se precie. Comenzando por la creación, que nadie me quitará de la cabeza que ha sido fruto de un colosal malentendido, de una apocalíptica equivocación ... Para terminar con los más nimios «lo uno por lo otro», que presenciamos cada día y que muchas veces interpretamos al revés. ¡Si supieras cuántos molinos, vistos de cerca, son realmente gigantes; cuántas luciérnagas son realmente linternas!

Cuando divaga así me encanta, es una de mis debilidades. No me atrevo ni a respirar por miedo a que vuelva a una prosa más banal.

Desgraciadamente, sucede casi al instante. —¿Qué pasa por ahí? —me pregunta.

—Todo bien —contesto. y él:

—Salvo la comunicación, te oigo con cuentagotas.

Debe haber una interferencia. Prueba a desplazarte de la ventana a la cama.

Me desplazo.

—Ahora sí que te oigo. Alto y claro. Pero, por favor, léeme los resultados hasta ahora.

Yo leo y él:

—Okey. Corto y cierro. Hasta luego.

9.30: Aparecen, casi al mismo tiempo, en los umbrales de sus viviendas respectivas las tres damas de anoche, las tres heroínas del episodio pugilístico y, lo que son las cosas, se reúnen, charlan con gestos de aparente cordialidad, se confabulan juntas, ¡las tres solas, a esta hora! ¡Oh, gran bondad de las damas antiguas ... ! Sospecho que quieren reconciliarse alejadas de cualquier oído enemigo, y repartirse, olvidada toda acrimonia bélica, las zonas de influencia y las presas masculinas ... «Como en Yalta» , me digo, «salvo que ellas son tres, Apollonio y Medardo son dos ... También es cierto, sin embargo, que en su momento Berlín no estuvo dividida entre tres sino entre cuatro ... »

9.37: Sube apresuradamente a la rotonda Ghigo, lleva en la mano una bolsa y parece ensimismado en sus pensamientos. Me entra, al verle, una sensación de piel de gallina: como por un trozo de chicle debajo del zapato o un crujido del velo del sombrero contra los cabellos ...

9.39: El teléfono se deja oír por tercera vez. —¿Bien?

Le informo. Entoncés él:

—Con tu libro estoy en las postrimerías. Espero a ver cómo te juegas el final.

Por el final es como se juzgan los libros policíacos, de igual modo que a las mujeres se las juzga por el perfil.

El sonido se apaga, al cabo de un gorgoteo retorna:

—De nuevo ese ruido. Muévete otra vez. Obedezco, está satisfecho.

—Okey. Regresa a la ventana. Dentro de hora y media nos vemos en el sitio de siempre. Habré terminado de leer y te diré.

Dentro de hora y media ... El corazón me retumba. ¡Oh, si decidiera seguir manteniendo con vida la editorial, aunque sólo fuera un poco; el tiempo suficiente para dar mi libro a la imprenta! Si esto fuera el principio de ... , no me atrevo a seguir, sino que me entrego con el más dócil empeño a la vigilancia.

9.45: El conciliábulo se ha disuelto. Matilde y Cipriana vuelven a casa, Lidia sube hacia mí, pasa a mi lado sin verme, dirigiéndose, me parece entender, al solarium de arriba de la explanada, detrás del belvedere. Va vestida con dos capas de maquillaje, ocho centímetros cuadrados escasos de tela, cinco anillos más cinco en los dedos; musita para sus adentros, lleva en la mano una colchoneta hinchable, un montón de cremas, frascos, peines, esponjas ... , ya no la veo bajar.

9.50: Aquí se contempla a Cipriana mirar entre las hojas de la puerta de su casa, en espera de no sé quién. O, mejor dicho, lo sé, al ver a Belmondo que a su vez se le acerca, saliendo como un muñeco de una caja con muelles.

Charlan en voz baja, parecen sin embargo discutir.

De repente se separan violentamente, en el momento en que se oye batir una persiana de la morada vecina, que es la del propio abogado. De ahí no se asoma nadie, de todos modos, y menos que nadie Matilde.

9.57: Don Giuliano aparece, en un traje de baño antiquísimo, que hace pensar en un ciclista de los años treinta, Learco Guerra o Di Paco. De todos modos sus cuarenta años de músculos serpentean deportivamente debajo de la piel de gamba cocida.

Pienso mal al verle alejarse a grandes pasos por la costa, hacia la Punta di Mezzo.

10.20: Belmondo pasa delante de mí con ojos de perro de caza. Me da tiempo a ocultarme detrás de las cortinas, prefiero que no me vea haciendo de espía. Quién sabe lo que le lleva al belvedere, jamás he imaginado que un paisaje pueda interesarle.

10.30: Prosigue la peregrinación. Primero Cipriana, después Matilde, las dos preparadas para el sol. Buen provecho.

11.05: Abandono y bajo al jardín. Por esta mañana mi guardia ha terminado, mi archivo rebosa de datos, banales menudencias que sin embargo, de repente, se me antojan como el polvillo inexorable que el cedazo del tiempo va esparciendo por el aire y aproxima, instante a instante, la molienda final. ..

Abajo, en el jardín, Medardo estaba sentado en el trono y esperaba, sosteniendo entre el pulgar y el índice la penúltima página de mi novela. En cuanto me descubrió, se movió un poco como para tomar impulso, y después dijo con una mueca en los labios:

Abandono y bajo al jardín ...

(Remedios Varo)

—Ya te lo he dicho, necesitas un amante. Posiblemente un amante tonto. Son relajantes los tontos. —y ante mis rubores y mudas protestas—: Disculpa, pero se comprende, al leerte, que escribes para remediar con la escritura una falta de amor.

—¡Qué dice! —tuve la fuerza de murmurar.

Y él:

—Todavía no he leído la última página, pero ya sé, ya adivino que el culpable no es una mujer. Tú buscas en el asesino sólo un macho al que someter. A falta de uno de carne y hueso ...

Debió de notarme la cólera en el rostro.

—Como si no hubiera dicho nada, discúlpame —rectificó—. Por otra parte, ahí está la fuerza del libro.

Ofendida, no admitiendo en lo más mínimo que tuviera razón, seguí en silencio. Entonces él:

—El final se anuncia bueno, sin embargo podría ser mejor, es un consejo que te doy gratis, con el efecto Roussel...

—¿Qué Roussel? ¿El mismo del Hotel des Palmes?

-El mismo, sí. Gran jugador de ajedrez, ¿no lo sabías? Y descubrió, para los finales del rey, alfil y caballo contra rey solo, un sistema que lleva a un jaque sin réplica posible, con el rey ahogado en una esquina del tablero. Pues bien, yo sugiero a tu policía una secuencia de jugadas análoga, te la haré estudiar en un manual...

—No se Jugar al ajedrez —dije fríamente-o. Y mi héroe se mueve en cambio a lo Kutusov. Sin poner obstáculos a la maniobra enemiga, simulando por el contrario secundarla, de modo que la imprevista aquiescencia trastorne al asaltante y le incline al error.

No me miró.

—¿Sabías que los franceses, al tornear el alfil, le encasquetan un sombrero de loco y, justamente, lo llaman Fou? Un nombre que le sentaría mejor al caballo ya sus patas de cojo ... —hizo una pausa—, que también me sentaría bien a mí.

Confieso que lo escuchaba con una admiración impaciente, por no decir molesta. No tanto a causa de los prejuicios sobre mí y de los juicios sobre mis páginas, como porque me sentía a mí y a mis páginas reducidas a un mero pretexto de sus arrogancias eruditas, de sus vaniloquios vacíos ... Los cuales, sin embargo, y era incluso peor, parecían ocultar una metáfora privada a la que era llamada, sin entender su sentido, a participar.

Finalmente calló y miraba delante de sí, tenía los ojos húmedos envejecidos por una repentina angustia, casi la premonición de un horror.

—¿Te has sentido alguna vez —continuó, y parecía que delirara— perfecta? Hoy me siento impecable, a uno o dos metros de la santidad. Un pequeño esfuerzo, otra jugada del caballo, y caminaré sobre las aguas ...

—Qué bien habla hoy —ironicé; y le examiné ostensiblemente los puños de la camisa.

Sin recoger la impertinencia, bruscamente:

—He olvidado los cigarrillos en la habitación, ve a buscármelos, por favor. —Y, sin esperar respuesta, dejó en el suelo el sombrero a lo Pancho Villa, con un gran pañuelo se secó el sudor de la cara y ofreció la frente calva a la luz-o.

¿Qué hora es? —preguntó, cuando ya me había alejado unos cuantos metros.

—Las ... —comencé, mientras intentaba descifrar el cuadrante, pero la respuesta se me murió en los labios al oír cómo un silbido rasgaba el aire, y ver una sombra, como de un ave rapaz que cae, y partirse con un crac de nuez la cabeza que tenía delante, un instante antes pensante y viva, bajo un bulto enorme que de buenas a primeras no entendí qué era, pero que reconocí después del choque, cuando, rodando hasta mis pies, giró sobre sí mismo, mostrando la efigie barbuda, marmórea e impasible del trágico Esquilo.

—¡Ay! —grité con toda la fuerza de mi terror. Y salté hacia el cuerpo muerto del hombre, una fuente de sangre ahora, reducido el rostro a una obscena albóndiga, estiradas hacia adelante y abiertas en abanico las manos, de las que escapaban, marcadas por cinco huellas rojas, las páginas del Qui pro quo.

—¿Y ahora qué? —protesté llorando al cadáver. El cual, con la antipática reserva típica de los cadáveres, no contestó.