I. PAISAJE MARINO CON FIGURAS
La idea de que el curso de la Historia, como creía Pascal, pueda depender de las proporciones de una nariz suele hacer arrugar la nariz a los historiadores.
Se equivocan. Ya que, no digo el Destino del Mundo, que me importa poquísimo, sino mi destino personal habría sido completamente distinto si una emergencia de lo más banal, la caries de un premolar, no me hubiera llevado una mañana a la sala de espera del doctor Conciapelli, donde, impulsada por la angustia de la espera a buscar distracción entre los anuncios del Messaggero, la oferta de un puesto de secretaria en la Editorial Medardo Aquila asociados, calle Cleopatra, 16, Roma, me entusiasmó.
Yo, digámoslo inmediatamente, me he diplomado en el DAMS; y sé de teatro y cine, de jazz y de música clásica, de semiología ... Soy (presumo de ser) inteligente, lista, tengo facilidad de palabra y sentido del humor. Guapa no soy. Más bien fea, feúcha, feíta, como prefiráis. Poseo, además, una reputación de frígida que para la aspirante a un empleo puede revelarse como la carta vencedora, si el jefe está casado y quien decide la admisión es la mujer. Así que, en Cuestión de pocas horas, me vi elegida; después, en cuestión de pocos meses, ascendida a obligada, vacaciones incluidas, a consumirse con el cuaderno de notas y estilográfica en mano en la legendaria residencia de verano del boss, es decir la Villa, o mejor las Villas, conocidas en Venecia como «Las Descontentas».
Una estajanovista accidental, por decirlo de algún modo. Como para preocupar al sindicato. Pero también un golpe de fortuna para una solterona sin oficio ni beneficio, de treinta y ocho años, resignada a desgranar su tiempo, una menstruación tras otra, regalándose en agosto apenas una semana de Adriático, en sofocantes pensiones, con la habitual duda de si y cuánto exponer la pálida piel a los estragos del sol y al desprecio de los jóvenes ...
Ninguna angustia de esa clase, en esta ocasión; en todo caso, debajo de mi sombrilla, un gesto de tímida envidia, observando a las invitadas de turno, en su mayoría de ofensiva belleza, bajar al mar y pasar delante de mí, flemáticas como fieras de circo. Yo me acurrucaba aún más en la garita del albornoz, oponiendo como protección a sus topless despiadados una cauta indolencia.
¿Qué otra cosa habría podido hacer en semejante condición de subalterna, de extraña? Por no decir que en mi libro de cuentas las incomodidades sumaban cero comparadas con las muchas comodidades: unas vacaciones, como se dice hoy, de alto standing; un trabajo agradable y bien pagado, en estrecho trato continuo con el jefe; la libertad de sonreír a la vista de sus batas malayas re camadas con dragones negros, de sus camisetas hawaianas, de sus shorts californianos; la esperanza, fortísima, de colarle un día u otro mi querido cartapacio (título provisional: Qui pro qua), una historia de anamorfosis y metamorfosis que arrastraba conmigo desde hacía años y que llevaba en el bolso como munición, esperando el momento de cargarla en el fusil y dispararla ... Sí, porque yo escribo, y escribo novelas policíacas. Todas hasta ahora inéditas, y destinadas al polvo, salvo la que tenéis ante los ojos, en la cual aparezco en primera persona con el apodo que me pusieron los colegas de la redacción en cuanto me conocieron: no sé si más malvados ellos que me lo colocaron u orgullosa yo de llevarlo. Y ojalá se me hubiera pegado la estricta elegancia de sus mayúsculas, A-G-A-T-H-A, en lugar de reblandecerse, aquí en las «Descontentas», en el cariñoso Agatina, cada vez que uno de los huéspedes me llamaba para pedirme un número de teléfono, el horario de un tren, una película antigua que buscar en la videoteca ... Ni que decir tiene que un huésped varón (las mujeres no se dignaban, ni siquiera me veían), sin que ello me indujera a la confidencia, pues yo he venido a parar a este mundo por azar y mi regla siempre ha sido no querer salir nunca del desfiladero de mi clase ...
Por los lugares y la estación, en cambio, sentía más simpatía. Despachado el correo y las restantes tareas, por riscos, olas, pájaros, nubes, viento, tenía tiempo para dar y vender. Jamás me cansaba del espectáculo de las Villas, extensa miscelánea de por lo menos tres estilos: el magrebí, el capriota, el «casa sobre la cascada», con pequeñas infiltraciones de neoclásico más o menos sudista ... Una pintoresca aglomeración que había ido creciendo abusivamente por el acantilado público de acuerdo con la suerte del editor y la volubilidad de sus gustos.
Así que la Villa inicial se había convertido en las Villas, finalmente casi en el "Village», tan numerosas y pulverizadas eran sus proliferaciones. Al igual que algunos barrios satélites que dilatan una periferia, pero que no poseen el esqueleto ni la carne de una verdadera ciudad.
Sin embargo, fueran villa, villas o village, tal como se me aparecieron desde el helicóptero privado la primera vez que me trajo a ellas, las "Descontentas» exhibían bajo su espectacular apariencia un sardónico y espurio diseño.
—Se me parecen —admitió Aquila sin volverse desde el asiento del piloto ... , y yo me acordé de un rumor, oído recientemente en la Feria de Frankfurt, según el cual el complejo reproducía por expresa intención del cliente sus facciones esenciales: la explanada de aterrizaje simulaba la frente y la calva humana; las dos piscinas en forma de almendras las mongoloides pupilas; los jirones de luz en el follaje de las siemprevivas las aureolas de alopecia en la oscuridad de la perilla; la serie de los cottages de una blancura inexorable el claustro de los dientes abierto habitualmente a la mueca ...
Tuve que esforzarme, eso sí, pero al final conseguí con los fragmentos dispersos componer un identikit humanoide, una especie de gran cráneo lunar, que no era una máscara tranquilizadora. ¿Tenían razón los chismes de Frankfurt? ¿Realmente la arquitectura era aquí, quería ser, un desahogo y revelación privados? Quién sabe si sincero o mentiroso, si para bien o para mal... Demasiado esfuerzo para mis dioptrías, aunque ayudadas por unos prismáticos de marina, por lo que dejé para más tarde las comprobaciones.
Sin imaginar cuán rápidamente casos ricos en escándalo y sangre, pero sobre todo en extravagancia, se producirían entre aquellas paredes...
Observando a las invitadas de turno, en su mayoría de ofensiva belleza ...
(Robert Boissart-N.imphaeum)
Mientras tanto miraba a mi alrededor. Veía surgir las Villitas alineadas sobre distintos promontorios rocosos, unidas por unos puentecillos de los cuales, a fin de proteger de la arena candente los pies más delicados, descendían unos peldaños de cemento gris hasta sumirse en el litoral. Hacia la mitad de estas escaleras, en una dependencia aparte, mi alojamiento: excavado originariamente en la pared del espolón con funciones de cámara de aire, del siroco en este caso, convertido después en morada para single y en agradable observatorio. Una auténtica garita de centinela, como descubrí inmediatamente, a medio camino entre el bosquecillo de pinos de Alepo, consagrado a las lecturas matutinas del boss, y el belvedere de arriba. Era, este último, una explanada con balaustrada en forma de herradura que caía a pico sobre un bosque-jardín, adornada alrededor por siete bustos de antiguos, como demostraban los nombres, en enormes caracteres griegos: Cleobulo, Pitaco, Biante, Esquilo, Misón, Quilón, Salón ...
Desde allí la vista, abriéndose a lo lejos, abarcaba una buena parte de mar y de cielo, además de los diferentes cuerpos de habitación, cada uno de ellos con su peculiar deformidad: paredes transversales, puertas falsas o asimétricas, ventanas cruelmente estrábicas, que se habían abierto sobre el más dulce panorama del mundo sólo con que el arquitecto hubiera inclinado de otra forma los marcos. Seis resultaban ser estos edificios, dos sobre cada colina, iguales en consistencia pero distintos en estilo, de planta única todos, a excepción de uno, con dos pisos independientes, como para conceder recíproca libertad a los dos amos, los cónyuges Aquila ... Mucho más numerosos los servicios y los loisirs, que se prolongaban tierra adentro hasta rozar casi la autopista y el rumor del mundo, defendidos apenas por un seto de palmeras enanas. Ejemplo, ellos también, de incontinencia mental, siendo casi siempre arrancados de su destino originario y ubicados en los sitios menos imaginables: un almacén de artículos náuticos convertido en secador para después del baño; una fábrica frigorífica, surgida en el pasado en apoyo de la industria local pesquera y mantenida con vida, costosamente, para conservar las provisiones de reserva de la comunidad; una capilla votiva degradada a lavandería; un quiosco de moderna factura, lugar destinado a conversaciones y juegos, promovido a comedor; finalmente un gran solarium levantado a las espaldas del belvedere, pero tan sesgado como para impedir la vista de los bustos y el vago horizonte más allá. En cuanto a las dos piscinas, adornadas con mosaicos al estilo tardorromano de la Villa del Casale, con chicas en biquini y monstruos llenos de escamas, estaban inmersas en el bosque en medio de tantos obstáculos que resultaban prácticamente inservibles.
Era suficiente, me vi obligada a concluir, para dar crédito a la hipótesis de la casa-autorretrato (tópico hoy, después del acontecimiento: las revistas le han sacado todo el jugo posible). No sólo porque evidentemente él la había querido modelar a su imagen y semejanza, adecuándola hasta el más elemental de sus pensamientos, sino porque después se había dejado invadir por ella hasta casi la encarnación: de idéntica manera que aquellas manchas en los muros o perfiles de nubes donde se adivina una maldad del diablo o el pasatiempo de un dios ...
Tampoco sobre esto tendría más que añadir, salvo que, incluso hoy que escribo con mente y sentidos más reposados, insiste en turbarme el recuerdo de aquellos terraplenes y terrazas, galerías y pasarelas extravagantes, paredes de tosca piedra volcánica, techos de impermeable arcilla, senderos que parecían dirigirse a un blanco seguro y acababan en la arena ... , no cesa de turbarme la excentricidad de una residencia que, como algunas composiciones para pianistas mancos, se había privado adrede de por lo menos la mitad de sus usos y funciones; y pese a ello, aun así de defectuosa, constituía una gran colmena, o racimo de colmenas, con varias abejas reinas, reyes, abejorros, graciosas abejitas ... , una dehesa de las mil y una noches para una entomóloga de las costumbres humanas, la abajo firmante Scamporrino Esther, llamada Sotheby Agatha; ansiosa de estudiar a los individuos con pasión, comenzando por los dos de la cima, Medardo y Cipriana, bajando después paso a paso a la corte de los invitados; para terminar con los simples criados y el personal de poco calibre ...
Ventanas cruelmente estrábicas ...
( Gourmelin)
Respecto a los dueños de la casa, baste una alusión por ahora: un matrimonio mantenido junto por pinzas. Entre una desquiciada, ella, de pupilas violentas, de la que se rumoreaba en los salones de la ciudad, o durante las permanentes del peluquero Gaetano, que en los momentos amorosos dejaba oír aullidos de asesinada como para que corrieran alarmados las rondas de los vigilantes nocturnos ... , y un fascinante payaso, él, de polémicas humores, de mente retorcida y pomposa, dispuesto a venderse a cambio de un aplauso. Alguien que necesitaba al público y amaba los retos. Y sin embargo, en el trabajo, un testarudo, un infatigable (“Jamás encuentro cinco minutos libres para morir”, era una de sus frases). No por casualidad me había conminado, en la cumbre de la canícula, a servirle de ayudante laboriosa en el seno de aquel montón de damas perezosas y de caballeros, distanciados quien más quien menos de él por rencores pretéritos y recientes. Supuesta tonta detrás de las lentes de contacto, no tardé demasiado en distinguir entre ellos a los más dignos del trabajo de campo ni en olisquear, según las ocasiones y las fuerzas, los secretos resentimientos.
El abogado Apollonio Belmondo estaba en la cincuentena, hermosas facciones, afable lengua. Tanto, sin embargo, que a sus oyentes les daba siempre la impresión de ser engañados. Como cuando un fotógrafo os pide un cheese, o un médico os coloca en el brazo el aparato de medir la presión arterial, y comprendéis que su cháchara sobre la lluvia y el buen tiempo es una triquiñuela destinada, con una mala fe afectuosa, a descargaras de cualquier tensión.
Su mujer Matilde (de soltera Garro; y así él, quién sabe por qué, la llamaba) era de una belleza excesiva, bajo determinados aspectos inverosímil. Una diosa nacarada y taciturna, que parecía inmune a las heridas oscuras de los rayos, pero debajo de la canícula paseaba con tedio majestuoso el mármol marfileño de sus carnes.
No menos bella, Lietta, hija de su primer matrimonio, pero, a diferencia de su madre, oscura de carnes y de agitados modales. Llegada a nosotros desde el exilio de no sé qué comunidad terapéutica, donde la habían desintoxicado, pasaba ahora todo el día al teléfono para pregonar a los cuatro vientos, dondequiera que tuviese un amigo, y los tenía de todas las razas y colores, su amargura y casi remordimiento por haberse curado. Con una sola secuela del mal a simple vista: una manía locomotora que no la ha dejado quieta ni un instante, haciéndola por el contrario encaramarse unas veces a los árboles, otras desmelenarse ella sola a los sones de un transistor con auriculares, cuando no correr hasta perder el aliento arriba y abajo por la franja húmeda de la playa ...
Inseparable de la muchacha, por humanitarias o demasiado humanas razones, era Giuliano Nisticò, un teósofo y santón, divo de una cadena de televisión privada y autor de un bestseller sobre el sentimiento hipocondríaco, llamado también acidia, en los monasterios del Medievo.
Invitado por el editor, supongo, para arrancarle otro contrato. Iba casi siempre vestido de cura, dejando creer gustosamente que lo seguía siendo (aunque en todas partes se dijera que sólo era un antiguo seminarista expulsado del seminario). Culto y charlatán, tímido y forzudo, su cruz —me sonrojo al referirlo— era estar sometido a públicas, irrefrenables e inmotivadas erecciones. No valían duchas frías para corregir una sangre tan impulsiva ni bastaban hojas de higuera de los grandes periódicos para ocultar las evidencias. Así que, habiéndose todos acostumbrado a la cosa, sólo yo insistía por aquellos andurriales en esquivarlo con la mirada, mientras él por desesperación, encogido en la sotana de seda negra, se desahogaba citando a los Novísimos o la Patrología de Migné ...
Un dúo, él y la señorita Lietta, de lo más equívoco que podía darse, y donde con mayor ímpetu intervenían las vejaciones recíprocas del espíritu y de la carne ...
Otra pareja que tampoco había pasado por la vicaría eran el escultor Amos Soddu y la grabadora Dafne Duval. Amos era un sardo alto, macizo, que parecía tener huesos de hierro; Dafne una clorótica y filiforme ginebrina, de la que costaba trabajo creer que pudiera someterse sin morir a los abrazos amorosos de aquel cíclope. El cual, por otra parte, hacía salir de sus manos enormes mobiles de perversa exigüidad, temblorosos en el aire como plumas, cirros o libélulas, mientras su etérea compañera hundía en la lámina el buril con la furia de una apuñaladora ... Jugaban también ambos a pintar, y no teniendo aquí en las Villas el desahogo de los estudios de la ciudad, cuando no paseaban tomando apuntes, se les veía manipular a tiempo perdido con brochazos sobre sábanas clavadas en la pared, invitando desde ese momento a los paseantes a una gran exposición de invierno titulada Los Sudarios ...
Seguía el socio del boss, que además era su cuñado Ghigo, único superviviente, junto con Cipriana, de una ilustre familia. Bien, ¿os acordáis del perfil de John Barrymore en Grand Hotel? El suyo, curiosamente, lo repetía, aunque con las líneas tortuosas de una caricatura. Y un tortuoso, también de espíritu, era Ghigo, quien con sólo aparecer despedía un hedor a mezquina malicia. Cada una de sus palabras hería, cada uno de sus silencios contenía un veneno (“agua tófana”, lo llamaban en la empresa). Así que no sorprendía a nadie, y se hablaba de ello en todos los corrillos editoriales, la intención de Medardo, a las buenas o a las malas, de comprar en la Bolsa sus acciones y así quitárselo de encima. Sorprendía en cambio, y mucho, que lo hubiera invitado allí.
Quedaba una joven madre para cerrar el desfile. La única, junto con el mencionado Ghigo, que yo conociera de antes, por haberla tratado en el mundo editorial, sacando de ahí la impresión de que era una viborilla envidiosa. Era Lidia Orioli, experta nacional en literatura policíaca desde que se había doctorado con una tesis titulada «Cronos y Topos en los novelistas policíacos menores ingleses de los años treinta». Hoy directora de la colección «El gato y el canario» y a tiempo perdido viuda consolable de un diputado muerto en la cárcel. Del hijo, no recuerdo si Giacomo o Gianni, no podía decirse nada salvo que en su barbilla lampiña exhibía casi más granos que yo pecas; y que olía a regaliz ...
Éstos son los jugadores de la partida. Y una partida, me pareció inmediatamente, que obedecía a reglas, ceremoniales, plazos: el baño o el solarium o el paseo en barca al acabar la mañana; el almuerzo a la vuelta, generalmente de dos en dos, cada pareja en su villita; la cena en común. Para la tarde las opciones eran más variadas. Había quien se dejaba convencer por los halagos de la siesta, quien por el desquite lúdico: infinitas canastas en la terraza, entre silencios de ultratumba e incandescencias de taberna; partidas de ajedrez debajo de los árboles, Apollonio contra Medardo. El cual, mucho más experto, vencía infaliblemente, y además con el arrogante handicap de jugar a ciegas (“Más o menos como hace Dios”, comentaba con hastío Apollonio).
Un caso aparte Lietta, con sus vueltas alrededor del quiosco como un animal atado a una noria: un pedestrismo solitario e insensato, delante del cura que la contemplaba de pie, alcanzándola de vez en cuando para secarle el sudor con un gran pañuelo de bolsillo, como los entrenadores de los grandes campeones a lo largo de las márgenes de la pista ...
P. S. Olvidaba la servidumbre. Toda de color, tres mujeres y dos hombres.
Comparsas, de los que sólo uno merece el bautismo: un africano apto para todo de nombre impronunciable, que por acuerdo de todos era llamado el Negus Neghesti o bien Haile Selassie ... y olvidaba al anónimo gorila del editor, por la buena razón de que se le verá poco o nada. Sospechando —fue la opinión común— que le echaba en exceso los tejos a la mujer, o más bien ella a él, Medardo lo había devuelto precipitadamente a la ciudad.