16
DURANTE CASI UN MES no encontré la ocasión de comunicar a Arturo que abandonaría la Familia. Había recibido una herida en la pierna en la batalla, una herida grave que empeoró por cabalgar veinte millas después de recibirla. No hubo forma de evitarlo. No temíamos que los sajones nos siguieran: no tenían caballos adecuados, y estarían demasiado preocupados con sus propias bajas y tratando de recuperar su ganado robado, pero necesitábamos un lugar donde quedarnos un tiempo. Con una mesnada del tamaño de la Familia, no es fácil encontrar un lugar semejante. Finalmente, cabalgando hacia el noroeste, llegamos a una aldea cerca de la Muralla que pertenecía a un clan gobernado por un hombre llamado Ogyfan. Era alto, con barba negra, y gozaba de cierta importancia en aquella zona debido a su riqueza y a que ostentaba un título romano. Temía a los sajones y anhelaba la restauración del imperio, por lo que dispensó una buena acogida a Arturo. Proporcionó a la Familia alimentos y un lugar donde alojar a los heridos. Me alegré por ello. Estaba débil por la pérdida de sangre, enfermo y dolorido. Agravain y Bedwyr me condujeron al establo de las vacas, la única construcción disponible para albergar un hospital, donde me desvanecí y permanecí inconsciente durante más de una semana. Tuve fiebre durante los primeros días, por lo que no recuerdo nada de ellos. Cuando me recuperé lo suficiente para tomar conciencia de mi situación, supe que Arturo y la Familia habían salido de expedición. La mesnada estaba debilitada tras el verano, pero la oportunidad ofrecida por aquella situación había resultado irresistible. Como Arturo había predicho, el prestigio de Aldwulf entre los sajones había quedado seriamente dañado por nuestra victoria. No comprendían cómo había podido dejar escapar al rey de Britania cuando lo tenía atrapado, en inferioridad numérica y había sido avisado de su presencia. Ossa de Deira le echaba la culpa; sus propios nobles le culpaban; y sus súbditos, que habían sido atacados y saqueados, y que estaban furiosos y privados de sus bienes, le criticaban amargamente y desertaban de su ejército. La estación de la cosecha casi había terminado, y los hombres de Ossa también deseaban regresar a sus granjas. El propio Ossa regresó a su fortaleza tras un amargo intercambio de recriminaciones con Aldwulf. El rey de Bernicia se quedó solo con su mesnada, también resentida, y se retiró a su fortaleza para pasar el invierno. El campo había quedado desprotegido, y Arturo atacó Bernicia, saqueando con tanta libertad como si no hubiera rey en el país, destruyendo todas las granjas de la frontera y llevándose suficiente grano y ganado para mantener a la Familia durante un año, con provisiones sobrantes para hacer regalos.
Por lo que a mí respecta, sin embargo, permanecí en la aldea de Ogyfan hasta que mi herida se curó lo suficiente para cabalgar; casi un mes entero. Era un lugar agradable, y en circunstancias normales me hubiera alegrado de poder pasar un tiempo allí. La aldea estaba cerca de la Muralla, que se curvaba a través de la extensión de colinas y campos cuyo límite trazaba por un lado. Un riachuelo frío y veloz corría entre las casas y regaba los pastos. Al sur, la tierra se elevaba, con valles boscosos y colinas cubiertas de arbustos que desparecían en las sombras más altas de las montañas. Ogyfan era un hombre fuerte e inteligente, inesperadamente amistoso con los servidores del rey, capaz de leer. Ni siquiera le molestaba la subida de impuestos ordenada por Arturo, argumentando que el Pendragón se llevaba sólo unas cuantas vacas, pero que los sajones se las llevarían todas. Era cierto, por supuesto, pero aquella verdad raras veces era comprendida por los que pagaban el tributo. La hija mayor de Ogyfan, Ginebra, también resultó una compañía muy agradable. No había hablado con ninguna mujer después de Morgawse, y la influencia de mi madre había hecho que casi les tuviera miedo. Ginebra me enseñó a pensar de otro modo. Cuidaba de todos los heridos y me ayudó a recobrar la salud. También supervisaba el funcionamiento de la aldea, bajo la autoridad de su padre. Era lo bastante fuerte para ayudar a Gruffydd, el cirujano, sin flaquear, y lo bastante débil para temer a las tormentas o para echarse a reír ante el canto de un pájaro. Tenía unos cuatro años más que yo, grandes masas de cabello rojizo y ondulado y unos ojos risueños y castaños. Poseía una calidez y armonía que la hacían muy hermosa, y también era inteligente; había leído más aún que su padre. No me sentía atraído por ella como un hombre por una mujer, pero su calidez logró penetrar en algún lugar de mi interior que Morgawse había congelado.
A pesar de todo, estaba impaciente por marcharme. Caledvwlch me pesaba, y había afilado mi lanza hasta darle un filo capaz de herir al viento. Ceincaled, señor de los demás caballos en los campos de Ogyfan, corría junto a la empalizada por las mañanas, despidiendo vapor blanco, impaciente por partir en dirección a Rheged, al sur, al norte, no importaba. Sólo ansiaba estar de nuevo en camino. Mi decisión estaba tomada, y yo tampoco deseaba entretenerme.
Finalmente, a principios de diciembre, llegó el momento en que mi pierna estuvo lo bastante curada para permitirme cabalgar, aunque no caminar mucho. Me colgué el escudo al hombro, tomé la lanza y monté en Ceincaled. Casi todos los demás guerreros heridos se habían marchado ya, y Gruffydd con ellos; unos pocos tendrían que esperar algo más. El viento era frío, soplando desde el norte por encima de la Muralla, hablándonos de nieve. No era un buen momento para viajar. Sin embargo, tal vez no tendría que recorrer mucho camino. Primero al este, para comunicar lo que había decidido a Arturo y mis amigos, y luego hacia el oeste, en dirección a Rheged. O tal vez hacia el norte, pensé. No había nada que me atara. Al norte, hacia Din Eidyn, donde tal vez encontraría barcos dispuestos a cruzar el Muirn Orc y llevarme más al norte aún, hasta Dun Fionn. Mi hogar. Me invadió una oleada de añoranza profunda y repentina y recordé a mi padre y mis familiares, los chillidos de las aves marinas en los acantilados, los altos muros de Dun Fionn, y Llyn Gwalch, junto al gris Mar del Norte. Lot y mi clan habrían oído hablar de mí, pero no podían saber qué pensar. Hubiera debido enviarles un mensaje. Morgawse lo sabría, y ella era otro motivo para regresar. No podía vivir para siempre medio atado a ella; tenía que volver a verla y resolver el asunto. Sí. Al norte, atravesando la tierra de los pictos, hasta llegar a las islas del Miedo, mi hogar.
—Transmite mis cumplidos y mis buenos deseos al emperador —me dijo Ogyfan. Había venido a despedirse y estaba arrebujado en su capa.
Asentí mientras le saludaba.
—Que tengas un buen viaje, Gwalchmai, y cuida bien de esa pierna —añadió Ginebra. Hizo una pausa, y luego, sonriente, añadió una de las expresiones irlandesas que le había enseñado—: Slán lead. Adiós.
—Slán lead —respondí devolviéndole la sonrisa, y luego volví la cabeza de Ceincaled hacia la carretera. Mi caballo se removió inquieto, tirando de las riendas, impaciente por ponerse en marcha. Grité mi agradecimiento a Ogyfan y su hija y di rienda suelta a Ceincaled, dejándole correr por la carretera bajo la luz de la mañana fría y brillante. Me dirigía a cortar todos los lazos que me unían a la Familia.
Me pregunté por qué tenía que entristecerme por ello. Era joven, fuerte y tenía talento. Tenía a Ceincaled. Tenía a Caledvwlch, y mi señor era más poderoso que ningún otro. No tenía un sitio junto a Arturo, pero era libre y un guerrero de la Luz. Y me dirigía a mi hogar. ¿Quién podía pedir más?
Me incliné sobre el cuello de Ceincaled, dándole más prisa, y la tierra pasó velozmente bajo sus rápidos cascos.
No fue un viaje muy largo. Arturo se había desviado hacia el norte; estaba atacando la frontera de Bernicia por la parte central del reino. Crucé la Muralla y tomé la antigua carretera a lo largo a las colinas, siguiendo su rastro. También hay una calzada romana en aquella dirección, mucho más recta, pero desde la antigua se domina todo el territorio. La seguí durante casi todo el día, cabalgando al trote, sin ningún contratiempo. Al caer la tarde empezó a llover. Tenía los dedos helados, pues el viento parecía soplar directamente contra mí, por muchas curvas que trazara la carretera. La pierna empezó a dolerme, cada vez con más intensidad. Cuando alcancé la cima de una colina y divisé el campamento debajo de mí, me resultó una visión gloriosa. Las hogueras ardían con su resplandor rojo y dorado contra el color pizarra de las colinas desnudas. Bajo la tenue luz pude distinguir los caballos y el ganado, junto a medio círculo de carretas saqueadas a los sajones. Detuve a Ceincaled y contemplé el campamento. Abajo estaban las hogueras: los hombres cantaban a su alrededor, con comida caliente y aguamiel fuerte y dulce; guerreros riendo y presumiendo de sus hazañas, burlándose de las de los demás. Sabía muy bien cómo era aquel ambiente. Había formado parte de él. Pero volvía a encontrarme como había empezado en las Orcadas, observando desde la distancia.
«Tranquilo —me dije—. Te resultará muy fácil encontrar otra mesnada».
Y, sin embargo, ¿cómo podía haber otra mesnada como la Familia, u otro rey como Arturo?
Bueno, podía disfrutarla una noche más. Toqué ligeramente los flancos de Ceincaled, que empezó a avanzar colina abajo.
No habíamos recorrido más de unos pocos pies cuando una figura apareció ante nosotros, agitando los brazos. Ceincaled se encabritó, retorciéndome la pierna, y yo agarré mi lanza.
—¡No! —gritó la figura—. Señor… Arglwyd Mawr…
Miré más de cerca y vi que no era un sajón atacándome, sino una mujer britana muy desaliñada. Y pobre, si le parecía que yo era un «gran señor». Bajé la lanza y detuve a Ceincaled.
—¿Qué sucede? —pregunté, impaciente por llegar al campamento.
—Señor, perdóname. Te he visto en la colina y me he asustado, pero cuando has empezado a bajar hacia el campamento he sabido que tenías que ser uno de los hombres del Dragón, de modo que he pensado: «tengo que detenerle»…
—¿Para qué?
Se me acercó más y me agarró un pie. Tendría unos treinta años, el cabello gris y el rostro arrugado. La esposa de un granjero pobre.
—Señor.
—¿Qué sucede? —volví a preguntar—. El Pendragón no contrata sirvientes, si eso es lo que quieres. —Era poco probable que hubiera salido con aquel motivo en una noche semejante, pero existía la posibilidad.
—No, señor, es mi marido. He oído decir que hay buenos doctores en el campamento del Dragón de Britania.
Se me encogió el corazón.
—¿Tu marido está herido?
—Sí, gran señor. Algunos de los sajones a los que el Dragón está expulsando han venido a nuestra casa, pidiendo comida. Mi marido no ha querido dársela, le han herido y han escapado. Nuestro clan no puede ayudarle. He oído decir que el Dragón tiene buenos sanadores…
—¿Dónde está tu casa?
Señaló hacia la pendiente más empinada de la colina, en dirección al este. Miré hacia el lado opuesto, en dirección al campamento de Arturo, y suspiré.
—¿Cuándo ha ocurrido? ¿Puede moverse tu marido?
—No, gran señor. Ha sido hoy, hacia mediodía. Los asesinos han huido después de herir a mi marido y se han llevado los caballos. Pero tampoco podría montar; está demasiado grave, y no tenemos carretas. Señor… —dijo sacudiéndome el pie—, mi marido está herido. Morirá si no le atiende un doctor. Los doctores del campamento dicen que tienen trabajo y no pueden venir, y que debo llevarles a mi marido. Tú tienes un buen caballo. ¡Ayúdame!
—Muy bien. Enséñame el camino de tu casa.
Me agarró el pie con ambas manos.
—¡Que los dioses te bendigan, gran señor! ¡Que Cristo y todos los dioses te bendigan! Es por allí, bajando por aquel camino y hasta…
—Tienes que enseñarme el camino —repetí. Las indicaciones en el campo son imposibles de seguir para un forastero. —Ven. —Le tendí una mano—. Mi caballo puede llevar a dos.
Ella me miró fijamente.
—Señor, yo nunca…
Suspiré, desmonté, la ayudé a subir, a pesar de que Ceincaled mostró su desagrado revolviéndose y resoplando, y volví a montar detrás de ella. Me mostró el camino, que era largo y difícil. Nos llevó casi una hora llegar a la casa. La mujer muy impresionada por la velocidad a la que avanzábamos. Sus familiares la estaban esperando.
—¡Pero éste no es un doctor! —dijo un anciano, al parecer expresando la inquietud de todo el clan, pues todos asintieron y empezaron a murmurar.
—Es un gran señor —dijo la mujer, bajando de Ceincaled—. Le he encontrado en la colina, después de que los doctores del campamento me dijeran que tienen muchos heridos y no pueden abandonarles. Tiene un caballo que corre como el viento del oeste sobre las montañas. —En aquel punto, Ceincaled agitó la cabeza, sacudiéndose la lluvia de la crin—. Y nos ayudará a llevar a Gwilym con los doctores.
—No podemos mover a Gwilym —dijo el anciano.
Me encogí de hombros.
—Sé un poco de medicina. Dejad que vea a ese familiar vuestro… y que saque a mi caballo de la lluvia.
En cuanto vi a Gwilym supe que no había esperanza. La lanza sajona le había atravesado el cuerpo por los pulmones. Era un milagro que siguiera con vida, pero ciertamente no duraría mucho tiempo.
La mujer me miró, esperanzada.
—¿Qué vas a hacer, gran señor?
Sacudí la cabeza.
—No creo que pueda hacer nada.
El anciano asintió.
—¿Lo ves? Te he dicho que te calmaras y te buscaras un nuevo esposo si éste muere, pero que no fueras a corretear como una puta por el campamento de los soldados.
La mujer se limitó a mirarme, con el rostro contraído por el dolor.
—Pero tú has dicho…
—No le había visto. Los hombres con esta clase de heridas suelen morir en cuestión de una hora.
—Hubieras debido pedirle que trajera a un cirujano —dijo el anciano—. Él no nos sirve de nada. Es un guerrero. ¿Qué puede saber de medicina?
—Los doctores no querían venir —dijo la mujer—. ¡Señor, es mi marido, no puede morir! Tal vez no sea tan grave como crees. Tienes que ayudarle. ¡Por favor! Es mi marido.
Estudié más de cerca a Gwilym. Estaba inconsciente, afortunadamente para él. La herida parecía fatal. De todos modos, no siempre se sabía.
—¡Tienes que ayudarle! —suplicó la mujer—. Gran señor, ¡al menos tienes que intentarlo!
—¡No puede hacer nada! —espetó el anciano. Le di la razón en mi interior, pero la mujer estaba en lo cierto. Tenía que intentarlo.
—Muy bien. Lo intentaré. Traedme agua caliente, cerrad la puerta y avivad el fuego.
Lo intenté durante una hora, luchando contra mi agotamiento y el dolor de mi pierna para concentrarme en el hombre. El asta de la lanza, todavía alojada en su pulmón, le mantenía con vida, pero sólo servía para prolongar su agonía y su dolor. De todos modos, la herida era recta y limpia, y pensé que, si conseguía extraer la lanza, y si el otro pulmón no estaba dañado, el hombre podía vivir. Forcejeé, conseguí sacar el trozo de madera tras largos esfuerzos; durante un tiempo pensé que tal vez lo conseguiría, pero el otro pulmón dejó de funcionar y Gwilym murió. La mujer, que me había estado ayudando, sintió que el corazón se le paraba antes de que él expulsara su último aliento mezclado con la sangre. Le agarró el cabello y empezó a suplicarle que viviera; luego enterró el rostro en su hombro y se echó a llorar. Las otras mujeres del clan empezaron a gemir; los niños gritaban y los hombres lloraban. El anciano se limitó a asentir y repetir:
—Ya he dicho que no podría hacerlo.
No podía sentir nada, ni siquiera compasión, nada excepto el deseo de marcharme. Me limpié un poco la sangre, volví a ponerme la túnica y la cota de malla y cojeé hacia la puerta. Nadie me dijo una sola palabra, aunque uno o dos hombres me dirigieron miradas de odio, ya que su pariente había muerto bajo mis manos. Me alejé a toda prisa, encontré a Ceincaled y me abrí paso colina arriba.
Cuando llegué al campamento de Arturo las hogueras se habían convertido en ascuas. La pierna me dolía de manera terrible, estaba empapado y sólo deseaba un poco de aguamiel caliente y fuerte. Un centinela me detuvo, pero, al reconocerme, me dio la bienvenida y me preguntó por mi pierna. Le dije que estaba curada, y también cómo estaban los demás heridos, y pasé de largo. Dejé a Ceincaled cepillado y comiendo grano junto a los demás caballos y me dirigí cojeando a la hoguera principal.
La bienvenida que me dispensaron los guerreros fue todo lo que hubiera podido desear. Se levantaron de un salto y me rodearon, saludándome, preguntándome por mi herida y por qué había tardado tanto en llegar. Agravain me dio uno de sus abrazos de oso, diciendo:
—Muy bien, de modo que finalmente te has decidido a regresar y ganarte la comida. ¡Bienvenido! Sé mil veces bienvenido a casa.
Contesté a las preguntas y me dieron un lugar cerca del fuego, aguamiel y comida. Me acomodé, agradecido y exhausto. Sólo entonces reparé en Arturo, sentado al otro lado de la hoguera, con aspecto irreal en el resplandor de las llamas y mirándome fríamente. Le saludé con el cuerno de aguamiel y bebí un largo trago.
Arturo inclinó la cabeza en dirección a mí.
—De modo que has vuelto para reclamar lo que te prometí.
No me sentía con deseos de revelarle mi decisión y tener la inevitable discusión que seguiría, pero parecía que no había más remedio. Vi que Agravain y unos cuantos de sus partidarios se tensaban y que los demás les observaban con cautela. Sí, estaba claro que tenía que marcharme.
—No, mi señor —repuse en voz baja—. Sólo le regresado para despedirme. Mañana cabalgaré hacia el norte. Trataré de llegar a las Orcadas este invierno.
Agravain contuvo el aliento con un siseo.
—Gwalchmai, ¿qué…?
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Arturo.
—¿Qué crees que estás haciendo? —quiso saber Cei, en tono airado.
—Pero Arturo dijo que te aceptaría —dijo Agravain—. Te lo has ganado; lo has conseguido.
—Arturo me aceptará porque su honor no le deja otra opción. —Miré con fijeza al rey, que asintió.
—No lo niego. Utilicé tu espada porque era necesario, y fuiste herido en mi servicio. ¿Qué esperas conseguir con esta conversación?
—Nada. Ya no. —Deseé haber podido decírselo por la mañana.
—Te has ganado el puesto más de mil veces —dijo Agravain—. ¿Qué quieres decir con eso de que te vas al norte?
—No quiero ser aceptado porque el honor de Arturo le obliga a ello —repuse—. Llámame orgulloso, si quieres.
—No lo entiendo —dijo Cei, con la voz aguda por la indignación—. Te pasas el verano por aquí, esperando una oferta de Arturo y rechazado a la mitad de reyes de Britania, y ahora que la tienes no quieres aceptarla, como un halcón que se tomara grandes molestias para cazar un ave que no deseara devorar. Por los perros del Yffern, ¡la Familia no se desprecia a la ligera!
—¿Quieres que me una a ella, entonces? Si es así, tú eres como el mismo halcón, tratando de echarme durante todo el verano, y luego, cuando…
Cei me miró furioso.
—Nos estás insultando a todos, y a mí el primero. Casi estoy decidido a…
—¿De qué serviría? —dije agotado—. Si luchamos a pie, ganarás tú; si luchamos a caballo, ganaré yo. Lo sabe todo el mundo, de modo que eso no demostraría nada. Y nunca he tenido intención de insultarte. Eres un hombre noble y valiente, y sería un estúpido si quisiera hacerlo.
Cei parpadeó como si le hubiera golpeado.
—Estás loco.
Me encogí de hombros.
—En la batalla, sí. Que nadie crea que deseo dejar a la Familia para encontrar una mesnada mejor. No existe.
—¿Por qué quieres irte, entonces? —preguntó Agravain.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—¿Qué esperas conseguir? —volvió a preguntar Arturo—. ¿O acaso lo has conseguido ya? ¿Vas a regresar a las Orcadas para contar a tu madre que el rey de Britania te ofreció un puesto y que tú lo rechazaste, como un campesino negándose a aceptar huevos pasados? —Su voz era inexpresiva, pero tenía un toque de furia gélida.
Recordé su grandeza, y su ira me dolió. Todo ello, unido a mi dolor y cansancio, me hizo hablar con más claridad de la que hubiera deseado.
—Señor —dije lentamente—, no soy el siervo de la reina de la Oscuridad. Me iré porque he actuado como si lo fuera, porque he dividido a tu Familia, sobre la que pesa el destino de Britania, exactamente como hubiera deseado Morgawse. Señor, no puedo decir que comprenda esas cosas, pero no las traicionaré, ni a mi señor la Luz. Todo será más sencillo, señor, si me marcho. Ya me has ofrecido un puesto, y lo he rechazado. Nadie puede decir que me hayas tratado mal, porque me voy por mi propia voluntad. La Familia se reconciliará.
—¡Pero eres el mejor jinete de la Familia! —dijo Agravain—. No puedes irte.
—Puedo, y seré el mejor jinete en algún otro lugar. —Bebí un poco más de aguamiel y me froté la cara con la mano libre—. Me iré, y eso es todo. Hablemos de otra cosa.
Todo el mundo permaneció en silencio durante un minuto eterno, mirándome fijamente. Empecé a comer, tratando de no mirarle.
Entonces el sonido de un arpa rompió el silencio. Levanté la vista y Taliesin me sonrió. Luego volvió a inclinar la cabeza sobre su instrumento, haciendo sonar las mismas notas puras y agudas, como un hilo de plata a través del aire. Me di cuenta de que era la canción de CuChulainn, y también la canción del salón de Lugh, una canción fuerte y clara de renuncia elevándose por encima de los esfuerzos de la batalla. La lluvia caía en la noche y siseaba sobre las ascuas del fuego. Escuché la música, y la comprendí por primera vez.
La canción me dio una fuerza que me sostuvo al día siguiente, mientras ensillaba a Ceincaled para emprender la marcha. La Familia se congregó a mi alrededor, pidiéndome que me quedara, deseándome buen viaje y haciéndome regalos. Arturo lo observaba con el rostro impasible. Tenía un caballo de carga sobre el que amontoné las provisiones y los regalos, envueltos en una manta. Me dolía mirar a los guerreros, y sentí una tensión en la garganta mientras ataba el paquete al lomo del bayo y me erguía, sosteniendo sus riendas.
En aquel momento, el cirujano Gruffydd apareció entre la multitud, seguido, ante mi sorpresa, por la mujer de la noche anterior.
—Los doctores no merecemos despedidas, ¿es eso? —me preguntó—. ¿O es que tienes miedo de que eche un vistazo a tu pierna y te ordene descansar durante una semana más?
Sonreí, solté la rienda, me acerqué a él y le di la mano.
—Aunque me ordenaras quedarme, me marcharía.
—Y la pierna te estará doliendo durante todo el camino hasta las Ynysoedd Erch —dijo, asintiendo con la cabeza—. Bueno, vuélvete loco y no lo notarás. —Hizo una pausa y añadió en voz más baja—: ¿Por qué te marchas?
—Porque debo hacerlo.
La mujer, que había estado mirando a su alrededor, dijo:
—Señor, no lo sabía. De haber sabido quién eras, no te hubiera detenido.
La miré con curiosidad, esperando que no tuviera un hijo herido. Ella se irguió.
—Mi clan es pobre, señor, pero tenemos honor. No permitimos que los que se portan bien con nosotros se vayan sin agradecimiento ni recompensa. —Se sonrojó—. Dinero, yo… No lo necesitarías. Pero tienes mi agradecimiento, Gwalchmai de las Ynysoedd Erch, y el de mi clan.
—Pero no pude ayudar a tu marido —dije conmovido.
Ella se encogió de hombros y se frotó los ojos un instante con el dorso de las manos antes de replicar:
—Lo intentaste. Eso es mucho.
Gruffydd me miró.
—Acaba de llegar, preguntando por un guerrero moreno, cojo, con la capa roja y el caballo blanco. Creo que la recuerdo de anoche… ¿Su marido no…?
—Está muerto —dije.
—Una lanza en los pulmones, dijo. Ahora lo recuerdo. ¿Y trataste de ayudarle? Fue una estupidez. Ni siquiera yo le hubiera servido de nada en un caso como ése.
—Ella no me lo dijo; y había una posibilidad. —Me volví hacia la mujer—. Me haces un honor demasiado grande con tu agradecimiento, mujer. No hice nada, y tu marido ha muerto.
Ella volvió a encogerse de hombros, parpadeando rápidamente.
—Viniste —repitió en voz baja—. Bendito sea tu camino, señor. —Hizo una torpe reverencia y se volvió, todavía parpadeando para contener las lágrimas. Pasó entre los guerreros sin mirarlos, emprendiendo el largo regreso a su casa.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Agravain.
—Ya lo has oído.
—¿Sólo eso? ¿Una campesina pobre y un campesino a punto de morir?
—Es una mujer honorable —dijo Arturo con vehemencia—, que ha recorrido varias millas y entrado en un campamento armado para agradecer un intento de curación. ¡Una mujer honorable y valerosa!
Agravain lo miró, sorprendido.
—¿Mi señor? —Apartó por completo a la mujer de su mente—. Gwalchmai, no lo entiendo, pero… por el sol… —Desvió la mirada—. Cuídate, hermano. Slán lead.
—Que Dios te acompañe —dijo suavemente Bedwyr.
—Bendito sea tu camino —dijo Gruffydd.
Incliné la cabeza en dirección a todos ellos y me volví hacia Ceincaled. El caballo inclinó su orgullosa cabeza, resopló suavemente y me mordisqueó el cabello. Me hizo sonreír. Le acaricié el cuello y tomé las riendas.
—No —dijo Arturo de repente, con voz tensa—. Espera.
Solté las riendas y me volví. El rey estaba detrás de los otros, con el rostro pálido.
—Espera —repitió. Me pregunté si también iba a desearme buen viaje.
Sacudió la cabeza violentamente, como para despejarla.
—Gwalchmai, antes quisiera hablar contigo un momento. A solas.
Hice una pausa, mirándole fijamente, y pasé las riendas de Ceincaled a Agravain. Arturo ya se encaminaba a su propia tienda, y le seguí, totalmente confundido. No comprendía de qué podría querer hablarme. Tal vez aún pensaba que el honor le obligaba a hacer algo por mí. Sí, era posible.
En la tienda tomó una jarra de vino, llenó lentamente dos vasos y me ofreció uno. Tras un momento de duda, lo tomé y me quedé con él en la mano, sin dejar de mirar a Arturo.
—Siéntate —dijo, señalándome una silla en un lado de la tienda. Tomé asiento; él se instaló sobre su jergón. Tomó un trago de vino y me miró a los ojos.
—Lo siento —dijo, en tono bajo e inexpresivo.
Lo miré perplejo.
—Señor, no hace falta que creas que el honor te obliga a…
—Olvida eso —dijo con vehemencia—. Ah, Yffern… —Se levantó, dio unos cuantos pasos hacia la puerta, se detuvo y se volvió de nuevo hacia mí—. Te he juzgado mal. Y me he equivocado. Y si es posible que aún desees un lugar en mi Familia, es tuyo.
Me sentí como si el cielo se viniera abajo.
—No lo entiendo —dije, al fin.
—A orillas del Wir me preguntaste si estaba totalmente sumido en la Oscuridad —respondió en voz baja—. Y lo estaba. Una antigua Oscuridad que no puedo quitarme de encima, por mucho que lo intente. —Se volvió y empezó a recorrer la tienda, sin centrar en ningún punto su intensa mirada gris—. Desde el principio, peleé conmigo mismo por tu causa. Había oído hablar de ti y tu reputación, y no encontré ninguna razón nueva y sorprendente para confiar en ti, pero no fue eso lo que me hizo decidirme en tu contra. No; sabía que habías estado cerca de mi hermana, que habías tenido acceso a sus pensamientos secretos y, por el cielo, te pareces a ella. Con eso bastaba. Todo lo que hiciste después lo retorcí para que encajara en mis propias ideas, lo retorcí para mantenerte en la Oscuridad con mi hermana, y lo que conseguí fue mantenerme a mí mismo en la Oscuridad. Y, a pesar de todo, tu forma de comportarte en la batalla, la división que causaste, el caballo al que creí que habías capturado con hechizos… todo ello era secundario y me importaba menos que una sola idea: «Lo sabe». Eso era lo que me enfurecía, y lo que me llenaba de un horror tal que no me permitía…
—Pero… ¿saber qué, mi señor?
—Lo de tu hermano, por supuesto.
—¿Agravain? No lo entiendo. ¿Por qué…?
—No hablo de Agravain. Hablo del otro. Medraut.
Nuestros ojos se encontraron de nuevo, los suyos duros y torturados, los míos desconcertados, y Arturo se levantó de repente mientras la dureza desaparecía de su mirada, que se volvió franca y llena de comprensión. La mirada de Medraut.
Arturo volvió a sentarse en el jergón. Se echó a reír, emitiendo horribles sonidos ahogados que parecían sollozos, y apoyó la cabeza entre las manos.
—No lo sabes. Nunca lo supiste. Ella no te lo dijo.
Sentí frío en la boca del estómago, y un terror negro y repentino. Morgawse, la hermana de Arturo, y Medraut, que se parecía a Arturo. ¿Por qué no lo había visto antes? Y entonces, cargadas de horror, las palabras de Morgawse acudieron a mi mente: «¡que la tierra me devore, que el cielo caiga sobré mi cabeza y que el mar se me lleve si no mueres a manos de tu propio hijo!».
Me levanté de un salto.
—Mi señor, ¿cómo…? Suponía que Morgawse te habría afectado de algún modo, pero esto…
—Yo consentí —dijo con voz áspera. De nuevo nos miramos largamente, y luego añadió—: Entonces ignoraba quién era mi padre. Lo juro por lo más sagrado, no sabía que era mi hermana. Ella… ella… —Volvió a interrumpirse—. Vino a mí durante un banquete, cuando yo empezaba a conseguir fama en la mesnada de su padre, Uther. Se había quedado en Camlann mientras su esposo, Lot, estaba de campaña en el norte de Britania. Ya se me había insinuado antes, pero aquella noche… Yo estaba ebrio, y feliz, y ella era más hermosa que una diosa. Sólo consentí en cometer adulterio, pero consentí. Y, más tarde, Uther me preguntó por mi ascendencia. No le había hablado del tema; no es algo que suela comentarse. Pero se lo dije, y recordó a mi madre, y le complació descubrir que era su hijo. Cuando se marchó a decírselo a los demás, me acordé de ella, corrí a avisarla, y ella… —Volvió a levantarse, sin mirarme, recordando la agonía y el horror al descubrir que había sido seducido para cometer incesto—. Ella lo sabía, lo había sabido desde el principio. Me saludó llamándome Arturo ab Uther, me llamó hermano y se burló de mí, diciéndome que esperaba un hijo mío. Y desde entonces he sido incapaz de pensar en ella sin recordar aquel momento; y la idea de que otro lo supiera, su propio hijo, y que tal vez lo había planeado con ella… No pude soportarlo, sentía que debía librarme de ti a cualquier precio.
—Mi señor —dije, todavía mirándole lleno de horror y lástima—. Mi señor…
—Oh, desde luego. Sólo que eras inocente, y ni siquiera lo sabías. —Tomó otro largo trago de vino y dejó la copa. Sus ojos grises volvieron a concentrarse en mí—. Nunca lo supiste, hasta que te lo he dicho.
Hinqué una rodilla frente a él.
—Mi señor, yo… Yo no podía haber imaginado algo así. No comprendo por qué no me echaste a la fuerza, especialmente después de que dividiera a la Familia, matara y convirtiera tus victorias en algo amargo para ti. Perdóname, yo…
—¿Perdonarte? Soy yo quien necesita tu perdón. Levántate. En nombre de Dios, levántate. Está claro —añadió, poniéndose también en pie—, que debí comprender hace meses que no eras lo que pensaba que eras. Soportaste todo lo que la guerra y yo pudimos arrojarte, sin quejarte una sola vez. Y trabajaste como cirujano. No sabía nada de eso hasta que Gruffydd me lo dijo, y me gritó por lo injusto que era contigo. Tiene muy buena opinión de ti. —Miré fijamente al rey, sobresaltado. Por supuesto. Gruffydd siempre estaba ocupado al día siguiente a una batalla, pero atendía a los heridos durante la noche, mientras yo dormía tras mis ataques de locura—. Hubiera debido ver elementos suficientes, durante todos estos meses que has pasado siguiéndome, para darme cuenta; y debí confiar en la opinión de Bedwyr, sabiendo que yo estaba afectado por la Oscuridad. Pero persistí en pensar mal de ti. Y luego, anoche, dijiste que te ibas para no dividir a la Familia, y hablaste como si lo dijeras de veras. Me dije que lo hacías sólo por orgullo, pero no pude convencerme a mí mismo. Entonces supe definitivamente que me había equivocado; y, sin embargo, no conseguí obligarme a admitirlo ante mí mismo. Podría haberme convencido de lo contrario, pero más tarde, esa mujer…
—¿Qué?
—La mujer del hombre que murió. Una mujer noble y honorable, pero de baja cuna, sin riquezas ni poder. Nadie que obedeciera a la Oscuridad la hubiera mirado dos veces, pero tú abandonaste tu camino en una noche fría y con una herida que debía estar doliéndote, para ayudar a un hombre al que no conocías y que no podía ser ayudado.
—No sabía que estuviera tan malherido cuando fui a su casa.
—Pero, cuando lo supiste, trataste de ayudar de todos modos. No había en ello ningún beneficio para ti, nada que ganar. Fue algo sin sentido, pero honorable y compasivo. Después de aquello no podía haber dudas. Eras lo que habías afirmado ser todo el tiempo, y yo me había portado como un estúpido y un tirano.
Se acercó a mí y me apoyó una mano en el hombro.
—He dicho que lo siento, y lo vuelvo a repetir. Tal vez ya no deseas entrar a mi servicio. Pero creo que, ahora que te has ofrecido a marcharte, no habría más divisiones si te pidiera que te quedaras. Y has desarmado por completo a Cei. —De repente esbozó una sonrisa, aunque algo temblorosa, y algo de luz regresó a su rostro—. Sabe manejar, los insultos, pero no que le digan que es noble y valeroso. Creo que espera que nadie lo descubra nunca, si actúa siempre como un gruñón. —Volvió a ponerse serio—. De modo que, si todavía deseas quedarte… —Vaciló, buscando la palabra adecuada—, hay trabajo más que suficiente, y me alegraría contar contigo.
Permanecí un momento en silencio, mientras Arturo me miraba fijamente, medio desafiante y medio esperanzado, con su mano aún sobre mi hombro, casi de modo tentativo.
—Mi señor —dije al fin—, si alguien te ofreciera toda Britania, con el imperio restaurado, además de toda Erin, Caledonia y Bretaña, con todas las rutas hacia Roma abiertas… ¿aceptarías?
Sonrió lentamente y luego me abrazó, despacio, sintiéndose inseguro, pero comprendí que no era a mí a quien estaba poniendo a prueba, sino a sí mismo. Le devolví el abrazo, me arrodillé y le besé la mano, sobre el anillo con el sello real que llevaba en el dedo.
—Mi señor —dije—. He deseado luchar por ti durante mucho tiempo, desde que supe que luchabas por la Luz, y prefiero morir combatiendo a la Oscuridad que vivir muchos años consiguiendo victorias sin sentido. ¿Cómo podría pedir más? A partir de ahora sólo habrá victorias.
—Con la ayuda de Dios, así será, aunque creo que ya hemos empezado a vencer. Acompáñame. —Me ayudó a ponerme en pie, volvió a abrazarme y salió rápidamente de la tienda.
Los demás seguían esperando junto a Ceincaled y el caballo de carga, discutiendo sobre algo que silenciaron de repente al ver que Arturo y yo nos acercábamos. Arturo se detuvo, miró los caballos y anunció tranquilamente:
—Ocupaos de que vuelvan a descargarlos. Gwalchmai ap Lot ha accedido a quedarse y a jurarme fidelidad, a petición mía.
Agravain miró a Cei, luego a Bedwyr y luego a mí. Asentí. Emitió un grito de alegría.
—¡Laus Deo, por el sol! —Me abrazó, golpeándome la espalda—. No entiendo nada de esto; tú cambias de opinión, después Arturo, después otra vez tú… Pero me gusta cómo han acabado las cosas, con la condición de que no empecemos otra vez —dijo en irlandés—. Y ahora sí que hemos ganado —añadió en britano, soltándome y mirando furioso a Cei.
Cei se encogió de hombros, me miró y sonrió de repente.
—Es una buena noticia. Eres un guerrero endiablado, primo.
Bedwyr pasó la mirada de mí a Arturo, y, cuando éste también asintió, sonrió lentamente.
—Me alegro.
—Muy bien —dijo secamente Arturo—. Yo también me alegro de que mi decisión cuente con vuestra aprobación. Los tres podéis actuar como testigos. Llamad a los demás y prestaremos los juramentos ahora mismo.
Todavía hacía frío y el viento empujaba las nubes sobre el cielo oscuro, susurrando entre las ramas desnudas de los árboles. La Familia era una mancha de luz y color sobre el agreste paisaje, congregada en un círculo para observar y prestar testimonio. Arturo estaba frente a su tienda, alto y erguido, con el viento tirando de su manto púrpura. Bedwyr estaba a su derecha y Cei a su izquierda, con Agravain a su lado. Contemplé la imagen, deseando retenerla para siempre, y me arrodillé, desenvainando a Caledvwlch.
—Yo, Gwalchmai, hijo de Lot de las Orcadas, juro ahora seguir al señor Arturo, emperador de Britania y dragón de la isla, luchar contra sus enemigos según su voluntad, serle fiel y obedecerle en todo momento y lugar. Mi espada es su espada hasta la muerte. Lo juro en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu y, si falto a mi juramento, que la tierra se abra y me devore, que el cielo se quiebre y caiga sobre mi cabeza, que el mar se alce y me ahogue. Que así sea.
Arturo extendió la mano hacia la espada y yo me acordé de repente.
—Mi señor —empecé a decir—, la espada no puede…
Me ignoró y tomó la empuñadura de mis manos, levantando el arma. El relámpago no se alzó contra él como había hecho contra Cei. En lugar de ello, el resplandor la iluminó, haciéndose más grande y blanco hasta que pareció que Arturo sostenía una estrella. Y el rey añadió:
—Y yo, Arturo, emperador de Britania, juro ahora mantener a Gwalchmai hijo de Lot, proporcionarle armas y bienes, y defenderle con honor en todo momento y lugar hasta la muerte. Lo juro en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu y, si falto a mi juramento, que la tierra se abra y me devore, que el cielo se quiebre y caiga sobre mi cabeza, que el mar se alce y me ahogue. Y juro usar esta espada de Luz en la Luz, para traer la Luz a este reino, con la ayuda de Dios.
El resplandor se apagó en la espada cuando me la devolvió. Me levanté y la envainé.
—¿Sois testigos? —preguntó mi señor Arturo.
—Somos testigos —dijeron Cei, Bedwyr y Agravain. Y luego Agravain se adelantó con una amplia sonrisa, gritando en irlandés:
—¡Y ahora está hecho, y has ganado! ¡Oh, hermano mío, por el juramento de mi pueblo, me alegro mucho!
El resto de la Familia no tardó en imitarle.