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MI PADRE ENVIÓ su llamada a los reyes de las Orcadas, ordenándoles que reunieran a sus mesnadas y al resto de sus hombres, que concentraran sus barcos y provisiones y que acudieran a Dun Fionn. Empezaron a llegar lentamente, hombres altos con capas de vivos colores, guerreros resplandecientes de joyas, con sus lanzas largas afiladas y centelleantes, las lanzas cortas en las aljabas y las espadas en tahalíes resplandecientes en sus costados. Llevaban los escudos encalados colgados de los hombros, a menudo pintados o esmaltados con colores brillantes. Los reyes y los mejores guerreros llevaban cota de malla importada del norte de Britania o de Galia, reluciente como escamas de pescado. Los hombres inferiores tenían jubones de cuero con refuerzos de metal. Los guerreros traían sus perros de combate, grandes bestias grises cuyos collares relucían de plata, y los halcones descansaban sobre los hombros de los reyes, arreglándose el afilado plumaje y mirando a su alrededor con ojos centelleantes. Llegaron y acamparon en torno a Dun Fionn, un campamento para cada isla súbdita de mi padre, y también pictos y dalriadas del sur, además de los hombres de nuestra propia tribu. En total, había más de mil guerreros profesionales, y unos tres mil hombres más. Al sureste de Dun Fionn podía ver sus barcos: hilera tras hilera de botes de cuero de veinte remos, con las velas plegadas contra los mástiles. Había constantes idas y venidas entre aquellas naves; hombres que partían en busca de más provisiones o con mensajes para nuestros aliados en Gododdin, o que regresaban con provisiones, nuevos mensajes y más hombres. En la propia Dun Fionn y sus alrededores reinaba un gran ajetreo mientras mi padre organizaba, planeaba y preparaba, con mi madre siempre junto a él. No sólo tenía que alimentar a su gran hueste, sino que también debía mediar en las disputas entre sus diversos reyes vasallos, evitar desavenencias entre clanes rivales y arreglar los detalles de la alianza con Gwlgawd, rey de Gododdin. Lo veía muy poco, igual que a Morgawse.
Me mantenía al margen de todos los preparativos, observando y haciéndome preguntas. Era la primera vez que veía a mi padre concentrar todo su poder y estaba impresionado por la fuerza desplegada ante mí. Incluso entonces me di cuenta de que sería imposible mantenerla durante mucho tiempo en el mismo lugar si no había guerra. El coste era tremendo. Pero los colores intensos, el esplendor, el brillo de las armas, la ruidosa y alegre seguridad de los guerreros y su fácil camaradería… todo ello me impresionaba inmensamente y me llenaba de vagos deseos que hacía lo posible por sofocar. No era ningún guerrero al que un señor pudiera desear tener en su mesnada. Y sin embargo, sin embargo, sin embargo…
Era glorioso. A veces deseaba con todas mis fuerzas, como cualquier otro muchacho de la isla, ser uno de ellos, estar también a punto de partir para conseguir honor y fama para mí, mi clan y mi señor.
Agravain no tenía ninguna duda de que lo haría muy bien en la guerra. Recibió sus armas con los demás chicos de catorce y quince años, y empezó a pavonearse y a presumir más que ninguno de ellos. Peleaba conmigo con más frecuencia de lo habitual, pues estaba tan lleno de tensión e impaciencia que perdía los nervios ante cualquier trivialidad.
A mediados de marzo, el ejército zarpó hacia Gododdin. Avanzaría por la costa del sur del reino de los pictos a vela o remo, dependiendo del viento, y recorrería el estuario que divide Manau Gododdin, fondeando sus barcos cerca de la fortaleza real de Gododdin, Din Eidyn, donde instalaría un campamento fortificado. Mi padre había enviado cartas a varios reyes, incluyendo los aliados de Docmail de Gwynedd, el rival de nuestro aliado Gwlgawd en la lucha por el Gran Trono. Como resultado, uno de los miembros de esa alianza, Vortipor de Dyfed, empezaba a mostrarse vacilante en su fidelidad y era posible que abandonara a Docmail en cualquier momento. Pero nadie sabía si Vortipor se uniría a mi padre o reclamaría el trono para sí. Vortipor era más astuto que un zorro y menos digno de confianza que una víbora. El que fuera tu aliado era casi tan inquietante como su enemistad. Casi: Dyfed es una tierra fuerte y rica, y los nativos de allí habían aprendido a luchar de los romanos. El propio Vortipor conservaba el título de «Protector», para recordar a Britania los días en que su provincia había defendido a toda la isla de los ataques irlandeses. Vortipor también tenía ascendencia irlandesa, pero sus costumbres eran tan romanas como su forma de luchar, y tenía muchos apoyos, demasiados para ser ignorados. Mi padre y mi madre habían hablado durante horas sobre la posición que tomaría y sobre qué hacer cuando se decidiera. Desde la Casa de los Niños podía ver la luz en su habitación hasta altas horas de la noche. Me resultó extraño verla a oscuras cuando el ejército zarpó y en Dun Fionn no quedó más que una guardia simbólica. Todas las luces parecían haberse marchado con el ejército, dejando sólo unos cuantos parches rotos y amarillentos sobre la hierba y las manchas negras donde habían ardido las hogueras de los campamentos.
Sin embargo, desde mi punto de vista, aquélla fue una época agradable. Sin Agravain ni mi padre tenía más libertad que en ningún otro momento de mi vida. En la Casa de los Niños, los ejercicios y las competiciones se volvieron menos rigurosos e intensos. No había chicos mayores que nos molestaran, ni más festines nocturnos que provocaran que nuestros profesores estuvieran doloridos o malhumorados al día siguiente. La mayoría de muchachos usaban el tiempo libre para jugar al palocorvo. A veces me unía a ellos, pero, como también soy un mal jugador, pasaba más tiempo en Llyn Gwalch, o cabalgando por la isla.
Las Orcadas son unas islas muy hermosas y agradables, pese a su nombre britano de Ynysoedd Erch, «Islas Terribles». El clima es suave, variando muy poco a lo largo del año. En invierno hace más calor en Dun Fionn que en Camlann, mucho más al sur. La tierra ondula con sus colinas bajas y pedregosas, cubiertas de hierba corta y arbustos que proporcionan pastos para las ovejas y el ganado vacuno; una buena forma de vida para los granjeros. El ancho mar gris, lleno de peces, golpea incesantemente la costa rocosa y empinada, especialmente en la orilla oeste de mi isla natal, y toda clase de aves marinas anidan en los acantilados. El sonido del mar siempre está presente en Dun Fionn, hasta tal punto que se convierte en un ruido parecido al del latido del propio corazón, demasiado continuo para prestarle atención. Los frailecillos chillan en los acantilados, y las gaviotas gimen por encima del gris verdoso de las olas, llamándose unas a otras a través de sus centelleantes alas blancas. El sonido de sus voces parece a veces tan hermoso como el de las alondras del interior, que en los días soleados hacen que el cielo rezume música como la miel de una colmena. Dicen que la tierra donde vivimos de niños se convierte en parte de nosotros. Yo lo creo, porque incluso hoy, el mar y el lamento de las gaviotas me traen a la mente la visión de Llyn Gwalch entre la niebla, con la humedad goteando de los arbustos.
Aquella primavera en las islas fue particularmente hermosa.
A veces salía a cabalgar con mi hermano menor, Medraut, compartiendo con él todos mis pensamientos y contándole historias. El chiquillo me consideraba un narrador mejor que el bardo de mi padre, Orlamh, y, aunque ello se debía sólo a que no estaba acostumbrado al estilo bárdico, a mí me encantaba.
Medraut tenía entonces siete años, y era un niño muy hermoso. Fuera quien fuera su padre, yo estaba seguro de que tenía que ser un noble. Medraut tenía el cabello claro, de un matiz más pálido que el de Lot, y grandes ojos grises. Su tez era como la de nuestra madre, y sus rasgos los de su desconocido padre. Pero su espíritu era parecido al de Lot. Quería ser guerrero, y no tenía ninguna duda de que lo conseguiría. Sus historias favoritas eran las de CuChulainn, el héroe del Ulster. Era muy valiente; no temía a los caballos grandes, ni a las armas ni a los animales como la mayoría de niños. En una ocasión en que descendíamos por las paredes del acantilado en busca de huevos de gaviota, resbaló y se quedó colgado por las manos de una estrecha cornisa hasta que conseguí llegar hasta él para ayudarle. Cuando le pregunté si no había tenido miedo, pues yo temblaba del susto, me miró sorprendido y me respondió que no, sin comprender por qué hubiera debido asustarse cuando sabía que yo acudiría a salvarle. No sólo era valiente, generoso como un rey y fiero como un gato montes, las cualidades de un gran guerrero, sino que además me amaba y admiraba. Yo no podía comprender que aquellos dos hechos se dieran juntos, pero lo aceptaba gozosamente, compartiendo con él todo lo que tenía, excepto aquello que le hubiera desconcertado. Sólo tenía siete años: era demasiado joven para preocuparse por mis temores.
En ocasiones, sin embargo, en lugar de jugar en Llyn Gwalch o con Medraut, o de cabalgar por la isla, practicaba con mis armas. La visión de la gran hueste había conmovido algo en mi interior y me esforzaba por mejorar en las artes de la guerra. Para mi sorpresa, descubrí que lo estaba haciendo mejor, y no sólo porque practicaba más. Sin Agravain a mi lado a cada lanza que arrojaba, sin sus amigos y nuestros primos burlándose de mí cuando practicaba con lanza o la espada, era capaz de lanzar mejor y de propinar estocadas más rectas y fuertes.
Pero lo más importante que me ocurrió tras la partida del ejército no tuvo nada que ver con aquello: Morgawse me enseñó a leer.
Se me acercó una tarde, cuando estaba arrojando lanzas contra una diana de paja, en el patio trasero de la Casa de los Niños. En un momento estaba mirando la diana, con la lanza en la mano, y al siguiente sentí sus ojos sobre mi espalda. Me volví.
Morgawse estaba junto a la esquina de la casa, oscura y pálida bajo el resplandor del sol de la tarde. Llevaba un vestido rojo oscuro de lana, ceñido por un estrecho cinturón dorado y con el corte bajo para revelar las líneas de su blanco cuello. Lucía un broche de oro y granates, y brazaletes de oro. Había más oro en su cabello negro, que parecía beberse la luz. Solté la lanza y la miré. En aquel instante no me pareció una mujer mortal, sino una de los sidhe, el pueblo de las colinas huecas.
Entonces empezó a cruzar el patio, sonriendo, y el hechizo se rompió.
—¡Gwalchmai! —dijo—. Te he visto muy poco en estos últimos meses, mi halcón. Estaba muy ocupada planeando la guerra de tu padre.
Me sobresalté cuando me llamó «halcón», aunque mi nombre, en su lengua britana nativa, significa «halcón de mayo». El nombre tiene un sonido tan bélico, «halcón» es un término poético común para referirse a un guerrero, que yo siempre trataba de olvidar su significado. Pero cuando mi madre lo usaba para mí, me encantaba y la amaba todavía más.
—Ma… madre —tartamudeé—. Yo…
—¿Me has echado de menos? —preguntó—. Yo también, mi halcón.
Aquello no podía ser cierto, lo sabía. Mi madre me había entregado a una niñera inmediatamente después de darme a luz; no había mostrado demasiado interés por mí desde entonces. Pero la creí, porque ella lo decía y porque quería creerla.
—Sí, te he echado de menos —le dije.
Ella volvió a esbozar su sonrisa profunda y secreta.
—Bueno, tendremos que hablar un poco, ¿no? Veo que estás haciendo lo que tu padre deseaba y practicando con las armas. —Observó el montón de lanzas a mi lado. Acababa de recogerlas de la diana, o del suelo a su alrededor, y no había nada que demostrara mi puntería—. ¿Quieres enseñarme lo bien que sabes lanzar?
Tomé la lanza que había soltado, mirándola fijamente, y me volví hacia el blanco decidido a acertar. Tal vez a causa de esa decisión, la lanza voló bien, algo a la izquierda del centro, atravesando la paja por completo. Morgawse enarcó las cejas de placer y sorpresa. Tomé otra lanza y atravesé la diana, en aquella ocasión con algo más de dificultad, y luego lancé las otras cinco en rápida sucesión. Sólo una de ellas no dio en el blanco, y otra acertó en pleno centro. Me volví hacia mi madre, resplandeciente.
Ella volvió a sonreírme.
—De modo que parece que no eres un guerrero tan malo como piensa Lot, aunque no seas tan bueno como Agravain. Bien hecho, mi halcón.
Sentí deseos de cantar. Bajé la vista y murmuré:
—Me has traído suerte. Tengo que hacerlo todo bien cuando tú estás aquí, madre.
Ella se echó a reír.
—¡Vaya! De modo que también eres hábil con las palabras. Creo que deberíamos pasar más tiempo juntos, Gwalchmai.
Tragué saliva y asentí. Mi madre era la mujer más sabia y hermosa de todas las islas de Britania y Erin. Que me permitiera pasar tiempo cerca de ella era un regalo de los dioses.
—Escucha, pues —dijo—. He estado hablando con Orlamh. Dice que eres un buen arpista, tan bueno como muchos aprendices de bardo, pero que te interesan más las historias y las melodías dulces que el conocimiento. Me parece que sería una buena cosa que pudieras aprender las historias y genealogías sin tener que memorizar los cánticos. ¿Te gustaría aprender a leer?
Me quedé con la boca abierta. Leer era la habilidad menos frecuente en las Orcadas. Los druidas tenían su escritura ogham, pero no la enseñaban a nadie más que a sus iniciados, y prohibían su uso para cualquier otro propósito que no fueran las inscripciones funerarias, alegando que un hombre conservará siempre su memoria, pero puede perder fácilmente lo que ha escrito. Aprender a leer significaba aprender latín, que se hablaba en algunos lugares del sur de Britania, pero que era el idioma escrito empleado desde Erin a Constantinopla. Creo que en las Orcadas sólo mi madre sabía leer. ¡Y me estaba ofreciendo compartir ese poder conmigo!
—¿Y bien? —preguntó Morgawse.
—Yo… ¡Sí, sí, me gustaría mucho!
Morgawse esbozó una sonrisa de satisfacción, por un momento me pareció que también de triunfo, y asintió.
—Cuando hayas terminado con tus ejercicios, te daré tu primera lección. Ven a mi habitación.
—Iré inmedia…
Ella sacudió la cabeza.
—Ven cuando hayas acabado con esto. Quiero que des en el blanco cincuenta veces para mí. El latín puede esperar.
Me apresuré con las lanzas hasta que me di cuenta de que arrojarlas precipitadamente no me ayudaría a dar en el blanco, y finalmente conseguí los cincuenta aciertos. Corrí a la Casa de los Niños, dejé caer las lanzas en su rincón, pues me hubieran azotado si las hubiera dejado en el patio, donde podían oxidarse, y corrí a la habitación de mi madre.
La primera lección fue muy simple, aunque me pareció complicada. Morgawse me explicó lo que era un alfabeto, me repitió varias veces los nombres de las letras y sus sonidos, y me ordenó memorizarlas y regresar al día siguiente después de practicar con las armas.
Corrí a ver a Medraut y se lo expliqué, mostrándole las formas de las letras, le repetí las palabras de Morgawse sobre mi habilidad con las armas y salté de alegría por todos los establos.
El resto del verano fue maravilloso. Continué con mis clases de latín, aprendiendo simultáneamente el idioma, la lectura y la escritura. Mejoré con las armas hasta el punto de ser capaz de mantener la cabeza alta entre los demás chicos y dejar de ser el blanco de todas las bromas. Mi duodécimo cumpleaños llegó a finales de mayo, y empecé a soñar con el momento de cumplir los catorce y poder empuñar las armas, un sueño que esperaba cumplir. Podría ser un guerrero en la mesnada de mi padre, y él estaría complacido. La guerra, sin embargo, parecía increíblemente distante de aquellos lentos días de verano, con sus largos crepúsculos y sus breves noches, cuando las estrellas parecían ríos de escudos plateados en el suave cielo. Pero mi madre escuchaba con mucha atención las informaciones de Britania y enviaba mensajes a Lot, aconsejándole.
La campaña no resultó tan fácil como había planeado mi padre. Para empezar, Lot y su aliado se vieron sorprendidos por un ataque repentino de Urien, rey de Rheged. Lot había contado con que los lazos matrimoniales retendrían a Urien al menos durante un mes más y, pese a que el rey britano fue derrotado y obligado a retirarse, mi padre y Gwlgawd no tuvieron más remedio que cancelar sus planes de atacar Gwynedd inmediatamente. La derrota de Urien también embrolló la situación en otros sentidos, pues Vortipor de Dyfed se sintió lo bastante impresionado para proclamarse aliado de Gododdin y las Orcadas, y empezar a atacar a su vecina Powys, mientras que March ap Meirchiawn de Strathclyde conseguía ganarse el apoyo de Urien para sus propias pretensiones al Gran Trono. Vortipor cambió luego de opinión, decidió que quería el trono para sí, encontró aliados y atacó Gwynedd. Fue derrotado; mi padre y sus aliados se aprovecharon de la situación para atacar también Gwynedd, y consiguieron la victoria y gran cantidad de botín, pero, al regreso de su expedición, se encontraron con Urien, March y sus aliados. Hubo una gran batalla.
Pasaron casi dos semanas antes de que nos enteráramos, incluso con los vientos favorables y la rapidez de los barcos. Nuestro aliado Gwlgawd estaba muerto, aunque su hijo Mynyddog le había sucedido y renovado la alianza. Pero nuestros enemigos habían vencido y el ejército había huido a través de Britania hasta Din Eidyn, abandonando las provisiones y el botín de Gwynedd. Mi padre envió todos los barcos que pudo encontrar y solicitó provisiones. Mi madre se las consiguió, de forma rápida e implacable, y las envió al sur con más consejos. En aquel momento pensé que estaba inquieta por Lot, Agravain y los demás, pero hoy pienso que estaba furiosa: furiosa con su esposo por haber perdido la batalla, y todavía más furiosa por el retraso en sus planes.
Pero el resto del verano transcurrió entre vanas disputas y recriminaciones entre los reyes de Britania. March y Urien de Rheged, recientemente aliados, volvieron a desconfiar uno del otro como era habitual, y Urien reclamó el trono para sí, lo que provocó todavía más discusiones e intrigas. Luego llegó la época de la cosecha, y los grandes ejércitos reclutados por los reyes se disolvieron mientras los hombres regresaban a sus granjas, dejando solos a los reyes y sus mesnadas. Y siguió sin ocurrir nada, pues todos tenían miedo de atacar, sin saber quiénes eran sus enemigos. En el sur y el este, los sajones estaban inquietos y empezaban a atacar a sus vecinos. Sólo la antigua mesnada real, dirigida por Arturo, el medio hermano de mi madre, evitó una invasión a gran escala.
Hacia finales de octubre, Lot renunció finalmente a sus esperanzas de que empezara una guerra en serio, y el ejército regresó a casa para pasar el invierno.
Cada rey se llevó a su mesnada a su isla. Los hombres se retiraron como halcones fatigados a sus fortalezas de las colinas, suspirando aliviados de que la guerra hubiera terminado por aquel año y de tener tiempo por delante para recobrar sus fuerzas y curar sus heridas.
Cuando Lot regresó, su mesnada ya no era aquella visión resplandeciente y excitante. Había sido una mala campaña, una guerra llena de tensión e incertidumbre, y los hombres estaban fatigados. Sus escudos estaban abollados, los colores brillantes desteñidos, las lanzas melladas y las relucientes capas convertidas en harapos. Muchos estaban heridos. Al llegar la primavera, sin embargo, estarían colgando sus castigados escudos como prueba de su valor al luchar, mostrándose las cicatrices unos a otros, puliendo las lanzas e impacientes por volver a partir. Pero mientras entraban en Dun Fionn, caminando impasibles bajo la lluvia torrencial, parecía imposible que pudieran volver a presumir.
Morgawse, Medraut y yo estábamos en la puerta, observando la llegada de la mesnada. Morgawse llevaba un vestido oscuro a rayas, con un broche de plata en su capa oscura. Las gotas de lluvia parecían joyas sobre su cabello. Lot, cabalgando a la cabeza de la mesnada, se irguió al verla y puso su caballo a medio galope. Desmontó rápidamente delante de ella y la tomó entre sus brazos, enterrando el rostro en su cuello y repitiendo su nombre en un susurro ahogado. Pude ver el rostro de Morgawse por encima del hombro del rey, el disgusto frío y silencioso en su expresión mezclado con cierto extraño orgullo por su poder.
—Bienvenido a casa, mi señor —murmuró, separándose de él—. Nos alegramos de verte regresar sano y salvo.
Lot asintió, masculló algo entre dientes y miró en dirección a la fortaleza y sus aposentos.
—¿Y dónde está Agravain, mi hijo? —preguntó suavemente Morgawse.
Lot recobró la compostura, apartó un brazo y se volvió hacia la mesnada, que estaba cruzando la puerta, entre conversaciones y risas por la alegría del regreso.
—¡Agravain! —gritó.
Una cabeza rubia se levantó y Agravain avanzó hacia Lot. Parecía algo mayor, algo más alto, mucho más sucio y más parecido a Lot, pero me di cuenta enseguida de que no había cambiado demasiado. Bajó de su caballo, sonriendo ampliamente, encantado de estar de regreso.
—Saludos, madre —dijo.
—Sed mil veces bienvenidos —dijo Morgawse—. Habrá un banquete esta noche… pero ahora querréis descansar. A dormir, mi señor. —Sonrió a Lot.
Mi padre le devolvió la sonrisa, la tomó del brazo y ambos se alejaron a toda prisa.
Agravain los observó marcharse, y luego se volvió hacia mí y Medraut.
—Bueno —dijo, y luego esbozó una amplia sonrisa—. ¡Por el sol y el viento, me alegro de volver a veros! —Nos abrazó con fuerza a ambos—. ¡Menudo verano!
—Puedo ir a buscarte algo de cerveza si quieres entrar en la fortaleza y charlar —sugerí, satisfecho de tenerlo en casa a pesar de todo.
—¡Una idea maravillosa! —dijo Agravain—. Especialmente la cerveza. —Miró a Medraut y le alborotó el cabello—. Gwalchmai, te juro que nuestro hermano ha crecido varias pulgadas desde la última vez que lo vi. Incluso tú has crecido.
—Tú también.
—¿De veras? —preguntó encantado—. ¡Es fantástico! Cuando sea lo bastante alto, padre me regalará una cota de malla. Lo prometió.
Nos dirigimos al salón de festines, donde le conseguí algo de cerveza y le pregunté por la guerra. Agravain reventaba de ganas de contárselo a alguien, y nos estuvo hablando durante una hora y media.
Al parecer, no había luchado como un guerrero, pero sí había cabalgado en el centro de la mesnada, y había arrojado lanzas contra el enemigo en la gran batalla.
—Creo que una de ellas golpeó a alguien —dijo, esperanzado—. Pero, por supuesto, no podíamos volver atrás para verlo. Apenas si escapamos con vida.
Su actitud era algo distinta a lo que había sido antes de marcharse. Su energía, siempre rebosante, había encontrado un cauce. Disfrutaba siendo un guerrero. Había copiado la forma de hablar y las costumbres de los más veteranos para encajar en su compañía. Pero, en el fondo, yo estaba seguro de que seguía siendo exactamente el mismo.
Estaba encantado de estar de vuelta. Los últimos meses de la campaña habían sido especialmente desagradables. Había estado a punto de declararse una reyerta entre dos de los reyes vasallos de Lot y, en un momento dado, pareció que existía una amenaza de guerra contra Gododdin cuando las mesnadas trataron de aliviar sus tensiones provocando a los extranjeros. La paz y familiaridad del hogar le parecían, después de todo aquello, maravillosamente atractivas.
Cuando acabó de hablar, Agravain bostezó y decidió acostarse. Se quedó a dormir en el salón, ya que era oficialmente un guerrero, y no volví a verle hasta muy tarde al día siguiente.
Lot, tras haberse instalado de nuevo con su mesnada en Dun Fionn, empezó a trabajar para la campaña de la temporada siguiente. Estaba claro que la guerra duraría varios años, y tales empresas son costosas. El botín conseguido aquel verano no bastaría para pagar los gastos de las batallas, por no hablar de comprar nuevas armas, y la cosecha había sido mala. Mi padre aumentó los tributos tanto como se atrevió, y el pueblo empezó a quejarse. No había habido una guerra a aquella escala en diecinueve años, y la gente no estaba acostumbrada a esa situación.
Durante un tiempo, Agravain trató de ayudar a nuestro padre, pero luego descubrió que la política le aburría y regresó a sus armas, a montar o navegar en expediciones de caza. No me sorprendió. Agravain necesitaba acción, rápida y preferiblemente violenta, para mantenerse ocupado. La política ofrece oportunidades de practicar la astucia, la organización, la elocuencia y la sutileza, pocas veces la acción directa. Mi padre era más astuto que un zorro, y disfrutaba con los complicados procesos que le ayudaban a conservar la obediencia de sus reyes vasallos, hacerles seguir pagando tributo, evitando guerras y rencillas entre ellos mientras mantenía su buena imagen y, por tanto, su posición. Agravain no comprendía la delicada naturaleza del «juego» de Lot, se cansaba rápidamente y salía a buscar diversiones. Solía ir de caza, pero no se olvidó de mí.
Pocas semanas después del regreso de la mesnada, hacia finales de noviembre, vino al patio de la Casa de los Niños cuando estaba haciendo mis ejercicios. De nuevo me encontró trabajando con las lanzas. Es más difícil arrojar una lanza en línea recta a la carrera que dar estocadas con una lanza larga o una espada, pero es importante saberlo hacer. De modo que pasaba la mayor parte de mi tiempo de prácticas arrojando lanzas a una diana de paja, a veces corriendo hacia ella y a veces sin moverme. En aquella ocasión, estaba lanzando sin correr.
Agravain se me acercó por detrás y permaneció observando mientras lanzaba tres veces contra la diana. Todas las lanzas acertaron, y una de ellas en el centro. Agravain frunció el ceño.
—Has estado practicando este verano, ¿no es cierto?
Me volví hacia él, algo sofocado por el orgullo. Todavía no había exhibido mis nuevas habilidades ante mi padre y mi hermano y estaba impaciente por hacerlo. Asentí.
—Sí, una hora al día con las lanzas cortas y otra con la larga o la espada y el escudo, además de las horas de entrenamiento. He mejorado.
Agravain asintió e hizo una mueca.
—Has mejorado, y eso es bueno. Pero si tratas de lanzar así en una batalla te atravesarán.
—Durrough dice que no hay nada de malo en lanzar así, y él es el instructor.
—No espera mucho de ti. Echa el pie izquierdo más hacia atrás, y pon el brazo izquierdo más cerca del cuerpo. Tendrás que sostener un escudo, ya lo sabes.
—Pero…
—Oh, por el sol, ¿por qué me discutes? Estoy tratando de ayudarte. —Sonrió.
¿De veras trataba de ayudarme? Su sonrisa desapareció mientras continuaba mirándole y volvió a hacer una mueca, apretando y aflojando nerviosamente los puños. Adopté la postura que él había sugerido y arrojé la lanza, inquieto. Fallé. Agravain sacudió la cabeza.
—¡Por el sol y el viento, así no! Sostén la lanza recta, que Morrigan te lleve… ¡aunque la diosa de la guerra no querría a nadie que lanzara así!
Me encogí y arroje otra lanza. También falló. Agravain resopló.
—Ya ves a qué me refiero. Dame, déjame que te enseñe. —Se inclinó, recogió mis otras lanzas y las arrojó. Todas ellas dieron limpiamente en el blanco—. Así es cómo se hace. Ahora tú.
Fuimos a buscar las lanzas. Me preparé y Agravain corrigió mi postura.
—Inténtalo de nuevo —me ordenó.
Contemplé la lanza en mi mano, pesada, con su asta de madera procedente de las oscuras colinas de la tierra de los pictos y su punta de hierro mate. De repente, su peso pareció enorme en mi mano.
—Vamos, Gwalchmai —dijo Agravain, impaciente—. Has dicho que habías mejorado. ¡Muéstramelo! ¿O es que vuelves a tener miedo de tu propia lanza? No serás un verdadero halcón si lo tienes.
Morgawse todavía me llamaba «mi halcón». Halcón de mayo. Era un buen nombre, un nombre de guerrero. Era lo que deseaba para mí.
Arrojé la lanza, que voló desviada. Agravain resopló y se palmeó un muslo.
—Es posible que hayas aprendido a lanzar mejor cuando estás en pie como un granjero arando, pero será mejor que aprendas a hacerlo como un guerrero si realmente eso es lo que quieres ser. ¿O prefieres ser un bardo? ¿Un druida? ¿Un domador de caballos?
—No —susurré—. Agravain…
—Me apuesto algo a que todavía te pasas casi todo el día a caballo —continuó sin hacerme caso—. Pero eso no sirve de nada. Los caballos son un lujo, nada más que eso; los verdaderos combates siempre se libran a pie. Los caballos son como los broches de oro o las ropas elegantes, excelentes para que los guerreros las posean, mostrando a los demás que son ricos e importantes, pero prescindibles en los combates reales. Para ello tienes que aprender a arrojar tus lanzas correctamente. Inténtalo de nuevo.
—Agravain… —repetí, reuniendo todo mi valor.
—¿Qué te ocurre ahora? ¿Te da miedo lanzar? Deja de portarte como un estúpido.
Así era como me sentía. Aferré la lanza con desesperación. La lanzaría a mi modo. No era la técnica habitual, pero tampoco me dejaba en posición vulnerable. Adelanté la pierna izquierda y dejé caer el brazo izquierdo. «Realmente soy bueno», me dije a mí mismo. «Puedo acertar la diana de este modo. Tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo».
Lancé y fallé.
Agravain asintió, en actitud razonable.
—¿Querrás hacerlo ahora a mi modo? Si quieres llegar a ser un hombre y un guerrero, tienes que escuchar a…
—¡Basta! —grité furioso.
Agravain se calló, estupefacto.
—No me estás ayudando. No estás tratando de ayudarme, aunque es posible que creas que sí.
—Estoy tratando de ayudarte. ¿Me estás llamando mentiroso?
—¡No! Pero no quiero tu ayuda. Si no soy un guerrero, déjame fracasar a mi modo, y no me molestes hablando de formas correctas e incorrectas. Si no soy un guerrero, tal vez sea un bardo, o un druida. Madre me está enseñando a leer…
—¿Qué dices que está haciendo? —preguntó Agravain, completamente desconcertado.
—Enseñándome a leer. Lo ha hecho durante todo el verano, mientras estabais fuera…
—¿Quieres ser un hechicero? —Los ojos de Agravain centelleaban y su cabello resplandecía como el sol.
—No… Sólo quiero leer… —Me sentía confuso.
Me abofeteó en la cara, con tanta fuerza que caí hacia atrás. Su rostro se había sofocado de ira.
—¡Quieres ser mejor que nosotros! Morgawse es una bruja, todo el mundo lo sabe, y tú quieres aprender de ella porque eres un mal guerrero. Una palabra en la oscuridad en lugar de una espada a la luz del sol, eso es lo que quieres. Poder, el tipo de poder que sólo utilizan los cobardes, los traidores, los hombres y mujeres sin clan y los asesinos…
—¡Agravain! ¡No! Yo sólo…
—¡Deja de mentirme!
Me puse en pie, mirando a mi hermano a la cara. Sentí que una gran furia se apoderaba de mí, fría como el hielo, fría como los ojos de Morgawse.
—No soy un mentiroso —dije, y me pareció que mi voz sonaba fría y tranquila, como si fuera de otra persona—. No deshonraré a mi clan.
Él se rio.
—Siempre estás deshonrando a nuestro clan. ¿Es que no es una deshonra que el propio hijo del rey sea incapaz de arrojar bien una lanza? ¿Que no pueda ni matar un gorrión cuando sale de caza? ¡Todo lo que sabe hacer es montar a caballo y tocar el arpa! ¡Tocar el arpa! Que quieras aprender hechicería y a echar maldiciones para no tener que luchar…
—¡Eso no es cierto! —grité.
—¡Ahora sí me has llamado mentiroso! —vociferó Agravain, y me golpeó.
Fue una suerte que no estuviera junto a las lanzas; de haberlo estado, creo que hubiera utilizado alguna. Salté sobre mi hermano con una furia que le sorprendió, y le golpeé tan fuerte como pude. Me sentía frío, mortalmente frío, lleno de un mar oscuro. Mi puño golpeó el rostro de Agravain. Él gruñó de dolor, y sentí un escalofrío de alegría. Quería hacerle daño, hacer daño a todos los que me lo habían hecho a mí: a Morgawse, a Medraut, a todos los que pertenecían a un mundo en el que yo no podía entrar y me hacían sufrir, y sufrir, y seguir sufriendo.
Agravain me empujó y me devolvió los golpes, de modo frío y tranquilo, sin excitarse siquiera. Comprendí que no creía de veras en sus propias acusaciones, que sólo se había enfurecido conmigo porque hacía algo que él no podía hacer… Tropecé y caí sobre la hierba. Agravain me pateó, saltó encima de mí y me ordenó que me rindiera.
Pensé en los ojos de Morgawse y los de Medraut, llenos de admiración. Pensé en la sonrisa de mi padre y en sus alabanzas imaginarias, en guerreros, armas relucientes y veloces perros de guerra. Traté de seguir peleando. Agravain se enojó y me golpeó con más fuerza. Le arañé. Él blasfemó.
—¡Te llaman halcón, pero luchas como una mujer! ¡Como una bruja! Ríndete, pequeño bastardo… No eres mi verdadero hermano…
Volví a forcejear, pero fue peor. La marea negra descendió un poco, llevándose consigo la fuerza insensata que me había prestado. En realidad no era un guerrero, lo sabía. No podía luchar contra Agravain. Tampoco era su verdadero hermano, y no tenía ningún derecho al honor de nuestro clan, o eso era lo que creían él y Lot… Dejé de resistir.
—¿Te rindes? —preguntó Agravain. Estaba jadeando.
Me sentí enfermo. No tenía elección. Si no me rendía seguiría pegándome, insultándome y burlándose de mí.
—Me rindo.
Agravain se levantó y se sacudió el polvo. Dos moratones empezaban a manchar su rostro, pero por lo demás estaba ileso. Yo rodé por el suelo, me incorporé sobre manos y rodillas, contemplé el suelo batido bajo la hierba del patio de entrenamiento, húmedo por la lluvia invernal. Estaba manchado de tierra y sangre.
—Acuérdate de esto, hermanito —dijo Agravain—, y olvídate de la lectura. Intenta aprender a arrojar correctamente una lanza y es posible que algún día llegues a ser un guerrero. Estoy dispuesto a olvidar todo esto y venir a ayudarte un poco más mañana.
Oí sus pasos al marcharse, fuertes y confiados. Mi hermano era un guerrero, un príncipe reluciente como el sol, el primogénito de un rey guerrero. Pero recordé a Morgawse, oscura y más hermosa que ninguna otra cosa en la tierra, que sostenía el destino de Lot en sus delicadas manos blancas. Morgawse, que odiaba. El odio. Comprendí que la marea negra no me había abandonado, sino que estaba encogida en mi interior, aguardando. Era odio, un odio fuerte. Era hijo de mi madre.
Morgawse lo supo en cuanto me vio. Me había limpiado un poco antes de acudir a sus aposentos, pero estaba claro que me había peleado, y no era difícil adivinar con quién. En cuanto entré en su habitación vio que estaba listo, y esbozó una sonrisa lenta y triunfante.
No dijo nada al principio. Me sirvió algo de vino de sus provisiones privadas, me pidió que me sentara sobre la cama y me habló de modo gentil, compasivo, preguntándome qué había ocurrido, y le conté mi discusión con Agravain.
—Ha dicho que eres una bruja —le dije—. Me acusó de querer combatir a mis enemigos con maldiciones y magia en la oscuridad de la noche en lugar de emplear honestamente el acero.
—Y tú no querías nada de eso —dijo ella.
—Así es. Yo sólo quería… ser un guerrero. Conseguir honor para nuestro clan, complacer a padre… e incluso a Agravain. Diuran, la mesnada, todo el mundo. Quería que pensaran que no soy un inútil. Quería… —Descubrí que la garganta se me había cerrado, y comprendí dolorido que todos mis deseos eran vanos. Tomé un sorbo de vino y me enjuagué la boca antes de tragar. Su sabor era seco e intenso. Era vino tinto. En las sombras de la habitación de Morgawse parecía oscuro como la sangre, no el brillante fuego de rubí que había sido aquel día con Lot, cuando supe que el Pendragón había muerto.
—Ya no quiero nada de eso —dije—. No soy un guerrero.
—No como ellos —dijo Morgawse. Se sentó a mi lado, muy cerca. Tanto ella como la habitación olían a almizcle, a secretos profundos. Las pupilas de sus ojos se habían dilatado, atrayendo toda la luz de la habitación hacia su dulce oscuridad.
Tomé otro sorbo de vino. Era más fuerte que la cerveza a la que estaba habituado. Era bueno.
—Pero quiero luchar —dije—. Con conocimientos. Con cosas que ellos no comprenden porque les da miedo estudiarlas. Quiero que sepan quién soy, y que se den cuenta de que soy real.
—¿Ah?
—¿Es cierto que eres una bruja?
—¿Y si lo fuera? —Su voz era suave, más suave que las plumas de un búho en la oscuridad.
—Si lo fueras, te pediría que me enseñaras… cosas.
Ella volvió a sonreír, una sonrisa secreta, sólo para nosotros dos.
—Hay muchas clases de poder en el mundo, Gwalchmai —dijo—. Muchos poderes. Pueden ser utilizados por aquellos que saben cómo, pero cada uno tiene sus propios peligros. Sí, algunos peligros son tan grandes, mi halcón, que no podrías entenderlos. Pero las recompensas también son grandes; cuanto más grande el poder, más grande la recompensa. —De repente me apretó una mano. Su tacto era frío como el invierno y fuerte como el acero—. Grandes recompensas, mi halcón de primavera. He pagado algunos precios que… —Se echó a reír—. Y habrá más. Pero el mío es el poder más grande. Conseguiré… la inmortalidad. No hay nadie vivo que pueda rivalizar conmigo en magia. ¡Tengo poder, hijo mío! Un poder muy grande. He hablado con los jefes de la cacería nocturna, con el señor del Yffern, con los kelpies de las profundidades marinas y con los demonios que habitan en las fortalezas más profundas del submundo. Soy más grande que ellos. Soy una reina, Gwalchmai, la reina de un reino cuya existencia Lot solamente sospecha y teme.
»Y te he estado observando, mi halcón. Hay poder en ti, y fuerza. Ahora por fin has venido y me has pedido que te enseñe. Lo haré.
Sentí miedo, pero recordé el desprecio de Agravain y lo ignoré. Morgawse me hablaba de servir a la Oscuridad, pero… ¿qué más daba? También hablaba de dominarla.
—Entonces, enséñame —dije en una voz tan baja como la suya.
—¡No tan aprisa! Olvidas que también he mencionado los peligros. Te enseñaré, Gwalchmai, pero pasará mucho tiempo antes de que puedas controlar el poder que buscas. No obstante, aprenderás a hacerlo. Oh, aprenderás, mi halcón, hijo mío… —Sacando un cuchillo de una vaina oculta se cortó la muñeca y luego mantuvo el brazo en alto, de modo que la sangre fluyó en la copa de vino. Me tendió el cuchillo y, sin que ella me lo dijera, hice lo mismo.
Morgawse tomó la copa y bebió. Cuando la bajó, pude ver el rojo del vino y de la sangre en torno a sus labios. Me la tendió.
Parecía pesada en mis manos, cobre fino bañado en oro, rico, frío y hermoso. Pensé en el sol de invierno en el exterior, en Agravain, en el desprecio de los guerreros. Durante un segundo, volví a pensar en Llyn Gwalch y la ancha pureza del mar gris. «No —pensé—. Todo eso es mentira». Levanté la copa lentamente y la vacié. El sabor era denso, dulce y oscuro, más oscuro que las profundidades del corazón de la medianoche.