4
EL EJÉRCITO REGRESÓ a casa, cada rey a su propia isla, y Lot y la mesnada volvieron a Dun Fionn. Fuimos al puerto cuando llegaron y los encontramos ocupados en asegurar los barcos de guerra sobre la playa. Habíamos traído caballos y, cuando terminó con las naves, Lot regresó a la fortaleza con nosotros y la mesnada.
Era evidente que estaba muy cansado. Su intensa energía se había apagado, y en su cabello había algunas hebras de gris temprano que disminuían su brillo. Sus ojos estaban inyectados en sangre; había círculos oscuros debajo de ellos, así como arrugas de amargura en torno a su boca. Estaba muy callado.
Yo también lo estaba, cabalgando detrás de mi padre y observándolo. Me parecía algo increíble e irreal que hubiera sido derrotado. También me parecía increíble que Agravain fuera un rehén del enemigo. Me preguntaba cómo le iría, solo en la corte de Arturo. Los rehenes nunca son maltratados; mi padre tenía un rehén de cada uno de sus reyes vasallos y todos luchaban en la mesnada; tenían casi los mismos derechos que los demás guerreros. Pero el simple hecho de ser un rehén sería devastador para Agravain. Podía imaginarlo tratando de atacar a los extraños que lo rodearían y se burlarían de él por la derrota de su padre, o luchando desesperadamente por mejorar su britano, solo y triste en una tierra extraña…
Yo no era una compensación por la pérdida de Agravain, estaba claro. Lot pasaba su mirada de mí a Morgawse y luego a sus propias manos una y otra vez, y su boca siempre se curvaba de dolor. Por un instante deseé ayudarle: volver a intentar con las fuerzas de antes ser lo que Lot quería que fuera. Pero me convencí a mí mismo de lo contrario y me obligué a olvidar mi compasión por Agravain. Yo era el hijo de mi madre. Había dejado la Casa de los Niños sin convertirme en guerrero, y ciertamente no descendía de la Luz. Y Lot y Agravain me habían ofendido.
Morgawse también estaba callada, pero su silencio era el del desprecio. Estaba furiosa con Lot por haber sido derrotado, y le demostraba su menosprecio sin palabras, dejándole bien claro lo que pensaba de su fuerza, valor y virilidad. Observé cómo las manos de Lot se contraían y relajaban sobre las riendas de su caballo mientras contemplaba la espalda rígida de su esposa.
La mesnada se encontraba en malas condiciones. No había demasiados muertos ni mutilados, porque los combates habían sido victoriosos en su mayoría hasta el encuentro con Arturo. Pero habían perdido todo su botín y artículos de valor, y regresaron a Gododdin a marchas forzadas y con pocas provisiones. Parecía que el nuevo Pendragón tenía hambre de riquezas y mercancías. Las necesitaría para mantener a una gran mesnada, ciertamente imprescindible si deseaba proteger a Britania de los sajones. Pero, en las Orcadas, seríamos nosotros quienes pagaríamos la guerra de Arturo, confiando en la cosecha del próximo año para sobrevivir.
Cuando llegamos a Dun Fionn dejamos los caballos en el establo y los hombres se dirigieron a descansar en silencio. Hubo un festín melancólico aquella noche, durante el cual los guerreros meditaron sobre sus cervezas y Lot permaneció sentado en la mesa principal, severo como la muerte, dirigiendo miradas furiosas a la puerta que conducía a la habitación de Morgawse. Orlamh, el bardo de mi padre, cantaba con aire temeroso y sus canciones carecían de sabor en el aire estancado.
Los hombres estaban bebiendo mucho. Me di cuenta, porque era uno de los que servían el aguamiel. Mi padre también bebía copiosamente. Con la luz del alcohol en sus ojos, pasó la mirada en torno al salón. Me vio y clavó su mirada en mí. Dejó la copa sobre la mesa con un fuerte golpe.
—¡Gwalchmai! —Era la primera vez que me dirigía la palabra desde su regreso, y eso ocurría muy pocas veces.
Dejé el jarro de aguamiel.
—¿Sí, padre?
—Sí, padre —repitió amargamente Lot—. Agravain… bueno, Agravain es un rehén. ¿Lo sabías?
—Sí, padre.
—Claro que lo sabías. Sabes leer, escribir, hablar latín, tocar el arpa, cantar como un bardo, componer canciones, montar y luchar a caballo… ¡Malditos caballos! Y también sabes hacer otras cosas. ¿Qué otras cosas?
Nunca me había mencionado el latín hasta entonces. Me removí inquieto. Todos los guerreros me estaban observando, sopesándome.
—Nada más, padre.
Lot me miró fijamente. Los guerreros también lo hicieron. Vi que conocían mi reputación. Les devolví la mirada, decidido a que no me amedrentaran.
—Desde luego, no eres un guerrero —dijo finalmente mi padre—. Oh, bien. Que Orlamh te preste el arpa y toca algo, algo agradable. Estoy cansado de su pesadez.
Orlamh suspiró y me entregó el arpa. La tomé, me senté y contemplé las cuerdas. Me di cuenta de que estaba enfadado, pero no lleno de odio. Sentía lástima por Lot. Me enfurecí más, pero seguí compadeciéndole.
¿Qué podía cantar? Algo que le apartara la mente de Dun Fionn y su derrota.
Toqué las cuerdas con cuidado, extrayendo la melodía tan suavemente como si fuera una telaraña de cristal, y canté el lamento de Deirdre al abandonar Caledonia para dirigirse a Erin y encontrar la muerte.
Amada tierra, esta tierra del este,
Alba, rica en maravillas.
Nunca hubiera pensado en partir
si no me fuera con Noise.
He amado Dun Fidhga, he amado Dun Finn,
y amo la fortaleza que las domina;
Inis Draighen, su mar interior,
y Dun Suibhne; los he amado.
El salón estaba en silencio y los guerreros permanecían inmóviles, sin tocar los cuernos de aguamiel que reposaban junto a sus manos. Sorprendido, me pregunté si era posible que fuera obra mía. Bueno, la canción era muy conocida y familiar. Seguí cantando, tratando de capturar las intensas rimas irregulares y la compleja métrica.
El bosque de Cuan, donde iba Ainnle.
¡Ay! El tiempo fue tan breve…
Breve aquel tiempo, como ambos sabemos,
pasado en las costas de Alba…
Glen Etive, donde construí mi hogar,
hermoso es allí el bosque,
refugio de los rayos de sol vagabundos
cuando amanece el día, Glen Etive.
Y continué cantando los versos. Llegó la última estrofa, dedicada a la playa donde embarcó Deirdre:
Y ahora amo la playa de Draighen,
amo las olas y la arena…
nunca abandonaría el este
si no fuera de la mano de Noise.
Hice ascender las notas y luego las llevé suavemente hasta el silencio, haciéndolos llorar, pensando en Deirdre, una hermosa mujer que había muerto quinientos años atrás, embarcando en el bote que la llevaría a la muerte.
Cuando terminé, el salón estaba en silencio, pero era otro tipo de silencio. Lot me miró extrañamente durante un instante, y luego se echó a reír. Estaba complacido.
Yo contemplaba el arpa y no podía creerlo.
—Lo has hecho bien —dijo Lot—. ¡Por el sol! Tal vez llegues a ser algo, después de todo. Toca otra cosa.
—Yo… yo… —tartamudeé—. Estoy cansado. Por favor, deseo descansar.
Su sonrisa volvió a desaparecer, pero asintió.
—Ve a descansar, pues.
Dejé el arpa y salí. Sus ojos me siguieron, desconcertados, mientras atravesaba el salón.
No descansé. Me tumbé en mi jergón y contemplé una mancha de luz de luna que se arrastraba por el suelo durante la noche. Había complacido a mi padre. Ser un bardo era una profesión muy honorable, inferior sólo a la de rey, si uno era lo bastante bueno. Observé la luz de la luna y pensé: «He llegado demasiado lejos en el camino de la oscuridad para abandonarlo ahora».
Me asomé a mi interior, frío y negro, y lloré para mis adentros, a solas en la oscuridad.
A la mañana siguiente, descubrí que Lot y Morgawse tampoco habían dormido aquella noche. Mi padre se había emborrachado y había ido a la habitación de mi madre para exigir sus derechos. Ella había tratado de expulsarle, pero Lot había decidido que era su marido y que debía obedecerle. Durante los días siguientes, Morgawse llevó un vestido de cuello alto para ocultar los moratones. Lot, sin embargo, era quien parecía enfermo y demacrado, mientras que Morgawse sonreía en silencio, satisfecha y complacida. De repente comprendí que, si mi padre la usaba para su placer por su belleza, ella se alimentaba de él como las sombras de las luces intensas, y que iba arrebatándole la energía poco a poco. Ahuyenté el pensamiento en cuanto se me ocurrió, porque me hacía sentir incómodo.
Agosto transcurrió lentamente, y a continuación septiembre. Yo hacía lo mismo de siempre: practicaba con mis armas, tomaba lecciones con Morgawse, salía a montar y a jugar con Medraut… pero había una diferencia. Lot ordenó que todo el mundo aprendiera algunas técnicas de combate a caballo, empleado por Arturo contra los lanceros, y de repente fui el primero en lugar del último, no sólo entre los de mi edad, sino incluso entre la mayor parte de adultos. Tenía catorce años, empezaba a crecer y conocía todos los trucos que nadie más se había molestado en aprender: cómo moverse a lomos de un caballo, cómo atacar a un lancero sin ser arrojado al suelo y cómo hacer que el caballo se encabritara y retrocediera cuando el espacio era demasiado estrecho o la presión demasiado intensa para maniobrar. Eran cosas que requerían agilidad y rapidez en lugar de fuerza y disciplina, habilidades que se habían dejado de lado en los métodos de combate tradicionales. Habilidades que, en cambio, yo había practicado en soledad.
También recibimos noticias de los espías de mi padre en Britania. Mi padre esperaba que Arturo muriera en la batalla, aunque no tenía intención de planear personalmente su muerte, a causa de Agravain y su juramento. Pero no hubo suerte. Arturo cobró tributos a todos los reyes de Britania, incluso a la Iglesia. Toda Britania, a excepción, por supuesto, de los territorios sajones, era de fe cristiana desde que lo decretara el emperador romano, y aquella religión se me había explicado como un culto extraño centrado en un dios que en realidad era un hombre, quien había fingido morir sin hacerlo en realidad, o algo parecido. En cualquier caso, la Iglesia era muy rica gracias a los donativos de sus seguidores y a las tierras pertenecientes a sacerdotes y monjes. También era poderosa, pero aquello me parecía natural. Cincuenta años atrás, el Ard Filidh, o druida jefe, había sido tan poderoso como cualquier rey. Hoy día, por supuesto, Erin es ya cristiana, y tal vez el resto de Occidente también será cristianizado, aunque no creo que sea la iglesia britana la que lo consiga. La iglesia britana ha estado siempre interesada sobre todo en aumentar su propia riqueza y prestigio. Ve con malos ojos a los extranjeros.
A pesar de ello, se suponía que uno tenía que dar dinero a la Iglesia, no quitárselo. De Arturo se esperaba que fuera especialmente generoso. Era famoso por su cristianismo sincero. Se había criado en el monasterio de Tintagel junto a unos monjes pacíficos y eruditos que, por pura caridad, cuidaban de los bastardos de los alrededores cuando quedaban huérfanos o eran abandonados. Se decía que su educación le había influido mucho, y que rezaba antes de las batallas, consiguiendo así la asistencia divina. La Iglesia se había apresurado a reconocerle como Pendragón, pese a su incierto derecho al título.
Una vez entronizado, en lugar de colmar de regalos a la Iglesia, le exigió inmediatamente una décima parte de todas sus posesiones. Cuando los sacerdotes y abades se negaron airadamente y le criticaron, el nuevo Gran Rey declaró ante toda Britania que, si la Iglesia quería luchar por unas propiedades que pertenecían al rey, la complacería gustosamente. Los abades y obispos meditaron, decidieron que Arturo hablaba en serio y le dieron lo que pedía. Pero estaban furiosos y empezaron a conspirar contra él.
Mi padre escuchaba las noticias y esperaba. Cuando Arturo entregó una parte de su nueva riqueza a Bran de Bretaña antes de enviarlo a su casa, Lot se pasó toda una noche despierto, dictando mensajes. También acudía todos los días a ver cómo les iba a los hombres con los nuevos métodos de combate, y él mismo practicaba hasta quedar chorreante de sudor. Empezó a intrigar por el control de las Hébridas del norte, renovando su antigua enemistad con Angus Mac Ere de Dalriada. Pero aquellos esfuerzos habían perdido algo de su antigua intensidad. Mi padre no controlaría Britania por medio de un rey títere. Era Arturo quien controlaba Britania.
Mi madre también trazó sus planes. En septiembre, durante la luna nueva, matamos un cordero negro a medianoche. Sostuve su cabeza mientras ella lo abría con un cuchillo de piedra, examinando sus entrañas mientras el animal aún se resistía y sangraba sobre nosotros. Morgawse se enfureció por lo que vio, pero no me lo explicó. Finalmente, al día siguiente, le pregunté por qué no podía simplemente destruir a Arturo, tal como había destruido a su padre.
—No es tan sencillo —me dijo—. Ha lanzado una especie de contrahechizo cristiano contra mí, y no comprendo su naturaleza. ¿No viste, en el cordero de anoche, que las entrañas estaban anudadas?
Yo no había querido mirar. Aquellas cosas aún me repugnaban.
—Pero no te preocupes por eso —dijo, empezando a sonreír—. Le he maldecido, y la maldición sigue viva. Finalmente, la Oscuridad también lo consumirá.
Contemplé aquella Oscuridad en los ojos de Morgawse mientras sonreía, y me sentí amedrentado. Supe que estaba planeando alguna otra acción, y que había sacrificado el cordero para ver cómo resultaría. Estaba llena de tensión, expectante. Pero cuando se lo pregunté no quiso decirme qué esperaba, limitándose a esbozar su sonrisa suave y secreta.
A medida que pasaba octubre, y las grandes nieblas marinas cubrían las islas, empecé a adivinar cuándo actuaría, aunque no lo que pretendía hacer. A finales de octubre se celebra la noche de Samhain. Es un festival, uno de los cuatro grandes festivales, los otros son el solsticio de verano, Lammas y Beltene, consagrados a los poderes de la tierra y el cielo. En la noche de Samhain se abren las puertas de comunicación entre los mundos. Aquella noche, los muertos pueden regresar al mundo que abandonaron y se les reserva un lugar en las mesas junto a los vivos. También otras cosas más siniestras pasan entre los mundos en Samhain, y normalmente no se habla de ellas. Es posible convocar a otros seres por medio de deseos o ritos, y de ello se habla todavía menos. Al acercarse el final de octubre, supe qué era lo que esperaba mi madre.
El día de Samhain fui a su habitación para la lección habitual, pero no hicimos nada más que leer durante la mayor parte del día. Morgawse había comprado un poema romano llamado Eneida a un mercader ambulante a cambio del valor de diez reses en oro. Tenía diecisiete libros, que costaban una cantidad increíble de dinero, y los había leído todos. Disfruté con la Eneida más que con ninguno de los demás, aunque estaba lleno de nombres extraños y comprendí muy poco. Lamenté que tuviéramos sólo los primeros seis libros, la primera mitad del poema, y que prácticamente ya los hubiéramos terminado.
… sic orsa loqui vates: sate sanguine divum,
Tros Anchisiade, facilis decensus Averni:
Nortes atque diez patet atri ianua Ditis;
sed revocare gradum superasque
evadere ad auras,
hoc opus, hic labor est.
Alisé la página y empecé a traducir de nuevo.
—«Y así el… ¿profeta?».
—O el poeta —murmuró Morgawse—. Como un ollamh.
—«Así comenzó a hablar el profeta: “Nacido de la sangre de los dioses, troyano hijo de Anquises, fácil es la bajada al Averno: de noche y día está abierta la puerta del negro Dite; pero dar marcha atrás y regresar a la luz del día, ésa es la empresa, ésa es la fatiga…”». —Me detuve, tragando saliva repentinamente—. El Averno. Es el Yffern, ¿no es cierto? ¿El submundo oscuro?
Ella asintió, con los ojos fríos y divertidos.
—¿Te asusta eso, mi halcón?
Cubrí la página con la mano, sacudiendo la cabeza, pero aún sentía una contracción en la garganta. Fácil es el descenso, pero volver atrás… Ella seguía mirándome.
—Muy bien, basta por hoy —dijo—. ¿Y qué opinas ahora de Eneas, mi halcón?
—Todavía… todavía confía en su madre, la diosa, para todas las cosas. No me acaba de gustar. No tanto como CuChulainn, o Connall Cearnach, o Noise Mac Usliu. Y, sin embargo…
—Oh, ¿de modo que es malo confiar en la madre de uno? —dijo ella riendo. La miré y sentí que mi rostro enrojecía.
—Era una diosa inferior a ti —dije.
—¡Bien dicho! Eneas es débil, y también su madre, Venus. Y, sin embargo, los romanos consideran que éste es su mejor poema. No eran artistas. No podían comprender la profundidad de las cosas, las pasiones del alma. Construyeron un imperio fuerte con la sangre de los hombres y buenas calzadas. Aparte de eso… Arturo es medio romano.
—¿De veras? Pero yo creía que todos los romanos se habían marchado hace mucho tiempo.
—Las legiones se marcharon. «Defendeos solos —dijo Honorio a las provincias de Britania—, porque nosotros ya no podemos defenderos». Pero dejaron su recuerdo, hombres dispuestos a tratar de resucitar un imperio caído. En el sur, muchos piensan todavía como romanos. Arturo es uno de ellos. Por eso dirige a los britanos contra los sajones: desea conservar el último reducto del imperio contra los bárbaros, como una nación defendiéndose de otra. No se da cuenta de que Britania no es una nación, como tampoco lo son los sajones. Tiene una visión de las cosas muy peculiar, y muchas debilidades. Las conozco todas. He visto y conocido bien a Arturo.
Quedó en silencio, pensativa y sonriente.
—Ven aquí esta noche —dijo en voz baja al cabo de largo rato—. He pensado que hoy celebraremos tu iniciación en el verdadero poder. Es una buena noche para ello. Haré que la Oscuridad te acepte, hijo mío, y verás por qué soy fuerte. Después de esta noche, tendrás poder, igual que yo.
La escuché, asentí, me incliné y salí de la habitación sin decir nada. Ensillé mi caballo y fui a dar un largo paseo junto al mar. No podía quedarme en Dun Fionn. Pero a cada paso de mi caballo sentía más miedo, anticipando algo que no comprendía. Había atisbado en las profundidades de la Oscuridad, y me aterraba. Deseaba ser como mi madre, tener poder para escapar al miedo, pero había descubierto que el poder era todavía más aterrador. No sabía lo que quería, pero aquella noche acudiría a la cita.
Me di cuenta de que el camino me era familiar y descubrí que me dirigía a Llyn Gwalch. Bueno, ¿por qué no?
Llegué al lugar donde la corriente caía por el borde del acantilado, peinando los guijarros con sus claros dedos. Había una ligera neblina aquel día que pintaba las colinas bajas de un verde tan pálido que parecían a punto de disolverse en el suave cielo. El mar golpeaba el acantilado con un sonido tan constante como el de mi corazón. Me pareció que nunca lo había oído antes.
Desmonté, até mi caballo y descendí cuidadosamente por el sendero.
Cuando llegué a la playa con su pequeño estanque todo me pareció más pequeño de lo que recordaba, y me di cuenta de cuánto tiempo había transcurrido y cuánto había crecido. Pero seguía siendo un lugar hermoso. Mis antiguos sueños flotaban todavía a su alrededor, centelleando débilmente en mi interior con colores más intensos que los de la tierra. El estanque era infinitamente profundo, tranquilo y transparente, de tono oscuro a causa de los guijarros multicolores que yacían en el fondo. El mar abrazaba la playa siseando sobre las piedras y suspiraba al marcharse. Su olor era salado y fuerte, salvaje, infinito y triste. Una gaviota voló sobre mi cabeza, aleteando y planeando. Gritó una vez, y otras aves marinas ocultas entre la niebla le respondieron.
Me acerqué al estanque y me arrodillé, bebí y estudié mi reflejo. Un muchacho con aspecto de tener catorce años o más me devolvió la mirada. Cabello negro y espeso, recogido con una tira de cuero desgastado. Piel lisa todavía bronceada por el verano, un rostro ligeramente parecido al de Morgawse en la forma de los huesos. Una mirada pensativa cuyos ojos grises se enfrentaron abiertamente con los míos, tratando de atisbar en el interior de la confusa mente que acechaba tras ellos. La oscuridad era intensa allí dentro.
«¿Quién es este Gwalchmai?», me pregunté. Un nombre, pero… ¿qué había detrás? Algo más allá de mi comprensión.
Me apoyé en los talones y contemplé el cielo gris. Recordé las esperanzas que había tenido viéndome como un gran guerrero, y los sueños que me habían llegado por la noche: la espada de luz ardiente, los fragmentos de colores relucientes y, por encima de todo, la canción que no surgía de ninguna parte, como el sonido de un arpa que alguien toca en un lugar vacío, con una dulzura capaz de hacer que un hombre deje atrás su vida para escucharla mejor. Recordé haber jugado a los botes en aquel mismo lugar, enviándolos lejos, muy lejos, hacia el mar abierto, soñando con la tierra de la Eterna Juventud, el salón de Lugh, con sus paredes hechas de oro y bronce blanco y su tejado cubierto con plumas de ave. El mar golpeaba la costa suspirando y los pájaros gritaban. Me pregunté qué había ocurrido, dónde había empezado la Oscuridad. Me sentía como un hombre recordando su niñez, y me pregunté si uno podía ser realmente un hombre a los catorce años y qué era lo que había perdido. Continué sentado, escuchando las gaviotas, envolviéndome en mi capa. Aquella noche acabaría todo. Aquella noche, ciertamente, acabaría todo.
La noche fue ventosa. La luz de la luna se filtraba de modo irregular a través de las nubes que la cubrían sólo para ser arrastradas de nuevo. Al cruzar el patio desde el salón, donde dormía todas las noches, en dirección a la habitación de la reina Morgawse, contemplé el rostro desgastado de la luna y pensé en las antiguas oraciones dirigidas a ella. «Gema de la noche, joya del cielo…». Me pregunté cuántos hombres habrían contemplado su faz a lo largo de los años. Guerreros planeando ataques bajo su luz, amantes sonriendo, druidas y magos orando, poetas dedicándole canciones… La luna debía haberlos visto innumerables veces. Pero probablemente era simple azar que brillara o no, y yo no podía esperar ninguna ayuda de ella. Y tal vez cuando regresara a aquel lugar ya no la desearía.
El mismo aire parecía vibrar cuando llegué a la habitación de mi madre. El pestillo de la puerta tembló en mi mano como un ser vivo. Había poder en el aire, tanto poder oscuro que costaba respirar.
Mi madre ya había preparado la habitación. El suelo estaba desnudo y las colgaduras de la pared alzadas para que no pudiera entrar la luz. Había cavado una zanja a través del centro de la habitación, trazado dibujos a su alrededor con cebada y agua y colocado velas encendidas a su alrededor. Estaba en el centro de la estancia, con un vestido de un rojo tan oscuro que parecía casi negro, con los pálidos brazos desnudos, fuertes y fríos en la siniestra noche. Su cabello caía en torno a ella, como un río de oscuridad reluciente que descendía hasta su cintura; iba descalza y sin cinturón, pues aquél era un momento de desatar y no de anudar. Estaba trazando un dibujo en el aire en torno a la última vela.
Sentí que una debilidad crecía en mi interior, aferrando mi estómago con manos gélidas y aflojándome las rodillas. La Oscuridad estaba presente en el aire, densa y asfixiante. Quise gritar, atacarla con mis manos o echar a correr, sin mirar atrás a lo que pudiera perseguirme desde los rincones de mi mente.
Cerré la puerta suavemente y permanecí en silencio, esperando a que Morgawse terminara.
Mi madre depositó la última vela y se incorporó. Era muy alta; la Oscuridad flotaba a su alrededor como una capa, de modo que todas las llamas de las velas se inclinaban hacia ella como algas hacia un remolino. No parecía de este mundo, sino una reina ultraterrena. Aterrado, sentí que la amaba. Sonrió al verme, una sonrisa emborronada por el parpadeo de las llamas y la Oscuridad que la rodeaba, pero seguía siendo su sonrisa, secreta y triunfante.
—Bien —dijo. Su voz parecía proceder de un vacío profundo, más fría que el hielo de enero—. Ponte allí. Quédate de pie, en silencio, espera y observa lo que hago.
La obedecí.
Tomó una jarra de un líquido rojo, vino o sangre, no estaba seguro. Si no era sangre, habría sangre antes de que acabara la noche. Morgawse la vertió sobre el dibujo que ya había trazado, murmurando extrañas palabras que yo había oído anteriormente por separado. Luego partió la jarra y depositó cada fragmento junto a un extremo de la zanja. Se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Has podido seguir lo que hacía?
Asentí, sin confiar en mi voz.
Sonrió de nuevo y se volvió hacia una de las colgaduras de las paredes. Justo en aquel momento se abrió la puerta.
Me volví lleno de culpabilidad y terror, esperando ver irrumpir a Lot entre gritos de furia o con un grupo de hombres armados. Estaba listo para luchar contra él, y apoyé la mano sobre la daga de mi cinto.
En el umbral estaba Medraut.
—Cierra la puerta —ordenó tranquilamente Morgawse—. Quédate allí, frente a Gwalchmai.
—¿Qué…? —pregunté. ¿Cómo podía Medraut haberse enterado de aquello? Había tenido mucho cuidado de no comentarle nada—. Medraut, vete. Ahora. Esto no es para ti.
Él me miró sorprendido, y sus ojos, grandes e inocentes, volvieron a fijarse en el dibujo con una fiera intensidad.
—Pero madre dijo que podía venir.
Recordé de repente que Medraut había dejado de hablar de magia: sus ausencias inexplicadas de los entrenamientos, un millar de pequeñas cosas que nunca me había planteado antes, y la verdad me golpeó con tanta fuerza que grité en voz alta:
—¡No!
Él me miró fijamente.
—¿Qué quieres decir? Morgawse me ha estado enseñado latín y brujería. Ahora podremos aprender todos juntos. Oh, ya sé que no quieres que lo haga, pero será mucho mejor así. No puedes querer el poder sólo para ti.
—¡No! —repetí—. No puedes. Te destruirás, Medraut. La Oscuridad se meterá en tu mente y devorará tu alma hasta que haya consumido todo lo que eres, dejando sólo una cáscara vacía. ¡Vete mientras puedas!
Se sonrojó. Morgawse permanecía con la cuerda de las colgaduras en una mano, observándonos. Sus ojos estaban fijos en mí.
—¿Por qué? —preguntó mi hermano, enfureciéndose—. Nunca me das ningún motivo. Si esto está mal, ¿por qué estás aquí tú también? No es justo que no quieras que aprenda. Quieres que siga siendo un niño pequeño para siempre mientras tú te vuelves sabio y poderoso.
—Medraut, eso es falso. Está mal, pero yo soy malo y tú no, de modo que no debes hacerlo. Por favor, por tu propio bien.
—De modo que esto está mal, y madre también es mala, ¿no? Eso es imposible. Madre es… —Sus ojos la buscaron y la encontraron, y su ira se fundió en adoración.
—Medraut, vete de aquí —volví a decir, desesperado, aunque él ya no me escuchaba—. La magia que obraremos esta noche será muy fuerte y terrible.
—Por eso he venido —dijo—. Yo también he estado aprendiendo, Gwalchmai. —Y habló en el lenguaje de la hechicería. Las antiguas sílabas brotaron de su boca como el ladrido de un extraño animal, incongruentes, increíblemente horribles. No pude soportar escucharlas y me cubrí las orejas con las manos, mirándolo fijamente, sintiendo que las lágrimas acudían a mis ojos.
—Es suficiente —dijo Morgawse—. Medraut se queda.
La miré, dispuesto a protestar, pero no pude hablar. La habitación se volvió fría, dolorosamente fría y oscura. Las llamas de las velas se emborronaban ante mis ojos, como si estuvieran a millas de distancia. Jadeé, tratando de respirar en la marea negra que me ahogaba.
Morgawse retiró la colgadura.
Uno de los guerreros de mi padre estaba allí tumbado, atado de pies y manos. Desde un principio supe que habría sangre. Los ojos del hombre estaban desorbitados de miedo por encima de la mordaza, recorriendo la habitación sin fijarse en nada. Reconocí a Connall, de los dalriada.
—Oh —dije. En mi boca había un sabor enfermizo.
—Fue a ver a Lot y le contó lo de mi juramento —dijo Morgawse—. Estoy cumpliendo una promesa. Le haremos lo mismo que al cordero de la luna pasada, pero los hombres van mejor para estas cosas. —Volvió a sonreír, mirando a Connall—. Acercadlo al centro.
Medraut se adelantó. Yo me quedé quieto, asqueado. Los ojos de Connall se encontraron con los míos. En los suyos vi la certeza de una muerte horrible.
Miré a Medraut y pensé en lo que había dicho. «De modo que esto está mal, y nuestra madre es mala…».
Finalmente, miré a Morgawse y la vi por vez primera sin su disfraz de ilusión: un Poder envuelto en carne humana que llevaba mucho tiempo consumiendo la mente que lo había invocado. Un Poder oscuro, una reina de la Oscuridad. Morgawse había convocado a un siervo para su odio, había disfrutado con su control mientras lo dominaba, pero iba dejando de ser ella misma día tras día. Un Poder que consumía la vida, la esperanza y el amor como si fuera vino. Inconcebiblemente antigua, increíblemente maligna, horrible pese a su belleza, la criatura estaba delante de mí, observándome con un apetito negro e insaciable.
Grité y mi mano se levantó para protegerme. Me di cuenta de que sostenía mi daga.
El rostro de Morgawse se transformó, volviendo a parecer el de una mujer enfurecida. Levantó los brazos y el poder la rodeó, alzándose como una llamarada.
—¿Gwalchmai? —Estaba gritando Medraut—. ¿Qué estás haciendo?
—Vete —dije, y mi voz sonó firme—. Hace años que este ser dejó de ser Morgawse, la hija de Uther. Tienes que irte mientras todavía hay tiempo. Si me amas, si amas tu vida, ¡vete de aquí!
Me miró, y luego a la reina de la Oscuridad. Su rostro se contrajo desesperadamente; luego dio un paso hacia Morgawse, y volvió a avanzar pasando junto a mí para situarse a su lado.
—Estás loco —dijo—. Madre es perfecta. Es nuestro padre quien actúa mal. Deja ese cuchillo y ven a ayudarnos.
Me eché a llorar.
—Va a sacrificar a Connall.
Pareció incómodo por un instante, pero ella le tocó un hombro y la preocupación desapareció de su rostro.
—Ella es perfecta. Connall la insultó. Merece morir.
—Matará a nuestro padre algún día.
Medraut se echó a reír.
—Bien. Puede que entonces… yo sea su sucesor. Madre me lo ha prometido. Y, después de todo, Arturo también es un bastardo.
Lo miré fijamente mientras él permanecía bajo el brazo extendido de Morgawse, con los ojos encendidos de tristeza y de un dolor que yo sólo había sospechado. Me había equivocado con respecto a él. Debí haber comprendido que su ambición no era sólo la de ser un gran guerrero, sino la de conseguir algo fuera de su alcance. Era demasiado tarde para ayudarle, aunque hubiera podido hacerlo. Demasiado tarde.
Volví a mirar a la criatura que había sido Morgawse, hija de Uther, y supe que mi cuchillo no podría dañarla. Sólo seguía con vida porque ella tenía la esperanza de que acabaría por seguirla. Y podía hacerlo, podía ahogarme en la marea negra, olvidando la confusión, la soledad y la culpa y, sí, conseguir una especie de inmortalidad. «Fácil es el descenso al Averno», pensé.
Bajé lentamente la mano. Medraut sonrió, alborozado, y mi madre también me sonrió.
Y entonces arrojé la daga a la garganta de Connall. Vi el agradecimiento en sus ojos moribundos y abrí la puerta, huyendo de la Oscuridad que se alzaba detrás de mí.
Oí que Medraut corría hacia la puerta, y su grito que resonó a través del patio:
—Traidor. Traidor, traidor, traidor… —Había casi un sollozo en la voz.
Luego me encontré en los establos, donde aguardaba mi caballo, listo para que lo montara y huyera de Dun Fionn y de la oscuridad que me perseguía, preñada de la furia de su reina y del deseo de mi muerte. Monté y me alejé bajo la luz de la luna y las sombras de las nubes, alejándome de Dun Fionn, cabalgando…
Los cascos de mi caballo levantaron piedras en el camino y la fortaleza se recortó por un instante contra el cielo. Luego rodeé una colina y desapareció.
Desapareció.