1
CUANDO MI PADRE recibió la noticia de la muerte del Pendragón, yo estaba jugando a construir botes junto al mar.
Tenía once años y era peor guerrero que cualquier otro muchacho en el reino de mi padre: las Innsi Ere, o islas Orcadas. Como también era muy mal cazador, tenía poco en común con los otros chicos con los que vivía y aprendía en la Casa de los Niños, y todavía menos en común con mi hermano mayor, Agravain, que dirigía a los otros a la hora de hacerme la vida difícil, casi tan difícil como los planes que mi padre tenía para mí. Para escapar del insistente mundo de los guerreros y futuros luchadores, a veces recurría a mi hermano menor, pero más frecuentemente a un lugar secreto que poseía junto al mar.
Está aproximadamente a una hora de camino desde la fortaleza de mi padre, Dun Fionn. Una pequeña corriente cae por el acantilado que bordea nuestra isla por el oeste, abriendo una grieta en la roca. En el fondo, atrapado por una cornisa de piedra dura, el agua forma un profundo estanque tras una playa de guijarros antes de escapar hacia el océano. Las paredes del acantilado lo ocultan a la vista desde arriba, de modo que nadie más que yo conocía su existencia. Como también era un lugar muy hermoso, aquello lo convertía en mío. Había dado un nombre al lugar, Llyn Gwalch, «Río del Halcón» en britano, y lo consideraba un mundo aparte y mejor que el de las Orcadas y Dun Fionn. A veces me llevaba allí mi arpa y cantaba a las olas que golpeaban la playa, inundando el estanque durante la marea alta y siseando sobre la grava en la bajamar. Otras veces construía fortalezas de barro y guijarros, planeando batallas junto al arroyo como si fuera un gran río, la frontera entre dos poderosos reinos. Me imaginaba a mí mismo como un gran guerrero, brillante en todas las artes de la guerra y celebrado con canciones en todos los salones de los reyes del mundo occidental, admirado por Agravain y mi padre. Pero mi juego favorito consistía en construir botes y enviarlos navegando desde el oscuro estanque hacia el salvaje mar gris, que golpeaba al mismo tiempo todas las costas del mundo. Enviaba mis botes al oeste, hacia Erin, desde donde había zarpado mi padre años atrás, y más allá de Erin, hacia aquella extraña isla, o grupo de islas, que los poetas y druidas afirman que se encuentran al oeste del ocaso, invisibles para todos excepto unos pocos mortales, donde residen los sidhe, eternamente felices.
Amaba con todo mi corazón aquel lugar, mi Llyn Gwalch, y lo guardaba celosamente contra cualquier intrusión del mundo exterior. Sólo había revelado su existencia a mi hermano menor, Medraut, después de hacerle jurar que guardaría el secreto. De modo que, cuando oí el golpe de una piedra cayendo desde el camino sobre mi cabeza, me aparté a toda prisa del bote de cuero que estaba construyendo y empecé a trepar por la grieta. Había dejado mi poni atado en la cima y no quería que nadie bajara a buscarme.
—¿Gwalchmai? —La voz procedente de la cima del acantilado era de Agravain.
—¡Ya voy! —grité, trepando más aprisa.
—Será mejor que te apresures —dijo Agravain. Parecía enfadado—. Padre nos está esperando. Me ha enviado a buscarte.
Alcancé la cima del acantilado, me aparté el cabello de los ojos y miré a Agravain.
—¿Qué es lo que quiere?
No me gustaba cómo sonaba aquello. Mi padre detestaba esperar; estaría furioso cuando llegáramos a Dun Fionn.
—Lo que pueda querer no es asunto tuyo. —Ciertamente, Agravain estaba furioso, cansado de buscarme y probablemente temeroso de que parte de la ira de mi padre cayera también sobre él—. Por el viento y el sol, ¿es que no puedes darte prisa?
—Me estoy dando prisa —dije desatando mi poni.
—¡No me repliques! Ya vas a tener suficientes problemas. Llegamos tarde, y a padre no le gustará que aparezcas ante el invitado con ese aspecto. Estás hecho un desastre.
—¿Invitado? —Hice una pausa a punto de montar—. ¿Es un bardo, o un guerrero? ¿De dónde viene?
—De Britania. No sé de qué reino. Padre me envió a buscarte en cuanto habló con él, y tienes suerte de que Diuran te viera cabalgando hacia el sur, de lo contrario todavía no te habría encontrado. —Agravain pateó a su caballo y partió al galope a través de la cima del acantilado—. ¡Vamos, pequeño cobarde!
Monté en mi poni y lo seguí, ignorando aquel insulto demasiado familiar. Debía de ser un cobarde, de todos modos. Si no lo hubiera sido, no hubiera ignorado el insulto. Me hubiera peleado con Agravain, aunque perdiera siempre, y luego volveríamos a ser amigos. Siempre se mostraba amistoso después de una pelea.
Un invitado de Britania y una llamada urgente. El britano debía de haber traído algún mensaje importante. Mi padre tenía muchos espías en Britania que le informaban regularmente, pero enviaban sus mensajes por medios indirectos, sin venir nunca a Dun Fionn. Un mensajero de Britania significaba un acontecimiento importante, una gran victoria o una derrota frente a los sajones, o la muerte de algún rey importante; cualquier cosa que mi padre pudiera usar para expandir su influencia en el sur. Los sajones habían sufrido una importante derrota a manos del joven caudillo del Pendragón sólo un año atrás, de modo que no podía tratarse de aquello. Algún rey muerto, entonces; tal vez mi padre se disponía a hacer un trato con su sucesor. ¿Un trato en el que Agravain y yo podríamos desempeñar algún papel? Hice avanzar más rápido a mi poni, y adelanté a mi hermano al galope, ansioso e inquieto. Mi padre siempre hacía planes para mí, pero yo le complacía muy pocas veces. El viento marino y el de mi velocidad me secaron la sal del cabello, y los cascos de mi poni eran un eco del golpear de las olas; era mejor pensar en aquello que en mi padre. Deseaba acabar rápidamente con la confrontación, lo más rápidamente posible. Por lo menos, pensé buscando algo positivo, Agravain no me había preguntado qué estaba haciendo en Llyn Gwalch.
Pensar en mi padre me hizo mirar atrás, alarmado. Agravain estaba a más de cien pasos por detrás de mí, forcejeando con su caballo en el tortuoso camino y haciendo muecas furiosas. Había dos cosas que yo sabía hacer mejor que él: montar a caballo y tocar el arpa. Agravain prefería olvidarlo y, como era infinitamente mejor que yo en el combate, procuraba no recordárselo. Pero acababa de hacerlo. Me encogí, sabiendo que mi hermano encontraría un pretexto para pelear conmigo más tarde, y puse mi poni al trote.
Agravain me adelantó sin decir nada y empezó a cabalgar por delante de mí, también al trote. Así era Agravain. Quería ser el primero, y casi siempre lo era. El primogénito, el primer candidato a suceder a mi padre en el trono, el primero entre los chicos de la isla que se entrenaban para ser guerreros. Mi padre estaba inmensamente orgulloso de él, y sus enfados con Agravain nunca duraban mucho tiempo. Contemplé su espalda, deseando poder ser como él.
Continuamos en silencio hasta Dun Fionn.
La fortificación está construida con una piedra muy clara, y de allí viene su nombre, «Fortaleza Blanca». Es una construcción nueva, terminada el año del nacimiento de Agravain, tres años anterior al mío, pero ya entonces era tan famosa y temida como cualquiera de los fuertes más antiguos, como Temair o Enhain Macha en Erin, o Camlann y Din Eidyn en Britania. Se encuentra en el punto más alto del acantilado, mirando al mar, rodeada por un terraplén, un foso y unas murallas gruesas y altas. Dos torres junto a la puerta, copiadas de los antiguos fuertes romanos, flanquean la única entrada, que mira al oeste. La fortaleza fue diseñada por mi padre, y su poder y fama eran el resultado de miles de intrigas y maniobras, políticas y militares, llevadas a cabo con invariable éxito. Si mi madre era siempre la autora de las intrigas, era mi padre, el rey Lot mac Cormac de las Innsi Ere, quien les sacaba fruto, con lo que había logrado convertirse en uno de los reyes más poderosos de Britania o Erin. Mientras Agravain y yo cruzábamos las puertas, me pregunté con nerviosismo qué querría de mí.
Dejamos los caballos en el establo y corrimos al aposento de mi padre, tras el salón de festines. La habitación era pequeña y sencilla, y los polvorientos rayos de sol se filtraban a través del espacio abierto entre la pared y el tejado para que escapara el humo. Era evidente que mi padre llevaba algún tiempo esperando; el mensajero debía de haber abandonado la habitación hacía rato, y en el aire se respiraba la sensación tensa y silenciosa de una conversación interrumpida. Mi madre estaba sentada sobre la cama, estudiando un mapa, con una copa de vino importado sobre la mesita junto a ella. Otra copa, la de Lot, yacía a su lado, olvidada. Cuando entramos, mi padre dejó de recorrer la estancia para mirarnos. Mi madre levantó la vista y luego volvió a estudiar el mapa. El aire temblaba de expectación: mi padre estaba furioso.
No era un hombre alto, pero resultaba evidente que se trataba de un rey: irradiaba arrogancia y poder de mando. Su espeso cabello y barba rubios casi parecían escapar de su cabeza, incapaces de contener la energía de su delgado cuerpo, y sus ardientes ojos azules eran capaces de chamuscar a cualquiera que se le opusiera. Mis ancestros procedían del Ulster, y se decía que Lugh el de la Mano Larga, el dios del sol, había tenido muchos descendientes en el linaje de mi padre. Todo el que hablaba con Lot durante cierto tiempo acababa al menos medio convencido de aquel hecho.
Ignoró a Agravain y me dirigió una mirada furiosa.
—¿Dónde has estado durante estas dos horas?
Mientras trataba de encontrar las palabras, Agravain respondió:
—Estaba junto al mar, recogiendo ostras o algo parecido. Lo encontré a más de una hora de camino de aquí.
La mirada de Lot se volvió más dura.
—¿Por qué no te has quedado aquí a practicar con la lanza? Te hace bastante falta.
Como me ocurría siempre en presencia de mi padre, todas las palabras se me secaron en la garganta y miré al suelo con impotencia.
Lot resopló.
—Nunca serás un guerrero. Pero al menos podrías intentar aprender lo suficiente para no avergonzar a tu clan.
Cuando seguí sin encontrar nada que decir, y continué empeñado en no mirarle a los ojos, mi padre apretó los puños, furioso; luego se encogió de hombros, se volvió y empezó a recorrer la habitación de nuevo.
—Dejemos eso. ¿A alguno de los dos se os ocurre por qué os he llamado?
—Has recibido un mensaje de Britania —respondió Agravain, rápida y ávidamente—. ¿Qué ha sucedido? ¿Es que los sajones han derrotado a alguien y los reyes solicitan tu ayuda?
Mi madre, Morgawse, levantó la vista de su mapa, sonrió y sus ojos descansaron por un momento sobre mí. El corazón dio me dio un vuelco.
—¿No tienes nada que decir, Gwalchmai? —Su voz era baja, suave y hermosa. Toda ella era hermosa; muy alta y morena, en contraste con el cabello rubio de Lot. Sus ojos eran más oscuros que el mar a medianoche. Dejaba sin aliento a cualquiera que posara los ojos en ella, y atraía las miradas como los remolinos al agua. Hija legítima del Gran Rey Uther, había sido entregada en matrimonio a Lot a los trece años, como prenda de una alianza contra la que había trabajado constantemente desde entonces. Odiaba a su padre, Uther, con toda su alma. Yo la adoraba.
Lot hizo una pausa y la miró, comprendiendo que había decidido algo respecto al mapa. Asintió para sí, y volvió a mirarme.
—Ha… ha muerto algún rey importante, ¿no es cierto? —pregunté, aferrando mi coraje con ambas manos—. ¿Se trata de Vortipor?
Mi padre me dirigió una mirada sorprendida, luego sonrió con fiereza.
—Desde luego. Ha muerto un rey. Pero no es Vortipor de Dyfed. —Se dirigió a la cama y permaneció contemplando el mapa, delimitando Dyfed con el dedo, trazando la línea del río Saefern a través de Powys y recorriendo la costa de Elmet y Ebrauc hasta Rheged, para volver a descender por la frontera oriental de Britania. Los ojos de Morgawse relucían con un fuego profundo y oscuro, llenos de triunfo y silenciosa alegría. Entonces supe quién había muerto, y qué estaban planeando mis padres. Sólo había un rey cuya muerte pudiera traer tanto regocijo a mi madre.
—Uther, Pendragón de Britania, yace muerto en Camlann —dijo Morgawse muy suavemente—. El Gran Rey ha muerto de una enfermedad. —Su sonrisa era más suave que los copos de nieve cayendo de un negro cielo invernal.
Agravain permaneció un momento en silencio y luego jadeó, consternado:
—¡Uther!
Lot se echó a reír, echando atrás la cabeza y dando palmadas.
—Uther muerto. ¡Creí que a ese hijo de una yegua le quedaban unos cuantos años más!
Miré a Morgawse. Por toda Britania se rumoreaba que era una hechicera. Me pregunté si Uther habría sufrido, y cuánto tiempo habría durado la enfermedad. Si lo había hecho ella… No, ¿cómo podía alguien en las Orcadas matar a un hombre en Dumnonia? Y me alegré de que el hombre a quien ella odiaba estuviera muerto.
—… eso no es todo —estaba diciendo mi padre—. Hay un debate abierto sobre quién será su sucesor.
Por supuesto que había un debate. Había oído las discusiones incluso en las Orcadas. Uther no tenía heredero varón, sólo muchos bastardos. Habría una guerra civil en Britania, como la había habido treinta años atrás a la muerte de Vortigern. Mi padre, que había elevado a tres de los reyes que entonces gobernaban en Britania, tendría su oportunidad de intentar entronizar a un Gran Rey.
Lot continuó hablando de sus planes, paseando arriba y abajo a través de la habitación, mientras el polvo se arremolinaba en torno a los rayos de sol.
—… Docmail de Gwynedd reclamó el título en el consejo, diciendo que los reyes de Gwynedd deberían ser grandes reyes porque descienden del emperador romano Máximo, pero Gwlgawd de Gododdin se le opuso… Docmail estableció alianzas con Dyfed y Powys, y ha enviado mensajes a Gwlgawd, diciéndole que renuncie a su pretensión al trono. Gwlgawd tiene miedo, y trata de formar su propia alianza. Ha enviado mensajeros a Caradoc de Ebrauc… y a mí. —Lot volvió a sonreír, triunfante, y se detuvo junto a la cama, contemplando el mapa—. Caradoc puede unirse o no, como le plazca. Yo acudiré. Con mi mesnada y las provisiones de Gwlgawd podemos echar a Docmail al mar. Y Gwlgawd… será fácil de controlar. —Se apartó bruscamente del mapa y comenzó a pasear de nuevo, con los ojos centelleantes y los puños apretados, pensando en reyes y reinos, lealtades y enemistades—. Si llegamos desde el norte con todas nuestras fuerzas para unirnos a Gwlgawd, Strathclyde se unirá probablemente a Docmail, y Urien de Rheged podría reclamar el trono para sí. Urien es una fuerza a tener en cuenta… Sin embargo, es mi cuñado, y tendrá que intentar negociar antes de declarar una guerra; podemos dilatar las negociaciones…
—Ten cuidado —espetó Morgawse—. Las alianzas serán inciertas, uno nunca puede fiarse de una alianza en Britania. Habrá otros pretendientes al título antes de que acabe esta guerra, y hay demasiados reinos que aún no se han pronunciado.
Lot asintió sin aminorar el paso.
—Por supuesto. Y debemos separar a los reyes todo lo posible, y ocuparnos de repartir los despojos de manera justa entre nuestros aliados; Diuran puede ayudarnos, y también Aidan. Debemos darles tiempo y hacer la vista gorda ante las rivalidades de vez en cuando, pero no podemos permitir que los Ui Niaill empiecen a pelear, o no habrá forma de detenerlos. —Quedó en silencio, considerando cómo controlar las desavenencias entre los reyes. Finalmente se lo preguntaría a Morgawse, y ella le diría lo que tenía pensado desde el principio, y funcionaría.
Sintiéndome inquieto, conseguí tartamudear:
—¿Qué… qué hay de Arturo?
Lot apenas volvió la vista, aunque Morgawse me dirigió una mirada atenta. Arturo había sido el jefe guerrero de Uther y, si la mitad de las historias eran ciertas, la mesnada del Gran Rey le seguiría, con o sin Uther. Arturo tenía poder a causa de ello, aunque sólo era uno de los bastardos de Uther y un hombre sin clan. No podía aspirar al trono del Pendragón, pero ciertamente se encontraba en posición de llegar a ser el Gran Rey.
—¿Arturo? —Lot se encogió de hombros, pensando todavía en las rivalidades entre reyes—. No apoyará a nadie. Continuará luchando contra los sajones con la mesnada real, o con la parte de ella que pueda mantener.
—Ten cuidado —advirtió de nuevo Morgawse, todavía con más vehemencia—. Arturo es peligroso. Es el mejor caudillo de Britania; no permanecerá neutral si se le provoca.
—Oh, no temas. —El tono de Lot seguía siendo despreocupado—. Tendré mucho cuidado con tu precioso medio hermano. Lo he visto actuar.
—Yo también. —La voz de Morgawse era baja, pero Lot se detuvo, mirándola un momento a los ojos. Permaneció en silencio mientras la observaba. Por un momento, pareció que el sol palidecía y que el polvo colgaba inmóvil en el aire, como si un abismo se abriera ante el mundo. Me estremecí. Reconocí el resplandor oscuro en los ojos de mi madre. El odio, la marea negra que había ahogado a Uther, convirtiendo sus amigos en enemigos, provocando invasiones extranjeras y disensiones civiles hasta que el abismo lo había tragado… y el odio de Morgawse empezaba a volverse hacia Arturo. Me pregunté una vez más cómo había muerto Uther.
Agravain se removió levemente. Había permanecido en silencio durante la conversación, con los ojos brillantes de excitación. Cumplía quince años al mes siguiente y sabía que era lo bastante mayor para ser incluido en la campaña. Rompió bruscamente el silencio:
—¿Yo también iré?
Mi padre se acordó de nosotros y se giró, sonriendo de nuevo. Cruzó la habitación en dirección a mi hermano y le palmeó un hombro.
—Por supuesto. ¿Por qué crees que te he llamado? Partiremos el mes que viene, en marzo. Pondré a Diuran a cargo de media mesnada y de los auxiliares de las Hébridas, y también le pediré que se encargue de ti. Presta atención y te enseñará cómo se gobierna una mesnada.
Agravain ignoró la cuestión del gobierno de las mesnadas e hizo la pregunta que le interesaba:
—¿Podré luchar en las batallas?
Lot sonrió todavía más, apoyando la mano en el hombro de Agravain.
—¿Tan impaciente estás? No lucharás hasta que esté seguro de que sabes cómo… pero nadie aprende a luchar arrojando lanzas contra dianas. Intervendrás en las batallas.
Agravain tomó la mano de Lot y la besó, radiante de alegría.
—¡Gracias, padre!
Lot rodeó con sus brazos a su primogénito, lo abrazó bruscamente y lo sacudió, riendo.
—Muy bien. Recibirás tus armas mañana temprano, tú y los demás chicos que tengan la edad suficiente. Ve a decirle a Orlamh que te prepare para la ceremonia.
Agravain salió de la estancia en busca de Orlamh, el druida principal de mi padre, y prácticamente saltaba de alegría a cada paso. Me volví para seguirle, pero mi padre dijo:
—Gwalchmai, espera.
La habitación pareció convertirse en una trampa. Me di la vuelta, y obedecí.
Cuando Agravain salió, Lot se dirigió a la mesita, tomó su copa y se sirvió algo de vino. El rayo de sol tocó el líquido, convirtiéndolo en un profundo fuego rojo mientras se vertía. Mi padre se sentó en la cama y me miró, sopesándome. Había sentido aquella mirada muchas veces antes, pero me removí incómodo y aparté los ojos. Mi padre suspiró.
—¿Y bien? —preguntó.
—¿Qué? —Contemplé la colcha.
La voz de mi padre siguió hablando.
—Tu hermano está muy excitado con esta guerra, deseoso de demostrar lo que vale y de conseguir honor para él y nuestro clan. ¿Y tú?
—No soy lo bastante mayor para ir a la guerra —dije con nerviosismo—. Todavía me quedan al menos dos años en la Casa de los Niños. Y todo el mundo sabe que soy un mal guerrero. —Levanté la vista hacia Lot. Las comisuras de sus labios descendieron.
—Sí, todo el mundo lo sabe. —Bebió algo más de vino. La luz del sol se reflejó sobre su collar y su broche de oro, centelleando sobre su cabello y haciéndolo parecerse más que nunca a Lugh, el dios del sol. Miró a mi madre—. No lo entiendo.
Me enfurecí. Algo que también sabía todo el mundo era que mi hermano Medraut no era hijo de Lot, aunque nadie sabía quién era su padre, y Lot sospechaba algo parecido sobre mí. Ciertamente, no me parezco a mi padre como Agravain. Me parezco lo suficiente a mi madre para disimular cualquier otra herencia. Aunque a veces yo mismo dudaba de si era hijo de Lot, no me gustaba que el propio Lot también lo hiciera.
Él se dio cuenta de mi furia.
—¿Oh? ¿Qué sucede?
De nuevo asustado, me obligué a relajarme.
—Nada.
Lot suspiró profundamente y se frotó la frente.
—Me iré el próximo mes. Es una guerra, lo que significa que es posible que no vuelva. No creo que vaya a morir, pero uno debe estar preparado. De modo que, como tendremos otras cosas en qué pensar hasta que me vaya, quiero saber, ahora mismo —dejó caer la mano y me miró fieramente, con los ojos llenos de energía, arrogancia y aspereza—, quiero saber, Gwalchmai, qué es lo que vas a ser.
Paralizado, traté de encontrar una respuesta y acabé replicando simplemente:
—No lo sé. —Levanté la vista y sostuve su mirada durante un instante.
Él golpeó la mesita con el puño y blasfemó en voz baja.
—¡Por el viento, por los perros del Infierno! ¡No lo sabes! Te diré algo: yo tampoco lo sé, pero me lo pregunto. Eres miembro de un clan importante, hijo de un rey y de la hija de un Gran Rey. Soy un jefe guerrero, tu madre planea las guerras. ¿Y qué sabes hacer tú, aparte de montar a caballo y tocar canciones con el arpa? Oh, desde luego, la de bardo es una profesión honorable, pero no para el hijo de un rey. Y ahora nos vamos a la guerra, Agravain, el clan y yo. Si Agravain muere, o nuestro aliado Gwlgawd resulta ser un traidor, ¿sabes qué será de ti?
—¡Yo no podría ser rey! —dije sobresaltado—. Puedes escoger a cualquiera del clan como tu sucesor. Diuran, o Aidan, o cualquiera. Todos están mejor preparados que yo.
—Pero no son mis hijos. Quiero que uno de mis hijos sea rey después de mí. —Lot me miró un rato más—. Pero no te escogería a ti.
—No podrías —dije.
—¿Y eso no te enfurece? —preguntó mi padre, amargamente.
—¿Por qué iba a enfurecerme? No quiero ser rey.
—¿Qué quieres ser, entonces?
Volví a bajar los ojos.
—No lo sé.
Lot se incorporó violentamente.
—¡Tienes que saberlo! ¡Quiero saber que va a ser de ti mientras estoy en la guerra!
Sacudí la cabeza. La desesperación me aflojó la lengua.
—Lo siento, padre. No lo sé. Sólo… no quiero ser rey, ni bardo, ni… no lo sé. Quiero algo, algo distinto. No sé lo que es. No puedo ser un buen guerrero, no tengo talento para ello. Pero algún día… ahora no es importante, pero a veces tengo sueños, y… y hay algo en las canciones. Y una vez soñé con una espada ardiente, con mucho rojo a su alrededor, y el sol y el mar… —Me perdí en mis pensamientos, tratando de poner en palabras lo que se conmovía en mi interior—. Todavía no lo entiendo. Pero debo esperar, porque es más importante luchar por eso que por cualquier otra cosa… sólo que aún no sé lo que es… —Dejé de hablar débilmente, miré a mi padre a los ojos y volví a apartar la vista.
Lot esperó a que dijera algo más, comprendió que no iba a hacerlo y sacudió la cabeza.
—No te entiendo. Hablas como un druida, fingiendo hacer profecías. ¿Quieres ser un druida? Creo que no. ¿Qué, entonces?
—No lo sé —dije en tono decaído, y miré fijamente al suelo. Sentía sus ojos sobre mí, pero no volví a alzar la mirada. Al cabo de un rato, oí el ruido de las ramas cuando Lot regresó a la cama.
—Bueno, es lo que esperaba. —Su voz era fría y brusca—. Ni siquiera sabes de qué estás hablando, y no sabes luchar. Cuando hay una discusión, en lugar de defender tu posición sales huyendo. Agravain y tus profesores dicen que tienes miedo. ¡Miedo! Un cobarde. Así he oído que te llaman en la Casa de los Niños. Alguien sin honor.
Me mordí los labios para contener un grito de ira. Me importaba mi honor, pero no lo entendía del mismo modo que los demás. Tal vez no era la misma cosa, pensé.
—Quédate en Dun Fionn, entonces —dijo Lot—. Ve a tocar el arpa y a montar a caballo. Ahora, fuera de aquí.
Me volví para salir, pero justo al llegar a la puerta sentí los ojos de mi madre sobre mí y miré hacia atrás. Comprendí de repente que me había estado observando desde que había mencionado mis sueños. Sus ojos eran más oscuros que la noche y más hermosos que las estrellas. Cuando se encontraron con los míos, Morgawse sonrió, una sonrisa lenta, secreta y maravillosa que fue sólo para mí.
Al salir de la habitación, con mi tristeza aliviada por su atención, sentí que sus ojos me seguían hasta el exterior. Y, aunque la adoraba, aunque su sonrisa compensaba el enfado de mi padre y me llenaba de satisfacción, volví a preguntarme cómo habría muerto Uther; y me sentí inquieto.