6
UN HALCÓN VOLABA en lentos círculos por encima de mí. Observé cómo inclinaba las alas, en equilibrio sobre el viento, y luego viraba suavemente. Dejé que mi mente volara a la deriva con él, balanceándose despacio en el cielo azul, sin contemplar el marasmo de recuerdos que aguardaban abajo. Me sentía ligero, fuerte, decidido. Con aquello me bastaba.
Finalmente, se me ocurrió preguntarme qué habría pasado y por qué sentía aquella extraña sensación de seguridad, y examiné mis recuerdos.
Llyn Gwalch. Había cabalgado hasta allí con un demonio persiguiéndome en la noche. Había pasado allí todo un día, y después… no, un largo resplandor de color y luz, dolor, gloria y éxtasis. Una canción impregnándolo todo y un dolor demasiado profundo para expresarlo con palabras. Y un juramento, un compromiso. Las Islas Benditas. Tir Tairngaire, la Tierra de Promisión, el País de Plata, la Tierra de los Vivos… todos los nombres con que se la conocía acudieron a mi mente. Lugh el de la Larga Mano… No, tenía que haber sido un sueño. En realidad, sentía la sensación extraña y encantada propia de los sueños, percibiendo unos colores demasiado intensos. El tiempo y la distancia parecían estar alterados, ajenos y absurdos. Llyn Gwalch, entonces. Ciertamente, había estado allí, de modo que era de presumir que continuaba allí. Más tarde tendría tiempo de concentrarme en aquella sensación de cambio, pero por el momento decidí buscar algo de comer.
Me incorporé, bostezando, miré a mi alrededor y me quedé inmóvil.
Estaba sobre una colina, sentado entre la hierba baja y los arbustos que la cubrían. A un lado, la pendiente descendía hacia otra cadena montañosa, y luego quedaba tapada por una increíble extensión de bosque, que relucía con el verde intenso de la primavera. Al otro lado, la colina se prolongaba hacia un grupo de montañas aún más altas. El cielo era de un azul indescriptiblemente claro, y parecía extenderse eternamente.
—No —dije en voz alta—. Es imposible.
No había colinas tan altas en las Orcadas, ni bosques. No estábamos en primavera, sino en otoño.
Pero la tierra y el cielo eran indiscutiblemente reales. Me agarré la cabeza, aterrado. ¿Dónde estaba? Aquello no podía ser un sueño, pero si no lo era… lo otro tampoco lo había sido.
«No te sorprendas de lo que ocurra», me había dicho Lugh antes de enviarme de vuelta a la tierra. Recordaba sus palabras claramente, y también su rostro al pronunciarlas, y todo el oeste extendido bajo el tejado de su palacio. Recordé la habitación bajo el salón de banquetes, y la agonía al desenvainar la espada, y el gozo y el poder que me había proporcionado. La espada… Me llevé una mano al costado.
Estaba allí.
Cerré la mano en torno a la empuñadura, y el arma pareció fluir en mi interior y convertirse en una parte de mí. La levanté y la miré. Era real. Todo el viaje había sido real, y la magia de la Luz no era menos real que el poder de la Oscuridad. Había jurado fidelidad a la Luz, y ella, él, me había dado armas. Tenía en las manos una espada que no había sido forjada en la tierra.
Me eché a reír, apretando la empuñadura con ambas manos, y las dudas y el terror desaparecieron sin dejar rastro. Me puse en pie de un salto y levanté a Caledvwlch bajo el sol.
—¡Mi señor, Gran Rey! —grité—. Te doy las gracias por esto, por librarme de mis enemigos y por aceptar mi juramento. —Mientras hablaba, la espada volvió a resplandecer, pero en aquella ocasión sin quemarme; más bien parecía irradiar mi propia alegría. La bajé lentamente, sin dejar de mirarla—. Y te doy las gracias, mi antecesor, lord Lugh, por tu hospitalidad —añadí. La luz ardió un rato más y luego se apagó hasta que me pareció que sostenía una espada ordinaria, aunque muy hermosa.
No me había fijado realmente en su aspecto hasta aquel momento. Era una espada de doble filo, como las que se emplean para luchar a caballo. Era algo más larga y estrecha que la mayoría de espadas semejantes, y su balance era perfecto. La empuñadura era muy hermosa, la cruceta mucho más larga de lo habitual, con cada ramal envuelto en hilo de oro que ascendía hasta el pomo, donde había un rubí incrustado. La hoja, una vez desaparecida su luz interior, reflejó la del sol con el dibujo serpentino del acero bien forjado. Y estaba bien afilada; pasé el filo a lo largo de mi brazo, y cortó todo el vello sin un solo tirón. Sería una buena arma para una batalla ordinaria, sin la añadidura de sus poderes desconocidos contra la Oscuridad.
Bajando la vista, vi que tenía una vaina. Era muy sencilla, de madera y cuero, y pendía de una simple correa. Dejé la espada y me rodeé la cintura con la correa, envainé mi arma y la ajusté. Era un peso fácil de llevar, y me sentía más ligero con aquella carga que sin ella.
El problema era saber adónde ir. No tenía ni idea de dónde podía estar. Lugh había dicho que fuera a ver a Arturo, y probablemente éste se encontraba luchando contra los sajones en algún lugar de Britania, de modo que seguramente estaría en Britania y no en Erin o Caledonia… o en Roma o Constantinopla. Pero Britania es una isla muy grande, y en sus múltiples reinos había poca gente dispuesta a recibir con los brazos abiertos a un forastero de las Orcadas. Bien, si Arturo estaba luchando contra los sajones, era de esperar que Lugh me hubiera enviado a algún lugar cerca de él. Aquello podía significar que me encontraba cerca de la frontera de uno de los reinos sajones, pero también podía significar lo contrario. Un ataque bien planeado podía dirigirse contra una región situada a cien millas. Y casi todos los reinos britanos limitaban al este con tierras sajonas. En fin, al menos no me dirigiría al este. Comprobé la dirección con el sol.
La cadena de colinas estaba directamente al oeste. Parecía un camino duro y no estaba acostumbrado a recorrer grandes distancias a pie, de modo que busqué un terreno más cómodo.
Volví a mirar el cielo. El halcón que había observado poco antes aún era visible, volando lentamente en círculos hacia el sur. Me pareció una dirección tan buena como cualquier otra. Emprendí la marcha.
Después de dar tres pasos tuve que detenerme de nuevo. Las botas me apretaban terriblemente. Al sentarme para examinarlas vi que eran demasiado pequeñas. Y también lo era el resto de mi ropa. Recordé entonces que Lugh había dicho que habían transcurrido dos años y medio durante el único día que había pasado en la Isla de los Benditos.
Miré mis botas. Todo el mundo debía creerme muerto; probablemente ya me habían olvidado. La primavera estaba terminando. Debía de tener diecisiete años.
Casi contra mi voluntad, recordé las historias que se contaba sobre los que visitaban a los sidhe. A veces, regresando sólo para echar un vistazo a su pueblo natal, aquellos viajeros se convertían en polvo al pisar tierra mortal y alcanzarles todo el tiempo transcurrido. Y otras veces continuaban sanos y salvos, pero en el mundo habían transcurrido siglos enteros desde su partida, de modo que permanecían vagando por la tierra durante años, preguntando por personas muertas y olvidadas mucho tiempo atrás. Me sentí enfermo. ¿Y si me sucedía algo parecido? Se me ocurrió que podía entrar en una granja y preguntar por Arturo Pendragón, sólo para que sus habitantes me respondieran «¿Quién?», y me miraran con expresión extraña.
«No —me dije firmemente—. Lugh dijo dos años y medio, y no me engañaría. Estamos en primavera, dos años y medio después de mi partida de Llyn Gwalch. Y si no es así, es porque la Luz no lo desea, y la Luz es tu señor; debes aceptar sus decisiones y tener fe en ellas».
Me desabroché las botas y me las quité. Después de todo, me habían avisado. Y las ventajas de aquello eran muy grandes. Ya había empezado a crecer antes de abandonar Dun Fionn, pero en la Isla me había convertido en un adulto, capaz de jurar fidelidad a cualquier señor de Britania… cualquiera que me aceptara, al menos. Sin duda seguía siendo un mal guerrero.
Aquella idea me hizo sonreír, aunque algo temblorosamente, y recordé a Agravain, Lot y todos los que habían tratado de adiestrarme en Dun Fionn, cuando todavía deseaba ser un guerrero. Las cosas me habían sido difíciles entonces, muy difíciles. Por lo menos, había averiguado cuál era mi camino, y sabía que era bueno, aunque resultara arduo. Al parecer, el ascenso del Averno no se completaría con un solo paso. De repente, recordé la luz que había visto en el crepúsculo de las Islas Benditas y me esforcé por recordar lo que significaba. No pude. Pero sí recordaba la canción del salón, todavía intensa, clara y brillante. Demasiado clara; el dolor me inundó en una gran oleada, mezclado con la añoranza, y me agaché un instante, contemplando los arbustos. Era mejor no pensar en aquello durante un tiempo.
Me desprendí de las botas, ya que me resultaría fácil caminar descalzo sobre aquella hierba, y empecé a bajar la colina.
Era un hermoso día para caminar. Hacía calor, casi tanto como el que a veces teníamos en las Orcadas, aunque el clima suele ser mucho más caluroso en Britania, de modo que primero me aflojé y luego me despojé de la manchada capa. El cielo estaba muy claro y azul, y sólo una leve brisa hacía ondear las briznas de hierba. Las alondras dejaban caer su música desde arriba, por todas partes saltaban los conejos y, en una ocasión, mientras caminaba junto al borde del bosque, una manada de ciervos se levantó sobresaltada y se alejó a grandes saltos. Abundaban las flores, de unas clases que nunca había visto en mis islas. Los bosques eran una maravilla para mí, pues no había visto ninguno antes, y el juego del sol entre las hojas me parecía demasiado increíble para describirlo.
Hacia mediodía, cuando empecé a tener sed, encontré un riachuelo que descendía hasta el bosque desde las colinas. El agua era dulce y cristalina. Después de beber, descansé un rato junto al arroyo, mojándome los pies, que ya estaban doloridos; luego emprendí de nuevo la marcha, siempre hacia el sur.
A medida que transcurría el día, las colinas se volvieron más bajas, mezclándose finalmente con el paisaje que las rodeaba. El bosque se hizo más denso y, pese a su belleza, empecé a inquietarme al verme rodeado de árboles tan altos, y a echar de menos el mar y las colinas abiertas de las Orcadas. Tenía los pies heridos y magullados. Cada vez me sentía más agotado y debía detenerme a descansar con más frecuencia. No había visto ningún rastro humano en todo el día, y me pregunté en qué lugar de aquel gran país podía encontrarse Arturo. Entonces, cuando empezaba a avanzar la tarde, encontré una calzada.
Me dejó estupefacto. Nunca había visto nada parecido. Estaba pavimentada con grandes piedras, algo arqueada en el centro, y el bosque había sido desbrozado a su alrededor, aunque los arbustos habían vuelto a crecer desde la última limpieza. Era una calzada lo bastante amplia para permitir el paso de las carretas más grandes, y lo bastante firme para soportar las lluvias más intensas y los inviernos más fríos. Había oído hablar de las calzadas romanas, pero siempre había pensado que sus virtudes se exageraban. Bien, acababa de descubrir que eran reales.
La calzada iba de este a oeste, recta como el asta de una lanza. Salí cautelosamente del bosque, la pisé y eché a andar hacia el oeste. Era fácil caminar sobre ella después del terreno boscoso, y avancé a buen ritmo.
Cuando sólo faltaba una hora para oscurecer, vi un grupo de hombres avanzando hacia mí por la calzada. El sol poniente estaba detrás de ellos, y no podía distinguirlos con claridad. Sin embargo, me dirigí rápidamente a su encuentro. Eran los primeros hombres que veía tras despertar; de hecho, eran los primeros que veía en dos años y medio, y sentía la necesidad de compañía tras el extraño bosque y las cosas aún más extrañas que lo habían precedido. Además, su presencia significaba casas, fuego, comida. Y, más que hambre, sentía una particular ansiedad por la presencia de otros hombres, un deseo de encontrarme entre ellos, casi como si toda la humanidad fuera mi clan y yo deseara sentir su calor para reconfortarme de la enormidad de los poderes de la Luz y la Oscuridad. Es una sensación extraña, pero me ocurre siempre que he estado cerca de la Luz y, por lo tanto, lejos de la humanidad.
El grupo resultó estar formado por once hombres guiando tres caballos de carga y una vaca. Eran guerreros. El sol relucía sobre las puntas de sus espadas, siguiendo los contornos de los escudos ovalados colgados de sus hombros, y centelleando cálidamente sobre sus yelmos de acero. Me detuve frunciendo el ceño. Los guerreros de las Orcadas no llevan yelmos, y tampoco ninguno de los guerreros britanos que se habían unido a las mesnadas de mi padre. La mayor parte de guerreros consideran una cobardía llevarlos y, además, a menos que esté muy bien diseñado, un yelmo sólo sirve para dificultar la visión sin proporcionar demasiada protección.
Mientras permanecía inmóvil, observándolos estúpidamente y pensando en aquellas cosas, uno de los guerreros me llamó, gritando en un idioma que no conocía. Entonces comprendí que debía haber huido. Sabía irlandés, britano, latín y algo de picto, todos los idiomas hablados en Britania excepto uno. El que no conocía era el sajón… y los sajones también llevaban yelmos. Pero había dudado demasiado tiempo, y era demasiado tarde para huir. Los guerreros estaban casi encima de mí. Tendría que tratar de mentir y esperar que la famosa afición de los sajones a la violencia irracional fuera sólo un rumor, que su reputación de falta de imaginación y estupidez fuera correcta.
El sajón que me había llamado repitió su saludo. Asentí, tratando de adoptar un aire de ignorancia, y me hice a un lado para dejarlos pasar.
Me di cuenta de que todos eran hombres altos, con el extraño cabello pálido que también forma parte de la reputación de los sajones, aunque tres de ellos eran morenos. Iban bien armados, con espadas, lanzas de arrojar y golpear, y los largos cuchillos o seaxes a los que deben su nombre. Los caballos iban cargados de comida: tres cerdos, grano y algunos sacos que podían contener fruta o verduras. El grupo se me acercó, más lentamente, y el líder se detuvo de repente y frunció el ceño. Dijo algo en tono interrogativo. Yo sacudí la cabeza.
Dio otro paso hacia mí y volvió a vacilar, mirándome fijamente. Hizo un gesto con la mano izquierda. Uno de sus camaradas hizo un comentario en su extraño idioma gutural, pero el líder sacudió la cabeza con aire dubitativo y me hizo otra pregunta. En su voz había una extraña nota de incertidumbre, casi de miedo, y sus camaradas habían bajado las puntas de las lanzas. Volví a sacudir la cabeza.
El líder miró a sus compañeros y luego me habló en britano. Tenía un fuerte acento, pero lo entendí perfectamente.
—Yo decir, saludos a ti, seas quien seas. —Volvió a vacilar, observándome, y luego continuó en tono beligerante—: ¿Quién eres y por qué estás en esta carretera tan cerca del anochecer?
—Yo… estoy viajando porque debo hacerlo —dije—. Cuando oscurezca, me detendré.
Uno de los sajones se adelantó furioso, bajando su lanza.
—¡Esa no es respuesta, britano! ¿Qué haces en los dominios de los sajones del oeste? Si eres un siervo, ¿dónde está tu señor? Si no lo eres, ¿qué haces?
—¡Eduin! —dijo el líder en tono alarmado, y en el silencio brusco y tensó que se produjo volvió a estudiarme, como si no le gustara lo que veía. Permanecí callado, pensando a toda prisa.
El segundo sajón, Eduin, empezó a discutir rápidamente con el líder, señalando hacia el este. El líder parecía indeciso, masticándose el mostacho, pero luego se enfureció y se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Dónde está tu señor, britano? —preguntó.
De modo que pensaban que era un siervo, y habían dicho que aquél era el territorio de los sajones del oeste. Traté de recordar lo que sabía sobre los reinos sajones. Era fácil decir «los sajones», e ignorar las auténticas divisiones que los separaban, las distintas tribus de sajones, anglos, jutos, francos… pero los sajones del oeste habían llamado la atención lo suficiente para quedar registrados en cualquier memoria. Cerdic era el rey de los sajones del oeste, y se había apoderado de una de las antiguas provincias romanas, la mitad oriental de Dumnonia. En aquella zona, recién conquistada o tal vez todavía resistiendo a los invasores, cualquier britano tenía que ser un siervo o un enemigo. Era mejor ser un siervo, especialmente cuando se trataba de once contra uno, y además mal luchador.
—¡Bien, respóndeme, britano! —dijo el líder sajón. De nuevo había en su voz un tono que no pude entender, casi de desesperación.
—Yo… —¿Qué podía decir?—. No tengo ninguno.
El líder también bajó su lanza, y situó la punta a menos de un pie de mí.
—¿De modo que no eres un siervo? —preguntó, en voz muy baja—. ¿Qué eres, entonces? ¿Sabes luchar? No temo a ningún… —Y añadió una palabra sajona. Los demás se acercaron con las lanzas bajas, mientras uno o dos descolgaban los escudos de sus espaldas, aunque estaba claro que no entendían el britano de su líder.
Me di cuenta de que mi mano había descendido hacia la empuñadura de Caledvwlch y, atónito por mi propia reacción, la detuve, traté de relajarme y parecer acobardado y desconcertado. No podía enfrentarme a ellos con la espada. Tendría que ver si había heredado algo de la famosa astucia de mi padre.
—¡Pero soy un siervo, noble señor! —dije, luchando por poner una nota de terror en mi voz. No me fue difícil—. Yo… Arglwydd Mawr, gran señor, mi señor ha muerto, y no sé…
Ante mis primeras palabras, el sajón se relajó con un estremecimiento. Me habló de nuevo, con aire arrogante y agresivo.
—Tratas de reunirte con tu Gran Rey britano, ¿no? Sólo porque Arturo el Bastardo está a cien millas de distancia, has huido de tu amo y tratas de unirte a él.
—¡No, mi señor! —grité—. Sólo… Estoy huyendo, sí. Mi amo ha muerto, ya te lo he dicho. Y me temo que mi hermano también. Tengo miedo de que me maten, señor. Necesito tu protección. Si tratara de reunirme con el Gran Rey, ¿os hubiera saludado, señor?
—Se hubiera escondido al vernos llegar —dijo Eduin a su compañero—. Es un siervo, Wulf, igual que cualquier otro.
Pero Wulf frunció el ceño.
—¿Cómo murió tu amo? ¿Quién quiere matarte? Responde rápido.
—Hubo un duelo, mi señor —repliqué de inmediato, recordando las historias contadas por uno de los espías de mi padre—. Mi amo mató a un hombre, hace aproximadamente un mes; y sus parientes aceptaron el dinero, a causa de la guerra y porque el rey lo deseaba. Pero en sus corazones seguían furiosos, y cuando cruzábamos las colinas para tomar posesión de unas tierras que el rey le había concedido, le tendieron una emboscada y lo mataron, a él y a todos sus acompañantes. Mi hermano, otro de sus siervos, estaba allí, y también lo mataron. Yo me escondí tras un arbusto hasta que se marcharon y luego escapé. Tengo miedo, mi señor, porque sé que me matarán para impedir que revele que rompieron su juramento sobre la indemnización.
Wulf asintió. Al parecer, mi historia era plausible.
—¿Cuál era el nombre de tu amo, entonces? ¿Y quiénes son esos perjuros?
Bajé la mirada y me removí.
—Mi señor —susurré—. No me atrevo a decírtelo. No soy más que un siervo. Me matarían.
Me estudió durante un momento. Luego reparó en la empuñadura de mi espada por primera vez. Yo me había vuelto a cubrir con la capa para protegerme del frío del anochecer. La miró con el ceño fruncido.
—¿De quién es esa espada? ¿De tu amo?
—Sí.
Vaciló, empezó a pedírmela y luego se detuvo, sacudiendo la cabeza. Bajé la vista.
—¿Y crees que podemos protegerte? —preguntó Eduin con sarcasmo.
Me removí todavía más, rezando desesperadamente a la Luz porque no me hicieran más preguntas sobre Caledvwlch.
Eduin soltó una carcajada áspera.
—Resulta que no necesitamos siervos britanos, a menos que sean útiles. ¿Qué sabes hacer?
Me permití relajarme un poco. «Ten cuidado», me dije a mí mismo. Por fortuna, con los pies descalzos y la ropa demasiado pequeña debía parecer un siervo, y los esclavos obedientes eran lo bastante raros para ser potencialmente valiosos. Si conseguía parecerles útil me dejarían vivir, ya fuera para conservarme con ellos o para venderme; pero, si les resultaba demasiado valioso, escapar me sería aún más difícil, y podría provocar preguntas que no sería capaz de responder. Y, si les parecía inútil, lo más probable era que me mataran directamente. «Luz —pensé brevemente—, ¿por qué me has traído aquí? En fin… no te sorprendas de lo que ocurra».
—¿Hacer, mi señor? Se me dan bien los caballos. Me ocupaba del establo de mi amo. Y también sé tocar un poco el arpa, y servir la mesa.
Wulf se mordió el labio y dijo algo a Eduin. Todavía parecía ansioso. Eduin le replicó con vehemencia y Wulf pareció discutir con él. Eduin se encogió de hombros y dijo algo que enfureció a Wulf. Éste se volvió de nuevo hacia mí.
—Muy bien, britano, nos quedaremos contigo. Si tratas de escapar, serás azotado. Cuidarás de nuestros caballos, y más tarde te venderemos a alguien que pueda sacarte partido, si no encontramos a los parientes de tu amo.
—Gracias, mi señor. —Me incliné mientras pensaba: «¿Más tarde? ¿Cuándo? ¿Cuando nos reunamos con el ejército del que deben formar parte?». Habían mencionado que el Pendragón estaba cerca. Parecía que me encontraba en mitad de la guerra. Me pregunté qué habría ocurrido en Britania mientras yo estaba en la Tierra de Promisión.
Wulf explicó lo sucedido a sus seguidores. Los sajones me entregaron las riendas de sus caballos y echaron a andar hacia el este sin más comentarios. Observándolos, estuve seguro de que era un grupo de aprovisionamiento enviado en busca de suministros. Maldije mi suerte por haberlos encontrado. De haberme topado primero con un guerrero solitario, o con un granjero, hubiera estado prevenido de mi situación y podía haber abandonado la calzada, suponiendo que hubiera sobrevivido al encuentro, y continuar tranquilamente hacia el oeste. Pero me encontraba atrapado y en peligro. Ciertamente, los sajones no me permitirían conservar la espada. No podía comprender por qué no me la habían pedido ya. Y no me gustaba pensar en lo que ocurriría cuando trataran de desenvainarla; aquello me delataría de inmediato. Además, tendría que inventarme un nombre para mi amo imaginario, si no me descubría antes revelando mi ignorancia sobre algún aspecto que cualquier siervo debería conocer.
«Bien —traté de consolarme—. Tiene que haber alguna salida». La Luz no entregaría mi vida, ni dejaría que mi espada cayera en manos enemigas tan poco tiempo después de haberme salvado y entregado un arma. Me había salvado de Morgawse; seguro que podía salvarme de los sajones. Pero estaba asustado. La Luz me había salvado de la Oscuridad, sí, pero aquello había sido magia contra hechicería, y los sajones eran un poder físico, de carne, hueso y acero. Las cosas habían ocurrido tan rápido que no había tenido tiempo de sentir nada. Pero deseaba soltar los caballos de los sajones y echar a correr. Era como si hubiera salido del mundo de Morgawse para entrar en el de Lot, donde Morgawse sólo podía influir de modo indirecto. ¿Y la Luz?
«La Luz es el Gran Rey —me dije—. Te ha traído hasta aquí, y también puede sacarte».
Pero las dudas y el miedo no desaparecieron. Los sajones tenían mala reputación.
«Por lo menos —pensé—, el rey Arturo está en algún lugar cercano, guerreando contra estos sajones». Arturo. Arturo, el Pendragón de Britania. Arturo, el que luchaba contra la Oscuridad. Al oír las palabras de Lugh no las había cuestionado, pero en aquel momento empecé a hacerme preguntas. Hasta donde sabía, Arturo luchaba contra los sajones. Lo había hecho hasta el momento, y parecía seguir haciéndolo. Pero los sajones no tenían por qué ser lo mismo que la Oscuridad. No percibía ninguna maldad en los guerreros que caminaban a mi lado y, de haber estado allí, la hubiera notado. Actuaban como cualquier guerrero. Podrían ser atípicos, pero lo dudaba. Los sajones tenían fama de violentos, brutales y maltratadores de esclavos y mujeres, y también de aburridos, crédulos, ingenuos y estúpidos. Se hacían muchos chistes sobre aquellos últimos rasgos… aunque, observando la fría cautela de Eduin, empecé a pensar que al menos aquella parte de la reputación de los sajones podía estar equivocada. Pero, por lo demás, todos los guerreros eran violentos, y la mayor parte brutales en caso de necesidad, y todas las naciones han sido, en ocasiones, crueles con sus esclavos y mujeres. Nunca se atribuía una maldad deliberada a los sajones. En realidad, parecían menos dados a la tortura, el envenenamiento y la magia negra que los britanos romanizados, y ciertamente cumplían mejor los juramentos que se prestaban unos a otros. Si tenían más esclavos era porque las aldeas de los clanes britanos e irlandeses no podían permitirse, o no necesitaban, tantos siervos como los pueblos sajones; y las mujeres britanas e irlandesas no eran tan maltratadas simplemente porque no lo permitían, como sí parecían hacer las mujeres sajonas. No creí que los sajones fueran únicamente siervos de la Oscuridad. Sin embargo, Arturo dedicaba todas sus fuerzas a luchar contra ellos. Si realmente servía a la Luz, debía haber alguna razón que le impulsara a hacerlo.
De repente, recordé cómo mi madre había usado a mi padre, y me quedé helado. Si alguna fuerza estaba usando de aquel modo a los sajones, y si aquella fuerza me reconocía como lo que era cuando llegáramos al campamento sajón, aquel viaje podía significar mi muerte.
Por supuesto, cualquier intento de escapar también significaría la muerte, y mi entrada en el campamento sajón estaría llena de riesgos. Incluso si lograba sobrevivir y escapar de los sajones, ¿qué utilidad podía tener yo para Arturo? El Gran Rey necesitaba guerreros, no… lo que yo fuera.
Lugh había dicho: «No te sorprendas de lo que ocurra». De nuevo me centré en aquella frase. La Luz me había escuchado y me había salvado cuando le había hablado sin palabras en Llyn Gwalch. La Luz había creado el fuego de Caledvwlch y me la había entregado. Me había traído hasta el reino de los sajones del oeste desde un mundo más allá de la tierra. Era increíblemente poderosa, y yo no podía creer que actuara por ignorancia. Tenía que haber alguna razón para aquello. Sólo debía esperar, observar y ser fuerte.
Suspiré, y dediqué mi atención a guiar los caballos.
Los sajones no se detuvieron al oscurecer, sino que siguieron andando firmemente. Tenía los pies insensibles para entonces, lo que era una suerte, porque sangraban y estaban llenos de ampollas. Me dolían las piernas, que parecían de piedra tras aquel ejercicio desacostumbrado. Tenía hambre y sed, pero no dije nada y luché por mantener el paso. Los sajones no me ayudaron ni aguardaron. Supuse que no querrían cargar con un esclavo inútil, de modo que luché por no rezagarme y evitar tal vez que me mataran. El campamento tenía que estar cerca si seguían andando de noche sin detenerse siquiera para comer. No podía faltar mucho.
Las estrellas habían aparecido cuando llegamos. Era muy grande; albergaba a todo el ejército de los sajones del oeste y se había construido para tal fin. Estaba claro que nos encontrábamos sobre un antiguo fuerte en lo alto de una colina, construido por los romanos y convertido en base militar y ciudad. Los sajones se habían instalado en algunos de los antiguos edificios romanos, añadiendo algunas casas, y toda la extensión de campos desbrozados en torno a la ciudad había sido sembrada recientemente. Aquel lugar me impresionó, pese a mi agotamiento. Nunca había visto un pueblo, mucho menos una ciudad casi romana. La colina era empinada, y el terraplén y la zanja que la rodeaban estaban bien construidos. Era evidente que se trataba de una buena fortificación. Casi todo el espacio comprendido entre los terraplenes estaba ocupado por las casas de los habitantes o las tiendas de las mesnadas y soldados. Como empezaba el verano y había terminado la siembra, los campesinos habían sido llamados a unirse a las mesnadas, los sajones los denominaban fyrd, y su número era muy grande. Pero el campamento estaba bien organizado y vigilado. Había centinelas en las murallas, y uno de ellos nos detuvo antes de permitirnos la entrada a la fortaleza, comprobando cuidadosamente que no fuéramos espías.
El grupo de guerreros que me guiaba se dirigió directamente a una zona del campamento, donde descargaron sus provisiones. Otros se reunieron en torno a ellos haciéndoles preguntas, felicitándolos y palmeándoles las espaldas, de modo que resultaba claro que pertenecían al mismo clan que el resto del grupo. Wulf respondió a las preguntas, me señaló y capté la palabra «siervo». Eduin hizo un comentario que sonó como una broma y se echó a reír. Los sajones me miraron sin interés, luego volvieron a mirarme y clavaron la vista en Caledvwlch. Hubo un silencio incómodo antes de que se encogieran de hombros y regresaran a su hoguera, sobre la que estaban asando un cordero. Estaba casi listo, y llenaba el aire de un aroma que me hizo la boca agua. Me acerqué también al fuego, pero Wulf me detuvo.
—Primero, ocúpate de los caballos —me ordenó—. Están allí, atados. Cuida de todos, no sólo de los nuevos.
Asentí, aunque sentía deseos de golpearle o echarme a llorar. Sólo el conocimiento de que la desobediencia significaría como mínimo una paliza hizo que me contuviera.
—Sí, mi señor. ¿Dónde está el forraje?
Wulf me señaló un montón de heno de bastante mala calidad y se dirigió a la hoguera.
Atendí a los caballos. Había dieciocho, todos en mal estado, y tardé bastante tiempo en terminar con ellos. Era evidente que las pobres criaturas no habían comido grano durante varias semanas de duro trabajo sin los cuidados más elementales.
Cuando terminé, el cordero había sido devorado hasta los huesos, y los sajones estaban sentados, bebiendo aguamiel y presumiendo. Sabía que presumían por el tono de sus voces. Irlandeses, britanos, sajones o bretones… todos los hombres presumen del mismo modo. Incluso cuentan las mismas historias. Me acerqué silenciosamente al fuego y conseguí hacerme con uno de los huesos y un vaso de agua sin ser observado. Empezaba a comer cuando Wulf reparó en mí de nuevo.
—¡Oye! —gritó—. ¿Has terminado con los caballos?
—Sí, mi señor.
—Los caballos están enfermos —dijo otro sajón, con un acento tan fuerte que apenas pude entenderlo.
—No están enfermos, mi señor —repliqué, tratando de sonar respetuoso—. Pero necesitan cuidados adecuados o enfermarán. Y necesitan herraduras.
—¿Qué?
Wulf tradujo mis palabras. Los demás asintieron, hablaron un poco sobre caballos y bebieron más aguamiel, satisfecha su curiosidad. Supuse que sabían muy poco sobre caballos y me sentí algo menos asustado. Me había preguntado si tratarían a sus siervos del mismo modo.
Roí mi hueso de cordero tratando de pensar en un modo de perderme en la noche mientras los sajones bebían. Parecía imposible. El campamento estaba demasiado bien ordenado y protegido; los centinelas estarían ciertamente pendientes de cualquier esclavo britano que tratara de huir durante la noche. «Tal vez mañana —pensé—. Tendrán que darme zapatos, y cuando haya descansado…».
—¡Tú! ¡Britano!
Levanté la vista. La voz era la de Eduin.
—¿Mi señor?
—¿Sabes tocar el arpa?
—Así es, mi señor.
—Entonces, toma el arpa que está junto a las provisiones y toca algo.
Bien mirado, tal vez sí trataban a sus esclavos como a sus caballos. Dejé el hueso de cordero y me dirigí al arpa. Los sajones, complacidos de tener a alguien que tocara para ellos, se reclinaron con aire expectante.
—¿Qué clase de canción quieres, mi señor? —pregunté a Wulf.
—Una canción de guerra. Y que sea buena.
Dejé que mis dedos pasaran lentamente sobre las cuerdas del arpa, afinando un par de ellas y pensando. Una canción de guerra britana, llena de sajones muertos, no les complacería. No deseaba provocar sus sospechas cantando en irlandés y revelando mi procedencia de un lugar tan distante como las Orcadas. Me decidí por una canción de Bretaña sobre una danza con espadas: «¡Fuego! ¡Acero y fuego! Robles en la noche, tierra, piedra y luz de hoguera…». Los sajones disfrutaron de la canción, golpeándose los muslos con las manos para seguir el ritmo, con los ojos relucientes en la oscuridad. Cuando terminé, me dieron un cuerno de aguamiel.
—Toca otra —dijo el del acento fuerte.
—¿De qué clase, mi señor? —dije saboreando la bebida.
—Un lamento por los caídos, arpista —dijo una voz en la oscuridad detrás de mí, en un britano claro y sin acento. Los sajones se levantaron como un solo hombre.
—¡Se Cyning! —exclamó Eduin. Yo había oído antes aquel título, junto a los nombres de todos los sajones importantes de Britania. Significaba «rey».
—¡Cerdic! —dijo Wulf, y añadió un saludo formal.
El rey de los sajones del oeste se lo devolvió, adelantándose hacia la luz de la hoguera. Había otro hombre detrás de él, entre las sombras.
Cerdic no era un hombre alto, y ni siquiera parecía un sajón. Era menudo y delgado, con el cabello rojizo como el de un zorro y los ojos verdes. Su barba tendía a ralear, y no era especialmente atractivo. Pero enarbolaba su poder con la misma facilidad con la que vestía su manto, echado sobre un hombro y mostrando la púrpura como por accidente. Sonrió a mis sajones y agitó una mano, indicándoles que volvieran a sentarse, y luego también tomó asiento, consiguiendo de algún modo parecer majestuoso y familiar al mismo tiempo. Me resultó fácil creer que era un gran líder. Pero cuando la luz del fuego prendió en sus ojos pude ver, en uno de aquellos momentos de lucidez repentina, que también había Oscuridad en él, y un apetito devorador que convertía todos sus poderes, talentos y seguidores en meras lanzas arrojadas contra su objetivo. Y en el hombre que estaba tras él percibí una Oscuridad semejante a un fuego negro, capaz de consumir las mismas tinieblas que lo rodeaban. El hombre avanzó detrás de Cerdic y apartó las ramas del suelo antes de sentarse sobre él. Era muy alto, con el cabello rubio pálido y los ojos azules que consideramos habituales en los sajones, y era muy atractivo. Tendría unos treinta años y vestía como un noble importante. Percibió mis ojos sobre él y me miró. Por un instante, nuestros ojos se encontraron y su mirada se agudizó repentinamente al verme, como preguntándose algo. Aparté la vista.
Wulf sirvió aguamiel a los recién llegados, hablándoles con respeto mientras lo hacía. Cerdic tomó un sorbo y enarcó las cejas.
—Buen aguamiel, Wulf Aedmundson —dijo, todavía en britano—. ¿De tus nuevas propiedades? Te dije que los Downs eran una buena zona para producir miel. ¿Has intentado ya cultivar uvas? Bien, britano, toca como te he pedido.
—Sí, mi señor —susurré sin mirarlo—. Un lamento por los caídos.
Hasta el momento, Cerdic no había reparado en mí, pero me clavó los ojos en cuanto hablé. Miró a su compañero. El otro apretó los labios y se golpeó la rodilla con los dedos. Cerdic frunció el ceño.
Pasé los dedos por las cuerdas, tocando un complicado preludio sin pensar. Aquellos dos hombres eran importantes. Cerdic, Cyning thara West Seaxa, como le llamaban sus hombres, y el otro… ¿quién era? Era fuerte en la Oscuridad. Pensé que Cerdic no era capaz de comprender la Oscuridad, aunque deseaba utilizarla por ambición; pero el otro era como Morgawse.
Un lamento por los caídos. Había multitud de lamentos, más que canciones de guerra. Lamentos por los caídos a manos de los sajones, hombres como aquellos que me acompañaban. Canté un lamento muy famoso, una composición lenta y orgullosa que se creó cuando la provincia del sureste de Britania fue arrollada por los sajones, una antigua canción que llamaba a la provincia con un nombre todavía más antiguo, la tierra de la tribu de los cantii.
Aunque derribaron a las huestes sajonas
junto a los blancos acantilados,
e hicieron llorar a las mujeres,
la gloria no pudo completarse.
La hueste cabalga hada el Yffern, derrotada,
y en sus campos las águilas festejan.
Amarga fue la cosecha que recogieron.
Lucharon contra los sajones,
lucharon y cayeron.
Recolectaremos cadáveres,
nuestras lágrimas abrirán pozos,
y las huestes de los cantii jamás regresarán…
Cerdic escuchó atentamente. Cuando toqué la última nota, asintió.
—Una canción muy hermosa. Y muy bien cantada. Tienes mucha práctica con el arpa.
—Gracias, Gran Rey —dije en tono halagado. No podía darle motivos para que sospechara que era algo más que un siervo común. Me envolví en mi capa, como si sintiera el frío de la noche, con la esperanza de que el rey no reparara en mi espada.
—Toca otra —ordenó Cerdic, y obedecí.
El rey empezó a hablar con Wulf, bebiendo su aguamiel sin prestarme más atención. Pero su compañero, el otro noble, continuaba observándome, con los párpados medio cerrados sobre aquellos ojos pálidos pero extrañamente oscuros.
Seguí tocando, y me di cuenta de que era mucho mejor que antes. Tal vez se debía a haber escuchado la canción en el salón de Lugh, o simplemente a mi liberación de la Oscuridad, pero sentía que era capaz de hacer vivir la música sobre las cuerdas y en los corazones, algo que muchos bardos profesionales no consiguen hacer. Me sentí inquieto, y deseé haber tenido el sentido común de tocar mal al inicio de la noche.
Finalmente, Cerdic terminó de hablar con Wulf y se levantó para marcharse. Empecé a relajarme.
Pero cuando se levantó su compañero, hizo un gesto en dirección a mí.
—Tocas bien, britano —dijo. Su voz era fría y hablaba lentamente, arrastrando las palabras en tono burlón—. Lo suficiente para resultar valioso. Pero no tan valioso como para que se te permita llevar una espada, lo que va en contra de todas las leyes y costumbres. Dámela.
Lo miré fijamente durante un largo momento, horrorizado, aunque hubiera debido esperarlo. Detrás del horror me invadió una rabia inesperada, rabia contra aquel arrogante hechicero sajón que me trataba como a una mercancía, que me exigía mi posesión más preciada; rabia contra la crueldad descuidada de los demás sajones; y, sobre todo, rabia contra mí mismo por aceptar la esclavitud y el abuso en lugar de entregar mi vida en defensa de mi honor como hubiera debido hacer. Levanté la vista y me enfrenté directamente a la mirada del hechicero, apoyando la mano en Caledvwlch.
—No puedo dártela.
—¿Me desafías? —preguntó, todavía en tono lento y burlón—. ¿Un esclavo desafiando al rey de Bernicia?
De modo que se trataba de Aldwulf de Bernicia, que tenía fama de ser el más cruel de los reyes sajones. Me detuve, luchando por controlarme. Sus ojos volvían a tener una expresión interrogante y altanera. Movió los labios y reconocí las silenciosas palabras. Apreté el puño sobre la espada, recordando cómo Morgawse me las había enseñado.
—Lo lamento, gran señor. —Mi voz sonó demasiado baja, incluso a mis oídos—. La espada pertenece a mi amo. No puedo dársela a nadie más. —Traté desesperadamente de obligarme a adoptar el papel que había elegido, recordándome que no era un guerrero—. A nadie que no sea mi amo o su heredero.
Pero el sajón sonrió como si se sintiera satisfecho por algo. Vi que había cometido algún error, que sabía lo que me había estado pidiendo, y me sentí helado.
—De modo que también eres leal —dijo Aldwulf, todavía sonriendo—. Conserva la espada, entonces, para el heredero de tu amo. —Miró a Cerdic y dijo algo en sajón. Cerdic le preguntó algo en tono brusco, y pude reconocer las palabras «tie thrall», ante las que algunos sajones gruñeron. Aldwulf replicó lánguidamente y se encogió de hombros. Cerdic pareció pensativo, se volvió hacia Wulf y le preguntó algo, a lo que Wulf dio una respuesta bastante prolongada. Cuando hubo terminado, Cerdic se volvió hacia mí.
—Wulf dice que sabes cuidar de los caballos además de tocar el arpa, y que tu amo, según tus propias palabras, murió en una reyerta sobre la que temes dar información. Estoy considerando comprarte, britano. ¿Cómo te llamas?
Me miré las manos sobre el arpa, sintiéndome enfermo. Si el rey me compraba, ¿cómo podría escapar? Y, dado que Aldwulf había sido claramente el instigador de todo esto, ¿qué me ocurriría si no escapaba?
—Gwalchmai. —Respondí a la pregunta de Cerdic con la verdad.
—Un nombre de guerrero, no de esclavo.
—Nací libre, mi señor. Mi amo no quiso cambiarme el nombre al ver que estaba habituado a él.
—Y eres leal a ese amo asesinado, pero no tanto como para darme información sobre la reyerta. ¿Cuánto tiempo hace que eres siervo?
—Tres años, señor. —Un espacio de tiempo lo bastante largo.
Me miró cuidadosamente de arriba abajo y maldije mi estupidez por haber cantado tan bien, actuando como un hombre libre en lugar de un siervo. «No seas nadie —me dije—. Haz que crean que no eres nadie. Aquí, en la sede de su poder, ese hombre puede destruirte con una sola palabra».
—Canta bien —dijo Cerdic a Wulf—. Te lo compraré, si el precio es apropiado.
Aldwulf volvió a sonreír, mirándome fijamente mientras Cerdic regateaba con Wulf y Eduin. Tras unas breves negociaciones, Cerdic se quitó dos pesados brazaletes de oro del brazo derecho y añadió un tercero. Un buen precio. La mayoría de esclavos, en aquellos días en que los hombres eran baratos, apenas valían la mitad de aquel importe. Cerdic no lo había pagado porque le gustara mi música, pero aquello era obvio.
—Bien, ahora yo soy tu amo —me dijo Cerdic—. Acompáñame.
—Sí, señor. ¿Has comprado también el arpa?
—Te la regalo, señor —dijo Wulf—. En señal del respeto de mi clan por su cyning. —Parecía sincero. Me pregunté qué se habrían dicho él y Cerdic.
Cerdic movió la cabeza en un gesto de agradecimiento y echó a andar. Yo me tambaleé detrás de él, con los pies doblemente doloridos tras el breve descanso, cargando con el arpa.
El rey se detuvo junto a otro par de hogueras y en una casa del interior de la fortaleza, supuse que para hablar con los jefes de otros clanes influyentes. Me pidió que cantara algo para distraer a los guerreros y tal vez para presumir de su nueva compra. Pero Aldwulf nos abandonó en la primera parada y me sentí mucho mejor en su ausencia.
Pasaba de medianoche cuando el rey sajón decidió finalmente que era hora de descansar. Nos dirigimos a un hermoso edificio gubernamental romano en el centro de la fortaleza. Me tambaleaba de agotamiento para entonces, y ni siquiera hice una pausa para contemplar los mosaicos ni el estanque del atrio. Cerdic me entregó a sus sirvientes tras una breve explicación en el patio; luego se dirigió a sus propios apartamentos para acostarse.
Permanecí frente a los siervos de Cerdic. Me devolvieron la mirada con una extraña mezcla de desconfianza y miedo, la misma que me había dedicado Wulf al encontrarme con sus hombres en la calzada. Estaba demasiado cansado para hacerme preguntas, sin embargo, y me limité a decir:
—Me llamo Gwalchmai. Imagino que vuestro amo os ha contado que me ha comprado esta noche porque sé tocar el arpa y atender a los caballos. Llevo todo el día caminando y trabajando, y estoy cansado. ¿Dónde puedo dormir?
Los siervos vacilaron, todavía recelosos. Finalmente me acompañaron a las habitaciones de los siervos junto a los establos. Allí caí sobre un camastro y me dormí al instante.
Desperté al cabo de menos de tres horas. Permanecí en silencio durante un rato, aturdido por el cansancio y muy tenso, preguntándome por qué habría despertado. Algún sueño se deslizó por mi mente como un pez plateado y desapareció. Suspiré y me incorporé, alargando el brazo hacia Caledvwlch.
Cuando mi mano se cerró en torno a la empuñadura de la espada, el rubí empezó a brillar. Lo miré fijamente.
—¿Hay algo más que deba hacer esta noche, señor? —pregunté en voz alta.
Sólo hubo silencio y el cálido resplandor que respondía a un fuego profundo, casi enterrado en mi interior.
Me levanté, me ajusté la correa que había olvidado quitarme, y salí de la habitación.
La silueta negra de la casa se recortaba sobre el establo contra el cielo estrellado. La ciudad estaba a oscuras, excepto por las distantes hogueras de los centinelas en las murallas. Me estremecí en el aire nocturno, aunque, pese al frescor de la primavera, no hacía frío. No, había reconocido una sensación en el aire, una sensación procedente de la casa. Me volví hacia el edificio, encontré el camino del atrio y, tras vacilar, me dirigí a los aposentos cubiertos de mosaicos de los nobles. Todos los siervos dormían.
La casa estaba a oscuras; reinaba un silencio profundo y un calor negro, diferente pero similar al frío gélido de Morgawse. Me costaba respirar. Permanecí quieto un minuto, dejando que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego, con la mano en la empuñadura de la espada y una plegaria a la Luz en mi mente, avancé hacia la puerta cerrada a un extremo del corredor, abriéndola una sola pulgada para mirar al otro lado.
Lo primero que vi fue una sombra que se balanceaba adelante y atrás contra la pared, y sólo después reparé en el cuerpo que la proyectaba. El hombre estaba muerto, con la cabeza colgando grotescamente, el cuello roto por la cuerda de donde lo habían colgado. Parecía britano, pero era difícil decirlo con aquella luz. Reconocí el dibujo trazado en el suelo debajo de él, hecho con su sangre, y el diseño que rodeaba la única vela cerca de la puerta. Aldwulf de Bernicia estaba de rodillas junto al primer dibujo, arrojando un puñado de runas sobre él y leyendo las palabras que formaban. Cerdic, que permanecía a su lado, con los ojos brillantes de ansiedad, no daba muestras de comprender el significado de las runas. Yo sí lo comprendí, y recé porque la Luz me protegiera.
Una sombra pareció concentrarse en torno a la cabeza del ahorcado y el cuerpo empezó a balancearse más rápidamente, proyectando un gran movimiento de sombras sobre la pared. Aldwulf lanzó sus runas. Vi que no había convocado a un gran poder, sino a un simple mensajero.
—Un trato —dijo Aldwulf en voz alta, hablando en el lenguaje de las runas mientras las estudiaba: el lenguaje antiguo y frío de la hechicería. Su voz ya no era suave y burlona, sino áspera y mortífera. Arregló las piezas para componer su propio mensaje—. Lleva este mensaje. A tu señor. Quiero un trato.
El cuerpo se balanceó más lentamente. Aldwulf lanzó las runas y leyó la réplica en silencio, moviendo apenas los labios, antes de volver a reordenar las piezas.
—Muerte —leyó—, para Arturo, el Gran Rey. Por su muerte, otra muerte. Una ofrenda. Aceptable.
El cuerpo dejó de balancearse, pero la sombra continuó agazapada sobre él. De nuevo Aldwulf lanzó las runas, y en aquella ocasión leyó la réplica en voz alta.
—No aceptable. Vida mortal pequeña. Imposible. Soltar. —Justo en el umbral auditivo se empezó a oír un débil gemido, agudo como la hoja de un cuchillo, venenoso y horrible de escuchar. Aldwulf apoyó una mano sobre las runas y volvió a hablar en el antiguo idioma—: No es una vida mortal ordinaria. Tenemos a alguien que debe pertenecer a la raza de los sidhe, al menos en parte, un siervo de la Luz, cuyo nombre es Gwalchmai. Lleva una espada que es poderosa en la Luz; te sería de gran utilidad.
Cerré los ojos, apoyándome en el marco de la puerta, y la náusea se apoderó de mí como una gran mano gélida.
El lamento cesó. El cuerpo empezó a balancearse de nuevo, en aquella ocasión en círculos más y más violentos. Aldwulf lanzó las runas.
—Posible —leyó—. Con espada, posible. Matar… primero ofrenda…
—¡No! —añadió Aldwulf, cubriendo las runas y volviendo a levantar la vista—. Primero mata al Pendragón. Después tendrás tu ofrenda.
El lamento empezó de nuevo, y el cuerpo se sacudió en la cuerda, como si tratara de regresar a la vida.
—Imposible. Necesitar espada. Para la espada, necesitar muerte. Matar.
—Muy bien —dijo Aldwulf—. Pero di a tu amo que, si no mata al Gran Rey Arturo cuando le haya entregado su ofrenda y la espada, yo, el Portador de la Llama, buscaré a tantos de su raza como pueda y los destruiré hasta que lamente haberme engañado; y primero te destruiré a ti. ¿Dudas de mi palabra, demonio?
Las runas se reorganizaron por sí solas, formando un nuevo dibujo.
—El trato… se cumplirá.
—Dentro de dos semanas, entonces —dijo Aldwulf, y apagó la vela tras levantarse bruscamente. La sombra se desvaneció de inmediato. El cuerpo dejó de moverse lentamente. Aldwulf se encaminó a una pared, fuera de mi vista, y oí que golpeaba un pedernal. Encendió una antorcha, y cruzó la estancia para encender otra en la pared opuesta. Estudió el cuerpo y el dibujo del suelo, miró a Cerdic y sonrió.
—¿Lo ves, rey de los sajones del oeste? —preguntó, con la voz de nuevo lenta y agradable.
—Tu poder es real, Aldwulf —replicó Cerdic—, pero ya me lo habías demostrado. ¿Has pactado con Woden la muerte de Arturo?
—Arturo morirá cuando hayamos hecho la ofrenda.
—Woden parece muy aficionado a los hombres muertos —comentó Cerdic, observando el cadáver.
Aldwulf se encogió de hombros, borrando el dibujo con el pie.
—Si crees que el precio es demasiado alto, dilo. Pero esta vez no desea una muerte cualquiera, amigo mío, sino la de ese joven idiota que no es del todo humano y que duerme en tus establos. Quieren su espada, y creo que su muerte será necesaria para quitársela. Tuvimos suerte de encontrarlo.
—Eso es lo que tú dices —gruñó Cerdic—. Lo creeré cuando Arturo haya muerto.
—¿Qué? ¿Todavía no confías en mí después de todo lo que he hecho? ¿Y la inundación? ¿Y el caballo que te regalé? Y hablando de ese caballo…
—Sigue sin ser domesticado —dijo ásperamente Cerdic—. Muy bien. Creo en tus poderes, ya lo he admitido. Pero se dice que Arturo tiene alguna magia cristiana o druídica para protegerle. Cuando haya muerto, y sólo cuando haya muerto, creeré que tu dios es más fuerte.
—Es fuerte —dijo Aldwulf en tono seguro—. Es muy fuerte.
«Sí, la Oscuridad es muy fuerte —pensé mientras regresaba a mi lugar en los establos—. Oh, Luz, protégeme. Estoy asustado».
Sin embargo, mientras me acostaba de nuevo, pensé que era poco probable que el demonio de Aldwulf consiguiera matar a Arturo, teniendo en cuenta que Morgawse había fracasado. No comprendía cómo iban a usar la espada para ello. Aldwulf podía ser poderoso, pero era más débil que la reina de la Oscuridad. Él era un hombre mortal, y Morgawse no.
Pero el hecho de saber que el trato de Aldwulf no podría cumplirse me serviría de bien poco si me sacrificaban a su demonio.
Me mordí el labio inferior, reprimiendo el impulso de levantarme de un salto y huir chillando de aquel lugar. Sacrificarme. Rodear mi cuello con una cuerda y hacer que mi cuerpo se balanceara a la luz de la vela, poseído por los demonios. Casi podía sentir la cuerda en torno al cuello y ver la terrible oscuridad. Sacrificarme. ¿Por qué? Porque servía a la Luz, poseía una espada y…
Y no era del todo humano.
Eso pensaba Aldwulf. Y de repente comprendí el significado de la expresión en el rostro de Wulf y sus hombres, la misma mirada con la que me habían recibido los siervos de Cerdic. Era miedo, el miedo a lo desconocido, a lo sobrenatural.
Me senté en la oscuridad, apretando la empuñadura de Caledvwlch.
—Soy humano —dije en voz alta. La sangre me latía en los oídos. Estaba mareado de terror y agotamiento, me dolían las piernas, mis pies estaban cubiertos de ampollas, la ropa me irritaba la piel y me apretaba demasiado. Era un hombre, pensé, aferrándome a aquellos detalles. ¿Cómo podían creer lo contrario?
Pero lo creían. Todos lo habían creído, al menos en el primer momento. Contemplé el rubí en la empuñadura de Caledvwlch, oscuro en la noche como mi propio miedo.
«¿Quién soy? —me pregunté desesperadamente—. Gwalchmai. Gwalchmai ap Lot, un guerrero de la Luz, sí. ¡Pero humano! ¿Qué me ha ocurrido?».
«Mi rey —dije en mi corazón—. Mi rey, tengo miedo. La Oscuridad es muy fuerte. ¿Cómo voy a luchar contra ella si ni siquiera sé quién soy, y tengo miedo hasta de mí mismo? ¿Cómo puedo escapar? Aunque pudiera vencer a Aldwulf, Cerdic tiene un ejército, cientos de guerreros, miles de soldados, hileras de acero y mentes dispuestas, todas asustadas de lo sobrenatural; un poder sólido y mundano, sangre y hierro contra los que no puedo combatir. Ni siquiera creen que sea humano, y mi madre es la reina de la Oscuridad y desea mi muerte».
Mi madre. Volví a pensar en ella y en todo lo que me había enseñado. ¿Hasta qué punto me había marcado? Lo suficiente para que Aldwulf sospechara de mí, lo suficiente para enervar a cualquiera que me mirara. O tal vez aquel único día de tres años en la Isla Bendita me había transformado sin que me diera cuenta en algo totalmente diferente, algo totalmente ajeno a los demás hombres.
«¿Y qué tierra es ésta?», me pregunté. Lejos, lejos de mi hogar. Lejos de mis familiares y de mi clan, de la gente que me conocía, que se burlaba de mí, que lucharía por protegerme y que debía creerme muerto. Y, en verdad, estaría mejor muerto que solo, viviendo como un siervo en un reino extraño, destinado a ser ahorcado en sacrificio a un dios desconocido, como había estado a punto de sucederle a Connall…
Connall de Dalriada, con mi cuchillo regalándole una muerte rápida. El demonio de Morgawse y mi huida. El salón de Lugh, la canción, el fuego de Caledvwlch y la luz detrás del ocaso…
Me eché a llorar, temblando silenciosamente en el oscuro establo. «Lamento haber dudado de ti, mi rey. Tú no abandonarías a tus guerreros a la muerte, y no tengo derecho a huir de la batalla después de que me rescataras».
La luz se encendió lentamente en el interior de Caledvwlch, creciendo hasta resplandecer. Sostuve la cruceta, apoyando la frente en el pomo y sintiendo que la luz se movía en mi interior, elevándose como una oleada de música. Ten fe. No te sorprendas de lo que ocurra.