11
ARTURO ASCENDIÓ por la colina al paso, rodeado por los habitantes de Camlann. Sonreía y bromeaba con sus súbditos, agitando las manos ante las felicitaciones por su victoria. Tenía treinta años, una edad suficiente para que aquellos regresos a casa fueran algo común, pero actuaba como si estuviera ante algo nuevo y sorprendente. Se comportó del mismo modo durante toda su vida.
Al llegar a la fortaleza, en la cima de la colina, desmontó ágilmente, tomando las bridas de su caballo antes de que nadie más pudiera hacerlo. Dirigió una mirada a la multitud de criados y guerreros que le habían seguido e hizo una seña a uno de los criados, el senescal, al localizarlo entre la multitud. Empezó a hablar con él, haciendo gestos hacia la colina. Sin duda daba instrucciones para que dispusieran del ganado que había arrebatado a los sajones. El senescal asintió, y luego hizo un gesto de réplica a alguna pregunta del rey. Arturo levantó la vista y, por un instante, me recordó a alguien, alguien con la misma mirada en sus grandes ojos grises, pero no pude situar el recuerdo y tampoco lo intenté seriamente.
—¿Bedwyr? —llamó el rey.
Bedwyr había estado perdido entre la multitud, pero apareció entre ella como si surgiera del aire.
—Aquí, mi señor.
Arturo le dirigió una sonrisa diferente de la que había dedicado a los demás y le tendió la mano. Bedwyr la tomó, y Arturo la apretó también con la otra.
—¿Habéis traído el aguamiel de Ynis Witrin?
—Sí. Y comida suficiente para varios días.
—Laus Deo por ello. ¿Cuánto hay?
—Gweir está haciendo el inventario ahora mismo. Ya he encargado el festín de la victoria.
—Bien hecho. ¿Queda algo de cerveza?
—Los restos agrios del invierno pasado, nada más.
—Tendrá que bastar. Goronwy, cerveza para la Familia. Y Gruffydd está acomodando a los heridos; envía a alguien que se asegure de que tiene todo lo necesario para ellos… —Entró en el salón, todavía dando órdenes a varios sirvientes. Le seguí con el resto de la multitud, llegando casi hasta la mesa principal, y me detuve sin saber qué hacer. Todo el mundo estaba muy ocupado. Aún no podía ir a hablar con el rey; era mejor esperar. Me di cuenta de que estorbaba a los guerreros y busqué un rincón tranquilo.
Arturo se dejó caer en una silla de la mesa principal, tomó el cuerno de cerveza que le ofrecía un sirviente, y bebió largamente.
—Sé bienvenido —dijo Bedwyr.
—Tú también —respondió el Pendragón—. ¿Cuándo has llegado?
—Hace más o menos una hora.
—¿Qué? Por el amor de Dios, hombre, siéntate y toma algo de cerveza. Goronwy… —Se dirigió al sirviente de la cerveza en voz baja y el hombre asintió—. Y bien, ¿cómo está el abad Teodoro?
—Deshonesto, como siempre. Pero hemos encontrado el aguamiel.
—Muy bien. ¿Y qué sucede?
—¿A qué te refieres?
—A lo que le estés dando vueltas en la cabeza. ¿Acaso estaban muy mal las cosas en Ynis Witrin?
Bedwyr sacudió la cabeza. Goronwy regresó con más cerveza y susurró algo a Arturo tras entregar un cuerno a Bedwyr.
—No la uses toda, entonces —dijo Arturo, al parecer respondiendo al sirviente—. Di a los hombres que queda poca, y que sólo pueden tomar un cuerno cada uno, pero que habrá aguamiel en abundancia esta noche. —Nunca había oído hablar de un rey que se quedara sin cerveza, y parpadeé, pero nadie más pareció sorprenderse en lo más mínimo—. Bien, Bedwyr. ¿Qué han hecho los monjes? Supongo que os han tirado piedras gritando: «¡Muerte al tirano que nos roba nuestro dorado aguamiel! ¡Que la plaga caiga sobre el Dragón y su Familia, ya que nos impide emborracharnos los domingos!».
Bedwyr sonrió.
—No. No ha habido ningún problema. No han estado muy contentos, pero han cedido. Es un asunto diferente.
Arturo miró al otro lado del salón.
—Todo tu grupo parece tan decaído como la mañana después de un banquete. Incluso Cei y Agravain; especialmente Cei y Agravain. —Se inclinó un poco hacia delante y bajó la voz.
Bedwyr sacudió la cabeza en respuesta.
—No, no se ha derramado sangre, gracias a Dios. ¿Dónde están?
—Los he enviado a ayudar con el ganado. Lo que te preocupa les afecta, ¿no es cierto? Muy bien, esperaremos. Las murallas no han progresado tanto como esperaba. ¿Qué opinas de…?
Entraron más hombres que tomaron asiento con sus cervezas, bromeando sobre su calidad. Finalmente, entraron también Cei y Agravain, pasando la vista por el salón, probablemente buscándome.
—¡Aquí! —gritó Arturo—. Bedwyr dice que hay un asunto que deseáis que resuelva.
Ninguno de los dos se había fijado en mí y Cei frunció el ceño, inquieto mientras se acercaba a la mesa principal. Me puse en pie sin saber si unirme a ellos o no. Los guerreros del salón dejaron de hablar y escucharon.
—Mi señor —dijo Cei—, deseamos que tomes una decisión sobre el hermano de Agravain.
Arturo se irguió en su silla, dejando el cuerno de cerveza en su soporte.
—¿Qué hermano? —dijo, en voz baja y tensa.
Agravain hizo una pausa, pareciendo levemente sorprendido.
—Mi hermano, al que consideraba muerto. Le hemos encontrado en Ynis Witrin y nos ha acompañado hasta Camlann. Desea unirse a nosotros. Mi señor, es un buen guerrero. Me he enfrentado a él en el camino: me ha derribado tres veces.
—Mi señor —dijo Cei—. Hay motivos para sospechar que practica la hechicería.
—¡No es ningún brujo! —espetó Agravain—. Lo sostengo con el juramento de mi pueblo. Es un guerrero, y muy bueno. Pregunta a Bedwyr.
Arturo miró a su amigo, y el guerrero moreno asintió.
—Es un buen guerrero, y creo que un buen hombre. Juraría que no es un brujo.
—He oído hablar de Gwalchmai, hijo de Lot —dijo Arturo—. Y lo que he oído no es bueno. —Cerré los ojos, apretando los dedos en torno a la empuñadura de Caledvwlch. Lugh me había advertido que Arturo podía desconfiar de mí—. ¿Tú responderías por él, Bedwyr?
—Sí, mi señor.
—Bien. —Arturo volvió a mirar a Cei—. Creo que el asunto es complicado, pero lo pensaré. ¿Dónde está tu hermano, Agravain?
Agravain empezó a contestar que no lo sabía, y me obligué a salir de entre las sombras y a mirar a Arturo frente a frente.
—Aquí —dije.
Los ojos grises se abrieron ligeramente y se clavaron en mí. No se movió; su rostro carecía de expresión, pero fue como si una sombra hubiera caído sobre él, y de repente percibí que lo que me había parecido un tono neutro era frialdad, y que Arturo estaba horrorizado.
Traté de sofocar la sensación de desdicha que se apoderó de mí. Después de todo, no hubiera deseado que Arturo fuera un rey dispuesto a aceptar tranquilamente a alguien con fama de hechicero, y aquélla era todavía mi reputación. Me parecía un poco a mi madre, y tal vez yo se la recordaba.
Pero algo en mi interior me dijo que la Oscuridad debía haberme afectado hasta la médula, y que nunca conseguiría librarme de ella, sino que continuaría manchando todo lo que tratara de tocar sin permitirme dejar atrás la sombra de mi niñez.
Hinqué la rodilla frente a Arturo y volví a levantarme. «Todavía hay esperanza —me dije—. He sido guiado hasta aquí. Esto tiene que acabar bien».
—Bueno —dijo Arturo al fin, todavía con aquel tono neutro, que no era neutro sino frío—. ¿Eres Gwalchmai ap Lot?
—Sí, señor.
—No sabía que hubieras… regresado a las Ynysoedd Erch. Tu hermano hubiera debido ser informado de ello.
—No regresé a las Orcadas, mi señor Arturo. Sólo llevo tres semanas en Britania.
—Según lo que oímos, caíste al mar la noche de Samhain, hace más de dos años. Ahora apareces de repente en Ynis Witrin, convences a Cei de que eres un hechicero y solicitas unirte a mi Familia. ¿Cuál es la verdad de esta historia?
Permanecí en silencio durante largo rato, tratando de pensar en una respuesta que fuera fácil de explicar, y comprendí que la verdad era la única réplica posible. Conté mi historia, al principio en tono vacilante, y muy consciente de quiénes eran los que me escuchaban. No mencioné algunas cosas: no fui capaz de hablar del verdadero alcance de la maldad de Morgawse. Al cabo de un rato, descubrí que podía ignorar a los espectadores y concentrarme en mis propias palabras para que transmitieran lo que yo quería. Nadie me interrumpió.
Cuando terminé, Arturo pareció recobrarse.
—Una historia digna de un poeta, tanto por su contenido como por la forma de contarla, Gwalchmai ap Lot.
—Lo sé. Tal vez, mi señor Arturo, si deseara mentir contaría una historia más fácil de creer.
Al oírme, Bedwyr sonrió, pero el rostro de Arturo permaneció impasible.
—Tal vez. Y tal vez esperas que te creamos precisamente por lo extraño de tu historia, que se corresponde con lo extraño que hay en ti. Cierto que sería una treta muy sutil, pero tu padre es un hombre muy astuto, y tu madre es… —La sombra que lo cubría pareció oscurecerse, y vi que debía conocer a mi madre, porque terminó con un susurró—, muy sutil.
—Señor —empecé, sin saber qué impresión le estaba causando y algo asustado—. Yo no soy mi padre ni mi madre. Te he dicho la verdad. He reconocido que estudié hechicería, pero he renunciado a ella y nunca más volveré a practicarla.
—¿Por qué cree Cei que eres un hechicero? Normalmente desprecia estas historias.
—Ha sido la espada —dijo Cei—. Al pelear con Agravain, Gwalchmai la ha desenvainado y ha empezado a arder. Juro por San Patricio que ardía más intensamente que una antorcha. Pregunta a cualquiera que estuviera allí, incluso Bedwyr; todos lo han visto.
—Ardía con luz propia —dijo Bedwyr—. Pero Gwalchmai te ha contado cómo recibió la espada.
—Las espadas no hacen eso —replicó firmemente Cei—. Hubiera jurado que era imposible, pero lo he visto. De modo que debía arder a causa de la hechicería de su portador, o de algún conjuro que ha lanzado contra su hermano.
Agravain resopló.
—No necesita conjuros para derrotarme. Incluso sin la espada, me ha derribado dos veces. Y recuerda que Gwalchmai ya ha luchado para nosotros contra los sajones.
—Según su propio testimonio. Dime, Gwalchmai, si has visto a Cerdic, ¿qué aspecto tiene?
Describí cuidadosamente al rey sajón. Arturo asintió y me hizo más preguntas sobre los sajones, sobre Sorviodunum y el número de hombres que allí había. Comprendí lo que quería y le di todos los detalles que pude recordar. Cei y Agravain parecían inquietos.
—¿De qué sirve todo esto? —preguntó al fin Agravain—. Ya sabíamos todas esas cosas.
—Pero no son datos que cualquiera pueda conocer —dijo Arturo, sonriendo a mi hermano. Volvió a mirarme y dejó de sonreír—. Has estado con los sajones recientemente, de modo que al menos una parte de tu historia es cierta. —Miró más allá de mí, al otro lado del salón, con una expresión vacía y remota y, al mismo tiempo, penetrante, en sus grandes ojos grises—. Y, sin embargo, que hayas matado sajones no demuestra nada. Los sajones también matan sajones. La reina Morgawse, tu madre… ¿crees que es hermosa?
Me tomó completamente por sorpresa.
—Sí.
—¿Por qué?
Miré a mi alrededor, confuso.
—¿Por qué? Mi señor, ¿por qué pensamos que algo es hermoso? Es perfecta y terrible como la misma muerte, y así lo dicen todos los que la conocen.
Nuestros ojos se encontraron durante un largo momento, y lo que compartíamos era una sombra, un conocimiento de la Oscuridad.
—Tu historia tiene una gran parte de sobrenatural —dijo Arturo al fin—, y aunque Bedwyr tiene un gran concepto de ti, y aunque eres mi sobrino, por mucho que tu madre deteste la idea, no creo que pueda confiar en ti. —Me pareció que mi corazón se detenía y me puse en pie, mirándolo fijamente y tragando saliva—. Eres libre de entrar al servicio de cualquier otro rey de Britania, o de regresar a las islas. Pero no puedo darte un sitio aquí.
Aquello no podía haber terminado, no tan rápidamente. No podía ser. No era justo. Permanecí estúpidamente en mitad de la estancia, mirando al Pendragón. Él apartó los ojos de mí y tomó su cuerno de cerveza.
—¡Señor, protesto! —exclamó Agravain—. Acepta mi juramento de que Gwalchmai no es un hechicero; o, al menos dale una oportunidad de que lo demuestre. Espera a tener noticias de los sajones para ver si su historia…
—Mi señor, deja que demuestre quién es luchando por ti —instó Bedwyr—. He hablado con él durante el camino; estoy seguro de que no es un hechicero.
—¿Acaso cuestionáis mis decisiones? —preguntó Arturo fríamente, mirándolos.
Quedaron en silencio.
—Nunca, mi señor —dijo Bedwyr, inclinándose ligeramente. Agravain tartamudeó algo y luego calló de nuevo.
Me incliné ante el Gran Rey una vez más, me volví y salí del salón. Era cierto. Todo había terminado.
—¡Espera! —gritó Agravain, y corrió detrás de mí.
Fuera del salón me cogió del brazo.
—No sé qué sucede, pero esto no es propio del Pendragón. Cambiará de opinión.
—Ya ha tomado su decisión —repliqué.
—Es cierto… ¡pero, por el Yffern! No es propio de él. No lo entiendo.
«Está prohibido saber demasiado sobre la Oscuridad», me dije. ¿Cómo podía yo servir a un rey como el Pendragón con semejantes conocimientos? Pero estaba convencido de que la Luz lo deseaba. ¿Dónde estaba mi certeza? ¿Qué podía hacer?
—Escucha —dijo Agravain—. Cei, Bedwyr y yo compartimos una casa con otros dos hombres. Ven a descansar allí, Bedwyr hablará con Arturo sobre ti.
—Ha dicho que nunca cuestionaba las decisiones del Gran Rey.
—Y nunca lo haría delante de la Familia. Pero a veces no está de acuerdo con Arturo y discute con él, y a veces Arturo cambia de opinión. El Gran Rey tiene una opinión muy alta de Bedwyr, le nombró comandante de la caballería, o magister equitum, como él lo llama. Ven a descansar… Parece que deseas estar solo.
—Sí.
De modo que Agravain me acompañó a su casa y me dejó allí, murmurando algo sobre ir a ver su caballo. Me sentí agradecido por ello, y por el hecho de que Agravain tuviera una posición social lo bastante alta para no tener que dormir en el abarrotado salón de banquetes. Me senté sobre su cama y estudié el suelo cubierto de juncos, apretando a Caledvwlch con fuerza.
«¿De qué ha servido todo esto? —pregunté a la Luz en silencio—. ¿Para qué la espada, el poder, la lucha, el viaje al Otro Mundo si, al final del camino, no he de poder luchar? Querías que entrara al servicio de Arturo, Lugh me lo dijo. ¿Por qué se me niega ahora?».
No hubo respuesta. Desenvainé a Caledvwlch y la contemplé. Pero la espada permaneció apagada y silenciosa, alimentando mi confusión.
Me sentí desesperado. Estaba atrapado, encerrado para siempre en la maldad de Morgawse, condenado a causa del camino que había tomado en mi niñez. Y, sin embargo, me había negado a seguirla, había matado a su demonio, había luchado por la Luz. Cierto que ninguna Oscuridad puede ser derrotada para siempre, ¡pero había vencido! No podía dudarlo.
Me enfurecí. Envainando la espada, me puse en pie y recorrí la habitación. ¿Por qué me había rechazado Arturo de modo tan rápido y definitivo? No era justo.
No, la culpa tenía que ser mía. Mi historia estaba demasiado relacionada con el Otro Mundo; sentía aún algo de adoración por Morgawse, y Arturo lo había percibido cuando le dije que era hermosa. Volví a sentarme y a rezar, y de nuevo me respondió el silencio.
Así transcurrió la tarde y llegó la noche. Agravain regresó y me preguntó si deseaba comer algo. Le dije que no, y se marchó al banquete.
Decidí que no podía hacer nada. Arturo me había rechazado. Oh, no podía quedarme sentado, compadeciéndome de mí mismo; tenía que actuar. ¿Qué había dicho Arturo sobre la acción, según Bedwyr? ¿Cómo podía ir en busca de otro señor tras haber conocido al Gran Rey?
Más que nunca, y precisamente porque se me había negado, deseaba servir a Arturo, deseaba formar parte de su Familia, de su color y esplendor, de la gloria mezclada con las privaciones y la cerveza agria del invierno anterior, que todo el mundo parecía tomarse a broma. La Familia no era como las demás mesnadas, tal vez porque el Pendragón no era como los demás reyes. Me quedé sentado, meditando, invadido por la impotencia y la desesperación.
Agravain regresó, malhumorado y ebrio. También había tenido un día difícil. Al cabo de un rato, regresaron también Bedwyr y los otros dos, Rhuawn y Gereint.
—He hablado con Arturo —me dijo Bedwyr en voz baja—. Dice que no cree que podamos correr el riesgo de aceptarte, no en un momento como éste, y mencionó su desconfianza hacia la reina Morgawse, tu madre, que según tú mismo admites está conspirando contra él. Pero no quiere decir nada más. No lo entiendo; normalmente está dispuesto a dar a todo el mundo una oportunidad de demostrar lo que vale.
—Gwalchmai debe de ser un hechicero, entonces —dijo Rhuawn, un hombre delgado y de rostro alargado.
—Cállate —dijo ásperamente Agravain—. Yo sé que no lo es. —Reconocí las señales: mi hermano deseaba pelear con alguien. Al parecer, Rhuawn también las reconoció, porque se calló al momento.
Finalmente regresó Cei, muy bebido pero controlándose bien.
—¡Ja! —exclamó al verme—. ¿Todavía estás aquí? —Parecía muy satisfecho de sí mismo y de su buen juicio—. Pensaba que habrías salido corriendo como un perro apaleado. ¡O como un halcón apaleado! —Soltó un resoplido de risa—. Pero los halcones amaestrados no corren, ¿verdad? Ni siquiera vuelan. Se quedan… sentados. Y piensan, y lanzan miradas furiosas. Igual que tú. ¡Ja!
—Silencio —dijo Bedwyr—. No tienes motivos para decir eso.
—La práctica de la hechicería es un motivo suficiente —dijo Cei—. Y creo que nuestro señor no se ha equivocado.
Bedwyr sacudió la cabeza. Se acercó a mí y dijo:
—Lo siento, Gwalchmai. Debes comprender que ésta no es la forma habitual de comportarse de Arturo. Y Cei sólo se comporta así cuando está borracho.
—No estoy tan borracho —dijo Cei. Volvió a soltar una risita despectiva—. Y bien, Halcón de Mayo, ¿dónde están tus hechizos?
Descubrí que a mí tampoco me hubiera importado pelear contra alguien para desahogar mi furia. Era absurdo, y me daba cuenta de ello, pero de todas formas…
—Déjalo en paz —gruñó Agravain.
—¿Por qué?
—Porque te desafiaré si no lo haces —replicó rápidamente Agravain. Lo hubiera hecho con gusto, aunque yo pensaba que Cei estaba demasiado ebrio para luchar.
Cei parpadeó, se encogió de hombros y se calló. Sin embargo, unos minutos más tarde, al ver a Caledvwlch apoyada en la pared donde la había dejado, se inclinó y la cogió por la correa de la vaina, balanceándola adelante y atrás mientras silbaba entre dientes.
—¡Basta! —grité, saliendo bruscamente de mis meditaciones.
—¿Por qué? ¿No quieres que toque tu preciosa espada mágica?
—Déjala —dije—. No es para ti.
—¿Todavía tratas de decir que es…?
—Lo es. Mi historia es cierta, aunque Arturo no la crea.
—Mentiroso —dijo Cei.
Agravain se puso en pie, apretando los puños.
No podía permitir que mi hermano librara mis batallas por mí, por mucho que lo deseara.
—Basta —repetí, poniéndome también en pie—. Cei, suelta mi espada antes de que te hagas daño.
Se echó a reír, impaciente.
—¿De modo que por fin estás dispuesto a defenderte? ¡Laus Deo! ¿Quieres tu espada mágica? Te enseñaré lo mágica que es…
—¡No! —grité viendo lo que se proponía. Pero ya había cerrado la mano en torno a la empuñadura, y estaba empezando a desenvainar la espada.
El fuego durmiente despertó una sola vez, como un relámpago de verano o una estrella fugaz. Cei gritó, soltó la espada y se tambaleó contra la pared. Crucé la habitación para coger el arma cuando él la dejó caer; cerré mi mano en torno a la empuñadura y la desenvainé sin pensar. El fuego relució, puro, fresco y brillante.
—¿Estás herido? —le pregunté. Me miró fijamente, abriendo y cerrando la boca, totalmente sobrio de repente—. Te he preguntado si estás herido.
Se miró la mano. Parecía levemente bronceada, como a causa del sol, pero, por lo demás, ilesa.
—No —susurró—. Dios. Dios.
—Por todos los santos —murmuró Rhuawn.
Miré mi espada y la envainé.
—Todo está bien —les dije a todos—. Esta espada es poderosa, y creo que si la hubieras desenvainado, te habría matado. Déjala en paz.
—Lo haré —dijo Cei—. Dios… ahora quiero irme a dormir.
Nadie dijo nada mientras nos acomodábamos para pasar la noche. A petición de Agravain, yo dormí en su cama y él en el suelo.
Sostuve a Caledvwlch en la oscuridad. Su poder era real, lo bastante real para quemar a Cei al tocarla, lo bastante real para haberle matado. La Luz era real. Mi señor, ¿cómo podía haberlo dudado? Y la Luz me había llevado hasta allí, y yo la había seguido, lleno de esperanzas que reconocía como vanas. De algún modo, el milagro había fracasado; mi alma estaba llena de tinieblas.
Cerré los ojos y pasé los dedos sobre la empuñadura de mi espada, sintiendo la fría suavidad del metal entrelazado y la dureza de la joya solitaria. Simple acero y piedra inerte, pero capaces de arder con una luz sobrenatural y quemar la mano que se había atrevido a tocarlos. Y yo también podría hacerlo, con todas mis dudas e incertidumbres consumidas por aquel fuego blanco que había ardido por tres veces en mi mente. Sin embargo, ¿por qué me ocurrían a mí aquellas cosas? La Luz no necesitaba de hombres ni espadas. Nada de lo que yo hiciera podía importar. Me había librado de la Oscuridad, y con ello hubiera debido bastarme.
Rodé sobre la cama y contemplé el ramaje del tejado, dejando que la espada yaciera en el suelo, donde mi mano podía alcanzarla fácilmente. «Las cosas no están tan mal —me dije—. Esto no te matará. Sólo tienes que buscar trabajo en otra parte, y sin duda puedes hacer muchas cosas».
«¿Por qué una espada? —me pregunté de nuevo—. ¿Por qué no un arpa, un broche, o un anillo, como en algunas historias? Si no he de ser un guerrero, ¿por qué un instrumento de guerra? Y si no he de servir a Arturo, ¿por qué ser un guerrero? Ningún otro rey está consagrado a luchar contra la Oscuridad».
La Oscuridad. Mi mente se atrevió a pensar en ella al fin. Recordé a Morgawse, tan claramente como si se encontrara en aquella habitación, y las cosas que había aprendido de ella empezaron a trabajar en mi interior. Los ojos de Morgawse se encontraron con los míos tras mis párpados cerrados, y sonrió. Aparté mi mente de aquel pensamiento. Finalmente, me dormí.
Aquella noche tuve un sueño como ningún otro en mi vida.
En mi sueño, me levanté de la cama y abrí la puerta de la casa para contemplar Camlann. La vi entera, con sus murallas terminadas, resplandecientes bajo una luz dorada, espléndidas y fuertes. Arturo estaba frente a las puertas, montado en un caballo blanco, y sostenía una antorcha en la mano, la fuente de la luz que llenaba la fortaleza. Un hombre al que no conocía llevaba la brida del caballo, un hombre de cabello oscuro en cuya frente resplandecía una estrella y cuyos ojos estaban llenos de un conocimiento infinito. Arturo levantó la antorcha y su luz iluminó todo el oeste de Britania. Vi toda la isla, desde las Orcadas, en el norte, a los acantilados del sur; los bosques, campos, montañas, ríos y orgullosas ciudades, extendidas sobre el mar como el dibujo de un niño. Pero el este y el norte estaban cubiertos por una profunda sombra. Vi a Aldwulf en el norte, con una llama negra ardiendo sobre su rostro marcado por las cicatrices, y a Cerdic en el sur, levantando el brazo para ordenar un ataque, aunque con una curiosa expresión de desconcierto en el rostro. Ningún ejército respondió a su orden, pero un gran dragón blanco, el símbolo de la monarquía, se elevó en el cielo con sus alas como nubes. En el oeste, el estandarte del dragón de Arturo se retorció, se convirtió en un auténtico dragón y se elevó para enfrentarse al otro. Pero no vi el combate, pues una sombra cayó sobre Arturo y él empezó a desvanecerse. Levanté la vista y la vi, gobernando el norte y el este, reina del aire y la Oscuridad, señora de las sombras. Hermosa como en carne y hueso, pero en el sueño la carne había desaparecido, como un velo translúcido, y Morgawse relucía con un esplendor negro a través del universo. Se me contrajo la garganta y mi terrible amor por ella regresó. Deseé arrojarme a sus pies, suplicar su perdón, pero llevé la mano a mi espada. No estaba allí. Ella sonrió y mi fuerza desapareció, hasta tal punto que no pude pensar en nada más que en ella.
—Y bien, mi halcón —dijo con su voz infinitamente suave y profunda—, ¿el Dragón no te quiere? Comete una estupidez, pues eres un gran guerrero.
Me sentí lleno de alegría al oírla y deseé correr hacia ella… pero me obligué a retenerme.
—Arturo es libre —repuse—. Puede hacer lo que quiera.
—Por supuesto —susurró—, aunque una vez me obedeció. Pero tu nuevo señor también te permite hacer lo que quieras. —Se inclinó hacia delante desde su trono de sombras, con sus ojos bebiéndome como si fuera vino. Con una claridad enmarcada por la noche, recordé una palabra que me había enseñado para ahuyentar a los espíritus. La susurré y recuperé parte de mi fuerza.
Ella sonrió, una sonrisa dulce, oscura y secreta sólo para mí.
—¡Mi astuto halcón! Sí. ¿Ves por qué quise llamarte? Pueden utilizarte contra mí y a favor de Arturo para consolidar el poder del Gran Rey sobre Britania.
Aparté mis ojos de ella y contemplé la isla sobre la que me encontraba. Arturo parecía muy pequeño después de la reina, y su poder parecía minúsculo en comparación. Sentí cierta piedad por él. Vi cómo se formaban las líneas de batalla, y me vi montado en Ceincaled, levantar la mano y dar una orden. Cerdic se apretaba la garganta y caía al suelo, y Aldwulf moría, desconcertado. Los sajones eran arrasados por la plaga y la hambruna, las tormentas destruían sus barcos, y Arturo conquistaba toda Britania. Reinaba en Camlann y yo estaba a su lado, su consejero más apreciado, respetado por todos. Mi padre acudía desde las Orcadas, lleno de palabras de admiración y alabanza, y me nombraba su heredero. La Luz reinaba en Britania.
Volví a mirar a la reina, enfrentándome directamente a sus ojos. Ella sonrió por tercera vez, y aquellos ojos estaban llenos de promesas.
—Ah, mi halcón de primavera —susurró—. Siempre fuiste mi favorito, y ahora que has crecido… eres un enemigo fuerte, más poderoso que Arturo, y un hechicero más grande que ese estúpido de Aldwulf.
Sentí una profunda sensación de orgullo y una alegría abrasadora al oírle decir aquellas palabras. Más que nunca, deseé acercarme a ella. Podía hacer que Arturo me aceptara. Vi que lo que ella me había enseñado no era Oscuridad, sino Luz. Entonces pensé en lo que me había revelado; recordé la mirada en los ojos de Connall cuando supo que ella iba a matarlo, y el cordero negro retorciéndose bajo mis brazos mientras ella escudriñaba el futuro en sus entrañas. Volví a sentirme asqueado y pensé en cómo había perdido a Medraut. Pero me dije que no debía pensar lo peor.
—¿Dónde está Medraut? —pregunté a la reina.
—Eso no importa.
—Es tu hijo.
—Tengo planes para él que no son de tu incumbencia, halcón mío. Él te odia porque nos abandonaste y traicionaste.
Seguro que Medraut me odiaba. Podía ver perfectamente cómo Morgawse debía estar manipulándolo y destruyéndolo.
—Y tú también me odias —susurré.
Sacudió lentamente la cabeza; el fuego negro en sus ojos era sólo la orilla de un enorme mar.
—Eres demasiado poderoso, Halcón de Mayo, y demasiado hermoso.
Me asaltó una sensación de mareo y volví a acercar la mano a la espada. Sus ojos eran todo el universo, eran la misma muerte. Yo podía ser poderoso, y si llegaba a ser igual a ella, si continuaba siéndolo, me…
—¡No! —grité, y extendí un brazo entre nosotros. Ella se irguió, terrible en su poder, y sonrió por última vez.
—Pero ¿qué otra cosa puedes hacer, hijo mío?
¿Qué? La Oscuridad estaba a mi alrededor y dentro de mí, y ni siquiera podía encontrar una espada para combatirla. Retrocedí, pensando en Arturo, Bedwyr, Cei y Agravain, y también en Sion. Girando sobre sí misma, mi mente se encontró al instante en Ynis Witrin, en el silencio de la capilla, y repentinamente el universo volvió a girar y vi luz en lugar de tinieblas. Mi mano incierta encontró lo que buscaba: mi espada. La desenvainé y la sostuve entre mi cuerpo y la Oscuridad.
—Lucharé por Arturo —dije con voz firme—. No puede prohibirme que le siga, aunque no me acepte. Lucharé por él hasta que vea claramente que no lucho por ti. Tarde lo que tarde, y cueste lo que cueste, puedo hacerlo y lo haré.
Sus mentiras desaparecieron, su plan fue derrotado de nuevo. Levantó los brazos y la Oscuridad creció. Pero volvía a estar lejos y yo me encontraba en Camlann. Levanté la vista y vi a Lugh en el oeste, frente a Morgawse, con el brazo levantado sobre la isla de modo que la reina no pudiera tocarla. Tras él había una luz demasiado brillante y gloriosa para mirarla. Por un instante, los vi a ambos frente a frente, y luego mi campo de visión se estrechó. Vi la isla y figuras de ejércitos. Vi a la Familia, y a mí en ella. Los ejércitos empezaron a moverse, sonó el estruendo de las batallas. Me di cuenta de que las cosas que veía aún estaban por llegar, y me sentí aterrado. Me cubrí el rostro con las manos y grite «¡Basta!».
Repentinamente, se hizo el silencio.
Luchando por respirar, abrí los ojos y vi el tejado de la casa de Agravain encima de mí. Todo el mundo dormía. Permanecí despierto durante mucho rato.