XXII
elmo fue el primero en saltar al bajel
enemigo bajo aquella nevada que parecía perder fuelle. Su pecho
rebosaba coraje. Tenía más motivos que nunca para aferrarse a la
existencia, pero su ánimo le empujaba a obrar con tal temeridad.
Iba a jugarse el todo por el todo por salvar a la mujer que amaba.
Abatió de un disparo en la cabeza al inglés que levantaba su
mosquete contra él.
Los balleneros irrumpieron en el Wolf of the Seas igual que los escualos acometen a un bálamo de peces. Formaban un escuadrón compacto y decidido que avanzaba sin desmayo sobre la nieve que cubría la cubierta, una barahúnda de picas y alabardas que provocaba que los británicos se lo pensaran antes de atacar. Les sobraba valor. Habían elegido aquel combate a sabiendas de que o triunfaban o morían, y se entregaban a él en cuerpo y alma. Resonaban bajo los palos sus gritos excitados.
En el alcázar, Iragorri luchaba contra un enemigo desgreñado e Ismael esgrimía su espada, buscando contendiente. El aire olía a humo, a rabia, a muerte. El cuerpo a cuerpo era una pelea sin piedad en la que unos caían y otros permanecían de pie. La sangre que corría a raudales enardecía a los contendientes y los gruñidos y las voces se entremezclaban con el sonido de los tiros, con los gemidos de quienes resultaban heridos, con el repicar de los metales que chocaban. El suelo no tardó en llenarse de cadáveres. La costra blanca que cubría la cubierta del bajel se había vuelto roja.
La tripulación del Gloria peleaba con denuedo. Tan solo habían quedado en el galeón los más pequeños, niños que ejercían de grumetes o pajes y que, demasiado débiles para batirse, subían continuamente a las cofas, ajenos al peligro, para proveer de pólvora y de balas a los tiradores apostados en estas. También estaba en el navío Aldecoa, cuyos brazos, ya viejos, carecían del vigor necesario para blandir un arma. Si perdían, los ingleses los pasarían a todos a cuchillo y ya tendrían oportunidad de vender caro el pellejo. En cambio, si triunfaban, el concurso del piloto resultaría indispensable para dirigir el ballenero rumbo a San Sebastián.
Jonás abandonó la compañía y le cercenó el brazo a un inglés que osó enfrentársele. Al pelirrojo jamás le había gustado formar parte de nada. Era un escualo solitario que, hacha en ristre, ebrio de furor y de coraje, propinaba cortantes dentelladas por doquier. Ruiz le imitó. Los dos hombres, rivales en tantas ocasiones, peleaban ahora mano con mano y acometían a los corsarios con la misma determinación con la que antes habían arponeado a los cetáceos.
Telmo hundió su acero en el estómago de un contrincante descuidado. A su derecha, un británico extendía las manos, implorando una compasión que no encontró.
El enemigo estaba en desbandada. Esnal descubrió el porqué de aquella frágil resistencia. Muchos de aquellos individuos se hallaban tan enfermos que apenas podían sostener en alto su armamento.
Alonso recorría la cubierta buscando un rostro. El viento movía su melena y sus ojos flameaban como antorchas en el aire blancuzco del Gran Norte. Esnal adivinó que a quien trataba de encontrar no era a otro que a Benjamin Scolum, el hombre que, hacía muchos años, toda una vida ya, le había arrebatado a la mujer que amaba.
De pronto, Esnal sintió cómo alguien se abalanzaba contra él desde un obenque y se vio rodando por el suelo. El otro se le colocó encima y alzó una mano que empuñaba un cuchillo. Telmo intentó zafarse, pero no lo logró. El rival esbozó un ademán de triunfo.
Entonces, como por arte de magia, la mueca salvaje del corsario devino en un alarido de dolor. El inglés se desplomó sobre su cuerpo, con la cabeza abierta a resultas del hachazo que Jonás le había propinado.
El mozo no perdió el tiempo con palabras. Tiempo habría de agradecer aquello si triunfaban. Se desembarazó del cadáver y, con la cara salpicada de sangre y de sesos, recobró la espada, agarró su segunda pistola y volvió a combatir con el corazón latiendo a rienda suelta.
La suerte de la batalla estaba echada. Los británicos, desprevenidos y enfermos, ya en franca desbandada, no habían sido capaces de resistir la feroz acometida de los pescadores guipuzcoanos. Algunos se arrojaban al agua, aunque allí la muerte era segura, en tanto que, otros, deponían las armas, reclamando clemencia. La voz de Iragorri se elevó sobre el fragor de la contienda.
—¡Respetad a quien se rinda! Nos evitará bajas.
Una treintena de corsarios se hizo fuerte en el castillo de popa. Eran los más enteros, aquellos a quienes la epidemia había respetado. Bien armados, decididos a vender cara su piel, aquellos maleantes curtidos en cien lizas aguardaban a pie firme el nuevo ataque. Los acaudillaba un hombretón de aspecto fiero cuya cabeza rapada relucía a la luz de un Sol deslavazado que pugnaba por abrirse paso entre la nieve. Mostraba unas pobladas cejas pelirrojas. Esnal adivinó que se trataba de Benjamin Scolum.
Los pescadores se reagruparon para tomar aliento. Los compañeros que recobraban la libertad empuñaban cualquier arma que hallaban a su paso y se unían al combate. La pólvora calló por un momento. Ambos bandos se aprestaban para aquella postrera acometida. No se engañaban. El silencio que imperó en el Wolf of the Seas no era sino la calma que precedía al temporal.
Telmo reparó en la expresión de Iragorri. Su semblante se asemejaba a un cielo a punto de estallar. El capitán empuñaba un estoque cuya hoja brillaba, bañada en sangre. Alonso alzó su arma y gritó, con tono grave.
—¡Adelante, muchachos, os pido un último esfuerzo!
Esnal levantó el brazo y apuntó a la cabeza de un inglés. El contramaestre le imitó. La pericia de ambos con la pistola había quedado de manifiesto en aquel lance.
—Su capitán es solo mío —gritó Iragorri encabezando aquella acometida.
Un clamor enardecido brotó de las gargantas de los balleneros, que se lanzaron a asaltar el baluarte inglés. Se oyeron varios tiros. Un trinchador cayó de bruces y un arponero recibió una estocada en el estómago.
Telmo se enzarzó con un sujeto torvo que le detuvo con su espada. Los aceros repicaron al cruzarse.
La lucha se recrudecía en torno a ellos. Gritos, jadeos o maldiciones se elevaban hacia la punta de los mástiles. El suelo estaba lleno de cadáveres y la sangre formaba ríos en la nieve.
Esnal hizo una finta con la que consiguió engañar a su oponente y colocó la punta de su estoque sobre el cuello de este. El mozo no dudó en hundir el hierro en su gaznate y un estertor brotó de los labios del británico. En aquellos momentos no había lugar para la clemencia.
De improviso, oyó una voz y se giró hacia el lugar de donde provenía. El capitán del ballenero se hallaba frente al jefe corsario. Su boca escupió con rabia cada sílaba.
—Benjamín, soy Alonso de Iragorri, el hombre a quien le arrebataste a Gloria.
Telmo, al ver cómo se demudaba su expresión, comprendió que Scolum había entendido las palabras del guipuzcoano. El inglés, olvidándose de todo lo demás, enfurecido, blandió su espada y se abrió paso hacia Iragorri.
—Pase lo que pase, os prohíbo que intervengáis en esto —ordenó el navegante.
Los dos marinos cruzaron sus aceros. El británico era mucho más corpulento que Alonso, pero este, empujado por unos deseos de revancha largamente guardados, tomó la iniciativa, lanzando estocadas que al otro le costaba contener.
Esnal contemplaba fascinado aquel duelo que solo podía tener un vencedor. Ninguno de los contrincantes flaqueaba. Ambos imprimían a cada golpe toda la rabia que desbordaba sus corazones. Semejaban un oso y un león trabados en un combate a muerte.
El ataque de un grupo de corsarios obligó a Telmo a defender su vida. Jonás, a su lado, hundió el hacha en la cintura de un contrario, quien, dando un alarido, se dobló como un árbol tronzado y cayó al suelo. Entonces, uno de aquellos canallas alzó su arcabuz y disparó, a bocajarro. El arponero se desplomó, alcanzado en un brazo por la bala. El muchacho, empujado por una furia indescriptible, se lanzó contra el que había hecho fuego y lo envió al otro mundo de un mandoble.
Aquel ataque desesperado fue rechazado sin contemplaciones. En poco tiempo, a costa de seis muertos y varios heridos, los balleneros acabaron con sus últimos rivales y en popa no quedó un inglés con vida. Tan solo Benjamin Scolum, el jefe de aquellos desalmados, quien, completamente ajeno a lo que acontecía en torno a él, poseído por un furor suicida, mantenía su particular liza con Alonso.
En el Wolf of the Seas, en torno al mástil de buenaventura, los dos capitanes combatían a muerte sobre aquel suelo helado. Ninguno de los contendientes cedía en sus ataques. Scolum, acostumbrado a aquellos lances, manejaba el acero con una pericia que su corpulencia no hacía prever. Iragorri, más ágil y enjuto que su enemigo, aunque menos bregado en el combate, acometía una y otra vez, sin desmayar, buscando una estocada letal para el británico. Ambos rivales se empleaban al límite en una lucha durante la cual uno de los dos perecería.
De improviso, Alonso trastabilló al tropezar con un cadáver. El corsario aprovechó aquel traspiés y, jugándose el todo por el todo, se echó hacia adelante y clavó la punta de la espada en el pecho de su oponente. Una mueca de dolor se dibujó en el semblante de Iragorri. Telmo adivinó que aquella herida era mortal.
Los balleneros contemplaron, incrédulos, cómo su capitán, bañado en sangre, soltaba el arma e hincaba en la nieve la rodilla. Esnal quiso avanzar, pero el navegante se lo impidió con una mirada cargada de amargura.
Benjamin Scolum alzó el brazo, dispuesto a terminar con su rival. Sabía que no tardarían en matarlo, mas parecía contento de acabar así sus días. Su vozarrón se alzó en el aire. Usó el latín para que Alonso le entendiera.
—No sabes cuántas veces he soñado con hacer esto. Ahora, Satanás ha tenido a bien cruzar nuestros caminos y me ha concedido el placer de matarte antes de reclamar mi alma. Gloria nunca será tuya. La esperaremos los dos en el Infierno.
Entonces, justo cuando el corsario ya estaba a punto de asestar el golpe de gracia, sonó en el aire un estampido que cogió por sorpresa a los presentes.
Scolum se tambaleó, alcanzado en pleno vientre por la bala. Su semblante reflejaba extrañeza, el estupor inmenso de quien se niega a dar crédito a lo que está ocurriendo. Cayó la espada de su brazo y una expresión grotesca asomó a sus facciones. Telmo adivinó que, más aún que el plomo que mordía sus entrañas, lo que le dolía era aquello que sus ojos se empecinaban en mostrarle. El capitán del Wolf of the Seas se desplomó, de bruces, ensangrentando aún más la nieve.
Esnal se giró. A popa, de pie junto a una trampilla que surgía del sollado, había una mujer de rostro lívido y mejillas temblorosas cuyas pupilas brillaban a causa de las lágrimas. Su mano empuñaba una pistola, aún humeante.
El mozo no tuvo la menor dificultad en adivinar quién era ella. Pese a los años transcurridos, a la epidemia que le había minado la salud, sus rasgos se asemejaban enormemente a los del mascarón de proa del galeón que llevaba su nombre, a los de su hija, Soledad. Su pelo estaba cano y su cutis marchito a causa de la enfermedad, pero aún conservaba buena parte de la belleza que poseyó en su juventud.
Gloria dejó caer el arma y caminó despacio hacia Iragorri. Se agachó junto a él y tomó sus manos con las suyas. El semblante de Alonso se iluminó con un fulgor extraño.
Los pescadores asistían, estupefactos, a la escena. Ignoraban quién era aquella dama que acariciaba con ternura la melena ensangrentada de su jefe.
—Alonso, amado mío —dijo ella.
Iragorri trató de contestar, pero no pudo. De su boca manaba el líquido viscoso que antecede a la muerte.
—No hables, cariño —murmuró la mujer con emoción—. Ya tendremos oportunidad de contarnos nuestras penas.
Telmo miraba, acongojado, a aquellas dos personas a quienes la suerte había deparado un destino tan cruel. Alonso y Gloria comprendían que el tiempo se les estaba terminando.
De pronto, Esnal notó cómo unos dedos rozaban el dorso de su mano y la aferraban. No tuvo que girarse para saber a quién pertenecían. Se estremeció al sentir el calor que surgía de la piel de Soledad. El hielo que cubría el corazón de la muchacha había comenzado a derretirse.
Gloria continuó hablando pese a que hacerlo le causara un gran dolor. Sus pulmones enfermos apenas podían tomar aire.
—¿Recuerdas aquel atardecer, en la Tortuga?
Alonso asintió. El brillo de sus ojos se extinguía y la vida se le escapaba por la herida, pero intentó aferrarse a aquel momento, llevarlo consigo al otro mundo.
—Yo te vi, en el puerto, justo cuando nos hacíamos a la mar —confesó ella—. Quise que creyeras que te había olvidado, que ya no me importabas… adivinaba que, si no, pasarías el resto de tu vida buscándome y presentía que morirías por ello. Alonso, cielo mío, nunca he dejado de quererte… he continuado amándote a través de nuestra hija…
Iragorri esbozó un gesto tierno. Trató de incorporarse, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Gloria lo estrechó entre sus brazos y le besó en los labios con amor infinito.
Los hombres descubrieron sus cabezas. Calló el viento. El capitán Alonso de Iragorri había muerto.