XI
a campaña está resultando sumamente
provechosa —les explicó un gozoso Ismael a sus tres contertulios,
Esnal, Aldecoa e Iragorri, quienes se sentaban junto al
contramaestre, en el camarote de este último, charlando en torno a
una botella de licor.
El día declinaba poco a poco en el Gran Norte. La brisa no soplaba y el galeón se mecía sobre el agua como acunado por la mano paciente de una madre. No había abandonado aquella rada, cuya elección tanto les satisfacía ahora, desde que anclara en ella, hacía más de dos meses.
El tiempo se había mostrado bonancible durante todo aquel verano. El clima no había sido demasiado riguroso y casi no había habido temporales que resultaran merecedores de tal nombre. La factoría había resistido bien los embates del viento y de la lluvia. Apenas habían padecido momentos complicados.
—Hasta la fecha hemos cazado trece ballenas, lo cual nos reportará en torno a novecientas barricas de saín. En los últimos días, en su cámara, el rubio se había dedicado a poner en orden la contabilidad de aquella empresa. Había sumado, restado, multiplicado y dividido sin descanso y el resultado de aquellas operaciones le había reconfortado el corazón. Chupó su pipa y sonrió, antes de continuar hablando, con el ánimo que pone un horizonte despejado, un tiempo de bonanza por delante—. Incluso en el caso de que no cazáramos más ya obtendríamos pingües beneficios con esta expedición. Quienes aguardan en Guipúzcoa a que lleguemos, todos esos que han confiado en nosotros y han arriesgado su dinero para que pudiésemos emprender esta aventura, no podrán por menos que sentirse satisfechos. Su inversión será recompensada con creces. Puede que podamos repetir esta empresa en un futuro.
—Sí —terció Aldecoa—. Quizá estas sean las aguas a las que poner proa en nuevas ocasiones. Se asemejan bastante a la Terranova que conocí de joven, aquella de los viejos tiempos, cuando éramos los dueños de los mares y no teníamos que navegar a hurtadillas, escondiéndonos de ingleses y franceses.
Un gesto de asentimiento general acogió aquella afirmación. Lo cierto era que todos en el Gloria tenían buenos motivos para regocijarse. La pesquería iba a pedir de boca y casi no habían surgido contratiempos. No había escaseado la comida y tampoco habían sufrido enfermedades o accidentes que revistieran gravedad.
Los hombres empleaban las horas muertas en cazar animales a los que desollar y, en sus batidas, cada vez más lejanas a medida que habían ido adquiriendo confianza, habían atrapado docenas de liebres, focas o zorros, cuyas pieles, que todos se afanaban en curtir, les reportarían unos ingresos suplementarios cuando arribaran a Guipúzcoa. El ambiente era bueno y las reyertas habían sido escasas. Los toneles repletos de saín que se alineaban junto al embarcadero obraban auténticos milagros.
Telmo se había acostumbrado a aquella luz extraña, a la niebla que se les echaba encima en un santiamén y lo engullía todo sin remedio, a la lluvia que no cesaba de caer durante días. Ya no llamaban su atención las gaviotas que se lanzaban sobre los restos de los cetáceos, los charranes y petreles que chillaban al entregarse a una orgía de sangre y de despojos. Incluso aquel hedor que impregnaba la atmósfera cuando cocían lardo había dejado de revolver sus tripas tiempo atrás.
Alguna vez habían divisado a lo lejos figuras con forma humana, pero no habían tenido ningún enfrentamiento con los esquimos, quienes no se mostraban abiertamente y huían nada más reparar en su presencia.
Durante aquel verano, que ya comenzaba a despedirse, Telmo había echado mano a sus conocimientos de medicina y no había dudado en atender cuantos requerimientos se le hicieron. El muchacho había entablillado brazos o piernas, atajado hemorragias, cosido heridas y desgarros, confeccionado pócimas y ungüentos para mitigar los resfriados, los problemas respiratorios que tanto podían complicarse. Los marinos se lo agradecían con palabras o gestos, con sonrisas, con algún que otro obsequio que él se negaba en redondo a aceptar.
Comenzaba septiembre y un otoño que todos adivinaban fugaz se cernía sobre la factoría. El frío se hacía más intenso y la oscuridad iba ganando horas día a día. Hacía una semana que no avistaban cetáceos.
—Hay que tener paciencia —aseveró Aldecoa, confiado—. A mediados de octubre aparecerán más ejemplares, tantos que no daremos abasto a la hora de pescarlos.
—Confío en que te halles en lo cierto —masculló, irónico, Iragorri.
—Estad seguros de ello. Se trata de una especie de ballenas que vive más al norte y que, cuando comienza el invierno, desciende hasta aguas menos gélidas. Nosotros las pescábamos en la Gran Baya, pero por fuerza han de pasar por aquí en su viaje hacia el sur.
—Ahora es el momento de construir toneles, de hacer acopio de leña y carne fresca, de reparar los desperfectos del buque de cara al tornaviaje —aseveró Ismael—. Debemos mantener ocupados a los hombres. De la inactividad tan solo surgen pendencias y fricciones.
—¿Y si el mar se hiela antes de tiempo? —preguntó Telmo recordando lo que les había sucedido a los de La Belle Colombe, los labortanos que habían invernado en Terranova tras la anterior campaña.
—Esa es una posibilidad que no nos atrapará desprevenidos —sentenció Alonso—. Mañana mismo comenzaremos a trasladar al barco las barricas cargadas de saín y las estibaremos bien en las bodegas. El Gloria zarpará en cuanto el clima empeore y se barrunte algún peligro. Hayan o no llegado esas ballenas.
El contramaestre lleno otra vez los vasos. Se le notaba satisfecho.
—¿Qué haréis cuando volvamos? —preguntó Iragorri de improviso, echando al aire una voluta de humo. Una luz relajada brillaba en su mirar.
—Yo no tendré otro remedio que involucrarme aún más en los negocios familiares —contestó Ismael, con un tono que traslucía pesadumbre—. Mi padre cada vez está peor y temo que no le quede mucho tiempo.
—Ha llevado una vida provechosa —sentenció el capitán—. Podrá zarpar en paz, sintiéndose orgulloso de lo hecho. Además, dejará sus asuntos en buenas manos, en las mejores que hubiera podido desear: las de su propio hijo.
—Espero no fallarle. Son muchos los problemas en estos tiempos de incertidumbre que vivimos, no pocas las bocas que habré de mantener. A mi mujer y a mis hijas, a mis hermanas, a mis tíos y primos, a nuestros empleados. Confío en no defraudar a nadie. No quisiera empañar la memoria de quien me trajo al mundo.
—Estoy completamente seguro de que no lo harás —afirmó Alonso antes de dirigirse a Aldecoa—. Y tú, viejo gruñón, ¿qué planes tienes para el futuro próximo?
—Lo ignoro —masculló, entre dientes, el aludido—. Confío en que haya algunos amigos, un armador bisoño o un capitán chiflado, por ejemplo, que sean lo suficientemente irresponsables como para depositar la suerte de sus buques en las manos de un piloto de mi edad.
—En lo que a mí respecta —aseguró Ismael—, no habrá de faltarte trabajo.
—Gracias, patrón —rio Aldecoa.
—No me lo agradezcas. No lo hago ni por caridad ni por virtud. Cobras menos que la mayoría de los pilotos que conozco.
Todos cruzaron un ademán jocoso que los unió aún más. Iragorri inclinó la cabeza antes de tomar de nuevo la palabra.
—Quizá nuestro buen amigo prefiera navegar bajo otros cielos.
—¿A qué te refieres? —inquirió el contramaestre con extrañeza.
—Voy a cambiar de aires durante una temporada —confesó el capitán, variando el tono de su voz—. Hace tiempo que vengo acariciando tal propósito, y este parece un momento apropiado para hacerlo.
—¿Por qué lo dices?
—Cuando volvamos y hagamos el reparto tendré la bolsa llena y no habré de preocuparme por la plata en una buena temporada. Si me quedase en San Sebastián, estoy convencido de que el preboste me buscaría las cosquillas. No habrá olvidado el ridículo en que le hice quedar cuando zarpamos y procurará vengarse. Aguirre no perdona.
—Y a ti menos que a nadie.
Alonso hizo como si no escuchara esas palabras y prosiguió explicando sus motivos.
—Quiero alejarme de Donostia por un tiempo. Tengo sed de otras aguas, de otros mares.
—¿Adónde piensas ir? —preguntó Aldecoa, picado por la propuesta de su amigo.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos, hace ya casi veinte años?
—Claro —contestó el viejo con un gesto entrañable—. No eras más que un mocoso que cruzaba el océano por vez primera. Tendrías la misma edad de Telmo.
—Aún conservo algunos amigos de los años que pasé en las Antillas. No me será difícil obtener fletes, hacer buenos negocios.
—¿Acaso te han entrado a estas alturas las ganas de acumular riquezas?
—Quienes me conocéis sabéis que ese jamás fue uno de mis afanes.
—Entonces, ¿podría llamársele nostalgia a ese raro mal que te asalta?
—No me atan demasiados cabos a Guipúzcoa —respondió Alonso encogiéndose de hombros—. Casi nada de cuanto pude estimar existe ya. El pequeño Antón vendrá conmigo. Le prometí a su padre hacer de él un hombre de provecho y a fe mía que cumpliré con mi palabra. En cuanto a ti, viejo amigo, si es que no hay ninguna damisela esperándote en algún puerto, sería un honor que nos acompañases.
—Entiendo —replicó el piloto, emocionado—. Serías incapaz de encontrar las Antillas sin mi ayuda.
Los presentes rieron al unísono. El capitán bebió un buen trago y se giro hacia Telmo.
—Y tú, muchacho, ¿qué harás cuando vuelvas a casa?
Esnal se sorprendió ante aquella cuestión que no esperaba. Lo cierto era que había preferido no pensar en aquello, posponer mientras fuera posible una decisión que, más temprano que tarde, tendría por fuerza que tomar. Se sentía feliz allí, en el norte, satisfecho de disfrutar de la compañía de aquellas personas de corazón derecho por quienes había llegado a profesar una amistad sincera, que habían influido tanto en él y habían contribuido a transformarlo, a hacer que su gusano se convirtiera por fin en mariposa. Jamás se había sentido tan a gusto, ligero de lastre y de equipaje, en paz consigo mismo y con el mundo, como en aquellos últimos tiempos, unos meses que se le habían hecho cortos, que se le habían hecho largos, que se le habían hecho indispensables.
Temía y ansiaba al mismo tiempo el momento de retornar a Europa. Ignoraba qué iba a hacer, cómo iba a afrontar la existencia después de todo aquello. Puede que retomara sus estudios, esta vez completamente en serio, y se dedicara a ejercer la medicina. Pero el mar también había penetrado, lo mismo que un veneno, en su sangre, y no descartaba la idea de navegar, de conocer un mundo que ahora le parecía bello, repleto de peligros y de oportunidades. Mas, pasara lo que pasara, cualquiera que fuese su elección, sabía que ya nada iba a ser lo mismo. Había cambiado y aquella transformación ya no tenía vuelta atrás. La impostura en que había vivido hasta hacia muy poco le parecía ahora pueril, simple fachada para ocultar un gran vacío. No ignoraba que debería enfrentarse a sus errores, que tendría que presentarse ante los suyos para saldar sus deudas y pedir perdón, aunque no fuera sino para poder partir con la cabeza alta. Estaba dispuesto a afrontar el futuro de otra forma, y para ello habría de hacer añicos las cadenas que su propia estupidez le había procurado, mirar cara a cara a sus fantasmas y derrotarlos. Las lecturas que Iragorri le recomendaba, la mayoría libros prohibidos por la Iglesia, habían ensanchado sus miras y ahora cuestionaba casi todo cuanto había considerado válido hasta entonces.
Tuvo que darle la razón a Alonso. No iba a regresar indemne de aquel viaje. El mozo indolente y pendenciero que había sido antes, ese en quien tanto le costaba reconocerse ya, resultaba cosa del pasado. El mar había limpiado su alma.
—No sé lo que haré —reconoció después de aquellas reflexiones a las que sus amigos asistieron en completo silencio—. Ignoro incluso si regresaré a casa de mis padres.
—Si así lo deseas —invitó Alonso con un ademán grave—, puedes venir con nosotros a La Habana. Estoy seguro de que no te costaría demasiado labrarte allí un futuro. Además —añadió el capitán con un guiño entre divertido y cómplice—, las mujeres son hermosas en esas latitudes.
De repente, cuando el muchacho celebraba aún tales palabras, sonaron unos golpes en la puerta.
—Adelante —indicó extrañado el navegante.
Las bisagras chirriaron sin recato y Antón apareció bajo el quicio con una expresión turbada en el semblante.
—¿Qué ocurre? —inquirió Iragorri adivinando que sucedía algo anormal.
—Los vigías han avistado un bote a la deriva.
—Que lo traigan al barco —ordenó el capitán frunciendo el ceño.
Telmo salió a cubierta en pos de Alonso. La calma era absoluta y la bahía se había convertido en un espejo que reflejaba la luz rojiza y gris del día agonizante. No había ni una nube. Las gaviotas volaban en torno a la punta de los mástiles y en el ambiente reinaba un silencio que nadie parecía dispuesto a profanar.
—¡Allí! —exclamó el piloto señalando hacia la boca de la rada.
Esnal aguzó la mirada. En un principio no vio nada pero, al cabo, descubrió, cruzando ante el islote de los atalayeros, a una de las pinazas del Gloria que remolcaba un pequeño esquife.
—Es inglés —dijo Iragorri empuñando con fuerza el catalejo—. De esos que suelen llevar amarrados a popa sus navíos.
El rostro del contramaestre se crispó. La sola mención de los británicos le ponía nervioso. En el galeón aguardaron con expectación a aquellos botes que se aproximaban lentamente. La chalupa iba primero, atoando a la otra lancha, cuyo aparejo se veía hecho jirones.
—Hay alguien a bordo —exclamó Telmo cuando, al acercarse ambas embarcaciones, distinguió una figura tendida boca abajo en el esquife.
Los presentes se abalanzaron hacia la escala de cuerda que había en la amura de estribor. Jonás, que estaba en la chalupa, saltó al bote extranjero y cargó a hombros aquel cuerpo inconsciente.
—Haceos a un lado —mandó, iracundo, el arponero.
Los demás obedecieron al momento. El pelirrojo ascendió por la escala y depositó con suavidad su carga sobre el suelo. Su expresión era grave. Sus pupilas centelleaban con un fulgor extraño.
Alonso se acuclilló junto al náufrago y acercó su mejilla al pecho de este para comprobar si estaba vivo o muerto. El gesto del capitán hizo saber que aquel recién llegado, que vestía gruesas ropas de piel y cubría con una caperuza su cabeza, aún respiraba. Al caer la capucha, una cascada de cabellos dorados se desparramó sobre la tablazón del Gloria. Un murmullo brotó de las gargantas.
Telmo creyó captar cómo el semblante de Iragorri se quebraba del mismo modo en que se resquebraja el hielo fino al recibir un golpe. El navegante se aferró a la borda para no desplomarse.
—Es una mujer —susurro una voz a sus espaldas.
—Nos traerá mala suerte —afirmó otra.
Los hombres intercambiaron gestos cargados de gravedad, de desconcierto. A ninguno le agradaba tener una hembra a bordo.
Alonso se despojó de su capa y la extendió sobre la desconocida. Su faz se veía descompuesta. Alzó la voz y se dirigió a Esnal.
—Ven aquí, muchacho.
Él obedeció sin rechistar.
—Usted dirá…
—¿Qué te parece?
—Está muy mal —afirmó el chico sin asomo de duda.
—Eso ya lo sé.
—¿Entonces?
—Quiero que te ocupes de ella y que no te separes de su vera ni un momento.
—¿Yo? —exclamó Telmo sorprendido.
—Has estudiado medicina, ¿no? —bramó Iragorri con un tono que no admitía réplica—. Va siendo hora de que comiences a ejercer.
El joven cruzó sus ojos con los del capitán y adivinó que no podía negarse a aquella orden. Que no quería.
—Haré cuanto esté en mi mano por sanarla —murmuró.
El navegante asintió con expresión oscura. Su rostro estaba lívido. Era como si hubiera visto algún fantasma.
—Llévala a mi cámara —indicó—. De ahora en adelante os alojaréis ahí. Te prohíbo que te separes de ella. No la dejes sola ni un momento.
Telmo se aproximó a la recién llegada y la observó con atención. Se trataba de una mujer delgada y bella, más o menos de su edad, que tenía el cabello claro y los pómulos salientes. Un peculiar hoyuelo engalanaba su barbilla.
Esnal notó que le faltaba el aire, que un nudo rodeaba su pecho y lo oprimía hasta casi ahogarlo. Las manos le temblaban y su corazón latía sin control. Le costaba creer lo que sus ojos se empecinaban en mostrarle. ¿Acaso estaba enloqueciendo? Juraría que había visto antes aquel rostro.
Miró hacia el capitán, pero este parecía hallarse lejos: en otro lugar, en otro tiempo; sumido en sus recuerdos más sombríos.