VII

-exclamBallenas a estribor!

Habían pasado trece días desde que el Gloria se separase de La Belle Colombe, en aquella ensenada del sur de Terranova, cuando el vigía dio la voz que todos ansiaban escuchar. Los hombres, alborozados y graves a la vez, satisfechos de que la suerte comenzara por fin a sonreírles, se agolparon en la borda del buque con la intención de cerciorarse de la veracidad de tales palabras. Iragorri, quien había mandado arriar las enseñas del barco para dificultar la faena a los corsarios, emergió presuroso de su cámara y escrutó en lontananza.

—Son dos —puntualizó el serviola desde lo alto del mástil—. Una madre y su cría.

El capitán pareció pensárselo con calma. Intentaba decidir si convenía o no pescar en aquellas aguas tan alejadas de la costa. La elección no resultaba fácil, pues quizá los inconvenientes de la caza superasen a los beneficios que esta podía conllevar. Su semblante era serio. No se inclinaba a ningún lado el fiel de su balanza.

Un silencio expectante se apoderó de la cubierta. La tripulación aguardaba una orden que se hizo de rogar.

—¿Puede saberse a qué estáis esperando? —clamó al cabo de un rato el navegante—. ¿Acaso no hemos venido hasta aquí para matar ballenas y convertirlas en saín?

El galeón se estremeció por mor de aquellas frases y una febril actividad lo recorrió de proa a popa. Todos se mostraban deseosos de cumplir con la misión que tenían encomendada en esas circunstancias. En un abrir y cerrar de ojos, los bogadores aferraron sus palas; los trinchadores, sus cuchillos; los arponeros, sus chabolines y sus lanzas… En escasos minutos, las seis chalupas flotaban en el agua, dispuestas para la cacería.

Cada pinaza transportaba media docena de remeros y un patrón. A proa iba el encargado de arponear, quien dejaría la boga y tomaría su arma en cuanto se arrimaran al coloso. Aquellas embarcaciones se le antojaron a Telmo frágiles cascarones de madera que las ballenas podían desguazar de un solo coletazo. Un cosquilleo extraño lo asaltó. Cuando la dotación del último bote se disponía a embarcar, el joven se acercó a Alonso y suplicó.

—Déjeme ir.

El marino fijó sus pupilas en el rostro del mozo. Su respuesta fue tajante.

—No.

—¿Por qué?

—Careces de experiencia en estos menesteres. Cazar ballenas en una empresa peligrosa y puedes estropearlo todo.

—Confíe en mí. Sé lo que me hago.

—He dicho que no —sentenció el navegante, dando por zanjada la cuestión.

Esnal, imbuido del frenesí que reinaba en el barco, ansioso por probarse a sí mismo, por mostrar ante los otros su valía, hizo caso omiso de aquella negativa. Quería catar el sabor de esa aventura extraordinaria y no estaba dispuesto a quedarse en el navío, apoyado mano sobre mano en el carel, para ver desde allí lo que pasaba. Esta vez no obedecería las órdenes de Alonso. Sigiloso, sin que nadie se apercibiera de ello, bajó por la escala de cuerda que colgaba en la amura y se acomodó en la bancada de un bote. Un bogador le contempló, intrigado, pero no dijo nada pensando quizá que contaba con el beneplácito del capitán.

El muchacho se encontraba excitado. La tensión que embargaba el ambiente provocó que su corazón se acelerase al máximo. Su alma no albergaba ningún miedo.

De improviso, escuchó el vozarrón de Jonás en la chalupa contigua.

—Ruiz, ¿tienes veinte reales?

El aludido, que se sentaba dos puestos detrás de Esnal, replicó desabrido.

—¿Acaso lo dudas?

—Te los apuesto a que yo mato a la grande.

—Doblo esa cifra.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Está bien. Acepto.

Nadie pareció sorprenderse por aquel desafío. En realidad, no resultaba raro que se cruzaran ese tipo de apuestas entre los arponeros, la mayoría de los cuales eran sujetos vanidosos a quienes les gustaba que los demás reconocieran su valor. Además, aquello redundaba en beneficio propio, ya que si su reputación crecía, y su nombre iba de boca en boca, de puerto en puerto, podrían exigir mejores condiciones a la hora de enrolarse en expediciones posteriores.

La pinaza se separó del costado del Gloria. Las palas crujían al hundirse en las gélidas aguas del Atlántico. Sonó una voz que deseaba buena suerte. Comenzaba la caza.

Entonces, cuando ya era demasiado tarde y nada podía hacer por impedirlo, Iragorri descubrió a Telmo, que remaba lo mejor que sabía, casi a proa del bote. Un gesto oscuro asomó a la expresión del navegante.

El mar estaba igual que un plato. Soplaba un débil viento del oeste que revolvía la cabellera del muchacho y levantaba pequeñas ondas en la superficie del océano. El patrón marcaba un ritmo vivo. La escena transmitía una gran solemnidad.

Telmo no perdía detalle de cuanto acontecía. A babor, animando a sus compañeros y exigiéndoles un mayor esfuerzo en la palada, la silueta imponente de Jonás se recortaba contra el cielo de estaño. Las dos chalupas se enzarzaron en una carrera para tomar la delantera. La boga era reñida y las rodas de los botes quebraban con decisión las olas. Ambos arponeros se observaban de reojo. Las demás lanchas habían quedado muy atrás.

—Compartiré con vosotros esos cuarenta reales si la mato —ofreció Ruiz—. Ya va siendo hora de que alguien le dé una buena lección a ese mastuerzo.

Los hombres renovaron su esfuerzo. Telmo no les iba a la zaga y doblaba su espalda en la bancada con una desenvoltura que le sorprendió a él mismo. Las manos le quemaban. Notaba cómo bullía la sangre de sus venas.

El mozo ladeaba la cabeza para otear por encima del carel. Los pescadores se dejaban el alma en cada palada y los remos emitían un quejido uniforme al hendir el agua. Habían conseguido sacar cierta ventaja a sus competidores. Marchaban los primeros, mas las ballenas se habían sumergido y no se veía rastro de ellas.

—¡Allí! —exclamó, de súbito, el patrón, señalando con el mentón hacia los surtidores, uno pequeño y otro grande, que se alzaron a no mucha distancia de donde ellos estaban.

La chalupa varió el rumbo y enfiló hacia la pareja de animales. La madre nadaba delante, con la cría pegada a su cola.

Esnal se estremeció al ver aquellas moles que surgían de las profundidades del océano. Eran mayores de lo que había imaginado y se movían con una agilidad que su tamaño no hacía presagiar. Su piel tenía el color de una noche sin luna. Un solo embate suyo podría echar a pique el bote.

—Ahora bajaremos la boga —le susurró a Telmo su compañero de banco—. Hemos de acercarnos hasta ellas sin que se den cuenta de nuestras intenciones. Es importante no asustarlas. Resulta muy peligroso hacerlo.

A una orden del patrón, los hombres comenzaron a remar con gran cuidado. Las palas no emergían del agua y apenas producían espuma o ruido. Las dos ballenas se encontraban cada vez más cerca y no parecían haberse percatado de la amenaza que se cernía sobre ellas. La tensión iba creciendo en la pinaza. Faltaba poco para el momento decisivo.

Ruiz se desentendió del remo y se irguió en el extremo de la proa, apoyando en el carel su pie izquierdo. Levantó con parsimonia el brazo que sujetaba el arma. El arpón tenía una punta afilada y provista de garfios que impedían que, una vez clavado, el animal pudiera librarse de él con sencillez. La expresión del pescador era crispada. Flameaban sus ojos entre bigote y gorro. Aguardó unos segundos antes de arrojar su arma, con un grito de rabia, contra la pieza grande. Telmo contuvo el aliento. Le admiraba la sangre fría de aquel hombre.

La lanza silbó al cortar el aire y fue a hundirse en el lomo del coloso. La estacha amarrada a su parte posterior trazó un arco en el cielo. Su extremo estaba unido a la chalupa.

El animal se revolvió al sentirse herido. Un líquido viscoso manó de la llaga que el hierro había abierto en su piel. Se sumergió verticalmente. La cría hizo lo mismo. La cola de esta fue lo último en desaparecer bajo las aguas.

Los acontecimientos se sucedieron con una velocidad vertiginosa. La ballena, al huir, arrastró al bote, que volaba sobre la cresta de las ondas, dando terribles pantocazos que parecían ir a partir el casco en dos. A Telmo, lanzado hacia delante debido a la fuerza del impulso, le faltó poco para caer al agua. Cuando recuperó el equilibrio, tiró, junto con los demás remeros, de la cuerda que habían enrollado en un tolete. Los pescadores querían acortar la distancia que les separaba del cetáceo para encontrarse lo más cerca posible cuando este emergiera a respirar.

—Enfría la soga para que no se queme.

Ruiz, que era quien había hablado, elevando su voz sobre el estruendo que producía la quilla al botar en el agua, esbozó una mueca de ánimo. Se le veía confiado. Tenía otro arpón en la mano.

Esnal obedeció la orden. Sacó parte del cuerpo por la borda y, llenando un cubo que había bajo el banco, vertió su contenido sobre el cabo, que humeaba a causa del rozamiento. Repitió aquella operación una y otra vez pese a que el cabeceo tornaba peligrosa la tarea. Miró hacia atrás. Las otras pinazas, encabezadas por la que llevaba a Jonás, los seguían a boga cerrada.

Al cabo de unos minutos, que al muchacho se le hicieron eternos, la carrera cesó y el mar volvió a ser un espejo.

—Van a salir —exclamó alguien a popa.

En efecto, antes de que se dieran cuenta, el cuerpo inconmensurable del gigante asomó con estrépito de entre las olas, justo frente a donde ellos se hallaban. Un surtidor se elevó hacia lo alto. Había sangre en él. Telmo alcanzó a ver a la cría, que nadaba algo apartada de su madre.

Remaron hasta aproximarse aún más a las piezas. Ruiz lanzó un segundo arpón que se clavó a escasa distancia del primero. La ballena reculó, y un nuevo chorro, esta vez completamente rojo, surgió del agujero de su espalda. Los marineros emitieron un gruñido de triunfo.

El resto de las lanchas hizo acto de presencia y rodeó a la presa. Sin perder un instante, sus arponeros arrojaron chabolines y venablos contra el coloso, que pronto se asemejó a un inmenso acerico. Aquellas armas puntiagudas, que entraban y salían fácilmente en la piel del animal, tenían por misión acelerar el desangramiento de éste, menguando sus energías y provocándole la muerte.

Las voces se alzaron en el aire y el mar se tiñó de carmesí. El olor era intenso. El cetáceo agonizaba frente a ellos.

De pronto, Esnal se dio cuenta de que la chalupa en la que iba Jonás se apartaba del resto y enfilaba hacia el ballenato que flotaba, confuso, a merced del oleaje. Ruiz también se percató de aquella maniobra. Un gritó de reproche afloró a su garganta.

—¡No lo hagas! ¡Espera a que esta muera!

—Voy a ganar la apuesta —rugió el ofuscado pelirrojo.

El muchacho comprendió lo que se avecinaba. Le habían hablado del amor que las ballenas sentían por sus hijos. En los días interminables de navegar hacia el norte había escuchado, de labios de los más viejos, cómo aquellos seres de apariencia monstruosa eran capaces de cualquier sacrificio por salvar a sus crías.

La lancha se acercó al ballenato y el pelirrojo arrojó su lanza contra él. Acertó en mitad del lomo. El animal, anonadado, preso del miedo y del dolor, no hizo amago de escapar y se resignó a su suerte.

Entonces, tal como había temido Ruiz, como Jonás sabía, la madre se apercibió del peligro que acechaba a su retoño y, sacando fuerzas de flaqueza, se revolvió con decisión y consiguió zafarse de los arpones y las cuerdas. Dio un coletazo descomunal. Unas olas enormes encresparon la superficie del océano y el bote en que iba Esnal volcó con violencia. Sus ocupantes volaron por los aires antes de caer al mar.

El agua estaba helada y le provocó a Telmo un dolor insoportable en todo el cuerpo. Era como si le clavaran puñales en las carnes, como si cada una de las partes que formaban su maltrecha anatomía estuviera rompiéndose en pedazos. Los dientes le castañeteaban y un zumbido vibraba en sus oídos. Su cerebro parecía a punto de estallar.

Una ola lo cubrió. Se alzaron gritos que reclamaban auxilio en medio del revuelo y alguien pidió que aguantaran un poco. Vio testas asomando entre la espuma, brazos que se agitaban, chalupas que viraban en redondo. El viento había cesado por completo. El océano se hallaba enrojecido a causa de la sangre del cetáceo.

Trató de mantenerse a flote moviendo pies y manos, pero sus miembros, paralizados por el frío, se negaban a obedecer aquellas órdenes. Las ropas pesaban cual si fueran de plomo. Una fuerza imbatible se aferraba a sus botas y tiraba de ellas hacia el fondo. No sabía nadar. Se hundía sin remedio. No tenía ninguna posibilidad de salvación.

Mientras los últimos resquicios de aire puro llegaban a su mente, Esnal vio cómo se bosquejaban en el azul del agua huidizos fragmentos de su vida. Distinguió al niño mimado y caprichoso que había sido un día, al joven mezquino e indolente que aún era. También recordó a sus hermanos y a sus padres, a su difunto abuelo, a Beatriz, al capitán Requena, a Alonso… Lo invadió una decepción indescriptible. No había excusa alguna. Había desperdiciado su existencia a manos llenas.

Cerró los ojos y se rindió ante lo inevitable. Todo estaba perdido. Iba a morir allí, lejos de su hogar, de aquella familia a la que había deshonrado tantas veces, ahogado en un mar que no había visto hasta hacía muy poco y que, pese a todo, mientras iba acogiéndolo en su seno, le pareció hermoso como nunca.

Sus pensamientos en aquella hora final eran certeros. No había tiempo para engaños. Fallecía sin haber vivido de verdad, sin haber hecho nada que justificara su paso por el mundo, no dejando más que dolor y luto tras de sí. No podría ya enmendar el rumbo y llegar a convertirse en alguien distinto. Pocos le llorarían. Ni tan siquiera tendría una tumba a la que su madre pudiera ir a rezar. Tal vez aquél fuera el justo pago a todo el mal que había hecho. Le pidió a Dios que se apiadara de su alma.

Entonces notó como algo interrumpía su caída hacia el abismo. Unos brazos fornidos agarraron su torso y tiraron hacia arriba. El mozo asomó la cabeza y respiró con avidez aquel aire que le sabía a gloria. No supo si reír o llorar. Estaba vivo.

Lo rescató una de las pinazas que se había desentendido de la caza para ir en su socorro. El bote se escoró hacia estribor y las manos callosas de los remeros lo subieron a bordo. Alguien lo puso boca abajo e introdujo los dedos en su garganta, con la intención de provocar un vómito que expulsara el agua que había tragado. Sus dientes castañeteaban y a punto estuvieron de seccionar su lengua. Sus músculos gemían. El dolor resultaba insoportable.

La lancha volvió a balancearse al acoger a otro individuo y una voz ronca pronunció su nombre varias veces. Abrió los párpados. Un rostro, congestionado por el frío, se hallaba a escasos palmos de su cara. Reconoció aquel bigote hirsuto. Pertenecía a Ruiz, que era quien, arriesgando su vida en el empeño, se había sumergido tras él, para salvarlo.

Esnal no pudo ver cómo el cetáceo se lanzaba desesperadamente en auxilio de su cría. Pese a la tensión y al desconcierto, al peligro que causaba el coloso enfurecido, los pescadores consiguieron mantener la sangre fría y las pinazas maniobraron para rescatar a los compañeros que trataban de mantenerse a flote. Todas excepto una, en cuya proa, Jonás, arpón en alto, aguardaba impertérrito la acometida de su presa.

El pelirrojo, exhibiendo un valor excepcional, esperó hasta el último instante antes de lanzar el arma y clavarla entre los ojos de la mole. Sus pupilas brillaron al hacerlo.

El patrón mandó boga cerrada a los muchachos, quienes, ciando y remando al mismo tiempo, pusieron a salvo la embarcación en el último instante, justo cuando el animal iba a embestirla. Los hombres contuvieron el aliento. La ballena no aguantó más y falleció.

En poco tiempo, madre e hija, ahora tan solo dos moles inertes bajo el cielo, flotaron sobre el agua teñida de bermejo. El sol asomó entre las nubes y un silenció imponente se cernió sobre aquellos cadáveres descomunales. Todos se relajaron. La caza había terminado.

Una vez muertas las ballenas, rescatados los hombres que habían caído al mar, los pescadores amarraron varios cabos a aquellos cadáveres gigantescos y tiraron de ellos hacia el Gloria, que aguardaba, facheando, en las inmediaciones. Aquellos cetáceos, de intenso color negro, vientre blancuzco y formas redondeadas, cuyas cabezas se encontraban cubiertas por una costra de parásitos a la que los marinos llamaban gorro, pertenecían a una especie que, a causa de su grasa, no se hundía al morir, lo cual facilitaba mucho el atoaje.

A medida que las lanchas se aproximaban al barco, comenzaron a alzarse gritos de triunfo en la cubierta de éste. La marinería, en vilo durante el transcurso de la caza, se hallaba satisfecha de cómo había concluido la aventura. A punto había estado de acaecer una tragedia, pero las cosas habían terminado bien y eso era lo que en verdad importaba. Aquellos ejemplares darían muchos toneles de saín.

Se aferraron las velas y el barco quedó al pairo. El mar se adormilaba y la brisa no era sino un susurro entre la jarcia. Los trinchadores aprestaron su equipo. Una dura labor les aguardaba a todos. Iban a despedazar allí mismo las piezas capturadas.

Telmo y sus compañeros subieron a bordo del navío. Estaban ateridos de frío. Alguien le sirvió un caldo bien caliente y le echó una manta por encima. El joven cazó al vuelo la mirada de odio que Ruiz y Jonás entrecruzaban.

Sin perder un momento, los tripulantes del Gloria amadrinaron las ballenas a las bandas del buque. La mayor quedó sujeta a la amura de babor; la otra a estribor. Un sujeto de complexión nervuda saltó sobre la grande. Empezarían por esa el descuartizamiento.

El tipo vestía un delantal de cuero que le cubría desde el cuello hasta los pies y se tocaba con un sombrero del mismo material. También calzaba unos esperones provistos de clavos que le ayudaban a no resbalar al desplazarse sobre la piel grasosa del cetáceo. No resultaba plato de buen gusto caer al agua helada. Un segundo chicoteador holló con sus botas el lomo del gigante.

Desde cubierta les pasaron el instrumental que iban a usar: unos cuchillos grandes y afilados que, a causa de su altura y de su forma, más parecían lanzas que machetes. Los dos hombres se encaminaron hacia la testa del coloso y clavaron la punta de sus herramientas por detrás de los ojos, entre la grasa y la piel.

Lo primero sería desollar el cadáver. Para ello, efectuaron un corte longitudinal de extremo a extremo de la mole. Se trataba de una faena complicada, pero la pareja sabía lo que hacía y no tardó en desgajar una alargada tira de pellejo, cuya longitud era similar a la del palo mayor del galeón.

Cuando concluyeron con aquella tarea, comenzó una nueva fase del aprovechamiento y los trinchadores introdujeron en la dermis del animal sendos garfios, unidos a estachas anudadas a un recio cabrestante. En el barco, varios marinos aferraron las manillas del torno y comenzaron a empujar. Era un trabajo extenuante para el cual se relevaban los marinos. Ni después de muertos resultaba sencillo tratar con aquellos seres gigantescos.

La ballena giraba poco a poco sobre el mar ensangrentado mientras los jiferos, efectuando equilibrios para no caer, iban arrancando tira a tira, comenzando por la cabeza y terminando por la cola, la piel negruzca y áspera. Aquello los ocupó durante horas.

Una vez desollado el cadáver, los dos hombres se pusieron a cortar el lardo, la capa de grasa que había bajo la piel de los cetáceos, en unas porciones que fueron subidas a cubierta. Una partida de tripulantes, pertrechados de cuchillos y machetes, las troceó en pequeños pedazos, sobre la tablazón.

—Id colocándolas en las bodegas —mandó Ismael a los más chicos—. Las fundiremos cuando montemos la factoría.

Cuando acabaron con la madre, los balleneros se prepararon para el aprovechamiento de la cría. La operación se repitió punto por punto. A causa del menor tamaño del cetáceo, el tiempo que tardaron en hacerla fue más corto.

Mientras tanto, en el sollado, Antón frotaba con un ungüento tibio los músculos de Esnal, su pecho amoratado, sus miembros y su espalda, su garganta. Había que secar perfectamente todo el cuerpo. Un baño en aquel agua helada podía llegar a ser fatal.

El joven se notaba renacer. Menguaban los temblores y el calor iba extendiéndose por el interior de su organismo. También el color tornaba poco a poco a su tez.

El albino le dio a beber de una jarra llena hasta el borde de un licor que quemaba. Él la vació de un solo trago. El alcohol removió sus entrañas y le infundió el vigor que tanto precisaba.

—La virgen del Carmen se ha apiadado de ti —dijo el mocoso—. Recé para que no te ocurriera nada malo.

—Entonces, te debo la vida, amigo mío —respondió Telmo acariciando el cabello plateado de su interlocutor—. Gracias de todo corazón.

—Me alegro de que no te hayas ahogado.

El albino siguió hablando. Su tono era ahora más triste.

—Yo no seré tan afortunado. El mar me acogerá algún día en su seno, lo mismo que a mi padre.

—No te pasará nada —afirmó Esnal sintiendo que aquellas frases brotaban, espontáneas, de lo más profundo de su ser—. Yo te protegeré frente a cualquier peligro.

—¿De veras? —preguntó el chico, con una luz iluminando sus pupilas.

—Te lo juro por lo más sagrado.

El pequeño asintió, emocionado.

—¿Sabes, Antón? —concluyó con voz grave—. Hoy he mirado a la muerte cara a cara. No sentí miedo, solo vergüenza por lo que había hecho, una inmensa nostalgia por lo que ya no podría hacer. Tengo una oportunidad para empezar de nuevo y no voy a dejarla pasar en vano. Voy a esforzarme para ser alguien mejor de lo que he sido.

El niño le contempló con ojos de luna llena y sonrió, sin entender del todo.

Entonces entró en el sollado Alonso de Iragorri. El capitán palmeó las espaldas de los hombres y bromeó con ellos, intentando hacer ver que todo marchaba bien. Dejó a Telmo para el final. Cuando se halló ante el joven, le contempló con una mirada furibunda que hizo que este olvidara por un momento el frío.

—Ven a mi cámara en cuanto estés en condiciones —murmuró el navegante antes de volver a la cubierta.

Esnal salió del interior del casco. Sus ánimos se habían asentado y su cuerpo había dejado de temblar. Ismael le había procurado ropas secas para que sustituyera a las suyas, que no podría vestir en varios días, y se encontraba ya mucho mejor.

El mar seguía en calma. La brisa era muy floja y las aguas acunaban al buque. El sol frugal que comenzaba a declinar en lo más alto le arrancó una sonrisa. El muchacho caminó por cubierta y devolvió cada saludo, cada palabra, cada gesto. Se sentía contento de estar vivo, pero no se borraban de su mente los pensamientos que le habían asaltado cuando se hallaba a punto de morir.

El descuartizamiento ya casi había terminado. Los chicoteadores arrancaban las últimas porciones de lardo y se las pasaban a quienes las llevaban al sollado. Las barbas, la parte más preciada de las ballenas, yacían alineadas sobre el suelo, en donde deberían descarnarse y secarse para, una vez en tierra firme, ser vendidas a un elevado precio. Las lenguas descansaban en el alcázar. Los ricos y los curas las comían durante la cuaresma puesto que, al proceder del mar, no estaba considerado pecado su consumo.

Esnal miró hacia el agua con tristeza. De aquel par de colosos imponentes apenas quedaba la osamenta. Alguien soltó las sogas que mantenían a flote aquellos huesos mondos y los esqueletos se hundieron en el océano.

El muchacho se detuvo ante la entrada del camarote de Iragorri. Dos voces resonaban al otro lado de la puerta. La más serena pertenecía a Alonso; la otra, a Jonás. No pudo evitar oír lo que decían.

—No quiero que esto se repita. ¿Has entendido? Si no, me veré obligado a tomar medidas.

—¿Acaso no hemos venido hasta aquí a cazar ballenas? Este es un trabajo arriesgado. Todos sabemos el peligro que lleva.

—Deseo que una cosa quede clara —terció, tajante, Iragorri—. La vida de uno solo de los miembros de mi tripulación vale más que todas las ballenas del océano. He visto demasiadas viudas llorando en los muelles, demasiados huérfanos mendigando comida a las puertas de una iglesia, demasiadas madres que esperan a hijos que nunca volverán. Tú sabes mejor que nadie de qué hablo. No quiero riesgos innecesarios. Tu actitud ha supuesto una temeridad que podía haber costado cara. Espero, por el bien de todos, que esto no vuelva a repetirse.

El arponero calló.

—¿Entendido?

—Sí —respondió Jonás, tras un silencio.

—Confío en ello. En caso contrario, tendrás que abandonar el Gloria, y este no me parece un buen sitio para hacerlo.

La voz del pelirrojo se alzó desafiante.

—¿Está usted seguro de que sería capaz de hacerme bajar del barco?

El capitán contestó con un siseo que helaba la sangre de las venas.

—Espero de todo corazón que no me obligues a demostrarte lo que soy capaz de hacer cuando me lo propongo.

Jonás no replicó. Abrió la puerta y se encontró con Telmo, que aguardaba su turno. El gigante fulminó al muchacho con una mirada desabrida y se marchó. Esnal reparó en el rostro sombrío de Iragorri. Adivinó la reprimenda que estaba a punto de escuchar.

Telmo se despojó de la camisa. Entornó los párpados y respiró bien hondo, como queriendo hacer acopio de coraje para soportar lo que se avecinaba. En cubierta, a escasa distancia de donde se encontraba, la tripulación al completo observaba sumida en un silencio sepulcral. El agua estaba en calma. La niebla había vuelto a enredarse entre la jarcia.

Iragorri se aproximó a él con paso firme. Llevaba el látigo en la mano y la expresión de su rostro era insondable.

El joven se apoyó en un tolete de madera. Giró el cuello y cruzó su mirada con la del capitán. Se encontraba sereno. Sabía que merecía aquel escarnio. Clavó sus ojos en el horizonte y, entonces, le pareció cómo si el cielo y el océano trataran de revelarle algún secreto.

Callaron los últimos susurros cuando el cuero de la fusta surcó el aire. Telmo se irguió con entereza para recibir aquel castigo.

El dolor del primer latigazo le pareció difícilmente soportable, mas crispó los puños y reprimió un gemido que pugnó por surgir de su garganta. Su corazón estaba entero. No iba a venirse abajo en aquel brete.

El cuero vibró otra vez bajo los palos y un nuevo latigazo rasgó la espalda del muchacho, cuyos labios permanecieron sellados. Unos murmullos se alzaron hacia la punta de los mástiles.

Entonces, Esnal tuvo una revelación. Supo que iba a aguantar sin una sola queja aquella prueba, y todas las dificultades que el destino tuviera a bien poner en su camino. Sintió que una paz enorme lo llenaba. Había comprendido cuál era el mensaje que el viento y las olas le enviaban. Aquel mozo cretino y egoísta que fue antes se había ahogado en las gélidas aguas del Atlántico. Ahora era otro. Alguien distinto. Alguien mejor.