IV

alo largo de las primeras semanas, el tiempo se mostró bonancible y el Gloria navegó sin contratiempos, con rumbo a Terranova, a una velocidad casi constante. Lo impulsaban unos vientos propicios que henchían tanto el velamen del navío como los ánimos de su tripulación. La moral era alta. Todo marchaba a pedir de boca.

La nao estaba bien mareada, con la carga segura y el aparejo en facha. Llevaba en sus bodegas, ejerciendo de lastre, cuantos efectos pudieran precisarse a lo largo de aquel periplo, repleto de vicisitudes y de riesgos, cuya duración final desconocían. Cualquier bajel que afrontara una expedición de tal envergadura debía abandonar el puerto convenientemente surtido de utilería y bastimentos. Nada habrían de hallar en el remoto y frío Norte.

Las relaciones entre los embarcados eran buenas, pese a que los novatos fuesen tratados sin miramientos por los más veteranos. Aseguraban estos obrar así a fin de que aquéllos se amoldaran a la dureza de la vida en alta mar. Pretendían evitar que los más jóvenes se volvieran pusilánimes, que se vinieran abajo ante el peligro, que flaquearan a las primeras de cambio o se rindieran. No podían permitirse titubeos cuando tuvieran que hacer frente a alguna adversidad de cuya superación dependiera la suerte del navío. Tampoco con ellos se había andado nadie con minucias, y ahora, muchos años y muchas mareas después, orlados por la autoridad que proporciona la experiencia, se comportaban ante los más bisoños de una peculiar forma que oscilaba entre la tiranía y el paternalismo.

La convivencia en aquel barco se regía por normas muy estrictas y era menester que cuantos iban en él las respetaran. Cada hombre conocía bien su cometido y se esmeraba por cumplirlo. Las maniobras se realizaban con acierto y las olas besaban el forro del bajel. La expedición no podía comenzar con mejor pie.

El Gloria era un galeón muy marinero, más grande que pequeño, cuyo porte se estimaba en cuatrocientos toneles. Tenía popa plana y alto bordo, y sus bodegas podían albergar en torno a mil trescientas barricas de aquella grasa de cetáceo a la cual los balleneros daban el nombre de saín, una pequeña fortuna en caso de llenarlas. Había sido construido hacía siete años, en uno de los mejores astilleros de Pasajes, bahía pródiga en atarazanas y talleres, de donde salían unos magníficos navíos que surcaban los mares conocidos o ponían proa hacia los que quedaban aún por descubrir. Era casi todo de roble, aunque, debido a la escasez cada vez más evidente de estos árboles, cuyos bosques se esquilmaban para la construcción naval, también contaba con pino y otras maderas de menor calidad; sobre todo, en la superestructura y la obra muerta. Solían dedicarlo al tráfico con Flandes, pese a que, en alguna ocasión, hubiera navegado hasta el Mediterráneo o las Canarias. Su propietario no era otro que Alonso de Iragorri.

Tanto para el capitán como para la nao, esa constituía su primera experiencia ballenera, y ambos se habían preparado a conciencia para afrontar el desafío. El marino había estudiado cuantas cartas existían de la zona y se había entrevistado con distintos colegas, bregados en aquel tipo de singladuras a fin de asesorarse. Se trataba de un hombre amante de su oficio, que gustaba de atar todos los cabos y no dar margen alguno a la sorpresa. El barco, por su parte, había sufrido diversas modificaciones para adecuarlo a las tempestuosas aguas por las que debería navegar, al hielo que casi con total seguridad tendría que cortar en aquel viaje. Tanto su roda como su tajamar se habían reforzado con planchas de metal en los lugares más expuestos.

El padre de Ismael, que era quien más arriesgaba en esa empresa, había optado por delegar en su hijo cualquier decisión que hubiera que tomar sobre la marcha. Ya estaba viejo para tal aventura y había preferido permanecer en tierra firme. Así que el joven, además de cuidarse del casco y de la arboladura, de asignar las faenas, los turnos, las responsabilidades, se ocupaba también del aspecto económico de la expedición, posible únicamente gracias a que un número nada desdeñable de personas había aportado parte de su peculio para ello.

Fletar un barco a Terranova requería de mucho dinero y no era fácil que un único individuo lo poseyera todo. Así que, a menudo, comerciantes, artesanos, ferrones o simples labradores, tanto de San Sebastián como del resto de la provincia, o más allá, aventuraban sus magros capitales, ahorrados con tesón a lo largo de años, en una apuesta incierta, con la esperanza de resarcirse con creces si la nao regresaba a Guipúzcoa cargada de saín. Aquella grasa era muy cotizada en toda Europa, lo mismo para la iluminación que como lubricante, incluso para confeccionar ungüentos medicinales o cocinar los alimentos. Los tratantes pagaban bien por ella y la exportaban a todo el continente, en largas caravanas de mulas o de bueyes.

La mayoría de los miembros de la tripulación iba a la parte y solo cobraría si pescaban ballenas. Si no, vendrían malos tiempos y tanto ellos como sus familiares lo pasarían mal, resignados a sobrevivir a duras penas con la pesca que pudiesen arrancarle a la marea. El reparto de los posibles beneficios se efectuaría de la siguiente forma: un tercio, para la marinería; un cuarto, para el dueño del barco; el resto, para los armadores. Ninguno cuestionaba aquella norma que era ley. Todos sabían a lo que se exponían cuando estampaban su firma o, en caso de ser analfabetos, trazaban una marca o un garabato en el contrato de embarque.

El navío contaba con tres palos y cuatro cubiertas. Ismael le explicó a Telmo que el mástil más cercano a la proa se llamaba trinquete, que el del centro recibía el nombre de mayor y que, al último, el único que en vez de velas cuadras llevaba una latina, se le conocía como el de mesana. Le refirió igualmente que al palo que surgía justo sobre el mascarón, y apuntaba igual que un oblicuo dedo de madera hacia lo alto, se le denominaba bauprés. También le describió lo que eran las amuras, la eslora, la manga o el puntal. El muchacho trataba de retener en su memoria tantos y tan extraños nombres pero no siempre lo lograba.

A Esnal le sorprendió que el bajel portara numerosa artillería. Seis lombardas pesadas, ocho culebrinas y cuatro versos de doble cámara componían su dotación. No faltaban ni pólvora ni balas. También había en el arsenal gran cantidad de armas de mano: hachas, alabardas, sables, picas… además, muchos de los ochenta y siete hombres de a bordo poseían un arcabuz o un mosquete que no dudarían en emplear, llegado el caso.

Cuando Telmo le preguntó a Ismael a qué se debía aquella cantidad ingente de armamento en un barco que, como aquél, se dedicaba a la pesca o al comercio, el joven contramaestre le respondió con tono serio, mirando de forma ambigua al horizonte.

—El mar está repleto de peligros. Aparte de los temporales, de los hielos, de las ballenas que vamos a cazar, abundan los piratas, los corsarios dispuestos a caer sobre nosotros a la menor oportunidad, sobre todo, durante el tornaviaje, cuando vengamos cargados de saín. Las armas son para defendernos de ellos. Quiera Dios que no sea necesario utilizarlas.

Telmo vomitó por primera vez en cuanto el Gloria se alejó de la costa. Fue un retortijón que estremeció sin previo aviso las tripas del muchacho, quien apenas tuvo tiempo de doblarse igual que una bisagra en el carel. Lo hizo por la banda de estribor, a barlovento, y el aire le devolvió los esputos, que salpicaron su cara macilenta, llenándola de suciedad y vergüenza.

Algunos pescadores, que habían cruzado apuestas al respecto, rieron de buena gana aquella circunstancia. Él, herido en su amor propio, trató de buscar gresca, pero, incapaz de mantenerse erguido, de responder como se merecían tales burlas, desistió de aquel propósito y se tragó el orgullo, conformándose con una retahíla desabrida que los otros parecieron ignorar. Dejó correr la cosa. Tiempo habría de vengar aquella afrenta.

El día a día se revelaba ingrato para el joven, tan solo un alma en pena que deambulaba sin rumbo fijo por cubierta. A pesar de la bonanza del clima, de las aguas tranquilas y la brisa, el mar estaba pasándole factura. El muchacho no lograba evitar sentirse continuamente mareado. Perdía el equilibrio a cada instante y debía agarrarse a cualquier cosa para no dar de bruces contra el suelo o caer por la borda. También vomitaba sin cesar. No obstante, no le obligaban a efectuar trabajo alguno y tampoco lo importunaba nadie. Era como si no existiese.

Pero la vida no se detenía a causa de sus tribulaciones. El movimiento resultaba incesante en aquel barco y los marinos no paraban de faenar durante toda la jornada, desde el amanecer hasta la noche, incluso a lo largo y ancho de esta, si les tocaba guardia. Siempre había algo que hacer: aferrar o largar velas, bracear vergas, atar cabos, baldear la cubierta, vigilar, coser, achicar agua, reparar los desperfectos que el mar o el aire causaban en el velamen o en la arboladura… Los turnos se sucedían con estricta meticulosidad y nadie, excepto si se hallaba enfermo, podía sustraerse a ellos. El cura rezaba continuamente y recitaba salmos y pasajes bíblicos que jalonaban la jornada y daban medida del paso de las horas, cantadas también por los grumetes. Se ocupaba igualmente el sacerdote de oficiar misa y de administrar a los embarcados los sagrados sacramentos, amén de vigilar que estos cumplieran con sus deberes religiosos y se comportasen como buenos cristianos. Una jugosa dádiva había asegurado su silencio para que nadie, menos aún sus superiores, quienes mantenían excelentes relaciones con el preboste, supiera cuándo el Gloria iba a abandonar San Sebastián.

La dotación apenas disponía de un paréntesis de asueto a la caída de la tarde. Era entonces cuando aquellos hombres se permitían un respiro y daban rienda suelta a sus recuerdos, a los anhelos de que una buena campaña les permitiera un tiempo de prosperidad a su regreso. Alguno se acercaba a la popa y dedicaba a sus seres queridos un pensamiento que quizá el viento tibio del crepúsculo llevara hasta su tierra.

Los días discurrían idénticos los unos a los otros y se confundían entre sí. El galeón hedía a causa de la humedad omnipresente, de los detritos almacenados en el pantoque o las sentinas, de la carga estibada en las bodegas. También colaboraban a acrecentar aquella pestilencia la pez que cerraba las costuras del buque, la brea que recubría el casco, el moho que surgía en los rincones más recónditos de la compleja arquitectura del navío. Era un olor, intenso y repugnante, que se adhería a la piel y del cual no había forma de desprenderse. A veces, los hombres se dedicaban a atrapar a las ratas que infestaban el buque y exhibían sus cadáveres como si fueran auténticos trofeos, haciendo de aquellas capturas cuestión de honor y cruzando apuestas al respecto.

Telmo se percató de que las relaciones entre los embarcados se desarrollaban de una manera peculiar. La jerarquía era estricta y todos acataban las órdenes sin rechistar. Los balleneros no se andaban con minucias: hablaban a voz en grito, blasfemando incesantemente pese al clérigo, y efectuaban continuos aspavientos que formaban un código que Esnal no comprendía. Aunque discutían con frecuencia, nunca llegaban a las manos. Hacerlo hubiera sido pernicioso para la estrecha convivencia que se veían obligados a llevar y no podían consentir tal desatino. El capitán y el contramaestre cortaban de raíz cualquier conato de trifulca.

La tripulación se alojaba en el castillo de proa o en la cubierta principal. Sus miembros dormían hacinados en cámaras oscuras y mal oreadas que rezumaban humedad. Algunos lo hacían en hamacas mientras que, otros, los más, pernoctaban en jergones de paja, sobre el suelo. La atmosfera era espesa y hedionda. Esnal se vio obligado a compartir con la marinería manta y pulgas, piojos, nostalgias, esperanzas.

También había en el galeón algunos niños que ejercían labores de grumete. Sus familias los enviaban al océano para que aprendieran un oficio y se convirtieran en personas de provecho, para que se procurasen el sustento en aquel tiempo de penurias y guerras sin cuartel que les había caído en suerte. A Telmo le embargaba la congoja cuando veía a aquellos arrapiezos trepar sin titubeos a lo alto de los mástiles y se acordaba del párvulo pusilánime que había sido hasta hacía muy poco.

El joven miró a su alrededor. Quienes le circundaban eran sujetos normales y corrientes que se dejaban el alma trabajando y que sobrellevaban, más bien que mal, las incomodidades que la existencia a bordo acarreaba. Poco tenían que ver con aquellos hidalgos madrileños, de estómago vacío y orgullo inquebrantable, que hubieran preferido dejarse arrancar la piel a tiras antes que derramar una sola gota de sudor. No había oprobio más grande para ellos. Para él mismo.

El mozo procuraba no tratar en exceso con sus nuevos compañeros. Su jactancia le impedía intimar con gentes de inferior categoría, con patanes carentes de estudios o fortuna, como sin duda eran aquéllos. Además, muy pocos de aquellos balleneros hablaban castellano, y el vascuence que él había heredado de su madre y sus abuelos era bastante limitado; apenas daba para mantener una conversación sin excesivas florituras.

Los accidentes no eran raros y se echaba en falta la presencia de un médico quien, por haber enfermado la víspera del viaje, no había podido subir al galeón. Las necesidades se hacían por la borda, encima de una letrina cuyo agujero daba directamente sobre el agua, siempre que el estado de la mar no lo impidiera, en cuyo caso, cada uno se las arreglaba como buenamente podía. Tanto los cuerpos como la indumentaria se hallaban empapados y la piel se cuarteaba a causa del viento y del salitre. El océano no era lugar para personas timoratas. Volvía duro a quien lo frecuentaba.

Esnal se percató de que tan solo había tres estancias privadas en el barco y se hallaban a popa. Eran pequeñas cámaras, con tabiques de madera y ventanales, que proporcionaban un mínimo de intimidad a quien las ocupaba. La mayor correspondía al capitán. Las otros dos, más reducidas, las disfrutaban el contramaestre y el piloto.

Ismael, en los ratos en que el trabajo no reclamaba su atención, solía acercarse a donde estaba Telmo. Ambos jóvenes habían hecho buenas migas y se juntaban en popa, a la caída del Sol, para cambiar impresiones y charlar.

—Lo peor es la travesía —explicó el rubio cierta noche—. Una vez llegados al destino y construida la factoría, la vida no resulta excesivamente dura. Hay comida y bebida, cánticos, chanzas, juegos… Muchos se encontrarán en Terranova más a gusto que en sus propios hogares. La existencia no es fácil en la costa.

Un día, cuando el muchacho ya comenzaba a adaptarse a la vida de a bordo, a superar el malestar que la navegación causaba en su organismo, el capitán le convocó en su cámara. Esnal llegó poco antes del ocaso. Llamó a la puerta y abrió en cuanto recibió permiso para ello.

La pieza era pequeña pero se veía limpia y aseada. Había en ella un camastro ligero, un par de arcones, un anaquel atestado de papeles y libros. Junto a los ventanales, se hallaba el escritorio en el que el navegante estudiaba las cartas y redactaba los cuadernos de bitácora. Todos los muebles estaban clavados al suelo para evitar que se movieran con las olas.

Las pupilas de Telmo resplandecieron al ver la mesa que Iragorri había preparado. Se encontró con que había carne y embutidos, dulces, queso, frutos secos. Le agradó hallar un odre de buen vino.

El chico, quien apenas había probado bocado durante las semanas que llevaban en el mar, se relamió ante tales manjares. Además de que su cuerpo no estaba para excesos, puesto que vomitaba todo cuanto comía, le disgustaba el rancho que servían una vez por jornada y que, merced al tiempo soleado, los tripulantes ingerían en cubierta, valiéndose de sus cuchillos y sus manos, casi siempre a mediodía. Habas, bacalao, galleta, mijo, sardinas secas o algarrobas componían la monótona dieta con la que se mantenían los marinos. Para beber había sidra en abundancia, pues esta conservaba sus propiedades mucho mejor que el agua, que se pudría y era propensa a transmitir enfermedades.

Ninguno de los comensales habló en demasía durante aquella cena. Ambos se limitaban a intercambiar frases de cumplido y se observaban a hurtadillas, como tratando de adivinar las cualidades y carencias de quien estaba enfrente antes de darse a la verdadera charla. Al terminar, Alonso trajo una botella de licor y le convidó a una pipa.

—No suelo permitir que los hombres fumen a bordo —aclaró—. Te sorprendería descubrir con qué facilidad se incendia un barco. No obstante, hoy haremos una excepción.

—Lo tomo como una deferencia a mi persona…

—Tómalo como desees, pero te ruego que no quemes mi navío, no tengo más —rio el capitán, quien encendió con parsimonia su tabaco antes de continuar hablando—. Espero, muchacho, que la travesía esté resultando de tu agrado.

—Podría ser peor —contestó él, espoleado por el atrevimiento y el alcohol.

—Lo será, no te quepa la menor duda. Hasta ahora no ha habido temporales y el mar está como un plato de sopa. Pero todo eso acabará cuando lleguemos más al norte.

—Resulta tranquilizador oírselo decir…

Iragorri soltó una carcajada y decidió cambiar de tema.

—No parece que, aparte de Ismael, estés haciendo demasiados amigos entre los tripulantes —dijo.

—¿Se refiere a esa chusma?

—Me refiero a esos hombres —replicó, cortante, el capitán—. Quizá la mayoría no sepa leer o escribir, mas ten por cierto que cualquiera de ellos podría enseñarte algunas cosas de provecho.

—Si usted lo dice…

—Te recomiendo que te tomes el tiempo y las molestias necesarios. Tal vez descubras que, a menudo, bajo las feas escamas de un pescado se ocultan sabores que colmarían las expectativas del paladar más exigente. Harías bien en darles una oportunidad. En dártela a ti mismo.

—Lo intentaré…

—Hazlo, no te arrepentirás.

—Por cierto —preguntó el joven, tratando de aprovechar la coyuntura—, ¿me sería posible disponer de un camarote?

—No —respondió, tajante, Alonso.

—¿Puedo saber por qué?

—Todas las cámaras del Gloria se encuentran ya ocupadas.

—¿Y no hay forma de variar tal situación?

—Cada uno tiene su lugar en este barco —sentenció Iragorri de una manera inapelable que disuadió al muchacho de insistir. Volvió a hacerse el silencio.

El pensamiento de Alonso pareció encaramarse a las volutas de humo que ascendían hacia la tablazón del techo. Habló con tono calmo.

—Aquella noche, en San Sebastián, después de que salierais de la taberna para ir a casa de Ismael, mantuve una interesante charla con el caballero que te seguía los pasos.

—¿Guzmán Requena? —exclamó Esnal sobresaltado.

—Ignoro si ese es su nombre…

—Lo es.

El navegante se atusó la barba. Aparentaba hablar consigo mismo.

—Un tipo peligroso. No me gustaría tenerlo por enemigo.

—Por desgracia, no puedo evitar que sea así.

—A menudo las cosas no son como quisiéramos que fueran, ¿verdad?

—¿Qué ocurrió? —inquirió Telmo, impaciente por escuchar lo sucedido.

—Ese caballero y yo tuvimos oportunidad de cruzar unas palabras un tanto desabridas. La charla fue muy tensa. Omitiré detalles. El caso es que permitió que embarcaras.

—¿No puso trabas? —preguntó él, incrédulo.

Iragorri efectuó un gesto que tenía algo de teatral.

—En realidad, no se hallaba en condiciones de ponerlas, tenía la punta de mi cuchillo en su garganta. Unos amigos se encargaron de mantenerlo a buen recaudo hasta que el Gloria se hizo a la mar.

La mirada del mozo buscó a la del marino. La luz de las velas lo iluminaba desde arriba, resaltando las arrugas de aquel rostro curtido por el viento. Esnal creyó captar un brillo extraño en el acero de sus ojos.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó tras un largo silencio—. Con ello se ha granjeado el odio de ese tipo, uno de los sicarios más sanguinarios de Madrid. Y también el del hombre que le paga.

Iragorri respondió, con gesto vago.

—Un capitán siempre ha de velar por su tripulación, y tú ya formabas parte de ella.

—Le debo la vida, Alonso —admitió Esnal sin tapujos.

El marino fingió no haber oído aquella frase. Su tono era sombrío y no dejaba lugar al triunfalismo.

—Ese tipo estará aguardando a que regreses.

—Lo sé. Requena no descansará hasta que me mate.

El navegante volvió a hablar.

—¿De qué huyes, muchacho?

—No creo que importe demasiado…

—Todo cuanto concierne a mis hombres pasa a ser de mi incumbencia.

—Se trata de una larga historia —respondió él, esquivo.

—Tenemos todo el tiempo del mundo y no podemos ir a ningún sitio. Un barco es un lugar propicio para soltar la lengua. He visto a muchos individuos abrir de par en par las puertas de su corazón en altamar.

—No estimo adecuado aburrirle con mis tribulaciones.

—¿Sabes? —insistió Alonso—. A veces viene bien orear las sentinas del alma. Además, hay pocas cosas mejores que un buen relato para matar el tedio de la travesía.

—No creo que este relato sea bueno.

—¿Por qué no dejas que sea yo quien juzgue eso?

Esnal clavó su mirada en los ojos grises de Iragorri. Sentía que la amargura le carcomía el alma. Entonces, por algún motivo extraño, quizá porque ya no podía aguantar más sin compartir con alguien sus desdichas, porque el remordimiento pesaba más que el plomo en lo más hondo de su ser, atisbo un remanso de paz en las pupilas de su interlocutor y decidió confiar en aquel hombre. Los recuerdos, aún frescos escasos días antes, acudieron a su mente con gran dificultad, como si todo hubiera sucedido hacía una eternidad, como si hubiera sido otro, y no él, el protagonista de aquellos hechos luctuosos. Tomó aire antes de empezar.

—Todo comenzó hace apenas dos años. Estudiaba medicina en Alcalá de Henares. En realidad, he estado haciéndolo hasta hace escasas fechas, cuando me vi forzado a escapar de Madrid con el rabo entre las piernas, igual que una alimaña acorralada. Al principio la Universidad me parecía interesante. Siempre había sentido la necesidad de saber más, de conocer el porqué de las cosas, de comprender y disentir, de constatar… pero, poco a poco, les fui perdiendo el gusto a aquellas clases: allí no hay discusiones, todo es dogma. El mundo está cambiando a gran velocidad, pero a algunos no les conviene que aquí nos enteremos e impiden que lleguen los vientos que soplan por Europa.

—Creo que sé a lo que te refieres —interrumpió el marino—. He viajado por los países reformistas.

—La Inquisición los llamaría herejes —murmuró Telmo, con un peculiar timbre en la voz.

—No tengo nada que oponer a tal definición —rio Iragorri—. El Santo Oficio es muy libre de elegir los adjetivos que más convengan a sus intereses. Doctores posee para ello.

El joven retomó el hilo de su historia. Ahora parecía necesitado de contarla.

—El caso es que dejé de lado los estudios y me arrojé a una vida de oprobio. El dinero de mi padre servía para pagar las francachelas, también para comprar a los docentes. Era fácil dejarse arrastrar por la corriente. Muchos lo hacían y no les iba mal.

Iragorri volvió a llenar las jarras. Esnal bebió y continuó hablando.

—Me vi atrapado en un torbellino de alcohol y de mujeres. Se me hacía imposible pensar con claridad. No faltaban quienes se decían mis amigos, quienes juraban amarme. Bebí, forniqué, reñí, aposté… me vi envuelto en cien pleitos… Aprendí también a usar las armas, a servirme del prójimo, a mentir para tapar mis faltas…

El mozo hizo una pausa y prosiguió:

—Hace escasos meses, para mi desgracia y la suya propia, se cruzó en mi camino Beatriz, la hija del duque de Espinosa, uno de los hombres más influyentes de la Corte, un Grande de España con vastos intereses en el Perú y en Nápoles. Era una moza bella e ingenua, apenas una niña. Se enamoró de mí. Yo, pese a no quererla, quizá por envanecerme ante mis camaradas de aquella ilustre conquista, jugué con sus sentimientos, me aproveché de su inocencia, la ultrajé. Quedó embarazada y así me lo transmitió. Yo estaba ebrio aquella tarde. Me burlé de ella y le dije que nada quería saber de aquel bastardo suyo. Gimió, imploró, se postró a mis pies, amenazó. Lloró hasta quedar sin lágrimas, pero no le sirvió de nada. Mi corazón se tornó hielo. Era como si fuese otro y no yo quien así hablaba.

Alonso permaneció callado. No deseaba interrumpir las sentidas palabras de su interlocutor.

—No la volví a ver nunca —prosiguió Telmo con voz trémula—. Al despuntar el alba se arrojó por la ventana de su alcoba.

Esnal llevó a sus labios la jarra. El capitán notó cómo el corazón del joven se encogía al recordar.

—Su hermano me buscó tras las exequias fúnebres —concluyó Esnal—. Beatriz confiaba en él y se lo había contado todo. Solo era un pobre chico, un mozalbete incapaz de mantener firme la espada. Me retó a duelo. No quería matarlo, pero me fue imposible obrar de otra manera. Eramos él o yo. No había opciones.

—Y ahora te persiguen, ¿no? —murmuró el navegante.

—El duque ha enviado a ese hombre para que pague lo que hice con sus hijos.

Iragorri se sumió en un mutismo sepulcral y escogió cuidadosamente cada una de sus palabras.

—A veces, muchacho, es preciso tocar fondo para salir a flote. Esas muertes ya no tienen remedio, pero puede que sirvan para que tú aprendas a vivir.

—Suena bonito eso que dice —respondió con acritud.

El capitán sonrió sin un ápice de humor. Sus palabras destilaban tristeza.

—Hace un rato, te pregunté de qué huías. Ahora lo sé: huyes de ti mismo. Pero uno no puede pasarse la vida intentado escapar de sus fantasmas. Todos tenemos un destino al cual no podemos sustraernos. Da igual el rumbo que tomemos, dónde nos escondamos. Más temprano o más tarde, cuando menos lo esperemos, nuestro destino nos estará aguardando y habremos de ajustar cuentas con él.

Telmo guardó silencio. Las palabras de su interlocutor le habían llegado muy adentro. Alonso observó al joven y señaló con el mentón al pergamino que había en un estante, junto a una pluma y un tintero. Esbozó una sonrisa extraña al agregar.

—Antes de retirarte, has de firmar el contrato de embarque. Ahora formas parte de la tripulación del Gloria.

A la mañana siguiente, en cubierta, Iragorri se dirigió a Telmo ante los marineros. Su semblante era serio; su voz, inapelable.

—Escúchame, muchacho: has tenido sobrado tiempo para habituarte a la mar y ya va siendo hora de que comiences a trabajar. Nadie puede estar mano sobre mano en este buque.

Esnal, quien no esperaba oír aquello, menos aún tras la charla que el capitán y él habían mantenido aquella misma noche, frunció el ceño al pensar en la dura faena que llevaban a cabo los miembros de la tripulación. Durante casi todo el día, desde que el sol salía hasta que se ocultaba, algunos incluso por la noche, aquellos hombres no cesaban de bregar, ya fuera sobre cubierta, ya en la arboladura, ya en las tripas del barco. Él había llevado hasta esa fecha la vida de holganza típica entre los mozos de su condición, más preocupados por los requiebros amorosos y el teatro que por cualquier asunto que implicara desarrollar algún esfuerzo físico. Se resintió su orgullo. Trabajar estaba considerado como la más vil de las deshonras, y la mayoría de cuantos conocía se hubieran dejado desollar antes que aceptar tamaña afrenta.

—No estoy dispuesto a obedecer —protestó airado—. Soy un pasajero.

—Te dije que el Gloria no lleva pasaje.

—Pero he pagado…

—Tu dinero solo ha servido para que te aceptemos como tripulante. ¿Recuerdas? —explicó el navegante, aludiendo al pergamino que rubricara la noche anterior Telmo—. Ayer estampaste tu firma en el contrato.

—Soy un hidalgo. Mi linaje es ilustre. No puede hacerme esto.

Alonso contempló al joven con desaprobación. Sus ojos tornaron gris el azul del cielo.

—Aquí todos somos hidalgos —bramó iracundo—. Desde el capitán hasta el último grumete. El mar nos vuelve iguales. Uno vale lo que hace y precisa de los demás para seguir con vida. Estamos solos en medio de la nada. Lo único que nos separa de la muerte es un delgado forro de roble que puede quebrarse en el momento más inesperado.

Telmo se puso lívido al percibir la carga de reproche que encerraban aquellas frases. Esgrimió una protesta que sonaba vencida de antemano.

—El trabajo es una deshonra, algo para plebeyos o esclavos, y no me cuento ni entre unos ni entre otros.

Iragorri le rebatió con rabia.

—Voy a decirte algo, y espero de corazón que, antes de que termine el viaje, comprendas en toda su amplitud estas palabras y no las olvides nunca: el mar es la patria de los hombres libres.

El joven se rindió. No le quedaba más opción que obedecer.

El navegante alzó la voz para que todos le escucharan.

—Puedes elegir entre relevar al vigía o baldear el barco. Ahí tienes todo lo necesario para hacerlo. No creo que te atrevas a trepar hasta la cofa.

Esnal se debatió entre aquellos dos males. Le aterraba la idea de subir a lo alto del mástil, pero la perspectiva de coger una escoba y limpiar el barco ante las miradas burlonas de aquellos pescadores se le antojaba la mayor de las humillaciones. Trató de dilucidar cuál escoger.

—Un ducado a que sube —terció, de pronto, Ismael.

—¿Deseas regalarme ese dinero? —preguntó Alonso con un guiño.

—¿Quieres decir que aceptas?

—Somos amigos, no me gustaría aprovecharme de ti.

—Quizá sea yo quien juega con ventaja…

—¿Acaso confías en ese petimetre?

—Por qué no…

—Está bien —sonrió Alonso—, acepto de buen grado ese ducado.

Esnal observó con despecho cómo el capitán y el contramaestre estrechaban sus manos en señal de acuerdo. Sintió que la tripulación se divertía a costa suya, que se mofaba de sus formas jactanciosas, de su altivez estúpida, de aquella petulancia con la que revestía cada uno de sus actos. El muchacho, herido en su amor propio, espoleado por las muecas burlonas que divisaba en las bocas de aquellos marineros, apretó los dientes y los puños y se encaminó hacia la jarcia que permitía escalar al palo mayor. Un guirigay de gritos sonó sobre cubierta. No quedó nadie sin apostar.

Asió un obenque y comenzó a ascender. A medida que iba alejándose del suelo, la brisa se convertía en un remolino que despeinaba sus cabellos y arrancaba suspiros a las velas. Los flechastes en que apoyaba pies y manos se movían de manera incesante. El océano era una superficie temblorosa que se perdía en lontananza.

Miró hacia abajo. Los hombres se habían convertido en pequeñas figuras que le observaban desde la tablazón. El galeón bailaba y su cabeza giraba sin cesar. Su corazón palpitaba lo mismo que un tambor destemplado.

Cerró los ojos. Era incapaz de proseguir. Un sudor frío resbaló por su espalda. Resultaba tan sencillo dejarse caer, terminar con todo de una vez para siempre… Adiós al miedo, a los problemas, a la vergüenza que lo acompañaría el resto de sus días. El viento le animaba a que lo hiciera. Creyó escuchar el canto embaucador de las sirenas.

En el alcázar, Ismael e Iragorri intercambiaron un gesto preocupado. Lo que había empezado como una añagaza destinada a provocar la reacción del joven iba camino de convertirse en algo serio.

—¡Animo, Telmo! —clamó entonces la aflautada voz de Antón—. ¡Yo sé que no eres ningún cobarde!

Las palabras del pequeño albino provocaron la respuesta del muchacho, quien apeló a su orgullo y reanudó la escalada, haciendo de tripas corazón. Alzó la vista. El sol brillaba en lo más alto. En la punta del mástil tremolaba, orgulloso, un gallardete. Su pecho se henchía de coraje. Ya no temblaba.

Llegó a la cofa. El vigía le tendió un brazo, que aferró.

—Bravo, muchacho —le felicitó el otro con un guiño.

—Puedes bajar —exclamó él, conteniendo a duras penas la alegría—. Ha llegado el relevo.

En cubierta, Iragorri extrajo un ducado de la bolsa y lo depositó, de manera ostensible, sobre la mano abierta de Ismael. Ambos cruzaron una mirada cómplice. Su ardid había dado resultado.

El trigésimo tercer día de viaje, el cielo amaneció cubierto por negros nubarrones. El aire roló al norte y se hizo frío. Las aguas comenzaron a encresparse.

Telmo observó a Aldecoa, quien, en aquel momento, se ocupaba de calcular la velocidad del galeón. Para hacerlo, un aprendiz se encaramaba a un pescante, en proa, y arrojaba al agua una cuerda muy larga, llamada corredera, que tenía nudos efectuados a idéntica distancia unos de otros. Un segundo ayudante gritaba cuando la popa dejaba atrás el extremo de la soga. El número de nudos rebasados en un tiempo que marcaba la ampolleta de arena que llevaba en sus manos el piloto, indicaba la marcha a la que navegaban. Desde que salieran de San Sebastián, aquella operación se había repetido sin descanso. El viejo era un hombre concienzudo que no se permitía dejar nada al azar.

Hecho esto, y aprovechando que el Sol asomó durante un rato entre las nubes, el anciano se plantó en mitad del alcázar, pertrechado de una serie de instrumentos de navegación que a Telmo le resultaban muy curiosos. Antón, quien había empezado a auxiliar a Aldecoa en sus labores, portaba un extraño aparato que consistía en un listón con un arco puesto en ángulo que podía deslizarse sobre él. Era un nuevo tipo de cuadrante, inventado hacia menos de medio siglo por el inglés John Davis, que comenzaba a sustituir a otros, no tan exactos, amén de a ballestas y astrolabios, que habían quedado ya obsoletos y muy pocos usaban.

El albino se lo pasó a su mentor, quien se situó de cara al Sol y deslizó por el listón el arco. La sombra de este se proyectaba sobre la aleta situada en el extremo de la tabla, marcándose sobre el cuarto de círculo graduado. Aquello determinaba la altura del astro respecto al horizonte de un modo fiable.

Resultaba vital conocer la situación del barco con la mayor exactitud posible. El más pequeño error podía conllevar riesgos de naufragio o extravío, y, en vez de en Terranova, el Gloria podía avistar tierra en otro punto muy alejado de esa isla.

Si bien dar con la latitud no era en exceso complicado para alguien versado en el oficio, acertar con la longitud no entrañaba igual facilidad, pues no había manera científica de dilucidarla. Entraban en juego entonces la estima y la aproximación, que dependían enteramente de la experiencia y los conocimientos del piloto. En esto, Aldecoa era de los excepcionales. Su gran reputación, cimentada a lo largo de toda una vida en alta mar sin apenas percances, daba fe de ello.

Una vez ubicada del mejor modo posible la posición del Gloria, el viejo miró hacia lo alto y movió de un lado a otro la cabeza. Su semblante era tan negro como la superficie del océano, que iba enfadándose a ojos vista.

—Esto no me gusta nada —sentenció.

Iragorri se acercó hasta su amigo y departió con él durante un rato. Poco después, las palabras del capitán se alzaron hacia la arboladura.

—Se avecina un temporal y mucho me temo que será de los peores —proclamó—. Intentaremos capearlo a palo seco. Todos sabéis lo que debéis hacer, así que manos a la obra. El tiempo apremia. Debemos estar listos cuanto antes.

El navegante ordenó aferrar todas las velas. Los hombres no dudaron y treparon a las vergas, desafiando a la tormenta en ciernes para recoger lonas. Se ataron cabos y tomadores, se despejó la cubierta; también se cerraron las escotillas y los caramancheles, todas las aberturas por las cuales podía entrar el agua cuando las olas azotaran el buque.

Telmo se unió a una cuadrilla que aseguró a conciencia cuantos objetos había en el navío. La carga estaba bien estibada, pero la mala mar podía provocar su corrimiento, cosa que haría naufragar al galeón, llevándolos a todos a la muerte.

Pasaron pocas horas antes de que los vaticinios del piloto se hicieran realidad. El temporal fue tan terrible que provocó que el océano se encabritara con furor homicida. Ni los más viejos, curtidos en multitud de travesías, recordaban haber padecido nunca una tormenta como aquella. El aire soplaba con fuerza inusitada y alzaba olas, enormes como montes, que subían la nao hasta su cresta, dejándola después caer con un indescriptible estrépito. El propio capitán cogió el timón, sito bajo cubierta, y gobernó el galeón con mano firme, ofreciendo la proa al oleaje para evitar volcar. El Gloria daba tales pantocazos que parecía ir a partirse en dos con cada uno de ellos.

La tripulación, excepto aquéllos cuyo concurso en cubierta resultaba imprescindible y que se ataban con sogas para evitar ser arrastrados por las aguas, se encerró en lo más seguro del sollado. Iban a oscuras, pues Iragorri había prohibido encender cualquier fuego. La estancia apestaba a orín y a hacinamiento, a salitre y a miedo. Los hombres rodaban por el suelo como si fueran peleles de trapo e incluso los más duros vomitaban. Cuando alguien regresaba de hacer su turno en cubierta, exhausto y calado hasta los huesos, los demás le palmeaban en la espalda y le ofrecían licor o comida para que recobrase fuerzas. También le proporcionaban ropas secas. Los más veteranos, que tanto habían apretado a los noveles, se ofrecían para efectuar las guardias y no permitían que estos saliesen al exterior en mitad de aquel vendaval que incluso a ellos les ponía la carne de gallina. Los vínculos se habían estrechado. Todos adivinaban que el Gloria podía zozobrar en cualquier momento.

Algunos rezaban sin descanso. Varios hacían promesas increíbles y maldecían a santos y a demonios. Incluso el cura blasfemaba. Uno juró que le dedicaría un exvoto a la virgen del Carmen si esta permitía que regresaran, sanos y salvos, a sus casas. Las iglesias de los pueblos costeros estaban llenas de tributos donados por gente que cumplía la palabra empeñada en un instante desesperado como aquél.

Los más menudos, niños que hasta entonces habían soportado bien la travesía, gemían y se acordaban de sus madres. Los padres de no pocos habían fallecido en un naufragio como el que podía acontecerles. Algunos tripulantes, que tenían a sus hijos en el barco, los abrazaban, tratando de brindarles consuelo y protección. Todos estaban asustados. Tal y como Iragorri había dicho, solo un delgado forro de madera los separaba de una muerte segura.

Telmo se acurrucó junto al pequeño Antón. Había cambiado su actitud con respecto a este desde la mañana en que subió a la cofa. Le llegaba muy dentro su inocencia.

—¿Tienes miedo? —inquirió.

—Sí —contestó el albino—. ¿Y tú?

—Te mentiría si dijera que no —confesó él—. Y pensar que, la primera vez que lo vi, el mar me pareció atractivo.

—Lo es.

—Te equivocas, amigo, ninguna tumba es bella.

—Si muero —dijo el niño, con un tono más propio de un adulto que de alguien de su edad—, podré al fin reunirme con mi padre. Está en el Cielo, esperándome.

Esnal reparó en que nada sabía sobre aquel mocoso del que se estaba encariñando sin remedio.

—¿Qué le ocurrió?

—Era marino. El Preboste requisó la nao en la que iba y la envió a Cuba, a traer plata para el Rey. Una escuadra holandesa atacó aquella flota en la bahía de Matanzas y se apoderó de ella. Murieron muchos. También él.

—Lo siento…

—Alonso mandaba aquel navío. Le prometió a mi padre que cuidaría de nosotros.

—¿Y lo ha hecho?

—Iragorri siempre cumple su palabra —respondió el chiquillo sin poder disimular la admiración que profesaba a su benefactor—. Nada nos ha faltado desde entonces.

Justo en aquel momento, un descomunal golpe de mar se abatió contra el Gloria, y el bajel se vio lanzado por los aires. Las cuadernas crujieron; el casco gimió, pidiendo auxilio. Antón se abrazó a Telmo. Ambos fueron incapaces de contener el pánico.

Después de cinco días con sus noches, remitió el temporal y la tripulación pudo por fin abandonar aquel sollado. Casi todos se encontraban enfermos, con el cuerpo maltrecho por los golpes y el alma encogida por los padecimientos. Los acosaba el hambre y la humedad les había calado hasta los huesos. Un hedor a salitre y a vómitos, a intenso miedo, se había adherido a su piel lo mismo que un sudario.

La luz deslavazada de la aurora agredió las pupilas de Telmo cuando, acompañado por Antón, emergió al exterior del buque. Habían estado a oscuras tanto tiempo que le sorprendió constatar que el sol era amarillo y el firmamento azul, que el mar se hallaba en calma y que los vientos se habían aquietado.

Los ojos del muchacho recorrieron despacio la cubierta. Se distinguían numerosos desperfectos. El suelo estaba salpicado de mellas y había jarcia suelta por doquier. Las olas habían provocado que tres de los cañones de estribor cayeran al agua, rompiendo antes batiportes y amurada. Varias vergas habían cedido al empuje del viento y sus velas tremolaban, hechas jirones, cual si de banderas ultrajadas se tratasen. Un hombre, armado de cuchillo, había tenido que subir a degollarlas, en plena tempestad, arriesgando la vida para evitar que ocurriera algún desastre. Dos de las seis chalupas estaban inservibles.

La carga estibada en las bodegas había resistido bien y apenas había habido corrimientos. Las soleras de las cubiertas inferiores se veían, no obstante, repletas de utensilios que se habían soltado a causa del vaivén. Si las barricas se hubieran desatado y hubiesen rodado libremente por el suelo, el galeón ya no estaría allí.

Esnal divisó a Alonso de Iragorri en la toldilla, conversando con el contramaestre y el piloto. Los tres parecían evaluar tanto los daños como las repercusiones que estos acarrearían a la expedición. El capitán se veía fatigado y aparentaba ser algo más viejo. Había gobernado el barco con sus propias manos durante casi todo el tiempo, tomándose un respiro solo cuando su cuerpo no aguantaba más, en los escasos ratos en que amainaba el temporal. Mandó arriar una pinaza y constató con sus propios ojos el estado en que se encontraba el galeón. Cuando volvió, se hallaba más tranquilo.

—El forro está bastante entero —proclamó regocijado—. También los mástiles han aguantado bien. Izaremos un aparejo de circunstancias e intentaremos llegar lo antes posible a Terranova. Allí repararemos lo que sea menester. El navío se ha comportado de modo excepcional. Me siento muy orgulloso de él y también estoy enormemente satisfecho de vosotros. Ha faltado poco para que nos hundiéramos, pero el Altísimo presta su auxilio a quienes se ayudan a sí mismos, a quienes luchan contra lo que parece inevitable. Por eso seguimos aún a flote. Ahora, el señor Aldecoa tiene algo que comunicaros.

El piloto se encaramó a la cureña de una bombarda. Su voz se elevó sobre las testas de la marinería.

—El temporal nos ha empujado hacia el suroeste. He estado determinando nuestra posición y la deriva ha sido considerable. No obstante, si mis cálculos son acertados y el tiempo no empeora, si no afrontamos un nuevo vendaval, estimo que avistaremos tierra en poco más de una semana.

Después de la tempestad llegó la calma y el Gloria pasó dos días atado a una percha que actuaba como ancla flotante. Durante esas jornadas, la tripulación se afanó en coser lonas, en anudar los cabos, en recomponer palos, botavaras y vergas, en colocar cada cosa en su sitio a fin de que la nao estuviera en condiciones de reanudar la travesía cuanto antes. Una nueva tormenta en alta mar la enviaría a pique sin remedio.

Antes de que la segunda tarde concluyera, el galeón estaba ya adrizado. Telmo participó de la alegría general. Comenzaba a comprender las palabras de Iragorri. En un navío como aquel no había ni nobles ni plebeyos. Todos estaban hermanados por la necesidad y precisaban los unos de los otros para continuar con vida.

Siete días después aparecieron las primeras aves. Eran unos pájaros blancos y negros, de pico afilado y vuelo grácil, que planeaban junto a la punta de los mástiles. Telmo adivinó lo que significaba aquella circunstancia: la costa estaba cerca.

A la mañana siguiente, poco después del alba, el vigía entonó aquellas palabras que todos ansiaban escuchar.

—¡Tierra a la vista!

Esnal se emocionó al oír aquel grito. Habían pasado cincuenta días desde que zarparan de San Sebastián.