Mi hermano Yusuf.

Hay hombres que nacen con una estrella en la frente. No he conocido a ninguno con una más radiante que mi hermano. Subh juraba que había llorado en el vientre de mi madre, y que nació envuelto en el manto, sin romperlo al salir.

Pero no habrían sido necesarios tales signos, ni que los astrólogos le vaticinasen una larga vida, fructífera, alegre y luminosa. Los horóscopos lo han pintado siempre dotado de hijos, de felicidad, del amor de quienes lo traten y de años interminables. Un motivo más para desconfiar de los horóscopos, tanto al menos como de la propia vida.

Es lógico que sea así, entre otras razones, porque no se me parece en nada. Yo soy en lo físico como la familia de mi padre; él, como nuestro abuelo materno, Mohamed X, según quienes lo conocieron.

Es espigado, rubio, con una permanente sonrisa alumbrándole el rostro, de amabilísimo talante, y, para mayor precisión, zurdo como el abuelo. Sin embargo, en el caso de Yusuf, la zurdería es obligada.

Nació con un defecto en la mano derecha: le faltan los dedos corazón, anular y meñique, y su pulgar y su índice tienen sólo una articulación. Pero nunca le ha afectado esta falta, ni le ha impedido hacer cuantos ejercicios nos han impuesto para nuestra instrucción.

Yusuf y yo apenas nos hemos separado alguna vez, y muy recientemente. Quizá yo he sido más fisgón que él y me he metido en más berenjenales; para salir de ellos, con frecuencia necesité su ayuda.

A sus ojos, el mundo está bien como es: no pretende cambiarlo; ni lo acepta siquiera, sino que se incluye en él con la naturalidad con que una tesela se incluye en un mosaico. Desempeña gozoso su acendrado oficio de tesela en cada instante, sin reclamar más ni menos que aquello que le es dado y que su sino hace coincidir con lo mejor.

Dicen que los hermanos gemelos llevan a tal extremo su compenetración que adivinan todo el uno del otro, o más aún, que no precisan adivinarlo, sino que uno se siente el otro y viceversa. Yusuf y yo no somos gemelos: él es un año menor que yo, y somos casi opuestos; pero tenemos tal confianza, hemos convivido tanto, el vacío de afectos familiares nos ha volcado tanto recíprocamente, que dudo que existan hermanos más unidos. Por ejemplo, si jugábamos al escondite con otros niños, nos bastaba calcular dónde nos habríamos escondido si fuésemos el otro, para descubrirnos yo a él o él a mí. El mundo se dividía para nosotros en dos grupos: uno, Yusuf y yo; el otro, los demás. Y, en el reparto de actuaciones que en una pareja se plantea cuando ha de ser suficiente por sí misma, a Yusuf le ha correspondido siempre la diplomacia con la otra mitad del mundo. él es el que ha endulzado las acritudes suscitadas por mí; quien ha convencido a los extraños de que nos concediesen un capricho; quien ha suplicado el perdón de los castigos que se nos imponían; quien ha alzado nuestras quejas o nuestras peticiones a los ayos y a los maestros.

Debo hacer constar que la mayor destreza de Yusuf, y más cuando éramos más chicos, consistía en volcar sobre mí la culpa de todos los percances. No de una forma explícita: tenía suficiente con mirarme de soslayo. Y eso sólo al principio, luego las culpas me eran adjudicadas de manera automática.

Sin embargo, en el mismo instante en que yo iba a sufrir las consecuencias de sus tácitas acusaciones, él, con campechanía, daba un paso al frente, se confesaba responsable, y se disponía a arrostrar cualquier sanción; pero con tal tono de inocencia que jamás era castigado. Con lo cual los dos quedábamos exentos.

Yo tiendo a ser menos expresivo con la gente que él, pero a la vez frecuento gente más variada de lo que nos corresponde por razones de sangre, de vecindad o de estudios.

No obstante, a él le basta con aparecer para arrebatarme la primacía de una relación que me ha costado semanas adquirir, y cualquier amigo mío de los que hablo en estos papeles habría preferido sin duda ser amigo suyo; pero él, con la misma simplicidad con que me la arrebata, abdica de tal preferencia como si su interés se cifrara siempre en otra cosa. Es decir, yo, con más dedicación, consigo menos de lo que él abandona una vez que le es dispensado sin esfuerzo.

Tiene los ojos muy oscuros y las pestañas largas y vueltas, lo que da a su mirada un tinte pensativo y profundo, que contrasta con sus cabellos claros y su boca sonrosada y riente. Y siempre, aún hoy, ha tenido un aspecto infantil muy atractivo, entre indefenso y provocador -con su nariz corta y un poquito remangada-, junto a una fuerza física impresionante y una aventajada estatura. Creo yo que todas las mujeres de Granada, si fuesen tan sinceras como las niñas que nos rodearon, admitirían que se mueren de ganas de ser besadas por Yusuf.

Quizá parezca que siento por él una debilidad inmoderada. Me congratulo de que lo parezca porque es cierto. Mi vida entera, no sólo mi infancia, habría sido otra -más tenebrosa y menos rica- de no ser por la existencia de Yusuf a mi lado. Sus ocurrencias, sus iniciativas, su continuo invento de juegos y aventuras, su afición a los secretos compartidos, su amor por los animales y las plantas, han sido la atmósfera que he respirado durante los no muy abundantes momentos de oro de mi niñez. En él he tenido una fe ciega; no recuerdo haber hecho nada que no le haya contado, o que no hubiese deseado contarle. Sólo el episodio del Tío Abu Abdalá en Salobreña lo reservé para mí, no por lo que significó, sino porque no habría sabido cómo contárselo ni qué consecuencia sacar; ni quizá Yusuf habría querido oírlo: él no es inclinado a dar soluciones, ni a meditar sobre los hechos. Probablemente me habría aconsejado olvidarlo, y él mismo lo habría olvidado de inmediato.

No tientan a Yusuf los proyectos a largo plazo, ni el arreglo de la vida de nadie, ni de la propia: vive cada hora con la mayor intensidad, y se entrega al presente, sin preguntarse cómo ha llegado, ni cómo y cuándo concluirá. Cuando los habitantes de la Alhambra coincidían en que mi padre iba a elegirme sucesor oficial, comenté con Yusuf cuánto habría ganado el Reino teniéndolo a él por rey. Casi se asfixia con las carcajadas.

Si soy como soy, no es por haber nacido así -me replicó al cesar de reír-, sino por la absoluta certeza de que nunca seré rey.

Sólo imaginar que alguien dependiera de mí, me haría cambiar de modo de obrar y de pensar, si es que he pensado alguna vez. ¿O no te das cuenta de que soy el mayor irresponsable que hay en toda Granada?

A pesar de ser tan contrarios, o quizá por eso, tenemos muchas afinidades. Una ojeada nos basta para comprobar que los dos nos hemos interesado por la misma muchacha, o que a los dos nos están emocionando las luces de un atardecer, o la grácil curva con que se reclina una flor, o la fábula que alguien nos relata. En este mismo instante pienso en Yusuf, más separado de mí que nunca, y lo echo de menos, y sé que él me echará de menos a mí, y es suficiente eso para aproximarnos. Comprendo que nuestras mujeres puedan tener celos de esta reciprocidad, porque no hay ningún sentimiento en este mundo que yo anteponga al nuestro... Hoy evoco colores que no sé dónde vi, ni qué los sustentaba: vagos azules, verdes incipientes, rosas ya decaídos; son como los colores de un antiguo amor, de una vida ya exhausta, de un breve día pasado.

Evoco colores tan difusos como el aroma de un jazmín marchito -¿y quién puede evocar un aroma?-, tan indescifrables y móviles como la sombra de una nube por tierra o el reflejo de una cara en una alberca.

Y, sin embargo, sé que yo vi tales colores junto a Yusuf, y que me llenaron de una alegría que se multiplicaba al ser común, y que cubrían un cuerpo armonioso, o perfilaban el vidrio de un vaso, o trazaban la línea de un paisaje, o bordeaban unos ojos, que Yusuf y yo vimos en el mismo instante y de idéntico modo. Y sé además que es muy probable que Yusuf ya los haya olvidado, y no me importa; fue verlos con él lo que los ha hecho para mí inolvidables.

Un día, en una almunia que la familia poseía en la Vega, nos fuimos con Jadicha a un melonar.

No tendríamos más de nueve años.

Yusuf tuvo la idea de ir calando, con un cuchillito que le habían regalado, todos los frutos hasta encontrar uno lo bastante dulce como para ofrecérselo a la prima, de la que andábamos enamoriscados.

Como ninguno de los melones estaba aún maduro, resolvimos volver a colocar los trocitos sacados de cada uno para que así siguieran madurando. Por supuesto, destrozamos toda la plantación. Eso nos valió una buena regañuza de las nodrizas, y la cruel burla de Jadicha, que nos dejó hacer a sabiendas de que el daño era ya irrevocable. El ridículo ante los ojos verdes y la insufrible insolencia de Jadicha hicieron que, como dos perrillos que empiezan por turno a gruñirse, y van levantando el vigor del gruñido hasta pasar al primer zarpazo y luego ya al mordisco, Yusuf y yo nos enzarzáramos a la puerta de la almunia, junto al estanque, en una pelea sin precedente entre nosotros. Fue encarnizada y sordomuda, más terrible aún por ser la primera, como si en ella se concentrasen todas las que no habíamos tenido. Con los ojos cerrados nos golpeábamos, al principio entre las risas, luego entre la alarma y los intentos de separarnos de todos los presentes. En un momento dado, yo, sobre Yusuf, abrí los ojos para atizarle donde más pudiese dolerle; junto a mis ojos vi su pequeño puño lisiado, decidido también a golpearme con furia. Y de improviso me llené de horror. Supongo que inexplicablemente para todos, y hasta para mí mismo, me desplomé sobre su pecho llorando. Con ese llanto a raudales no trataba de suplicar su perdón, que sabía concedido de antemano, sino el mío, que me sería mucho más difícil de obtener.

Otro día, en un patio de columnas -por entonces vivíamos en un pequeño palacio, no lejos del de Mohamed II-, cubiertas las cabezas y extendidas las manos, jugábamos a encontrarnos sin más referencia que las voces. Yo lo llamé en una dirección y, acto seguido, haciendo trampa, levanté el paño que me tapaba y, al ver a Yusuf venir a la carrera, lo evité poniéndome detrás de una columna.

Yusuf fue a estrellarse contra ella, y se hirió en una ceja.

Cuando se descubrió, vi que sangraba. La sangre le teñía media cara y le goteaba sobre el pecho.

El pavor me enmudeció. Lo limpié con su albornoz y después con el mío; posé mis labios sobre su herida para impedir, no sabía cómo, que brotase más sangre; pensé que el corte se abría igual que una pequeña boca... Y grité. Grité hasta que vinieron, y el médico Ibrahim, con una impasibilidad que me sosegó, puso remedio al trance.

Pero nunca he olvidado el gusto salado y metálico de la sangre de Yusuf. Fue la primera que saboreé.

Alguien nos había garantizado que el unto de carnero hacía crecer el bigote. Por aquella época, a Yusuf y a mí eso era lo que más nos obsesionaba; nos untábamos, pues, continuamente. En una bolsita de marroquinería llevábamos la grasa que nos proporcionaba Subh, y a escondidillas nos frotábamos el labio superior. Los mayores, asombrados, creían que no parábamos de comer cordero y que nos manchábamos además de grasa.

Pero aquella pasión pilífera cambió de sitio cuando los mismos defensores del unto -unos primos con algún año más que nosotros- nos aconsejaron que, para apresurar el vello de las piernas, nos las afeitáramos dos o tres veces por semana. No sé qué era lo que pretendíamos afeitar, pero le compramos una navaja al barbero del tío Yusuf, y, en un cuarto secreto, nos enjabonábamos las piernas y pasábamos el frío filo por ellas.

ésa fue la segunda vez que vi correr la sangre de Yusuf. Al resbalar a contrapelo la navaja -sin producirle en apariencia dolor alguno, puesto que no se quejó y fue el primer sorprendido- brotó de su espinilla un chorrito escarlata.

él debió de recordar también el escándalo de la columna, porque, para animarme y distraerme, dijo:

Esta vez cállate, y alcánzame, si puedes, la piedra de alumbre; dijeron que era buena para casos como éste. Y no te afeites tú, que no sé si habrá para los dos.

Pero estaba claro que yo no tenía ni la más remota intención de afeitarme.

La ojeriza que nos manifestaba la prima Jadicha sólo era comparable a la que, por supuesto fingida, le manifestábamos nosotros a ella. Más tarde llegué a la conclusión de que ella fingía también, porque le avergonzaba, lo mismo que a nosotros, admitir lo contrario.

Un atardecer de abril la vimos bañarse, entre el vocerío de sus doncellas, en la gran alberca del Palacio de Mohamed II, uno de los más armoniosos de la Alhambra.

áLa Alhambra poseía muchas residencias reales. Cada sultán, si su reinado era lo suficientemente próspero y lo suficientemente prolongado, levantaba la suya respetando las de sus antecesores, salvo los casos de Yusuf I y Mohamed V, que las engrandecieron. La Alhambra era un ser vivo que crecía y se embellecía con el tiempo.

Hasta que, como a todo ser vivo, le llegó el día de la muerte. Por aquella época el palacio estaba vacío, ya que acababa de morir el alcaide que lo ocupaba y aún no se había asignado a nadie. La rebelde muchacha, con la ropa mojada trasluciendo su cuerpo, chapoteaba y reía entre la espuma, y surgía del agua verde como dicen los griegos que surgía Afrodita. Recordaba a las diosas que en algunas antiguas ruinas respetadas erigen todavía su belleza. Tanto nos impresionó a Yusuf y a mí que no nos atrevimos ni a mirarnos, y permanecimos mucho tiempo silenciosos y azorados, como si hubiésemos quebrantado una prohibición de la que nadie -tan evidente era- nos había advertido.

Nuestro amor mancomunado por Jadicha debía de conducir a alguna meta. En una pascua, no sé si la de Alfitra o la de las Víctimas, formando parte de un grupo de muchachos, nos arrojábamos, como es costumbre, flores, dulces, aguas perfumadas, naranjas y limones.

Pero nunca nosotros a ella, ni a la inversa. De pronto, como si un árbitro del juego ordenase una pausa, nos detuvimos los tres y nos miramos con seriedad. Yusuf y yo estábamos muy juntos. Jadicha alzó con vacilante lentitud una rosa blanca y luego la arrojó con fuerza hacia nosotros. Me golpeó en el pecho y, por primera vez en mi vida, sonreí a mi prima lleno de gratitud, de orgullo y de ternura.

Pero ella, cohibida, con la mano que había arrojado la flor ante la boca, dijo:

No era a ti, perdona, no era a ti; era a Yusuf al que le quería dar.

Pues eres tonta -le recriminó Yusuf-. Boabdil vale mucho más que yo.

Y arrojó al suelo la golosina con que se disponía a responderle.

Mi matrimonio con Moraima ha sido un éxito. Al no llevar ella mi sangre, me proporciona la ausencia de emulación entre los dos y la seguridad en mí mismo que siempre he necesitado. De niño ya exigía, por ejemplo, que mis nodrizas -salvo Subh, cuya parcialidad era indudable- me repitieran que me querían infinitamente más y más y más que a Yusuf; si no, yo no hubiese creído que me querían, por lo menos, igual. Jadicha, prima mía, altanera y audaz, habría llenado mi vida de inestabilidad. Sin embargo, si hay una carencia dentro de mí (que ya se ha convertido en un pequeño descontento sin voz, que ni sangra, ni duele, ni rebulle), si hay noches en que siento una inconcreta insatisfacción dentro de mí, es por no haberme casado con Jadicha. Ella es una de las poquísimas criaturas afortunadas, lo mismo que Yusuf, que he conocido; una de esas criaturas de las que la Naturaleza se enorgullece, y nos las deja contemplar de lejos, como un regalo que no nos ha sido destinado.

Hace sólo unas semanas entró en mi casa Yusuf, entre inquieto y complacido. Intuí, antes de que hablase, lo que me iba a decir.

Ya sabes qué previsora es nuestra madre, y cuánto disfruta con el manejo de las vidas ajenas.

Como considera que el flanco de Aliatar ya está cubierto con tu matrimonio, ha decidido utilizarme a mí para cubrir el otro flanco.

—¿Cuál?

El flanco del tío Abu Abdalá, que está desguarnecido. No voy a decirte que me sacrifico por ti ni por el Reino. No voy a decirte que crea que la situación va a empeorar tanto que tú precises de ninguna ayuda para suceder a nuestro padre. Supongo que son imaginaciones de quienes, a fuerza de maquinar y de sembrar discordias, terminan por ver visiones y por sospechar que todo el mundo se dedica a lo mismo. Pero, como nuestra madre se empeña en encontrar conveniente lo que yo encuentro agradable, vengo a comunicártelo: voy a casarme.

—¿Con Jadicha?

Con Jadicha.

Desde que teníamos siete años, los dos (y cuando digo ahora los dos, digo tú y ella) sabíais que esto sucedería. Y, lo que es peor para mí, yo también. Os deseo de todo corazón que seais felices.

No me cabe la menor duda de que contigo ella sí lo será.

Y comencé a recitar unos versos que aprendimos de pequeños, sin saber con exactitud qué significaban, como una consigna de complicidad:

La mano de la aurora convierte en alcanfor el almizcle sombrío de la noche”.

él respondió la contraseña:

Perfume por perfume, no sé con cuál quedarme.

Renovar los olores no es ninguna torpeza”.

Yo después, descargándolo de su preocupación, rematé lo más alegremente que pude el poema:

Verdad es lo que afirmas, mas no del todo acaso, porque el almizcle es perfume de esponsales, y el alcanfor, perfume de mortajas”.

á¿Quién hubiese imaginado entonces hasta qué punto era una profecía.

Nunca he dormido bien; pero hace meses que apenas duermo. Como remedio empecé a emplear un recurso que a veces me daba buenos resultados y, a veces, los peores.

Apenas apagadas las luces y abatidos los cortinajes, cierro los ojos e imagino una escena lo más lejana posible de mí y de mis desvelos: un par de rostros, sin edad ni sexo, que se inclinan conversando sobre una mesa; un emparrado bajo el que una criada se atarea; un hombre que pisa la uva, calzado con los ásperos zapatos del lagar, o descalzo, y se detiene un momento para escuchar a alguien que le habla y que yo no veo. Se trata de inmovilizar poco a poco las figuras, en un proceso de concentración: las voy viendo más precisas y, al mismo ritmo, yo voy dejando de ser alguien que imagina y paso a ser alguien que observa. Es decir, la escena está ya ahí, y yo fuera de ella como quien está mirando con atención una caligrafía o un paisaje, acaso asomado a una ventana. El riesgo, en el que incurro con frecuencia, es que, si el sueño no viene lo bastante pronto, también se traspase esa frontera, se deje atrás la ventana, y penetre el durmiente -o mejor, el que pretende dormir- en la escena que tenía que ayudarlo. Y entonces se produce una de estas dos consecuencias: o el interés por lo que sucede en la escena se acentúa, alertando por completo al que la observaba desinteresado, o, al revés, sobreviene el sueño más o menos tarde, pero rodeado por esas mismas circunstancias, y se ensueña, por tanto, la escena contemplada, de la que el sujeto forma ya parte y en la que contra su voluntad interviene. A mí me ocurre con frecuencia esto último; hasta tal punto que he conseguido provocarme sueños de ninguna manera previsibles y que en absoluto me atañen. Por eso me esfuerzo en que las figuras sean ajenas a mí y sin la menor importancia; porque, de otra manera, se me imponen con tal vigor que caigo en donde no quisiera, y me veo implicado en casos remotos que aspiraba a olvidar, en episodios que traté de abolir, en escenas violentas que un día sucedieron y me marcaron, o que no sucedieron y yo desearía que hubiesen sucedido...

En la actualidad me resisto a emplear tal recurso. Porque, piense en lo que piense, y cualquiera que sea el principio de la táctica utilizada para dormir, acabo soñando con la misma cosa. Sea una mesa con dos insignificantes y vulgares comensales, o una floresta donde dos amantes pasean y se detienen para acariciarse, o una elevada torre desde la que un espectador domina un panorama sin grandes perspectivas... Da lo mismo: acabo por ver, entre paños blancos y bolas de alcanfor, dentro de un arca que unas manos entreabren, sobre una bandeja cubierta con un lino que levantan unas manos de hombre o de mujer, o encima de un almohadón entre hermosas flores perfumadas, o en medio de dos hachones que han sido encendidos con prisa por una figura de espaldas, siempre, siempre, acabo por ver la cabeza, separada del cuerpo, de mi hermano Yusuf. Y oigo alzarse y arreciar el llanto de las mujeres por el otro Yusuf, el del Corán, y veo cómo ante su belleza se cortan las manos, y todo el sueño es ya un puro alarido del que quiero despertar y no puedo, un puro charco de sangre que, al incorporarme de un salto, me obliga a mirarme y a mirar alrededor, tan seguro estoy de que voy a encontrarme empapado de ella.

En la fiesta del Mawlid correspondiente a mis once años, a la vez que celebraba el nacimiento del Profeta, celebré, sin preverlo, mi entrada en la adolescencia; en ese laberinto confuso en que el muchacho, solitario, no sabe a quién busca, y se extravía hasta que, frente a un ignoto espejo, se da de manos a boca consigo mismo.

Las doctrinas de Malik que nos enseñan en la madraza, los libros de la justicia y la religión misma consideran los bailes y las canciones como licenciosos y proclives a la inmoralidad. De las casas donde hay esa clase de festejos acostumbran ausentarse los alfaquíes. Incluso mi padre, no muy cumplidor de las normas, cuando sale al frente de una algara, no permite tañer los instrumentos hasta atravesar la Puerta de Elvira.

Sin embargo, Granada ha hecho siempre oídos sordos a cualquier predicación contra la música. En ese día del Mawlid del que hablo no había ni un rincón sin ella.

Toda la ciudad era una resonancia vivaz y jolgoriosa. Por dondequiera se oían los cantos andaluces que, desde que tengo noticia de mí, me enfervorizan: unos cantos que se levantan como varas de nardo, como afiladas lanzas y, de pronto, se desploman igual que las rapaces después de cernerse; se desploman quejándose y riéndose al mismo tiempo. No sé si esos cantos los encauzó Ziryab el bagdadí, al que en Córdoba llamaron “el Pájaro Negro”, pero siempre he creído que brotan de esta tierra como brotan las flores: de su clima, de su luz, de su conciencia de la muerte mezclada con el gozo de la vida.

Igual que brotaban en mi alma, a la expectativa de lo desconocido, aquella tarde.

En la Alhambra, el sultán celebraba una gran fiesta para los mayores, en todos los sentidos, del Reino. A nosotros, no sólo a Yusuf y a mí, sino a algunos de nuestros hermanastros, nos permitieron asistir a otra, que ofrecía en su casa el hijo de un ministro.

Su nombre es Husayn, y no lo conocíamos porque había pasado los últimos años en Almería con unos familiares suyos dedicados al comercio por mar. Si me traslado a aquel atardecer que hoy veo tan distante, todavía me estremece su frío. Mientras atravesábamos la Alhambra para llegar a casa de Husayn, no lejos de la de los abencerrajes, yo hacía un gesto con el que levantaba en torno mío una barrera invisible: consistía en apretar por sus junturas las mandíbulas, hasta producirme dentro de los oídos un zumbido que multiplicaba mi sensación de frío y de abandono. Aislado por el ruido interior, que distanciaba todos los otros, veía con mayor precisión las hojas secas que el viento arrastraba y arremolinaba. Los jardines se habían convertido en una ruina hermosa y desolada; los amarillos, los ocres, los rojizos, se entreveraban y se desprendían; caía una lluvia menuda, impávida y glacial, que levantaba de las enramadas un incipiente olor a corrupción.

íbamos abrigados con mantos de lana listada de colores; es decir, teníamos el aspecto de lo que éramos: unos niños a los que, por primera vez, se autorizaba a asistir a una fiesta fuera de su casa, al caer el día, en otoño. Qué ajeno estaba yo a que mi infancia se me rompería entre las manos esa noche con el minúsculo estruendo con que se rompe una alcancía de cerámica.

Al entrar vimos que la fiesta estaba mejor organizada de lo previsto; pero peor, según los principios coránicos. Numerosos cantores que no actuaban en la Alhambra -y alguno de los que irían luego allí- nos aguardaban. Los cantores granadinos, famosos no sólo en la península, sino fuera de ella -al Norte de los Pirineos y en el Magreb-, son con mucha diferencia los más cotizados. Había esclavas que nos convidaron con mosto y jugos de bonitos colores.

En un salón se preparaba una leila con dulzainas, chirimías y ajabebas; pero, bajo el son de las bandolinas, las guzlas y los laúdes, ya se revelaba triunfante el ritmo de adufes, panderos y sonajas, no bien considerados entre la aristocracia. Se respiraba un ambiente de zambra que, por ser demasiado popular, nos estaba vedado. Yusuf, enrojecido en parte por el frío y en parte por la excitación, me daba codazos de impaciencia y de confabulación.

Me acompañaba “Din”, mi perro, que vive todavía, achacoso ya y lleno de toses. Al salir de casa, me fue imposible conseguir que se quedara. Era todavía un cachorro -como yo, pero rubio y blanco- rechonchete, desvergonzado, gracioso y sin educar, por lo que me habían prohibido llevarlo conmigo a ningún sitio. Pero estaba de Dios que, en aquella noche, todo fuese infracción.

Se inició el canto, y las letras de las canciones indicaban el cariz de la zambra, para nosotros aún incomprensible. Una mujer cantaba:

Dicen que soy tu montura.

Si de ti salgo al campo montada, a tu poder me acomodo: como una flecha corro cuando metes tu espuela, y me detengo cuanto tú te detienes”.

Husayn, el anfitrión, me murmuró al oído:

Es un zéjel de un viejo e impúdico poeta cordobés. Me ha dicho la cantora que, en el original, habla un hombre de otro hombre.

No entendí lo que me decía, y volví la cara para pedirle una aclaración. Estaba tan inclinado sobre mí que nuestras caras se juntaron. La cantora continuaba:

“‘Dueño mío -me dice mi amigo-, cambia, hijito, de amor.’

‘¿Cómo hacerlo, si tú eres mi mundo y mi tiempo de flores?

¿Por qué dices que yo soy tu dueño?

Esa palabra sobra.

Dime sólo cariños y arrullos; hazme sólo arrumacos.

Lo que quieras quitar de respeto, me lo añades de amor.

Aún con leche en los labios, no tengas en el pecho alquitrán’“.

Difusamente pensé que Husayn no separaba con la debida rapidez su cara de la mía, y noté que estaba arrebolado y ardiendo. Pretendí separarme yo dando un paso hacia adelante, pero no lo di a pesar de intentarlo. Un instante después, Husayn se sentó y tiró levemente de mi chilaba para que yo lo imitase. Lo complací, y me senté. En ese momento, “Din”, encantado con la nueva postura, que le permitía alternar conmigo con más comodidad, se puso a retozar a mi alrededor. Le reñí, y hasta le sacudí con mi cíngulo, cosa insólita -yo lo mimaba mucho-, que hizo que Yusuf, desde lejos, me mirase con extrañeza. Pero yo quería que todos me dejaran en paz. Estaba alterado sin saber por qué; temía parecer demasiado pueril al muchacho de la casa, que, por otra parte, no me llevaba más de un año o dos.

Si no molesta. Déjalo. Es muy lindo -dijo mientras acariciaba a “Din”.

Su mano, sacudida por los movimientos de simpatía del perro, rozaba de cuando en cuando mi muslo, aunque con discreción se retiraba. O con una recalcada discreción. Yo no sabía ni qué quería yo, ni si había que querer algo.

Sólo sabía lo que quería “Din”: jugar con cualquiera; y lo que quería Yusuf, que me hacía señas de que lo siguiese fuera del salón.

Pero me hice el distraído, y permanecí inmóvil. Sentí que mis mejillas se habían ruborizado y que mi cuerpo despedía calor. La música sonaba cada vez con mayor alborozo. El tiempo se detuvo, o quizá corría más de prisa. Porque ahora cantaba un muchachito, con no más de nueve años.

Es hijo de un herrero -me comentó Husayn, en voz tan baja que me tocaba la oreja con los labios-. Ya verás qué bien canta.

Quiero sorberle el labio a una copa, ya que no me dejas sorberte a ti los labios.

No es un refresco el beso, sino una brasa al rojo.

Ay, nadie es tonto hasta que se enamora”.

Husayn, con cortesía, tomó la copa de mi mano y bebió, mirándome, un sorbo de ella. Luego me la devolvió, y yo, sin darme cuenta apenas, bebí también. Dentro de mi corazón revoloteaban mariposas; tan fuertes eran sus latidos que me asombraba de que la música continuara oyéndose. Husayn me cogió la mano con la que yo sostenía la copa, y la atrajo hacia él. Creí que iba a beber de nuevo, pero no: acercó su boca y me besó la mano.

Luego susurró:

Porque he besado tu mano, los reyes me besarán la mano.

Y clavó sus ojos en los míos.

Yo escuchaba la risa de Yusuf, que se había refugiado con otros muchachos en un salón cercano. Y pensé que él no entendería lo que me estaba sucediendo, sencillamente porque no lo entendía yo, ni sabría explicárselo.

Mi corazón” -cantaba- “a pesar del invierno, con el amor y el vinillo palpita.

No he de atrancar la puerta de mi casa por si quien yo me sé viene esta noche”.

—¿Es que las copas tienen vino? -pregunté a Husayn vuelto hacia él.

Eso hubiese justificado mi malestar y mi bienestar. Vi su cara de frente: era agraciado, con ojos chispeantes; los dientes le asomaban entre unos labios frescos.

No -contestó, y añadió sonriendo-: las copas, no. Hay vino en todo lo demás. Tu hermano es cautivador y más audaz que tú.

¿Sabes lo que hace? Fuma hachís ahí dentro. ¿Te atreves tú a fumar?

Prefiero quedarme aquí -musité; pero Husayn no me oyó.

—¿Qué has dicho? -preguntó acercándose aún más.

Que prefiero quedarme aquí.

Yo también -insinuó. Y puso su mano sobre la mía-. Aunque estaríamos mejor en otro sitio.

—¿Dónde? -le pregunté.

Ven.

Me llevó, sin soltarme la mano, a un aposento pequeño y retirado.

Din”, que nos acompañó, saltaba alrededor, feliz con el cambio.

Volví a recriminarme no haberlo atado en casa. Husayn con una mano acariciaba mi cara, y, con la otra, mi cintura. Yo, ignorando qué hacer con mis manos, dudaba, hasta que las coloqué, como si no fueran mías -o acaso ellas se colocaron solas-, sobre sus caderas. Había bajado los ojos, y me oí suspirar.

Husayn me levantó la barbilla y nos miramos: todo el mundo eran sus ojos. Tanto, que tuve que cerrar los míos. Luego me besó en la boca. Sentía las patas y los gañidos de “Din”, que reclamaba mi atención, depositada entera en otro sitio. Se escuchaba una voz:

Por la boca entra el licor que me embriaga y entra el humo venturoso del hachís.

Pero los restos del vino salen por una espita que no nombro y los restos del humo son sólo risas y humo”.

La boca de Husayn se demoraba sobre la mía. Para poder respirar, entreabrí los labios. Imaginé sus dientes algo grandes y sus labios, que había visto de cerca un poco antes. Pero me pregunté por qué tenía que imaginármelos si ahora estaban entre los míos.

El vino y el hachís son las muletas en que me apoyo: de agradecer son ambas; pero la del vino me traba los pies y la del hachís me proporciona alas”.

Nuestros cuerpos, apoyados el uno contra el otro, se frotaban y se apretaban. Algo crecía en mí, se dilataba en mí con un insólito sufrimiento. Sufrí un vértigo, cerré los ojos en el vacío y eché las caderas de golpe hacia adelante. Husayn levantó el borde de mi falda, e introdujo su mano bajo ella. Me acarició allí donde algo nuevo se tramaba, al parecer en contra mía. Con la otra mano me empujó en el hombro hacia abajo, y nos recostamos sobre unos almohadones. Cogió mi mano y la puso entre sus piernas: entonces comprendí lo que se alzaba entre las mías. Alguien cantó, y me sonaba dentro:

Ay, jilguero, ay, jilguero, pósate en la rama de mi cuerpo, brinca sobre ella y trina, balancéate y canta y haz tu nido en mi pecho, que ya no puede servir para otra cosa”.

Din”, ofendido por nuestra indiferencia, se tumbó a nuestro lado, mirándonos con ojos de reproche, atentos y suplicantes. Husayn me acariciaba y yo lo acariciaba.

Con los ojos perdidos, llegó un momento en que creí que me estaba muriendo sobre los almohadones, y que se me escapaba la vida, y que nunca más podría ponerme de pie, ni ver, ni oír. Abrí los ojos porque “Din” me olfateaba el vientre, mojado de algo que no había visto nunca. Husayn yacía como desmayado al lado mío, con el pene erecto, protegiéndolo de “Din”, que a toda costa trataba de lamerlo.

—”Din” -grité, o no sé si grité-. ¡”Din”!

él sabe lo que hace -sonrió Husayn y, después de un instante en silencio, añadió-: Vamos con los demás.

A mí me parecía que llevábamos años apartados de ellos. Al volver al salón principal, todavía cantaba el hijo del herrero con su blanca y aguda voz de niño:

Ay, jilguero, ay, jilguero, déjame besar tu cuello mientras te digo adiós”.

La mano de Husayn acarició mi cuello sin detenerse en él.

Tienes -me dijo- el cachorro más bonito del mundo.

Quédate con él. Quiero regalarte algo por el Mawlid y por tu fiesta.

—¿De verdad?

Nada me gustaría tanto, siempre que me dejes visitarlo de cuando en cuando.

Sonrió, me hizo una reverencia de gratitud, y llamó a “Din”.

Como si comprendiese que había cambiado de dueño, “Din” corrió hacia él haciéndole zalemas, y meneando, no el rabo sólo, sino las ancas y casi el cuerpo entero.

Aquella noche yo no podía dormir. Estaba poseído de una agitada felicidad. O quizá no de felicidad, porque suponía que ése habría de ser un sentimiento menos torturador. Lo que no me dejaba dormir era una tensión que me representaba, detalle por detalle, lo sucedido; la necesidad de que la noche no pasara, y a la vez de que llegara el día siguiente para comprobar, a su luz, que todo había sido cierto, y que, a pesar de ello, yo seguía siendo el mismo.

Con los ojos abiertos en lo oscuro, percibía resonancias no percibidas hasta entonces en las noches de la Alhambra: los sonidos quebradizos y entrecortados del agua, los remotos chasquidos de las armas de la vigilancia, el aire insomne desordenando los jardines, el silencio armonioso que luego he escuchado tantas noches descender desde las estrellas. Me parecía que, por fin, había sabido quién era yo y para qué era yo...

Me quedé dormido sin querer.

No debía de haber pasado mucho tiempo cuando me despertaron los voraces lametones de “Din” humedeciéndome la cara. Sin abrir los ojos, sonreí. Pensé qué fácilmente había encontrado él el camino de vuelta, ahora que yo iniciaba otro de ida sin la menor idea de dónde me conduciría. Suspiró el perro, suspiré yo, y nos dormimos abrazados.

Pasaron dos días antes de que volviera a ver a Husayn. Fue a la salida de la oración de la tarde en la mezquita de la Alhambra. Me saludó con amabilidad. Mis ojos, llenos de intensidad, buscaron los suyos; después los abatió la decepción: Husayn me miraba con la sencilla indiferencia con que miraba los árboles, el minarete, los tejados verdes, la tarde, la suave cuesta que desciende hasta la entrada principal de los palacios, y los rostros de quienes nos rodeaban. Me preguntó por “Din” y me contó riendo que la otra noche no había durado a sus pies ni una vela siquiera; en cuanto apagó la antorcha para dormir, “Din” huyó de su alcoba.

Husayn, en adelante, me trató como si nada hubiese ocurrido entre nosotros. Y así era, en efecto: nada importante había ocurrido.

Sin embargo, yo tardé en descubrirlo. Cuando lo descubrí, había dejado para siempre de ser un niño ya.

Estábamos jugando, entre lección y lección, en la madraza de los príncipes, dentro del recinto de los palacios. éramos doce o catorce. Nos habían enviado hacía muy poco, desde Loja, unos kurray: unos preciosos potros tallados en madera de colores brillantes, con los faldones de tela listada y bordada. Nos los atábamos, para correr cañas, a la cintura. El de mi hermanastro Nazar acababa de chocar tan fuerte contra el mío que le había partido una oreja; yo la tenía en la mano, la miraba con pena, pretendía ajustarla de nuevo a la cabeza. Entonces entró un criado de la casa de mi padre, y, dirigiéndose a mí, dijo tajantemente:

El sultán, a quien Dios bendiga, desea verte ahora.

En el patio se hizo un silencio. Quizá ese silencio me atemorizó más que el mensaje. Mi padre no me había mandado llamar nunca, y yo no lo había visto a solas en mi vida. Me desaté el kurray; lo deposité con excesivo cuidado -no sé si para tomarme algo de tiempo o para simular una tranquilidad que no sentía- en un rincón del patio. Miré a Yusuf, que me saludó con la mano para darme aliento, y seguí al sirviente, preguntándome qué habría hecho mal, o qué quejas le habrían dado a mi padre para que, de manera tan drástica, interrumpiera las lecciones y me reclamara delante de todos.

Me condujeron a la Sala del Consejo, lo cual me alarmó, si cabe, más aún. Yo sólo había entrado allí una vez, en compañía de uno de mis maestros, para pedir gracia a un ministro en favor de un sirviente nuestro, que había quemado con un brasero el borde de un tapiz. Al atravesar el arco no distinguí nada en la penumbra, deslumbrado por la luz exterior.

Luego ya vi a mi padre. Nunca me había parecido tan temible, quizá porque nunca lo había visto antes en funciones de rey, o quizá porque mi estado de ánimo me lo engrandecía. Al principio creí que estaba solo: soberbio, de cejas espesas y fruncidas, y ojos relampagueantes como en una cólera continua. Debía de vestir de oscuro, porque no distinguí sus ropas, sólo su cara, cercada de una barba negra, y sus manos, poderosas y largas.

Acércate -me dijo.

Estaba sentado, y me indicó que me sentara frente a él. Al obedecer, adaptados mis ojos a la luz, alcancé a ver dos hombres que lo flanqueaban. A uno lo identifiqué como el gran visir Abul Kasim Benegas; al otro no lo había visto nunca. El visir era muy delgado y cargado de hombros, con una barba en punta aún no del todo blanca.

El otro, en cambio, era bajo y regordete, con una expresión un poco ida y bondadosa; cuando notó que lo miraba, sonrió inclinando la cabeza; era más joven que los otros dos. Mi padre estaba hablando:

Cuando tú naciste, los pronósticos que nos dieron los astrólogos no fueron favorables. Yo no creo en agüeros, salvo que sean propicios; sobre todo, si vienen de estrelleros trapisondistas, o pagados por enemigos míos. Y ciertamente los astrólogos de tu abuelo no me tuvieron nunca como amigo.

Yo había nacido un par de años antes de que mi padre destronara a mi abuelo. Los astrólogos oficiales, tratando de apoyar al sultán viejo, o acaso la candidatura de mi tío Abu Abdalá, pusieron de su cosecha cuanto pudiera ir en contra mía y, por tanto, de mi padre. En aquel tiempo la relación de mis padres entre sí era más concertada de lo que fue después, y mi madre falseó el día y la hora de su parto para tener el pretexto, suponiendo la mala fe de los sabios, de echar por tierra el resultado de sus horóscopos. Por eso nunca he sabido el momento exacto en que nací. El caso es que todos los vaticinios estuvieron de acuerdo en que, si un día me sentaba en el trono, el Reino se perdería conmigo. Semejante maldición había pesado turbiamente sobre mí, aunque nadie de las alturas tuviera una fe ciega en las cartas astrales, salvo -como acababa de decir mi padre- en cuanto les fuese conveniente. Y yo había sabido, unos meses antes, que los secuaces de mi tío Abu Abdalá, en los días de su frustrada rebelión contra mi padre, hicieron uso de esas predicciones perjudiciales para mí.

El visir y el otro acompañante atendían a mi padre entre signos de aprobación. Estaban de pie, y yo sentado, lo que me desasosegaba, porque preveía la importancia de lo que me iba a ser comunicado.

Corren tiempos muy buenos para el Reino. Los reyes cristianos andan a la greña entre ellos y con Portugal; en cambio, nuestra economía está saneada, y nuestros súbditos viven tranquilos y felices. Gracias a mi gobierno, es fuerte la moneda; la agricultura, fructífera; los impuestos, tolerables; y el ejército, disciplinado y bien dispuesto. No se ven nubes en el horizonte. áTampoco se vieron durante los días del gran alarde, y cuando se vieron, no hubo remedio ya. De ahí que sea el momento ideal para iniciarte en las tareas políticas. Aquí están dos de las personas que te van a servir de guía en ese empeño. Sé que tienes ya bastantes conocimientos de escritura y del Corán; en adelante debes proponerte como punto de mira el de los príncipes nazaríes. La más alta instrucción es la que conduce al regimiento de nuestro pueblo: una forma de obtener el poder y de mantenerlo después en nuestras manos. Si respondes a esa exigencia, serás mi sucesor cuando Dios sea servido; si no respondes, otro príncipe te sustituirá en el privilegio. De ti depende, pues, tu propio destino, y no de los estúpidos agoreros que pretendieron disturbar nuestra esperanza.

Señaló a su derecha.

éste es, ya lo sabes, mi brazo derecho en el gobierno: el gran visir Benegas. Goza de mi absoluta confianza. Ningún hombre podría ilustrarte mejor que él, ni asesorarte mejor en el viaje que emprenderás a través del proceloso mar de la política. El ser humano vive muy poco tiempo y agitado.

Nuestra época es temblorosa y crítica: en buena parte es nuestra mano la que ha de marcar su signo y la dirección de los acontecimientos. En un príncipe, el valor, la abnegación y la defensa de su Reino hasta la muerte son virtudes que se dan por supuestas; a ellas hay que agregar la habilidad, la oportunidad en las acciones y la anticipación a los enemigos, de los que fuera y dentro estamos rodeados. -Los tres mostraron, con una sonrisa, su connivencia-. No puedo encarecerte con bastante insistencia que estudies, asimiles, experimentes y te apliques a discernir cuanto a tu alrededor suceda para que, cuando suene tu hora (y me es imposible desearla pronta) -los tres sonrieron de nuevo-, gobiernes con precisión, justicia y beneficio.

Señaló a su izquierda.

Este otro personaje es Abu Abdalá Mohamed Ben Abdalá al Arabí al Okailí. Un hombre de prestigio, poeta y sabio. él te orientará entre los intríngulis de la corte, del protocolo y de la majestad, no siempre accesibles, sobre todo al comienzo, cuando el poder no es aún suficiente como para cortar los nudos de un tajo y decidir con violencia. De ti y de ellos espero que hagáis una obra buena a los ojos de Dios. De vosotros dos -añadió dirigiéndose a ellos- espero que hagáis una buena obra a mis ojos. -Mirándome con frialdad, concluyó-: Ahora, vete.

No comentes nada de esta reunión.

Ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie. -Sonrió, y volvieron a sonreír sus adláteres-. Ve en paz, y trabaja. Tu triunfo y el del Reino lo escribiremos entre todos dirigiendo tu mano.

Me puse en pie, di con torpeza las gracias, saludé y salí.

A Benegas y a El Okailí se agregaron un maestro de armas y un alguacil del tesoro. El maestro de armas me enseñó su variedad, su empleo y el procedimiento para elegirlas y sacarles provecho; pero también cómo utilizar a los soldados, a los que había que conducir y alentar, casi más que en la guerra, en la paz. áSin embargo, nadie me advirtió que la artillería -una nueva manera de hacer la guerra- me iba a traer los disgustos más serios de mi vida. Entonces en el Reino todos dormitábamos, sin mirar -ni en el armamento ni en nada- hacia adelante, sino a los modos y a las costumbres del pasado. Pero más que nada me hablaba de caballos. Me dio a leer el “Libro de los Escudos y de los Estandartes”, y, al recomendármelo, agregó:

Según la leyenda, cuando Dios quiso crear el caballo árabe, se dirigió al viento del Sur: ‘Tú engendrarás una criatura con el poderío de quienes me defienden y con la fuerza de quienes me obedecen’. Por eso el Profeta nos previno: ‘A quien posea un caballo y lo respete, lo respetará Dios; a quien posea un caballo y lo desprecie, Dios lo despreciará’. él simboliza la rapidez de nuestra victoria por el ancho mundo. No hay otro más elegante ni más ligero de movimientos; ninguno le iguala en mansedumbre y docilidad; ninguno más inteligente para aprender alegrías, o para hacer prodigios de agilidad. Recuerda esto: nunca mandes cortar su larga cola de seda; no te asemejes a esos pueblos que, con la misma cuchilla con la que cortan la cola de sus caballos, cortan la cabeza de sus reyes. Al hombre de armas castellano -decía ahuecando el pecho- da risa verlo, si es que se le ve; porque lleva celada con visera, peto doble, protectores de muslos, grebas y zapatos de hierro. Tiene un caballo principal, al que cubre también con bardas sobre ancas, cuello, pecho y testeras, y otro de dobladura para llevar la carga o sustituir al primero cuando lo rinde tanto peso. Ese caballero, pesado como un elefante, porta una lanza larguísima, de enristre, que descansa en una bolsa de cuero unida a la silla por el lado derecho, y estoque y maza o hacha. Nuestro jinete, por el contrario, se defiende con una armadura más ligera, una lanza corta, la adarga y un puñal.

Y mientras el castellano usa un estribo bajo, el estribo nuestro es muy alto y cabalgamos encogiendo las piernas, lo que hace más fáciles y ligeros nuestros movimientos.

Claro que los cristianos nos han copiado hace ya tiempo; sin embargo, les será siempre imposible competir con nosotros, porque el caballo es aliado nuestro.

El alguacil del tesoro, cuyo nombre es Abul Kasim al Maleh, me mostró, con el maestro de armas, durante una larga mañana, las riquezas guardadas en los sótanos del palacio principal, que entonces habitaba mi padre. Los reyes de Granada, tanto los ziríes como los nazaríes, han sido muy dados a acumularlas; por eso el resto de los reyes de Taifas nos llamaron “las urracas”. Las riquezas de los ziríes se las arrebataron los almorávides: ¿quién arrebatará las nuestras? Cuando las vi me parecieron deslumbrantes e innumerables: ninguna guerra ni desgracia alguna las podría agotar. áHoy sé que no estaba en lo cierto y las recuerdo, en su mayor parte perdidas, más de lo que las recordaba al día siguiente de habérmelas mostrado.

Entré en un subterráneo excavado en la piedra roja de la Sabica, con el silencio y la humedad rezumando por sus muros. Los siglos habían construido allí un prolongado agujero donde depositar sin prisas lo más fastuoso y lo más raro que se hallara. En la primera sala había armas suficientes para cubrir las demandas no sólo del ejército profesional granadino (la profesionalidad existía desde los tiempos de Almanzor), que era propietario de su propio armamento, sino de los ejércitos ocasionales, aglutinados como consecuencia de hechos concretos o por levas repentinas.

En ellos se alistan, digamos que voluntariamente, los artesanos, los comerciantes y los ciudadanos del Reino, ordenados por villas, por señoríos y por familias, y también los artesanos, los comerciantes y los ciudadanos de la capital ordenados por gremios, por barrios y por puertas.

Así me lo explicó el maestro de armas, en aquel espacio lóbrego e inmenso, donde se repetía, una vez y otra hasta amortiguarse, el eco de su voz y de nuestras pisadas.

Mientras, me señalaba gruesos haces con millares de lanzas apuntadas o de dos filos, partesanas, hachas, mazas, porras de astil amplio y flexible, ballestas y venablos armados de varias cuchillas, flechas emplumadas, y esbeltos y potentes arcos. Apiladas en pirámides, miles de adargas, clasificadas según su material, su resistencia o su labor: había broqueles redondos de madera, y adargas de piel de buey o de onagro o de antílope sahariano, con bellos adornos metálicos colgantes; cotas de malla y jacerinas, coseletes y lorigas, cascos y yelmos. En una sala posterior, los arneses damasquinados y los tunecinos, hechos con chapa redoblada, las corazas labradas y las armaduras nieladas exhibidas sobre estafermos de madera, junto a los jaeces para los caballos y a los estandartes, los pendoncillos y los guiones. Y cerca, despidiendo una larvada refulgencia, un número infinito de alfanjes, cimitarras, gumías, dagas, puñales, espadas, y las trompetas y los timbales que escoltan el paso del ejército.

En un piso inferior, al que descendimos por unos peldaños gastados trabajados en la roca viva, se guardan las armas de los sultanes y de los príncipes: cascos orlados de oro y pedrería, espadas de combate y de alarde cuajadas de esmaltes y filigranas, armas blancas para las recepciones consteladas de perlas, rubíes y esmeraldas; espuelas, estribos, bocados de plata para las carreras; monturas recamadas en oro, guarniciones de caballerías, tanto de guerra como de torneo, gualdrapas y cadenas, armaduras diseñadas y adornadas por los mejores orífices y los más minuciosos joyeros de la Tierra...

Todos los instrumentos de ataque y de defensa que el hombre ha inventado para sembrar con ellos bellamente la muerte -dijo El Maleh.

En las siguientes habitaciones, más aisladas y secas, se hallan el mobiliario y las ropas pertenecientes a los reyes de la Alhambra. Sobre esteras de pita y de cáñamo, se amontonan las alfombras y los alcatifes enrollados, y se alinean, en una guarda perenne, los armarios y las alacenas, los roperos y las cajonerías. De paso, abrí un cajón al azar, y manó como un venero seco o como un arco iris desprendido de alguna vestidura.

Pensé que, por mucho que viva, nunca podré lucir, aunque no sea más que por un instante, cada una de las prendas que allí hay -albornoces, aljubas, capellares, marlotas, mantos, qué sé yo- conservados en una mustia y sombría espera.

No lejos, miles de objetos disponibles para el ornamento de la corte y para la ostentación de los sultanes: almimbares de maderas de Oriente, guirnaldas de abalorios, ataifores de Damasco con incrustaciones de nácar, tibores de la China, copas de Irak, vasos de Tabaxir, cueros de Córdoba y una interminable serie de porcelanas, cristales y taraceas. Vi cientos de instrumentos musicales: dulzainas, bandolinas, guzlas, chirimías, trompas italianas, ajabebas, adufes, sacabuches, clarines, laúdes, cítaras, rabeles. Vi una multitud de pebeteros y de perfumes envasados; lámparas y candeleros incrustados de ágatas y ónices; espejos de plata, o de marco de oro y cerco de diamantes... A mis jóvenes ojos todo aquello se desplegaba como un sueño, o como un cuento de “Las mil y una noches” que pudiera tocarse.

Me llamó más la atención, sin embargo, algo que no brillaba: rimeros altos y resguardados de pergaminos y papeles carmesíes: los usados en la cancillería para la correspondencia oficial. Pregunté:

—¿Puedo llevarme alguno?

El Maleh, que me acompañaba, sonrió:

No hay riesgo de que falsifiques ninguna carta regia: te falta el sello aún. Cógelos.

Cogí un pequeño montón. Tres años después comencé a escribir en ellos estas leves memorias.

En un corredor ancho, próximo a numerosas tiendas de campaña plegadas, de las que entreví el lujo y los colores, un hormiguero de relojes de arena, de complicadas clepsidras que miden el tiempo con el agua, de largos telescopios, de astrolabios, de brújulas, de artefactos que había visto en casa del médico Ibrahim, de extraños útiles de alquimia, de sopletes, de retortas, de matraces, de tablas geométricas, de aparatos y mecanismos cuya finalidad y funcionamiento yo ignoraba y aún hoy sigo ignorando.

Y en estanterías adosadas a paredes más lisas y protegidas por cueros, antiguos manuscritos y libros esmerada y lujosamente encuadernados. Los miré con ojos compasivos al encontrarlos tan fuera de su destino de estudio y de lectura. Y en mi interior les dije: ‘Cuando reine, si reino, os subiréis conmigo. En vosotros reside la única majestad’, y me despedí de ellos, sin poder desplegar mi mirada de su significado: porque ellos son la huella y la manifestación de la sabiduría, de las ciencias que nos han hecho célebres en la historia del mundo, de la literatura que alberga las palabras de amor y de tristeza por las cuales los hombres pueden quizá salvarse.

No obstante, aún me quedaba por ver lo más fantástico. Tras una puerta que sólo se abre con cinco llaves, cada una de las cuales custodia un alguacil distinto, está la habitación del tesoro real. En el centro, una luenga mesa con tablero de ágata y patas de oro. Sobre ella y a los lados, vasijas de cristal donde se depositan, ordenadas por tamaños y colores, la mayor cantidad de piedras preciosas que sea dado imaginar. A pesar de la oscuridad que reina allí dentro, al moverse la luz de la antorcha que El Maleh llevaba, se producía un verdadero incendio frío. Soy incapaz de transcribir la diversidad de piedras sin montar que allí arden, ni de aventurar su número.

Sus ofuscantes destellos mariposeaban, latían, se apagaban, bullían de un lado a otro, se contagiaban prendiendo y saltando de una a otra vasija.

A un extremo, en arcones, cofres y talegos de piel, se apiñan las monedas acuñadas de oro y plata, así como bolsas repletas de oro en polvo, en lingotes y en barras.

Al extremo contrario, las alhajas de los sultanes y de las mujeres de la casa real: diademas, brazaletes, arracadas, sartales, ajorcas, herretes, todo cuanto la jactancia crea para embellecer o para provocar una impresión de majestad y de opulencia. En lugar de sentirme atraído por tales galas, en que se había holgado el deseo y el arte de muchos hombres y mujeres ya fenecidos, sentí por lo que sobrevivió a sus propios dueños sólo desdén.

Acaso porque, acumulados en una cantidad sobre toda medida, perdían aquello que verdaderamente aspiraban a ser: únicos, irrepetibles y ensalzadores de una persona sola e irrepetible también. Al estar barajados unos con otros y constituir un apretado hervidero de esplendores, semejaban un montón de baratijas como las que se ven en un bazar cualquiera, susceptibles de servir para la colección y el intercambio de los niños. Y tal vez nunca fueron más que eso.

El Okailí, a quien expuse el juicio que me merecía el tesoro, me habló de la ilimitada insensatez de la ambición humana. Pero, por una parte, yo noté que no quería enemistarse con la tradicional actitud de sus reyes, y, por otra, que aquella insensatez le atañía también a él muy seriamente, ya que era aficionado a sortijas y joyeles. A mí, no obstante, la visita me sirvió como cura de asombros y como prevención; igual que el niño que entra a trabajar en un obrador de pastelería y, al primer atracón, deja de soñar con los dulces y empieza a aborrecerlos.

El Okailí prefirió desviar la conversación de las joyas y tratar de las armas. Me dijo:

Aunque no es misión mía adiestrarte en el arte de la guerra, debes saber que, entre nosotros, las artes y las ciencias no están separadas del todo, y que la poesía, un aire aromado y cálido, a todas las impregna. Voy a darte una prueba. Abu Bakr al Sairafi, un antiguo poeta, se permitió aconsejar a los almorávides, después de una derrota asestada por los cristianos, la secular estrategia de los musulmanes andaluces. Porque nadie mejor que los guerreros nativos, buenos conocedores de las geografías y de los climas y del carácter de sus enemigos, para acertar en la técnica bélica que ha de ser empleada. áEl infeliz El Okailí miraba asimismo al pasado, sin echar de ver que quien renovase las antiguas técnicas e incorporase las novedades, apostadas ya en el umbral, sería precisamente el que habría de cantar la victoria definitiva, si es que la hay. Dice Al Sayrafi a su imaginario interlocutor, uno de los invasores ortodoxos que soñaron con ser los propietarios del paraíso andaluz:

En cuanto a la estrategia, te brindo los recursos por los que los reyes de Persia se apasionaron y triunfaron mucho antes que tú.

No pretendo ser un entendido, pero acaso mi compendio animará a los creyentes y les será beneficioso.

Vístete una de aquellas cotas de malla doble que Tuba, el hábil artesano, recomendaba.

Toma una espada india, delgada y cortante, pues es la que hace más mella en las corazas, y taja con más nervio que las otras.

Monta un corcel veloz, que sea como una fortaleza bien guarnecida contra la que nadie puede nada.

Parapeta tu campamento cuando te detengas, ya sea que persigas al enemigo como vencedor, ya sea él quien te persiga a ti.

No atravieses el río; acampa mejor a su orilla, de manera que separe y proteja del contrario tu ejército.

Entabla la batalla al atardecer, cuando tengas la certeza de apoyarte en una bravura denodada como un sostén inquebrantable.

Cuando los dos ejércitos se encuentren con escaso espacio en la liza, que lo amplíen las puntas de las lanzas; cuando hayas de atacar, hazlo al instante: cualquier indecisión es una pérdida de posibilidades.

Elige como exploradores a hombres intrépidos, puesto que en ellos es tan natural el valor que nunca te defraudarán.

Y no escuches jamás al embustero que pretenda alarmarte: nadie ha obtenido nunca ni sabia ni útil opinión de un mentiroso”.

áAún me sé de memoria esos versos. Unas veces los puse en práctica y otras no. Pero, poniéndolos o sin ponerlos, en pocas ocasiones obtuve la victoria. Quizá no aprendí a distinguir entre el mentiroso y el prudente. Y he perdido la fe en consejos de poetas. Casi puedo decir que he perdido, en general, la fe en los consejos.

De otro lado, Abul Kasim Benegas (descendiente de los Egas de Córdoba, de linaje cristiano, aunque esto se disimulaba, de la familia de los Ceti Meriem, y uno de los hombre más enrevesados y codiciosos que he conocido, y he conocido muchos más de los que quisiera) comenzó en seguida a ocuparse de mi formación política.

Si esta expresión se hubiese de entender en su peor sentido, probablemente no habría encontrado un maestro mejor. La teoría y la práctica eran en él irreconciliables enemigas. Aún adolescente, yo me pasmaba de que mi padre tuviese a su servicio -más, de que se confiase por entero- a un personaje como aquél, favorecedor de sus amigos y clientes, y rival acérrimo de una familia decisiva como la de los abencerrajes.

El buen gobernante -me dijo la primera mañana- ha de ser el hombre más sabio y el más agudo.

Yo me consideré imposibilitado de alcanzar esa meta, y reconocí para mis adentros que nunca iba a estar dispuesto para el trono. Sin embargo, Benegas continuó, después de una sonrisa:

Aunque no lo sea, pronto llegará a serlo, porque bajo él surgen y se despliegan todas las sabidurías, florecen todas las inteligencias, tienen su antro todas las marrullerías y se instalan todas las querellas. En un día sólo, el gobernante puede adquirir una experiencia mayor que el resto de los hombres durante toda su vida.

Como afirmó Omar Ibn Abdelasís, Dios haya tenido misericordia de él: ‘No engaño yo a nadie; pero ningún engañador podrá engañarme a mí’. Quien sabe lo que es el mal y cómo son los malvados, está en una situación inmejorable para precaverse de ellos.

Yo lo acechaba tratando de adivinar el porqué de una chispa de sorna que veía en sus ojos; pero, apenas él percibía el propósito de mi mirada, la chispa se extinguía.

El principio de toda pericia es tener claro que se sabe lo que de veras se sabe, y que se ignora lo que de veras se ignora. De ahí que el príncipe, como el otro día te previno tu padre, haya de instruirse con todo lo que observe; deducir enseñanzas de todo lo que oiga; mantener siempre una actitud digna sin dejarse arrastrar por sus pasiones -no podía yo evitar, al oír esto, la imagen de Soraya-, ni por los encrespamientos de su cólera; hablar con sinceridad y cumplir sus promesas; ganarse con su comportamiento el respeto de todos; no avergonzarse de preguntar, si tiene alguna duda; no resignarse a aceptar lo que no sea justo, y medir el grado de sus fuerzas, porque, cuando se dispara, lo que se pretende no es ir más allá del blanco, sino alcanzarlo.

La norma suprema consiste, por tanto, en conocer cuál sea el impulso necesario y suficiente para lograr cada objetivo.

Al escucharlo hablarme así, yo juzgaba que aquellos consejos no eran para un príncipe, sino para un hombre cualquiera, y que quizá el príncipe tendría que ser simplemente el mejor de los hombres comunes y no el hijo de un rey.

Me alegra que tu padre, antes de tomar una determinación irrevocable, haya querido que progreses en el arte de la política. Porque ninguna designación es oportuna y válida si el designado sustituye a quien lo designó sin haberse provisto de la necesaria experiencia.

Confía en mí para aprender, Boabdil, con la misma firmeza que tu padre confía en mí para gobernar.

Yo siempre tengo presente, por lo que a mí respecta, las cuatro faltas en que puede incurrir el ministro de un príncipe virtuoso: la petulancia, si interviene cuando nadie le ha pedido su opinión; la cobardía, si no contradice a su dueño cuando éste obra mal; la timidez, si no se atreve a expresar su juicio cuando se le solicita; y, sobre todo, la imprudencia, si habla sin haber examinado antes el estado de ánimo del príncipe. Un ministro que no incurra en tales defectos será el mejor amigo de su rey. Y no olvides, Boabdil, que el amigo mejor no es el que te acompaña en la adversidad, sino el que te impide incurrir en ella.

Porque la ausencia de amistad, o sea, la soledad en que el poderoso se encuentra, es más grave y más radical que la de otro hombre alguno. En primer lugar, porque ha de mantenerse distante de quienes lo solicitan por interés y de quienes lo halagan y rodean para obtener beneficios. En segundo lugar, porque los honestos que debería tener a su lado suelen alejarse impelidos por su delicadeza, su discreción y su dignidad. Y en tercer lugar, porque no ha de dejar traslucir esa soledad, ni mostrar ante nadie que es débil por ella, porque será aprovechada para que el resentimiento de quienes lo circundan trate de destruirlo. Por eso no te lamentes nunca delante de quien no esté comprometido en lo mismo que tú, porque, o se desentenderá de lo que le comunicas, o te expondrás a sus agravios. Ni siquiera expongas a la gente tu juicio sobre un tema, porque será inútil empeño y una pérdida de tiempo. Si aconsejas a un sabio en contra de su opinión, se retraerá de ti; y si a un tonto, sólo conseguirás perder su afecto por completo sin mudar su carácter. Dar consejos es, pues, tan peligroso como pedirlos, porque no hay instrucción que sea a la vez del gusto del maestro y del discípulo. Y te lo digo yo, que he sido nombrado tu maestro. Porque un consejo dado y no seguido hace que quien lo dio se sienta humillado y cambie de postura; y, si fue seguido con éxito, quien lo dio se sentirá con derechos como contrapartida de su acierto. Por eso hay un refrán que dice: ‘Nadie te rasca la espalda como tus propias uñas’, y otro que dice: ‘Ningún creyente se deja picar dos veces por el escorpión escondido bajo una misma piedra’.

La política, querido príncipe, es, en lo más profundo, la sagacidad de saber elegir el mal menor, y de saber convencer a los súbditos de que cualquier resolución es un hecho consumado.

Mientras peroraba Benegas, entusiasmado con su propia oratoria, yo lo atendía con aplicación, no porque él me dijera lo que en realidad pensaba (salvo algunas excepciones más bien involuntarias), sino porque yo pensaba en la utilidad de lo que él me decía (acaso a su pesar). Al ponerme en permanente guardia contra los demás, me ponía en guardia también contra él mismo. Yo no le llevaba nunca la contraria; le formulaba cuestiones simples, cuya respuesta preveía; fortalecía su creencia en que yo no era muy advertido, ni llegaría a serlo nunca; procuraba acomodarme a sus palabras para que, ante mi mansedumbre, que le era tan conveniente como posible sucesor (posible sucesor yo de mi padre, y él de sí mismo), informara benévolamente al sultán. En una palabra, yo obraba como el enfermo que se traga el brebaje no tanto para librarse de la enfermedad cuanto, por lo menos, para librarse del médico.

Tu tío habría hecho un buen rey’, le oí un día a mi madre. Y cuando más tarde mi padre comenzó a actuar con tanto desacierto, toda Granada fue de la misma opinión.

Mi tío, que se llama como yo, es moreno, delgado y muy alto; tiene la tez pálida y los ojos aterciopelados: ‘Mira como si acariciara’, decía Subh. Las mujeres, cuando lo ven, no logran apartar de él su mirada, y suspiran de pronto como si se les hubiese olvidado respirar por mirarlo. Mi tío responde con una carcajada a esos suspiros: conoce su causa y la desdeña. No en balde anda siempre rodeado de mujeres; hasta en su casa, pues sólo tiene hijas.

Desde antes de adquirir uso de razón he sentido por él una admiración maravillada. Me habían contado que, teniendo yo dos años, él solía buscarme -’Vengo a verlo crecer’, decía-, me tomaba en brazos, me besuqueaba, y después me arrojaba por el aire y me recogía con la capa, ante el griterío de Subh. Hasta que una mañana se le trabó la capa con el sable y, al no extenderla a tiempo, di yo con mis huesos, todavía blandos, en las losas. Añadía Subh que la cara de mi tío se demudó de tal modo que ni ella se atrevió a aumentar su sobresalto con insultos. A Dios gracias, las consecuencias de la caída fueron sólo unas cuantas moraduras y una gran hinchazón; pero mi tío no volvió a jugar con mi cuerpo a la pelota, y en la corte quedó confirmada su predilección por mí. Si alguien me preguntaba en mi niñez a quién me gustaría parecerme, respondía sin dudar un instante. Por eso cuando, unos días atrás, Moraima, después de observarme con sonriente ironía, me dijo que cada vez me asemejaba más a Abu Abdalá, levanté la cabeza con orgullo. Sospecho que ella no supo interpretar mi gesto, y calló pensando que la comparación me había incomodado.

Mi padre y él, a pesar de la diferencia de edades, se llevaban muy bien. En los comienzos, mi tío lo ayudó más que todo un ejército.

Entre los dos consiguieron lo que afirmó mi padre la mañana en que me llamó al Consejo: un buen momento para el Reino. El gobierno se desenvolvía con firmeza; los ciudadanos se sentían seguros; se respetaban los principios religiosos, lo cual proporciona a los instalados una plácida sensación de sosiego; se suprimió la delincuencia, y, sobre todo, la frontera se mantuvo estable y defendida, cosa que casi nunca había ocurrido. El pueblo, pues, estaba satisfecho con mi padre. Sin embargo, contra él, y contra la ascendente estrella de Benegas, pronto se levantaron los alcaides que promovió mi abuelo y que habían defendido su causa. Los secundaron algunos capitanes cristianos (siempre dispuestos a alimentar cualquier discordia interna) y los abencerrajes, que no olvidaban la hostil actitud con que mi padre inició su reinado, y que sintieron la tentación de imitar a los grandes castellanos que se comportaban en la frontera como señores absolutos. Estos grupos rebeldes izaron como bandera la más gallarda y noble que existía: el nombre de mi tío Abu Abdalá. Por medio de artimañas, lo secuestraron y lo instalaron en Málaga a la fuerza, coronándolo rey, y así declararon una guerra civil que pudo ser funesta. En Granada, tan hecha a vaivenes, a nadie extrañó mucho; la gente opinaba, como mi madre, que mi tío había nacido para rey. Yo había cumplido entonces ocho años, y cundió por la Alhambra la noticia. Tanto mi tío como los abencerrajes y los viejos alcaides gozaban de una simpatía que nunca alcanzó Benegas, generalmente odiado, aunque luego lo sería más aún. Por si fuera poco, Málaga aspira por tradición a la independencia: en la dinastía anterior también fue gobernada por el hermano del último rey; ojalá sea falso que la Historia reitera sus capítulos.

Pero mi padre no se arredró; conocía demasiado a su hermano.

Desde el principio supo que el alzamiento no era idea suya, sino una revuelta de los preteridos y humillados. áMi experiencia me dicta que los abencerrajes, como individuos, fueron siempre dignos de consideración, responsables y honrados; pero, cuando actuaron como tribu, han proporcionado muchos quebraderos de cabeza al Reino.

Les sucede al revés que a los Voluntarios de la Fe, que, como cuerpo, son una buena guardia y un buen baluarte, pero cuando han caído en manos de algún jefe intrigante, se han metido en política y han dislocado todo. Por eso fue en persona hasta Málaga y, mediante argucias y dinero, consiguió que mi tío escapara de las garras de los rebeldes y compareciera en su campamento. Allí se mostraron los dos juntos y, sin mayor inconveniente, se sometieron los levantados ante el prestigio de uno y otro. Mi tío volvió a ocupar el puesto que ocupaba; pero la represión contra los viejos alcaides y los abencerrajes fue terrible.

Muchos de éstos fueron decapitados después de una cena en la Alhambra, a la que acudieron embaucados por el perdón de mi padre a su hermano. Los que huyeron con vida se refugiaron en Castilla, o en Aguilar y en Medina Sidonia, asilados por las familias fronterizas enemigas de las amigas de mi padre. Y, tras aquel baño de sangre que suspendió el ánimo de la ciudad, el poder se estabilizó de nuevo. Aunque quedó una sombra en la mente del pueblo, que estaba enamorado de los abencerrajes -apuestos y valientes y representativos- y cada día más reacio a Benegas. Qué misterioso el olfato de un pueblo para detectar con antelación el mal que se avecina.

Tres años después, es decir, el mismo en que me entrevisté con mi padre, me mandaron a Almuñécar con mi tío, cuyo cariño por mí aumentaba al seguir sin hijos varones.

El propósito era que me ejercitara en el uso de las armas y me perfeccionase en la equitación. Mi madre me despidió diciéndome:

Adviértele a tu tío que, por mucho que se aspire a un trono, no se tira por el aire a quien ha de heredarlo. Y que, si se le tira, no se le recoge.

Con lo cual me daba a entender el crédito que la seriedad de mi tío tenía a sus ojos, y que conocía mi entrevista con mi padre antes quizá de que yo saliese de la Sala del Consejo.

Según el Profeta -me dijo mi tío el primer día-, a tres juegos humanos asisten complacidos los ángeles: a las carreras de caballos, al tiro al blanco, y a otro, aún prematuro para ti.

—¿Cuál es? -pregunté de inmediato.

Mi tío rió:

El que juegan juntos un hombre y su mujer.

Cada mañana descendíamos de la fortaleza y galopábamos por la playa en competiciones apasionantes, cuyas reglas me permitía mi tío establecer, y en las que, a pesar de darme todas las ventajas, siempre me superaba. Aquellos días felices, ilimitados y luminosos, estuvieron llenos de mi tío y del mar. Quizá son para mí los dos como uno solo: a la vez próximos y lejanos, persistentes y mudables sin cesar, gozosos y severos, e inmensos. Yo no deseaba más que estar al acecho de los dos, pero fingiendo que ni siquiera los miraba, y sentirme mirado por ellos, pero fingir también que no me daba cuenta. Mi único anhelo era sobrepujarme a los ojos de mi tío, por lo que pugnaba en aparentar más coraje, más resistencia, más reciedumbre y más preparación de los que tenía.

Tierra adentro, una mañana me descabalgó con violencia la montura. Me produjo un soportable daño en un brazo; pero -quizá por excusar mi torpeza- cerré los ojos y simulé un desmayo. El tío Abu Abdalá se apeó, se abalanzó sobre mí, me tocó la garganta, y me abrazó, hasta que, al comprender que se trataba de un engaño, se alejó enojado y sin decir palabra.

Pero fue entonces cuando sobrevino el daño verdadero: una viborilla, quizá un alicante, a la que había asustado mi caída, me mordió en un muslo. Sentí la picadura, vi al animal, y quise no gritar, pero grité. Volvió mi tío la cabeza y se percató enseguida de todo. Se abalanzó de nuevo sobre mí, puso su boca en mi muslo y sorbió el veneno. A mí se me hizo eterno el tiempo en que la boca de Abu Abdalá, como una ventosa, estuvo contra mi carne. Pensé que podía morir, y no me resultó desagradabe esa manera. Mi tío apartaba la cara, escupía, y volvía a apretar mi muslo con sus labios. Hasta que dio por hecho cuanto era posible hacer. Yo yacía sobre la hierba casi desnudo, mi mano sobre la negra cabeza de mi tío; para serenarme, sus manos recorrían mis piernas, mi pecho, mis mejillas.

Ninguno de los dos hablábamos, sólo se escuchaban nuestras respiraciones; pero era evidente que acababa de crearse entre nosotros un nuevo vínculo de vida y muerte, de generosidad y de deber: un vínculo que convenía mantener en silencio. Con una honda y larga mirada así lo establecimos. La luz del sol caía en vertical sobre nosotros cuando, con su mano morena y vigorosa, me dio un azote, y dijo con voz severa:

Ya eres un hombre. Que ese tonto veneno no envenene tu vida.

Ni la mía. Volvamos.

Y como mi impericia había dejado huir al caballo después de que me arrojase por las orejas, montamos ambos en el suyo -yo delante de él-, y retornamos a la ciudadela.

Lo que voy a escribir a continuación ocurrió dos días más tarde.

Estoy casi seguro de que no fue imaginación mía, sino que sucedió tal como lo cuento. Sin embargo, cualquiera -yo mismo hoy- puede sacar distintas conclusiones.

Todavía me molestaba el muslo por la picadura, pero no lo tenía apenas inflamado. El físico me había puesto un emplasto de hierbas -’Es de sapos’, bromeaba mi tíoque me impedía moverme con soltura.

Mi tío decidió que, en lugar de montar, me ejercitase esa mañana con el arco. Disparaba bastante mal, y frente a mí se hallaba el testimonio: un blanco ileso. Cuando marraba un tiro, escuchaba las risotadas de Abu Abdalá.

La mejor manera de huir de tus flechazos es ponerse ante el blanco.

Nos encontrábamos en la plaza del castillo. Abajo espejeaba el mar. Era primavera, y ya sudábamos. Mi tío se había aligerado de ropa, y yo también. Los dos jugábamos a la guerra, como dos viejos compañeros de armas. De repente vi cómo mi camisa se teñía de sangre.

No sentí dolor, ni entendí qué sucedía. Mi tío había ido a recoger las flechas erradas y, cuando alzó la cara, lo vi palidecer. De dos saltos se acercó a mí, me arrancó la tela ensangrentada, cogió mi cabeza entre sus manos, y le volvieron de nuevo el color y la risa.

Contigo siempre se está en un ay. Ahora sangras por la nariz; eres todavía un niño. ¿Es que te has dado un golpe?

Negué con la cabeza, mientras me cubría la nariz con los dedos.

Mi tío, después de sentarse en el suelo, me tumbó boca arriba sobre sus piernas, me echó la cabeza hacia atrás, me levantó los brazos por encima de ella, y, tronchando una ramita del arrayán que había junto a él, me la metió dentro de la boca sobre la encía superior, oprimiéndome luego con suavidad el labio. Casi en seguida la sangre dejó de manar. Con el vuelo de su camisa enjugó la que me manchaba la barbilla y la boca. Yo había entrecerrado los ojos porque el sol me deslumbraba. Traslúcidos, los párpados me enrojecían el cielo.

Sentí que la sangre -y no ya la de la nariz- se aceleraba por mi cuerpo y frenaba de pronto su carrera.

No sabía a qué atribuirlo, pero me encontraba a gusto sobre el regazo de mi tío. Su mano izquierda me acariciaba el muslo mordido por el alicante, y la derecha, cuyo brazo me estrechaba, no se había movido de mis labios. Arrastrado por un cariño más grande que yo mismo, la besé. No sé si fue sólo una reacción de agradecimiento, o quizá algo menos simple. Sentía el aliento de mi tío sobre mi rostro, como si un esfuerzo físico alterase el ritmo de su respiración. El sabor del arrayán perfumaba mi boca, y el aroma del arriate removido al arrancar el tallo, el aire. Calentaba desde lo alto el sol. La primera abeja runruneaba a nuestro alrededor. Sin abrir los ojos, percibía el cabrilleo del mar. El leve jadeo de mi tío se acercó más a mí. Mi boca presintió la proximidad de la suya. Aguardé, durante un segundo que duró más que muchas vidas, lo que iba a suceder.

Apretando los párpados, aguardé.

De repente, mi tío se levantó con brusquedad dejándome caído boca abajo en el suelo. Abrí por fin los ojos. Lo vi de espaldas frente al mar. Los vi juntos y superpuestos a él y al mar.

Ya no te sale sangre. De prisa. Toma el arco y las flechas.

En aquel instante comprendí por qué todos pensaban que mi tío Abu Abdalá Ibn Sad habría hecho un buen rey.

Cuando mi abuelo casó a mi padre con mi madre no se molestó en preguntarle si la amaba: la respuesta saltaba a la vista. Había estado casada con dos sultanes, al segundo de los cuales acababa de degollar mi padre; era mayor que éste; se trataba, más que de una mujer, de una institución nazarí, y ni yo mismo me atrevería a decir que es bonita.

Desde lejos, si no fuese por las ropas, se la confundiría con un hombre; y aun desde cerca surgen dudas -le oí comentar a una concubina.

Tiene, eso es cierto, una clase de arrogancia que sólo suele verse en los hombres; su instinto maternal es muy somero, y desaparece si se le compara con su instinto regio. Supongo que es porque nunca puso en tela de juicio que había nacido para reina. Es hija de Mohamed IX “el Zurdo”; su primer marido, del que no tuvo hijos, fue un primo suyo, Mohamed XI “el Cojo”, y el segundo, también por razones políticas, Mohamed X “el Chiquito”, hijo de Mohamed VIII “el Chico”. (Sé que este galimatías puede resultar complicado; lo es para mí mismo, aunque se trata de nombres próximos a nosotros. De ahí que me proponga, en cuanto tenga tiempo, escribir la historia de la Dinastía, poniendo en claro lo que no lo está y desbrozando las crónicas, tan cuajadas de elogios sobados y robados que, más que a poesía, huelen a sudor cuando no a sangre. Para ello tendré que consultar la biblioteca de la Alhambra, porque en una sola cabeza -sobre todo si es la mía- no caben tantos datos y menos aún tantas traiciones). Mi madre ha vivido entre intrigas, aventuras, destronamientos y entronizaciones, exilios y retornos. Es inteligente y representativa; personifica la más poderosa facción de Granada.

Era, pues, prudente que quien se propusiera gobernar se la anexionase. Y ningún procedimiento más eficaz que casarla con su futuro heredero, que resultó ser un usurpador. Por eso, ni mi abuelo ni mi padre se plantearon la cuestión de rechazar tal boda. Porque yo estoy convencido de que un florecimiento difiere de una decadencia en que hay una voluntad -no sólo del poderoso, sino de la mayoría de los súbditos- que acierta al escoger, y que escoge y coloca en la primera fila a un hombre de signo positivo, y elimina o anula al de signo contrario. Y tal es precisamente la última razón de que no las tenga todas conmigo en este trance, a pesar de que la actitud de mi padre responda a la dirección positiva de que hablo; porque, ¿con quién, sino con ella misma, está la mayoría de los súbditos?

Cada día iba menos por la madraza de los príncipes y pasaba más horas con mis instructores. Benegas, más que los otros, me atareaba poniéndome al corriente, a su manera, de la política y de la tesorería, y eran justamente sus largas parrafadas las que, por un efecto contrario al perseguido, sembraban en mí la incertidumbre.

Tu padre tiene ahora tres armas en las manos. La primera, las rivalidades entre los caballeros cristianos, ya sean andaluces, ya de los que habitan en la frontera, exiliados o instalados voluntariamente en ella. La segunda, el manejo de las treguas con la joven reina Isabel; y la tercera, negarse al pago de los tributos pactados por sus antecesores. Estas tres armas son las que debes conocer mejor, porque no creo que tú puedas, llegada tu hora, utilizar otras distintas.

En el estado actual de Castilla, has de saber que la frontera es un palenque de heroísmos inútiles, o útiles sólo para quienes los acometen. Es un campo de destierro o de castigo para banderizos indómitos; una palestra para empresas caballerescas, que nada tienen que ver con un reino tan confuso y decadente como el de los cristianos; un mercado de lucros y de granjerías en el que cada cual arrambla con lo que tiene a mano, y un asilo donde se condonan las penas de los delincuentes y aun de los homicidas. Nunca se ha visto tan azacaneada como ahora la vida en la frontera. De ahí que tu padre, a pesar de las treguas, salga a mantenerla todos los veranos, y procure desanimar la audacia de los caballeros, que no guerrean por su rey, sino por ellos mismos.

Porque cada hombre en la frontera se comporta no como se comportaría en Castilla, sino como es o como lo dejan ser. La corona no llega hasta aquí, y eso redunda en nuestro beneficio. Bastante tuvo el rey Enrique, y tiene hoy su hermanastra, con mantenerse en el trono: no pueden dilapidar medios ni energías en suministrar armas y dineros con que sostener de un modo convincente los límites del reino.

Incluso, en muchas ocasiones, los reyes cristianos se han servido de la frontera para quitarse de encima a personajes demasiado desafiantes o caídos en desgracia. Enrique Iv tomó la costumbre de desterrar a ella a sus antiguos amantes cuando lo desdeñaban o los sustituía: tal es el caso del condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo.

Y en muchas ocasiones, para acelerar el fracaso del desterrado, dejaron y dejan la frontera sin guarniciones ni abastecimientos, al simple albur de quien la defiende o la ataca; afortunadamente para nosotros, que así reconquistamos o saqueamos a mansalva las plazas que nos arrebataron en reinados anteriores. Esto, como entenderás, ha multiplicado, sin muchas contraprestaciones, la gloria de tu padre y de tu tío en los últimos años.

Porque la frontera, tan distante de las cabezas coronadas cristianas, es un territorio para las ambiciones personales: está lejos del corazón de los monarcas; se regatean en ella los socorros y los refuerzos; en ella no coincide la vida cotidiana con la política: entre otras cosas porque la vida está siempre en continuo e inminente peligro. De ahí que los señores de la frontera sean, si no se les embrida, auténticos reyes de taifas, que sobreviven o desaparecen según su brío. Es difícil creer, por muy levantiscos que los granadinos nos parezcan, qué independientes de su rey y qué enemigos entre sí son los castellanos.

Ellos sostienen con nosotros unas relaciones casi fraternales: viven en Granada o se amparan en ella en cuanto consideran que sus reyes son injustos, o sus contrincantes demasiado terribles. La frontera es, más que nada, un estado de ánimo, una manera de entender el mundo, algo que separa y que une. O sea, la demostración de que toda pelea tiene mucho de abrazo, y de que, para batir a un enemigo cuerpo a cuerpo, se le ha de escuchar latir el corazón. Los que cuenten la Historia, si no lo ven así, no la contarán bien.

Aparte de tu familia, Boabdil, hay otras tres en Andalucía con las que, antes o después áfue mucho antes de lo que yo creíaú, habrás de vértelas: los Guzmán, en Medina Sidonia, los Ponce de León, en Cádiz, y los Fernández de Córdoba, que llevan dos siglos y medio en esa región. Los dos primeros, por motivos de orgullo, de conquistas y de botín, son adversarios irreconciliables. De su antagonismo, mimosamente cultivado por nosotros, hemos de sacar fruto; si un rey enérgico sometiese a esos señores y los obligase a colaborar juntos, nuestra oportunidad habría cesado. En cuanto a los Fernández de Córdoba, su división es aún más agria. La casa tiene tres grandes ramas: la primera, la de Aguilar, regida por el terrible don Alonso, e instalada en los pueblos de Aguilar, Montilla y la Puente de don Gonzalo en la campiña cordobesa, y, en la sierra, en Priego y Carcabuey; la segunda rama es la de Lucena y Espejo; la tercera, la del conde de Cabra y señor de Baena. Entre las tierras de éste y las posesiones de don Alonso de Aguilar hay dos dominios: el de Zueros, que pertenece a don Alonso de Córdoba, y el de Luque, de un pariente mío, don Egas Venegas, un pobre ciego inválido; pero estos dos siempre bailan al son que los otros tocan. Lo más importante es que don Alonso de Aguilar y don Diego Fernández de Córdoba, el de Cabra, no se tratan desde hace algunos años. Don Diego es amigo de tu padre; pero quiero que lo entiendas bien: entre nosotros es amigo aquel con quien coincide nuestra conveniencia. En la frontera, hijo mío, tal es la norma: no tenemos más remedio que hacer una política repentina de alianzas y hostilidades según el viento sopla.

—¿Y por qué guerrean entre sí estos señores, si comparten el mismo rey, la misma religión y el mismo enemigo común, que somos nosotros?

No puedo pedir a Dios que te conserve tanta ingenuidad -respondió sonriendo con un ligero desdén-. Los cristianos anteponen su soberbia a todo, incluso a su propio provecho. Son capaces de perderlo todo, y hasta de dejarse matar, con tal de perdurar con honra en la memoria de los otros. Una atrocidad, como verás. Don Alonso y don Diego representan las dos ramas principales del tronco de los Fernández de Córdoba; pero la de don Alonso es la primogénita. Por eso, cuando la segunda se le adelantó en nobleza y nombraron a don Diego conde de Cabra y más tarde vizconde de Iznájar, y aquél siguió siendo sólo señor de Aguilar, se le erizaron los bigotes. Además, don Alonso tenía que casarse con la octava hija de don Diego, lo cual hubiera suavizado las tensiones; pero, instigado por el maestre de Calatrava, se casó con una hija del marqués de Villena, con lo que se rompieron definitivamente las concordias. Tanto, que Enrique Iv intentó en Córdoba, en beneficio de la corona por supuesto, que firmaran la paz y se abrazaran. Lo hicieron sin convicción ninguna. A los cuatro meses, don Alonso, en medio de un cabildo de la ciudad, prendió a dos hijos del conde, y forzó al mayor -otro don Diego con el que te tropezarás sin duda- a entregarle la tenencia de Alcalá la Real, de la que era alcaide, y que es, como sabes, la puerta de nuestra Vega; porque entendía que se la usurpaban. En cuanto fue liberado, ese Diego desafió a don Alonso sin que acudiese al reto, y después apresó y retuvo tres años a un hermano del de Aguilar, don Gonzalo Fernández de Córdoba, un buen soldado que se relacionará contigo si algún día ocupas el trono de la Alhambra. Y, por si fuera poco, cuando se puso en tela de juicio por los nobles la legitimidad de Enrique Iv, don Diego lo defendió frente a don Alonso, que tomó el partido del príncipe su hermano. Todas estas malquerencias son complicadas de entender; pero considera que entre nosotros hay los mismos recovecos, y tampoco serán fáciles de entender para los cristianos. En política, a merced de los cambios, puedes encontrarte del brazo del que fue tu mayor enemigo el día anterior, y viceversa. Yo no creo, bendito sea Dios, que ahora finalicen estas luchas tan fructíferas, porque don Diego el de Cabra es primo hermano de la judía Juana Enríquez, madre del rey de Aragón don Fernando, el marido de la reina de Castilla, y ese parentesco inclinará a su favor el fiel de la privanza; lo cual enconará más aún a don Alonso.

—¿Y que fue del hermano de don Enrique Iv?

A ése lo asesinaron en seguida.

La reina de Castilla es, por lo tanto, hija de don Enrique.

No; es su hermanastra Isabel. Su hija, que parece que no es hija suya y a la que llaman “la Beltraneja”, se casó con el rey de Portugal.

Qué nombre más extraño.

Le viene de ser, según se dice, hija del valido don Beltrán de la Cueva.

—¿Y por qué se casó con ella el rey de Portugal?

Porque el asunto de las paternidades no es infalible nunca.

Hasta don Beltrán de la Cueva, en el momento de elegir partido, eligió el de doña Isabel, la hermanastra, y no el de su presunta propia hija. Y es que parece que don Beltrán entraba de noche en la cámara regia, pero para acostarse no con la reina, sino con el rey.

No debería contarte tales aberraciones, pero la Historia está hecha por los hombres y para los hombres, y las camas importan, en consecuencia, más de lo que debieran. áNo sabía entonces hasta qué punto Benegas iba a manejar las camas luego, y hasta qué punto dependería el porvenir del Reino de las lujurias y las sensualidades.

Los ojos de Benegas continuaban mirando en el pasado, con la añoranza de una ocasión perdida.

Por desgracia, la voluntad de Dios no quiso que el reto aquel entre don Alonso y don Diego se llevase a cabo. Habríamos salido del retador o del retado. O quizá de los dos. Yo lo había dispuesto todo con minuciosidad. En caso de duda, habría sido preferible salir de don Alonso; ya te digo que don Diego, el padre del retador, es afecto a nosotros. Nos lo suelen enviar como embajador, porque sabe nuestra lengua, y es el que firma las treguas en nombre de sus reyes.

Con esto entramos en el segundo punto, el que se refiere a la segunda arma de tu padre.

Las treguas, hijo, no son más que un pretexto para renovar fuerzas y para rehacerse económicamente: tal es su fin, y no otro. Si uno lo ha conseguido, hayan o no vencido los plazos, vuelve al combate. Ninguna tregua llega hasta la fecha pactada: a poco que un bando se vea más recuperado que el otro, lanza sus ejércitos contra él. Como comprenderás, no vamos a sujetarnos a una palabra que se dio en un instante de debilidad o de derrota, o por un rey insensato o demasiado cauto. Tu padre, en eso, es muy expeditivo, y yo también.

Además, las tácitas leyes de la guerra no consideran que las treguas se rompan por ciertos movimientos, que son habituales dentro de la frontera. Se reconoce la licitud de atacar ciudades fronterizas, siempre que la campaña no pase de tres días, se convoquen las huestes sin tocar trompetas, no se levanten tiendas, y todo se realice tumultuosa y apresuradamente. O sea, cuando no se trata en realidad de luchas de conquista, sino de amagar y no dar, de destrozar cosechas, de debilitar a la otra parte, y de beneficiarse con lo que logre saquear la expedición.

—¿Y estamos ahora en tregua con los cristianos?

Sí, casi siempre lo estamos.

Es decir, cuando no estamos en guerra. En junio de 1475, el conde de Cabra acordó con nosotros una tregua: desde Lorca a Tarifa, de barra a barra. Revistió un aspecto más serio que las otras, porque le convenía a su reina, por una parte, tener en paz el Sur (bastante tenía ella con el Norte) y, por otra, cobrar, a ser posible, nuestro tributo, que era muy alto desde la infortunada batalla de la Higueruela que nos ganó su padre.

Tan seria y tan conveniente fue esa tregua que, día por día, en 1476 vinieron un tal Aranda y un tal Barrionuevo a firmar otra por otros cinco años. Pero tu padre se había fortalecido ya, y a finales del primer año fue al reino de Murcia a acongojar cristianos.

Porque nuestros súbditos necesitan la acción: una paz demasiado larga los afemina y los invita a conspirar; y además nos vienen muy bien el ganado de los castellanos y el rescate de los cautivos. Claro que, en el caso de que te hablo, igual que en muchos otros, los dos mil cautivos que trajimos de Cieza y de Ricote se convirtieron al Islam en cuanto pisaron Granada; con lo cual engrosaron nuestro ejército, pero perdimos los rescates: váyase lo uno por lo otro.

—’Sólo Dios vencedor’ es el lema nazarí -dije yo exagerando mi devoción-, pero Dios está con nosotros en verdad.

No siempre. En esa expedición sí estuvo; en la que le siguió, a Cañete, se ausentó. No te ocultaré nada. En aquella tierra no hay agua dulce; los nuestros habían avanzado durante dos jornadas, y el agua que encontraban era siempre salobre. Decidieron retroceder haciendo el menor daño posible, tanto para apresurar la marcha cuanto para que los perjudicados no los siguieran en venganza. Durante la retirada murieron de sed animales y hombres; muy pocos regresaron vivos. Han pasado muchos meses, y ese camino de la sed no se ha borrado de la memoria de los granadinos. De ahí que tu padre proyecte hacer algo inmediato para distraerlos. No debe dejarse mucho tiempo para meditar sobre un fracaso; los fracasos se enconan y se pudren en los corazones de los súbditos. Lo que tu padre va a hacer para evitarlo tiene mucho que ver con su tercera arma.

—¿La de los tributos?

Eso es. Te agradezco que sigas mi dislocada explicación.

Las parias que teníamos que pagar (porque tu abuelo, al materno me refiero esta vez, confirmó el vasallaje con Castilla después de la Higueruela) eran muy elevadas: veinte mil doblones por año. Regateamos hasta veinticuatro mil cada tres; pero aun así lo mejor era no pagar nada. Castilla, por un lado, pasa hambre de dinero, porque todo el suyo está en manos de obispos y de nobles; por otro lado, no está en situación de exigírnoslo y obtenerlo por las bravas. De modo que las treguas últimas se han pactado, astutamente por su parte y por la nuestra, sin aludir a los tributos. De aquí a tres días vendrán don Juan Pérez de Valenzuela y don Fernando de Aranda, de los veinticuatro de la ciudad de Córdoba, con cartas de sus reyes. Entonces comprobarás lo que te he dicho de que no es prudente dejar dormirse a un pueblo en la amargura.

Así fue. Recibí una lección que no olvidaré nunca; acaso porque no se me contó ni la leí, sino que la presencié. Y porque mi padre, en su puesto de rey en medio de la corte, me pareció grandioso, y me expliqué muchas cosas que no son explicables. áAún hoy continúo convencido de ellas, aunque ya inútilmente.

La tarde anterior los príncipes, desde la torre de la Fortaleza, habíamos visto a los cristianos acercarse al palacio donde se alojarían. Era una tropilla reducida y silenciosa. No hacía más ruido que el de los cascos de los caballos encubertados con cuero y el de las armaduras. El sol poniente reverberaba sobre ellas.

Los criados subían detrás de los seis u ocho señores, cuyos rostros asomaban apenas por los yelmos, y que avanzaban con un halo de hieratismo y altivez que nos sorprendió, acostumbrados como estábamos a identificar la nobleza con un porte menos rígido e inflexible.

Dijo Yusuf:

Parecen muñecos mecánicos a los que hubiesen apretado un resorte para echarlos a andar. Creo que debajo de tanto hierro no hay nada.

Ojalá no lo hubiese -comenté yo riendo-. En ese caso se habrían terminado las guerras.

Y sin guerras, ¿de qué serviríamos nosotros? -preguntó mi hermanastro Nazar.

Nos hablan desde pequeños en Granada del mal gusto de los castellanos; de la tristeza de sus vidas y de sus muertes, referidas a una eternidad amenazadora de la que no tienen testimonios y a la que todo lo sacrifican; de la incomodidad de sus edificaciones de piedra, de las frías espadañas y de las campanas de sus iglesias tan inhumanas; de su mal olor y de su suciedad; de su rechazo de los baños como pecaminosos; de sus vestidos, pardos y rudos, como para estar de continuo en campaña y confundirse con su árido paisaje; de la dureza que persiste en sus gestos hasta cuando pretenden ser amables, y en sus ropas hasta cuando pretenden imitarnos aligerándolas. Pero a mí nunca me han parecido inamovibles tales afirmaciones.

A la mañana siguiente El Maleh me condujo al Salón de Embajadores. Me situó en el habitáculo del centro, a la derecha y detrás del lugar regio, para que pudiera atisbarlo y oírlo todo. Tras las cristaleras se divisaba, vibrante, un Albayzín fantástico, pintados sus blancos por los colores del cristal. La corte, fastuosa y resplandeciente, se extendía según el protocolo hasta los rincones del salón. El artesonado de los Ocho Cielos, arriba, era lo único inmóvil y mudo. Yo me entretuve mirando un ánfora dentro de la taca de la izquierda, según se entra desde la Sala de las Bendiciones.

Fresca y bella, aislada y perfumada, como una dádiva de la naturaleza incrustada en aquel minúsculo templo. Contemplaba el techo de la taca de madera labrada, su piso de mármol, sus mínimas paredes de cerámica y de estuco; palpitaba a mis ojos el alicatado blanco y negro, y casi no percibía el filo verde, ni las yeserías que semejaban mármol en la fría mañana...

Desde el gran arco se esparció un murmullo entre los asistentes: mi padre entraba. Se iluminó el salón con su presencia. ¿Me miró al acercarse? En cualquier caso, no me vio. Se sentó con una dignidad imposible de adquirir. Sobre los almohadones, era una inasequible pirámide de oro y seda. A través del encaje de las ventanas que coronan las alcobas, penetraba el día con su luz plateada. Yo había empezado a leer en la cornisa más próxima los versos de Ibn al Yayab:

Desde mí te dan albricias, al orto y al ocaso, las bocas de la dicha, de la amistad y el gozo”.

Y pensé que, a pesar del lujo que lo disfrazaba, aquello era como el campamento de una tribu nómada: la cercanía del oasis representado por la alberca del patio con sus arrayanes, las pequeñas jaimas confluyendo hacia la alcoba del sultán, la cúpula inmensa en que se reflejaba el cosmos y los símbolos celestes. Ibn Jaldún se avergonzaría al comprobar hasta dónde habían decaído las virtudes beduinas: si hicieron esto con su vigor nativo, con su desarraigamiento y con su arquitectura de tapial, ¿qué quedaría de sus ideales, de su austeridad y de su fe?

Cuando aparecieron los cristianos me imaginé que ellos se hallaban más cerca que nosotros de aquellas antiguas costumbres. Y me estremecí; pero seguí leyendo:

Arriba se despliega la cúpula excelsa; nosotras somos sus hijas; no obstante, me cabe a mí más gloria y más honor, porque soy el corazón y ellas los miembros, y del corazón sacan su fuerza el alma y el espíritu”.

Los cristianos se inclinaron en una sola reverencia, y mi padre les mandó alzarse con un gesto de los dedos. Lo vi destelleante y único como el sol.

Si mis hermanas son los signos del Zodíaco, en mí y no en ellas es donde el sol esplende” -decía, en efecto, la inscripción-.

Mi señor Yusuf, valido de Dios, me ha revestido con galas de honor y de honra incomparables.

Me convirtió en el Trono del Reino, cuya gloria custodian, por la luz, el Asiento y el Trono celestiales”.

La luz acariciaba y se multiplicaba en los brocados, se entretenía en los oros, se deslizaba sobre los marfiles. Los cristianos rebullían, desconcertados, en medio de aquel cuadro; pero sólo unos instantes, hasta que mi padre les dio permiso para hablar. Entonces las cabezas y los tocados de los cortesanos se ladearon, convergieron o se separaron entre bisbiseos.

De los cristianos únicamente dos llevaban barbas. Casi ninguno tendría más de treinta años. Por su tez clara, todos parecían rubios. Se habían vestido, para destacar menos, con lujosas ropas de tonos vivos. Sin embargo, se adivinaba bajo ellas el almidonamiento del que se encuentra incómodo; sonreí al descubrirlo. Detrás de los dos embajadores, me llamó la atención el dueño de unos ojos vivaces en un rostro armonioso, rodeado de una corta melena de color castaño.

Un muladí inició su tarea de trujamán. Yo di con cautela dos pasos para ver mejor el perfil de mi padre, concentrado y benigno al mismo tiempo, impenetrable y amistoso. Y comprendí que las monarquías son hereditarias porque se tarda mucho en aprender ciertos gestos; porque no se improvisa la majestad, sino que se lleva en la masa de la sangre. Traducía el muladí: mi padre había mandado sus embajadores a Sevilla para firmar una tregua; pero exigió que fuera reconocida su parigualdad con los reyes cristianos, y que la firma fuese de poder a poder, sin haberles otorgado autoridad para obligarse al pago de tributo ninguno.

Los embajadores presentes, encargados de confirmar las treguas ahora en Granada, reclamaban el cumplimiento de los antiguos compromisos de vasallaje y el pago de las parias atrasadas, e invitaban a mi padre a que en las nuevas cláusulas de paz constaran los tributos de sumisión correspondientes.

El discurso fue extenso y sinuoso. El orador no se atrevía a expresar con absoluta claridad lo que debía expresar. Con un fruncimiento de cejas, lo animaba el intérprete a dejarse de circunloquios en una corte donde los circunloquios eran la norma. Se escuchaba, impreciso, el murmullo de los comentarios cortesanos. Un asomo de sonrisa aleteó en la boca, carnosa y algo infantil aún, del dueño de los ojos vivaces. Su nariz y su frente eran ya adultas; pero su boca y su barbilla, no.

—¿Quién es? -le pregunté a El Maleh en un susurro.

Gonzalo Fernández de Córdoba -me contestó-: la esperanza cristiana.

Todo lo detuvo un parpadeo de mi padre, que suspendió a la concurrencia, e hizo trastabillar al trujamán. Apenas concluida la perorata, mi padre levantó con irresistible lentitud la cabeza. La corte entera se dispuso, cambiando de postura, a escuchar otro largo discurso de respuesta: un discurso más largo que el de los embajadores, en el que mi padre aplazara las treguas, escondiera su voluntad entre enjoyadas frases, se justificara, y agotase la atención de los oyentes para poder, con más facilidad, burlarlos. Sin embargo, mi padre, brillándole igual que ascuas los ojos verdinegros a los que tanto se asemejan los míos, sencillamente dijo:

Trasladad mi contestación a quienes os envían: ‘Han muerto ya los reyes de Granada que pagaban tributo; también han muerto los reyes de Castilla que los recibían’. Y añadid: ‘En las cecas en donde se acuñaba la moneda de las parias, se forjan hierros hoy para impedir que se sigan pagando’.

Ahora -agregó levantándose-, tened a bien, señores, aceptar mi hospitalidad.

Mediaba el mes de enero, y era el frío muy grande. Yo no lo había sentido en toda la mañana. Al final, casi sentí calor.

No bien transcurrió un mes desde la partida de los embajadores cuando mi padre convocó a los príncipes a la Sala del Consejo.

Cuando llegué yo con Benegas estaban ya reunidos los demás visires y los altos cargos de la cancillería. Con la mano y una sonrisa me saludó mi tío Abu Abdalá.

La única manera -comenzó mi padre, y me miraba- de que nos respeten los cristianos es demostrarles nuestra fuerza. Granada estuvo con frecuencia regida por sultanes blandos cuya pasión era disfrutar de todos los placeres con menor o mayor mesura, y hasta sin ella.

Hemos de probarles que esa parte de nuestra Historia ha concluido.

Como primera providencia, me propongo hacer un recuento de las tropas de que disponemos, y exhibirlas en un alarde que enorgullezca a nuestro pueblo. Porque temo que esté más convencido cada día de que asiste al ocaso andaluz.

Mandó abrir un mapa que se hallaba plegado delante de él, y prosiguió:

Me he ocupado de que nuestros castillos fronterizos se aprovisionen bien. Innumerables son las torres atalayas que avizoran los movimientos de los cristianos, que tanto las codician. Aquí veis los límites protegidos del Reino: por el Sur, desde Vera hasta Algeciras; por el Este, Guadix y Baza; por el Norte, las fortificaciones que lindan con Jaén y su territorio; por el Oeste, desde la Serranía de Ronda hasta el Estrecho. Por mi orden, se prenden en las torres vigías cada noche fogatas que alientan y reposan los ánimos de los vecinos al comprobar que su emir se desvela por ellos.

Mi voluntad es abrir una época en que, de la atolondrada defensiva con que hasta hoy nos hemos conformado, pasemos a una ofensiva que se lucre de las penosas circunstancias en que se desenvuelve el enemigo.

De ahí que, para hacer visible mi decisión, proponga ese alarde grandioso -se plegaron sus párpados; no se puede decir que sonriera-. Sin ocultaros que tal exhibición y su gran costo justificará ante el pueblo los nuevos impuestos que preveo y que la coyuntura legitima.

Desoyendo la última frase, intervino mi tío:

—¿No será muy expuesto concentrar en Granada los ejércitos?

La ciudad rebosa de espías que, al mismo tiempo que nuestro poderío, transmitirán la debilitación de la frontera durante los desfiles.

El alarde se hará en fechas sucesivas, y no desguarneceremos ninguna plaza totalmente. Se realizará, y os lo comunico para que así lo dispongáis, en el primer mes del nuevo año. Mientras dure, será fiesta en Granada. Se admitirá en ella a los habitantes de los pueblos cercanos, y los demás gozarán de turnos y de festividades. Se habilitarán fondas y mezquitas. Desde los extremos del Reino concurrirá lo más selecto y bravo de nuestras huestes. Y, en la Puerta de los Pozos, yo presidiré cada mañana los desfiles -su rostro brillaba y parecía haber aumentado su estatura-; saludaré a mis generales y a mis soldados, y seré saludado con fervor por ellos.

Nos reconoceremos todos y nos abrazaremos. El contagio de nuestro calor y nuestra fraternidad entusiasmará al pueblo. Y nos bendecirá Dios, puesto que somos los paladines de la fe.

Desde ese mismo día se iniciaron los preparativos. Se dispuso un estrado con escalones en la Puerta Algodor, no lejos del campo donde los caballeros jugaban a la tabla y a la sortija. La población heterogénea de los zocos, que es la primera en reunirse cuando hay una festividad entre nosotros, comenzó a subir las laderas de la Sabica: vendedores ambulantes, prestidigitadores, narradores de historias, equilibristas, mendigos, domadores de animales, encantadores de serpientes, ciegos y lisiados verdaderos o falsos con sus escoltas infantiles, casamenteros, dueños de garañones para cubrir las yeguas, todo el mundo abigarrado e innumerable que se había tratado de reducir a la alcaicería o al zacatín de la ciudad.

Hasta nuestras habitaciones de la Alhambra ascendía, desde el amanecer, el sordo ruido del gentío que aumentaba cada mañana. Allí mismo, de día en día más cerca, se rezaban las oraciones, se verificaban los contratos, se administraba justicia, e incluso se impartían las clases de la madraza. Y mi padre, antes del mediodía, comparecía ante el pueblo en el pabellón construido por los alarifes, y nos hacía comparecer a nosotros para que el gentío conociera y se acostumbrara a sus jóvenes príncipes.

Yo, por las tardes, me acercaba a la Puerta de los Pozos, a menudo con mi tío, que meneaba dubitativo la cabeza ante el batiburrillo alborotado y vociferante en que la celebración se concretaba.

Apoyaba su mano sobre mi brazo o sobre mi hombro: yo había crecido y era casi tan alto como él. A su cargo se hallaban entonces las tropas mercenarias, ya decaídas, pero que fueron durante mucho tiempo el sostén -y el peligro- del Reino. Al principio se redujeron a los Voluntarios de la Fe; luego se acrecentaron con los rebeldes y los descontentos de los sultanes africanos: gente tosca, altanera, permanentemente descontentadiza y muy propensa a asonadas y a pronunciamientos. Su comandante había de ser esencialmente fiel; mi tío resultaba el más idóneo con creces.

(Yo oscilaba entre admirarlo más por su gallardía y su valor, o por su fidelidad.) A esos turbios soldados los cristianos solían llamarlos los gomeres, y ellos dieron su nombre al palacio de las recepciones.

El ejército de los andaluces -desde el Algarve a la Ajarquía habían acudido todos a la convocatoria del emir- inauguró, con su animación y su gracia de siempre, la primera jornada del alarde. A su cabeza, Aliatar, el alcaide de Loja, el anciano más garrido y más amado del Reino, el padre de Moraima, que había de ser mi esposa y yo aún no conocía. Lo recuerdo a caballo, erecto lo mismo que un alminar, arrogante y de blanco, besuqueándole el viento el rapacejo de su almaizar. Se aproximó al estrado. Mi padre, sobre un caballo negro azabache, ante tres alazanes de respeto que sostenían por la brida tres esclavos negros, le dio la bienvenida con los ojos.

Aliatar se inclinó para besarle la rodilla. Mi padre lo contuvo y lo abrazó con gesto cariñoso.

El ejército estaba al mando de los amires o generales, que conducían las grandes banderas, cuyo contingente era de cinco mil soldados. Bajo ellos, los caídes, que mandaban las pequeñas banderas, de mil hombres cada una; después, los estandartes, de doscientos hombres; las banderolas, de cuarenta, y los banderines, de ocho cada uno. Las telas de colores brillantes cantaban y gallardeaban con la brisa.

La multitud vitoreaba a los caballeros, excitada y contenta de pertenecer a un reino que poseía tan hermosos caballos, tan ágiles jinetes y tan disciplinadas compañías. Los caballeros andaluces procedían de las distintas ciudades y, dentro de ellas, de barrios o de tribus diferentes, cada cual con su enseña y sus guiones. Sus paisanos eran los fervorosos cantores de sus glorias, los incesantes ponderadores de sus méritos, y apostaban con los de otros lugares a quién correspondería la mayor perfección en el desfile.

Tras los andaluces, la mezcolanza de pasos, teces y músicas de los gomeres. Después, la guardia personal del sultán, la más rígida y respetada de las formaciones, constituida por renegados de origen cristiano, con túnicas blancas y capotes negros. Y detrás de ella, los monjes guerreros, que habitaban en ermitas fronterizas, o en morabitos dedicados a algún santo o un mártir. Los asistentes enmudecieron ante su aire huraño, su aspecto descuidado y polvoriento, el fanático brillo de sus ojos, y el modo desatento y soberbio con que gobernaban sus cabalgaduras...

Junto a mi tío, que me daba noticia de las hazañas de cada cual, de la tribu a que pertenecía y de la gloria de sus antepasados, yo los unía a todos dentro de mí con lazos casi de sangre, como una familia construida por el compañerismo y la admiración mutua.

No sólo se acrecentaba cada mañana la multitud de los espectadores, sino que parecía acrecentarse la de los que habían de desfilar ese mismo día o en otros sucesivos.

En cada grupo rompía primero la caballería pesada o de línea; después, la ligera; luego, la infantería de ordenanza, seguida por los espingarderos, en proporción de uno por cada diez lanzas, y por los carros que transportaban la artillería gruesa y la menuda.

ése es el secreto de la victoria en las guerras futuras -decía mi tío-, pero tu padre se inclina más hacia lo más vistoso: la caballería, las trompetas, los atabales, los infantes. O sea, por el alarde. Ahí está, y es preciso, qué le vamos a hacer.

Cada grupo lo cerraban los cautivos que empujaban arietes, catapultas, manteletes y castillos de asalto. Y era tal el conglomerado de ropas, banderas, lienzos, capas ondulantes, marchas y armamentos, que yo, que nunca había soñado, soñaba cada noche con ellos, un poco borracho por el olor de los aceites fritos, los pregones, las risas, las peleas, y el permanente hervidero bullicioso que trepaba por las faldas de la Sabica hasta estrellarse contra los muros de la Alhambra.

Mi madre, que había asistido los primeros días provocando la fogosidad de espectadores y soldados, dejó de asistir luego con la excusa de que el embrollo que rodeaba al alarde le producía dolor de cabeza. Supongo que en realidad fue porque comenzó a aparecer en el estrado, a pesar de su notable embarazo -o quizá por él-, Soraya, cuya belleza y cuyo vientre fascinaron al pueblo, tan tornadizo. Y también influyó que a mi madre, como a mi tío, le interesaba más, en cuestiones de guerra, la eficacia que la exhibición, y el espectáculo que se nos ofrecía lo consideraba tan bello como inútil.

El pueblo, mucho más numeroso que de costumbre en la ciudad, entregado a su propio desenfreno, y aflojadas por no descontentarlo las riendas de su policía, empezó a cometer desmanes más abundantes cada día y más graves. Las reyertas entre gentes bebidas, el aprovechamiento de las aglomeraciones para hurtar las bolsas, y del abandono de las casas para robar los ajuares, la falta de respeto por las leyes y las fidelidades del mercado en medidas y en pesos, hicieron que el almotacén tuviera que prodigarse a todas horas, ampliando tanto sus dependencias como sus atribuciones. Y a tal extremo llegaron los desórdenes, las cuchilladas, los desafueros, las embriagueces y las quejas de los faquíes y de los imanes, que hubo mi padre de volver sobre sus propias decisiones, y abreviar decepcionado los desfiles. Señaló el 25 de abril como el último día, y, por tanto, el más concurrido y el que había de resumir el alarde completo y la comparecencia de todas las representaciones.

No lo olvidaré nunca. A medida que concluían su desfile, los generales y altos jefes permanecían en el estrado presenciando los desfiles siguientes. Era azul la mañana y radiante. Una suave brisa, que provenía de la sierra, apenas refrescaba el calor que se iba apoderando del campo. Los esclavos batían mosqueadores de seda sobre las personalidades, tanto para espantar las moscas cuanto para aliviarnos del polvo y de un cierto bochorno que se insinuaba.

La muchedumbre era inmensa. El mediodía espejeaba en las bruñidas armaduras, en las sobrevestes de gala, en los paramentos de los corceles, en las primorosas espadas y lanzas y adargas labradas con ataujías de oro y plata. En ese instante pasaba ante nosotros la milicia de Baza. Rememoré los versos de Ibn al Yayab para una Fiesta de los Sacrificios:

Es como si los brillos de las espadas fuesen relámpagos y los relinchos de los caballos fuesen truenos”.

Nunca lo hubiese hecho: una menuda nube, que por momentos velaba afortunadamente al sol, se hinchó de repente, se ennegreció, y, sin darnos tiempo a considerar qué sucedía, el aire se convirtió en agua. Una lluvia espesa, clamorosa, sombría y despiadada se desplomó sobre nosotros. En un momento todo fue barro, resbalones, caídas, atropellos, desbandadas.

Las sombrillas dispuestas para cobijarnos del sol, no nos protegían de las cataratas que descendían del cielo. Los funcionarios encargados del protocolo se ocuparon, mal que bien, de que el sultán y las concubinas fuesen puestos bajo techado lo más pronto posible. Tras el desconcierto que siguió a las risas y bromas y blasfemias con que el chaparrón fue recibido, la gente comenzó a percibir su seriedad. Se escuchaban gritos de las madres separadas de sus hijos, el llanto acobardado de los niños, la ira de los vendedores que trataban de recoger sus mercancías, los alaridos de los pisoteados por quienes escapaban, la impotencia de todos. Casi en seguida empezó a subir desde el Genil el ensordecedor tumulto de las aguas. Las barreras, que se habían instalado para proteger de los caballos a la multitud, fueron arrastradas y asestadas por las aguas como un arma mortal. Se veían cuerpos inanimados, animales ahogados, ropas sueltas, babuchas, caballos sin jinete, jinetes desmontados por sus corceles, y una turba enloquecida y desbocada que buscaba ya sólo su propia salvación como en la más cruel de las derrotas, pasando por encima de ancianos, de mujeres, de niños, de bienes y destrozos. El gentío que ocupaba las zonas más altas intentaba bajar a sus hogares, y el que estaba abajo intentaba subir, ante la crecida de las aguas, a los puntos más elevados, con lo que se suscitaban sangrientos conflictos, en una lucha descarnada y pavorosa por la supervivencia. La avenida desbordó el Darro en la ciudad, y su impetuosa corriente arrasó casas, tiendas, mezquitas, las alhóndigas que se le oponían. Se derrumbaron los edificios más sólidos, y de los puentes no quedó sino el arranque de los arcos. Los árboles desarraigados se apilaron cegando la luz del puente mayor, y, contrariado el furor de las aguas, éstas invadieron barrios, comercios y viviendas. La tromba arrasó los cementerios, deshizo tumbas, desenterró cadáveres. Entre truenos, relámpagos y rayos, naufragaba Granada bajo una maldición indescriptible...

Hasta que Dios, compadecido de ella y de sus moradores, abrió paso a las aguas destructoras por cauces, calles y puentes, y las forzó a salir fuera de las murallas. Al día siguiente, amainadas las asesinas, se contaron los daños incontables. La avenida sobrepasó los tejados de las casas de la ribera. Miles de familias habían perdido padres, hijos, hogares y parientes. La riada y la lluvia habían inundado y destruido cuanto se interponía en su camino, y anegado la Gran Mezquita, las calles del comercio, la alcaicería, los zocos de los herreros, de los silleros, de los joyeros, de los alcorqueros. El río había asolado almunias, alquerías y almazaras.

Todo se había perdido. Todo era desolación y escombros. La ciudad aparecía engullida y hecha trizas por la catástrofe; el luto se había instalado como un sultán siniestro sobre ella. En los aires ya límpidos se cernían, formando negras coronas, las aves carroñeras.

Yo, sin embargo, guardo de aquel día un recuerdo muy especial.

Cegado por las cortinas de agua, después de haber tratado de localizar a mi tío y a mis hermanastros, separado a empellones de Yusuf, desperdigada toda la familia real como un terrón de azúcar que se deslíe en un vaso de líquido, corrí sin saber hacia dónde, y, en lugar de introducirme como hicieron los otros en el recinto de la Alhambra a través de la Puerta de los Pozos, me forzaron a descender camino de la Explanada, y, presionado por la gente que chocaba entre sí, fui conducido hacia el barrio de los mauritanos, o quizá hacia el de los antequeranos.

Avanzaba sin poner los pies en el suelo, y, en un momento en que se descongestionó algo la multitud, me vi extraviado por unas callejuelas tortuosas que nunca había recorrido antes. Escuchaba los alaridos del pueblo que, desdichado y anónimo, tropezaba conmigo sin hacerme caso, y, al volverme para tratar de orientarme por las torres de la Alhambra, que desde aquel lugar no divisaba, choqué contra alguien que me pareció una muchacha muy joven.

El cielo estaba de color alquitrán, y era como de noche. Vi su cara a la luz de un relámpago, o vi sus ojos sólo. El trueno que siguió fue tan aterrador que la muchacha se lanzó a mis brazos. Yo la apreté contra mí porque era el primer ser humano no hostil, el primer ser individualizado que sentía desde que comenzó el diluvio. Permanecimos unos instantes -los interminables que duró el trueno- abrazados. El agua, que nos llegaba hasta las rodillas, nos empujaba calle abajo. Ella tiró de mí. Me hizo entrar en una casa unos pasos más allá, en la misma dirección de la corriente. Yo, descalzo, deduje que atravesaba un zaguán terrizo, un patio oscuro hacia la izquierda y el arranque de una escalera muy pina y muy estrecha, por la que subimos. Llegamos a un mirador, o a un palomar.

No se veía: la falta de luz y las aguas torrenciales lo impedían. La mujer se dejó caer al suelo, y yo, tanto por agotamiento cuanto por no estar de pie en la tiniebla, también. Casi caí sobre ella. Olía a especias y despedía calor. Imaginé que de sus ropas brotaba un vapor tenue. Se oyó un aleteo de palomas azoradas. Yo pensé: ‘Todos somos palomas azoradas’. La muchacha, temblorosa, me oprimió con fuerza, o mejor, se oprimió contra mí, y luego inesperadamente me besó con voracidad, como si le fuera en ello la vida. Los labios, las mejillas, los ojos, la nuca. Sus manos recorrían mi cuerpo; se clavaban en mi carne sus dedos. Tuve la intención de levantarme y huir, pero ¿adónde? El agua chapoteaba en el tejado; se vertía igual que una cascada entre los postes que lo sostenían. La muchacha se incorporó, desbarató lo poco que sin desbaratar quedaba de mis vestidos, metió mi pene dentro de su boca, y, con un gesto brusco, colocó mis manos sobre sus pechos, que eran menudos y duros. Yo pensé: ‘Son como palomas azoradas’. Entendí que su actitud era una rabiosa reconciliación con la vida, o acaso un adiós, en medio de la catástrofe cuyas verdaderas proporciones ignorábamos. Y, al entenderlo, me pareció que todo el descabalo de fuera pudo haber sido provocado para producir aquel encuentro. La muchacha y yo no habíamos hablado.

Yo desconocía su condición, su raza, su nombre, sus facciones y su voz. Desconocía en qué casa estábamos, y si saldríamos vivos de ella. De momento, la vida se desperezaba y abultaba entre mis piernas. Y dejé de pensar. Cuando entré en la muchacha -no había entrado en ninguna mujer hasta entonces- ella gritó. Su grito me hizo recuperar la conciencia y retroceder; pero ella, con un golpe de caderas, se confundió conmigo.

Después de haber poseído el suyo, se abandonó mi cuerpo al cansancio no sé por cuánto tiempo. Escuché, como si fuese lejos, un crujir de maderas. El extremo más distante del tejado se desbarató, y la lluvia inundó el lugar en el que yacíamos. A la muchacha y a mí nada nos importaba. Yo me hallaba en la más ardiente de las vigilias, y soñoliento, no obstante. Todo me resultaba irreal y tangible. Giré mi cuerpo, que en cierta forma parecía haberse desprendido de mí, y volví a poseerla. Oía su jadeo, ¿o era mi jadeo el que oía? Me había desinteresado del mundo, de las calamidades, de los gritos que se elevaban mojados desde la calle.

Cuanto hasta entonces me definía era improbable, remoto y sin sentido; me había olvidado de todo -padre, madre, alarde, ejércitos, Granada-, menos de aquel presente, apremiante y cálido, reducido al cuerpo de una muchacha que se bebía y devoraba el mío una vez y otra vez. Era como si estuviésemos solos en una barca en medio de la mar. Amenazados por la desaparición y por la muerte, nos había asaltado la recíproca urgencia de gozar. No éramos sino dos náufragos que se amparaban uno en otro, y se reconocían dándose placer. Por las gateras quizá, o por las piqueras bajas de las palomas, se achicaba el agua casi insensiblemente. Una luminosidad amarillenta comenzó a dejar ver aquel lugar inverosímil. Adiviné el cuerpo que acezaba junto al mío. Me pareció el de una niña, pero, sin saber por qué, comprendí que no lo era. Casi con crueldad, lo poseí de nuevo.

Después, exhausto, debí quedarme un momento dormido. Entre sueños seguí oyendo el furor de la lluvia.

Luego, en un duermevela, percibí que amainaba. La disminución del estruendo casi me despertó. Alargué la mano para acariciar el suave cuerpo de la mujer, pero no estaba.

Su ausencia me despertó del todo.

Me senté en el suelo y no vi a nadie. Por un instante, dudé de que alguien hubiese estado allí conmigo. Más tarde, muchas veces, he pensado que no. Me levanté tambaleándome. La lluvia había cesado.

A partir de aquel desastre todo cambió en Granada. El pueblo, por sí mismo y por sus imanes, se convenció de que lo sucedido era un castigo con el que Dios había sancionado la soberbia de mi padre.

El propósito de éste, que no era sino el de deslumbrar a sus súbditos en vista de los impuestos y de las campañas del próximo verano, fracasó. Hubieron de aumentarse, con otra finalidad muy distinta, los tributos, y reducirse las pagas. La reconstrucción de lo destruido ocupó la atención de todos.

El pasado le pudo al porvenir: las muertes habían sido demasiado abundantes. La ciudad entera se sintió descontenta y sin ánimo. Los militares profesionales tuvieron que vender sus armas, y hasta sus caballos, para poder comer. Los astrólogos y los adivinos deducían los más negros presagios. Una sombra de desaliento y de pesimismo se extendía alrededor de la Sabica, de colina en colina. La tempestad, a la vez que el alarde, se llevó tras de sí las ilusiones y las esperanzas. Y mi padre, incapaz de reaccionar y sin fuerzas para resarcirse del infortunio, se deslizó por una cuesta abajo que le arrastraba hacia la perdición.

ése fue el momento que aprovechó Soraya para imponer su dominio. Ella se convirtió en la única criatura que continuó tratando a mi padre sin recriminaciones, ni tácitas ni expresas. Lo agasajaba y fingía venerarlo como el hombre fuerte que había sido. Abul Kasim Benegas y ella llegaron a un acuerdo. Mi padre, salvo momentos esporádicos, más espaciados cada vez, abandonó el gobierno en manos del visir, y se refugió en los brazos de la favorita, que ya le había dado su tercer hijo. Cada día Soraya le arrancaba un nuevo privilegio a costa de mi madre; cada día, un nuevo bien para sus descendientes. La prosperidad de un súbdito dependía del grado de amistad o de sumisión que lo ligase con el visir o con la joven sultana. Los personajes de la corte medraban o se hundían según su devoción a ambos omnipotentes. Y ante tal situación, agravada por el recuerdo del pasado, nada tenía trascendencia: era fugaz la vida, y el presente nuestro único bien. Yo rememoraba la enajenada avidez que me había asaltado en aquel palomar la tarde misma de la aniquilación.

Para mi madre era la hora de su venganza: cuanto antes se produjera el resentimiento y el hastío del pueblo, antes se produciría su rebelión. Por eso espoleaba las locuras de mi padre y soliviantaba a los insatisfechos. Y decidió entretanto casarme con Moraima para poner de nuestra parte -de su parte- al honrado Aliatar.

Voy a contar algo que, cuando comencé a escribir estos papeles, me propuse silenciar. Si mi designio es contradecir las mentiras ajenas, he de decir la verdad en lo que a mí me afecta.

Desde la desgracia del gran alarde hasta la toma de Alhama todo es confuso para mí; porque yo mismo estaba confuso. Fue cuando me enamoré por vez primera, si es que aquello era amor, o si es que ha habido otra, o si es que uno no se enamora siempre por primera vez.

No tuve suerte, ni creo que sea una suerte enamorarse. En el amor hay siempre un amo y un esclavo, y, cuando el amor subvierte las posiciones de la realidad, todo lleva más de prisa al fracaso. Ahora sé que la vida no es esto, ni aquello; ni mi vida, ni la de otro cualquiera, sino un todo, y cada uno ha de responder de ese todo, que es lo que la hace avanzar. Sin embargo, entonces yo sólo tenía ojos para mi amor. Los tenía vueltos hacia el interior, de modo que me era imposible fijarlos en otro sitio que en mi propia herida por la que respiraba, y los avatares del Reino, tan decisivos de lo que vino luego, no conseguían despegármelos de allí. Porque, cuando uno ha llegado al amor, bueno o malo, y ha bebido y jugado con él, y ha sido acribillado por él, y alguna vez se ha reído, por sorpresa, mientras convivía, ¿adónde ha de mirar?

Hoy no estoy ya seguro de que el tiempo transcurra y de que no seamos nosotros los que en él nos movemos con torpeza. Quizá me conviene pensar así, no sé. Hay momentos que, si se intenta repetirlos o volverlos a gozar y sufrir, aunque sea sólo en el recuerdo, desaparecen por completo como si no hubieran existido jamás. Mientras vivimos el presente no lo percibimos. Igual que, si miramos un rostro desde demasiado cerca, no podemos abarcarlo entero: vemos arrugas que de lejos no veríamos, o el matizado color de los ojos, o la implantación de las cejas, o el sabroso alabeo de unos labios; pero ¿es eso un rostro? Es preciso que el presente se transforme en pasado y que nos distanciemos de él para entenderlo. Y entonces ya no existe: es sólo una turbia fuente de recuerdos, una baldía tentativa de resucitar lo que murió. (Lo que murió quizá con la esperanza de que nosotros, al evocarlo, estemos también muertos.) Pienso si la muerte no será un largo día de hoy construido con todos los días pasados, con todos los antiguos días ya inmóviles, ya explicables, y ordenados igual que en un tapiz los hilos, cada uno por fin en su lugar.

Si hoy presto oídos, escucho una música que viene de muy lejos, del pasado también, de cuanto ha muerto, de horas y signos distintos a los de hoy, y de otras vidas.

Quizá la nuestra -y nosotros mismos no somos otra cosa que ella- no sea más que tal música. Porque todos fuimos alguna vez mejores, o más felices y más dignos. No obstante, toda música cesa. Hasta en nuestro recuerdo toda música cesa.

¿De dónde surgió aquel extraño sentimiento? ¿Por qué me aguardaba, agazapado tras los mirtos, aquel día de mayo? Se asegura que mayo es el mes del amor; yo no conozco un mes que no lo sea. El amor, aunque yo tardé mucho en darle nombre, se derramó como un perfume por mi vida, llenando días, meses, años, de su olor; impregnando cada pliegue de mi ropa, cada sonrisa, cada tristeza mía; tiñéndolo todo con sus tonos de flor o de llaga; apartándome y desinteresándome de cuanto no fuera él; transtornando las perspectivas y las formas; convirtiendo en esclavo al amo y viceversa. Porque cada amor -luego lo he aprendido- trae su propia dicha; pero a la pesadumbre de un amor se añaden las pesadumbres de todos los amores.

Qué injusto es eso. Las heridas cicatrizadas vuelven siempre, despacito, a sangrar. Y aquel primer amor no ha dejado de dolerme todavía.

De la nada brotó, de una tranquila noche. áFue en la galería más próxima a la última habitación del palacio de Yusuf III que vi al irme para siempre de Granada mucho más tarde. De la nada brotó, de una mañana clara. ¿Quién podría decir el instante preciso en que empieza a tramar sus telas de araña el destino? Alguien se cruzó conmigo cerca de aquella habitación. Primero oí una voz, no limpia ni totalmente hermosa. Lo que la valoraba era que, dentro de ella, se desplegaba algo, igual que un ala que aún no ha empezado a levantar el vuelo y ya está el vuelo en ella. Oí la voz. Cantaba:

Los secretos del amor sólo están en la mirada.

Unos bellos ojos ves que un hechicero creó, y, cuando se van, se llevan tu razón y tu dominio.

Tu corazón has de ver maniatado y en prisión”.

Cantaba un muchacho, al que el bozo aún no le sombreaba las mejillas. Me sonreía desde el otro lado de la alberca. Inclinó la cabeza en una reverencia, y, cuando iba a dejar de verlo porque continuaba mi camino, cortó un tallo de jazmín y se lo puso entre los dientes. No pasó nada más.

El empobrecimiento y la agitación del Reino aumentaban sin cesar. Se recibían noticias de que los abencerrajes se conjuraban contra mi padre en los territorios cristianos. No había tarde en que mi madre no me enviara, desde su casa del Albayzín, alguna queja contra la favorita.

Tu herencia está en el aire.

Si no obras con rapidez y audacia, el trono lo ocupará un hijo de esa renegada. No puedes tolerarlo. Y, en el caso de que puedas tú, yo no lo haré.

Subía hasta la Alhambra -incluso yo, absorto en mis lecturas, lo escuchaba- un desasosegado rumor de algarada. Pero, como siempre que sucede algo culminante en mi vida, yo estaba distraído en otra cosa; esa vez, como quien ha enfermado sin saberlo. Tardé bastante en reparar con cuánta frecuencia venían a mi memoria los ojos del muchacho cantor y su gesto al morder el tallo del jazmín.

Comencé a escribir poemas que -eso creía yo- lo tomaban sólo como pretexto. Escribía encima las cansinas falsillas de los versos académicos y nada humanos de nuestra poesía, en la que los poetas se manifiestan desentendidos de lo que hacen, igual que rutinarias bordadoras. ‘Grandes sucesos -pensaba yo- ocurren a su alrededor (asesinatos, adulterios, muertes de amor, guerras, espantosas venganzas), y los poetas se limitan a hablar de narcisos, de jacintos y rosas’. E incurriendo en el mismo defecto que ellos, mientras crujían los cimientos del trono, inspirado por un pobre muchacho, yo escribía poemas.

Sólo pasado el tiempo me di cuenta de que los escribía con el jugo agridulce de mi corazón.

Durante el mes de junio vino de Almería Husayn. Desde aquella noche en su casa, tan desigual para los dos, había mantenido con él un trato muy somero. Ahora ascendía en una rápida carrera de secretario. Dio una fiesta para Yusuf y para mí. Yo comprendí que nos halagaba como hijos del sultán, y que sus atenciones eran bastardas; pero fui. En aquella zambra cantó, entre otros, el muchacho al que yo dedicaba mis versos; sin embargo, me pareció inferior al objeto de ellos, como les acaece a menudo a los poetas vanidosos. Lo encontré vulgar y gris. Ni sus ojos eran tan grandes, ni su mejilla tan florida. No cesaba de sonreír, y al parecer contaba con la simpatía de todos. Comprobé que su voz había perdido la nitidez de las voces infantiles, y aún no estaba afirmada. Sin duda, eso fue lo que me produjo la impresión de falta de limpieza cuando lo oí junto a la alberca.

Canta como una gallina clueca -comenté-. ¿Quién es?

Ya lo conoces -me repuso Husayn-. Es Jalib, el que cantó la noche en que se inició nuestra amistad. Entonces era un niño.

Ahora ha abandonado la fragua de su padre, y canta por las fiestas de la corte. Me extraña que no hayáis coincidido -y, con cierta malicia, agregó-, ¿o sí habéis coincidido? Parece que te mira de un modo algo especial.

Ni he coincidido -contesté heladamente-, ni me gustaría coincidir. ¿Cómo has dicho que se llama?

Jalib.

Pues dile a Jalib que se calle. Mejor hará llenando nuestras copas. -Sentía una sorda e injustificada irritación contra el muchacho que iba de fiesta en fiesta, y no logré disimularla-.

Es provocativo y engreído. A la gente que sólo sirve para divertirnos hay que ponerla en su lugar.

—¿Y cuál es su lugar? -me preguntó riendo Husayn.

El muchacho concluyó de cantar:

Si vieras cómo es de guapo el mozuelo que yo quiero.

Tiene unas largas pestañas semejantes a saetas, y, en los labios, una rosa; pero no alargues la mano: con la boca hay que cortarla”.

Se acercó jovialmente a servirnos con una jarra de cristal.

Noté un vacío en el pecho: el aire me faltaba. Tendí mi copa mirando hacia otro lado, desdén que cortó la rosa y la sonrisa de su cara.

Para volver a cantar -le advertí-, deja pasar un par de años.

Ahora no tienes ya la voz de niño, y todavía no la tienes de hombre.

Como mandes, señor. No volveré a cantar hasta que tú lo mandes.

Al verter el vino, había salpicado la mesa.

Has manchado el mantel.

El vino derramado es presagio de alegría -murmuró, y su sonrisa renació en la comisura de los labios, curvados hacia arriba con delicada gracia.

Un criado ha de servir el vino, no la alegría de los invitados.

‘¿De qué me estoy defendiendo, y tan mal?’, me preguntaba.

Le reclamaron de otro grupo, y se alejó en silencio. Bromeaban con él, lo acariciaban. Era muy querido por todos, según pude observar. él repartía besos con gentileza, amable y dadivoso de sí mismo. Sentí una punzada que no había sentido nunca antes, y una devastadora ira también. No era amor, desde luego. ¿O era amor?

Los días y las noches se acumularon sobre mí sin otro propósito que el inexplicable de encontrarme de nuevo con el joven cantor, o copero, o lo que fuese. Se deslizaban en torno mío los acontecimientos sin dejar huella, ni rozarme apenas. Yo quería encontrarme con Jalib, pero sin provocar el encuentro, sin confesarme siquiera a mí mismo que lo deseaba más que ninguna otra cosa. Fingí que me olvidaba de él y de su nombre: qué difícil de engañar es uno mismo; porque iba a todas las fiestas a que se me invitaba con la recóndita intención de verlo. Entretanto, mi madre insistía en sus advertencias cada vez más ominosas, y me reprochaba que disipase mi tiempo -’igual que tu padre’- en músicas y zambras. Nuestras tropas sufrieron la derrota de Montecorto, que ensombreció aún más a los habitantes de Granada; sin embargo, los rondeños lo habían recuperado, lo cual alegró a todos menos a mí, que procuraba olvidar a Jalib, y por momentos lo conseguía, o al menos de eso intentaba convencerme; pero me recordaba con demasiada frecuencia que debía olvidarlo. Pronto el capitán Ponce de León se vengó de los rondeños destruyéndoles la torre del Mercadillo, cosa que echó por tierra, con la torre, la leyenda de inexpugnabilidad de Ronda. Lo irrompible ya se resquebrajaba.

Mi boda con Moraima me ayudó a separarme de las fiestas y me concentró en ella. Yo me di por curado; canté victoria demasiado pronto. Mi madre se desesperaba entre las ‘locuras sexuales’ de mi padre y las mías.

Si alcanzo a saber hasta qué punto ibas a enamorarte de Moraima, nunca hubiese consentido en tal boda. Los nazaríes de Granada tienen que pasarse la vida mirando al enemigo. Ya que tu padre ha perdido la vergüenza, hazte tú con el trono. Nuestros súbditos quieren ser protegidos, no desdeñados.

Sus espías le traían noticias muy graves, algunas de las cuales pasaban al dominio común. La tregua llegó a su fin, y se avecinaban los peores años desde hacía mucho tiempo. El poder de los cristianos se afirmaba: la guerra con Portugal terminó con el tratado de Alca&obas por el que se reconoció a Isabel reina de Castilla; murió el padre de don Fernando, lo que le convirtió en rey de Aragón; sus fuerzas, reunidas, eran capaces de producirnos un daño irreparable; y los nobles dueños de las tierras que nos rodean, al percibir la autoridad creciente de la corona, se sometieron y se vincularon a ella. Había terminado, pues, el tiempo en que los señores, divididos, nos permitían hacernos ilusiones. Nada tenía remedio, y todos lo sabíamos.

Los informes recibidos por mi madre ennegrecían aún más la situación. Según ellos, el Papa de Roma, supremo poder de los cristianos, había remitido a los reyes de Castilla y de Aragón la orden de terminar con nosotros. Agobiado por el poder amenazador del Gran Turco al otro lado del Mediterráneo, quería que acabase de una vez la amenaza continua -tan débil, no obstante- de Granada, que, aliada con los africanos, podía constituir otro peligro en el extremo occidental.

No me da la gana verme como una nuez dentro de un cascanueces’, les había dicho.

Por otra parte, el designio del rey Fernando y el procedimiento que iba a emplear quedaron al descubierto. Años atrás, cuando él era aún heredero de Aragón, prometió ayuda para conquistar el trono de Granada al príncipe de Almería Ibn Salim Ben Ibrahim al Nagar que, por ser hijo de Yusuf Iv tenía a mi rama por usurpadora. Era un pleito latente, que la astucia del cristiano pretendía resucitar para salir ganancioso de nuestras disidencias. Con la ayuda cristiana, los señores de Almería, padre e hijo -el príncipe Yaya-, se comprometían a reverdecer sus aspiraciones al trono de Granada y a lanzarse a una lucha fratricida contra nosotros. En cambio, se reconocerían vasallos de Castilla, y, como contraprestación a los recursos suministrados, entregaban la ciudad de Almería.

Para cubrir las apariencias ante sus súbditos, los reyes cristianos habían de simular un bloqueo por mar y un ataque por tierra a la ciudad. No sé por qué, de lo que me contaba mi madre deduje que Husayn no era ajeno a este enredo.

Ignoraba -y no quería aclararlosi estaba del lado de Ibn Salim o del nuestro, o acaso del de nadie que no fuese él mismo; pero presumía que era él quien le suministró la noticia de estos pactos secretos a mi madre, que parecía tenerlo en gran estima y que continuamente me recomendaba su amistad y su ejemplo. Supongo que yo, para ella, resultaba demasiado poco ambicioso y demasiado desentendido de lo que en torno mío se fraguaba. Y así era: yo veía la vida como desde el centro de un torrente, distorsionada y girando a mi alrededor; absorto en lo mío, sin que me quedaran ojos para lo que, lejos de mí, ocurría. Yo era el protagonista de mi vida (o eso juzgaba, lo fuese o no; ahora pienso que no lo era en absoluto, como nadie lo es), y no veía a los demás -ni siquiera a Jalib, para mi desgracia-, ni sus ideas, ni sus preocupaciones, sino a través de las mías. Es decir, me hallaba separado del mundo por un cristal oscuro, que era mi obsesión enfermiza por Jalib.

Aún hoy me cuesta trabajo convencerme de que una y otra cosa fueron reales: yo era la diana de las ilusiones y los odios ajenos, y se me erigía en la esperanza del Reino, siendo así que perdía, cada vez con mayor celeridad, mi propia esperanza.

La situación está planteada con mayor evidencia que nunca -repetía mi madre-. En la historia de la Dinastía nunca se ha alcanzado tal límite. Tu padre se enreda más y más en los brazos de la ramera; ella da por descontado que un hijo suyo lo heredará; en Granada se respira el aire de la sublevación: yo tengo muy hecha a ese olor la nariz. El trono lo tendrá que ocupar alguien que pese de veras sobre él. O lo ocupas tú ahora, o lo conquistarán los de Almería. O acaso se anticipe, contra ti y contra ellos y contra los cristianos, tu tío Abu Abdalá.

Eso es quizá lo mejor que podría sucederle a Granada. Tú misma has dicho que sería un buen rey.

Lo sería; pero aquí estoy yo para impedirlo. Es mi sangre la que tiene que reinar en Granada.

No quiero volver a oírte, ni en broma, esa majadería.

No sabía ella hasta qué punto hablaba en serio yo.

Finalmente, una noche, entre los asistentes a una zambra, descubrí a Jalib. Había crecido.

Estaba más moreno que la última vez. Retrocedí de pronto todo lo que por la senda del olvido había adelantado. Hube de ocultar un temblor que me sacudió de arriba abajo. Me castañeteaban los dientes. Cuando me serené, me hice el encontradizo con él.

Hace tiempo que no te veía.

¿O me equivoco?

Estuve en Almería, señor.

Con Husayn.

Sí, señor.

—¿Qué tienes tú con él?

Nada, señor; pero, como te disgusto, él me invitó a su casa.

—¿Me disgustas? -pregunté en un sollozo-. Tengo que verte a solas.

—¿Para qué, señor? -me sonreía-. ¿Para continuar riñéndome?

Lo llevé cerca de un quiosco en medio del jardín. Sin darle explicaciones, lo besé apasionadamente. Todos los besos que había imaginado darle en mi soledad se los traté de dar en uno solo.

Jalib, sorprendido, respondió con la misma lejana condescendencia con que correspondía a los cariñosos besos de los otros.

—¿Es que amas a Husayn?

No amo a nadie, señor.

Estaba claro como el sol. Y, sin embargo, para mí no lo estaba.

—¿A mí tampoco?

Si quieres, te amaré. Tú eres quien manda.

Es que no deseo que me ames porque yo sea quien manda.

—¿Cómo entonces, señor?

Como yo te amo a ti.

Lo acariciaba con tanto ímpetu como si lo golpease. Lo estrechaba furioso entre mis brazos, a los que él, sin resistencia, se abandonaba.

Una sombra cruzó sus ojos, que me parecían lo más precioso que había visto en mi vida.

—¿Me amas, y eres duro conmigo?

—¿No te das cuenta de que, si dejase escapar una sola palabra benévola, te inundaría con mi amor?

He de estarme ante ti con las manos delante de la boca, para evitar que por ella salga mi alma y te asuste.

Envuelto en mi ofuscación, no comprendía yo que él, ausente de Granada, no me habría recordado siquiera. Hirviendo en el jugo de mi amor y de mi desamor, no echaba yo de ver que nuestros caminos, durante los meses en que no lo vi, habían lógicamente divergido. Y pretendía, en un instante, ponerlo al tanto de lo que ni yo mismo comprendía.

Tú eres mi pan de Egipto.

—¿Qué es eso?

Un pan por el que se pasa la noche entera en vela, y no puede comerse.

Se echó a reír con sencillez:

Pues cómeme, señor.

No así, no así. Yo quiero ser también tu pan de Egipto.

El pan hay que amasarlo antes, y echarle levadura, y cocerlo, y esperar que se enfríe.

Tenía razón. El que no ama siempre tiene razón: es lo único que tiene. Me despedí de él aparentando haberle gastado una broma, y me prometí apartarlo de mi corazón y de mi mente. Fui incapaz de cumplir mi promesa.

Nada hay más sencillo que poseer un cuerpo, y nada tan complicado como poseer un alma: un alma que ni siquiera se niega a ser poseída, sino que simplemente está mirando hacia otra parte, o no mirando nada. El enamorado es igual que un faquir de los que vienen desde la India a exhibir sus artes en el zoco: se acuestan sobre clavos, devoran fuego, se traspasan con espadas puntiagudas y, en apariencia, continúan ilesos. Yo continuaba en apariencia ileso, pero me hallaba moribundo.

El día en que me acosté con Jalib por vez primera había visto a mi padre acariciar en público a Soraya; encendido por ella, sus ojos incandescían de lubricidad.

Se retiraron antes de que la fiesta concluyera, porque a mi padre le urgió la posesión de aquel cuerpo que se le ofrecía, pero que no correspondía a su deseo. Sentí pena de él, y de mí. Busqué a Jalib con desesperación. Lo hallé en la casa de Husayn, al que no le ligaba más relación que la de la servidumbre, aunque los celos no cesaban de martirizarme. Lo llevé conmigo sin decir una palabra. Y lo tuve. ¿Lo tuve? él respondió con cariño y docilidad a mis caricias. Me entregó cuanto podía entregarme. Como lo de Soraya, lo suyo no era amor, y no lo iba a ser nunca. Era dejarse poseer por mi ansia, igual que se deja comer el pan. Pero para mí sería siempre el pan de Egipto.

A partir de esa noche se materializaron mis tormentos. La soledad del que está solo no es la peor, porque aún le queda la esperanza; pero a la soledad del que está acompañado por quien no le corresponde, sólo le queda la desesperación. No es posible conquistar a quien ya es nuestro, a quien nos obedece con sumisión y afecto, pero con un afecto que no es equiparable al que nosotros requerimos. El amor seguramente no es más que un deseo, y el placer seguramente no es más que un alivio del dolor que ese deseo nos produce; pero cuando el deseo no se sacia, sino que se multiplica, el dolor, en lugar de calmarse, crece hasta hacerse irresistible. Es una hidropesía en la que el agua da más sed; en la que se bebe a conciencia de que es en vano todo, y de que el mal está dentro del hidrópico mismo, y de que hasta el beber es ya también un daño, quizá sólo inferior al que nos produciría el no beber.

Maravíllate” -dice el poeta- “del que siente que le arden las entrañas y se queja de sed, teniendo el agua fresca en la garganta.”

Pero otro dijo:

La mano del amor nos ensartó para la alegría: nosotros éramos las perlas, y el deseo era el hilo”.

A eso aspiraba yo. Pero cuando el hilo se rompe, ruedan las perlas separadas sin cumplir su rutilante destino de collar. Yo supe, en cada momento, durante los agotadores meses que siguieron, hasta qué punto el hombre disfruta de un espejismo de libertad y de enajenación. Nada podía yo contra la inmovilidad del sentimiento de Jalib. Saber que a él le habría complacido enamorarse de mí, saber que le habría complacido complacerme, no me consolaba, porque le era imposible. ¿En eso consistía su libertad? ¿En eso, la mía? El hombre jamás alcanza aquello que más quiere: nunca se toca el horizonte. Y allí estábamos, frente a frente los dos, o lado a lado, o yo dentro de él, y tan distantes como el Sol y la Luna.

Me sobrevino una especie de vesania. Tenía que vengarme del daño que me hacía, aunque sin intención; tenía que vengarme de necesitarlo de tal modo. Le prohibí cantar en público; le prohibí servir a nadie. Le exigí, por el contrario, cantar y cantar y cantar para mí sólo; cantarme con su voz ligeramente agria, de la que dependía mi felicidad momentánea y mi larga desdicha. ‘Déjame ver tu cuerpo en medio de tus palabras’, le suplicaba. Y él se despojaba con naturalidad de sus vestidos, y seguía cantando:

Tus ojos no han dejado en todo mi corazón sitio sin agujeros: como un dedal lo tengo.

Mi dolor es la almunia donde tú te diviertes; mis ojos, las albercas; una acequia es mi cara.

Mientras la fiesta es tuya, mi corazón se rompe”.

Lo amaba y lo odiaba con igual fuerza al mismo tiempo. áDía y noche traté de acabar con aquel sentimiento mío sin respuesta, aquel sentimiento impar y manco, que jamás encontraría su necesario eco, a pesar de que en mis manos estaba matar la vida de quien me lo inspiraba, o exaltarla hasta el cielo. En el fondo, lo que deseaba era hacer trizas aquello que se me resistía sin oponerse ni al menor de mis deseos. Una tarde, en los Alijares, deslumbrado por su sonrisa imperturbable, cogí una piedra y le golpeé el rostro. Quise destruir aquella sonrisa que me destruía, aquella hermosura que nunca iba a ser mía, y que, por otra parte, ni siquiera me parecía la mayor de este mundo... Sus ojos, entre la sangre, me miraban aterrados, y yo me eché a llorar sobre aquel rostro, el más amado de los rostros, destrozado por mí. ‘El oficio del hombre -pensaba- no es el dolor; su oficio es la alegría, pero qué mal lo ejerce’.

Jalib me tomó miedo. Procuraba evitar las ocasiones de quedarse a solas conmigo. Inventaba para ello los más inverosímiles pretextos.

No consiguió más que transformarse para mí en un ofuscamiento que no me permitía pensar en otra cosa.

Lo echaba de menos como al aire mismo, y, cuando lo tenía junto a mí, lo detestaba y lo echaba de menos más aún. La gente de mi entorno me observaba con la medrosa atención con que se observa a quien está perdiendo la cabeza; con frecuencia sorprendí murmullos que se acallaban al aparecer yo. Los ojos y los oídos de mi madre eran demasiado perceptivos como para ignorarlo. Ninguno de sus emisarios, cada vez portadores de más oscuras nuevas, lograban distraerme de mi tema. Moraima, respetuosa, aguardaba a que pasase la tempestad -a su entender, tan intensa que no podía ser larga-, sin referirse a mi mudanza ni a mi desolación. A veces agradecía su mano sobre mi mano; a veces me repugnaba porque su amor no era capaz de sustituir al de Jalib. Y entretanto Jalib, a quien hubiese atado a mí con cadenas de acero, cantaba, me servía de beber, me brindaba su adorable carne, me era fiel, y sonreía: impenetrablemente sonreía. Cuanto yo deseaba me era concedido por él, menos lo único que de verdad deseaba: eso no estaba en su poder, ni dependía del mío.

Una noche fui al Albayzín a casa de mi madre, resuelto a participar en la conspiración contra el sultán. Pero mi proyecto nada tenía en común con el de ella: yo había llegado a la conclusión de que, siendo sultán, acaso podría lograr que Jalib me amara; el corazón humano se defiende con su propia insensatez. Mi madre me recibió con severidad y menosprecio. En sus ojos no descubrí piedad alguna; y yo me estaba muriendo, sin embargo. Yo anhelaba abalanzarme a sus brazos, volver a ser un niño en ellos, o desaparecer; ella, como si lo hubiese adivinado, cruzó sus brazos frente a mí.

No hay nada en este mundo, ni en el otro, que valga lo suficiente como para apartar a un hombre de su destino. Preferiría verte muerto a saber que algo te arrastra a semejante violación. Ya lo has oído: muerto. Y haré todo lo que esté en mi mano para impedirlo. No lo olvides.

A la mañana siguiente un polvoriento mensajero trajo la desastrosa noticia. Cundió por la ciudad como un relámpago: se había perdido Alhama, que era nuestra antesala. Fue el primer aldabonazo que el destino del que mi madre hablaba dio contra nuestra puerta.

La tarde de aquel mismo día busqué a Jalib por todas partes. No apareció. Mandé que lo buscaran, alarmado por la sospecha de que definitivamente había huido de mí y de mis insaciables exigencias. Me propuse, si volvía, pedirle perdón por tantos sufrimientos; me propuse postrarme de rodillas ante él cuando volviera; me propuse ordenar su muerte; me propuse alcanzar el trono y abdicar en él; me propuse incorporarlo, sin la menor prerrogativa, al ejército que ya se convocaba para la reconquista de Alhama; me propuse pensar que todo se había perdido para siempre, y era mejor así; me propuse matarme para descansar un poco.

En las primeras horas de la noche de aquel 1 de marzo, en que la primavera, indiferente a todo, se insinuaba, Moraima pidió verme.

Prefiero que lo sepas por mí: el cuerpo de Jalib, el hijo del herrero, ha sido hallado. Esta madrugada, según dicen, se despeñó en la Sierra.

La primavera, la alta noche, el palacio, mi vida, todo se echó a rodar. Una calima... no, demasiado tarde para tanta calima, demasiada oscuridad: eran mis ojos.

—¿él mismo? Quiero decir, ¿por propia voluntad?

No lo sé. Al parecer, tiene en el pecho una gran puñalada...

Una puñalada anterior a la caída.

Llorar, no’, me dije. Me flaqueaban las piernas. Se me acercó Moraima y me sostuvo. Valía más no pensar; hundirse. Me dobló el cuerpo una arcada. ‘No’.

Un vacío en el estómago, como si la muerte se fuese haciendo un sitio. ‘Respira hondo’, me decía.

¿O era Moraima? ‘No, no’. No podía contener el temblor de mi barba. Oía crujir mis dientes.

Con un brusco gesto la aparté.

—¿Qué es lo que sabías tú?

Todo. Lo sabía todo -bajó sus dulces ojos-. Y tu madre también.

Llorar, no’, me repetí. Y no lloré. Pero, con todas las fuerzas de mi alma, me puse a odiar al mundo entero, y a mi madre en el centro del mundo, con la certidumbre de que la iba a odiar siempre.

áComo un vestigio de aquella época, dejo aquí unos poemas. No expresan, ni por lo más remoto, lo mucho que sufrí y que gocé. El enamorado necesita engañarse para seguir sufriendo, y necesita sufrir para seguir engañándose. Como prueba, aquí están estos restos de mi naufragio. Sobre una playa ajena quedan, mancillando la arena, incapaces de describir cuánta era la gallardía y cuánto el esplendor del alto barco del que formaron parte. Sano está quien olvida.