III. Altos son y relucían

“—¿Qué castillos son aquéllos?

Altos son y relucían —El Alhambra era, Señor, y la otra la mezquita...” “Romance de Abenamar”

Han pasado seis años desde que dejé de escribir en estos papeles carmesíes. Ahora ya tengo tiempo de volver a ellos; lo que me queda ahora es sólo tiempo.

Cuando a un hombre se le impone al nacer una misión, gloriosa o desdichada, su vida tendría que concluirse cuando se concluyera esa misión. Si no, ¿qué hará con lo que sobra?: ¿ordenar los recuerdos en la confusa arca de la memoria, trasladar, componer, recomponer, intentar situarlos, intentar que entre todos configuren una pieza coherente? Pero eso es imposible, porque la realidad no es ni remotamente parecida al relato que se hace de ella. Cada cual cuenta aquello que vio, o que se imaginó haber visto, o que deseó ver; si otro lo contara, lo haría de distinta manera, incluso de una manera opuesta, según sus impresiones, o según sus propósitos. Y eso, aunque todos actúen con honradez (lo cual es improbable), y aunque todos actúen con ecuanimidad, sin el único objeto de exponer lo que, antes de empezar, tenían ya previsto (lo cual es imposible).

Yo estaba hecho de dudas, y los reyes cristianos no tenían ni una sola. Perseguían algo muy concreto y plausible; lo único que yo podía hacer era oscurecerlo, perturbarlo, aplazarlo.

El “Zagal”, por el camino de la guerra, no habría conseguido sino destruirnos en más o menos tiempo: los cristianos tenían muchos más medios que nosotros y, por añadidura, una irrevocable decisión tomada en el mejor instante, en un instante de entusiasmo y de renacimiento. El descorazonador estribillo me envolvía una vez y otra vez: ‘Nada tiene remedio, y todos lo sabemos.’ Sólo cabía la eventualidad -no la certeza- de alargar el tormento, es decir, de continuar un día más, un mes más, un año más, en la disfrazada desesperanza en que vivíamos. Las capitulaciones de Córdoba y de Loja habían allanado el camino a Granada; yo las firmé consciente de su fin, que era precisamente nuestro fin.

A mis partidarios se les concedía en ellas la condición de mudéjares: el derecho a seguir en sus propias casas, disponer de sus bienes, tener sus mezquitas y casas de oración, y ser eximidos de pechos, del alojamiento de soldados y de tributos durante diez años; así como el casi póstumo derecho de marchar a áfrica sin incurrir en sanción y a costa del erario real.

O sea, dada la cuestión por perdida, se aliviaba la desgracia de los perdedores. A los partidarios del “Zagal”, por el contrario, no se les otorgaba derecho alguno, y sólo por merced podrían habitar en los barrios de las ciudades que se habilitasen como morerías.

Mi máxima aspiración consistía no ya en vencer, lo cual era absurdo, sino en ser vencido con el menor daño. Pero absurdo era también que todas aquellas “generosidades” con los míos sólo entrarían en vigor cuando yo hubiera entregado Granada y su territorio; ante todo, debía expulsar de él a mi tío. La sagacidad de Fernando fue aceptada con resignación por mí, pero sin el ánimo de obligarme, sino de ir contra ella en cada oportunidad que se me presentara.

En las capitulaciones había cláusulas como ésta: ‘Ganada que sea la ciudad de Guadix, sus altezas habrán de continuar aparentemente la guerra contra Boabdil como la hacen ahora contra “el Zagal”, para que así Boabdil pueda cumplir, como impedido por la fuerza, lo que promete en esta capitulación.’ Se me proporcionaba, pues, la ocasión de traicionar a mi gente con el aire de protegerla; eso blanqueaba cualquier traición que yo cometiese contra los que me forzaban a traicionar así. Tal era mi propósito por debajo de todas las defecciones y de todas las desobediencias, a través de todos los descuidos, por medio de todos los engaños.

Muy pocos de mis correligionarios prestaron fe a las promesas de paz cristianas; prácticamente se redujeron a los vecinos del Albayzín. Y como el cauce exclusivo de esa paz era yo, para obtenerla se convirtieron en acérrimos míos. Cada día denostaban con improperios a los habitantes de Granada, partidarios del “Zagal”; con ello propiciaron lo que los reyes Isabel y Fernando perseguían: la rivalidad y la discordia.

Sin embargo, no tardaron ambos bandos en tener una cosa en común: la certidumbre de que yo era traidor a uno y a otro. Para lo que me proponía -y estaba lejos de saber con seguridad qué era-, hube de cargar, como primera providencia, con ese sacrificio.

En Granada había dos reinos, delimitados por el río Darro. En calles, en plazas y en plazuelas se peleaba cotidianamente, aspirando cada partido a alzarse con la ciudad y a aniquilar al otro. Yo quise apresurar el término de tal desangramiento. Dejé Vélez, y me presenté una noche en el Albayzín.

Fue el 14 de octubre de 1486.

Mis partidarios se reafirmaron al verme en persona a la salida de la última oración. Aquella misma noche, de improviso, entre antorchas que iban y venían arrastrando por la oscuridad ya fresca del otoño sus rojas cabelleras, fui coronado por segunda vez. Un grupo de muchachos me irguió sobre sus hombros y me subió a lo alto de un aljibe. Allí me quedé solo una vez más, con ojos húmedos, arropado por los candentes vítores de quienes tanto me habían aguardado.

Dios Todopoderoso -gritabante ensalce y te preserve para nosotros.

Gracias, hijos -les respondí con la espada en una mano y una adarga en la otra-. Gracias, porque arriesgasteis vuestras vidas para salvar la mía, y porque creísteis en mí con honor y largueza, y porque supisteis esperar sin desmayo esta hora. Yo os prometo que vuestro amable coraje no quedará sin galardón.

No creía en nada de lo que les decía; pero traté por su bien de que ellos lo creyeran. Mandé leer mis pactos en las plazas del arrabal por pregoneros, y brindé protección a cuantos abrazaran mi causa. El pueblo del otro lado del Darro, recordando lo sucedido en Loja -¿cómo iban a saber que yo aún estaba preso?-, me tachaba de vendido a los cristianos y descreía en mí; pero lo cierto es que suspiraba por la paz con la misma vehemencia que el pueblo del Albayzín.

Mi tío “el Zagal”, que ocupaba la Alhambra, se negó a escuchar los mensajes en que le proponía una entrevista. Le iba a exponer en ella mi exculpación, mis argumentos, mi propósito; le iba a ofrecer incluso mi abdicación, si él penetraba los motivos que me impulsaron a firmar las capitulaciones, con el designio de incumplirlas. Prestó oídos sordos a todas mis propuestas. Dos días después me declaró la guerra.

Era una mañana profunda y diáfana. Recibí la noticia igual que se recibe un empellón. Me tambaleé. Apoyé las manos en el antepecho de una ventana; desde ella veía la Alhambra, enhiesta y recortada sobre la verde Sabica, con su belleza imperturbable. Era contra ella, que lo simbolizaba todo para mí, contra lo que tenía que luchar. Contuve la expresión de mi abatimiento, y despedía a los emisarios del “Zagal”. Frente a la amada colina reflexioné. Dos cosas debía de tener claras: que el emir Abu Abdalá me consideraba un esbirro al servicio de los cristianos, y que tenía razón Aben Comisa cuando me advirtió que ahora las victorias habían de ser parciales y diarias, confirmándome en cada situación con un fragmento de éxito. Tenía que olvidarme de las grandes palabras y de los grandes ideales: estaban muertos para siempre. Ciertamente no era un destino de héroe ni de salvador el que la historia me había reservado; tenía que prestarme a cumplir lo mejor posible el de hormiga calculadora, mal vista y despreciada, que procura, en el silencio y en la oscuridad, la perduración de su hormiguero.

Envié, en consecuencia, a pregonar mis paces por toda la frontera. Fue entonces cuando llamé a Hernando de Baeza, luego mi secretario y mi cronista. él vivía en Alcaudete y allí fue a pregonar un caballero mudéjar, Bobadilla, con el que mi amigo Abrahén de Mora, intérprete mío desde mi primera coronación en Guadix, le mandó una carta. En ella le pedía en mi nombre que viniese al Albayzín para encargarse de mis conversaciones con los reyes cristianos, que preveía cada vez más complicadas. Hernando de Baeza juzgó la entrada al Albayzín demasiado peligrosa, y no aceptó. Lo lamenté, porque lo había conocido cuando convoqué en Alcaudete a los grandes caballeros andaluces de mi partido poco después de mi liberación. No acudió casi ninguno, y el jefe de mi guardia, Al Haje, para distraerme, me habló de un Hernando de Baeza conocido suyo y sabedor del árabe, con el que aquella triste noche compartimos cena y posada, ofrecidas gentilmente en su casa.

Desatada la lucha entre mi tío y yo, lo mejor era ultimarla cuanto antes para ahorrar vidas y bienes.

Con tal fin acepté la ayuda de Castilla, y traté de olvidar que quienes habían de morir tenían nombres, cuñas, hijos y madres; sólo importaba disminuir su número.

Contra la contumacia del “Zagal”, que se disponía a emplear contra mí hasta el último de sus seguidores.

En efecto, sus ulemas proclamaron que todo el que se aliase con los cristianos o secundase mis planes sería reo de rebeldía contra Dios y su Mensajero. Así desvirtuaron una reyerta en una guerra santa, y la religión, en un arma mortal entre los hermanos que la compartían. Hasta el extremo de que “el Zagal” decidió tomar el Albayzín por asalto, capitaneando él mismo y su general Riduán Benegas a sus hombres. Convocó para ello a los granadinos y a los habitantes de los alfoces.

La sangre y la hacienda de esa gente de ahí enfrente son vuestras. Quienes se unen a los cristianos no merecen más que la espada y el desprecio -les dijo.

Falseó y deformó mi postura; me acusó públicamente de renegado y corrompido, y exaltó contra mí a sus partidarios, que eran no sólo los de Granada, sino los de Baza y Guadix y sus cercanías.

A estos últimos les previno de su plan: mientras los granadinos se abrían paso por la puerta de Hierro, la de Oneidir, la de Caxtar, el Portillo y la Puerta de Vivalbonuz, el Portillo de Albaide y la puerta de Abifaz, ellos habían de ascender por el Fargue y atacar la Puerta de Fajalaúza para de esta manera acosarnos a los del Albayzín por todas partes. Así lo hicieron.

Yo, al tanto del momento en que iba a producirse la agresión, reuní a mis parciales, y los arengué para que confiaran en mí un poco a ciegas, porque ni a ellos me era posible hablarles con toda claridad.

El principal impedimento para la paz -les dije-, es ahora Abu Abdalá y sus enloquecidas tropas.

Nos odian más aún que a los cristianos, y pretenden pasarnos a cuchillo y bañar las calles del Albayzín con nuestra sangre. Sólo hemos dejado de ser hermanos por su afán de muerte y venganza. Ni en Dios ni en mí, os lo juro, existe otra razón.

Los vecinos del Albayzín, bien ordenados y con el auxilio de Gonzalo de Córdoba -no al revés, como “el Zagal” me echa en cara-, acudieron a sus puertas, cargaron contra sus enemigos -ay, llamar así a quienes compartían con nosotros fe, Dios, ciudad, historia, todo-, y los dispersaron. Yo, desde mi puesto de mando, contemplaba cómo la primera victoria de mi vida se realizaba contra mis propios súbditos, y cómo el destino juega con los móviles de los hombres. Los vencidos se retiraron en tumulto, y, desconfiando de sus propias fuerzas, barrearon sus puertas y portillos. Toda posibilidad de comunicación, incluso la material, quedaba así excluida.

Mientras las peleas parciales proseguían, y los insultos y las pedreas y los cintarazos eran diarios, el sultán de la Alhambra convocó a los alcaides de Málaga, Baza, Guadix, Vélez, Almuñécar y otros distritos. Todos a una se comprometieron a obrar de común acuerdo y a prestarse mutua asistencia en el caso de que cualquiera fuese atacado por los enemigos de nuestra religión. Yo traté de enviar representantes míos a esa reunión; traté de que los alfaquíes de uno y otro bando se entrevistasen para pactar; traté de convencerlos de mis intenciones, lo que me parecía más fácil ahora que habían sufrido una derrota. Inútil: me estrellé contra el mutismo del “Zagal”. Envié, pues, a Abul Kasim el Maleh, a quien había nombrado visir, a los castillos de Vélez, de Almogía y de Málaga para informarles sobre mis tratados de paz con Fernando y sobre cómo provocaríamos su enojo si no nos ateníamos a ellos. Málaga y Almogía se adhirieron a mí. No así Vélez, cuyo alcaide era Abul Kasim Benegas, el que fue mi maestro de política.

Un traidor siempre cuenta con la traición de los otros. Di a tu amo que recuerde mis lecciones.

Ojalá su padre hubiese hecho caso de los astros -fue la respuesta de Benegas.

Con cuánta frecuencia he visto desde entonces que los gobernantes se dejan llevar por la obstinación de sus súbditos que, desatada, ya es imposible de embridar. Con cuánta frecuencia he visto desde entonces que aquello que uno desea se desborda a menudo hasta volverse irreconocible; que la pasión que en frío suscitamos llega a poseernos con mayor delirio que si hubiese sido auténticamente sentida; que, como la luz reflejada en un espejo, nos deslumbra aquella luz que nosotros encendimos para que los demás, no nosotros, la contemplasen.

Eso es lo que le ocurrió a mi tío “el Zagal”. Acaso habría podido evitarse si los dos nos hubiésemos entrevistado a solas, sin la virulencia de quienes llamábamos por separado nuestros.

Ante la negativa de Vélez a incumplir sus compromisos con “el Zagal”, el rey Fernando se puso en marcha hacia allí y lo sitió:

Vélez sería la antesala de Málaga. Era el 10 de abril de 1487.

Cuando llegó el aviso a Granada, “el Zagal” juntó a las gentes que había aliado contra mí, su pacto exigía un cumplimiento más arriesgado y más rápido de lo previsto.

Les pidió parecer, y decidieron ir en socorro de Vélez en virtud de lo concertado unas semanas antes.

Mandó mi tío al alfaquí mayor que tomaran en sus manos el tahelí con el Corán, y les habló a los alcaides:

Jurad por las palabras aquí escritas que ninguno de vosotros, ni los presentes ni los ausentes, en tanto que yo llevo a nuestros hermanos este socorro, haréis nada, ni diréis, ni os aconsejaréis en nada que vaya contra el servicio de mi causa y en pro de la de mi sobrino.

Y salió de Granada, donde dejó una escasa guarnición, el día 19 de abril. Cuando avistó Vélez, el sitio cristiano se había afirmado por tierra y mar. Acampó en el castillo de Ben Tomiz. Le urgía despachar el combate y regresar; en consecuencia, atacó sin dilación al enemigo. Por entre los viñedos, verdes todavía, clamorearon sus gritos de guerra.

Entretanto yo, sin apenas verter sangre, me adueñé de Granada.

Fue la mañana del 29 de abril.

Un moro viejo, escrofuloso y pordiosero, que vendía perfumes a las mujeres en la entrada de los baños públicos de arriba, se subió a la torre de la cercana Puerta Mazdal, y se encerró en ella. Puede que estuviera pagado por uno de los míos: he dejado de creer en la gratuidad de los gestos. Ya en lo alto, el viejo se quitó la toca de la cabeza, la desenrolló, la ató en el bastón en que se apoyaba, y comenzó a vocear:

—¡Dios salve a Boabdil!

¡Dios Salve al hijo de Muley Hasán! él es quien mirará por nosotros. No le seamos desleales.

¡Dios nos lo salve!

A sus voces respondieron otras, y surgieron llamadas y reproches de azoteas y de murallas, hasta alcanzar mis propios oídos en el Albayzín. No me costó mucho persuadir a los ciudadanos granadinos, que estaban indefensos, de que abrazaran mi causa. Me apoderé del talismán que es la Alhambra, y me convertí en el único sultán de Granada. Fue una mañana triste, a pesar de las albórbolas con que mis fieles quebraban y estremecían la purísima luz de los jardines. A las puertas del palacio de Yusuf me aguardaba, como si lo hubiese convocado, el eunuco Nasim; me saludó con la misma sonrisa con que lo vi la madrugada en que salí para Lucena. Se interesó por Moraima y mis hijos. Me mostró las alcobas aderezadas, las albercas limpias, los baños impacientes por ser usados. No era preciso aludir a sus opiniones, ni a su pertenencia a bando alguno. él, entre mi tío y yo, no había elegido; no tenía por qué: su puesto era la Alhambra; su fidelidad, hacia ella; sus desvelos, para quien la ocupara.

Cuando la nueva lo alcanzó, el ejército del “Zagal” aflojó en el combate y, antes de que la acción se generalizase, retrocedió en desorden. Los cristianos, que habían levantado el asedio para ir contra él, lo reanudaron con más ímpetu y, después de tomar por asalto el arrabal, lo estrecharon definitivamente. El ejército de mi tío fue disuelto; los soldados regresaron a sus casas, dando a Vélez por perdido. Los sitiados, ante la resolución del enemigo de entrarles por la fuerza de las armas, y ya sin esperanzas de socorro, solicitaron la capitulación.

La plaza fue evacuada el 3 de mayo.

El Zagal” se retiró a Almería, donde aún gobernaba Yaya al Nagar. Derrotado, según él, por un traidor, se refugió junto a un dechado de traidores. Su destino no fue indulgente con semejante yerro.

Tras la rendición de Vélez, se entregaron sus alquerías y las poblaciones al Oriente de Málaga, incluso la fortaleza de Comares.

De este modo, con mi tío como instrumento, vengaron los cristianos su desastre de la Ajarquía, donde precisamente él recibió el apodo del “Valiente”; y ahí fue donde mi aprehensor en Lucena, el alcaide de los Donceles, si es que fue él, ganó su título de Marqués de Comares. La Historia, como suele, cubre o descubre a su antojo los naipes de su baraja.

Yo, en Granada, tomé tres decisiones. La primera, llevarme a la Alhambra de nuevo a mi familia; mi madre, que no cabía en sí de gozo, se aposentó en los palacios de mi padre. Nasim se encargó de que, desde la Ajarquía, me trajeran a “Hernán”. Lo vi llegar atado una mañana. Debió de haber soñado muchas veces que me reencontraba, y despertado en vano muchas veces; porque me miró con tristeza, incrédulo e inmóvil.

Sólo cuando escuchó mi voz que decía su nombre rompió la cuerda y saltó sobre mí. El criado que lo llevaba, creyendo que iba a atacarme, le asestó un golpe con un palo; yo interpuse mi brazo, y me hirió en él. Más tarde descubrí que “Hernán” se había orinado de dicha sobre mis vestidos.

La segunda decisión fue la de firmar nuevas capitulaciones con Fernando, por ver cómo evolucionaban sus pretensiones ahora, y en qué habían mudado. Para ello volví a enviar a Alcaudete al mudéjar Bobadilla, con el fin de que, garantizada como estaba la paz interior de la ciudad (aunque sólo relativamente, como se vio en seguida), trajera consigo a Hernando de Baeza, hombre de poca guerra, como yo. En las nuevas capitulaciones se estipuló que yo entregaría Granada cuando se diesen ‘las circunstancias propicias’ -que yo no estaba dispuesto a admitir nunca-, y en compensación recibiría un principado constituido por las ciudades ya indicadas en Loja, más todo el Cenete, el Valle del Almanzora y la parte oriental de la Alpujarra. La adhesión de mi nuevo visir El Maleh, con el que trataba en vano de sustituir al sinuoso Aben Comisa, se gratificaba con el distrito de Andarax, y a otros nobles se atribuían otros bienes. A los albayzineros se les permitía habitar en el área de Granada con toda libertad, y una exención de impuestos por diez años. En contraprestación, nosotros nos obligábamos a combatir al “Zagal” junto a los cristianos.

La tercera decisión que tomé, contradictoria en principio de la segunda, fue despachar un embajador al sultán mameluco Qait Bey de Egipto, implorándole socorro contra los adversarios de nuestra religión. El sultán escribió al clero de la iglesia de la Resurrección en Jerusalén, bajo su dominio; le instaba a escribir al rey de Nápoles para que a su vez éste escribiera al de Castilla con la petición de que no se mezclase en los asuntos andaluces y abandonase nuestro territorio. [Palabras nada más. Los efectos de mi solicitud se concretaron dos años después -cuando los reyes sitiaban ya Baza- en forma de dos franciscanos del Santo Sepulcro, que traían cartas del rey de Nápoles y del Papa Inocencio VIII aconsejando el fin de la guerra de Granada. La expresión era equívoca: no se sabía con exactitud si aconsejaban que los reyes desistiesen de la guerra, o que se apresurasen a ganarla. Luego supe que la reina otorgó a los franciscanos una pensión de mil ducados anuales a título perpetuo y un velo muy rico, que ella misma bordó, para cubrir la tumba del profeta Jesús.

Además, las amenazas de represalia de Qait Bey, aparte de escasas, eran sólo verbales. Igual que las advertencias pontificias, porque en 1488, Fernando pidió permiso al Papa, que se lo concedió, para venderle al mameluco trigo con que remediar la hambruna Siria. Con el precio de ese trigo, Fernando subvino a los gastos de la guerra de Granada. Esta venta -decía el raposo en su petición de permisofavorecería a Egipto contra Turquía, ‘cuya potencia creciente es la que en verdad nos amenaza’.

Como se ve, había demasiados intereses, y todos particulares y encontrados, como para que nadie nos ayudase a los andaluces.]

A Fernando no le importaba que lloviera sobre mojado en sus traiciones. Endiosado por la facilidad de la campaña de Vélez, creyó llegado el día de adueñarse de Málaga. Pero, por habérseme sometido, Málaga estaba exenta de su órbita e incluida en mi paz; me quejé por medio de Aben Comisa -que la gobernaba en mi nombre- y del alcaide castellano de Jerez, en poder nuestro desde lo de la Ajarquía. Fernando, hecho de recovecos, me respondió que, si bien la alcazaba estaba de mi parte, la fortaleza de Gibralfaro estaba de parte del “Zagal”, y mandaba por Agmad “el Zegrí”. Y añadía, como una burla, que en virtud de las últimas capitulaciones, me hallaba obligado a enviarle tropas que colaborasen con las suyas; su estrategia era responder a una reclamación con una exigencia. Le mandé cincuenta cautivos cristianos y la excusa de que sobrada tarea tenía yo con mantenerme en Granada. Inmediatamente di órdenes a Aben Comisa de que uniera sus fuerzas a las del “Zegrí” -que, con muchísimo menor número de soldados, era mucho mejor general- fingiendo que, por un golpe de mano, éste se había apoderado de la ciudad y de su guarnición.

Málaga era nuestra ciudad del gozo. Los que nos precedieron habían elegido bien su asiento: las vertientes costeras de una sierra llenas de vides, de almendros, higueras y olivos, y una llanura fértil, resguardada por ella, al borde mismo de la mar. Sus dos alcázares, muy anteriores a nosotros, se alzaban dominando el caserío, confiados y señeros; se comunicaban entre sí por pasadizos subterráneos, y ostentaban su faro y sus banderas ante las admiradas marinerías. La importancia de su comercio y la firmeza de sus baluartes la habían convertido en una ciudad orgullosa y despreocupada, entre la hoya que riega el Guadalhorce y la montuosa Ajarquía.

Durante aquel caluroso verano, yo la recordaba azul y blanca como la vi en mi adolescencia, prolongada en sus dos arrabales, ceñida por un cinturón de huertos y vergeles, bajo un cielo transparente y templado. Recordaba los torreones rampantes que salvaguardan el barrio de los Genoveses, sus murallas anchas, su coracha, las espigadas torres de las atarazanas cuyos pies lamen las olas, sus barrios trepadores y pacíficos, sus colinas suaves y su vega cuajadas de naranjos, su invariable primavera, la deleitosa vida de sus gentes... Ella sola es un reino: ¿cómo no iba a provocar la avidez?

A lo largo de su historia, siempre sucedió así.

Los malagueños más ricos entraron -el dinero no tiene religión ni otro ideal que él mismo- en clandestinas conversaciones con Fernando; pero el Gobernador mandó decapitar a quienes pactaban la entrega, entre ellos a un hermano de Aben Comisa. Y a un nuevo ofrecimiento del rey, respondió:

En Aragón y Castilla no hay suficientes tesoros para comprar nuestra fidelidad.’ Ante tal negativa, Fernando levantó sus reales de Vélez y se dirigió a Málaga. Era el 7 de mayo de 1487. Traía 12 mil caballeros y 50 mil peones. Avanzó por las ventas de Bezmiliana, mientras cerraba el puerto una escuadra al mando del catalán Galcerán de Requesséns. [Tiempo después me remitió con Martín de Alarcón estos antecedentes, con el fin de que me aleccionaran.] Con esas fuerzas habría bastado para rodear toda la ciudad, pero Fernando buscaba un triunfo rápido y sin dudas: temía la tradición de rebeldía y entereza de Málaga. Aumentó, por lo tanto, el tren del asedio: desembarcaron de las naves las piezas menores; la artillería gruesa se acercó desde Antequera; de Flandes llegaron, despertando las soñolientas playas, dos barcos en que el Rey de Romanos [que iba a ser su consuegro] enviaba piezas de distintos calibres, gran cantidad de pólvora, y experimentados lombarderos y artilleros. Allí concurrieron los alemanes Maestro Pedro y Sanceo Manse, y Nicolás de Berna, y el portugués álvaro de Braganza, y muchos fundidores franceses, y un sinfín de mercenarios de otros sitios de Europa.

El valle del paso estaba vigilado por Gibralfaro de una parte, y de otra por los últimos cerros de la sierra del Norte. Sin embargo, a pesar de sus abundantes pérdidas, aquel enorme ejército logró avistar la ciudad y cerrar el cerco por el mar y la tierra. Los malagueños reaccionaron con coraje; se propusieron como blanco de sus tiros la tienda real, y Fernando hubo de retirarla detrás de una colina. Los primeros días fueron de prueba para los sitiadores; como una argamasa no bien mezclada, se descomponían sus tropas. El rey, recurriendo a un procedimiento ya habitual, solicitó la presencia de la reina, que estaba en Córdoba.

El séquito de Isabel, hábilmente suntuoso, insufló brío a las huestes. Presionado por su esposa, el rey, que sólo había empleado hasta entonces artillería menor para conquistar la ciudad sin excesivo daño, resolvió utilizar los cañones de calibre más grueso, el estrago y la mortandad fueron incontables. Y el estrechamiento del cerco permitió además a los sitiadores afinar su puntería y ocupar uno de los arrabales altos de la ciudad, desde el que su capacidad de destrucción se acrecentó.

Mi tío mandó de Adra un grupo de voluntarios, que intentó en Vélez una maniobra de diversión, y un cuerpo de morabitos, que burló la vigilancia y penetró en la plaza, ayudando a hacer nuevas, aunque cada vez más dificultosas, salidas.

No fueron de ninguna utilidad. El hambre se agravaba por momentos; se acabó el trigo y se sustituyó por la cebada. Hubo que tomar medidas radicales; todos los alimentos se requisaron y se almacenaron; se daban a quienes combatían cuatro onzas de pan por la mañana y dos por la noche; las raciones disminuyeron hasta su inexistencia. Los malagueños entonces devoraron sus asnos y acémilas; después, sus caballos; luego, perros, gatos, ratones y toda suerte de animales inmundos. Con ello sólo intentaban retrasar la muerte. Recurrieron a los cogollos de palmera cocidos y molidos, a las cortezas de árboles, a las hojas de vid y de parra picadas y aliñadas con aceite. Nada quedaba en la ciudad que, aun sin ser comestible, pudiera ser comido.

Las enfermedades por desnutrición y envenenamiento cundían; se multiplicaban las defunciones y, sin embargo, el pueblo continuó su ciega resistencia. Con esforzado empuje y corazón bizarro, quienes no disparaban -hembras, ancianos, niños- reparaban las defensas, preparaban las municiones, secaban el sudor de los soldados, refrescaban su cansancio hasta que ellos mismos caían moribundos, extenuados por la debilidad. Los admirables malagueños clamaron por un socorro que nadie les prestó. [Un escuadrón de voluntarios que envié en secreto no acertó a entrar en la ciudad.] Mordiéndome los puños, veía ensangrentarse los atardeceres de Granada y era sangre malagueña lo que veía.

A instancias del rey, el marqués de Cádiz intentó comprar al “Zegrí”. Le ofreció la villa de Coín y cuatro mil doblas de oro, y otras mercedes para su lugarteniente y su alcaide y sus oficiales.

El Zegrí” escupió en el rostro a los comisionados. Y como, ante la desesperada obstinación, se alargaba el asedio, en el mes de julio se incorporaron oportunistas y aventureros ansiosos de fortuna de toda la Península y de fuera de ella. El ejército cristiano llegó a contar con 90 mil hombres y la gloria del “Zegrí” corrió de boca en boca. Pero otro era el punto flaco de aquel sitio, y su abyección me ha salpicado a mí. Aben Comisa fue requerido al campamento cristiano. Amenazado de muerte si se resistía, hizo caso omiso de mi mandato; organizó un levantamiento contra “el Zegrí” entre los desmoralizados después de tres meses y medio de penalidades, y rindió la ciudad.

El día 18 de agosto de 1487, en el mes de Rayá, en medio del calor, entró por las puertas de Málaga el comendador de León -el mismo que luego entró, el primero también, por las de la Alhambra- a la cabeza de su caballería. El 19, muertos sus defensores, Gibralfaro cayó. Al “Zegrí”, encadenado -sea para él la gloria-, se le mandó a una miserable mazmorra de Carmona. Sus últimas palabras al despedirse de su tierra fueron:

Yo juré defender mi patria, mi ley y el honor de quien en mí confiaba. Me han faltado ayudadores que me ayudaran a morir peleando. No es culpa mía seguir vivo.

En Málaga habían muerto 20 mil andaluces; los cerca de 15 mil restantes fueron vendidos por los reyes cristianos en cincuenta y seis millones de maravedíes. La ciudad se usó como escarmiento de las que quedaban por conquistar; en ella incumplió Fernando su última y su penúltima palabras. Se apoderó de todas las haciendas, y llamó a su trinchante y capitán Alonso Yáñez Fajardo para que se hiciese cargo de las casas en que deberían recogerse todas las mujeres jóvenes del partido. [A él se le había concedido en exclusiva cuantas casas de lenocinio se instalaran en todo el Reino granadino, con lo que amasó una enorme fortuna: en tales logrerías termina la espada de los bravos.] Con ello, la ciudad que había sido opulenta y feliz, la ciudad que luego había sido heroica se transformó en ciudad de prostitución y esclavitud; sin excepción, todos sus moradores, hasta los niños, fueron reducidos a ellas.

Tan grande fue su infortunio como había sido su intrepidez. Por Málaga se estrujaron todos los corazones, se apenaron todas las almas y se derramó inacabable llanto. A ninguna villa ni lugar de su algarbía les quedó deseo de resistir; pero sus habitantes en vano clamaron después por la paz pactada: fueron hechos esclavos y sometidos a obediencia sin combate, ni cerco ni fatiga. Yo sufrí como en carne propia sus padecimientos, y me encontré, como ellos me encontraban, responsable de la tragedia.

Porque lo sucedido en Málaga, al defraudar las promesas a mí hechas y por mí transmitidas, movió a muchos musulmanes a sublevarse en mi contra y a reclamar el mando del “Zagal”. Los granadinos volvieron a las andadas, el Albayzín dudó, y sólo los refuerzos de Gonzalo de Córdoba me permitieron mantener mi cabeza y mi poder. Así y todo, la ayuda de Fernando no fue graciosamente concedida: hube de comprometerme a entregar Granada treinta días después de que se conquistase la parte del Reino que “el Zagal” mantenía. Con esto me vi de nuevo en la encrucijada de desear que mi tío resistiese lo más posible, y de prepararme para luchar cuando él dejase de hacerlo.

A espaldas de todos, le mandé una embajada que le expusiera mi criterio; me tildó de embustero y de felón, y no se dignó atenderla.

Fernando, por su parte, sospechando, me advirtió de que cualquier intento de concordia entre “el Zagal” y yo significaría una violación de lo pactado y una confederación contra Castilla que desencadenaría la guerra sin cuartel.

Durante un almuerzo me quejé de la incomprensiva intransigencia de su rey a Gonzalo de Córdoba.

Alteza -me contestó-, ya son idos los tiempos en que los caballeros sostenían su ideal a la vez y con la misma mano que su espada.

Son idos ya los tiempos en que dos campeones luchaban entre sí por la suerte de los reinos a que representaban: las guerras son muy distintas hoy, y se ganan tanto más en las cancillerías que en los campos de batalla. Yo de cancillerías no entiendo, ni me gusta entender. Y os aseguro que, ya os lo dije en Porcuna, vuestro lugar es el último que desearía ocupar. Porque, si mi rey es oscuro en sus conductas, bien claro manifiesta el propósito de acabar a toda costa con vuestro poder. Y además lucha contra quienes tampoco ofrecen rectitud ni en sus intenciones ni en sus métodos; más que de ser engañados, podían lamentarse de ser torpes. Los perjudicados por mi rey, alteza, no lo son por más leales, sino por menos listos.

Días vendrán en que recordéis lo que ahora os digo y me deis la razón; si es necesario que para dármela, alteza, pase el tiempo.

Con lo cual vino a decirme que comprendía que tampoco yo iba a ajustarme a lo firmado. Porque cuando se juega el porvenir de un reino, cualquier ardid que se emplee es comprensible. Aunque la ley de la caballería lo repruebe.

Los atentados contra mi persona se sucedieron en Granada. Apenas había día en que algún fanático, excitado por las predicaciones de los sacerdotes del “Zagal”, no osara dirigir sus gritos de amenaza y aun sus armas contra mí. Moraima vivía en medio del terror; cada mañana me suplicaba que no saliera del palacio. Mi madre, por el contrario, me incitaba -si es que con el desprecio puede incitarse a alguien- a reaccionar tanto frente a mi tío cuanto frente a los cristianos; un buen arranque sería, según ella, la matanza de los embajadores, Gonzalo de Córdoba el primero. Se negaba a aceptar la nulidad de mis posibilidades; a aceptar que me había convertido en un rey de mentirijillas, cuya táctica había de ser la de la caña, que se doblega al viento para levantarse a duras penas una vez pasado.

Quiero dejar testimonio de que resistía tan sólo por mi pueblo, no por ambición personal alguna, ya que las contraprestaciones por mi rendición disminuirían más cuanto más la aplazase. Si hubiese sido mi idea traicionar a los míos, más fructuoso y descansado habría sido para mí contentarme con los ofrecimientos del rey y no seguir luchando.

Así las cosas, el tiempo, mi enemigo, era también mi único aliado: esperar que él volviera las tornas a nuestro favor, o llegara alguna ayuda de las solicitadas, o “el Zagal” se aviniese a reconciliarse conmigo y a reunir nuestras disponibilidades, o la política internacional preocupase tanto a Castilla y a Aragón como para poner sus miras en otra parte, o una decisión del Gran Turco hiciese que Europa entera se uniese contra él desviando sus ejércitos hacia Oriente. Pero entretanto yo no podía hacer más que esquivar los atentados y mantenerme vivo. Aunque había momentos en que hubiese preferido terminar o que me terminaran. Las horas de zozobra eran más largas cada día. En la Alhambra las noches rebosaban de angustia y soledad, y, si bien hasta el sentido de la derrota puede convertirse en una rutina, cada mañana traía su propia preocupación, distinta de la preocupación de la anterior y de la siguiente.

Sin embargo, como para que repusiésemos nuestras fuerzas, nos concedió un respiro el año 1488; un respiro que sabíamos pasajero, pero que llevó cierta serenidad a nuestras almas: la serenidad -también lo sabíamos- que precede a los últimos desastres.

Fue debido a una acumulación de circunstancias: el agotamiento de los sevillanos, tras una larga e ininterrumpida serie de campañas; la propagación de algunas epidemias por la Andalucía cristiana; el recrudecimiento de las deserciones; la negativa de sus pueblos a abonar nuevas prestaciones, derramadas sobre ellos demasiado a menudo, y que ya no eran capaces de cubrir; la rivalidad resurgida con Francia por el Rosellón y la Cerdaña, y la negativa del Papa a prorrogar las indulgencias de la cruzada si él, con un extraño concepto de la espiritualidad, no afanaba la mitad de lo recaudado.

Pero aun en la pausa, Fernando tanteó la posibilidad de conquistar Almería. Envió unas comisiones de reconocimiento ante Yaya al Nagar, a quien “el Zagal” había encomendado su defensa; Yaya, dudoso y desconfiado, lo hizo fracasar.

Y, como “el Zagal” fortificó Baza y Guadix para rechazar la predecible ofensiva castellana, Fernando se dirigió a otro lado.

A principios de junio, el marqués de Cádiz y el adelantado de Murcia conquistaron, casi por sorpresa, Vera. Su capitulación arrastró consigo la de su territorio:

Cuevas, Mojácar, el valle de Almanzora, la sierra de Filabres, los dos Vélez y Níjar; es decir, la demarcación que se me había asignado en el imaginario tratado de Loja. La explicación que dio Fernando fue sencilla: yo debía habérselos arrebatado al “Zagal” durante los ocho meses siguientes a aquella firma, y no lo había hecho.

Esta vez el conquistador fue “generoso”, por tratarse de tierras de mi futuro principado: sus habitantes pudieron permanecer en sus lugares respectivos con el estatuto de mudéjares; lo que el rey quería en realidad era subrayar mis amistosas relaciones con él e invitar gentilmente a rendirse a más villas y aldeas. Fue exactamente lo que consiguió: mis súbditos se airaron contra mí; los alrededores de Baza se rindieron: Huéscar, Orce, Galera y Benamaurel.

Durante el resto del año, el cristiano aprovisionó y mantuvo las fortalezas ocupadas en junio, y, para inutilizarme, firmó conmigo una renovación de la tregua durante dos años.

Mientras, “el Zagal”, más airado que nunca, se lanzó desde Guadix contra los campos de Alcalá la Real, y se apropió de bienes y rebaños. Después recuperó Níjar, Filabres y el valle del Almanzora, asaltó Almuñécar, tomó Nerja y Torrox y, entrando finalmente en la Vega, se apoderó de Alhendín y Padul. Desde los muros de la Alhambra yo veía sus tropas. Una luminosa mañana, apoyado en las almenas, sentí un estremecimiento; lo atribuí al insensato gozo de contemplar cómo mi tío, indesmayable, pasaba revista a sus soldados. Vaciló el suelo bajo mis pies, y pensé que la emoción me hacía vacilar a mí; pero era un temblor de tierra, de los que son corrientes en Granada. Moraima subíó empavorecida con nuestro hijo pequeño en brazos.

Hasta Dios y la tierra están en contra nuestra -sollozaba.

Los dos juntos observamos las evoluciones de las tropas del “Zagal” al pie del castillo de Alhendín, lejanas y tan próximas.

Pensé que, al menos, habíamos compartido el terremoto.

El mismo día por la tarde supe que Fernando había encomendado a Ponce de León, nuestro más asiduo adversario, el mando unificado de los castillos fronterizos. Dentro de mí resonó el eco de un aldabonazo más fuerte aun que los anteriores: el destino golpeaba con premura en nuestra puerta.

A continuación, Baza fue designada objetivo inmediato. Antes de venir contra Granada, Fernando se proponía desguazar al “Zagal”.

Por su situación, Baza era más asequible que Almería y más cómoda para el aprovisionamiento de los asaltantes: por tierra, desde Quesada y el valle del alto Guadalquivir; por mar, desde Vera y las playas murcianas. Todo había sido tan concienzudamente calculado, que se transparentaba la mente matemática de Gonzalo de Córdoba.

Por su parte, “el Zagal”, preparó su respuesta: al comandante de Baza, Mohamed Hasán, le envió refuerzos al mando de Yaya al Nagar. Con ello incurrió en el error más grave de su vida.

¿Quién es ese hombre funesto?

En él confluyen las sangres de los dos caudillos de la lucha contra los almohades: Ibn Hud, que era un Al Nagar, y Mohamed al Ahmar, el Fundador de nuestra Dinastía. Durante siglos, soterradamente o a las claras, las dos familias habían sido enemigas. De un entronque, a través de Yusuf Iv, brotó la rama de Ibn Salim Ben Ibrahim, padre de Yaya. Ya aquél había conspirado contra mi abuelo con Fernando de Aragón.

Yaya heredó de su padre su afición a vender: volvió a acordar con el príncipe aragonés la entrega de Almería. Mi padre, sultán ya, entró en sospechas por la facilidad con que se rendían sin resistencia las poblaciones en el camino a ella desde Murcia. Compareció personalmente en la ciudad, la reafirmó, la abasteció de tropas, y desterró a Yaya, que se quedó deshonrado y sin tierras. Fue acogido en el ejército cristiano, pero con dificultad, porque a Fernando, aun convencido de lo contrario, le convenía acusarlo de impericia o de mala fe en el trato; hasta que acabó por expulsarlo de su lado.

Más tarde, cuando mi padre comprobó su deseo de venganza, repuso a Yaya como gobernador de Almería. Ahora iba a demostrar que quien una vez traiciona sólo excepcionalmente deja de traicionar.

Pero, por otra parte, para afirmar su posición, Yaya se había casado con su prima Merién Benegas, hermana de Abul Kasim y de Riduán, los más altos dignatarios del “Zagal”, y éste, a su vez, con una hermana de Yaya. Además era cortesano, galante y muy valiente.

Su historial de guerra sólo era comparable a su éxito en la paz con las mujeres. Tenía el cabello muy rubio, ojos celestes y avizores, nariz prominente, pómulos marcados y rojizos, barba puntiaguda y boca reidora. De estatura elevada, era su porte marcial y dominador.

Cualquiera que lo tuviese de aliado, gozaba de una buena pieza a su favor; quien lo tuviese en contra, de un mortal enemigo. “El Zagal” conocía lo bueno y lo malo de nuestro pariente. En su opinión, equivocada, pesó más lo primero. Consideró que el odio contra Fernando, provocado por el desvanecimiento de sus designios, y lo crítico de la situación para todo el Islam, eran argumentos que su cuñado no desecharía.

Mandó, pues, al príncipe Yaya a Baza; la fortaleció con la guarnición más aguerrida que tuvo nunca una plaza andaluza, procedente de Almería, de Almuñécar y de las Alpujarras, y la pertrechó con las mejores máquinas de guerra que empleábamos.

La reina Isabel, en el otro bando, exprimió aún más a sus vasallos: impuso pechos nuevos a los pueblos del Sur, que se le resistían, y se ayudó con los de Castilla, donde se murmuraba que era preferible que la reina tomara de una vez sus haciendas y cumpliese por ellos. Exigió subsidios de las iglesias y de la clerecía, de las hermandades, del fisco, y hasta de los herejes y judíos, porque todo era menester para los gastos que se avecinaban. Y reunió un ejército de no menos de 13 mil jinetes y de 40 mil peones, a más de los que viajaban allegados a él para auxiliarlo. A su cabeza, los más esforzados varones de la frontera, los laureados y los traídos en romances y en trovas: el de Cádiz, caudillo principal, los triunfadores de Málaga y de Ronda, el que defendió Alhama con una decoración de lienzos pintados para simular defensas de que carecía, el conde de Cabra y su sobrino, Hernando del Pulgar, mi carcelero Martín de Alarcón, que participaría en un hecho más real que el de Estepa, y Gonzalo de Córdoba también.

No contento con esto, el rey Fernando solicitó mi ayuda, como vasallo suyo, en hombres y dinero.

No dispongo de oro -le contesté-, sino muy al contrario: he de recibirlo hasta para los más menudos gastos de mi menuda corte.

Una tarde bajé con mi esposa Moraima a las salas donde vi, de adolescente, el tesoro de los nazaríes; sólo quedan las salas, unas cuantas arañas por los rincones, y algún murciélago. Mientras me tuvisteis en prisión, los sucesivos ocupantes de la Alhambra, para costear descubiertos y guerras, han consumido cuanto vi. Hasta tal extremo que, cada vez que he pedido vuestro auxilio para restablecer el orden en Granada, os lo he tenido que pagar con el importe de lo confiscado a los mismos cabecillas de la revuelta que aplacabais. Y, en cuanto a hombres, ni un solo granadino combatiría contra sus correligionarios. Su alteza habrá de conformarse, como yo, con estos cincuenta cautivos cristianos que os envío, de los muy escasos que quedan ya en Granada.

Fue en junio cuando se dirigió hacia Baza el gran ejército.

Primero se apoderó de Zújar, así como de las fortalezas y castillos del contorno; luego le puso sitio.

En la serie inicial de combates llevaron la mejor parte los sitiados, y dieron muerte a tantos enemigos que éstos flaqueaban sin poder defenderse más que con parapetos y trincheras. Desesperados de adueñarse de la plaza por asalto, retejaron sus estancias lejos de los muros, y aun dudaron si levantar el cerco y dejarlo para más propicia ocasión. En esto, los de Baza entraban y salían sin ser hostilizados, y así se mantuvieron julio y agosto: con el enemigo acampado a distancia, impidiendo la aproximación de su artillería y de sus máquinas, y rechazando con facilidad sus embestidas.

En septiembre, la reina -que era utilizada a tal fin con frecuencia- visitó el campamento y afeó a la tropa su poquedad. Animados por ella, los cristianos estrecharon el cerco. Con una muralla de madera y una gran foso, guarnecidos ambos por guardias y peones, estorbaron la salida de los sitiados y la entrada de quienes acudían con socorros. No obstante haber acercado a la ciudad sus ingenios de batir, seguían saliendo los de Baza por sus portillos o sobre la muralla, y los acometían en su propio campamento inflingiéndoles daños de consideración, y apropiándose de sus provisiones.

En octubre y noviembre empeoró la situación de los sitiados al escasear los alimentos; examinada su cuantía por los jefes, echaron de ver que para pocos días les quedaban. Sin embargo, se conjuraron para no decaer, con la esperanza de que el enemigo se retiraría ante la proximidad del invierno. Cuál no sería su sorpresa cuando lo vieron labrar piedras y cimentar edificios donde ampararse de él. El pesimismo se alojó en sus corazones.

Pero tampoco para los cristianos la situación era halagüeña.

El invierno cayó sobre el campamento: morían de frío y hambre los soldados; los sabañones y la congelación les impedían manejar las armas. Fernando, ante el fracaso de una campaña en la que tanto perdía, se dedicó a su arte favorita: la astucia y el soborno. Por medio de Gutierre de Cárdenas, el comendador de León, a quien después me tocó ver más de cerca de lo que habría querido, entró en contacto con el príncipe Yaya. Yo conservo -porque me la remitió para doblegar mis insolencias- copia de alguna de las cartas que se cruzaron entre ellos. El rey propone la rendición de Baza al general, a cambio de donaciones y mercedes; el general contesta que no tiene fe alguna en las propuestas del rey, porque no ha olvidado sus informalidades y sus alevosías; replica el rey prometiendo ser mejor cumplidor de cuanto ahora ofrece, y mostrándose muy arrepentido de haber faltado a su palabra en la ocasión de marras, que no es otra que la doble traición de Almería. Y así siguen los tratos, las promesas y las garantías de las promesas, sin que el rey desista ante la irritada suspicacia del general, y sin que el general los cierre, aunque sí los aplaza. Con tan prolongado tejemaneje, de pillo a pillo, la pretensión de Yaya era recabar una avenencia más ventajosa para él; la de Fernando, que los baezanos se extenuasen. Para enterarse del auténtico estado de su aprovisionamiento, mandó el rey a unos de sus magnates con el pretexto de conferenciar. Pero, avisados los de dentro de su intención, reunieron los alimentos que les quedaban -las hortalizas, las frutas, los montones de trigo, unas pieles de cabrito rellenas de pajay los colocaron en los mercados por donde iba a pasar el emisario, con el fin de probarle que la guarnición podía aún mantenerse mucho tiempo. Como he leído en mi antecesor zirí Abdalá, la guerra no es más que falacia y ardid, y la estratagema de Yaya, versado en ellos, surtió efecto. Cayó el rey en su propio cepo, y mejoró su importe el general, de forma que aquél vino en concederle cuanto le pedía.

Sin embargo, Yaya exigió más aún. Sus demandas fueron tan altas que no había modo de aceptarlas; la cantidad de mercedes, tierras, privilegios y concesiones era tal, que valían más que la ciudad que iba a rendir. Los cristianos siguieron intentando el asalto y muriendo; los capitanes, planteando nuevas operaciones militares; la reina, rebuscando víveres y recursos en Castilla, y Fernando, redactando cartas con juramentos y ofertas recrecidas. Ante su ineficacia, no se arredró; más bien condujo el asunto con una inimitable maestría. Sugirió al general la posibilidad de darle cuanto pedía y mucho más, con una sola condición: la de entregar, con Baza, el feudo entero del “Zagal”.

Para eso hacía falta que el príncipe Yaya engañara a quien era su primo, su emir, su amigo, su cuñado, y del que él era hombre de confianza, general en jefe, brazo derecho y consejero. Experto en deshonores, calculó lo que éste le valdría, y, mientras continuaba defendiendo Baza para aumentar su valor a ojos de Fernando, trazó su plan junto al “Zagal”. En connivencia con el cristiano, salió a escondidas para entrevistarse con su víctima en Guadix; ante sus subordinados, incluido Mohamed Hasán, iba a solicitarle o socorros suficientes, o licencia para entregar la ciudad. La finalidad del viaje era distinta.

Nadie como yo puede comprender la verdad y la falsía de las alegaciones de Yaya a mi tío: la verdad de su falsía, y la falsía con que manejaba la verdad. El general le describió la espeluznante situación auténtica de la ciudad cercada: sin víveres, sin armas, sin recursos, con el invierno igual que una losa de mármol blanco sobre ella; sus habitantes, diezmados por el sitio, la epidemia y el hambre; los niños, muertos de inanición y de miseria; las madres, reclamando la rendición a voces; los hombres, negándose a salir a los adarves; la soldadesca, famélica e indisciplinada, resistiéndose a pelear. Y frente a eso, ¿qué es de los sitiadores? Resueltos a conquistar a cualquier precio, han construido un campamento de piedra; poseen armas muy superiores, y allegan más aún; sus avituallamientos ponen los dientes largos a los sitiados, cada noche, alrededor del fuego, cantan canciones de amor y de alegría. El rey Fernando ha resuelto castigar a Baza por resistir en una defensa inútil que dilata y perturba sus proyectos: quienes sigan vivos serán condenados a esclavitud y vendidos; sobre la ciudad, asolada, se sembrará la sal. ésta es la realidad de la situación; lo demás son enmascaramientos. Tal tragedia no podrá ser evitada -así lo asegura el general, que lo sabe muy bien- sino con una capitulación rápida que deje a salvo la vida, la libertad y el honor.

El Zagal”, abatido, pide la opinión de algunos consejeros; los consejeros han sido comprados previamente por Yaya con oro castellano. “El Zagal” se aparta a los rincones más oscuros de la alcazaba: reflexiona golpeándose contra su impotencia; se contradicen su corazón y su cabeza; sufre la agonía que sólo conocen los gobernantes responsables en los peores momentos; se desespera. Pasa un día, dos, tres, y no amanece. Yaya sólo lo ve para atosigarle y urgirle a sentenciar. Una madrugada en la que el frío chorrea por los muros, llama “el Zagal” a Yaya.

Haz lo que menos hiera a mis gentes de Baza -le dice con voz estrangulada-. Que se cumpla la voluntad de Dios. Si Dios no hubiese decretado su pérdida, mi brazo y mi espada, aun ellos solos, habrían podido defender la ciudad.

Olvidó “el Zagal” que Dios decreta muy pocas cosas, y que su voluntad no siempre escoge intermediarios dignos para manifestarse; e ignoraba que la sombría labor de Yaya no había hecho más que empezar. Ya abierta la herida, era preciso empujar la daga hasta la empuñadura. “El Zagal” está demacrado y tembloroso; su mano ha derramado el agua de la copa en que bebía; sus ojos insomnes, ribeteados de rojo y con anchas ojeras, no resisten el peso de los párpados. Yaya pone su mano, de vello rojizo y fino trazo, sobre el hombro del emir.

Déjame hablarte, como a mi hermano que eres, del mismo modo que, en las heladas noches de Baza, me he hablado a mí mismo. Tu espíritu, respetado y querido Abu Abdalá, no es el más a propósito para resistir esta campaña; una campaña más agotadora que un desierto y más escarpada que la Sierra Solera. Te aseguro que todos los pasos que en ella demos se volverán contra nosotros. Las fuerzas de los cristianos son inmensas e inacabables sus recursos; su ejército está aureolado por el fervor; cada uno de sus hombres vale por diez de los nuestros hoy en día. Somos inválidos contra ellos; estamos arruinados, empequeñecidos y rodeados por las traiciones de tu sobrino Boabdil; él, en Granada, es un simple testaferro de los cristianos, y Granada es la cabeza del Reino.

Cuando rindamos Baza, el rey Fernando se trasladará frente a Guadix o frente Almería, y, antes de que pase mucho tiempo, arrasará todos tus baluartes. Yo, que lo odio, sé de lo que es capaz; por eso lo odio... Y no eches en olvido que, por añadidura, tus generales y tus consejeros son partidarios de una rendición decorosa.

Tú ya hiciste bastante por tu pueblo: te llaman “el Zagal” y han seguido con fe tu bandera; la han seguido hasta aquí, pero ni un paso más. Mi opinión, Abu Abdalá, es que ha llegado el temido momento de envainar las espadas para no conducir al pueblo a las mazmorras de la esclavitud o al frío de las tumbas. él te venera y te obedecerá; pero no debes, por soberbia, exigirle más sacrificios de los que hasta ahora le exigiste. Capitula con los cristianos, emir; ellos otorgarán a tus súbditos honrosas condiciones, tan opuestas a lo que una guerra a muerte provocaría, y te mantendrán a ti con la altura que tu estirpe y tu grandeza reclaman. No es hora de batallas, sino de pactos. Te lo dice quien no sabe pactar, sino luchar. Te lo dice quien menosprecia su muerte, pero no la de sus soldados. Te lo dice quien te quiere bien, y sabe distinguir cuándo la sangre es útil y cuándo se derrama a oleadas estériles como en un matadero.

Nadie puede comprender mejor que yo -repito- lo que había de cierto y de incierto en los razonamientos de Yaya.

Al fin, acorralado “el Zagal” por sus propias dudas, sin asidero alguno, llamó a su primer secretario. Con una cadavérica inexpresión, le mandó extender una carta plenipotenciaria a favor de Yaya para tratar con los cristianos en su nombre. Unida la paciente astucia de Fernando al más pérfido abuso de confianza, había triunfado una vez más.

Fernando fingió que la ventaja en las condiciones de la capitulación sólo rezaba con los habitantes de Baza, y no con quienes habían acudido en su auxilio desde Guadix, Almería, Almuñécar y las Alpujarras; éstos deberían de ser echados de la ciudad antes de firmar los contratos. Tal propuesta fue rechazada y se suspendieron las visitas unos días. Al cabo, accedió el rey cristiano, puesto que tal actitud era sólo una maniobra de regateo para satisfacer en algo a los sitiados. De las mutuas estipulaciones acordadas, unas se hicieron públicas y otras se mantuvieron secretas. Yo he conocido las segundas porque el aragonés me envió copia fidedigna de ellas para mi ilustración y como sugerencia.

Los cristianos dejaron ir a Guadix, con sus caballos y equipos, a los caballeros y peones que componían la guarnición. El 3 de diciembre los alcaides de la ciudad pusieron al rey en posesión de la alcazaba, sin que lo percibiera el pueblo. A éste se le dijo que todo aquel que quisiera continuar en la plaza gozaría, por el convenio, de paz y seguridad, y que quien deseara trasladarse a otro sitio podría hacerlo con sus armas y haberes. Muchos partieron para Granada; en cuanto a los que se quedaron, por temor a su alzamiento, fueron arrojados poco después de la ciudad y obligados a vivir en sus afueras.

Se acordó que “el Zagal” entregaría, en un plazo no mayor de dos meses, todas las ciudades, villas, lugares, alquerías, castillos y fortalezas de su jurisdicción.

Eso -salvo el recinto de Granada, donde yo ejercía una sombra de autoridad bajo el vasallaje de Castilla- era cuanto quedaba del Islam andaluz.

A cambio, “el Zagal” recibía los distritos de Lecrín, Andarax y Lanjarón, con sus lugares y sus rentas y los vasallos que los habitaban; la mitad de las salinas de la Malahá, y una cantidad equivalente al importe de la otra mitad: veinte mil doblas castellanas.

Otras cláusulas eran: que el emir, que había dejado de serlo, podía instalarse con sus familiares en cualquier punto del territorio cristiano; que en sus términos no se permitiría entrar a ningún infiel sin su permiso; que si deseaba vender sus propiedades, los reyes se las comprarían en treinta mil doblas; que si quería marchar a áfrica, se le concedería pasaje gratis a él y a los suyos, con sus riquezas y sus armas, salvo bocas de fuego; y que, en cuanto los reyes cristianos entrasen en Granada, le devolverían a él y a sus parientes y criados, y a los jefes de su parcialidad, y a Soraya y a sus hijos Cad y Nazar, los bienes que yo les había confiscado. En un codicilo adicional se comprometían los reyes a que tales mercedes no fuesen contrariadas ‘por nuestro muy respetado en Cristo Santo Padre, ni por los prelados y caballeros, ni por otras personas de cualquier clase y condición que sean’. [En lograr ese codicilo tuvo mi tío más suerte que yo, aunque tampoco le sirvió de nada.] A Abul Kasim Benegas, a los alcaides de las ciudades reunidas, a los jeques, a los cadíes, a los ministros y a los dignatarios se les adjudicaron, según su importancia, propiedades, dinero y alhajas.

El príncipe Yaya cambió de religión poco después. Su nuevo nombre es don Pedro de Granada Venegas; lo hicieron caballero del hábito de Santiago y señor de Marchena de Almería; le asignaron más de sesenta mil doblas en oro castellano, honores que lo acercaban a los Grandes de España, incalculables privilegios y derecho a mandar ciento cuarenta lanzas pagadas por Castilla. En su escudo grabó un mote: ‘“Servire Deo reinare est”’, alusivo a sus aspiraciones al trono nazarí. Y para congraciarse con los reyes cristianos, que le miraban con la reserva que se merecen los felones, se dispuso a ayudarles a que lo conquistaran.

El rey Fernando se dirigió a Almería. En el trayecto no encontró castillo ni aldea que no se le sometiera. Las guarniciones castellanas ocupaban las plazas a medida que sus alcaides las abandonaban después del pago convenido.

Sólo uno se negó.

Yo, señores -dijo a los reyes-, soy andaluz, de linaje de andaluces y alcaide de Purchena. En ella me pusieron para que la guardara. Vengo aquí ante vosotros no a vender lo que no es mío, sino a entregaros lo que hizo vuestro la fortuna. Y creed que, si no me enflaqueciese la flaqueza que encuentro en los que me debían esforzar, la muerte sería el único precio que admitiese por defender Purchena, y no el oro que me ofrecéis por venderla. Recibid esta villa que la suerte hizo vuestra. Sólo os suplico que respetéis a los andaluces de la ciudad y a los moradores de su valle, y que mandéis que sean conservados en su ley y en lo suyo, en su religión y en sus costumbres. Y que a mí me deis un seguro para que, con mis caballeros y mi familia, pueda pasar, vuelta la cara, a áfrica.

No todos los andaluces se portarían como él.

Días antes había partido “el Zagal” a fin de recibir al aragonés, prestarle vasallaje y ponerle en posesión de cuanto estaba bajo su obediencia. Cumplido el trámite, viajaron ambos juntos a Guadix, y “el Zagal” entregó la ciudadela en la que se me proclamó por primera vez sultán y en la que él resolvió dejar de serlo. En un abrir y cerrar de ojos, todo mudó; ya yo no era el traidor.

En las alcazabas dejó el rey un alcalde cristiano que regiría los pueblos enajenados, mudéjares ya por obra y gracia de las firmas; a partir de entonces serían, como mucho, tolerados en su propia tierra. Y, con ánimo de granjearse la voluntad de los arráeces y de los adalides, encargó a su gente que les guardasen toda clase de atenciones y fuesen con ellos generosos. Para corresponder, “el Zagal” y los suyos se brindaron a apoyarle en la empresa más ardientemente deseada por su corazón: la de entrar en Granada. Con razón -ahora puedo escribirlo sin que se me desgarre el alma- pensaba mi gente, aunque por vergüenza no me lo dijera, que “el Zagal” había vendido sus dominios por vengarse de mí, y que yo tampoco tardaría en caer en manos enemigas, a pesar de hallarme en paz con ellas y durante una tregua confirmada.

Los granos de la granada habían sido, uno a uno, arrancados. Con cuánta melancolía recordaba los versos que dediqué al “Zagal” durante mi cautiverio:

Apresúrate, no te detengas, indómito.

Alza tu brazo, valiente, y ve.

Estamos todos suspendidos ante tu voz.

Sigue cumpliendo tu radiante destino de invencible.

Alza tu espada, y convoca y reúne a las gentes dispersas...”

Así terminaba, para desgracia mía, el año 1489, y con él muchas otras cosas.

El siguiente empezó peor aún.

Violando los pactos, Fernando se apoderó de las torres de la Malahá y de Alhendín, mejoró sus defensas, e instaló en ellas una guarnición con municiones abundantes de boca y guerra. Por su gran proximidad, serían dos puestos claves cuando amaneciera el nefasto día de ponernos sitio. Yo me encontraba entre la espada y la pared: mi impopularidad crecía en Granada a medida que se acercaban a ella los cristianos. Envié a mi hombre de confianza, el visir El Maleh, para reemprender negociaciones.

Regresó con dos oficiales cristianos que yo ya conocía: Martín de Alarcón, ahora alcaide de Moclín, y Gonzalo de Córdoba, ahora alcaide de Illora. No olvido los ojos resbaladizos del primero y los ojos bajos del segundo al exponerme la demanda de sus reyes: rendición inmediata.

Don Gonzalo... -insinué.

él bajo aún más sus ojos. Fue don Martín el que habló:

Grandes preparativos se están haciendo por toda Andalucía; vos estáis solo aquí. Si os retiramos nuestra ayuda, serán vuestros propios súbditos los que acaben con vos: ya don Gonzalo ha tenido que libraros de ellos en varias ocasiones.

Volví mis ojos a Hernando de Baeza, que asistía a la entrevista; también bajó los suyos. Los capitanes, sin tener otra cosa que añadir, se despidieron. Me daban dos días para comunicarles mi decisión. Sin saber para qué, pedí dos más.

Al tercero, volvió de Sevilla Aben Comisa al que, consciente de que andaba por su cuenta en tratos con los reyes, había mandado a negociar.

Pon los pies en la tierra, Boabdil. De acuerdo, según ellos, con lo estipulado en Córdoba y en Loja, los reyes exigen la entrega de Granada sin dilación ninguna.

No es cierto. Aquí tengo el contenido literal de las capitulaciones -le respondí mostrándoselas.

Lo han previsto también. Por si argüías eso, me participaron que rehusan respetar cualquier compromiso anterior que se oponga a sus órdenes de ahora.

Antes de que se cumpliese el cuarto día del plazo llamé a los caballeros cristianos.

En virtud de los tratos secretos que existen entre vuestros soberanos y yo, apoyado en mi propia voluntad y en mis necesidades y en las necesidades de mi pueblo, he determinado entregar la ciudad de Granada y sus alfoces de acuerdo con las capitulaciones que firmemos a través de sus compromisarios y los míos. Id a los reyes y decídselo así.

Advertí un relámpago en los ojos de Gonzalo de Córdoba, no sé si de desestima, de alegría o de pena; en los ojos de Martín de Alarcón no advertí nada; en los de Hernando de Baeza, un gran asombro.

No había salido aún de Granada cuando convoqué a los ministros, que eran muy pocos, a los jefes del ejército, a los alfaquíes, a los nobles y a los síndicos de los gremios y trabajos y barrios. Les hablé con voz vibrante:

Al entrar mi tío, al que llamasteis con motivo “el Zagal”, en la obediencia de los reyes cristianos, ha hecho infecundos los tratados de paz que yo tenía ajustados. A nosotros no nos queda sino someternos, o apelar a las armas. Mi intención no es, como propalan sinuosos rumores, dar al infiel ni la ciudadela de la Alhambra ni vuestra ciudad. Os he llamado a este Salón de Comares, donde en otro tiempo se acogió con arrogancia a los embajadores, para que me expreséis vuestro dictamen.

Yo sé que muchos de vosotros habéis conspirado contra mí por considerarme vendido al oro y a la fuerza de los reyes cristianos -acallé con la mano un murmullo de protesta que se iniciaba-; yo sé que soy para vosotros “el Zogoibi” -repetí aún con más rotundidad el gesto-; pero quizá hasta ahora no haya tenido la ocasión de manifestarme a vosotros como soy. Siempre creí que llegaría a una conformidad con “el Zagal”, que era a quien vosotros seguíais y admirabais -repetí el gesto por tercera vez-, aunque menos que yo. No ha sido así. “El Zagal” nos ha traicionado a vosotros y a mí -la frase no salió de mi garganta con la brillantez requerida-. Ahora, al girar su rueda, la fortuna ha invertido los puestos, y soy yo el único sultán con que contáis. Contestadme: ¿lucharéis junto al “Zogoibi” para proteger Granada, o preferís que “el Zogoibi”, respondiendo a su mote, les entregue Granada a los cristianos? ¿Me forzaréis a aceptar un destino que me repele y una decisión vuestra que me haría sangrar?

El salón se llenó de un clamor solo; todos se comprometían a ser conmigo una mano para combatir al adversario. La primera voz que escuché fue la de Abrahén el Caisí; entrecerrando los ojos, le hice una seña de gratitud. Había advertido que se cruzaban muchas miradas pesarosas; pero también advertí que ninguno osaría oponerse a la asamblea. Por si acaso, insistí:

—¿Lo juráis?

él sí ascendió a la cúpula del salón y descendió desde ella por los muros.

Hagamos, pues, la guerra santa, como nuestros antepasados, mientras Dios nos mantenga.

Antes de que se disolviese la asamblea, vinieron a decirme que el pueblo se había alzado en las Eras de Abenmordi y pedía a voces la guerra; una comisión suya subía desde la Puerta de la Explanada.

Sin vacilar, salí a su encuentro rodeado por los notables. Con los brazos en alto, como quien promete un anhelado premio, les prometí la guerra.

Yo -y acaso todos- estaba seguro de que iba a ser la última de Andalucía. Y, con toda la devoción de la que era capaz, supliqué al Omnipotente morir antes de que ella concluyese.

Cuando en una fecha más o menos próxima -pero, en cualquier caso, taxativa- iba a dejar de serlo, me sentí sultán. La primera decisión que adopté fue la de organizar mi secretaría. Al tipo de sultán que yo era, por el momento le servirían mejor los secretarios que las armas. Las que había de emplear, antes que otra ninguna, era la habilidad, la precisión y la oportunidad. Lo único que podía ganar era tiempo. Para eso tenía que prolongar las negociaciones, a conciencia de adónde me conducirían.

Y el tiempo, ¿para qué? Para pedir ayuda a diestra y a siniestra.

Los papeles carmesíes de mi cancillería debían inundar las tierras andaluzas y cualquier otra donde nuestro Dios fuese adorado. Y todo simultáneamente y a la velocidad del rayo. Porque con poco tiempo tenía que ganar mucho. Convoqué al visir El Maleh, al alguacil mayor Aben Comisa y a Abrahén el Caisí, que aún mantenía relaciones comerciales con los cristianos que me interesaban y con la mayor parte de los musulmanes que iba a necesitar. (Quiero aclarar que El Caisí era el nombre en Granada de quien para los cristianos se llamaba Abrahén de Mora.) Les comuniqué, por si no lo sabían, aunque sospechaba que sí, el contenido de las cláusulas secretas de Córdoba y de Loja.

¿Creía en la fidelidad de Aben Comisa? No, pero me convenía simular que sí: para quien se halla en la duda de ser o no leal, la sospecha es el empujón que lo lanza a la deslealtad. Los tres estuvieron de acuerdo conmigo en que era necesario eludir el cumplimiento de los pactos. Los nombré embajadores reservados, les entregué cartas acreditativas, y los mandé a la corte de Córdoba para que trataran de encontrar una solución llevadera. Eran hombres empedernidos en el regateo y la componenda; en peores circunstancias no podían ponerme.

Nuestra oposición se fundaba en muchas razones, desechables todas para los reyes; pero era preciso insistir, repetirlas, retorcerlas, adornarlas. En primer lugar, aún no había expirado la última tregua de dos años. En segundo, con arreglo a la letra de los pactos, no había llegado el momento de cumplirlos; en ellos se convenía la entrega de Granada ‘cuando pudiera ser’, y no podía: las bandas militares, los creyentes granadinos, el pueblo encrespado por la exhortación de los santones, al solo anuncio de la rendición me cortarían la cabeza, y así la entrega se frustraría. Era imprescindible preparar el terreno; eso nos llevaría algunos meses. Porque, si bien los reyes podrían entregar Baza y Guadix porque eran suyas, yo no podía disponer de Granada, capital y Reino, todo en uno, sin provocar una sublevación. No pedía yo tanto como ser desligado del compromiso, sino una prórroga que me permitiese cumplirlo de manera pacífica. éste fue mi mensaje.

Entretanto dirigí una proclama a los musulmanes más representativos de los lugares rendidos por “el Zagal”. Los fustigaba con sus deberes religiosos; los incitaba a la rebelión y a la guerra santa; los comprometía a sostener con sus vidas y bienes la continuidad del Islam en Occidente; les sugería que evocasen las glorias de sus abuelos y el dolor de que nosotros, por cobardía, dejáramos perderse, en nuestra hora, tantas otras de esplendor y riqueza; y, en fin, les avisaba de lo que iba a sucederles cuando los reyes incumplieran, como era su costumbre, sus compromisos, y ellos se transformaran en incómodos huéspedes dentro de su propia casa. En consecuencia, los alentaba a resistir, a tratar conmigo a través de representantes furtivos, a conspirar entre ellos, a ponerse sigilosamente en armas, y a asaltar sus fortalezas y castillos aprovechando cualquier descuido de los conquistadores.

Mis tres embajadores regresaron de Córdoba con un ultimátum de Fernando; no se había dejado convencer. A mí me otorgaba el concertado señorío ducal contra la inmediata rendición de Granada: eso era todo. De lo contrario, actuaría por las bravas; anularía las estipulaciones favorables, y aplicaría con el máximo rigor las cruelísimas leyes de la guerra; yo mismo quedaría como esclavo a su merced. ‘El que avisa -acababa- no es traidor.’

Casi a la vez, llegaron a Granada los primeros ecos de mi invitación a los levantamientos.

Eran más entusiastas de lo que había imaginado. Necesitaba tiempo, tiempo, tiempo..., aparte de todo lo demás. Envié mis apoderados al marqués de Villena, que ejercía la capitanía general de la frontera en Alhama, en ausencia de Fernando. El marqués, tal como yo esperaba, alegó incompetencia; pero gané unos días. Volví a enviar a Aben Comisa a la corte de Córdoba con nuevas proposiciones dilatorias; en ellas hacía depender la entrega, ‘que yo deseaba tanto como sus altezas’, de las circunstancias del pueblo granadino, que los tanteos me daban como muy adversas. El recibimiento del rey a mi plenipotenciario fue terrible; no lo entretuvo ni una hora. Me lo devolvió con una carta, en la que me amenazaba con hacer circular por toda Granada cientos de copias de las cláusulas secretas, para que se enteraran todos de quién era su rey y de cómo los había vendido a cambio del auxilio contra “el Zagal”.

No me pareció oportuno sentirme herido en mi dignidad. Volví a enviarle a El Maleh esta vez, indicándole que era justamente ese alzamiento del pueblo contra mí, y en consecuencia contra él, lo que era preciso evitar más que nada en el mundo. Y para tratar personalmente de todo, le sugería un encuentro en Alcalá la Real, asegurándole que llegaríamos a una amistosa compostura. Fernando aceptó; pero conocedor por sus espías -¿quiénes, Dios, quiénes?- de cuanto yo tramaba, se presentó en Alcalá -cosa que supe yo por mis espías- con una tropa que ocupó las afueras y el recinto. Yo, que me acercaba a la villa disfrazado de arriero en una recua de El Caisí, creí mejor regresar. Eso supuso lo que yo temía; una declaración formal de guerra. Había conseguido un mes de tiempo apenas.

Ahora mi táctica fue dar la callada por respuesta. Fernando entró, desde Alcalá, por la Vega a banderas desplegadas. Sus capitanes disputaban entre sí por el honor de pisar el primero la Alhambra. Oíamos las gritas de sus soldados, el alegre galope de sus jinetes y el relinchar de sus caballos. Yo mandé atrancar puertas y postigos, barrear las entradas, clausurar el castillo de Alfacar, que era mi única fuerza extramuros.

Prohibí que nadie saliera del recinto cercado, ni se asomase siquiera a las almenas. Nadie tenía que disparar, ni responder a las provocaciones. Desde la torre de la alcazaba vieja, agachado tras una almena, vi talar campos, destrozar sembrados, destruir molinos, incendiar alquerías, moverse las mesnadas como una plaga de langostas por la verde y feraz anchura de la Vega. Los cristianos no dejaron en pie ni un árbol ni una torre; pero no tropezaron con ningún andaluz a quien matar, ni a quien perseguir, ni a quien vencer.

Granada sólo podía ser rendida por asalto o por sitio. Para una cosa y otra se requerían muchos elementos imposibles de improvisar.

Mis antecesores ziríes supieron, al trasladar la capital desde Elvira a Granada, dónde ponían su seguridad. Para conquistarnos, los cristianos necesitaban tiempo como yo. Hasta la primavera no estarían dispuestos: ésa era mi esperanza.

No de salvación, que no la había: mi única esperanza de poder esperar. Y así fue: después de demoler algunos fuertes, como el de Gabia, y de reparar los castillos de Alhendín y de la Malahá, tuvieron que volverse. El rey retornó a Córdoba mordiéndose de rabia las yemas de los dedos. Yo no me hacía ilusiones: sabía que la suerte estaba echada; pero esa mano había sido mía.

Algunos capitanes renunciaron al viaje que sabían de ida y vuelta. Después de haber visto tan de cerca Granada, optaron por quedarse en alguna ciudad de la frontera ejercitándose mientras duraran los hielos del invierno. Entre esos nobles y los míos se tramó una contienda de encuentros personales, de retos y desafíos con más de torneo que de guerra, con más de emulación que de eficacia. Se produjeron hazañas individuales, creo que en muchos casos exageradas o inventadas por poetas desocupados y anhelantes. Una de ellas fue la de Hernando del Pulgar, que, según cuentan, clavó un pergamino con una oración cristiana en la puerta de nuestra mezquita mayor. Yo no vi el pergamino, ni el puñal, ni la oración cristiana; no creo que nadie de Granada los viera. De todas formas, prohibí malgastar fuerzas, que tanto íbamos a necesitar, en galanteos y fachendas. Una vez más tenía razón Gonzalo Fernández de Córdoba: las guerras de romance habían concluido.

Y llegó el mes de marzo. Un atardecer, en el que el día que había sido muy claro comenzaba a nublarse, ataqué de improviso la alquería del Padul. Era la última conquistada por Fernando. Tomé su castillo por asalto, y pasé a cuchillo a la guarnición y a los mortadíes que la acompañaban. Mi odio por los mortadíes, esos renegados que aconsejaban y guiaban a los cristianos orientándolos a los lugares más desguarnecidos, se había redoblado. Cuando regresé a Granada me entregaron muchos mensajes de aldeas de las Alpujarras en demanda de socorro para sacudir su yugo; lo prometí sin la menor idea de cómo lo proporcionaría. Al día siguiente salí con mis tropas camino de Lanjarón. íbamos tan seguros sobre nuestros caballos -pienso que fue eso sólo- que pusimos en fuga varios presidios cristianos con los que tropezamos en algunos lugares. Nuestra expedición no parecía tener un fin concreto; yo, sin embargo, sabía a la perfección adónde iba. Iba al castillo de Andarax, donde supe que se encontraba “el Zagal” con muchos de los suyos. Mandé con antelación un grupo de soldados que interceptara el camino de Almería por donde yo estaba seguro de que “el Zagal”, sin combatir, se alejaría. Advertí a los míos que vigilaran como linces, porque temía que huyera disfrazado. Mis hombres, ante el placer de la venganza, me obedecerían; ya previamente se frotaban las manos.

No le era necesario disfrazarse. Cuando me lo trajeron, entre unos mortadíes, me costó mucho trabajo reconocerlo. Sólo sus ojos lo denunciaron, porque huían demasiado de los míos. Lo acompañaba, ese sí disfrazado, Husayn. La noche era muy clara. Se escuchaba un mochuelo y algún perro montaraz que respondía a otro. Las gozosas fogatas del campamento salpicaban la ladera. Yo me propuse recordarlo todo como lo veía, grabarlo todo en mí para después; creo que no lo logré. “El Zagal” se apeó de su caballo, seguido de Husayn. Todavía guardaba un leve resto de prestancia. El primer indicio me lo dio su forma de andar un poco rígida. Pero había engordado y había envejecido. Un albornoz pardo lo envolvía sin gracia. Avanzó hacía mí con las manos tendidas; Husayn imitó su gesto de sumisión.

A unos soldados que iban a maniatarlos, los detuve. Cogí las manos del “Zagal” entre las mías.

Nos miramos muy largamente. Yo murmuré:

Abu Abdalá. Abu Abdalá...

Sin dejar de mirarlo, señale con la cabeza a su acompañante y les dije a mis hombres:

A ése no quiero verlo. Cortadle la cabeza.

—¡Señor! -gritó Husayn arrodillándose.

Cuando se lo llevaban a rastras los soldados, sin volverme, mirando al “Zagal” todavía, dije en un alarido:

Acuérdate de mi hermano. Yo no lo he olvidado.

No había olvidado nada: ni el anochecer lluvioso en que lo conocí, ni a mi perro “Din”, ni a Jalib, nada. Porque nada se olvida. Pero no era el momento de recordar.

Con las manos del “Zagal” aún entre mis manos, susurré:

Tengo graves reproches que hacerte. Hace mucho tiempo que nos deberíamos haber encontrado.

Ahora es ya tarde para todo -me contestó.

—¿Me entiendes tú? ¡Necesito que me entiendas!

Ya es tarde para todo. También para entenderte. Y además, daría igual: es como si ya estuviera muerto.

únete a mí. Juntos recomenzaremos.

No. Ahora “el Zagal” eres tú, y yo soy “el Zogoibi”. No le hago falta a nadie. Apréndelo, Boabdil. ésta es tu hora; aprende en mí.

Con una torsión, desasió sus manos de las mías.

Déjame ir -dijo, y era más un mandato que una súplica-. Nuestros destinos se separaron hace mucho.

Yo no recuerdo nada. Ni recordaré nada: esta noche no existe... Yo no existo. Lo que dejé caer está ahí, en esas manos tuyas. Déjame ir.

Aún podemos triunfar, juntos tú y yo, como lo soñé siempre. Aún podemos hacer tú y yo que nuestro pueblo triunfe. Mírame, Abu Abdalá: aunque tengamos que refugiarnos en los riscos de la Alpujarra. Quédate. ¡Quédate!

En mí se personifica la derrota. “El Zogoibi” no te traería suerte. Adiós, Boabdil. Mátame a mí también y enseña mi cabeza, en lo alto de una pica, a tus soldados. Quizá ésa fuese mi única manera de serte útil.

Volví a oprimir sus manos; volvió a soltarlas de las mías.

Si no quieres mi vida, como la de Husayn, deja que me vaya.

Que Dios te conceda la victoria.

Pero aprende de mí.

Le sostuve la brida del caballo mientras montaba. No montó con la misma agilidad de antes. Puso su mano abierta sobre mi cabeza.

Adiós, Boabdil -ladeó un poco su rostro, como si fuese a sonreír-. Adiós otra vez, esperanza.

—¡No te olvidaré nunca! -le grité.

Pero ya no me oyó. El galope de los caballos se hundió en la noche. Y yo me hundí en la noche también. Miré a mi alrededor. Estaba solo. De pronto sentí miedo.

A la grupa de su caballo él se llevaba demasiadas cosas; sin darse cuenta, se llevaba mi vida. Me pareció mentira que cuanto hubo entre él y yo, y cuanto pudo haber, se terminara así: como un galope que se pierde entre la oscuridad.

En los siguientes días retornaron a mi obediencia las Alpujarras y Dalías y Berja. Nombré alcaides en sus fortalezas y regresé a Granada. pero ya no era el mismo que había salido de ella.

En el mes de abril sufrí un decaimiento. Me agotaba el cansancio de tener que tomar tantas y tan urgentes decisiones diarias; me encontraba solo, porque, a fuerza de no querer preocupar a Moraima, dejé de contar con ella; y, sobre todo, comprendí lo que “el Zagal” me sugirió: la imposibilidad absoluta, contra la que enfrentarse es vano y torpe. El rey Fernando, ocupado con las tensiones de Francia, postergó la campaña. Yo comencé a dejar transcurrir los días entre la inactividad y los libros.

La primavera ganaba sus batallas, tan distintas de las nuestras, en los jardines del Generalife. Me distraían el rumor de las abejas y el olor de las rosas. Procuraba no pensar sino en lo que tenía al alcance de la mano. Y suspiraba. Mi corazón reclamaba sus derechos: echaba de menos, en contra de mi propia voluntad, los hermosos e inaplazables cataclismos del amor.

Yo me censuraba y me reconvenía; porque no era el momento oportuno, ni lo que mi pueblo me exigía, ni lo que me exigía yo. Pero, en medio de estas contradicciones, naufragaba. Hasta mis paseos por la Alhambra se ensombrecían.

La Alhambra es como un cuerpo.

igual que todos, tiene su música y su aroma que, con el clima y con las horas, cambian. En ella hay -y nunca lo había percibido como entonces- la perenne palpitación que es señal de vida. Con el parpadeo de un par de mariposas, la luz y el agua se persiguen. Las incesantes atarjeas, dentro de las paredes, como venas de barro, reparten su rumorosa y limpia sangre, y las arterias en las acequias. En la aparente quietud todo es movilidad.

El agua, por doquiera, entona su canto que subraya el cristalino sonido de lo visible. Los muros, con sus versos reiterados hasta el infinito, jamás callan. Los estucos y los artesones, coloreados para dar la impresión de ligereza, contagian su vibración a los paramentos y a las techumbres de marfil y de cedro. Las cristaleras de colores, al incidir sobre los colores de los muros, los agitan aún más. El mutátil resplandor de día, y de noche las mechas temblorosas, provocan inquietas sombras que conmueven de arriba abajo los palacios. En el Cuarto de los Leones los dobles atauriques, con un vano por medio donde anidan los pájaros, tiritan de vida, y a su través se escucha el fragor de las aguas como en el seno de las caracolas. Todo allí es traslúcido, minucioso y significativo a la manera de un tatuaje beduino... Desde los altos artesonados profundos, casi sumidos en la oscuridad, del Salón de Comares he escuchado a menudo el nombre de las constelaciones. Y los he visto dudar, estremecerse, balbucir arriba cuando la luz trepa, escurriéndose por los arabescos, hasta ellos, y los lame y los hace gozar un instante... Qué confusas las vislumbres de la realidad que nos ofrece la Alhambra. ¿Dios es la luz en ella? La luz acaso es Dios. ‘Pero aquí está la vida’, me decía. Todos los moradores de la Alhambra, cualquiera que sea la época en que vivieron, en que vivimos, hemos compartido la convicción de que habíamos cesado; era cuestión de tiempo. Por eso sus constructores eligieron no tener que elegir entre la verdad y la ilusión. Laten las murallas, contempladas desde abajo, rezumando por sus huecos un vacilante resplandor, y, por si fuera poco, al dibujarse en el temblor de las albercas o en la rizada serenidad de los estanques, le dan más vida al sueño que a la vigilia. Los grandes y variados intradoses, cuando se contemplan en el agua, se ven como hay que verlos: de arriba abajo, no al revés. Quizá ahí resida el secreto de esta ciudad corporal y sumergida, llamada a desaparecer desde antes de existir, como el amor. Como el amor, algo delicado y efímero donde jamás se sabe qué escoger: si la frágil materia o su remedo. ¿Cuál es la torre real: la que construyó el hombre, o su imagen que se hunde dentro del aljibe? ¿Qué perdurará más: la materia, o su representación? ¿Qué es lo que nos sostiene: el sentimiento, o el presentimiento? O quizá su recuerdo... Porque, en mi vida y en la Alhambra, lo real se ha hallado siempre más distante que el reflejo de lo real.

La vida y el amor son sólo acaso el agua que espejea, la luz que tiembla; y ese espejeo y ese temblor son menos inasibles que lo que está al alcance de la mano...

Así me despedía, en aquel mes de abril, de cuanto había amado.

Quizá también de cuanto podía amar. Y, a mi pesar, releía, sentado en un ajimez, frente a la colina del Albayzín, como antes de que todo empezara a enlutarse, ardientes versos de Yalal al Din Rumi:

El consejo de cualquiera no es provechoso para los amantes; no es el amor un torrente que cualquier mano pueda detener...

Los reyes menospreciarían su monarquía si oliesen una vaharada de los vinos que los amantes beben en la asamblea de su corazón.

Helada está la vida que transcurre sin este dulce espíritu; podrida está la almendra que no se funde y no se pierde en este almendrado misterioso...”

Mirando a mi alrededor, me sentía mezclado con la muerte.

Mientras paseaba por la rauda, entre tumbas, me sentía mezclado con la vida y la muerte. Me asaltaba la tentación de huir; el deseo voraz y la desgana de todo al mismo tiempo. Como un convaleciente, que se exalta y se desanima; como un fantasma ciego, vuelto del otro mundo, que recorre a tientas las salas y el jardín en que fue feliz vivo, y solloza de amor. Aquel fantasma, que era yo, lloraba con unos ojos que ya sólo para llorar servían, como los de Egas Benegas en Lucena. Porque la vida entera se había convertido en un inaccesible día siguiente. Porque a todas horas comprendía lo que mi tío Abu Abdalá me dio a entender, y hasta lo que ni siquiera él había entendido. ¿De qué me serviría entonces el ardor de los versos?

Cuando la espada del amor conquista el alma de un amante, un millar de amantes deponen sus vidas sagradas en agradecimiento.

¿Qué es esto? ¿Deseas el amor y después temes la ruina?

¿Aprietas la bolsa y persigues el amor a través de unos labios de azúcar?

No, no: aparta tu cabeza; siéntate en el rincón de la seguridad: una mano tan corta no ha de aspirar al ciprés alto...

Amante, no seas tú menos que la mariposa nocturna, ¿y qué mariposa nocturna se libró de la llama?

No se le puede encontrar’, me dijeron. ‘Nosotros también lo hemos buscado.’ Algo que no se puede encontrar: ése es precisamente mi deseo...

El jardín está desconcertado, porque no sabe qué es la hoja y qué la flor; los pájaros, turbados, porque no saben distinguir qué es la trampa y qué el cebo...

Guarda silencio, no rasgues el velo; consume el jarro de los taciturnos; ciégalo todo, vélalo todo, habitúate a la impenetrable clemencia de Dios.”

Afligida por mi mudez, me acompañaba Moraima, pero hasta su compañía me hastiaba. Porque yo no podía explicarle sin rubor lo que me estaba anonadando el alma, pero tampoco podía hablarle de otra cosa.

Ella, incapaz de ayudarme, cedió su sitio a unos hombres evidentes y herméticos, que yo ignoraba de dónde habían salido. No parecían ni musulmanes, ni judíos, ni cristianos. No eran ni jóvenes, ni viejos. Miraban el mundo con ojos transparentes que en nada se posaban, y sonreían siempre. Daban la impresión de conocer el secreto de enigmas que nosotros ni siquiera nos habíamos planteado, o mejor, de estar de vuelta de todos los enigmas, como si la solución fuese no planteárselos más una vez conocidos. En los días que me frecuentaron no logré adivinar qué querían de mí. Quizá no querían nada, y es eso lo que los volvía misteriosos.

Me trataban con el mismo respeto fraternal con que trataban a “Hernán”, mi perro, o a los árboles.

Somos criaturas -respondían a todo lo que yo les preguntaba-.

Estamos aquí para ayudarte; para ayudarnos mientras te ayudamos.

Y seguían sonriendo. Vivían, por lo visto, en una ermita -o en varias, no lo sé- por las vertientes de Sierra Solera. Habían bajado a la llamada de alguien. O quizá nadie les dijo que viniesen.

Moraima no había sido. Y ellos no parecían haberse enterado de que yo era el sultán. Sus cuerpos eran como algo que su alma hubiere olvidado hacía ya tiempo, pero eran también alma: no sé cómo decirlo.

No hablaban; se quedaban mirando al frente y sonriendo -el tiempo no contaba-, y crecía en torno suyo como una diáfana campana de imperturbabilidad, que a su vez los aislaba y los aproximaba. Un mediodía, a la sombra de un árbol, bordoneaba una mosca; su vuelo sonoro me distraía de la sonrisa de los hombres aquellos. Y, de pronto, vi cómo la mosca se posaba en el aire. No, no en el aire, sino en el limpio cristal de la campana de que hablo. Y allí permaneció, con sus patas apoyadas a un palmo de cualquier superficie, tranquila y satisfecha al sol de mayo.

Aquellos hombres, ausentes y tan vivos, siguieron sonriendo. Me vinieron a las mientes las frases de al Arabí, el mayor de los maestros, el divino sufí que cultivaba la virtud de la insignificancia:

Me escondí, delante de mi tiempo, a la sombra de sus alas; mi ojo ve el mundo; pero el mundo no me ve a mí.

Si preguntas a los días mi nombre, te responderán que no lo saben; ni el lugar en que me encuentro conoce en dónde estoy.”

Un día no los ví. Pensé:

Quizá nunca estuvieron.’ Luego supe que los había expulsado Aben Comisa. O acaso no expulsado, sino que les había indicado de nuevo con un gesto el camino a la Sierra. Habría bastado para ellos: el aire los llevaba. Los sustituyó por un fanático penitente, que no cesaba jamás de hablar en alto de Dios y sus mensajes.

Era un santón famoso, al que mi padre, en su primera época, de cuando en cuando consultaba.

Aunque no te importe la luz -me decía-, la luz existe. Aquél a quien le es indiferente morir es el que trae la vida. Te estás resistiendo a cumplir lo que debes, pero a la vuelta de la esquina está la hora en que todo se romperá a tu alrededor: vas a verlo caer por tus costados como una túnica que ya usaste demasiado tiempo... ¡Adelante! -gritaba-. Sal fuera de las murallas. No te resguardes dentro de ti, ni dentro de ellas. No te protejas más. Si te recoges la orla de tu falda para que no te la moje el agua, más de mil veces has de hundirte en el mar. Ya es el momento de que pruebes tu propia medicina. El remedio no te vendrá de fuera. Ve a buscarlo. Adelante. Ni siquiera es preciso que despiertes. Sal ya. ¡Adelante!

No creo que fuese por la influencia de nadie, sino porque acepté poco a poco dentro de mí lo que se me imponía. Lo acepté como quien lleva la carga que tiene que llevar hasta el sitio que puede, sin preguntarse más; entre otras razones, porque es incapaz de librarse de ella, o quizá por esa razón sola. Y comprendí por fin, sin que mi mente lo comprendiera, que luchar contra la imposibilidad no es ni vano ni inútil. Sé que no he explicado lo que pasó por mí en aquel mes de abril y principios de mayo; pero también sé que quien se encuentre en circunstancias semejantes lo entenderá, incluso no necesitará que nadie se lo explique; y quien no, no lo entenderá nunca.

Cuando empecé a resurgir de mi marasmo, una gozosa espuela me impulsó a escapar de él. “El Zagal” me había arrebatado Andarax, y me mandó un mensajero: ‘Dile al sultán mi sobrino que Andarax, gracias a él (él te comprenderá), va a estar más seguro en mis manos que en las suyas. él tiene victorias más refulgentes que ganar.’

Aquel mismo día llamé al arma a mi reducido ejército. En busca de un camino al mar, galopé hacia Adra y, con una escasa ayuda de voluntarios africanos, la tomé.

¿Qué importaba que unas semanas después volviera al poder de los cristianos? Yo ya estaba otra vez a caballo, que era donde debía.

Sin embargo, todavía algún rincón de mí permanecía a oscuras.

Fue entonces cuando aparecieron las primeras pesadillas con los pájaros negros. Ellos habían entrado en mis sueños a menudo; pero se conformaban con planear a mi alrededor, o cernerse sobre mí; en esos sueños yo no existía, sólo miraba. Quiero decir que no me veía yo a mí mismo, sino un paisaje donde habitaban esas aves siniestras, o, en algún caso, la misma habitación en que dormía, por cuyas ventanas penetraban aleteando ruidosa y rudamente. No obstante, a medida que la pesadilla se reiteraba, fueron haciéndose las noches más y más trabajosas. Quizá yo, durante el día, trataba de eliminar o de apartar de mi mente muchos motivos graves de temor y de preocupación; ellos, olvidados y no muertos, comparecían por su cuenta de noche en figura de esos pájaros grandes, negros, que se lanzaban contra mí en son de guerra, me golpeaban con sus alas, rasgaban el aire con violencia en torno a mi cabeza, se desplomaban para picotear mis oídos o mis ojos, chocaban con mi cuerpo, y me herían, me herían... Hasta que despertaba jadeante como si hubiese corrido, para huir de ellos, un trecho interminable.

El mes de junio, que fue muy caluroso, pasó sin más incidentes que un par de escaramuzas iniciadas por nosotros contra un ejército que, fatigado por las campañas anteriores, intentaba tan sólo un acto de presencia. A su frente se hallaban capitanes valientes, que ardían en deseos de reemprender la guerra verdadera, cansados de lucirse, delante de sus soldados o de alguna dama, con armas relucientes y relampagueantes airones. Quiso marcar el rey Fernando aquellos días con una solemne ceremonia, que se realizó una dulce mañana al aire libre. Fue la de armar caballero, ante nuestros ojos, a su hijo el príncipe don Juan, que contaba a la sazón doce años. Mis súbditos asistieron, fingiendo burlarse, pero impresionados, a los ritos aparatosos. Los padrinos del novicio eran dos irreconciliables rivales: el duque-marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia.

Desde la torre de Armas, Moraima y yo contemplamos el soleado y vistoso espectáculo, considerando sin decirlo qué distintas a aquéllas eran las circunstancias en que vivía nuestro hijo, no muy alejado ya de la edad del muchacho cristiano.

Tratando de desatender los desafíos, tácitos o expresos, y las exhibiciones envenenadas, nosotros emprendimos las labores de la tierra que las anteriores talas nos permitían; introdujimos en la ciudad no muchos bastimentos, ante la duda de cuánto duraría tal quietud, y continuamos las relaciones con los campesinos de las Alpujarras, bravíos por su geografía, enardecidos por su fe, y apesadumbrados por su subordinación y expolio. Supimos entonces un percance en la cercana Torre Román, donde se refugiaban los cultivadores de la Vega. A ella se dirigió una noche un grupo de granadinos en solicitud de abrigo contra los cristianos que los perseguían. Se les franqueó la entrada con fraternal alegría, y, un instante después, desnudos los alfanjes, se apoderaron de la Torre.

El que venía al frente del grupo era el príncipe Yaya. Así quería confirmar su fidelidad -como si en él cupiese- al rey Fernando. La ciudad entera se estremeció de ira al conocer la hazaña, y yo mismo pensé que la venganza es a veces el mayor de los placeres.

Fue en ese mes en el que yo, sobre un mapa, tracé la táctica para acercarme al mar. Necesitaba un punto de desembarque, porque la excusa para negarme sus auxilios que daba el sultán marroquí era que no se arriesgaba a enviármelos a una costa enemiga. Planeé acercarme hacia los puertos tradicionales de mi monarquía, Almuñécar y Salobreña, a través de Alhendín.

Sin su conquista, la vía hacia el mar era imposible.

La noticia de la empresa, aunque la llevé con la mayor reserva, corrió como la pólvora. Por las vertientes de Sierra Solera, que conservaba aún la nieve a pesar del calor en aumento, se derramó un pueblo ansioso de batirse, más ansioso cuanto más humillado. Lo componían una juventud alterada, que se responsabilizaba de su propio futuro; unos pastores de aspecto desconocido y fiero, que forcejeaban por no doblegarse, y unos creyentes forjados en el retiro de las nieves perpetuas, que no se habían enterado hasta entonces de que el único reducto del Islam que quedaba en España era Granada ya.

Y todo este gentío, seguidor de sus caudillos y de sus alfaquíes, vino a engrosar el no muy lucido ejército que salió una vez más por la Puerta de Elvira. Era el atardecer del día más largo del año. Alzado sobre mis estribos, les dije solamente:

En nuestras manos está la gloria de Dios. Los que caigamos muertos esta noche sobre la tierra que pisamos y que nos ha sido arrebatada, presenciaremos mañana el amanecer en el Paraíso.

Alhendín estaba defendida por un castillo fuerte, y abastecida de hombres y artillería. Le puse sitio pese a que, ante su solidez y elevación, la juzgué inexpugnable, pero el juicio nada tenía que hacer allí. Sabiendo a lo que me exponía, o precisamente por eso, di las órdenes. Batimos sus muros; abrimos en ellos brechas con nuestros modestos medios, nuestros asaltos a oleadas se hacían incontenibles, aunque en ellos perecieran bastantes de los míos. La noche era infinita, quizá porque el tiempo se había detenido. El sudor y la sangre nos empapaban y nos cegaban cuando logramos apoderarnos de los tres primeros recintos y demoler las torres que los protegían. Los defensores se retrajeron a la más grande y principal, que era la ciudadela. Los míos, para cubrirse de los proyectiles arrojados desde las almenas, se acercaban hasta su mismo pie bajo caparazones de madera y cuero fresco. La minaban y la debilitaban. Y, por fin -luego comprobé que era el quinto día de lucha-, horadada y a punto de hundirse la torre y sepultar en ella a lo que restaba de la guarnición, el alcaide don Mendo de Quijada se entregó con sus hombres, sus víveres, sus armas y bagajes. Tras Alhendín, cayeron en nuestro poder varios castillos de las Alpujarras y del valle de Lecrín, el que nosotros llamamos Valle de la Alegría.

Mi regreso a Granada se celebró como si se tratase de otra fiesta de la coronación. Las prevenciones y la animadversión de los granadinos contra mí se tornaron en fervor y en agradecimiento. Al día siguiente mandé pregonar por todas las plazas una gran leva: altos y bajos, nobles y plebeyos, ricos y pobres eran invitados a acompañarme contra Almuñécar. Y se alistaron, orgullosos y optimistas como estaban, dispuestos a seguirme.

Mediaba el Ramadán, cuando, después de la oración del segundo viernes, vino a despedirse de mí Moraima con el niño Yusuf de la mano. Tenía los ojos pardos y dorados, muy distintos de los de su hermano Ahmad, que yo no olvidaba, y los labios como los pétalos redondos de una flor. Lo tomé en brazos y, mientras el niño acariciaba mi barba, di ánimos a su madre.

Yo era un cachorro como éste, y he crecido. Ahora estoy seguro de que el león recobrará su reino.

Besé a los dos. Yusuf lloraba porque no consentía en separarse de mí y se agarraba con sus manitas a mis ropas. Con un nudo en la garganta, volví bruscamente la espalda.

Monté a caballo y galopé delante del ejército, que cantaba y alborotaba. Por el camino arrasamos la torre del Padul, que habían reconquistado los cristianos. Con igual ímpetu tomamos por asalto Salobreña con excepción de la alcazaba, donde tantos príncipes granadinos habían sufrido prisión o muerte, y algún destronado convivió con sus cuitas. Su guarnición había sido reforzada con tropas arribadas por mar desde Málaga, y por tierra a las órdenes de Hernando del Pulgar. Era evidente que la alcazaba ofrecería una desesperada resistencia. La cercamos por todas sus partes y cortamos el suministro de agua. El calor era muy riguroso. Bandadas de aves carroñeras nos indicaron cuándo habían muerto de sed sus acémilas y caballerías.

Después de quince días que semejaron años, cuando tocaba ya su rendición con los dedos, recibí dos noticias: la inminente llegada de socorros cristianos, y la de que el rey Fernando se dirigía con rapidez hacia Granada, a la que yo había dejado casi desguarnecida.

Tal era mi agotamiento, que no sé si odié o agradecí unas noticias que me permitían -e incluso me imponían- abandonar con dignidad aquel suplicio insoportable, aquel aire espeso por el polvo, aquel barro en la boca y en los ojos.

Levanté el cerco, y marché velozmente a la capital, que era lo que más me importaba.

La divisamos al atardecer.

Entramos en ella en las primeras horas de la noche. Había un silencio de ciudad abandonada. Contra las piedras se dejaban oír los cascos de cada caballo. Impresionaban las puertas atrancadas, las cortinas corridas, los miradores vacíos, las azoteas sin espectadores, las calles solitarias. La ciudad, desentendida de sus soldados, se había vuelto sobre sí misma. Era la opuesta a la ciudad ferviente que nos recibió después de la victoria de Lecrín. Mis hombres, cabizbajos y sin fuerzas, fueron apeándose de sus monturas, y no encontraban manos amigas o enamoradas que los ayudasen. Aún hecho a los cambios de humor de mis vasallos, me pareció injusta esa acogida después de un mes terrible de interrumpidos sueños al raso, de riesgos, de tormentos, de privaciones y de angustias. Era la última semana de agosto. Los grillos y las flores revestían la noche en los jardines. Entré en la Alhambra como quien entra en el olvido.

En las últimas expediciones había trabado amistad con un joven arráez. Era un refugiado de Baza que contaba muy poco más de veinte años. Le llamábamos Farax el Bastí. Nuestra amistad surgió, como el amor a veces, de un modo repentino. Al pie de la torre de la Guardia, en Alhendín, me había empujado con violencia, tirándome al suelo y cayendo sobre mí. Pensé en un atentado hasta que vi caer, en el preciso lugar que antes ocupaba, la gruesa piedra que me estaba dirigida. Le di las gracias y continuamos la lucha juntos; desde ese momento no se apartó de mí.

Crecía nuestra amistad y daba frutos continuos de desvelo y cuidados.

él -me fue contando con timidez y no sin reticencias- tenía que haberse casado con una muchacha de holgada posición. Por un torvo azar del destino, en la pérdida de Málaga, donde ella se encontraba visitando a su familia, fue hecha esclava. De la muchacha, que se llamaba Widad, que quiere decir “cariño”, no se había sabido ni una palabra más. No valieron pesquisas ni influencias; no valieron intentos de rescate ni indagaciones; su Widad, su cariño, había desaparecido del todo y para siempre. En el corazón de Farax se levantaron dos sentimientos contradictorios: uno, activo, de aborrecimiento hacia los infieles que habían destruido el objeto de su amor; otro, pasivo, de un dolor que le cuajaba de lágrimas los ojos apenas salía del combate. Fue este segundo sentimiento, más aún que el primero -que lo empujaba siempre a los lugares de más recio peligro-, el que despertó mi curiosidad. La tristeza de Farax me recordaba otras tristezas, a cuyo sinvivir yo había sobrevivido. En las prolongadas noches de la guerra, en las que el sueño es sustituido por la alarma, y el peligro aligera la coraza de suspicacia que aisla a unos hombres de otros, Farax y yo habíamos intercambiado pareceres y opinado sobre asuntos no siempre referidos a los desastres o a las victorias.

Nos habíamos descubierto fraternalmente afines. él era un joven esbelto y de tez clara, cuya sonrisa, cuando por distracción de su dolor aparecía en sus labios, no era distinta de la vital y luminosa de mi hermano Yusuf. Muy despacito, de manera insensible, me fui adentrando en él, y él en mí.

Cuando nos dimos cuenta, hacía semanas que él no se separaba de mi mano derecha; no por nombramiento ninguno, sino de hecho, se había convertido en mi arráez de órdenes, con el que consultaba el cariz del combate, y que transmitía las decisiones que él mismo me ayudaba a tomar. Ignoro -tampoco me lo había preguntado- si mi insistencia en que permaneciera sin apartarse de mi lado se debía a su utilidad, o a mi afán de impedir que arriesgara su vida en la primera fila. Porque su principal empeño parecía, más que vengarse de los cristianos, morir a manos suyas.

Hasta esa noche del regreso no habíamos tenido ningún contacto fuera de los combates. Ya en Granada, él iba a su cuartel y yo al palacio. Pero tanta amargura provocó en mí el desapego de los granadinos, que invité a Farax a una fiesta en mi casa. Era como si tirase de mí, repentina y ávidamente, la vida, después de un roce con la muerte y sus helados hálitos. Celebramos la fiesta los dos solos. Desde el baño, que tomamos juntos, hasta muy entrada la mañana, charlamos y bebimos. Escuchamos a dos hermanas cantoras de Alcalá, cuya alegre picardía nos alegraba; nos pareció mentira que aún hubiese en el mundo músicas y delicadas bailarinas, y la intacta insinuación del nuevo día, a la que nos abandonábamos tendidos en mitad del jardín, nos inundó el cuerpo y el espíritu. Luego atravesamos de puntillas la zona de la guardia y subimos, para ver el amanecer, con un par de coperos, a la Torre del Homenaje. No sé por qué puedo evocar, con tanta precisión como si los estuviese viendo, a la vez el panorama que se brindaba a nuestros ojos y el perfil de Farax, un paisaje también mudable y tan sutil. Remontaba hasta nosotros el aroma casi empalagoso de los jardines, tangible y denso igual que una caricia. La sombra identificaba aún las torres y las casas de la Alhambra, cuando comenzó el cielo a verdear, y se oscureció por contraste el palacio de la Quinta, que vigila, más arriba del Generalife, la Acequia Grande. Estábamos bajo una cúpula azul, que negreaba hacia poniente. Los pájaros iniciales piaban en un presentimiento balbuceante del día, y un ruido confuso e incipiente ascendía de la ciudad. Allí la luz se aposentó antes que en parte alguna, mientras el caserío y las huertas del Albayzín apenas si vibraban y latían, aún entre oscuros azules. Ladraban perros, comenzaba a individualizarse una voz u otra voz, de las que no nos habían aclamado al llegar. La Vega flotaba todavía entre brumas.

Detrás de las primeras estribaciones mudas, clareaban las nevadas cumbres de Sierra Solera, señaladas, como por un índice, por el minarete de la mezquita de la Alhambra. Los pájaros más osados se llamaban y reclamaban ya unos a otros, y a la izquierda del Palacio de Vigilancia se abrió un rosicler casi malva, mientras el primer término del poniente se iluminaba ya por el sol, que aún no había brotado desde el Cerro que lleva su nombre.

La luz del sol nos llega antes que el sol -murmuré, como si estuviésemos en un templo.

Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas. Alargué la mano y estreché la suya. Con un sollozo que parecía un ronquido de tan hondo, apretó mi mano; tanto, que me hizo daño. Sentí el dolor con una alegría inexplicable.

Comenzaba a encenderse la izquierda de la Quinta y a blanquear el Generalife. El Albayzín aparecía muy claro, y se concretaban las distancias que las sombras confunden. Enfrente, el horizonte era verde igual que una manzana. Y, debajo de la torre, las casas de la tropa se entreabrían. A un toque de timbal arreciaron los ruidos, las carreras, las risotadas; la torpeza novicia de los jóvenes soldados tropezaba y jugueteaba, aún soñolienta, entre las abluciones.

Todavía no saben que han sido ya vencidos -susurré.

La mano de Farax volvió a oprimir la mía.

No vuelvas a decir eso, señor. Confía en Dios, único y Altísimo.

Como una aquiescencia, Montevive, entre Poniente y Mediodía, se convirtió en una llamarada en medio de la plomiza bruma de los montes que circundan la Vega. Más allá del Cerro del Sol no quedaban colores en el cielo: sólo luz.

Era el mundo, que se revestía de sus diarios tonos como quien, al madrugar, toma la ropa acostumbrada. Todos los pájaros cantaban al día nuevo, confundidos y juntos.

Frente a nosotros, una perspectiva de nácar, y el Albayzín, bajo una luminosidad mate y precisa. El Sol se alzó entonando su himno de oro. Y Farax, sin embargo, rompió a llorar. Lo abracé. Su llanto, entre hipos y sollozos, era estremecido como el de un niño. Palmeé su hombro; le hablé en voz baja de cosas sin sentido; traté de sosegarlo. él, con los labios hinchados por el vino y la pena me besó la mejilla. Descendimos abrazados por las estrechas escaleras de la torre. Abrazados y un poco tambaleantes llegamos al palacio de Yusuf, y abrazados dormimos, como si estuviésemos bajo la misma tienda o la misma intemperie en las dilatadas y trémulas noches de la guerra.

El enemigo -los espías me lo habían anunciado- no tardó. Aquella tarde se mostró en la Vega.

Lo acompañaban muchos mudéjares que le servían de asesores. Durante ocho días quemó o taló sembrados, panes y viñedos, y arrasó torres, como la Malahá. No cercó Granada, según supe, porque la reina había sido atacada de fiebres; pero ordenó al marqués de Villena, al conde de Tendilla, a Alonso de Aguilar y a Portocarrero que pusiesen, sin dilación ni contemplaciones, freno a nuestras correrías, y no se dejasen arrebatar ni una de sus posiciones conquistadas. Luego el rey Fernando, desmantelando castillos, se dirigió a Guadix y, en represalia, expulsó a sus mudéjares. Ni en ella ni en sus arrabales quedó un solo creyente. En seguida ordenó la destrucción del castillo de Andarax y la evacuación de los renegados que lo habitaban. La orden también se aplicó a mi tío “el Zagal”, al que retiró, sin explicaciones, su estima y su rango. Una vez utilizado, ¿para qué respetarlo?

Recogido en la Torre de Comares, donde de niño temblé de miedo, pensaba en las tribulaciones del “Zagal”: asaetado por el infortunio, incapaz de sujetar a los pocos vasallos que le quedaban, avergonzado por su defección, debilitada y acongojada su alma, inhábil para ser súbdito donde había sido rey... No me extrañó lo que vinieron a decirme: dando por perdidos su vida y su esfuerzo penúltimo, pidió a Fernando que lo dejara pasar a áfrica en las condiciones establecidas. El día en que él, el invencible, se encomendó a la benevolencia de su vencedor, partió en dos el escudo en que se leía el lema que rigió su destino hasta su peor hora: ‘Querer es poder.’ “El Zagal”, que personificó el coraje de todos, no tuvo más coraje; sólo aspiró a vivir, apartado e ignorado de todos, en un lugar donde nadie supiese cuánto había sido el que ya nada era. En la Torre de Comares, erguida sobre el trono nazarí, llegué a la conclusión de que vive mejor el que mejor se esconde y de que nacer junto a un trono es igual que nacer junto a un abismo.

Otorgado el permiso de expatriación, como si para morir hubiese que pedirlo, vendió “el Zagal” sus propiedades a los reyes de Castilla. Antes de que se fraguaran las tempestades del Estrecho, a principios de otoño, se alejó de Andalucía el que pudo ser su más cumplido rey. ¿Quién imaginará lo que eso significa?

Empezar una vida nueva cuando la verdadera vida nos ha vuelto la espalda; cuando se ha llegado a la certeza de que lo más firme, rutilante y apasionado de un destino ha sucedido ya, y sólo resta la rutinaria monotonía a la que los mediocres llaman vida. Qué inicuo que no mueran los héroes en el ápice de su heroicidad. La grandeza, una vez consumada, debería devorar a su dueño; porque luego éste se quebranta y se gasta y se achica, y de ella sólo queda un recuerdo mortificante y homicida.

Quien había sido una leyenda y un modelo embarcó, despojado de sí mismo, en Almería con unos pocos de los suyos que pidieron seguirlo.

Camino de Orán fue, para ocultarse y aguardar con ansiedad la muerte; una muerte que su sino de guerrero y de rey se olvidó de proporcionarle en el momento justo.

Asegurado por tales sucesos, Fernando se desplazó a la frontera Norte de su reino, donde los franceses lo aguijaban. En su ausencia, yo, que llevaba al “Zagal” siempre en mi corazón, fui con mis soldados, por él mismo y por mí, como en una peregrinación, a Andarax. Estoy convencido de que, en la paz y en la guerra, hay instantes en que cualquier hombre es indomable; si aplica su absoluta voluntad a un fin, lo consigue, sin que valgan interposiciones ni obstáculos que traten de arredrarlo.

Notaba yo la admiración y el fervor de Farax reflejados en sus ojos cuando, a la cabeza de un desmedrado ejército, ataqué con fiera decisión, sin arengas y sin vacilaciones, aquel castillo. él había albergado la penúltima aflicción y la derrota interna del hombre que había sido para mí, desde niño, el blanco de mis veneraciones. Por él nada podía hacer ya sino vencer en donde fue vencido. A fines de septiembre tomé posesión de Andarax, y entraron de nuevo en mi obediencia los lugares de aquella taha; al ocuparlos, sentí que mi poder y mis manos eran los delegados del “Zagal”. ‘Mejor -me dije-, porque él ya me advirtió, en su postrer mensaje, que sus manos conservarían esta tierra con más firmeza que las mías.’

Mientras así reflexionaba, puso Farax una mano oportuna sobre mi hombro.

Tú tienes que seguir tu propia estrella, señor. Que su luz te conduzca, y que yo te acompañe.

Lleno de gratitud le repliqué:

Si todos mis hombres fueran como tú, obedecer a mi estrella sería mucho más fácil.

A la reconquista de Andarax prosiguió la de Purchena, donde tomé venganza en nombre del altivo jeque que se negó a venderse. Cayó su guarnición prisionera mía y, en vista de mi superioridad, tornaron a nuestra religión y acatamiento los habitantes que habían renegado.

Animada por su ejemplo, la gente de Fiñana se alzó contra los ocupantes de su alcazaba; pero, advertido el alcaide de Guadix, se echó sobre ella de improviso y, ayudado por los que descendían espada en mano del castillo, degolló a cuantos moradores pudo, cautivó a los supervivientes y se llevó consigo todo lo que encontró. Alarmados los habitantes de las otras aldeas del Cenete, me suplicaron que los auxiliase con soldados y con acémilas en que transportar sus ajuares y sus mantenimientos; lo hice así. Terminaba septiembre, y aún no habían comenzado a dorarse los bosques. Ordené la búsqueda de caballerías que portaran los cereales de aquella feraz tierra, y dispuse que sus habitantes se refugiasen en Granada, meta ya de cuantos se oponían en su intimidad a los infieles. Ante la inseguridad de lo que nos aguardara en el invierno próximo, me congratulé de que la cantidad de trigo, de cebada y de mijo fuese tan difícil de acarrear por incontable. En Jerez me llegaron noticias de que los cristianos se disponían a invadirnos, y regresé a Granada. El mismo día en que cumplí veintiocho años supe que los cristianos, al ver abandonadas las alquerías del Cenete, ofrecieron seguro a cuantos retornaran a ellas. Fiados en su palabra, muchos lo hicieron en seguida; pasada una semana, casi todos. Sólo unos cuantos quedaron en tierra musulmana. Fue un rumboso regalo de cumpleaños comprobar qué volubles son las promesas y los deseos de los hombres.

Hasta la primavera la Providencia fue piadosa. Nos consintió recrearnos en la ficción de que constituíamos entre todos un reino reducido; nos adormeció con una quebradiza y desmemoriada felicidad, esa felicidad de que a menudo se disfraza la interrupción de la desdicha. Transcurrían los días -eran los primeros y los últimos en los que yo disfruté de una paz relativa- con una gustosa uniformidad. Administraba justicia, muy vulnerada siempre en épocas de guerra, porque, al ser la guerra el mal y el desorden mayores, parece disculpar con su presencia los otros menores; me esforzaba en juzgar los delitos, las violaciones, los robos, con gran serenidad, para convencer a mis súbditos de que el orden -un orden que todos sabíamos artificial y efímero- era el supremo bien, y entre todos debíamos precaverlo. Asistía con devoción y puntualidad a las oraciones, que se elevaban en mi nombre. Daba, en los palacios, fiestas a los altos dignatarios de la corte, tan exigua que todos sus miembros nos conocíamos, incluso demasiado. Recibía con júbilo, más o menos sincero, a quienes venían a asilarse en Granada desde tierras donde el yugo del vencedor era cada vez más pesado, y los recibía intentando borrar de sus ojos y de sus corazones el zarpazo de la pérdida. Después de mi trabajo, descansaba en Farax y en Moraima; cada uno de nosotros procuraba que los otros dos olvidaran lo inolvidable, con la buena e inservible intención con que a un moribundo puede dársele a oler un frasco de perfume. Y me distraía confirmar, cada tarde con mayor evidencia, cómo “Hernán”, mi perro, después de un tiempo en que se había ido familiarizando con mi hijo Yusuf, lo prefería descaradamente a mí, y era correspondido con el mismo descaro. Trataba, pues, de dar a todos -y a mí mismo- la impresión de que nada extraordinario sucedía; de encubrir la amenaza que, pendiente de un pelo como la espada de Damocles, se balanceaba sobre nuestras cabezas.

Lo irremediable estaba sentado a las puertas de nuestras casas; no era preciso verlo. Pero el hombre, ya acostumbrado a vivir con la certeza de su propia muerte, es el animal más adaptable de la creación. El pueblo correspondía con docilidad a mis mentidos desentendimientos; se divertía mirando hacia otro lado; exageraba su preocupación por las menudencias que suelen colmar los días de quienes los infortunados consideran felices: como si alguien lo fuese por entero. Convive el doliente con su dolor, y se familiariza con él hasta tal punto que lo echará de menos si desaparece; el que reside en una ciudad de mal clima, o devastada por los vientos, de tal manera la tiene por suya que se negaría a abandonarla aunque se le proporcionase la ocasión. Y así, los granadinos, comparándose con otros musulmanes más infelices -los procedentes de tierras ocupadas, y aún más, los que ni siquiera se atrevían a dejarlas-, se reputaban privilegiados, y se engañaban unos a otros viéndose rodeados de sus casas, de sus hijos y de sus mujeres. Cantaban cuando salían a trabajar la tierra, que, ajena a las malignidades de los hombres, se entreabría a las nuevas siembras, y cantaban al volver del trabajo.

Durante seis meses se desprendió sobre nosotros y sobre el territorio, desde el cielo, un manto de misericordia y conmiseración: la imprescindible insensibilidad con que el ser humano, para no morir, embota los filos de sus desvelos y de sus obsesiones.

No obstante, no enmudecieron del todo los cristianos. El conde de Tendilla en Alcalá y los otros en sus correspondientes lugares fronterizos, ponían a contribución a sus espías y a sus prácticos del terreno. Cada uno, movido por un vano afán de gloria, trataba de inferir el mayor daño posible a quienes, entre nosotros, se sentían asimismo movidos por un más vano aún afán de gloria. Fue ya en invierno, por ejemplo, cuando apresaron a ciento veinte jinetes que, con dubitativa autorización, dejé ir a regañadientes para caer sobre los cristianos más desprevenidos.

Un musulmán tránsfuga los puso sobre aviso. Y a medianoche, con el frío en los huesos, en un paraje boscoso, los sorprendieron descuidados don Gonzalo de Córdoba y el que ya era su íntimo amigo, don Martín de Alarcón. Saliendo de las acechanzas tendidas en los pasos precisos, con gran vocerío, se lanzaron contra ellos de frente y por detrás, y los derribaron y prendieron, y los condujeron a Alcalá la Real.

Algo después engrosó las fuerzas fronterizas con las suyas el marqués de Villena, que vino a visitar a su cuñado Tendilla y a su hermana, llegada desde Torredonjimeno, donde pasaba la estación, con lo que se acrecentó su atrevimiento; realizaron incursiones hasta el límite mismo de Granada, y nos quemaron los almiares y las mieses en las eras, amontonadas desde la recolección.

Las vimos arder asomados a nuestras ventanas, entre el griterío de las mujeres, con lágrimas de rabia.

Pero yo prohibí, bajo pena de muerte, la salida, porque sospeché que semejante provocación era una trampa.

Don Gonzalo, por distraerse, como si con sus correrías me mandase recuerdos, buen conocedor de la zona como era, trababa emboscadas y saltaba con sus compañías ocultas sobre nuestros soldados o pastores, arrebatándonos los rebaños, como nosotros los suyos en otras ocasiones. Y de este modo, entre avances y retrocesos, entre pérdidas y ganancias, entre menudas aventuras -que disminuían el número de mis caballeros lenta pero continuamente- desfilaba el invierno.

Entretanto yo, con mis más próximos ayudantes, organizaba a ciegas lo que había de ser la campaña que se avecinaba. Pedía a Dios que sus diferencias con los franceses se alargaran para apartar de nuestras tierras a los ejércitos cristianos; pero mis oraciones se desvirtuaban con la certidumbre de que ni un milagro de los que considero tolerables los apartaría definitivamente. Igual que las estaciones se turnan con puntualidad, así las ofensivas cristianas se habían sucedido ante nuestras murallas; no quedaba más que una.

Consciente de ello, con un tesón que a mí mismo me asombraba hasta dudar de si me había contagiado del falso optimismo que sembraba en los demás, dirigí el abastecimiento, la distribución y almacenaje de víveres, el recuento, limpieza y reparación de las armas, los ejercicios de la tropa, y todos los quehaceres de las jornadas normales. Pero con la misma reserva con que se rodean de una apariencia cotidiana los últimos momentos de alguien que nosotros, mejor que nadie, sabemos que se muere. Y aún me sobraba algo de tiempo, antes de que expiraran los breves días del invierno, para recobrar en mis libros un caedizo sosiego con el que enmascarar tal agonía.

Nada ocurrió en esos seis meses que merezca una especial mención; o sea, fueron meses venturosos. Ni el amor de Moraima alcanzó los excesos de Porcuna, ni la salud del pequeño Yusuf nos inquietó. Sólo en inevitables circunstancias, cuando la realidad nos agredía con sus rejones, escuchaba el suspiro de Moraima; sin que me dijera nada, entendía que echaba de menos la mirada y la risa de Ahmad. Que nuestro primogénito se hallara en poder de quienes nos amagaban el pan y el agua y el aire, era una desgracia demasiado ostensible.

Sin embargo, repito que a todo, hasta a la ausencia de lo que más ama, el hombre se habitúa. Una prueba viva me la daba Farax: se recuperaba de su desconsuelo; recogía la vida como un trofeo de su juventud; se recreaba con los entrenamientos; se resarcía con mi amistad y con su entrega a mí. La primera vez que le oí reír a carcajadas fue un día de diciembre en que, al salir de la sala del Consejo, Aben Comisa, que bajaba un escalón mientras hablaba con El Caisí que iba tras él, se pisó la falda, llegó trastabillando hasta la fuente del patio, y allí se cayó cuan largo era. Farax se quedó colgado de su carcajada, sorprendido él mismo, mirándome con azoramiento.

Enhorabuena -le dije-. No te has olvidado de reír.

él intentó recomponer su cara de tristeza, pero algo esencial había cambiado. Una tarde me confesó:

Tú eres mi rey en todos los sentidos. Junto a ti he recuperado con creces cuanto me había sido arrancado. Te pertenezco, señor.

Hay un sentido en el que no me gustaría ser tu rey: justamente en el que lo soy para los otros.

Pensé en Jalib, y una leve niebla enturbió la mañana. No tardó en disiparse.

Llegó la primavera, y su dulzura agotó nuestra posibilidad de seguir engañándonos. Donde estuvieran, los granadinos se quedaban inmóviles de pronto, mirando el horizonte. Subían a los miradores, se asomaban a las murallas y oteaban por si veían acercarse una polvareda, o afinaban el oído por si escuchaban aquello que temían.

Para un pueblo que aguarda a su enemigo, la primavera es la estación mortal.

Fue el 22 de abril. A la sazón de verdear los trigos, desde Alcalá la Real Fernando entró en la Vega. Después de estragar la tierra y de asolar las alquerías, marchó al valle de Lecrín, que relucía lo mismo que un espejo feliz, y destruyó, mató o cautivó a cuanto había vivo en él. Cuando lo vimos regresar a la Vega, sin ponernos de acuerdo, todos supimos que era para quedarse. En la alquería del Gozco asentó sus reales. Traía una armada no menor de 40 mil peones y de 10 mil caballeros, bien provista de lo preciso para asegurar un triunfo rápido. Su aparición enmudeció a Granada.

Allí estaba, delante de nosotros -como un testigo de nuestra debilidad, como un reproche por nuestros errores, como un emisario que aún no ha decidido exponer su mensaje-, aquel campamento que llenaba los campos. Los pabellones de distintos tamaños y colores, las tiendas, las cabañas, los grandes establos, los grandes almacenes, los estandartes, las banderas: una ciudad construida sólo para vencer, para aguardar sin prisas. Porque el modo más eficaz de conquistar una ciudad amurallada es cercarla por hambre. Ya estaban arrasados los alrededores, desbaratadas las cosechas, desecados los pozos, trizadas las acequias; bastaba incomunicar las puertas de Granada, cortar los caminos que descendían de las Alpujarras, interceptar a quienes pudieran tendernos una ayuda. Sin prisas; para esperar se había instalado aquella ciudad de lonas y enramadas: una ciudad a la que se bautizó con el potente nombre de Santa Fe para darle con él un mayor cimiento y compromiso. En ella, por las noches, que en la Granada de otro tiempo sólo invitaban a la pereza y al amor, por las noches embalsamadas, desde los terrados veían los granadinos millares de hogueras encenderse. Y oían, o creían oír, las risotadas de la soldadesca, los cánticos con que rememoraban sus tierras, las danzas y las músicas. Y oían, o creían oír, aquella otra música más delicada y cortesana de las recepciones regias, cuyo ceremonial se mantenía allí igual que en los palacios, para imbuir en todos la seriedad y firmeza de la espera. Y oían el jubiloso alboroto de los festejos en los días de fiesta, los torneos, las bulliciosas diversiones. Y, como un contrapunto, las voces de las vigilancias y el grito de los centinelas. Para recordarnos que todo aquello estaba, en función nuestra, despierto y al acecho, lo mismo que una fiera agazapada que se finge distraída antes de dar su salto.

No mediaba aún mayo cuando la noche entera, por Poniente, se convirtió en una descomunal fogata.

La luz era tan fuerte que, a la distancia, parecía un amanecer rojo. Los granadinos despiertos sacudieron a los dormidos creyendo que se trataba de alguna estratagema. Yo ordené que no molestaran a Moraima, y corrí con Farax a la Torre de la Guardia. Allí estaba mi madre ya, cerca de las almenas.

Arde el campamento, hijo.

¡Arde! -gritaba trastornada por la alegría-. Dios está con nosotros.

El aire de la noche acrecentaba el incendio. Llegaba hasta nosotros el relincho de los caballos enloquecidos, el vocerío de la multitud cogida en pleno sueño, las explosiones de los polvorines que multiplicaban el desastre. Mis súbditos palmoteaban ante el espectáculo, como si fuese un esparcimiento de fuegos de artificio que una voluntad más inapelable que la de los hombres hubiese concebido para ellos. La desventura del amenazador, una vez más, provocaba en el alma del amenazado un alivio, y despabilaba el tenue sueño de la ilusión: se aplazaría nuevamente el asedio; la suerte y Dios, como vociferaba sin cesar mi madre, se inclinaba de nuestro lado; los cristianos tendrían que retirarse, renovar sus abastecimientos, sus viviendas, sus armas, su frenesí destructor. El fuego se cebaba, meticuloso e insobornable, en cuanto allí se levantaba o se le interponía. Como un enorme juguete que la imprevisión de un niño ha dejado prenderse, ardía todo lo que nos acobardaba hasta ese instante; ardía el flamear de las banderas, la magnificencia de los pabellones, las tiendas, las cabañas, los chamizos, los cuerpos. ‘Todo menos el odio’, pensé yo. El aire traía ya hasta nosotros el olor de la carne chamuscada...

Tuve un escalofrío. Refrescaba la madrugada. Imaginé el calor que sentirían, en ese infierno que estaba presenciando, los cristianos.

Me amargaba la boca. Me vino a la cabeza, acaso en un momento impropio, lo baladí de todo lo humano, lo efímero del poderío, lo caduco de cualquier grandeza. Como si el fuego se hubiera levantado para que escarmentase yo en cabeza ajena.

Pájaros sobresaltados huían del incendio; galopaban caballos sueltos en mitad de la noche.

Una oportunidad para atacarlos -dijo despacio, sin mirarme, Aben Comisa.

—¿Qué ganaríamos con eso?

-preguntó Abdalbar el Abencerraje.

Destruirlos -gritó mi madre, que pasaba de una almena a otra almena-. ¡Destruirlos!

—¿Es que no lo está haciendo el fuego por nosotros? -murmuré-.

No puede improvisarse una batalla.

—¿Improvisar? -la cólera enrojecía más que el incendio la cara de mi madre-. Llevamos ocho siglos luchando. ¡Toca alarma, Boabdil!

Manda tocar alarma, y que salgan los hombres de Granada a acabar lo que el fuego ha comenzado. En la guerra no hay leyes.

La boca me amargó más aún.

Sentí otro escalofrío y el asomo de un remordimiento. Pensé en mi hijo Ahmad, en los muchachos que se habían quedado de rehenes en Córdoba. Miré las llamas que subían al cielo. Consideré la terrible venganza de los supervivientes. Bajé los ojos hacia la ciudad, los volví hacia el Albayzín, vi a mi pueblo que cantaba y bailaba en los adarves, iluminado como por el fuego del poniente; pero cantaba y bailaba sobrecogido ante la destrucción del campamento que, hasta esa tarde, lo había amedrentado, el campamento indomable y populoso. ‘Si Dios está de nuestra parte -pensé-, continuará estándolo.’

Tiene razón Abdalbar -dije-, ¿qué ganaríamos?

—¿Es que no quedan hombres en Granada? -gritó mi madre enfurecida.

Sí quedan -repuse con tristeza-. Quedan ciento cincuenta caballeros. No sé si se improvisa una batalla, pero un ejército no puede improvisarse.

Me retiré al palacio. Tranquilicé a Moraima, a la que el resplandor del fuego embellecía.

La convencí para que volviera a sus habitaciones. Me invadió un gran agotamiento. Caí en el sueño lo mismo que una piedra.

No amanecía aún cuando me despertó Farax.

Se reorganizan los cristianos, Boabdil -me llamó por mi nombre.

—¿Se ha extinguido el incendio?

Sí. Ya ha devorado cuanto había que devorar. Pero el ejército se reagrupa en orden de combate.

Salté de la cama. Era cierto.

Así me lo confirmó un espía que llegaba jadeante. Fernando había resuelto provocarnos en una escaramuza, para evitar el desaliento de sus tropas. Su proyecto era apartarnos de las murallas cuanto pudiesen, y hacernos frente entonces, no para herirnos ni matarnos, sino para entrarse por la puertas de la ciudad, aunque fuese revueltos con nosotros, muriese quien muriese. Abul Kasim era el nombre del espía, no sé por qué me acuerdo: como el de mi visir y el de mi alguacil mayor. Resbalaba ya la luz por la Sierra Solera. Una luz cenicienta, que nos dejaba ver el inmenso campo también ceniciento en que Santa Fe se había transformado. Aún brotaban bocanadas de humo; el olor a la carne quemada no es opuesto al acre olor de las batallas. Súbitamente supe con claridad lo que tenía que hacer, lo que iba a hacer.

No sé si es imposible o no improvisar una batalla, Farax; pero lo vamos a saber antes del mediodía. Cuando termine de amanecer, saldremos por la Puerta de Elvira. Que llamen a mi gente.

¡A rebato! La ventaja de tener un ejército tan chico es que se junta pronto. Ahora sí que ha llegado el final.

Farax fue a encontrame en los baños de mi casa cuando acabó de transmitir mis órdenes. Se desnudó despacio. Yo me hallaba en la sala de la estufa. Entró inocente y fuerte, enjuto y aplomado. Al acercarse, las luces coloreadas de la claraboya le manchaban el cuerpo de verde, de rojo, de azul. No apartaba sus ojos de mí, como imantados por los míos. Yo recorrí con la mirada su hermoso cuerpo.

Luego, ya, con la mano. Nos amamos furiosamente en la sala de reposo. Nunca he hecho con tan devastadora fruición, con tal ferocidad, los gestos del amo. Parecía que los estábamos haciendo ambos por primera vez. ¿O era que los hacíamos por última?

Nos ungieron los masajistas con el estricto rigor que suelen antes de un peligro. Después pedí ropas limpias para Farax y para mí, y mandé que llevaran mis armas al palacio de mi madre y que convocaran allí a las mujeres: no era la primera vez que nos despedíamos mientras me armaba.

La mañana se anunciaba radiante y cálida. ‘El sol espejeará pronto en esta alberca’, pensé. Mi intención era quitarle importancia a palabras y gestos. Con el almófar en la mano, antes de encasquetármelo, imaginé el calor que no tardaría en darme. ‘Pero no durará.’

Con tono indiferente dije:

Perdonad todos los enojos que hayáis recibido de mí. Son muchos, ya lo sé. Perdonádmelos.

El rostro de Moraima se contrajo. Rompió a llorar sin ruido.

Me sorprendió la mansedumbre de aquel llanto. La atraje con el brazo izquierdo hacia mí. Se resistió como un niño con el que uno quiere congraciarse después de una azotaina indebida.

—¿Qué novedad es ésta, Boabdil? -preguntó mi madre con voz alterada.

No es novedad ninguna. Déjalo.

Por la obediencia que me debes, dime qué quieres hacer y adónde vas.

Voy a donde la obediencia que te debo me exige. Anoche, en el adarve, preguntaste si es que no quedan hombres en Granada. Sí quedan. Y vamos a cumplir con nuestra obligación.

Lo más brevemente que me fue posible le expuse mi plan: no permaneceríamos mano sobre mano aguardando el ataque; era mejor suavizarlo aguantando la primera embestida; cuando los cristianos, atraídos por nosotros hacia las murallas, nos siguieran, se encontrarían en ellas con los granadinos restantes, que los acribillarían; a la noche, retornaríamos. Pero no era verdad. No era eso -o no era sólo eso- lo que yo maquinaba. Mi madre, que me atendía con los ojos cada vez más abiertos, lo intuyó: me había oído decir lo que yo no había dicho. Y Moraima, que lloraba con sollozos ahora, también. Las mujeres que las acompañaban empezaron una a una a lanzar sus lamentos. Se había complicado todo más de lo que supuse.

Hice un enojado ademán de marchar.

Interponiéndose, mi madre me retuvo.

Buscas una salida que no existe, Boabdil. Te conozco. Intentas salir por una puerta que está sólo pintada en la pared. -Ante sus ojos, me sentí transparente.Recapacita. ¿A quién nos encomiendas a nosotras, a tus hijos, a esta ciudad, a este pueblo? A mal recaudo nos dejas: si tu desapareces, el que no muera será esclavo. Para las grandes ocasiones son los grandes consejos.

No te comprendo.

Sí me comprendes -sus ojos chispeaban.

Mejor es morir de una vez que, vivo, morir muchas.

Siempre que murieras tú sólo y se salvasen los demás. ¿Hasta para morir vas a ser egoísta? Despierta. ¿De qué va a servirnos tu muerte, Boabdil?

Su barbilla, no del todo desprovista de vello, temblaba no sé si de dolor o de ira. Una vez más comprobé que mi madre nunca estaría de acuerdo con nada que yo hiciese.

Déjame -dije librándome de ella-. Los soldados me esperan.

No te dejaré -volvió a asirme- sin que me jures que no te arriesgarás, ni permitirás que nuestra gente se aparte de las puertas. -Agarraba el tahelí, y me lo ponía ante la cara.- Júralo.

¡Júralo sobre el Corán!

—¿Por qué jurar? ¿Es que nos oye Dios? ¿Es que nos mira? ¿No ves adónde hemos llegado? -Se lo decía en voz baja e intensa, para que sólo ello lo escuchara.Adiós, madre.

Le besé la mano. A Moraima, que ahora apoyaba su cuerpo contra el mío, le besé las mejillas: noté el sabor de las lágrimas. Por encima de su hombro, vi en la puerta principal a Farax, que me hacía señas de que me apresurara. Con la mano cubierta por el guantelete, me despedí de las mujeres, que arreciaban sus lamentaciones como si me tuviesen ya muerto ante ellas, y salí de la Alhambra.

A las puertas de la ciudad, los soldados me esperaban, ruidosos y no muy ordenados. Verifiqué qué pocos eran.

Háblales -me recomendó Abdalbar-. Dales ánimo. Van a necesitarlo -mi expresión le indicó que me resistía a hacerlo-.

Háblales, Boabdil. Es la costumbre. Sobre todo en la última batalla -suplicó.

Sin esforzar la voz, les dirigí unas cuantas frases, que sus oficiales repetían:

Amigos míos soldados: hoy no pelearéis para satisfacer la ambición de un sultán. Hoy no pelearéis por la independencia de vuestra patria. Hoy no pelearéis tampoco para glorificar a Dios, ni para propagar la fe, ni para defenderla, ni para ganaros el Paraíso.

Por todo eso pelearon vuestros antepasados. Hoy os toca a vosotros pelear por vosotros: por vuestras casas, por vuestra ciudad, por el huerto que amáis, por los bienes que os costaron sudores. Y por todo lo que está dentro de vuestros hogares: el honor de las mujeres, el amor de las esposas, la doncellez de las hijas. Hoy pelearéis por la vida. Y, si morís, moriréis por la vida. Que ella nos bendiga a todos.

Abrieron la puerta. Salí al galope por ella. Farax me seguía; Abdalbar iba a mi izquierda.

Cuando atraviese el último soldado, que atranquen las puertas.

Y que no se abran sino por orden mía.

—¿Es que quieres llevarlos al matadero? -me preguntó Abdalbar.

Frené el caballo. Volví la cara y lo miré sin contestarle.

Que no abran las puertas desde ahora sino por orden mía -insistí; luego me eché a un lado para dejar pasar a la tropa, y le grité-: No os separéis los unos de los otros por ninguna razón. No os separéis: os va en ello la vida.

Poca les queda ya -oí que murmuraba Abdalbar.

Sin atenderle, levanté la mano.

No miré hacia atrás: sabía que allí estaba Farax. A él le advertí.

Tú, conmigo.

Galopé hacia un alto próximo a la muralla. Sobre ella veía a los granadinos que se habían quedado en la ciudad -niños, viejos, inválidos-, y a las mujeres con ellos, dispuestos a derrotar a los cristianos en cuanto se acercasen.

Estúpidos’, pensé. ‘No, inconscientes’, pensé. Sentí piedad por ellos y algo muy parecido a la ternura. ‘Los estoy viendo, y dentro de muy poco no los veré ya más.

Ahmad, mi hijo, está en Moclín, ignorante de lo que aquí sucede; Moraima y Yusuf me aguardarán en vano.’ Vi el ejército enemigo, impaciente, piafante como sus caballos, ordenado. Sin darme cuenta, buscaba con los ojos a Gonzalo Fernández de Córdoba; no lo encontré. Pensaba: ‘Para unas fauces tan grandes, somos sólo un bocado. Cuanto antes seamos engullidos, mejor.’ Mandé avanzar un poco. ‘Es como una corrida de toros: se cita al animal moviéndose ante él para que se arranque y embista. Seguramente es lo mismo que ellos planean. El triunfo del que corre bien toros consiste en no perder la iniciativa. Los cristianos quieren que nos alejemos lo más posible de las murallas para correr luego más de prisa que nosotros, e impedir nuestra vuelta, y ganarnos la mano en las entradas.’

—¡Esperad ya! ¡Deteneos! ¡Ya basta! -mandé.

Se acercan -era la voz de Farax.

Me volví. Estaba tenso, absorto en el ejército contrario, de pie sobre los estribos, estirado el cuello de un modo increíble. Era un niño atento a su tarea.

Van a atacarnos. ¡Nos atacan! -decía como para sí mismo.

En efecto, nos atacaban. Pero, en lugar de concentrarse, se abrían como un gran abanico. ¿Pretendían envolvernos? Abarcaban un frente mucho mayor que el nuestro. Se dividían en numerosos cuerpos. Se adelantaban todos a la vez, seguros y ligeros. Antes de que me diera tiempo a entender ni a decidir, Abdalbar bajó al galope la cuesta.

Me distrajo su repentina decisión, tomada sin consultarme ni explicarse. Bastó ese instante de distracción; cuando miré de nuevo, mis hombres se dividían también. Intentaban responder a los distintos cuerpos atacantes; vacilaban de uno en otro, sin orden ni concierto.

Abdalbar impartía desesperadas órdenes. Todo era inútil. O no: acaso para lo que yo deseaba nada era inútil.

Te dejo, señor -gritó Farax incontenible.

—¡Te mando que te quedes! -le dije a voz en cuello: tanto, que mi voz se oyó por encima del encarnizado ruido de los encuentros de abajo.

El polvo se espesaba; apenas nos permitía adivinar, pero el coraje de mis hombres relucía hasta velado por el polvo. Un solapado orgullo me hizo respirar hondo.

Bravos, bravos -dije volviéndome a Farax-. Pero ya, ¿para qué?

Farax, más excitado de lo que puede describirse, no me oyó. Daba golpes al aire con su espada, agitaba la cabeza, reía y lloraba a la vez. Era un niño apasionado por un juego al que ve jugar a otros más afortunados que él.

Se multiplicaban los encuentros parciales. Mis hombres estaban despilfarrando su valor. Cuatro, diez, veinte cristianos por cada musulmán, aislado de los suyos. Y, de repente, por ambos lados, desde lejos, vi acercarse dos nubes de polvo. Lo que temí: nos envolvían.

Las alas de su ejército, ocultas hasta ahora, traían reservas contra mis hombres fatigados. Con otra artimaña, Fernando me vencía de nuevo. Mi corazón, que había latido hasta entonces a su compás, sin aceleración ninguna, se arrebató. Sentí a la vez odio y cólera. Un odio y una cólera ciegos contra aquellos extraños que en lo único que nos aventajaban era en fuerza: más fuerza que nosotros y más odio y más cólera. Si el deseo matara, delante de mí en ese instante habrían muerto todos. Los refuerzos -a la cabeza de uno de ellos creí ver a don Gonzalofraccionaban más aún a mi gente.

Mis peones retrocedían. No porque se hubiesen puesto de acuerdo, ni por obedecer orden alguna: trataban de salvarse simplemente. Miré a Farax. Tenía una mano delante de los ojos.

—¡Adelante, Farax!

Saltó como si le hubiese dado un golpe con la espuela:

Ya era hora.

Nos adentramos entre los que luchaban. Me escoltaban sólo unos cuantos negros: los que quedaban de la guardia real. Procuré reunir a los caballeros desperdigados; no lo conseguí. La infantería cejaba hacia las murallas. ‘En un combate, hasta el final no se sabe quién gana: es todo tan confuso. En tanto dura, sólo pierde quien muere.’

Como si me hubiesen escuchado, todos a una, girando ante el empujón del instinto, mis peones corrían ya, sin remilgos, dando esta vez la espalda no a la muralla, sino al enemigo. Mis caballeros, que no tardaron en percibirlo, flaqueaban. Oí las voces de Farax:

—¡Abrid las puertas! ¡Que abran las puertas!

—¡No! ¡No! -grité; pero supe que las abrirían: él era mi portaórdenes.

O volvemos, o esta noche Granada será suya -me dijo.

—¡No! -volví a gritar.

Mi guardia había sido separada de mí. Sentí un golpe en el capacete; no dolor, sólo el golpe. No sé ni quién me hirió, ni si lo herí al responder. En una batalla no se sabe nada si se está dentro de ella. Justifiqué la desobediencia de mis tropas: sólo los avezados y los expertos en batallas tienen clara la mente para ver qué conviene. Lo otro es el alboroto, el caos, el embrollo. ‘Esto no es una batalla: es una humillación.’

Vamos, señor. Vamos. ¡De prisa! -era Abdalbar, que refrenaba su caballo junto a mí.

Ve. Tú ve. Ya voy yo.

Unas palomas grises volaban por el cielo azul, por encima del polvo y la barbarie. ‘Tontunas. ¿Qué hacen ahí arriba esas palomas en lugar de los buitres? ¿Qué hacemos aquí abajo nosotros?’ Dejé de pensar. Espoleé mi caballo. Me lancé hacia adelante. Junto a mí sólo había un par de jinetes de mi guardia y Farax. Me habría gustado tropezarme con Gonzalo de Córdoba; que al menos fuera él quien... Pero ya daba igual.

Quien fuese. Adelante. Me sorprendí diciendo adiós a voces. Ya no había nadie mío cerca de mí.

Aunque quisiera evitarlo ahora, no podría. Estaba bien. Había estado bien. No pensaba. Nada recuerdo de un modo concreto y distinto, sino como entre la niebla del sueño que nos hunde y agita, donde ninguno de sus componentes tiene una estricta razón de ser. Si me esfuerzo hoy, veo un ojo desorbitado, una túnica rasgada de la que mana sangre, una mano sin cuerpo sobre el suelo, el rostro angelical y rubio de un muchacho, una boca vomitando sangre, una extraña mueca que remedaba -o era- una sonrisa.

Sólo tenía conciencia de que espoleaba a mi caballo. Y, en medio del ruido estentóreo, de los alaridos, las quejas, los choques, las carreras, los mandatos, el vértigo de la muerte, oí con toda precisión un galope detrás de mí. ‘¿Por qué oigo ese galope?’, me preguntaba, cuando, de un sablazo, alguien cortó mis bridas. Luego, con el sable de plano, golpeó el anca de mi caballo, y le hizo dar media vuelta.

Por fin, pinchándolo en la grupa, lo puso al galope. Contra mi voluntad, como una centella, volé hacia Granada.

Vi lo que aún subsistía de mi ejército -’Llamar ejército a esto’- correr ante mí. Atardecía.

¿Atardecía? No lo sé. Quizá el sudor, el polvo, el mareo de los encontronazos, alguna abolladura que presionaba... No lo sé. Pasaba el campo a un lado y otro míos. Era el campo quien pasaba, no yo: tan desbocado iba mi caballo. Habían abierto las puertas de par en par. ¿Fui el último en pasar? Oí: ‘¡Ahora! ¡Ya! ¡Ya!’

Oí el estruendo del portazo, el caer de las gruesas trancas, los primeros mandobles encolerizados contra los maderos chapados. Oí el griterío sobre las murallas. No distinguí si era de pena o de alegría. ‘También los derrotados aman la vida a veces...’ A favor de querencia, mi caballo, con el que todavía no me había hecho del todo y que no obedecía mi voz, subía igual que un rayo, a pesar de su agotamiento, la cuesta de la Sabica camino de la Alhambra.

Perdóname -era Farax, que se ponía a mi altura. No le quise mirar.

Has sido tú, ¿verdad?

Perdóname.

Todo me ha traicionado: tú y la muerte.

Perdóname.

Creí que morir era mucho más fácil.

Cuando llega la hora de cada cual, lo es.

Farax retrocedió unos pasos, e insistió con voz suplicante:

Perdóname, señor.

Dejé pasar unos momentos:

Esta mañana me llamaste Boabdil.

él avanzó de nuevo hasta mi altura, y atravesamos juntos la puerta de la Alhambra.

A la mañana siguiente los granadinos vimos, desde las murallas altas, un extraordinario movimiento en el lugar donde había estado el real cristiano. Al principio nos regocijamos creyendo que se preparaban para levantar el cerco y retirarse. Por la tarde supimos la verdad. La reina había llegado temprano con sus hijos desde Alcalá la Real, donde residía. Conversó aparte con su esposo, y los dos comunicaron su resolución a los maestres y a los capitanes: no era prudente dar su brazo a torcer; no era prudente aplazar la tarea. Las decisiones había que tomarlas en caliente, ‘y más caliente que después del incendio es imposible’, bromeó la reina. A partir de ese mismo día -es decir, ya- se comenzaría a construir un campamento que no pudiera arder; una ciudad de fábrica, con cimientos de piedra verdaderos, y verdaderas calles y verdaderos pozos. A medida que el asedio se prolongara, crecería y se asentaría la ciudad. Con más motivos que antes, se llamaría Santa Fe. Los musulmanes tendríamos que bebernos con los ojos la inamovible provocación de los cristianos. Se proponían levantar ante nosotros una prueba tangible, la mejor, de que no se irían: una demostración a prueba de lluvias y de fuego, de desalientos y vacilaciones. La reina lo había dicho:

No quiero ejércitos con los brazos caídos. Mientras se rinden los infieles, haremos algo bueno: un cuartel atrincherado como una ciudad, que dure más que nosotros mismos, y que haga preguntarse a los que después vengan si es que estábamos locos. Por esta Santa Fe subiremos a la Alhambra. ¡A trabajar, soldados! Nuestro Dios no es sólo el Dios de las batallas, sino el de los hermosos campamentos con torres, fosos, muros, puertas y caballerizas. A santiguarse y a trabajar, soldados.

Los granadinos y los evacuados de las proximidades, después de ver cómo cavaban las primeras zanjas y trazaban con cal el extenso contorno; después de ver clavar los estandartes y distribuir las batallas; después de ver llegar en carros, desde las alquerías destruidas, los materiales para una duradera construcción, ya no tuvimos dudas. Aquella noche nos acostamos pronto: nos fuimos a nuestras casas en silencio; cuando dejó de divisarse el asiento cristiano, se vaciaron las plazuelas. A pesar de ser mayo, no tenía nadie ganas de cantar. El agua de los aljibes y las fuentes corría solitaria, no escuchada por nadie. Desde mi alcoba -Farax seguía durmiendo desde la noche anterior-, Moraima y yo oímos gorjear un ruiseñor. Pensé que estaba fuera de lugar aquel canto de intrepidez y gloria. A punto estuve de mandarlo matar.

Contar lo sucedido en los meses que siguieron no es empresa sencilla. Procuraré -ahora que me es posible- olvidarme de mí; procuraré quedarme al margen, aunque al margen estuve un poco siempre, o consiguieron que estuviese. Procuraré ser objetivo, y no mezclar en el relato mis sentimientos de fracaso y decepción, la inestabilidad, e incluso el desequilibrio, que me poseían, y que me empujaron a mudarme, sin razones evidentes y con frecuencia, desde la Alhambra a la alcazaba del Albayzín, y viceversa. Procuraré enumerar los hechos de manera ordenada, si es que se puede enumerar con orden el desorden sin falsearlo: para describir los objetos que componen un informe montón, hay que extraerlos de uno en uno, individualizarlos, catalogarlos, aunque volvamos luego a revolverlos como estaban.

Después de mucho reflexionar sobre el episodio más trascendental de mi vida pública (aquel en que el destino me había acorralado, y en el que ni siquiera se esperaba de mí otro gesto que el de acatar su fallo), he concluido que a las negociaciones con los reyes cristianos se llegó por tres vías, conducentes las tres a la misma meta, pero no siempre paralelas. A través de ellas me propongo exponer los hechos con la visión de hoy, más completa y más clara que la que entonces tuve. Los cronistas -aún los más afectos, como Hernando de Baeza- sólo tendrán en cuenta una u otra de las vías, y las tres eran simultáneas.

La primera fue la situación de la ciudad, más desastrosa cada día, que saltaba a la vista, aunque no en todo caso saltasen a la vista sus orígenes o sus agravantes. La segunda vía no fue nada físico, ni perceptible por los ciudadanos granadinos, desdichados protagonistas -no agentes, sino pacientesde la primera; esa segunda vía la recorrieron subrepticiamente mis apoderados y los del rey de Castilla. La tercera, invisible no sólo para los granadinos sino hasta para mí, fue una tortuosa maraña de infidelidades, subterfugios y argucias, con las que ciertos personajes de ambas cortes -doloroso es reconocer que, sobre todo, de la mía- se beneficiaron a costa de mi Reino. Y, finalmente, será innecesario insistir en que la realidad es siempre más compleja que el relato de la realidad; como aquel informe montón de objetos a que me refería es más complejo que la suma o la enumeración de todos los objetos. Porque estas tres vías de que hablo no eran independientes entre sí, ni siquiera estaban trazadas con nitidez; según la conveniencia de quienes las utilizaban, ellas se enfrentaban o coincidían, se entrecruzaban o se superponían.

Eran los cambiantes intereses de las personas y los pormenores acumulados del ambiente general los que las dibujaron y rigieron.

A partir del mes de junio Granada fue una ciudad que había perdido la cabeza, y no aludo solamente a mí, que continuaba siendo su cabeza más nominal que efectiva.

De una forma impalpable, pero progresiva y rápida, fue siendo dominada por el pánico y por una sombría sensación de catástrofe.

Al comienzo, el pueblo reaccionó con una especie de taciturna resignación: como en esos casos en que, dada por supuesta una inevitable desgracia, no se menciona en las conversaciones. Las gentes intentaban no ya hacer su vida habitual, pero al menos que pareciera habitual lo que hacía; salvo salir fuera de las murallas -impedimento que ya era mortal para los agricultores-, se conseguía una imitación bastante tolerable de la normalidad. Pero, poco a poco, lo que había de falso en esa convivencia exacerbó los ánimos. No sólo el estar encerrados, sino la conciencia de estarlo, y la muda y recíproca interdicción de reconocerlo en público, crearon tensiones, suscitaron reyertas y fomentaron pendencias. Unos barrios se pregonaban preferidos ante otros; unos gremios friccionaban -lo que no había ocurrido antes- con los vecinos; unos ciudadanos conminaban a la abolición de lo que calificaban de privilegios ajenos. De modo imperceptible, o apenas perceptible, los pobres, que en Granada se habían caracterizado por su particular alegría tan a menudo envidiada por los ricos, al perder tal alegría, se sublevaron contra éstos, que, según los pobres ahora entristecidos, nunca habían perdido, y no perderían aunque la ciudad se perdiera. Las levas, que afectaban a unos y a otros, pesaban más sobre los pobres, cuyos medios de subsistencia dependían de sus manos, llamadas a servir al Reino, por cuyo bien común abandonaban o relegaban el propio. Las exacciones, imprescindibles para el armamento y el sostén del ejército y para la construcción de las defensas con que oponernos al cerco, afectaban por el contrario principalmente a los ricos. Con lo cual el costo de la guerra -ni siquiera de la guerra, sólo de la resistencia- desagradaba a todos. Y aún más si consideraban, como lo hacían, que era inútil seguir. La ilusión era irrecuperable para ricos y pobres, y el derrotismo los agobiaba por igual.

Los campesinos, ante los campos incultos, se hundieron en una consternación hostil. Se les veía, no bien amanecido, acodados en las murallas, columbrando con ojos húmedos las eras de la Vega, las almunias, los huertos, las pardas rastrojeras en que se habían convertido sus lujuriantes plantaciones. Es imposible que quien no ame la tierra como nuestros labriegos la aman, quien no haya trabajado en su minúscula y mimosa artesanía, con la que no doblegan, sino que acarician y embellecen a la naturaleza, adornándola hasta transformarla de abrupta en dócil con sus bancales, sus acequias y sus puntuales riegos, es imposible, digo, que sienta, como sentían ellos cada mañana, la voz de esa naturaleza que llamaba a cada uno por su nombre y lo reclamaba y lo añoraba, por encima de quienes fueran los dueños por razones políticas, asunto que a ellos no les concernía y que habían acabado por odiar. Tanto que, ociosos y resentidos, se dedicaban por entero a conspirar, a urdir venganzas y a atajar por el camino que más derecho los llevase a su reencuentro con la tierra.

El comercio, que se desperezaba en cada alba y se enriquecía en nuestros zocos; que proporcionaba bienestar y comodidad a nuestros artesanos, cuyos productos salían de Granada en las manos de quienes aportaban los de otras geografías; que creaba apretados lazos, los únicos irrompibles en principio, sobre montes y mares, se ausentó.

La ciudad consumía lo que ella misma fabricaba, pero no todo lo que fabricaba, ni a medida que lo fabricaba. Muchos mercaderes, ocupados en el lujo, quedaron sin empleo, y los demás, ante la disminución o desaparición de las demandas, dejaron de producir las cantidades que antes producían.

Las operaciones de mayor envergadura, los cambios de moneda, las importaciones, los tráficos internacionales y marítimos, fueron abolidos. Y los perjudicados tampoco hallaban una razón ideológica o cordial que los compensase de su pérdida.

En cuanto a los soldados, se veían en tal inferioridad de condiciones, y contaban con tan poca simpatía de los ciudadanos, que inspiraban pena en lugar de admiración o de respeto. Ser soldado en tiempos de derrota es tan ingrato como ser alfaquí en tierra de infieles. Por otra parte, la flor de nuestro ejército había perecido, durante los inmisericordes meses anteriores, en las algaras emprendidas para mantenerlo saludable y vibrante. En las tierras de Alfacar y Puliana, en Maracena o en Tafía, en Yamur, en el Jaragüi, en Armilla y en el Rebite o el Monachil, quedaron muertos nuestros mejores guerreros, o de allí regresaron inutilizados por sus heridas. Tal era nuestra realidad, aunque las pérdidas de los cristianos fuesen dobles o triples, que nunca fueron tantas, aunque, para no darnos por vencidos antes de que nos vencieran, nos hubiese parecido vital esa sangría.

Moralmente, pues, la situación era irremisible. Y lo era desde mucho tiempo antes de que se manifestase como tal para los granadinos.

En cuanto al abastecimiento, nuestra insuficiencia no era aún comparable a la que padecieron hasta su rendición Málaga o Baza, pero también es cierto que los granadinos y los refugiados ya no podían achacar a nadie el hundimiento del Islam: su rendición no era una rendición más, ni su entrega otra más, sino la entrega y la rendición de cuanto sus creencias y sus abuelos fueron, les enseñaron a ser y los animaron a defender desde hacía siglos. ¿Qué les importaba que Granada no pudiese conquistarse por asalto ni por sorpresa, y sí sólo por un sitio que sería muy largo y que acaso diera tiempo a alguna alternación?

¿Qué les importaba que el aislamiento infligido por los cristianos no fuese total, y quedaran exentas de él las cuencas altas del Darro y del Genil, con los frutos de la huerta y de la ganadería de las vegas de Zenes, de Dúdar, de Quéntar y Beas, de Pinos Genil y Güejar-Sierra, aparte de los caminos arriscados pero andables de las alquerías y aldeas alpujarreñas, muchas de las cuales aún eran musulmanas? Los granadinos, aunque no se lo confesasen, ardían en deseos de zafarse como fuese de unas circunstancias que se les hacían insostenibles, y salir de las cuales como fuese, por el solo hecho de salir, se les antojaba un bien inapreciable.

Y tampoco les importaba contar con defensas que eran otro bien inapreciable: la resistencia de Alfacar, por ejemplo, con la que todos los arranques cristianos, reiteradamente lanzados contra su fortaleza, no habían podido; o tener dentro de sus muros las dos ciudadelas mejor guarnidas y más grandes de Europa según mis noticias: la alcazaba del Albayzín y la Alhambra (entre las que yo oscilaba con Moraima y mi hijo Yusuf, acompañado por Farax, sin ton ni son en apariencia, aunque generalmente por causa de amenazas y atentados que había de eludir).

Y se manifestaban asimismo indiferentes los granadinos a las heroicas gestas que para animarlos toleraba yo, aunque estaban oficialmente vedadas; me refiero a las acciones campales, aceleradas y efectivas, que denodados jóvenes emprendían aún, y que sembraban la inseguridad hasta en el campamento de Santa Fe, cuyos muros algunas noches alcanzaron, matando centinelas, sorprendiendo guardias y asaltando convoyes. Pero los granadinos sólo tenían ojos para su mal, no para lo que los debía de alentar, y tampoco para el mal de sus enemigos, que en cierta amarga forma contrapesaba el suyo.

¿O es que se encontraban los cristianos en condiciones óptimas?

A causa de la suciedad y de la inmundicia de piojos, chinches y pulgas, se desencadenaron en sus reales epidemias que, por alto que fuese el nivel de sus hospitales, ocasionaban bajas y fugas. Faltaba el dinero, que no siempre lograban recaudar, ya porque se negaran los pueblos, ya porque los recaudadores lo sisaran, ya porque se aprovechara el papado y lo escatimaran las órdenes religiosas, abrumados todos por la prolongación de las campañas: ni a los súbditos ni a los aliados puede exigírseles un gran esfuerzo duradero. El agotamiento de los concejos, el desconocimiento de Castilla sobre qué era Granada, qué su Reino, cómo se desenvolvían las conquistas y qué se adquiría con su dinero, eran muy perjudiciales. La necesidad de hombres aumentaba al ritmo de nuestros asaltos; hubieron de establecerse por la Vega grupos de lanceros en turnos de día y de noche, y, alrededor de Santa Fe, trincheras, parapetos y avanzadillas surtidos por soldados, en una incesante actividad que los desalentaba al transformarlos de asediadores en asediados. Era tanta la perentoriedad que los reyes tenían de apresurar la entrega de Granada, ya que no su conquista, que tuvieron que intervenir con decisión, por procedimientos sesgados, para empeorar las condiciones físicas y morales de los granadinos y apremiarnos así a la negociación. Recibíamos noticias del malestar de los cristianos, que presenciaban el correr del tiempo y el gasto de sus arcas y de sus márgenes de recuperación, sin avanzar ni un sólo paso. Recibíamos noticias de la acuciante tentación que sufría Fernando de levantar sus tiendas, dejar una guarnición como testigo y aplazar hasta el próximo año, en que estaría ya deshecha Granada, la arremetida final. Recibíamos, a través de nuestros escuchas -que eran de vaivén en la mayor parte de las ocasiones-, los ecos de las desfavorables nuevas que les llegaban desde fuera a los reyes: el incendio de Medina del Campo, una de las ciudades más ricas de Castilla y la mejor proveedora por devoción a su reina; la muerte del príncipe heredero de Portugal, hacía tan poco casado con la hija mayor de los reyes, a la que le abrieron las puertas de Santa Fe transformada en una casa de duelo, hasta el punto de que tuvieron que enviarla a Illora, con don Gonzalo de Córdoba, a que él la consolase, ya que bastante tenían los soldados con sus propios desánimos. Pero los granadinos, desde que vieron blanquear el campamento, que encalaban los cristianos casi a diario precisamente para que fuese divisado y admirado, vivían obsesionados por sus propias heridas, y no cesaban de contemplarlas y agrandárselas a fuerza de hurgar en ellas. Con lo cual, cuando al acercarse el invierno se agravaron esas heridas para todos -sitiados y sitiadores-, la depresión de los granadinos llegó a su ápice y se produjo el estallido.

Los víveres empezaron a faltar en cuanto las nieves y los hielos obstruyeron los contactos con las Alpujarras, menguaron las posibilidades de viajes productivos, y los cristianos, más duchos que antes en atajos y en trochas, se adiestraron en impedir entradas y salidas. Con ello se produjeron motines de los más poderosos, que no veían suficientemente protegidos por los justicias sus bienes, sus casas y posesiones. Hubo saqueos, con los que los pobres buscaban su manutención a costa de los ricos; saqueos desenfrenados, en los que se llegó a matar propietarios, a arrasar mansiones, o a instalarse por las bravas en ellas, destruyendo sus jardines, acampando en sus suntuosos salones y atropellando a las mujeres de sus harenes. Las discordias civiles, que antes se basaron en diferencias políticas, se basaban ahora en profundas diferencias económicas, más insalvables todavía y más tajantes. El hambre, como consejera desatentada, hizo su aparición en este paisaje, incitando a quienes la padecían a una especie de locura. Los hambrientos se asomaban a las murallas a las horas de comer, e imaginaban cómo se saciaban los cristianos de los alimentos de que aquí carecíamos. Ya nadie recordaba que, no mucho tiempo atrás, cuando hacían presa nuestras tropillas en rebaños cristianos de vacas o carneros, hubo tanta abundancia de carne en Granada que por un dirhem pudo comprarse un arrelde de ella; hecha la digestión, el cuerpo olvida, y reclama una ingestión nueva. Ver a las mujeres con sus hijos en brazos, por las callejuelas, voceando su laceria y su indigencia; ver a los viejos sentados al sol contra los blancos muros, resignados a una muerte anticipada contra la que no hallaban remedio alguno; escuchar los gritos de numerosas cuadrillas que, sin otro quehacer, requerían que se llegase a un arreglo con los cristianos, o que se les permitiese a ellas mismas hacerlo; escuchar a los más exaltados pedir que se abrieran las puertas, y se les dejara ir al real de los enemigos para rendírseles; presenciar los continuos retos de caballeros cristianos bien atalajados y sustentados, aunque fuese sólo en apariencia, que se acercaban con plumas y estandartes para provocarnos y excitar a los súbditos a la rebelión, todos eran cuadros que originaban en quienes gobernábamos -aunque, como luego diré, no en todos- graves escrúpulos sobre nuestras decisiones.

¿Y cuáles eran éstas? Sospecho que, tanto las nuestras cuanto las de los adversarios, eran involuntarias y movidas por idénticas causas. Nuestra persistencia en no ceder se fundaba en lo mismo que su persistencia en asediarnos: ambos estábamos convencidos de que, con el invierno, se imposibilitaría la resistencia del contrario. Ellos, de que nosotros nos veríamos, por hambre, forzados a capitular; nosotros, de que ellos se verían forzados a abandonar el sitio, como en las campañas anteriores. Pero el tiempo corría, se ennegrecían las circunstancias, y ni unos ni otros nos supeditábamos a ellas, aunque en Granada los partidarios de resistir eran cada vez menos: una parte no mayoritaria del ejército, los alfaquíes, mis familiares y yo: quizá los que más teníamos que perder, si es que aún nos restaba algo no perdido. Imposible expresar qué violencia me hacía, ante la ilusa esperanza de que se alzara el cerco, para no atender las razones del pueblo; un pueblo espantado de que, si la rendición se hacía como consecuencia de la guerra, sólo la muerte o la esclavitud le aguardaban. Se necesitaba un sutil y enorme don de la oportunidad para acertar hasta qué momento podrían mejorarse las condiciones de la capitulación, y a partir de qué momento serían destructivas. Y era justamente yo quien tenía que tomar, en definitiva, esa resolución, insoportable en especial para unos hombros como los míos, no hechos a cargas semejantes.

Fueron estas consideraciones, que se hospedaban despóticamente en mis noches, las que pronto me movieron a iniciar contactos imprecisos que facilitasen, llegado el caso y la hora, las pertinentes diligencias. Esos contactos constituyeron la segunda vía de que hablé.

La impaciencia de Fernando lo hizo precipitarse. Apenas comenzada la construcción del segundo campamento, me envió un mensajero, no personalmente a mí, sino a través de Abrahén el Caisí. Se llamaba Juan de Bazán. Ya había recibido yo por medio de él hacía meses, antes de que se interrumpieran los últimos contactos, varias cartas del rey. En ellas -aparte de reiterarme su gran amor y sus muchos deseos de hacerme mercedes, y excusarse por los daños que nos causaba, atribuyéndolos sólo a los escasos deseos de servirle que teníamos mi ciudad y yo, y a nuestro afán de alteración y discordia- insistía siempre en llevar a cabo lo pactado; pero en ninguna de sus cartas explicaba sus flagrantes incumplimientos. En la ocasión de que ahora trato, Juan de Bazán permaneció unos días en Granada. Fue alojado en el Albayzín, en una casa por bajo del Castillo del Aceituno, con el más riguroso sigilo. Los vigilantes que le puse me informaron de que muchos palaciegos y ministros míos -muchos, en relación con los que poseía- acudían de noche y disfrazados a entrevistarse con él. Conociendo ya cómo se las gastaba el rey cristiano, imaginé las ofertas que les haría por traicionarme o persuadirme. Y para darle una lección, sin duda inconsecuente, me negué a recibir la carta. El Caisí, puesto de acuerdo conmigo, la devolvió cerrada a su portador; un secretario mío se había esmerado en cerrarla y sellarla de nuevo, después de leída por mí. [En ella se me repetían los ofrecimientos de costumbre, quizá algo acrecentados si entregaba sin más dilaciones la ciudad; pero no se refería sino a mis ventajas personales. Yo, del mensaje y de la actitud del mensajero, deduje dos consecuencias: la primera, la urgencia que, pese a sus baladronadas, tenía el rey de resolver cuanto antes el tema de la entrega; la segunda, que trataría de segarme la hierba bajo los pies empleando toda clase de ardides.] Ya antes habíamos tenido alguna correspondencia el rey Fernando y yo, a través de personas interpuestas. El marqués de Villena se dirigió con insinuadas promesas a algunos nobles de mi corte poco escrupulosos, o fáciles de abordar, o destacados por su enemistad hacia mí. Otros nobles cristianos -no don Gonzalo Fernández de Córdoba, ni don Martín de Alarcón, mis más allegados- habían esgrimido discretas amenazas, sugeridas más que enunciadas, ante los padres de aquellos muchachos que permanecían en Córdoba como rehenes. Y el mismo Abrahén el Caisí, so capa de sus andanzas comerciales, había llevado algún despacho mío en el que, aparte de interesarme por el estado de mi primogénito, abría -o dejaba abierto- algún portillo a unas futuras y previsibles conversaciones. (Incluso me trajo una carta de Ahmad desde Moclín; tanto alegró a Moraima aquella carta que el llanto no la dejó leerla, y se la leí yo. Le remitimos, con el mismo conducto, unas pocas monedas de oro y unas cosillas para que se vistiese a nuestro estilo en la pascua. Moraima besaba las telas que rozarían la carne de su hijo, y yo miré mucho tiempo el papel, y pensé que mi hijo crecía y ya escribía con gracia las letras, y sus frases, tan cortas, me sonaron mejor que nada en este mundo.) Sin embargo, de ninguna de estas inconcretas gestiones podía darse cuenta al pueblo, que las hubiese malogrado quién sabe si sublevándose o magnificándolas. Su esencia era el secreto, y su valor exclusivo el estar hechas con la mano izquierda, de forma que la derecha pudiera negarse no sólo a cumplirlas sino a reconocer su existencia.

Del mismo modo, de una manera no oficial, el alguacil mayor Aben Comisa y el visir de Granada El Maleh mantenían relaciones difusas -o eso pensaba yo- con la corte cristiana, a alguno de cuyos secretarios conocían ya de las negociaciones expresas anteriores. En el campo cristiano hallaron un fidelísimo espejo de ellos, Hernando de Zafra. él y El Maleh intercambiaban votos de sincera, afectuosa y recíproca amistad, en los que sospecho que ninguno de los dos confiaba; pero Zafra agilizó bastante las gestiones, empujando a los míos a plantearme clara y rotundamente los asuntos. Los míos, por lo que yo sabía, y según lo que yo les había sugerido, se resistían, balbuceaban, se hacían de rogar. Mis órdenes eran que aplazaran, sin romperlos, los tratos; que aseguraran que mi resolución de no entrar en el negocio era veraz e inflexible, y que arguyeran, contra cualquier apresuramiento de Zafra, que no osaban arrostrar mi indignación si aludían, ni sesgadamente, a la entrega de la ciudad. Pero Zafra era aún más artero que su rey, quizá por proceder de más abajo. (Fue criado de Enrique Iv, y luego secretario de ínfima categoría de la reina; con servilismo y paciencia, había medrado: llegó a confidente y consejero de Fernando. Y cuando éste, desvanecido su optimismo, se resignaba a aplazar la solución del cerco hasta la siguiente primavera, él lo disuadió y se comprometió a hacer la torva labor de zapa que el rey personalmente había llevado a cabo en Baza, y de la que se encontraba muy cansado.) Fue con este villano inteligente, al que nada le impedía arrastrarse con tal de alcanzar lo que deseaba, con el que entablaron negociaciones -creí que en exclusiva- mis principales mediadores.

Lo que ignoraba yo -por lo menos en sus detalles- era que, desde el mes de abril, no sólo Aben Comisa y El Maleh, sino muchos más personajes de mi corte, habían abierto tratos ya. Todo eran ambigüedades; todo, supuestos; todo, palabras en el aire, porque a cuanto se hiciera a espaldas mías tendría yo que dar mi visto bueno; pero entretanto se hacía. Quizá la otra parte confiaba en que yo sabía más de lo que sabía, y en que tácitamente autorizaba y ratificaba esas gestiones como las más arriba expuestas del alguacil mayor y del visir. En la diplomacia la habilidad consiste en revestir de autenticidad lo hipotético o lo inventado, en adornar lo ilusorio, y en presentar como verdad lo imaginario; apoyándose, entre otras cosas, en el anhelo del engañado de que sea firme cuanto se le insinúa.

Así, entremezclados los pasos oficiales con los semioficiales, e incluso, por desgracia, con los privados en estricto sentido -opuesto a veces a los intereses de Granada-, era muy arduo para cualquiera -sin exceptuarme a mí- discernir cuáles eran los límites de unos y de otros. Cautivos liberados sin mi consentimiento llevaban a Santa Fe propuestas que yo desconocía; traidores siempre a punto para venderse iban y venían con recados que sólo la parte interesada en darlos -o sea, el rey Fernando- se tomaba el trabajo de fingir.