IV. Toda música cesa

Si hoy presto oídos, escucho una música que viene de muy lejos, del pasado también, de cuanto ha muerto, de horas y signos distintos de los de hoy, y de otras vidas. Quizá la nuestra -y nosotros mismos no somos otra cosa que ella- no sea más que tal música. Porque todos fuimos alguna vez mejores, o más felices y más dignos. No obstante, toda música cesa.

Hasta en nuestro recuerdo toda música cesa.” Boabdil

Ya ordenados los hilos de esta costosa trama, para eludir que otros convenios de los reyes perjudicaran los que habíamos firmado, transigí con adelantar el día de la entrega. Se fijó el 6 de enero.

Yo percibía, pese a que los más cercanos a mí me lo negaban, chispazos de malestar entre los granadinos, ciertos alborotos y descomedimientos como de quienes, sus causas ya perdidas, se desmandan y tratan de vivir a cuerpo de rey -¿de qué rey?- los días que les quedan. Se habían asaltado casas de judíos, y de noche aumentaba la delincuencia. Era prudente, pues, apresurar los acontecimientos.

El día primero del año solar fue domingo. Nunca vi uno tan lóbrego. Había resuelto mandar en ese día los quinientos rehenes, con Aben Comisa y El Maleh a la cabeza. Apenas descendieron las sombras de la noche, no mediada aún la tarde, se agruparon los rehenes cerca del barrio de los alfareros.

Pero no pudo evitarse que, aunque el frío había recluido a la gente en sus casas, se corriera la voz, y se formó un tumulto en torno a ellos, que yo había mandado salir, desde la Huerta Chica de la Almanjara, por la Puerta del Poniente. Temí que un litigio cualquiera perjudicara la pacífica marcha de las cosas, e invitase o excusase la intervención del ejército cristiano, lo que acarrearía derramamientos de sangre. Con el pretexto de que recogiera un par de caballos y una espada que yo obsequiaba al rey Fernando, hice volver a Aben Comisa y le di una carta para que se la entregara en propia mano. En ella le pedía que aquella misma noche, con el mayor sigilo, mandara tropas a hacerse cargo de la Alhambra; al día siguiente, los que eran todavía mis vasallos, ante lo irrevocable, aceptarían, sin la tentación de levantarse en armas, la entrega de Granada. Así se eliminaban riesgos y contingencias.

Desde que recibió mi aviso, no dejó pasar ni una hora el ávido Fernando. A la medianoche envió una tropa capitaneada por Gutierre de Cárdenas, el comendador mayor de León. Vino, envuelta en el frío, por la parte de los Alijares, cuyo camino era el más discreto y apartado. En la Torre del Agua aguardaban a los cristianos Farax y Nasim; los introdujeron en la Alhambra por la Puerta de los Pozos. El amanecer, si es que iba a amanecer, aún tardaría.

Yo me encontraba en el salón del Cuarto de los Leones con doce dignatarios. Vi entrar, un poco pálido, a Farax, y comprendí que el destino había llegado. Despedí a mis caballeros, y les ordené retirarse a la ciudad. Yo pasé solo al Cuarto de Comares. En el trayecto me quité las insignias reales y se las di a Farax, que me besó las manos al tomarlas. Don Gutierre había distribuido sus soldados, que no eran muchos, en dos alas, para tomar posiciones por si fuera preciso. Lo recibí en el Salón de Comares. Lo había mandado adornar con diecisiete estandartes, arrebatados en diferentes épocas a los cristianos: alguno de ellos llevaba dos siglos y medio con nosotros. Al comendador lo cercaban unos pocos capitanes; vi en sus rostros tal fervoroso estupor ante el palacio como si se encontrasen con Dios en el Paraíso.

Sevilla, comparada con esto, es una casa pajiza’, oí decir a uno.

Tan absortos estaban, que hube de adelantarme hacia don Gutierre con las llaves de la Alhambra en las manos; se las tendí en silencio.

él me reconoció, y me besó también las manos al tomarlas. Después de él, hicieron lo mismo los demás.

Yo le rogué al comendador de León con voz muy baja -el estupor y la expectación de la noche la agrandaban- que me diera un papel firmado con su nombre en que testificase como recibía la fortaleza y como el acto se hacía a su satisfacción. El recibo lo escribió un sacerdote de su comitiva; era rollizo y calvo y sacaba la lengua al escribir. Don Gutierre me lo alargó sin una sola palabra; sólo una acobardada sonrisa en algún rincón de su rostro. El patio todo era una muda bóveda. Alguien dejó caer una espada; el estrépito se desparramó sobre el pavimento y sobre el agua aterida del estanque.

Ya no tenemos nada que hacer aquí. Vamos -dije a Farax. Y a Nasim-: Tú acompaña a los huéspedes. Y quédate con ellos, si es tu gusto.

Al salir de la Alhambra para ir a la Alcazaba, donde por la tarde había mandado instalar a mi madre y a Moraima con sus damas, vi que las tropas de don Gutierre ocupaban ya las torres y los puntos más fuertes del recinto. Me cayeron encima los versos de Yarir:

“¿Qué mansiones son éstas que a un triste no responden?

¿Es que han ensordecido, o es que son sólo ruinas?

Regresad, regresad a aquella venturosa e inolvidable tarde; porque, si hubiesen muerto estas moradas, nosotros moriríamos.”

El día anterior había sido tormentoso; éste, por el contrario, amanecía limpio y azul. Si no hubiera sido por la temperatura, se habría dicho que era primavera.

—¿Y Aben Comisa y El Maleh? -le pregunté a Farax.

No venían con don Gutierre: prefirieron quedarse en Santa Fe.

Cobardes hasta el fin -murmuré, y miré el inabarcable cielo.

Nos cruzamos con un grupo de cautivos cristianos que subía la ladera de la Sabica. ‘Ya nadie me reconoce’, recuerdo que pensé. Y dije:

Van a unirse a los otros.

Celebrarán juntos una misa de acción de gracias. -’¿Qué sitio habrán elegido para profanarlo el primero?’, me pregunté. Y me respondí: ‘No me importa: eso es cosa de Dios’.

Entrábamos en la Alcazaba cuando oímos tres cañonazos. Farax me miró sobresaltado.

Es la señal para advertir al campamento.

Me volví hacia el Levante.

El sol no es fiel: acaba de salir cuando empieza para el Islam la luna nueva.

Luego, cerca de mis habitaciones, dije a los que me seguían:

Aquel que pueda debe dormir algo.

—¿Me permites permanecer contigo? -me preguntó Farax.

—¿Es que lo necesitas? -él asintió con desolación-. Pasa entonces.

Hacía frío en la alcoba, o lo tenía yo. Mandé avivar los braseros; uno despedía tufo.

Que lo retiren -pedí-. Y que quemen un poco de madera de olor.

Farax puso su mano sobre la mía:

—¿Cómo te encuentras?

No me encuentro. Y no quiero encontrarme. No me preguntes nada.

Quisiera dormirme, y despertar cuando todo esto empezara a olvidarse. O mejor, no despertarme nunca.

No conseguí dormir. Apretaba con tal fuerza los párpados que eso me lo impedía; puse tal fuerza en cerrar los oídos a lo que temía oír, que escuchaba mil ruidos interiores, como si tuviera la cabeza llena de vientos. Apreté tanto las mandíbulas que sentía dolor. Mi cuerpo tenía la tensión de las cuerdas de un laúd. No conseguí dormir. Farax me propuso que fuésemos al baño. Acaso el calor y el masaje me aliviaran. Lo miré largamente, largamente. Y, de pronto, se echó a llorar con rabia igual que un niño, y me estrechó contra su pecho. Luego, tragándose las lágrimas, me separó de él. Yo le envidié que pudiese llorar y también que pudiese dejar de llorar.

A mediodía vino a buscarme Hernando de Baeza. Estaba muy conmovido y, por circunspección, trataba de disimularlo, lo que le hacía parecer más conmovido aún.

Se han quitado el luto, señor.

—¿Qué luto? -pregunté desconcertado.

El que llevan por la muerte del príncipe de Portugal.

Ah, ellos. Te refieres a ellos. El nuestro empieza hoy.

Yo no veía nada; no oía nada.

Procuraba inútilmente lo contrario de lo que había procurado inútilmente en el lecho. Ahora sí quería ver y oír, y no podía. Me habían bañado; me habían perfumado; me habían vestido. A la puerta me esperaba una cincuentena de caballeros. Monté también yo. El barro me manchó un borceguí. El mundo entero se redujo de repente a esa mancha de barro. No conseguía separar mi vista de ella. Marchaba y la miraba. En el cuero claro, era como un cuajarón de una vida extraña y repugnante.

Días más tarde Hernando de Baeza, seguro de que estaba viviendo un día señalado e inolvidable -cuánto daría yo porque fuese olvidado-, me entregó una página con el orden del alarde que había organizado el rey Fernando. Igual que aquel alarde de mi padre, era excesivo: no sé si más para infundir temor que en señal de júbilo; no sé si para imponerse “a la morisma, liviana y levantisca”, o para exhibir su gloria ante nosotros. Yo, por mí, no puedo hablar de esa gloria: no la vi, no escuché sus instrumentos, ni sus aclamaciones, ni sus cantos. Por lo que leo en esta página, la delantera del ejército castellano la formaban -y no me asombra- el alcaide de los Donceles, junto al duque de Alburquerque, aquel Beltrán de la Cueva que fue amante de su rey, y los mariscales. En la vanguardia, el maestre de Santiago con los caballeros de su orden y casa y la Hermandad; en sus alas derecha e izquierda, respectivamente, las tropas de los duques de Plasencia y de Medinaceli. Detrás marchaba el marqués de Cádiz con la gente de Gonzalo Mejía. La tercera batalla la componían el conde de Ureña y don Alonso de Aguilar.

La cuarta, la gente del arzobispo de Sevilla y las de Pedro de Vera y las del alcaide de Morón.

La quinta, el duque de Medina Sidonia. La sexta, el maestre de Calatrava. La séptima, el conde de Cabra. La octava, el cardenal don Pedro González de Mendoza.

La novena, el duque de Nájera.

La décima, el conde de Benavente, el alcaide de Atienza y don álvaro de Bazán. La batalla real la formaban un nutrido grupo de lanzas y peones gallegos, asturianos, vizcaínos y montañeses, y figuraban en sus alas los contingentes de Sevilla y de Córdoba. Al guión le daban cortejo 400 caballeros continuos y gente de corte de sus altezas. La custodia y la guardia del fardaje estaba a cargo de 200 jerezanos y una nutrida dotación de infantes. Por fin, a la zaga iban Francisco de Bobadilla con la gente de Jaén y de Andújar, y Diego López de Ayala, con la de úbeda y Baeza. La artillería, que entró en Granada por distinto camino, marchaba escoltada por gran número de escuadrones y peones, y mandada por el maestre de Alcántara, el conde de Feria, Martín Alonso, el alcaide de Soria, Henao y Lope Hurtado.

Todos los descendientes de los que habían luchado en la mal llamada reconquista se hallaban presentes ese día en su culminación.

No supe por dónde íbamos. No había nadie en las calles. Me preguntaba: ‘¿Dónde están todos?

¿Dónde han ido?’ Ahora supongo que estarían en las murallas contemplando el espectáculo; acaso distraerlos era su única finalidad.

Y de él formaba parte yo. A cierta altura del trayecto, no puedo decir cuándo, me di cuenta de que junto a mí iba don Gonzalo Fernández de Córdoba; fui incapaz de saludarlo. Junto al arenal del Genil, delante de un morabito que a mí me gustaba ver de niño cuando íbamos a Alhama porque era la señal de que salíamos de Granada -en cierta forma, lo mismo que un ensayo de este día-, vi un reducido grupo de caballeros al que nos dirigimos.

Ahí está el rey, señor. -Era la voz de don Gonzalo.

Gracias -le dije. Pero no distinguí cuál era: don Gonzalo lo notó.

Es el del centro -me lo señalaba con el dedo-. No le beséis la mano.

Fue entonces cuando me decidí a mirarlo; el capitán tenía el rostro tenso, y también me miraba. Avancé. Saqué un pie del estribo.

Está manchado de barro -me dije-.

Esa mancha de barro...’ Me llevé la mano derecha a la cabeza, y la izquierda al arzón. No sabía qué significaba aquello; quizá que iba a descabalgar. Vacilé. Giré los ojos. El rey se adelantó con una mano extendida, como para detenerme. Tampoco sé lo que significaba, porque, cuando iba a tomársela, la retrajo. Me dije: ‘Quizá ha entendido que se la solicitaba para besársela. No, me habían dicho que no’. Le alargué las llaves que me daba uno de los míos, no sé quién.

Estas son las llaves de vuestro Paraíso. Mucho os quiere Dios -dije sin saber por qué, ni si me comprendió. Creo que sí, porque Hernando de Baeza me tradujo. Después lo tradujo a él:

No dudéis de que cumpliremos lo prometido. Que no os falte la fortaleza en vuestra adversidad.

Mientras oía a Baeza observé lo mal que encubría su exultación aquel rey, y la mancha de barro del borceguí otra vez.

Dadle el sello al conde -me apuntó don Gonzalo.

—¿A qué conde? -pregunté.

Me lo señaló con los ojos. Era el de Tendilla, que aguardaba altivo. Le tendí la sortija. No dije nada. Vi su boca sin labios.

Hernando de Baeza murmuró unas palabras. Después me enteré de que habían sido: ‘Con esta sortija he gobernado Granada. Que Dios os haga más dichoso que a mí’. Baeza asegura que yo lo dije, pero no consigo acordarme.

Seguimos al trote bastante trecho hasta llegar a un cerro alto, por Armilla, desde donde se domina la ciudad y la Sierra. El caballo, desmandado, se me volvió en una corveta y las vi. Parecía como si la ciudad también hubiese abdicado: la Alhambra se exhibía no en la cima como se la ve desde Granada, sino formando parte de un conjunto mucho más elevado que ella, blanco y aun más altivo que Tendilla. ‘Así sucede a los reyes cuando tropiezan con otros más poderosos que ellos.’

La reina, señor -me advirtió don Gonzalo-. Entre el cardenal y el príncipe heredero.

Levanté la cabeza y la encontré en seguida. Había otras mujeres detrás. Tuve la impresión de que una de las damas me era muy conocida, pero no reparé sino un instante en ella. Saludé a la reina igual que a su marido. ‘Acabaré por hacer bien estos gestos incomprensibles.’ Hernando de Baeza, cerca de mí, me hablaba:

Dice su alteza que conservaréis siempre su amistad y su ayuda, mientras no traspaséis los límites de lo que se ha firmado.

Eso no es siempre -dije con una amarga sonrisa.

Y el cardenal os dice que los días del hombre son cortos y llenos de pesares; que Dios da y Dios quita, y que tenemos el deber de bendecir su santa voluntad.

Es más fácil bendecirla si da. Pero no traduzcáis -murmuré; mi caballo se inquietó; también yo me inquietaba-. Volvamos. ¿En dónde está mi hijo? -Inicié un movimiento hacia don Gonzalo y casi le grité-: Yo he cumplido.

Quiero ver a mi hijo.

Don Gonzalo cruzó una mirada con otro caballero que iba a su par, y que luego me enteré que era don Rodrigo de Ulloa.

Está en el real de Santa Fe, señor. Vamos ahora a buscarlo.

De prisa. Estoy harto de tanta ceremonia. Para vosotros puede que sea un bautizo o una boda; para mí es un torvo funeral.

De mi cohorte seleccioné a Farax y a Bejir, del que me atraía cada vez más su laconismo y la inteligencia de sus ojos; al resto lo mandé regresar a la ciudad. Salimos al galope por la vía más recta. Se retrasaba Hernando de Baeza, y hubo que aminorar la marcha. A mitad de camino transcurría un arroyo, que venía crecido por las nieves. El agua no alcanzaba el pecho de los caballos.

Fui a espolear el mío.

—¡Señor! -exclamó Bejir-, ¡señor!

él y Farax se me arrimaron flanqueándome. Se proponían cumplir el protocolo tradicional de proteger los estribos del sultán con los suyos.

Eso ya terminó. Os lo agradezco, pero ya terminó.

Don Gonzalo se había situado a nuestra altura.

Para nosotros serás siempre el sultán -dijo Farax.

Pues vamos a librar a mi heredero -murmuré al entrar en el agua.

Don Gonzalo se echó a un lado, e inclinó a mi paso la cabeza.

A punto ya de entrar en el real, el aire todo se transformó en estruendo. Nos alarmamos. Don Gonzalo sonrió un poco, señaló a nuestras espaldas y nos tranquilizó; era el adorno último de la proclamación de los reyes cristianos como los nuevos señores de Granada: una atronadora salva de toda clase de armas de fuego e instrumentos de guerra; se mezclaban bombardas y cañones con clarines, arcabuces con trompetas, mosquetes con atabales y tambores.

Parecía que la tierra temblaba, y no digo yo que no lo hiciera: tenía motivos; también temblaba yo, no sé si por los mismos.

No me fijé en el campamento.

Debía de tener una plaza central, de la que partían cuatro calles derechas principales; otras menores las cruzaban.

El cardenal Mendoza os brinda su aposento -me dijo don Rodrigo de Ulloa.

Me guiaron a un gran pabellón situado en la plaza cerca de otro de aspecto muy rico, que presumí ser el de los reyes. Desaparecieron los capitanes cristianos.

Yo no tuve la paciencia de sentarme a esperar, y me movía sin cesar en aquella gran tienda, delante de uno que me habían presentado como hermano del cardenal, y a quien se encomendó mi custodia. ‘¿Mi custodia?’ Por la expresión de Hernando de Baeza y de Farax -la de Bejir era más impenetrable- deduje que se traslucía demasiado la agitación de mi ánimo. Traté de sobreponerme, pero seguramente no lo conseguí. Para disimularla, fingí que me distraía mirando el mobiliario: un altar portátil muy bello, con estampas de la vida de Jesús, las lámparas y los candeleros de plata sobredorada, un reclinatorio de oro y púrpura... No, nada de aquello me interesaba.

Quería recoger a mi hijo. Quería recoger a toda mi familia y salir de Granada. Se demoraban don Gonzalo y don Rodrigo. Cuando regresaron, venían tan cariacontecidos que presentí algo malo.

Señor -me dijo don Gonzalo con un tono azorado-, ha habido una orden mal dada, o una contraorden.

No os alteréis; nada ha ocurrido que sea irremediable. Don Martín de Alarcón, desde Moclín, ha llevado a vuestro hijo a la Alcazaba. Es de suponer que a estas horas se encuentra en brazos de su madre.

No hice ningún comentario.

Temía algo peor. Era cuestión de una hora más.

En ese momento entraron en el aposento Aben Comisa y El Maleh. Traían unas caras que a ellos les parecían de circunstancias; estuvieron a punto de hacerme reír.

Falsamente contritos y serviles, me besaron el brazo y la mano. No les pregunté por qué no volvieron la noche anterior a la ciudad: lo sabía; ni por qué no se habían ocupado en recoger a mi hijo Ahmad. Ellos, sin embargo, se apresuraron a darme una miserable explicación.

Se nos ha rogado, señor -fue Aben Comisa quien habló-, que permanezcamos junto a los rehenes que ayer trajimos de Granada.

Nuestra asistencia, según sus altezas, reforzará su seguridad.

-Luego balbuceó como si dudase en decirme, o en cómo decirme, lo que seguía. Me puse en guardia-. El jefe de este campamento, señor, me pide que os suplique que permanezcáis en él, en este aposento del cardenal, donde hay orden de que nada os falte, hasta que vuestros vasallos... -otro titubeo-, hasta que vuestros súbditos de Granada entreguen sus armas a los conquistadores...

De improviso, me invadió una gran frialdad. Me senté.

No son conquistadores, Aben Comisa. Tú mejor que nadie, puesto que tanto has trapicheado, deberías saberlo. -Me volví a don Rodrigo-. ¿Qué armas han de ser entregadas?

Todas -me respondió-, tanto ofensivas como defensivas. Y han de hacerlo persona por persona; eso alargará los trámites. Las espingardas y los tiros de pólvora los entregará después el jefe de la ciudad.

En las capitulaciones -hablé muy despacio-, salvo esos tiros de pólvora, se estipula que sus altezas no tomarán a los granadinos sus armas, ni se las mandarán tomar.

Ni sus armas, ni sus caballos, ni ninguna otra cosa. Ni ahora, ni en tiempo alguno, para siempre jamás.

-Sobrevino un silencio-. ¿No es así, El Maleh?

Por lo que yo recuerdo, así es, señor.

Intervino don Gonzalo:

Quizá para garantizar estos primeros días el sosiego de la ciudad y de la toma, se haya estimado prudente tal decisión...

Aun así, debió ser consultada conmigo. Es excesiva la presteza con que comienzan a incumplirse las cláusulas. Hasta a mí, tan hecho a traiciones, me maravilla.

El hermano del cardenal, para descargar la tensión, nos ofreció un almuerzo. Yo me propuse comer algo, más que nada por complacer la cariñosa y muda petición de Farax; pero me fue imposible. Mientras masticaba interminablemente, me descubrí pensando en dónde podrían ocultar mis súbditos sus armas.

No son mis súbditos.’ Qué fácil les sería esconderlas en sus casas, puesto que nadie podría entrar sin consentimiento de nuestros jueces, y qué fácil encontrar una cueva común, ignorada por los cristianos, donde acumular un arsenal crecido... Dentro de mí se levantaba un arrebato; me remordía, como una carcoma, el arrepentimiento, y hasta escuchaba el ruido de esa carcoma. ‘Pactar con estos reyes es pactar con el aire.’

La luz se retiraba; encendieron hachones. Don Gonzalo y don Rodrigo se despidieron: si les daba permiso, tenían algún quehacer.

—¿Soy yo el rehén por la entrega de las armas, caballeros, o se prohíbe mi presencia en Granada para que no se rebelen, viéndome, mis vasallos? ¿Es que no he demostrado en demasía mis buenas intenciones?

No sospechéis, señor, que ni don Rodrigo ni yo estemos implicados en este asunto. Hemos recibido noticia de él a la misma hora que vos.

Se notaba en su voz, en sus ojos, en sus manos el disgusto que le causaba; no quise aumentarlo con mis quejas. Les di venia para retirarse. El hermano del cardenal, gordo y bobo, anadeaba por la tienda.

Vos también podéis retiraros, si así lo deseáis -le dije, y eso hizo.

El tiempo se había detenido, y, sin embargo, era ya de noche. Hernando de Baeza y Bejir jugaban al ajedrez en un tablero de ébano y marfil, colocado sobre un ataifor.

Salvo el altar, todo es morisco aquí. Cuánta dificultad van a hallar en tacharnos.’ Farax y yo guardábamos silencio. Si lo miraba, lo descubría mirándome, y él desviaba los ojos. Me hizo recordar tanto a “Hernán” el perro que le golpeé con dulzura la cabeza.

Me vencía el cansancio; quise tenderme a solas. Un servidor me pasó, detrás de unos recargados tapices, a una alcoba donde había un amplio lecho. ‘¿Con quién dormirá aquí el cardenal, cuyos pecados (cuyos hijos) son, según creo, tan bellos?’ Me tumbé suspirando.

Cerré los párpados de plomo. Iba a dormir enseguida...

No fue así. Al contrario: tomaron más cuerpo y más voz y más hostilidad los fantasmas. Imaginaba lo que en la ciudad estaría sucediendo, e imaginaba lo peor, es decir, la verdad. Unos, ante la absoluta indefensión que suponía la entrega de las armas, habrían huido a la Sierra, y se hallarían allí, desarraigados, desprovistos, derrotados en todos los sentidos, entre la nieve, maldiciendo mi nombre. Otros, dentro de la ciudad, sufrirían infracciones, que yo no sabría nunca, de los pactos firmados: soldados en sus casas mirando a sus mujeres con ojos lúbricos; oficiales acogidos por azorados y temblorosos cortesanos; los salones de la Alhambra abarrotados por una soldadesca ebria de vino y de excitación tartamuda; calles repletas de una tropa indómita y zahareña; el cardenal, cuyo aposento ocupaba a la fuerza, entonando cánticos a otro Dios, que escandalizarían nuestros muros y estremecerían el agua de nuestras albercas, que ascenderían hasta los artesonados conmoviéndolos de consternación y de tristeza; caballos cristianos relinchando en nuestros establos, si era en nuestros establos y no en nuestras mansiones donde habían instalado sus pesebres... ¿Y mis hijos? ¿Y Moraima? ¿Llevarían los cristianos su avilantez hasta un extremo que no me toleraba ni temer? Sentí un violento impulso de escapar de allí y de ponerme al frente de mis granadinos, o de ordenar a Farax que galopase hasta Granada y trasmitiese de boca en boca una sentencia de muerte contra cuantos cristianos tropezase, de degüello contra los borrachos, de estrangulamiento contra los dormidos, de acuchillamientos de los centinelas por la espalda. Se desplomaba el mundo sobre mí; me veía trastabillando y a tientas por lóbregas e insondables calles desconocidas en las que me cruzaba con gente de rostro confuso y empapado de sangre, con mujeres que gritaban injurias contra mí y en los brazos acunaban niños muertos, con soldados a los que les faltaban piernas o brazos, o que caminaban erguidos y solemnes con su cabeza cortada entre las manos... Y me dolía, como cintarazos rítmicos y salvajes, el ruido de las armas que caían, amontonadas unas sobre otras, en medio de una plaza, bajo un almez negro cuyos frutos eran globos de ojos sin rostro. Grité. Grité... A mi lado estaba Farax.

Has tenido una pesadilla.

-Sudaba, tiritaba, y un ronco quejido salía de mi garganta-.

¿Deseas esperar el día para volver a la Alcazaba?

—¿Es que puedo volver? -pregunté con ansiedad.

Si quieres, sí.

Vamos cuanto antes.

El camino a Granada lo entorpecían carros de guerra, artillerías, mulas que transportaban mantenimientos y provisiones. Nos escoltaban unos caballeros cristianos, y avanzábamos con mucha dificultad. Tardaríamos mucho más de lo previsto. La noche estaba clara; el frío pulimentaba el cielo y bruñía las estrellas; un viento alto barría los últimos girones de nubes, que galopaban más de prisa que nosotros. Por fin entramos en la ciudad por la Puerta de la Acaba. En la Alhambra había luces; quizá Nasim, tan fiel a ella, se atareaba en mantenerlas y en hospedar a la tropa y a los señores. Quizá se había acomodado ya en el Palacio de Yusuf el antipático conde de Tendilla. ¿Qué más daba? Cuando apremia empezar una vida, se ha de hacer cuanto antes.

En la Alcazaba me informaron de que a mi hijo Ahmad lo había traído don Martín de Alarcón, y de que dormía en el piso superior, en la misma alcoba que su hermano menor. Me descalcé ante la escalera. Siguiendo otra vez el protocolo, Bejir recogió mi calzado.

Perdona, señor, pero no hay nadie aquí con títulos mejores.

Que mi intención supla los escasos míos.

Estuve a dos dedos de echarme a llorar. Cogí con delicadeza mis borceguíes de sus manos y los dejé en el suelo.

De ahora en adelante, amigo Bejir, olvida el ceremonial de los sultanes. Puesto que hay que hacerse a costumbres más duras, comienza por desterrar las más ligeras.

Entré en la alcoba de mis hijos. Una masa inesperada saltó sobre mí y me empujó con fuerza.

Era el perro “Hernán”. Movía el rabo con júbilo imparable; saltaba en torno mío como si yo fuese su piedra de la Kaaba; corría desde el lecho hasta mí y desde mí hasta el lecho. Me acerqué. Los dos niños dormían con abandono, una mano del pequeño colocada sobre el pecho del mayor. Eran muy distintos y parecidos a la vez. A la luz que Farax sostenía, las curvas pestañas les sombreaban las mejillas, tersas y sonrosadas. Sus labios estaban entreabiertos; oía su acompasada respiración. Ahmad tenía las manos, sin mancillar aún y bien formadas, casi perdidas entre las ropas del lecho; en la izquierda, una pequeña herida: una zarza quizá, o un puñalito de los que a los niños entusiasman. Esta mano chiquita era testigo de cómo un mundo se venía abajo: el mundo que habría tenido que regir. La tomé para cubrirla con el embozo; la besé antes; acaso la apreté sin querer. Mi hijo se despertó. Me miró con ojos turbios de sueño, había miedo en ellos. No me reconocía. Le sonreí; pero el miedo seguía redondeándole los ojos.

Soy tu padre, Ahmad -le dije.

Fui a acariciarle el cuello.

él se apartó de la caricia echando hacia atrás la cabeza. Esa postura le dio un aire de reto.

—¿Por qué me has despertado?

-Su tono era insolente.

Farax me cogió del brazo y me sacó de la alcoba.

Necesitas descanso. -Me acarició con ternura el cuello-.

Ahora no puedes hacer más que descansar.

Hernán”, meneando aún el rabo, pero ya con mesura, había salido de la alcoba tras de mí. Puse la mano sobre su cabeza.

Caí en el sueño como una piedra dentro de un pozo. Era mediodía cuando surgí de él.

En seguida me comunicaron los nombramientos que había hecho el rey Fernando para el gobierno de la ciudad: alcaides, almocadenes, jueces y almoharriques o porteros.

Todo estaba resuelto de antemano: le había sobrado tiempo. Las designaciones confirmaron lo que yo adivinaba; los nombres de quienes habían ido faltando a mis reuniones del Generalife aparecían en la lista. Y El Pequení, en los puestos más productivos, y El Chorrut, y todos aquellos que habían colaborado, con mi aprobación o sin ella, con El Maleh y con Aben Comisa. Cuantos eran menester para el despacho de los asuntos ordinarios, allí figuraban ya elegidos. Tenía razón don Gonzalo Fernández de Córdoba: mi mérito principal era no ser preciso.

Como una ironía, entre los señalados para el regimiento de la ciudad, se encontraban Farax y Bejir. Ambos, incrédulos ante su nombramiento, me suplicaron que los llevase conmigo cuando me ausentara, y que entretanto los tuviese a mis órdenes. Había tal amorosa ansiedad en los ojos de Farax, y era tan hostil el resto de mi entorno, que demoré un momento en aceptar para saberme necesario a alguien.

El mayordomo de la ciudad y los contadores -me dijeron- se escogerían en la primera junta del ayuntamiento esa misma semana. Los alamines o jefes de los gremios habían sido señalados, en Santa Fe, días antes de la entrega, y ya se habían hecho cargo de sus cometidos. El asunto de los oficios, que tantos piques y roces y disgustos nos proporcionaba, y tan arduo era de resolver, lo había solucionado de un plumazo el rey Fernando.

—¿De todos los gremios? -pregunté asombrado.

Hasta del de los pregoneros; su alamín es Mohamed al Azeraqui.

Sin duda llevaban meses preparando las sustituciones.

Me alegro. AGranada no me echará a faltar. De eso era de lo que se trataba.

Una bocanada de tristeza me subió desde el corazón.

Pedí ver a mi madre. Una camarera me trajo el recado de que la sultana se encontraba indispuesta; cuando mejorase, ella me llamaría.

Estaba claro que, de momento, se negaba a recibirme.

Moraima, en cambio, apareció con unas flores en las manos como si nada de particular hubiese sucedido. Sonriente y muy bella.

—¿Has visto a Ahmad? -Se ensanchó su sonrisa.

No -mentí.

Ha crecido tanto. Está tan guapo. Se parece a ti mucho más que antes. Ve a verlo en cuanto puedas. -Se acercó mucho a mí-.

¿Cuándo saldremos de Granada?

La miré con curiosidad y con detenimiento. ‘¿Finge? -me pregunté-. Frente a todo este desatinado descalabro, ¿se propone animarme, o es que de veras está contenta por abandonar este nido de fracasos, de envidias, de alevosías, para encontrarse otra vez, como en la prisión de Porcuna, sola conmigo?’

Sea como quiera -me respondí-, ella me ama. Actúa así porque me ama.’ La besé. Ella me echó los brazos al cuello, y me miró con unos ojos absolutamente francos y absolutamente incapaces de mentir.

Te amo más que nunca, Boabdil. Me parecía imposible, pero así es.

Eso me confirmó algo de lo que no estaba seguro: es cierto que la felicidad perfecta del hombre no existe, pero tampoco existe la perfecta infelicidad. Me refugié en ese pensamiento.

Mi familia y yo habíamos sido bastante menos previsores que los reyes cristianos. Dadas las circunstancias, era imprescindible decidir lo más conveniente para Moraima, mi madre y mi hermana respecto de sus heredamientos: sus huertas, hazas, molinos, baños y casas de recreo, tanto en Granada como en Motril y en la Alpujarra.

A mí me parecía que venderlos era romper toda relación con nuestra vida, pero también significaba una soltura que nos permitiría inaugurar con mayor libertad otra enteramente nueva, sin tener que apoderar a nadie para cobranzas y derechos que, de no estar muy sobre ellos, irían amenguando. Quizá el momento para vender no fuese malo, puesto que muchos nobles cristianos aspirarían a instalarse en Granada; sin embargo, también era probable que la inestabilidad y el descabalo convirtiesen el momento en el peor de todos. Se lo expuse a Moraima. Ella prefería que continuasen administrando sus bienes las mismas personas que hasta ahora lo habían hecho.

En todo caso -añadió-, que sean nuestros hijos los que vendan, si es su gusto, cuando llegue la hora. Me dolería dejarlos sin algo mío en una tierra que habría sido toda suya.

No se dejaba traslucir ni un reproche en su voz: sólo sencillez y naturalidad. Sonreía de forma encantadora. Yo aproveché la oportunidad:

Tu hijo Ahmad no me quiere.

Estoy seguro de que reprueba lo que he hecho.

Tiene once años, Boabdil.

Nadie le ha hablado con conocimiento de causa. A su edad sólo se espera de un padre que sea un héroe: el amor se confunde con la admiración.

Tú nunca te sentiste defraudada por el tuyo; y, de niño, yo por el mío, tampoco.

Hay heroicidades más evidentes, Boabdil. La tuya es recóndita, difícil de descubrir para cualquiera, cuanto más para un niño; ya la irá descubriendo. Que no te angustie eso. Ahora nos quedaremos solos, como una familia corriente que se reúne y no tiene otro oficio que ella misma. Te garantizo que Ahmad te quiere más que a mí, y por eso te exige más que a mí. Su reacción es la prueba más clara.

Mi madre, que seguía enferma al parecer, me transmitió un recado que no dejó de sorprenderme: ‘Por lo que a mí y a tu hermana se refiere, despreocúpate de todo: te sobrará con tus propios desvelos’.

Ellas ya habían tomado las resoluciones pertinentes en cuanto a su fortuna inmueble. Incluso -agregó la camarera- mi madre había solicitado de los reyes, y obtenido, una escritura separada de las capitulaciones que le atañían. Esa copia, firmada por sus altezas, tenía fecha del 15 de diciembre, o sea, era más de dos semanas anterior a la entrega. No supe si entristecerme por la desconfianza, o alegrarme por el respiro que representaba. Una cosa era innegable: imposible darme a entender mejor que mi madre iba a seguir siendo la mujer horra e independiente que había sido hasta ahora.

Tanto para la interpretación e inteligencia de las cláusulas acordadas cuanto para la resolución de los problemas jurídicos, no siempre simples, que nuestro exilio planteaba, todos los familiares recurrían a mí. A mí, que era quizá el menos hábil y el menos enterado, puesto que me había volcado por completo en otros asuntos menos personales. Eso me hacía aplazar la salida de Granada, que me apremiaba más cada hora.

Pasados unos días, un anochecer borrascoso, me trajeron la noticia de que el príncipe Yaya sería nombrado alguacil mayor de Granada, en sustitución de Aben Comisa; por ese cargo iba a corresponderle la custodia de las capitulaciones. Al saberlo, no pude menos de sonreír. Dos días después solicitó ser recibido por mí. Lo rehusé, entre otras razones porque estimaba que él tampoco deseaba de veras que lo recibiese, y que su petición respondía a una mera exigencia de la etiqueta del caído emirato. él había decretado la muerte de mi hermano Yusuf; él había traicionado y vendido al “Zagal” y a mi pueblo; él se había puesto contra nosotros al servicio del enemigo. Después de tanto tiempo y tantas amarguras, ¿qué sentido tendría nuestro encuentro, a no ser el de tomarme la justicia por mi mano? Era mejor venganza dejárselo vivo a los reyes.

En uno de los salones de la Alhambra -como no volví a ver a Nasim, ignoro en cuál exactamente, pero alguien me aclaró que en el del Consejo-, se había instalado provisionalmente una iglesia cristiana, a la espera de decisiones posteriores; yo me figuraba cuáles serían, y arreciaba mi impaciencia por irme. Una de las primeras ceremonias religiosas que allí se celebraron fue la del bautizo de Cad y Nazar, mis hermanastros, los hijos de Soraya. Ella, que confesó públicamente haber sido violentada para renegar, recuperó su nombre de Isabel de Solís.

Sus hijos se llamaron Fernando y Juan, porque sus padrinos de bautismo fueron el rey y el príncipe heredero.

Me estaba poniendo al tanto de estos pormenores y del título de Infantes de Granada que los reyes les habían concedido, cuando caí en la cuenta de que aquella dama de la reina cuyo rostro me pareció ya visto el día de la entrega era precisamente Soraya. Con los ropajes cortesanos de Castilla, peinada y tocada de otra forma, no la identifiqué. Pero en ese instante me vino a las mientes, como si lo estuviese volviendo a ver, su porte desafiante y altanero y el indecible desprecio con que me contemplaba. También a mi pesar, sonreí; me pregunto por qué me hacen sonreír siempre las pequeñas miserias de los hombres: ¿acaso no soy yo un dechado de ellas?

Estábamos almorzando en la Alcazaba, con la informalidad no del todo desagradable que da a ciertos actos el ser accidentales, cuando llegó un mensaje del conde de Tendilla. El conde, como supuse bien, residía en mi palacio de la Alhambra “por ser el mejor acondicionado y el más habitable, no por otra razón”, según había explicado.

Su mensaje decapitó el almuerzo.

Era una carta en la que, aparte de fórmulas corteses, aunque no excesivas, me comunicaba que se agradecería que abreviase cuanto me fuera dado mi estancia en Granada.

Como no escaparía a mi penetración, se prestaba a malas interpretaciones, alentaba ciertos sentimientos adormecidos en el ánimo de los ciudadanos, soliviantaba el lógico desenvolvimiento de las trasmisiones, y obstaculizaba la sedimentación de unos procesos que los reyes deseaban acelerar. El conde, en nombre de sus soberanos, salvo que mi opinión fuese diferente, lo que no les complacería, osaba sugerirme que la alquería de Andarax, en el centro de la taha de ese nombre, era el lugar ideal para mi retiro con toda mi familia.

Con toda” -apostillaba-, “excepto con los príncipes Ahmad y Yusuf, que han resuelto los reyes que permanezcan en Moclín” bajo la custodia de mi ya conocido don Martín de Alarcón. Seguramente no era mucho pedir de mi comprensión que entendiera que mis hijos serían no unos rehenes -eso de ninguna manera-, sino un lenitivo para el recelo que acaso podrían sentir sus altezas ante la posibilidad -no dudaban que improbable- de un alzamiento de los naturales de “esta tierra”, en tanto el que había sido su régulo habitase en ella.

No lo puedo entender, porque no lo veo claro -dije-. Si me voy de Granada, mis hijos me acompañan. Eso es lo que quiere decir “esta tierra”.

Su sentido es algo más amplio, al parecer -me aclaró el mensajero-. Yo diría que se refiere a todos los dominios de sus altezas.

Moraima sollozó. Me resistí a mirarla.

No nos valió de nada que Moraima tratara de entrevistarse con la reina Isabel: no se le otorgó audiencia. Yo, por mi parte, busqué a don Gonzalo por toda Granada; tras muchas indagaciones, se me sugirió que, no conforme con el cariz que tomaban las cosas, se había retirado a su alcaidía de Illora. Intenté llegar hasta él saliendo de incógnito de la Alcazaba; fui descubierto, sospecho que por la delación del mismo centinela que yo había sobornado. Se me requirió a abandonar Granada dentro de los dos días siguientes, y a no mostrarme entretanto fuera de mi residencia, a cuyas puertas se puso una discreta guardia. Volví a sobornar a unos altos caballeros cristianos -por fortuna gente venal que cumple, no como el centinela, hay en todas partes, no sólo entre nosotros-, y les encomendé una carta mía a don Gonzalo. Le exponía en ella el caso que nos atribulaba, y le recordaba con infinita pena sus ofrecimientos.

Todo nos decía ya adiós. Partimos de Granada el día 25 de enero. Aún no había amanecido.

La tarde anterior Moraima y yo nos despedimos de nuestros hijos.

Don Martín de Alarcón vino a llevárselos. No intentaré expresar lo que sentíamos. La certidumbre de que ningún sacrificio, de que nada de lo dolorosamente aceptado, ni nuestras renuncias, habían sido mínimamente útiles, nos hacía mordernos los labios para no romper en lamentaciones delante de los niños.

Ambos nos miraban sin comprender por qué nos separábamos. En vano procuré explicarle al mayor la desdicha que envuelve a veces el destino de las familias regias, y cómo los privilegios son contrapesados siempre por deberes crueles.

Eso lo sé -me asestó mirándome con provocación.

Por un lado me sentí orgulloso de él, y por otro, herido ante mi impotencia de aclararle muchas cosas, acaso imposibles de aclarar a quien por sí mismo no las imagine. Se me ocurrió confiarle la guarda de “Hernán”, como prenda de que muy pronto los tres estarían con nosotros, y los dejamos irse hacia Moclín, rota el alma, en manos del comendador, que ahora los guardaba a ellos como antes me había guardado a mí.

El resto del día lo pasé ante un ajimez contemplando la Sabica, ribeteada por la portentosa diadema de la Alhambra. En la Torre del Homenaje se alzaba una alta cruz; en la de Comares, los pendones de Santiago y el real. Me habían dicho que la cruz era la del cardenal Mendoza, y que la levantó el confesor de la reina, al que habían consagrado ya obispo de Granada: un fraile desmedrado, de una gran nuez y ojos centelleantes que vi pasar un día, montando un asno sucio, por la puerta de la Alcazaba. Gutierre de Cárdenas plantó el pendón de Santiago, y Tendilla, el de los reyes. Locura parecía que una ciudad pudiese cambiar tanto en tan corto plazo.

Mientras se desplegaba sobre el valle y las colinas una gélida noche de seda, se pusieron de pie dentro de mí mi infancia toda, mis gracias y desgracias, mi obstinado e incomprensible deseo de vivir, que ahora me abandonaba. Escuché las voces de los centinelas, que ya ni se gritaban ni se respondían en mi lengua, unos relinchos, la percusión de unos cascos sobre un empedrado: ruidos algunos sólitos, y otros que en tal grado no lo eran que podría engañarme pensando que me había dormido y que soñaba. Ascendía desde el patio la voz de Farax, ocupándose de la expedición, porque él y Bejir, como Aben Comisa y El Maleh y El Caisí y otros muchos, nos acompañaban. Las tajantes órdenes de mi madre habían dejado de oírse hacía ya rato. Ella vendría con todas sus mujeres; sus literas estaban dispuestas desde el día anterior. Un silencio total y súbito llenó el paisaje, la ciudad, la casa. Querría haber escuchado, para mi consuelo, la callada música visual de las estrellas. En cambio, escuché a Ibn Zamrak:

La Sabica es una corona sobre la frente de Granada en la que aspiran a engarzarse los astros.

La Alhambra -Dios la guarde hasta el fines un rubí en la cimera de la corona.

Su trono es el Generalife; su espejo, la faz de los estanques; sus arracadas son los aljófares de la escarcha.”

Granada -pensé- es para mí lo mismo que fue Jalib: alguien a quien se ama y que se deja amar, pero a quien le es imposible correspondernos. Huir de ella -me dije-, y convencerme de que ha dejado de existir, de que nunca ha existido. Pero ¿y Subh, y Faiz el jardinero, y los amados puntales de mi niñez, Yusuf mi hermano, el mismo Jalib, muerto en una de las estribaciones de esa Sierra que blanquea en la noche? ¿Y yo? ¿Es que yo nazco ahora, sin pasado, sin presente siquiera?’ Me cubrí la cara con las manos, abrumado por un peso insoportable, más oneroso cuanto más trataba de disimularlo ante los otros... Alguien me acarició el pelo como se hace con un niño despeinado; una boca maternal emitió esos leves chasquidos con que se tranquiliza a un niño que despierta, aunque no del todo, en medio de un mal sueño. Moraima, porque era ella, se inclinó y me besó en la frente. No sé el tiempo que llevaba junto a mí, ni cómo había entrado sin que yo la sintiera. Seguimos juntos hasta que fue la hora de emprender el viaje.

No nos dijimos nada.

Hay un punto, camino de las Alpujarras, en las alturas del Padul, desde donde por última vez se divisa Granada y se deja luego de ver. En él se dividen las aguas del Genil y las del Guadalfeo; en él se dividía mi ayer y mi mañana.

Ya estaban las más altas cumbres doradas por el sol, y una niebla, anunciadora de una mañana hermosa, sumergía en pereza la Vega. Mi intención era haber llegado antes a ese punto, o pasar por él sin advertirlo. Sabía y sé a la perfección, con ojos ciegos, lo que desde él se ve: colinas, caseríos, cármenes, alquerías, mezquitas, minaretes, almunias, arboledas, murallas: cuanto Granada tiene de incitación a la codicia para quienes no son sus amos; cuanto tiene de placentero para los que lo son; cuanto tiene de pesadumbre para los que han dejado de serlo. Ibn al Jatib también lo supo:

Aquel funesto día en que me obligaron a alejarme de ti, acosado por la adversidad, no hacía sino mirar hacia atrás en el viaje de la separación.

Hasta que me preguntó mi compañero: ‘¿Qué es lo que te has dejado?’

Mi corazón’, le respondí.”

Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir, como una espada de fuego, la expulsión del Paraíso. Farax, que lo intuyó, se puso a hablarme atropelladamente de las minucias de la organización y la llegada, de los problemas que habían surgido en la carga de las acémilas y con los conductores. Yo oí los alaridos de las mujeres, sus plañidos que se trenzaban y se reforzaban unos a otros igual que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo sin el que no concebían sus vidas.

éramos ya los desterrados; éramos la caravana que abandona el oasis de la abundancia y la felicidad, y ve aún las estacas de las tiendas, las huellas de los lechos en la arena, las lomas en que el amor la acogió, el rostro de la amada mojado por las lágrimas en el momento del adiós. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada.

Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes, de lo que yo había sido.

Decimos o leemos: ‘El sultán destronado fue recluido en Salobreña, o se refugió en Almuñécar, o se le permitió exiliarse con su corte en Guadix’. Qué fácil; pero qué distinto cuando uno es el destronado. Y aún más, cuando uno es el que cierra, al salir, las puertas del palacio. ¿Qué tiene que ver la historia con la vida?

¿Acaso la historia trata, ni le importa, de cuál es el contenido del corazón? ¿Habla de la aspereza del camino que se pierde de vista y que no vuelve? ¿Qué lector reflexiona sobre la tribulación del desterrado, que siente la indiferencia de este mundo a una y a otra orillas de su viaje? Un viaje que ni siquiera sabe adónde lo conduce, ya que ha perdido su sentido, su meta y su porqué. ¿Qué es la esperanza, cuando no queda ni la menor posibilidad de recuperación; cuando se derrumban los escombros de los recuerdos, y el que se va de ellos no se asemeja ni aun a la víctima de un terremoto, que sobrevive ocho o diez o doce días, sostenida por el difícil consuelo de ser salvada, de que alguien atienda el inaudible ritmo de su respiración, de que una mano mueva en la superficie el cúmulo de desechos y la descubra?

Tal salvación no se hizo para él; él no tendrá ninguna. Oculta su cabeza acongojada, y ya no aspira ni a salir de su devastación, porque en la superficie no reconocería la ciudad, ni la calle, ni la alcoba donde antes fue feliz o estuvo vivo al menos. Y tampoco sería reconocido por esa ciudad, ni esa calle, ni esa alcoba, que tienen ya otros dueños. Y examina los escombros, su único patrimonio, de uno en uno, y busca una seña de lo que fueron y lo que significan, y apenas si comprende que un día no remoto formaron parte de él, que un día fueron él... ¿Es que su vida será desde hoy estos escombros, o es que ellos, muertos, arrastraron su vida verdadera y aquí ya no hay ninguna? ¿Es el hombre una historia coherente, o una sucesión de inconexos momentos? ¿Por qué se rige, qué persigue, o es sólo como un corcho que las olas trasladan sin objeto y sin término? ¿Es el aniquilado que yo soy, “el Zogoibi” que yo soy, todos los Boabdiles a través de los cuales he llegado hasta aquí, a este muro definitivo e insensato, o, lo que es peor aún, a nadie representa?

¿Es el desventurado el mismo que fue ayer, pero hoy mordido ya por el fracaso, o es otro diferente, recién nacido de la muerte de tanta vida como tuvo, de tanta vida como le cantaba en torno canciones que no iban a acabarse? ¿Y qué más da, en la sima en que se halla, quién sea o lo que sea? Está solo -porque el amor no es un aliado en esta soledad-, y a un solitario no se le otorga sino el trivial alivio de que entre lo que es, si es algo todavía, y lo que haga, si le queda algo por hacer, exista un somero equilibrio. Un equilibrio, aunque sea imaginario, que le impida hundirse, ahora ya sin testigos, en la más terminante y la más profunda de las oscuridades.

La sierra próxima a Lújar aún exhibía los estragos de las escaramuzas, las arboledas taladas, la incuria y el descuido. Bajo el cielo gris, el gris de la piedra verdeaba. Avanzábamos entre rocas puntiagudas al pie de los altos montes amoratados, que se erguían envueltos en nubes rabiosas. De trecho en trecho, sobre las lomas de pizarra, unos manchones anaranjados recreaban los ojos.

Al entrar en la Alpujarra, unas campánulas nos dieron su grácil bienvenida; azules, blancas, rosas, con tenues y amables dedos acariciaban las vaguadas, las ciclópeas heridas sin cicatrizar, los atroces derrumbaderos. Ellas y el agua suavizan el paisaje. Y el agua lo redondea y lo mece con su perenne urgencia, y entona una canción sin estrofas ni fin. Me conmovían las casitas de los bancales, donde habita el amor a la tierra de mi pueblo, la agricultura convertida en geometría, el lujo y la largueza con que la mantienen quienes malviven en cuevas o entre adobes. Me conmovían -y en eso sí era el mismo de antes- la abnegación del hombre sobre las tajaduras pedregosas álos inmóviles ojos de quienes están configurados por el silencio y por la soledadú; los aliviaderos que traza el agua entre las alquerías; las sendas rampantes que el trabajo y la constancia se esmeran en delinear; los implacables lechos de los torrentes, transmutados en minúsculos huertos; el destello de las lajas, que parecen al sol siempre mojadas por la lluvia; el palpable mutismo rayado por los pájaros y los insectos inmortales; la bruma que, para no descorazonar a los viajeros, sólo les autoriza a percibir tres o cuatro lontananzas... Todo aquello me conmueve mucho más que las vituperables inquietudes humanas; el grandioso mundo sin concluir, detenido en un segundo de su perpetuo movimiento, roto, dentado, erosionado, rechazador, repleto de sorprendentes formas agudas o truncadas, como una gigantesca gruta de estalagmitas cuya bóveda fuese el ancho cielo. Si las cúpulas de las salas de la Alhambra no pretenden asemejarse a esto, ¿qué pretenden?

El frío nos cortaba la piel.

Moraima me inquietaba; pero cada vez que retrocedía para interesarme por ella, tropezaba con su sonrisa inalterable.

—¿Vas bien? -me decía ella a mí-. ¿Quieres algo? ¿Precisas algo?

Entonces yo le arrojaba un beso con mi mano gruesamente enguantada.

La noche la pasamos muy juntos.

éramos como dos beduinos que se aprietan bajo la congelación nocturna del desierto; éramos dos compañeros de armas que ignoran lo que será de ellos en la jornada siguiente, y se estrechan uno contra otro para darse aliento y calor, y desentumecerse.

Frente al verde oscuro o el añil, frente a los azules violentos de las otras sierras, la de Gádor tiene reflejos sonrosados. Es más blanda y más femenina. Sus cerros son redondos, y hasta las grandes piedras que los forman son benignas y suaves. Después de su estridente afirmación, muestra en ella la Naturaleza su afabilidad.

Cuando llegamos al valle de Andarax estábamos rendidos. Fue ese benevolente cansancio el que me impidió recordar -lo cual hubiera sido aún más desgarrador- la escena con mi tío Abu Abdalá. Pensé que el rey Fernando, en castigo por mi conquista de entonces y por la posterior sublevación del “Zagal”, había designado Andarax como sede de mi destierro, y centro del agreste señorío que se dignó adjudicarme.

Miré a mi alrededor como el preso que contempla su celda cuando le empujan a ella y escucha rechinar tras él la reja. Serrijones sin gracia, bajo una llovizna, asistían nada acogedores a nuestra aparición. La tierra se mostraba inculta y mustia por los vaivenes de la guerra. Junto a la nava, una hondonada, y luego un lento ascenso. A la derecha se iniciaba una sierra de matojos sombríos. En la rasa habían construido, y destruido, la alcazaba, contra una suave ladera, frente a una cadena baja y agallonada de montes áridos que, cuando el sol logró hacerse sitio entre la lluvia, se embelleció muy lentamente. El arco iris abrió su precaria cola de pavo real en medio de los cielos. Miré a Moraima, y ella me miraba. Una bandada de torcaces giró arriba en el aire... ¿Lo que nos restara de vida lo tendríamos que vivir aquí?

Por el momento, ésta es mi casa’, me dije.

Mi madre, antes de entrar en la alcazaba, detuvo en mí sus ojos, secos y muy duros. Las mujeres lloraban; los cortesanos que me habían seguido empezaban acaso a arrepentirse; la servidumbre se había arrepentido hacía ya mucho.

Moraima me aguardó para entrar a mi lado.

Ahora yo soy tu reino: ¿qué importa lo demás? -me dijo con ternura.

Farax y Bejir nos rodeaban con un respeto no exento de ceremonia, como si aquellas ruinas fuesen uno de los palacios de la Alhambra.

Detrás de nosotros entraron Aben Comisa, El Maleh y, más alegre que ninguno -para lo que no se necesitaba demasiada alegría-, Abrahén el Caisí.

Es aquí donde he escrito estos papeles últimos.

Hoy me ha dado por meditar sobre una cuestión muy relacionada con mis penas. Si la religión nos es otorgada por Dios, se nos otorgará para nuestro consuelo: ¿y cómo puede malograrse hasta convertirse en fuente de los mayores males? El hombre, aunque lo olvide, es un ser débil y efímero, que vive un poco y muere; un ser que transcurre a través de un universo indiferente.

Las religiones tienden a solidificarlo, a darle fuerza y peso, como las piedras que algunos campesinos ponen en los bolsillos de los niños para impedir que el viento los derribe. ¿De dónde viene, pues, ese afán, en apariencia desprendido, que lanza a unos contra otros porque sus formas de adorar a Dios son diferentes? ¿No fueron hechas quizá para coexistir?

Cuántas contradicciones en el comportamiento de los hombres, y no sólo en su comportamiento, sino en su misma esencia. A no ser que se halle bajo tales contradicciones una idea persistente; pero ¿cuál?

Nuestra religión es, en principio, respetuosa: el judaísmo y el cristianismo no son para nosotros religiones extrañas; la salvación es susceptible de ser alcanzada también por sus caminos, y no puede la fe coaccionarse. ¿No fue Ibn Arabí quien dijo: ‘Mi corazón es pasto para las gacelas, un convento para los monjes cristianos, un templo de ídolos, la Kaaba del peregrino, las tablas de la Torá y el libro del Corán’? ¿Y no añadió: ‘Practico la religión del amor; en cualquier dirección que progresen sus caravanas, la del amor será mi religión y mi fe’? ¿O es que son sólo los que más se elevan, los que más progresan, quienes entienden los preceptos?

¿Y por qué no imitarlos? ¿No será que los hombres vulgares -y los reyes vulgares- no se rigen ni actúan, en realidad, bajo preceptos religiosos?

Nuestra enemiga contra los judíos se apoya en que denigran al profeta Jesús; nuestra enemiga contra los cristianos se apoya en que lo divinizan: porque lo que el Islam pretende es renovar la religión de Abraham, de la que nace el Libro que a las tres las concreta. Y aun así, según el Enviado, la guerra santa grande es la que se desenvuelve dentro de nuestra propia religión; la pequeña, la dirigida contra los atacantes exteriores. Más todavía: si éstos se rinden antes de ser vencidos, gozarán del “aman”, es decir, de la inmunidad y del perdón. Las sinagogas y las iglesias se conservaron; fue tolerado el ejercicio de sus cultos. El impuesto personal con que los andaluces gravamos a los cristianos y a los judíos sólo era un sustituto del servicio militar: quienes no estuviesen obligados a él -mujeres, niños, monjes, inválidos-, tampoco estaban obligados a pagarlo. ¿Acaso el Islam no mejoró la vida de la mayoría?

¿No fueron repartidos y mejor cultivados los amplios latifundios anteriores? ¿No se libertaron los esclavos por su conversión, porque ningún musulmán puede serlo, o por su rescate, cosa que antes no estaba autorizada? Y la conversión, ¿no se reducía a la aceptación del Islam como una ley social? Lo obligatorio es sólamente la conducta exterior que el Corán marca; el grado en que se interiorice esa conducta no es objeto de mandato.

(Ocurre con esto lo contrario que con las arquitecturas: la nuestra se concibe desde dentro y para dentro; su aspecto nos es indiferente; el exterior se contempla por ventanas con celosías que resguardan la plena intimidad. Por el contrario, los cristianos construyen para ser vistos por quienes pasen por la calle, y procuran ser por ellos envidiados.) Sin embargo, por esa única obligatoriedad de la conducta aparente es por lo que los cristianos nos acusan de hipócritas, siendo así que ellos, al exigirse a todos una perfección imposible, lo son en mayor grado. Es algo similar a lo que sucede con los místicos que adelantan por las vías espirituales: entre nosotros, son sólo los reclamados por una vocación imperativa; entre los cristianos, a partir del bautismo que es su rito iniciático, son todos los llamados, aunque muy pocos perseveren. De tal razón -de tales razones- dimana que las conversiones al Islam fuesen mucho más numerosas que las contrarias. No fueron provocadas por nosotros: los musulmanes siempre hemos asistido con curiosidad a las celebraciones cristianas, y nos ha seducido visitar sus monasterios en las festividades de sus santos; jamás empleamos la fuerza como palanca de abjuración, aunque sólo fuese por una causa ruin: por cada cristiano que se convertía, perdíamos un tributo.

Me pregunto cómo ha sido posible alcanzar este punto de encarnizamiento de hoy. La religión, en los comienzos musulmanes de España, no dividía. La guerra no era una cuestión esencialmente religiosa; los cristianos andaluces combatieron a menudo contra los ejércitos del Norte al lado nuestro; los del Norte enviaban a sus hijos a educarse entre nosotros, y casaban a sus princesas con nuestros caudillos, más cuanto más notables: ¿con cuántas hijas de reyes, Sanchos y Garcías y Alfonsos y Bermudos, se casarían nuestros Almanzores? Los cristianos, con quienes convivíamos, aprendieron el árabe hasta el punto de que álvaro de Córdoba se planteó traducir a él la Biblia, no para convertirnos a nosotros, sino para que pudiese ser leída y entendida por ellos. ¿Qué sucedió después? La batalla de Zagrajas, con Yusuf el almorávide ortodoxo, al que los andaluces tuvimos que recurrir para ampararnos contra Alfonso Vi, lo cambió todo. La guerra expresamente política, por una geografía que los del Norte trataban de recuperar, se transformó en una guerra religiosa, mucho más despiadada e implacable. Entonces se planteó si era el Islam o el cristianismo quien dominaría la Península. Pero ése no era de ninguna manera un dilema andaluz; era un dilema importado de áfrica.

Nuestra debilidad reclamaba socorros exteriores; de allí vinieron, y con los africanos no teníamos otro punto en común sino la religión. Para desgracia de todos -sea quien sea el que se haya favorecido-, fue tal sentido de la guerra el que se impuso hasta ahora desde entonces. Sin embargo, a pesar de los pesares, como yo le decía a don Gonzalo Fernández de Córdoba, cada vez menos, pero hasta ayer, entre luchas y rapiñas, entre esperanzas y desesperaciones, musulmanes, judíos y cristianos, cada cual con su credo, hemos aspirado y respirado en un mundo espiritual no sé si idéntico, pero sí recíprocamente comprensible. A partir de ahora ese mundo no existe. La historia que ha empezado es otra historia. ‘En la realidad más profunda, ¿qué es lo que ha sucedido? -me vuelvo a preguntar-. ¿No se habrán tomado las religiones sólo como un pretexto?’ Los hombres son con frecuencia manejados por circunstancias que ellos mismos no entienden, como quien es arrastrado sin poderlo impedir por un torrente.

El rey Fernando “el Santo” de Castilla fue el primero que se equivocó al contradecir nuestra partición de los latifundios, y al decidir darles a los nobles, como cebo para que le auxiliasen en la conquista, las extensas tierras conquistadas. Los ricos señoríos de los monjes o de los seglares fueron configurando un poder grande, sin que el poder reducido de los plebeyos o de los comerciantes de las ciudades constituyese un contrapeso suficiente. Fue Pedro I quien se dio cuenta de ello, y contra ello reaccionó; pero él era exótico en Castilla: él era, por supuesto, arabizante. Su hermano, por el contrario, cimentó su ambición sobre los nobles perjudicados; contó con el apoyo de los señores, cuyo predominio peligraba.

Y la redención incoada se deshizo: para ellos y también para nosotros.

Porque Castilla es de una pobreza contagiosa; cuando sus pastores descendieron a nuestra Andalucía, trashumando al amparo de las órdenes religiosas, trajeron su hambruna y su miseria, y hundieron la riqueza de nuestro califato. Castilla no produce: consume; no trabaja: guerrea. Tal ha sido su oficio. Y con el militarismo que bajaba de ella, bajaba no sólo el empobrecimiento para la economía, sino para la cultura y para nuestra organización social más justa.

La pretensión integradora del Islam, por la que los habitantes de una ciudad o un pueblo se compenetran y equilibradamente se combinan, tocó a su fin; la batalla de la justicia se había perdido ante el abuso de los privilegiados.

Este efecto destructivo no hizo más que acentuarse con el tiempo.

Se vaciaba Castilla: todos deseaban refugiarse en el Sur; paralizaron su tosca agricultura; se expandieron las grandes y depredadoras trashumancias de la Mesta; se admitieron negociantes extranjeros que compraran la lana, lo único que Castilla produce, aparte de su frío. Y, ante la ruina, se recurrió a las bolsas hebreas, también andaluzas en su mayor parte.

Los castellanos, para continuar comiendo y para continuar gastando, no han contado más que con dos fuentes de ingresos: las expediciones contra nosotros y las matanzas de judíos. Los malos pagadores emplean el decisivo método de asesinar a sus acreedores para saldar sus deudas. Tal situación era propensa a encubrirse bajo un exterior de religiosidad; cuanto más fanática, más ciega y, por tanto, más práctica. Pero ¿combaten los castellanos por su fe, o combaten por su subsistencia? ¿No es por el dinero por lo que luchan contra quienes lo tienen? No obstante, desacostumbrados a ejercer un oficio o una técnica -en lo primero, nosotros, y en lo segundo, los judíos, éramos los versados-, de poco les sirvió poseer la tierra si no la cultivaban, u ocupar los puestos si no sabían hacer uso de ellos, ni cómo administrarlos. ¿Es verdadero dueño de una clepsidra o de un astrolabio o de una brújula quien desconoce su utilidad, o de un jardín quien no lo labra ni disfruta sus flores? El pueblo menudo de Castilla sólo se mantuvo a fuerza de botines de guerra y saqueos de aljamas; por interés, siempre estuvo dispuesto a secundar la voz que lo condujera contra Granada y contra las juderías. Y sus reyes, desde el extremo opuesto, se adiestraron en emplear con impune seguridad tales argumentos homicidas: no argumentos religiosos, que miran hacia la otra vida, sino económicos, que miran hacia ésta, aunque finjan devoción con los ojos en blanco.

Estos reyes de hoy, Isabel y Fernando, han aportado dos novedades: la de reunir en sus personas el Aragón, que vivía de fuera, y la Castilla hambrienta, y la de fortificarse contra los señoríos, una vez enardecido, colmado de promesas y dominado el pueblo pordiosero. Los dos de consumo se fortalecen y mutuamente se sostienen: para fundar una monarquía consistente, el poder ha de estar en una mano sola. Por las noticias que tengo, el primero que adivinó sus intenciones fue el cardenal Mendoza, que con habilidad sometió su gran familia a ese mando exclusivo; no en función de la patria, que es para ellos un concepto inexistente, sino del propio beneficio: los Mendoza inundaron las administraciones de la iglesia, del reino, de los ejércitos, de las ciudades; pero ya no en nombre propio, sino al servicio de quienes los nombraban. La ganancia, si no la dignidad, seguía siendo la misma.

Con qué claridad veo que el pueblo menudo y menesteroso no cree con sinceridad en su Dios, ni los grandes señores en sus pueblos, ni los reyes en sus vasallos chicos o grandes, del tamaño que sean. Los reyes mienten cuando exclaman postrados: ‘No para nosotros, Señor, sino para ti el poder y la gloria’.

Cada hombre busca su provecho; a veces lo disfraza con vistosos ropajes de desprendimiento, y lo denomina Dios, rey o patria; a veces lo deja desnudo, y se bate como un lobo solitario. Para que renuncie a la violenta codicia de un cubil, de un alimento, de una pareja, ha de unirse con otros hombres bajo un poder común que satisfaga esas tres necesidades, y que después le invite a vivir en una ciudad justa, donde la convivencia con los otros enriquezca la vida de cada uno, sea cual sea el Dios que adore, la lengua en que se exprese y el matiz de su piel. Eso fue lo que, dentro de la Península, el Islam intentaba.

Anoche he sufrido una aniquiladora pesadilla. Soñé, con toda clase de detalles vívidos y exactos, cómo perdía Granada, y cómo la entregaba, y cómo era expulsado de ella. En el sueño, no obstante, había una nebulosa mitigación del sufrimiento: de un modo enigmático, que sólo obra en los sueños, sabía que soñaba. Para sacarme de aquella angustia que me hacía gemir, me despertó Moraima.

Con ello me indujo a otra pesadilla peor: la de esta realidad de la vigilia, en la que todo lo que soñé se había producido de antemano.

Las crónicas, no sé si para facilitar su acceso a futuros lectores, o para simplificar las historias, que son siempre inenarrables, reducen cada reinado y cada batalla a una partida de ajedrez.

Yo mismo tiendo a ello: tan grande es la pasión del hombre por el juego, que de alguna manera disculpa sus errores con el azar.

Cuando se conquistó Toledo, un sabio, Abu Mohamed al Asal, lanzó un grito de alarma:

Habitantes de Andalucía, espolead vuestros corceles.

Detenerse ahora sería una hueca ilusión.

Los vestidos suelen rasgarse por los bordes, pero España empezó a desgarrarse por el centro.”

Por el centro del tablero -y cada tablero ostenta a los adversarios de un mundo, sea grande o sea pequeño- avanzaron los peones de la partida. Temerarias fueron las apuestas, y la baza, cuantiosa; las jugadas se llamaron irremisiblemente unas a otras. Con razón lo que en árabe denominamos “al sak mat” lo denominan los cristianos ‘jaque mate’: para nosotros significa “el rey ha muerto”. Tal es lo que en mi partida y en mi tablero ha sucedido. En lo esencial se identifican todos los idiomas.

A veces, en estas noches tan prolongadas que parecen detenerse, cuyas horas son como días oscuros, juego al ajedrez con Bejir o Farax; ríen cuando me ganan, es decir, ríen siempre. Moraima levanta sus ojos de la labor y les regaña; ella, cuando juega conmigo no juega contra mí: se olvida de hacer el movimiento que le daría la victoria. Sin embargo, con Aben Comisa o El Maleh me niego a enfrentarme: aunque no me hagan trampas, no consigo evitar la sospecha de que me las hacen. Prefiero ver cómo juegan entre sí, y se traban en eternas discusiones, que conducen a un empate final al que ninguno de ellos se resigna.

Me traje de la Alhambra mis libros predilectos y otros aún no leídos. Muchos están encuadernados bellamente en cuero rojo o azul con abrazaderas de plata cincelada.

Pero los que antepongo a los otros son los usados y envejecidos por el roce de manos que me precedieron, y que percibo que se unen a las mías mientras los sostengo. Numerosas generaciones leyeron las páginas que, al albur, leo hoy. El libro se ha transmitido, como un emisario silencioso, de siglo en siglo, de país en país y de hombre en hombre.

él acoge la memoria del mundo y también la profecía del mundo; la historia pretérita de la Humanidad y la brumosa historia venidera.

Todo está resumido y prevenido en esa antorcha que va de mano en mano iluminando la tiniebla.

Evocar la casi infinita continuidad y la inabarcable herencia de los libros, en cuyo regazo se apacienta la sabiduría y la curiosidad y el cataclismo y el amor de los hombres, me enaltece y me emociona.

Ellos me conducen a una compartida serenidad, y cada día me imagino menos sin su compañía generosa.

En éstos de la Alhambra, no sólo me instruye su contenido, sino el ambiente que los rodeó y los saboreó: las negligentes estanterías en las que descansaron, el meticuloso trabajo de quien los escribió y de quien los copió y de quien los cosió y encuadernó, un inmarchito aroma de humedad y de piel, sus palabras que fueron susurradas, las vibraciones que provocaron en algún corazón, o las llagas que restañaron. Los objetos, a los que nunca respetamos lo bastante, son enriquecidos por quienes los usaron a través de los años, a través de los siglos. Tomo en ocasiones libros que pertenecieron a mi antepasado Mohamed “el Faquí”; tomo otros que provienen de la biblioteca omeya de Alhaquem II, que reunió en Medina Azahara más de 600 mil volúmenes, antes de que la barbarie humana la destruyera, y me quedo sobrecogido, sin atreverme a leer, como con un corazón entre los dedos, o como con un pájaro inmóvil y anhelante que podría, de súbito, romper a gorjear. Aquí en Andarax hay horas en que el libro es en sí mismo, independientemente de lo que contiene y significa, el que palpita y emana y quema y apresura el ritmo del mediodía y satura las tardes. En esas horas es la fusión de quienes lo escribieron y confeccionaron y de los lectores previos a mí lo que más me conmueve; el engarce con los dueños sucesivos que acaso un día, como ahora yo, volvieron su imaginación hacia atrás y se vincularon con el pasado, igual que yo hago hoy con el mío, del que ellos forman ya parte. O quizá miraron hacia su futuro y me entrevieron o me adivinaron a mí, lector también, o sultán derrocado, tataranieto suyo.

O vieron todavía más lejos de mí mismo, después de mí, cuando yo forme parte del pasado de otros, a los lectores que vendrán, ya desprovistos de la Alhambra y del trono, o incluso ajenos a nuestra Dinastía y a su ansiedad. Me alegra suponer que unas manos que ya no existen -me pregunto si no existen- abrieron esta cubierta, pasaron estas hojas; que una mirada que no existe -o existe acaso sólo por este libro- se deslizó sobre estas líneas, descifró esta frase, se sumergió en el laberinto de esta caligrafía. Me rejuvenece pensar que alguien como yo hoy, pero hace siglos, interrumpió un momento la lectura y reflexionó con un dedo entre estas mismas páginas, mirando como miro yo al vacío, entre muros quizá ya derruidos y ante un paisaje quizá irreconocible.

Aparece la vida -o aparecemos nosotros en la vida- avasalladora, ecuestre, verde, jocunda; nos deslumbra, y luego continúa sin nosotros. Hoy está aquí, en esta apartada fortaleza, en esta virginal mañana de fines de febrero en que se infiltra ya la primavera; una mañana que han hecho posible mis predecesores porque me hicieron a mí y a estos libros ilustres. De ahí que, pese al sentimiento de fracaso que me impregna, esta intensa mañana yo me sienta comprometido a oír y a ver y a acariciar -a vivir, en una palabra-; porque con mis ojos y mis oídos y mis manos, ven y oyen y acarician los que llamamos muertos acaso desacertadamente. Otra limpia mañana vendrá, y yo ya no estaré. Estarán estos libros y algún otro lector.

Y acaso él recordará mi nombre sin facciones, y yo veré por medio de sus ojos, y escucharé la armonía del mundo por medio de sus oídos, y acariciaré el aire azul y gozoso con sus manos. Para mí entonces, dormido sin remedio, se rendirá y se consumará la impetuosa carrera de la vida: la carrera que hoy me toca a mí seguir en el puesto de quienes antes la corrieron.

Leo la poesía de los viejos poetas de Bagdad o de Córdoba, de Sevilla o de Murcia, o de los más antiguos aún y de más remotas tierras, cuyo lenguaje es casi incomprensible porque la expresión de la vida se ha transformado más que la propia vida. Con los poemas viajo “en compañía de guerreros de pelo crespo, que afrontan la muerte sonriendo, como si perecer fuese su fin único: beduinos de pura sangre que, cuando relinchan los caballos, saltan impetuosos de la silla, llenos de brío y de placer...

Lo que más les complace es matar adversarios, pero el destino tampoco les prolonga mucho su plazo, después del de sus víctimas...”

Estos versos los escribió un poeta de Cufa, que pensó de sí mismo lo que yo de los libros:

Irán mis versos al Oriente, hasta donde ya no hay más Oriente, y al Occidente, hasta donde se acaba el Occidente.”

En los poemas de los viejos poetas leo las quejas tan vivas de sus amores, y leo la agitación de sus corazones cuando fueron correspondidos.

La poesía me alcanza más cuando brota del libro, y se despierta de él, como de un lecho, y es abrazada por la voz y desperezada por la música. Me gusta leérsela, armonizada con algún instrumento, a Moraima y a Farax, cuando los demás se han retirado, y provocar en ellos el “tarab”: la alteración física por la tristeza o por la alegría, el éxtasis, el rapto.

En tanto que el “tarab” te bambolee -me dijo anoche Moraima-, nada se habrá perdido.

Y me lo dijo ella, que, recostada entre los almohadones, había sollozado irreprimiblemente con el poema que le leí, mientras Farax arrojaba, delirante, los dátiles de una bandeja por la ventana, y se golpeaba después con la bandeja en la frente. Decía así el poema:

Grita mi nombre cuando muera.

El llanto aquí no cabe: todavía la boca no me sabe a ceniza.

Inmóvil esta luz se rezaga sobre el jardín.

Cansada y no marchita retorna a las constelaciones de las que descendía.

Sobre nosotros caerá lo oscuro en vano, porque el sol, al acecho en su cubil, maquina la venganza.

Desterrados del mediodía, la oquedad pronto de la tarde nos sorberá como el jugo a una toronja.

Astros desorbitados nos vigilan.

De par en par abiertos estamos a la noche; el insomnio es nuestro único armamento, y, alrededor del agua, la planicie perfuma.

Descuelga el lubricán desde la nieve su fatigado verde y su amarillo...

¿Quién cerrará estos ojos, esta boca, esta carne?

Nadie se librará del postrer día, ni del luto.

La luz se aleja, pero la vida y tú permanecéis.

Cuando muera la luz, grita mi nombre.

Mi nombre y tú ya estáis a salvo en el jardín: fuera del tiempo, su maleficio no os perturbará.”

Como Alcaide de Andarax, Bejir ha escrito ya dos cartas en mi nombre a los reyes de Castilla para implorarles -¿qué otra cosa puede hacer un vencido?- que me devuelvan a mis hijos. Moraima y yo, aunque no hablemos de ello, no los apartamos de nuestro pensamiento. El pequeño Yusuf nos echará aún más de menos que Ahmad, educado en la separación, a pesar de que Moraima me recrimina que opine de este modo.

Aben Comisa y El Maleh van con frecuencia, si bien nunca juntos, a Granada. Se entrevistan allí con Hernando de Zafra, ahora regidor perpetuo de la ciudad, con el que El Maleh ha estrechado una amistad muy útil para nosotros y nuestra información, aunque supongo que será aún más útil para ambos.

Me cuentan, y así debo creerlo, que el rey se porta muy generosamente con los musulmanes: les administra justicia con equidad, les dispensa de los tributos, y es con ellos solícito y respetuoso. Por lo visto, los cristianos se lo echan a los nuestros en cara: ‘No os quejaréis -les dicen-: más ensalzados y honrados por nuestro rey sois vosotros que nosotros’. Sin embargo, El Maleh conjetura que la intención del rey es conseguir lo que está consiguiendo: confirmar la opinión de la gente en que durará tal clemencia para que se resuelvan a vivir con los cristianos y compren casas y tierras y se arraiguen. Al rey viene que abandonen la ciudad para pasar a áfrica: ¿quién trabajaría sino ellos, quién conoce las tierras y los riegos, quién realizará las labores humildes que ningún cristiano aceptaría, porque para eso no salió él de Castilla?

Sobre mis hijos sólo les ha dado Zafra, hasta ahora, buenas palabras y una muy breve carta de Ahmad.

Moraima lleva unos días muy pálida. Desganada y absorta, pasa las horas muertas sentada ante una ventana sin darse cuenta de que se ha ido la luz, o deambula por la casa sin detenerse en ninguna labor ni habitación concretas. Yo la observo en silencio, y se me cae a los pies el alma.

El médico, que también es judío y se llama Yusuf, asegura que nada grave le sucede. Se trata de una pasión del ánimo -¿no es eso nada grave?-, que le estruja el corazón con una fuerza insoportable cuando recuerda a nuestros hijos.

Quizá si tuvieseis uno aquí, se curaría -me ha sugerido hoy.

Pero no tenemos a ninguno de los dos -repuse suspirando.

Me refiero a que la dejases embarazada y diera a luz aquí.

Tendré que consultarlo con ella. El remedio puede ser peor que la enfermedad. Quizá, hasta que nosotros no alcancemos la certidumbre de que amamos la vida, no debamos engendrar otra nueva.

Yo amo la vida -me confesó hace días Moraima- porque tú estás en ella. Si así no fuera, dejaría de amarla.

—¿Es que a nuestros hijos no los amas?

Sí; ellos son como una prolongación tuya para mí. Son, para mí, tú mismo de otra forma. Tú aquí estás incompleto.

Llevo una vida reposada y perezosa. Quizá la felicidad consista sencillamente en este adormecimiento. Por la mañana, salgo con Farax a vigilar cómo construyen el breve jardín. Hoy le decía, y me escuchaba él con una atención de discípulo:

Nuestra sabiduría sobre los jardines proviene de los nabateos, que convirtieron los ásperos desiertos de la Arabia pétrea en una tierra fértil. Ellos poseían grandes conocimientos de la relación que hay entre los movimientos celestes y los crecimientos vegetales. Todos los primitivos pueblos agricultores han considerado el cielo como la fuerza activa y generadora, y la tierra como la fuerza paciente y receptora del universo.

—¿Igual que el hombre y la mujer?

Más o menos. Y en esa teoría se funden los dos sentidos: el espiritual e ideal, y el material y práctico. La agricultura siempre la ha referido el hombre al culto de la Divinidad. Cuando no ha sido así, no la ha amado, ni la ha desenvuelto con la debida unción.

Eso es lo que le sucede a los cristianos, y a los romanos antes; ellos son agricultores de secano, de los que sólo usan el agua cuando la tienen cerca. Para nosotros, el jardín es un reflejo, o mejor aún, una anticipación del Paraíso.

¿Ves? -y le mostraba lo que le exponía-. Aquí he dispuesto la alberca: en el centro de dos ejes, que se cruzan en ella y señalan los cuatro puntos cardinales del horizonte, a semejanza de los ríos del Edén. Nuestros primeros antepasados árabes, estudiosos de otras culturas, tomaron esta iconografía de los mandalas budistas, y la difundieron por el mundo. El jardín representa de ese modo un símbolo de vida, un esbozado laberinto, como una miniatura del cosmos. En nuestro idioma, jardín y Paraíso se expresan con la misma palabra, y también jardín y cementerio. Porque todo es uno y lo mismo. Yo opino que la tierra y el cielo son recíprocos, se miran y se anhelan... -Y añadí-: Aquí estoy preparándome mi tumba como un imperecedero domicilio. No quiero que me lleves a Mondújar: he renunciado a aquella compañía; en mí se rompe la cadena de mis antepasados.

—¿Piensas que vas a morir antes que yo? -exclamó Farax riendo.

Te lo ruego, Farax. Nunca me has decepcionado; no lo hagas al final. No te perdonaría... Yusuf III, el constructor de mi casa, mandó grabar en su estela fúnebre:

Que empape este sepulcro la lluvia de las nubes, y que lo vivifique.

Que el húmedo jardín haga llegar hasta él el frescor de su aroma...”

Cuánto ha sido siempre nuestro fervor por el agua. Nunca la malgastamos: es preciso lograr grandes resultados con cantidades mínimas; no hay que usar el agua como fuerza estruendosa, sino como un murmullo pacificador. En realidad, seguimos siendo gente de los desiertos, que no se acostumbra a tenerla a la mano. Por eso en ella juntamos el deleite y la utilidad -le señalaba una raya imaginaria aún en el jardín-. Hasta aquí el agua se derrama, trina, goza, y en este templete nos curará de la melancolía.

Desde aquí, la pondremos a trabajar: rociará verduras y frutales.

En su tratado sobre la agricultura nos aconseja cómo hacerlo Ibn Luyún. Yo pienso que hay que crear el silencio para que el agua rompa ese silencio; hay que aceptar el calor para que el agua lo refresque; hay que crear el secreto para que alguien lo comparta.

De repente, Farax se detuvo y musitó:

No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del amado.

—¿Dónde has leído eso? -le pregunté con asombro.

En uno de tus libros.

Gracias, amigo -le dije, y proseguí-: El jardín, si no representa nuestra alma, es que no está bien hecho. Ocurre con él como con la arquitectura; pero, así como una muralla puede tenerse en pie mil años, un jardín es más delicado y más efímero: necesita solicitud, constancia, miramientos.

En una palabra: como nosotros mismos, necesita de amor.

Mis horas, sin apresurarse en absoluto, resbalan de puntillas y equivalentes. ¿Tienen razón los relojes de sol de los romanos:

Todas hieren; la última, mata’?

Hoy no sé si el sol tiene razón: no lo hay. Hace días que llueve.

Separo los ojos del libro, y se anegan con las cortinas de la lluvia, mansas ahora, pero no ayer.

Ayer reinó el viento con una indiscutida tiranía. Incansable y acezante, recorría el endeble jardín y el campo entero. Se erguía colérico, retumbaba, se revolvía como un toro invisible. Destrozó cuanto se opuso a su no sé si ciega voluntad: desgajó ramas, asoló los rosales que habían traído de Granada, zarandeó los grandes árboles del monte. Alzaba, sobre un constante bramido sordo, silbidos hoscos y acelerados; sobre un movimiento, alzaba otro dispar; llegaba al paroxismo en rachas súbitas, como si por irritación se hubiese propuesto destruir el mundo, y le irritara aún más no conseguirlo.

El viento fue ayer un rey desconcertado e insomne, que a todos nos traspasó su insomnio y su desconcierto. Con un mohín asustado, Moraima me rogó que le pemitiese pasar conmigo la noche. El viento gimió fuera, se retorció, se enredaba en sí mismo, trepó, se derrumbó, serpeó, erigió altas torres vanas, expolió los retoños, ignoró el olor de las jaras y de los romeros y, olvidado de todo, balanceó la tierra. Moraima se arrebujaba contra mí para no oírlo.

Hoy la lluvia, liberada del viento, cae con misericordia.

Leo a Ibn Hudail, el experto en paladines:

Se derrama la crin por su ágil cuello como lluvia que cae sobre guijarros lisos.

Cuando otros purasangres, exhaustos, arrastran polvaredas sobre el pedriscal, él se impacienta fogoso todavía, bulle su furia, y el fragor de sus cascos es igual que el hervor de un caldero.

Raudo es como la peonza liada con un cordel que un niño descorre y suelta de su mano.

Cuando galopa, levanta las piedras, las parte con sus patas que marcan como hierros al rojo.

Montado solo en ellas, esbeltas y seguras, salta con ligereza, y es vigoroso en todo.”

Obsesionado por el clima, no sé si habla de la lluvia, del viento, o de un caballo.

En la última carta que Bejir el Gibis escribió a los reyes reclamando a mis hijos, les pedía que los enviaran a Andarax conmigo y con su madre. ‘Tener a los hijos -le recordaba a la reina-, no es sólo darles la vida, sino prepararlos para la suya con el calor y el roce.’ Yo añadía una sugerencia nueva: que los manden pasar a áfrica. Por una parte, quizá eso sea menos dificultoso de obtener; por otra, mi deseo es que mis hijos se eduquen con arreglo a la cultura y a la acepción de la vida a las que sus abuelos y su padre pertenecen. No estoy seguro, sin embargo, de lograrlo en áfrica.

El Maleh me ha traído, desde Granada, la opinión de Zafra. En definitiva, ésta precede o se adhiere a la de los reyes: coincide, en todo caso. Parece que se duda si enviar a mis hijos a áfrica o no. A favor de una decisión positiva está que, una vez allí ellos, yo me determinaría a trasladarme también con el resto de mi familia. En contra, que, si por cualquier aciago accidente, mis hijos mueren, o caen en poder de un reyezuelo interesado en utilizarlos en su provecho, yo no pasaría jamás a áfrica. Y, en el fondo, que pase es lo que están procurando los reyes. Les estorba mi estancia en su territorio, aunque sea tan reservada y tan mansa, como estorba una mancha de sangre, por muy seca que esté, en un traje de fiesta.

Hoy Moraima ha sufrido un desmayo. Habíamos salido a ver los brotes del jardín. Siempre me ha impresionado observar cómo la delicadeza de un tallo -que no es nada, sino un presentimiento verde, una debilidad que un niño pequeño quebraría con su dedo- rasga un tronco agrietado y robusto, que ha resistido años y tempestades, y lo sobrepasa. Ante un retoño lo comentábamos Moraima y yo, cuando de pronto se ha llevado una mano a los ojos, ha movido la cabeza a un lado y a otro con suavidad, y se ha desplomado. Sólo me ha dado tiempo a alargar los brazos para evitar que se dañara contra el árbol o el suelo. Aturdido y sin saber qué hacer, le hablaba en voz baja, repetía su nombre, la sacudía con dulzura, le pedía que volviese pronto en sí, no sé qué le pedía.

Por fin -no ha tardado mucho en reanimarse-, Moraima ha abierto los ojos, ha sonreído un poquito, y me ha dicho:

Estabas diciéndome algo, Boabdil. Perdóname, pero no te he oído bien.

La he besado en los labios, y se ha ensanchado su sonrisa.

No hay mal que por bien no venga -ha susurrado-. ¿Me quieres ayudar a levantarme?

A instancias de Moraima, he empezado a salir de caza. No me atrevo a alejarme mucho, ni a pasar fuera más de dos o tres días, porque me preocupa ella. Está notablemente más delgada. Hasta mi madre, que no se fija más que en lo que le atañe, lo comentó la semana pasada.

Quizá deberías de fijarte un poco más en Moraima, ahora que no tienes nada más acuciante que hacer -me dijo con elocuente ironía.

Nunca he sido un ardoroso aficionado a cazar. Comprendo que un infante de Castilla, en una época en que la realeza no estaba reñida con la cultura, escribiese que la caza es ‘cosa noble y apuesta y sabrosa’, pero, por mucho que lo intento, no logro que me guste su sabor. Reconozco que ayuda a paliar los daños que trae el ocio para el alma y el cuerpo. Y el ejercicio que supone, y la congregación de los amigos, y la sana rivalidad, y las huidizas aves, y la prodigiosa presteza de los perros, me atraen. Sin embargo, una vez ojeada y localizada la presa, yo detendría la marcha que ha conducido a ella. Porque también me atraen la elegancia de las garzas y la sombría tozudez del jabalí y el lastimero ajeo de la perdiz y la coronada agilidad del venado.

Esta actitud no creo que proceda, contra lo que dice Farax, de un exceso de blandura o de sentimiento; ni siquiera de una identificación con las víctimas, comprensible puesto que yo soy una. Es más bien porque hallo tan espléndida la vida de los animales, tan sujeta y bien regida por las leyes de la naturaleza, tan en consonancia con ella, que la caza por juego la considero como la infracción de un código que desconozco y que nos sobrepuja, al que un día estuvimos subordinados todos, y que el hombre comenzó a desdeñar cuando comenzó a perder, frente a lo que él opina.

Hasta mí no llegó la colección de animales exóticos que hubo en el bosque bajo de la Alhambra, que tanto me ponderaron en mi infancia como un dato de la disipada refulgencia familiar. Y es cierto que tampoco he cazado mucho en los bosques de la Sierra. Mi experiencia es muy corta: siendo adolescente, durante un mes de octubre, fui con mi tío a los montes de Fiñana, y maté un jabalí. Tardé mucho en olvidar -no lo he conseguido del todo- el rojizo rencor que había en su ojo, sólo vi uno, con el que me odió mientras moría. ¿Por qué inescrutable instinto supo que era precisamente de mí de quien su muerte provenía? Si rememoro con nostalgia aquellas jornadas es por la proximidad de Abu Abdalá, que con el aislamiento se acentuaba, y no por la mortandad que sembramos a nuestro alrededor (por descontado, él mucho más que yo). Matar a un ser cuya única posesión es la vida -no complicada, ni multiplicada, ni embellecida como la de los hombres puede ser, sino la vida pura y simple- es acaso el más grave de los delitos para mí. Dice Pero López de Ayala, un canciller cristiano, que en la caza los hombres toman el placer sin pecado, sirviéndose y aprovechándose de las cosas que Dios crió y puso a su servicio. A mí me gustaría estar de eso tan persuadido como él.

Aunque es posible que este razonamiento sea un mero y superficial ejercicio de dialéctica. Yo no desprecio un asado de buey o de cordero, y los tengo por excelente comida; en la Fiesta de los Sacrificios, aunque sobreponiéndome, yo degüello al carnero; y no se me ocurre hacerle ascos a un guisado de liebre: anteayer lo he comido. Acaso es una prueba más de mi egoísmo el que procure no ser yo quien extinga una vida, pero disfrute después de que otros lo hayan hecho. O a lo mejor, en definitiva, no es una cuestión de ética, sino de estética: cortar en flor un salto, un vuelo, un canto, un bramido de celo, no me produce satisfacción ninguna, sino más bien remordimiento por haber interrumpido su hermoso frenesí.

Claro que, aparte de mis libros, ¿qué otras distracciones puedo encontrar aquí? Durante unas semanas he mezclado ambos ejercicios: la lectura y la caza. He traído conmigo varios libros sobre ella. El mejor -del que todos proceden- es el de Isa Ibn AAzadi, tan sabio en cetrería e ilustrador de los cristianos. Su minucioso tratado se refiere, aparte de las aves y los perros, al modo de correr liebres y preparar las redes, al tiempo del reclamo y a los parajes favorables al rececho. No creo que nadie haya entendido de animales tanto como él.

Moraima me oyó un día hablar, entre suspicacias, del “Libro de la caza” de don Juan Manuel, y de las dieciocho aves amaestradas que, a su juicio, ha de tener todo gran señor para lograr una caza cumplida. Con habilidad y paciencia, encargando a éste, comprometiendo a aquél, la constante Moraima, en poco tiempo, ha reunido el bando entero: un gerifalte y un sacre, que son garceros competentes; cuatro neblíes abaneros, que no proceden precisamente de Niebla, sino de muchísimo más al Norte; seis baharíes de patas muy rojas, que mantienen entre ellos sigilosas y crueles enemistades; un azor, cuya ralea son las perdices; otro, cuya ralea son los ánades, y un tercero, cuya ralea son las garzas; un borní, que Abrahén el Caisí descubrió en una zona pantanosa cercana, y que es perseguidor de liebres; un gavilán, para dedicarlo a las garcetas y pájaros pequeños, y un esmerejón, muy parecido al azor, y al que yo ni de nombre conocía. Por si esto fuera poco, superando el elenco de don Juan Manuel, Moraima lo ha completado con dos halcones, malhumorados y cejijuntos: uno proviene del norte de Europa, y su precio ha sido un buen caballo, y el otro, un alfaneque, proviene de Marruecos.

Y su precio ha sido un buen camello, ¿no es eso? -bromeé.

No -me contestó Moraima riendo-, es un regalo del sultán.

El Albayzín fue durante mucho tiempo el arrabal de los halconeros -agregué, y me volví a extraviar en el profuso bosque del recuerdo.

Boabdil -me reclamó Moraima tocándome la mano-, aún sigo aquí.

Sé en qué pensabas; pero ¿tú sabes en lo que pensaba yo? En un poema que me recitaste en Porcuna: aquél que le destinó un secretario a Mutawaquil, el valiente sultán de Badajoz. Me olvidé del principio; lo sustancial es esto:

Tú, que adornaste mi cuello con el collar de tus favores, adorna mi mano con un halcón ahora.

Hónrame con uno de alas límpidas, cuyo plumaje se haya combado frente al viento del Norte.

Lleno de orgullo saldré con él al alba, y jugará mi mano con el viento para apresar lo libre con lo preso...”

En Granada había halcones -murmuré.

En Granada sigue habiendo de todo, Boabdil.

Quizá; menos sultanes -lancé un suspiro-. Tienes razón, Moraima. Recordar en sí no es ni bueno ni malo: depende de lo que se recuerde.

En una alquería, dentro de los límites de la alcazaba, han instalado la jauría. Los perros de montear son todos muy parejos; de una rudeza cariñosa, como pastores hechos a lo abrupto. Agradecidos y atentos a la voz del perrero, saben, no obstante, con una increíble sutileza, que yo soy el amo, y que en la cacería a mí será a quien sirvan. A veces alguno ha de ser apartado de los otros: entre ellos surgen extraños resquemores -sin duda fundados, pese a nuestra torpeza en entenderlos-, o peleas, que suelen ser mudas y a muerte, y que se desenfrenan como un rayo entre dos. Entonces, al apartado le atan una argolla a la carlanca, y la argolla puede correr por una larga cuerda fija a dos árboles distantes: eso le permite una amplia movilidad, que suaviza su traba.

Habría estimado en mucho este invento -pensé- durante mi cautiverio de Porcuna o de Castro... Aunque quizá fuese aún más estimable ahora, en este cautiverio de Andarax.’

Cuando contemplo el campo que nos rodea, tan fragoso y a la vez tan abierto, donde él sería feliz, echo a faltar a “Hernán”. ¿Qué hará ahora? ¿Se sentirá investido por un deber de vigilancia y escolta de mis hijos? ¿Cómo se llevará con Ahmad? ¿Y Ahmad con él, lo que es más peliagudo? Los perros y los niños se percatan, sin planteárselo siquiera, de quién los quiere y de a quién querer. (Me gustaría que a mí me ocurriese lo mismo: tampoco en eso he sido perspicaz.) Esta tarde, cuando saltó un gazapo debajo de mis pies, imaginé la sorpresa de “Hernán” y su alborozo al perseguirlo. O quizá, hecho a los hombres, su instinto se haya deteriorado -qué mala es nuestra influencia-, y prefiera su cazuela de arroz con zanahoria y carne, o las porquerías que come a hurtadillas y que, por ser prohibidas o robadas, le parecen manjares.

Entre los buidos galgos, formados sólo de viento, cuyo flexible y ondulado espinazo se curva bajo el halago de mi mano, hay uno negro, al que llaman “Prisa”. Es un prodigio de armonía. Tiene los ojos verdes, y está tan imbuido de su belleza que, salvo a la hora de la loca carrera, apenas si se mueve: permanece hierático, casi soñoliento y envuelto en su propia dignidad: como se figuran los que no han sido reyes que un rey debe de ser.

He llegado al convencimiento de que Hernando de Zafra me ha provisto de espías en Andarax. Me es indiferente: aquí no se conspira; cuando no puede sostenerse el trono desde el trono, ¿cómo va a recuperarse, ya perdido? Lo que me importuna es no saber quién es o quiénes son. Supongo que forman parte de la servidumbre, y que quizá su cometido sea espiar, más que a mí, a Aben Comisa y a El Maleh, que son quienes transmiten a Zafra las más fidedignas noticias sobre mí, si es que para los intrigantes hay alguna noticia fidedigna. No quiero obsesionarme con este espionaje; pero, en un lugar en que no ocurre nada sobresaliente, se propende a concentrarse en lo insólito: un ruido que se ha creído oír tras un tapiz, unas pisadas furtivas que se alejan, o, como anoche, un cuenquecillo que, en la oscuridad, se cae desde una taca (por propio impulso al parecer, como si los cuencos de aquí se suicidaran).

Farax se propone interrogar a todos los habitantes de la alcazaba, los criados los primeros. El alma de Farax es tan transparente que está seguro de que la profesión de espía se trasluce en los ojos.

Le he prohibido que lo haga. Me conformo con decir frases contradictorias, sembradas a voleo en la conversación: ‘En cuanto nos devuelvan a los príncipes -digo, por ejemplo-, cruzaremos el Estrecho’.

Para añadir unos momentos después:

Andarax, con los príncipes, será otra vez la Alhambra; no añoraremos nada. Será bueno terminar aquí, retirado, mis días. Los espliegos y los mirtos del jardín crecen de prisa: en un par de años...’ Y enmudezco de pronto.

Un par de años de cansino tedio, de voluntario letargo para desmemoriarse, para desaprender, para postergar el pasado. Qué inmenso plazo visto desde ahora. Quizá antes de mirar al futuro, si es que eso existe, haya que cerrar mucho tiempo los ojos: dormir, o simular dormir. O quizá lo contrario: abrir los ojos como platos, pero sólo para el presente, para observar con minuciosidad cómo crecen el mirto y la alhucema.

Por la ventana entra el sol como un lebrel dorado. Se arrastra hasta mis pies sobre la alfombra; lame estos papeles en que escribo.

Cada día es más fuerte; el clima es extremoso aquí. El que se acerca va a ser un verano candente.

Hoy he tenido que refugiarme en el interior; fuera, hasta la sombra ardía, a pesar de la hora. He paseado a solas. Me alejé más de lo que suelo de la casa, y de súbito descubrí que estaba canturreando.

Sentí, no sé por qué, un poco de rubor. ¿De qué? ¿De estar alegre?

¿De estar alegre sin conciencia de estarlo, que es la mejor, o la única, forma de la alegría? Muchas tenebrosidades me rodean; sin embargo, el corazón del hombre es como un pozo: puede haber alacranes en él y también agua clara. ¿Habré de resistirme a esta bonanza porque sea un poco torpe? ¿No será mi desvelo por olvidar, diariamente reiterado, lo que me impide de veras olvidar? ¿Cuándo aprenderé a abandonarme, a desasirme, a dejar que la vida me maneje sin tratar de imponerle mis criterios?

Aunque el alba sea oscura, el día está al llegar; cualquier rostro que gire hacia el sol será tan luminoso como el amanecer.”

Ayer lo leí. El poeta que lo escribió, como todo auténtico poeta, tiene razón porque tiene mucho más que razón.

La noche partió el labio de mi alma con la dulzura de su conversación; estoy sorprendido de que alguien diga ‘la verdad es amarga’.

El alimento de los mortales procede de su exterior, pero el del amante de la vida está dentro: él regurgita y mastica como lo hace un camello.

Ningún hombre razonable conocerá nunca el éxtasis que cabe en la cabeza de un borracho.

Si el Paraíso no girara perplejo y enamorado lo mismo que un derviche, se cansaría de su giro y gritaría: ‘Basta. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo?’”

Anoche entró Farax en mi alcoba. Todo el campo era grillos que habían reemplazado a las chicharras; no a todas: algunas persistían, alentadas por el calor que no cedió con el crepúsculo. Farax, sin hablar, se quedó de pie frente a mí mucho tiempo. Hasta que yo, entendiéndolo, sonreí. Hizo entonces ademán de marcharse; pero antes preguntó:

—¿No necesitas nada?

Sí -contesté.

Moraima no mejora con el calor.

Permanece inmóvil, con los ojos perdidos y las manos cruzadas sobre el regazo. Sólo cuando yo le hablo finge algún interés; pero hasta tal punto ha de hacerse violencia para fingirlo, que dudo si obro bien al dirigirme a ella. Un anochecer en que la temperatura se suavizó, quise animarla. Le propuse recitarle poemas, solos los dos, o llamar a los músicos, o visitar el jardín que ya está tachonado de jazmines. Había luna creciente y se exhibía la noche casi obscena.

Moraima, sonriendo, negaba con la cabeza.

Cuanto quiero está aquí -pasaba su mano por mi barba-; cuanto tengo está aquí. No te inquietes; no me sucede nada. A veces, cuando se ha deseado mucho y por mucho tiempo alguna cosa y por fin se nos concede, nos embarga el corazón una cierta soñera. Hasta a nosotros mismos nos sorprende que no saltemos de gozo. Y no saltamos -sonrió más-; pero si tú me lo pides, saltaré. -Luego añadió en voz más baja aún-: Con frecuencia la vida, que es muy descuidada, nos inunda las manos de flores y se olvida de darnos un florero.

El silencio que siguió a sus palabras fue tan grande que escuché, tras los grillos, el chasquido del agua en el estanque. Me senté junto a Moraima. Le cogí las manos. Ella, sin dejar de sonreírme, comenzó a llorar; las lágrimas le mojaban la sonrisa. Yo las besé con profundo e ignorante respeto.

El Maleh engorda con la inactividad, que no es completa en él pues no cesa jamás de maquinar.

Por el contrario, Aben Comisa está cada día más enteco y desmedrado: no se halla bien aquí. Componen, las pocas veces que se les ve juntos, una irrisoria pareja.

Y, cada cual por su lado, traen de Granada noticias poco gratas.

He sabido que el día 1 de mayo, aprovechando sin duda la gentil alegría de la primavera, los reyes cristianos han dado tres meses de plazo para abandonar sus reinos a los judíos que no se conviertan.

Pueden sacar sus bienes -me aseguran-; pero no oro, ni plata, ni moneda. ¿Qué sacarán, entonces: sus casas y sus tierras a cuestas?

¿Se cargarán a la espalda sus sinagogas, sus tiendas, sus caballos?

Cuánta crueldad y cuánta cerrazón.

Aunque el único verdadero Dios sea el suyo, tendrá que castigarlos. Imagino a los judíos, que habitan en esta Sefarad desde hace dos mil años, trocando un viñedo por un asno en que transportar a sus hijos; o un palacio, por una carreta; o un huerto, por un lienzo grueso con que cubrir el arca de sus liturgias. Aquí fundaron su Sión, aquí prosperaron y colaboraron a la prosperidad de todos. Y ahora les fuerzan, a patadas, a decir adiós; adiós al sitio en que sus mujeres parieron, y en el que enterraron a sus difuntos; adiós al sitio en el que basaron su esperanza como una torre sobre piedra.

Sus haciendas, desparramadas; desvanecidas sus familias. Otra vez al desierto; otra vez a colgar, enmudecidas, sus cítaras de los árboles... Lo que va a ser eterno se acaba en sólo un día. Sola la fe les queda, y es precisamente la fe a lo que se les exige que renuncien.

En su cabeza conviene que escarmentemos; en su espejo temo que un día tengamos que mirarnos.

El Maleh me ha dicho:

—¿Te acuerdas, señor, de aquel menesteroso que me extrañaba ver en el real de Santa Fe cuando fui a entrevistarme con los reyes? Se parecía a los hidalgos castellanos, que no tienen qué comer y se las dan de nobles; que hurtan un trozo de tocino y lo devoran con aire regio, o lo conservan para restregarse a la hora del almuerzo los bigotes y fingir que han comido.

Era un hombre harapiento, liado en una capa raída, con ojos muy brillantes. Deambulaba sin dormir, noche y día, por las calles del campamento. Extrañado por su apariencia, le pregunté a Zafra quién podría ser. ‘Nadie -me contestó-.

Es un loco. Habla de hacer la ruta de las Indias por el lado contrario al que siempre se usó.

Repite, venga o no a cuento, que la Tierra es redonda. De esas cosas no entiendo; tengo de sobra con el negocio de Granada. Pero si de mí dependiera, ya lo habría echado. Porque aquí, no asamos todavía, y ya pringamos. Estos locos no son peligrosos hasta que se desmandan, o hasta que alguien les fía.’ Pues ahora resulta, señor, que le han dado tres naves para que intente su viaje a la viceversa. Dicen que ha sido cosa del rey, que es más navegante que la reina; Castilla no ha visto el mar ni en las cartografías. Y dicen que Portugal estaba interesado a medias, y adelantársele era buena política... Estos reyes, señor, están en alza: de eso no cabe duda.

Por remota que sea una posibilidad, rompen a andar. Son como aquellos que encuentran un tesoro, y, en lugar de ocultarlo, aparentan y gastan en esto y en aquello, y lo derrochan todo. Lo único que no tengo claro es de qué sitio sacan los dineros. Porque un tesoro no han encontrado, que yo sepa. Como no sean los judíos... Pero tesoro, no: ¿qué opinas tú, señor?

Y me miraba de hito en hito pesquisándome, como si yo me hubiese dejado en la Alhambra uno enterrado.

Si no lo sabes tú -le dije-, es que no lo encontraron.

Acicateado por el relato de El Maleh, rebusqué entre mis libros.

Llevo bastante tiempo inmerso en los de ciencia, astronomía y náutica. Dos conclusiones voy sacando: una, que por muy grande que yo creyera la sabiduría de los andaluces, la realidad prueba que fue mayor aún; otra, que los estudiosos, si son fieles a su vocación, están más unidos y se asemejan más entre sí que el resto de los hombres: no importa para ellos cuál sea su rey y su reino, porque su ciencia es universal y única, y no puede ser puesta al servicio de ninguna soberanía ambiciosa, ni de la destrucción.

Nuestros descubrimientos astronómicos y nuestros manuscritos científicos, con la colaboración de los traductores mozárabes y de los judíos, fueron asimilados por los cristianos. Es el Islam andaluz el que inspira al rey Alfonso, al que los castellanos llaman “el Sabio”, que fue contemporáneo de mi antecesor “el Faquí”. Y los eruditos granadinos, incómodos por las ajetreadas circunstancias del Reino, emigraron a áfrica Menor y a Oriente, y provocaron así intercambios mundiales. Es curioso observar cómo la cultura andaluza procede de los rincones más lejanos del universo, y aquí se sedimenta, y viaja de nuevo a los más lejanos rincones. La ciencia y la sabiduría están muy por encima de las enemistades de los gobernantes y de las furias de las religiones.

Me ha complacido descubrir que matemáticos andaluces trabajaron para el visir persa Rachid al Din y hasta para los mogoles. Ibn Aquín, que fue discípulo de Maimónides el cordobés, y Yaya Ibn Abu Sukr, el granadino, son ejemplos de lo uno y de lo otro. Y me he enterado, por la narración de un astrónomo viajero, Malik Ibn al Haizán, en uno de los libros de la Alhambra, que durante la segunda mitad del siglo XIII, se llega a realizar en tres lugares distintos a la vez observaciones que conducen a unas semejantes tablas astronómicas. De un lado, el soberano mogol Hulagu, el que destruyó la fortaleza de los asesinos de Alamut, y su visir Al Din (que tuvo el mismo nombre que mi perro) construyen en Oriente las tablas ilyaniés con la ayuda del andaluz Abu Sukr. De otro lado, en el extremo Occidente, Alfonso X, a través de los conocimientos de Yabin Ibn Afla, construye las suyas, redactadas por Ichaq Ibn al Sid. Y, por fin, la más vieja de las culturas trabaja sobre el mismo asunto en Pekín, donde Cha Ma Lu Ting afinó sus exactos instrumentos de experimentación en los eclipses. Lo que más llena mi alma de alegría es adivinar que el nombre Cha Ma Lu Ting resulta de la adaptación a otras gargantas del nombre, asimismo árabe, de Jamal al Din. (Dios sea loado, también como mi perro.) Y es que el hombre -sobre todo, el musulmán-, cuanto más sabio, más se incrusta en la Naturaleza y la examina con detenimiento y la venera como la fuente de su sabiduría. Si todos los hombres se pusieran de acuerdo por medio de su inteligencia, quizá aquel heterodoxo no habría escrito:

Desconfío del hombre, que engrandece su poder sin acatar los poderes que desconoce.

Quizá quienes habitan en las estrellas indecibles sean más dignos que nosotros; en ellos reside nuestra esperanza última.”

Hace poco -¿qué es poco?- he leído sobre las máquinas para medir el tiempo. Mi antepasado “el Faquí” convocó a Granada al murciano Ibn al Ragán, que fue su astrónomo y su médico y que supo más que nadie de relojes de sol.

De clepsidras, esos arcanos relojes de agua, el que más supo fue Abul Kasim Ibn Abderramán, que trabajó perseverante y oscuramente en Toledo, en cuyas afueras, a orillas del río, construyó grandes estanques, que se llenaban o se vaciaban según las fases de la luna -la luna los gobernaba como gobierna las mareas-, hasta que un rey cristiano, para averiguar su funcionamiento, consiguió que dejaran de funcionar. Y ya entonces había una tercera forma, más misteriosa aún, de medir el tiempo: el reloj sideral, que consiste, por lo visto, en un sencillo círculo de cobre agujereado, en cuya periferia dos circunferencias marcan las horas y los meses; a través del orificio hay que mirar a la imperturbable estrella Polar, manteniendo el disco a medio palmo del ojo, e inclinado a la distancia de un palmo hasta la barba y medio hasta la frente.

Mandé construir un artilugio como el muy simple descrito en los libros, pero en mis observaciones no he tenido ni paciencia ni éxito.

No soy un sabio; no soy siquiera un aprendiz de sabio.

Muchísimo antes, desde el siglo XI, conocíamos en Andalucía las tablas de la declinación solar a lo largo del año. Las utilizaban los muecines para fijar las horas de la oración. Yo he visto algunas en la Alhambra con millares de cifras; una de ellas había sido calculada por el granadino Ibn al Kamad hace trescientos años. No me extrañaría que el estrafalario navegante de El Maleh se haya provisto en Granada de alguna parecida.

Siempre se ha dicho que los musulmanes -cuyo origen, en el desierto, es tan poco marino- éramos malos nautas. Yo he corregido esa opinión ahora.

¿No inventó el astrolabio Saraf al Din al Turi (también Din como mi perro, Dios lo tenga en su gloria), y no lo trajo a Andalucía Ibn Riduán al Numairi, “el Guadijeño”? ¿No estuvo en manos andaluzas toda la matemática aplicada a la navegación? ¿No fue la marina más diestra y la más arriesgada la del califato de Córdoba, cuyas flotas, al mando de Ibn Rumayis o de Ibn Galib, viajaron desde Irlanda hasta Messina, con adelantados e innovadores medios de orientación, de situación y de medida y mantenimiento del rumbo; unos medios que muchos ni siquiera aún han llegado a conocer, o que acaso ese estrafalario navegante empieza a conocer ahora, cinco siglos después?

Por lo que deduzco de lo que leo, no sin mucha fatiga y con toda aplicación, la brújula es también un invento andaluz. Al Udri nunca habría podido describir sin ella la geografía de Al Andalus. En este momento yo tengo ante mis ojos una copia del siglo XII de ella; Al Udri habla, y parece cosa de magia, de la pesca de ballenas en Irlanda, y cita los puertos africanos que están situados frente por frente de otros de la costa andaluza: exactamente enfrente, lo cual habría sido imposible de establecer sino con una brújula, sea cual fuese su sistema.

Uno de los libros que provienen de Medina Azahara es el de “Las maravillas de la India”. Lo estudio con prolijidad, pero también con ineptitud. Hay una información que relaciono con la teoría de la Tierra esférica que El Maleh atribuye al navegante de Santa Fe. En el siglo X, un gaditano viaja en un barco por el golfo de Bengala; sobreviene un temporal, y el golfo se cubre de fuego; el andaluz apacigua a la tripulación y a los pasajeros, porque él ya ha presenciado ese fenómeno frente a sus costas maternas. El autor del libro comenta que también se da esa luminiscencia -¿cómo denominarla, si no?- en el golfo Pérsico. ¿No es una admirable coincidencia? Y en el mismo fragmento de ese códice hay unas alusiones a la orientación que me sumen en conjeturas probablemente equivocadas. ‘Ya no se ve -dice- ni día, ni Sol, ni Luna, ni estrellas con que podamos orientarnos: hemos entrado bajo la influencia de Suhail.’ Consulté otros libros más elementales -porque ahora son míos los días y las noches-, y aprendí que Suhail es la estrella equivalente a Yudai; equivalente en el sentido de que, mientras que ésta es la Polar del Norte, fija como una atalaya, la otra se llama Canopo, y sería la que guiase las navegaciones por la otra media esfera.

Mirar a la inmensidad del cielo, enjoyada por astros titilantes, desde esta tierra casi yerma, me produce escalofríos y a la vez un gran reposo. El hombre no es más que una centella que cruza el ancho pecho de la noche; pero la noche es infinita. Quizá eso a la chispa la consuele.

Me enorgullece, como a un niño que empieza a deletrear, adquirir y combinar estos datos. A menudo no los descifro bien; he perdido demasiado tiempo en naderías. Pero me compensa de tal pérdida el haber sido, aunque indigno, sultán de lo que restaba de un pueblo que, durante una destelleante época, ostentó en sus manos el cetro del conocimiento.

Me asegura El Maleh que el navegante de la capa raída se llama Cristóforo Colón, y es de raza judía. No me sorprende nada; judíos son todos los del entorno de esos reyes: sus secretarios, sus administradores, quienes les prestan y quienes les guardan los dineros. Son judíos hasta quienes les han preparado los documentos para expulsar a los judíos.

Los más sufrientes de esa raza no se me van de la cabeza. Cuentan que bajan en un puro sollozo desde Castilla a los puertos andaluces en donde embarcarán. Por lo que tienen prohibido llevarse y por lo que es materialmente imposible que se lleven, los que los expulsan, o los que se han bautizado y se quedan, les han dado unos pañizuelos, y han tenido que morderse los labios y el alma y contentarse con lo que los abusadores les brindaban. Hay judíos que han muerto a consecuencia de comerse su oro para atravesar las aduanas con él en el vientre; me asegura El Maleh que a una mujer la abrieron, ya cadáver, y le encontraron dentro más de setenta ducados. La desesperación los empuja a la muerte.

No lejos de aquí han cruzado algunos camino de Adra. Me ha informado Bejir de que riegan literalmente la tierra con sus lágrimas. Muchos viejos se sientan a la orilla del camino a dejarse morir; rechazan, al final de su vida, reiniciarla en un sitio inimaginable para ellos. Se arrastran como animales los enfermos, los tullidos, las preñadas, los niños de pies ensangrentados, y todos parten desvalidos, con el terror en los ojos, desprovistos de ajuares y de enseres, sólo amparados en su fe.

Los cristianos, como todo socorro, les ofrecen, por los pueblos que pasan, conversión y bautismo.

Dice Bejir que sus rabinos, para alentarlos, llorando a mares, les hacen cantar himnos y salmos, y tañer panderos y adufes como si fuesen de romería, hasta que las mujeres, de tanto pesar, se caen de las monturas, los hombres se mesan los cabellos, y no saben los mancebos hacia dónde mirar que no sea muerte.

Yo he evocado hoy al médico Ibrahim, que ha resultado ser profeta de su ley. Me congratulo de que muriera antes de cumplirse su propia profecía.

Estas últimas semanas se han escabullido con mucha más velocidad que las anteriores. Quizá todo consista en que yo no me he detenido a ver cómo pasaban.

Sólo una novedad. Con siete días de diferencia, en agosto, han muerto nuestros dos principales enemigos: el duque de Medina Sidonia y el bermejo marqués-duque de Cádiz. Felices los que descansan, si es que ellos descansan, nada más concluir su tarea.

Entre estos dos próceres todo fue contrario: su físico, sus opiniones, sus familias, sus gentes.

Sin embargo, la muerte se ha negado a separarlos; si hay otra vida, ¿qué iban a hacer el uno sin el otro, si en ésta se dedicaron sobre todo a enfrentarse entre sí, más aún que contra nosotros? Como en una burla, la muerte ha sorprendido al primero en Sanlúcar, tan cerca de los dominios del segundo; al segundo, en Sevilla, donde tuvieron lugar sus más grandes reyertas con el primero, y de la que fue obligado a salir.

Hoy, bien avanzada la mañana, he oído caballos y ruedas. Como estaban aquí Aben Comisa y El Maleh pensé que sería algún visitante granadino (aunque no doy aliciente a sus visitas por no encender la curiosidad de los espías, ni las sospechas de los reyes). En seguida he escuchado gritos de las mujeres, que llamaban a Moraima y a mi madre, y el bullicioso ladrido de un perro. A mí mismo me parece inverosímil; pero, sin razonarlo -quizá el mejor camino del saber-, he tenido la certeza de que ese perro era “Hernán”.

Corrí hacia el compás de la entrada. Rodeados de alborozo, allí estaban mis hijos. Moraima, muy seria, con los ojos cerrados y en cuclillas, abrazaba a los dos.

Hernán”, perdido todo recato, se me abalanzó de un salto. Las manos de Moraima se movían sobre el rostro de los muchachos como si estuviese confirmando sus facciones.

Les da más crédito a ellas que a sus ojos, y “Hernán”, más a su lengua’, pensé. Cuando, bastante después, los ha abierto, Moraima era otra mujer. Reía a carcajadas, saltaba sobre uno u otro de sus pies, batía las palmas en el aire, y hasta ha empujado a mi madre para arrebatarle a Yusuf de los brazos.

Luego ha abierto los suyos de par en par y, con el rostro en alto, deslumbradora, me ha gritado:

’¡Boabdil!’ Yo pensé: ‘Así ha de ser el Día de la Resurrección’.

Por encima del hombro de Moraima, que se estrechaba contra mí, he visto a Farax. (Pensé también que no era ésa la primera vez que sucedía.) Estaba con los brazos cruzados y una encendida expresión de júbilo. Le hice un gesto para que se acercase, y los tres hemos cercado a los niños, como en el juego infantil en el que todos giran: un juego en el que cinco cuerpos, a disposición de cinco almas, se acariciaban unos a otros las manos sin saber de quién eran.

Entretanto, “Hernán” nos lamía vorazmente a todos a la vez.

Sin previo aviso, comenzó a caer una lluvia menuda, y todos, gritando y riendo -hasta “Hernán” se reía-, hemos corrido dentro.

Durante muchos días di de lado a estos papeles. No porque me haya dedicado a otra cosa: tampoco he leído, ni he cazado, ni he recibido a nadie.

Me da miedo escribirlo, pero es cierto: no he hecho más que tomar posesión de mi felicidad.

Nunca creí que Andarax fuese tan bello; ni el jardín, con las primeras lluvias del otoño, tan fragante; ni mi madre, tan afable y comunicativa; y había olvidado cómo suena la risa de Moraima y cómo recrea a las mañanas la gallardía de Farax. ¿Cómo no voy a entender que el mundo sea una esfera, y que este hemisferio de la felicidad, al que he llegado desde el de la desdicha, es un regalo que sólo la mano de Dios puede dispensar?

Si hoy he escrito estas líneas es porque me ha asaltado el pavor de perderlo. De que lo tuve, quede constancia aquí.

Desde Granada nos han traído nuevas milagrosas. El navegante de la capa raída ha regresado de la mar después de unos meses de ausencia. Todos se figuraban que había naufragado. Nada de eso: ha descubierto ignotas tierras del Cipango y del Katay, con hombres distintos de nosotros, de color diferente a los que conocemos, que usan lenguas de sones peregrinos, menosprecian el oro y adoran a ídolos numerosos y extraños. Ahora va camino de Barcelona, donde los reyes lo aguardan.

El mundo, como si se hubiese vuelto loco, nos llena de pasmo y de alegrías; pero las alegrías sobrecogen más que las penas al desacostumbrado corazón de los humanos.

Si, contra tanta luz, me permitiese reconocer alguna sombra, sería el rechazo, no del todo visible, que Ahmad siente hacia mí.

Intuyo que no me perdona su destronamiento, consecuencia del mío, o la humillación que ha sufrido en mí. Pero quizá se trata de imaginaciones: es lo que me asegura Moraima. Sin embargo, me incomoda la influencia que en mi hijo ejerce mi madre, y que él consiente.

Si hubiera llegado a sultán, nada habría sido como ha sido -dogmatizó mi madre el otro día-. Ahmad es duro, callado y tiene buena memoria para los agravios. Yo hubiera hecho de él un rey extraordinario. -Y luego, con un hermético fruncimiento de cejas-: Quizá es posible aún.

Farax enseña a montar a Yusuf, que se sostiene sobre su pequeño caballo, responsable y airoso como un gomer. Moraima, vestida ahora de colores muy claros, dice que no puede estar en ningún otro sitio que en la explanada porque teme que el caballo lo tire; la verdad es que se envanece con la gracia de su hijo menor, y no es capaz de estar sin mirarlo ni un instante.

Las mujeres se desviven por agasajar a los dos muchachos, y se disputan la honra de servirlos.

Si uno se fija, echa de ver que “Hernán” ha envejecido. Cuando nota que no se está pendiente de él, se tumba al sol, da unas cuantas cabezadas y dormita como los niños que, muertecitos de sueño, se niegan a irse a dormir a su alcoba.

Yo los miro a todos. No tengo gana de hacer otra cosa que mirarlos, lo mismo que Moraima. Hasta que de pronto me descubro sonriendo y me sonrío aún más.

Incluso Aben Comisa y El Maleh (que tenían, por separado, barruntos de la venida de los muchachos, aunque, empedernidos en desconfiar, nada hubieran anticipado) actúan de un modo más familiar y agradable: envían de sus casas platos y dulces para los almuerzos, o compran en Granada para Moraima velos, agremanes y babuchas doradas. Quizá a quienes no son malos -y el hombre no lo es en general, sino sólo egoísta-, contemplar la felicidad ajena los incline a la suya; de ahí el anhelo de participar como sea en el bienestar de los otros por si redunda en el propio bienestar.