Papeles hallados al principio del manuscrito
Escribo en los últimos papeles carmesíes de cuantos saqué de la cancillería de la Alhambra. Quizá sea un buen motivo para no escribir más. No estoy seguro -no lo estoy ya de nada-, pero creo que hoy cumplo sesenta y cuatro años. Desde que llegué a Fez mi vida ha transcurrido como un único día largo y soñoliento. Y además nunca supe con exactitud la hora en que nací; de ahí que los astrólogos no pudiesen establecer sin errores mi horóscopo. (Para un rey, eso tal vez sea deseable.) Por tanto, cuanto se ha dicho sobre mi destino trazado en las estrellas son imaginaciones. A veces he pensado que de ahí vino todo: andar a tientas nunca conduce a buenos resultados.
Aunque quizá, por otra parte, la vida sea precisamente andar a tientas. En la mía, las certidumbres -y no he tenido más que dos o tresme han llevado en general a lo peor.
He despertado temprano -ahora duermo muy poco-, y no he llamado a nadie. Amín y Amina se retiraron pronto anoche al notarme cansado.
Amina había estado cantando una canción que quería ser liviana y divertida.
—¿Dónde la has aprendido? -le pregunté.
Me contestó riendo:
—Tú me la has enseñado.
Se conoce que pierdo la memoria. Para evitar que volviera a olvidárseme, aunque no va a darme el tiempo la oportunidad, la anoté, mientras miraba a Amina, maliciosa, sonreír y tañer. Se trataba de una canción de adivinanzas.
“Soy un fruto lascivo y redondeado que alimenta las aguas del jardín.
Ceñido por un cáliz rugoso, parezco el corazón de un cordero en las garras de un buitre”.
Amín soltó una risotada.
—La berenjena -dijo.
Estábamos bebiendo el vino oscuro y denso, lleno de madres, de esta tierra. Sin darme cuenta, yo llevaba el ritmo de la canción con mi copa. Pensaba en otra cosa, como suelo, y en otras circunstancias.
“Crezco o decrezco entre los comensales, y, en mitad de la sombra, las lágrimas resbalan por mi cuello.
Si me duermo, alguien corta mi cabellera, y permanezco insomne hasta mi muerte”.
—Insomne hasta mi muerte -repetí.
No lo adivinábamos. Acaricié el rostro de Amina, idéntico al de Amín.
—La vela -gritó ella, y tomó un sorbo de mi copa.
Volvió a cantar:
“Soy delgado, y tan pálido y frágil que me dejo acuchillar fácilmente.
De vez en cuando bebo, y de mis ojos luego brota el llanto”.
Qué desgarradoras sonaban todas las letras. Era el cálamo; tampoco lo adivinamos. Amina palmoteaba.
“Lo mismo que la espada nos portamos.
Inseparables somos.
Si algo entre las dos gemelas se interpone, de común acuerdo lo despedaza- remos”.
Esta vez fui yo el que acerté.
Veía a Amín y a Amina, gemelos, ante mí. Si algo se interpusiese...
—Las tijeras.
Amina me besó entre halagos.
Quizá habíamos bebido suficiente, pero continuamos. Las velas de la sala, como las del acertijo, parpadeaban y se desperezaban. En los rincones se amontonaban las sombras como animales dispuestos a saltar contra nosotros. ‘La noche es mi enemiga’, pensé. He aprendido a temer a las sombras. Seguros frente a ellas, mis gemelos me protegían con su sola presencia. Son demasiado jóvenes -¿es que eso es un defecto?- para temerle a nada.
Amina continuó:
“Soy el traidor a las palomas.
Antes, cuando fui su amigo, las sostuve temblando.
Ahora, vibrante, las acoso y les doy muerte con mi lengua”.
Recordé el momento en que escribí esa letra. Casi recién casados, había ido con Moraima a pasar unos días al Cenete. Por las mañanas salía con mi arco y mi aljaba para tirar a las torcaces.
—Es el arco -murmuré.
‘¿Dónde estarán aquellos días, la luz de aquellos días?’, me preguntaba. Los dos hermanos me abrazaron, cada cual por un lado.
Amina besó mi barba; Amín, mi mano derecha.
—La última -dijo Amina-. Es muy alegre.
“Soy el dueño de la brisa.
Si quiero, sopla el céfiro; si quiero, el viento Sur.
Pero lo que prefiero es acariciar el rostro del más hermoso de los nazaríes”.
La cantó sin laúd, mientras me abanicaba.
—El abanico -dije-; pero el resto es mentira.
Me aplaudieron los dos, al unísono como hacen casi todo. Me sirvieron una última copa, y se retiraron, convencidos de que el más hermoso de los beni nazar -no el más hermoso, pero sí el más desdichado; el que estaba allí, lejos de todos los demás, vivos o muertos; el que había perdido hasta su derecho al nombre de la estirpe; el que acababa de cerrar los ojos para ocultar las lágrimas- necesitaba descansar. Sentí como una arcada, y se me llenó de amargura la boca.
Le eché la culpa a la aspereza del vino.
He dormido muy mal. Hace ya un largo rato que me levanté. Abrí las vidrieras del mirador, y vi cómo se disponía despacio a amanecer sobre la ciudad. Esta ciudad podría decirse que es la mía: he vivido en ella más tiempo que en ninguna; pero algo dentro de mí lo contradice. Fez no será nunca mi ciudad, ni yo seré suyo, porque mis huesos no conciliarán en su tierra definitivamente el sueño...
¿Escribo sólo para retrasar el adiós?
Aún era noche cerrada. La voz del muecín se alzó como quien rompe de repente un cacharro, y recoge luego los añicos, y los recompone con torpeza, y lo deja caer de nuevo, sin remedio esta vez. Digo se alzó, pero también descendía, y jugaba en el aire igual que un pájaro, y se posaba de repente, y se enroscaba y se desenroscaba. Parecía acabarse ya, y continuaba con más ímpetu. Infinidad de veces habré oído la llamada a la oración, y recordaba ahora algunas de ellas: la del imán de la Alhambra por ejemplo, que era igual que un rebuzno y nos hacía reír, de niños, a Yusuf y a mí; pero era como si ésta de hoy fuese distinta. Flotaba sobre la ciudad, que yo veía a mis pies, presintiendo más que viendo, a mi izquierda, el cementerio de los mariníes. Flotaba sobre la noche, como si no formase parte de ella, y fuese su mejor parte, sin embargo. Era un llanto; pero no lo era, sino un reproche para provocar el llanto. Sus palabras resultaban, como las de las canciones de Amina, indescifrables. Y, no obstante, cualquiera podría descifrarlas. Hablaban de la obsesión más antigua del hombre: la de ser amparado; la de adorar a algo superior, a alguien superior, que a él le conviene que exista para no quedarse absolutamente solo en medio de la noche, perdido sin asidero en el universo, sin que nadie más alto se tome el trabajo ni de reírse de él y de su soledad. El hombre infeliz necesita a su Dios como el rebuzno de su asno, y sus palomas, y su arco, y su abanico, y el calor de su mujer, y la pesadilla de sus hijos que lo despiertan cuando lloriquean allá cerca de la madre, y el olor nauseabundo y caliente de la bosta aún húmeda...
Todo eso, amenazadora y suplicante, repetía la voz. Las voces, porque eran muchas ya. De pronto, muchas: trenzadas y hostiles, sustituyéndose y aliándose como un humo agrio y suave y paciente y urgente que se elevara desde los alminares recordando a los que dormían descuidados que el hombre no es nada: una chispa que cruza y que se extingue sin haber compartido su calor. Nada, si no se pone de acuerdo con las otras chispas en aquello que debe ser creído. Nada, sino lo que él mismo se proponga: ahora, un ser perezoso que acaso hizo el amor al principio de la noche, y se echa agua en la cara, y se moja la garganta y los brazos, y va en busca de su trabajo, sin gusto ni esperanza, bajo el peso de un Dios inventado y afortunadamente inasequible... ¿Inasequible e inventado? ¿No lo hizo el hombre a su imagen y semejanza para tenerlo más a su alcance? Las voces, casi a centenares, lejos o cerca, eran sólo una queja. ¿Por quién? ¿Por los hombres que abandonan al Dios que construyeron? ¿Por el Dios que, desde el comienzo, abandonó a los hombres? ¿Qué recurso queda?
Una queja que parecía que jamás iba a terminarse. Y, de improviso, terminó. Como si no hubiese existido. Es la mejor manera.
La queja compartía la noche con la luna menguante, indiferente y terca; con el canto de los gallos sucesivos; con la anárquica geometría de la medina, no dibujada aún del todo, pero que imperceptiblemente aparecía; con el alborotado ruido de las aguas que el río comprime al pie de las casas humildes... Ignoro por qué cuento esto.
He visto amanecer miles de veces en mi vida. Y, no obstante, hoy...
¿A qué le digo adiós? Detrás de las colinas se anaranja el cielo; ya no es negra la ciudad, sino de un azul oscuro, o acaso del color de la antracita. Si la dejo de mirar un instante, la veo luego líquida, teñida por una aguada inconsistente. Parece imposible que de esa masa informe pueda brotar de pronto tanta vida reconfortante, hiriente, taxativa. Azulea y se aclara el cielo por el Sur; el Oeste aún permanece hermético, verdea el Levante. La ciudad nace, renace. Líneas visibles marcan lo inconcreto. Si me fijo bien, adivino un minarete, una suave palidez escurriéndose sobre un tejado de cerámica, entre el estentóreo diálogo de los gallos lejanos.
Con lentitud se amplía el naranja del horizonte. El extremo Norte se acerca, verdeando también con implacable delicadeza. Pero el Occidente continúa opaco, mientras el púrpura asciende al amarillo. A partir de un punto muy concreto empieza a dorarse la última raya de este mundo. Trina un pájaro solo, y oigo un chorro de agua muy próximo, un chapoteo en un agua, y el desgarro del aire por un vuelo. Mi alma se entristece o se alegra, desconcertada y fría. El hacinamiento de la medina es ya de un gris tenue, no como el agua, sino como un espeso vaho detenido, aguardando una orden para surgir y liberarse. Como si un débil aire fuese capaz de trasladarlo, deformarlo, abatirlo. En un amanecer lo primero que se percibe es siempre lo más oscuro: los más hondos callejones, los huecos de las casas, el lado en sombra de un minarete, un ciprés, unas puertas; pero es porque la leve luz roza ya con sus dedos en algunas fachadas, en algunas esquinas, en algún plano ávido que mira hacia el Oriente.
La llamada a la oración ha dejado paso a un roznido estirado y vital, a más agua, quiquiriquíes, trinos.
Ruidos incomprensibles amasan, unos con otros, una sonoridad confusa. El limón del horizonte se convierte en un verdor muy tierno con breves y difusas pinceladas de malva. Y ahora es el Sur el que, entre el rosa y el violeta, se incorpora a la vida.
No parece que la luz sobrevenga, ni que sea la ciudad alumbrada desde fuera de sí misma. Es como cuando el amor llega, y en su interior transforma el mundo entero; como si la luz fuese brotando de su propio centro, haciéndose ella sola, despertando como el rebuzno que aún se prolonga sin saber por qué.
Los barrios opuestos al Levante son los que primero comparecen; los otros, recortados contra el cielo verde y rosa como un rosal enhiesto, aún están silueteados. Unas voces por fin, unas risas por fin... Desde la Alhambra veía el Albayzín -sus tapias y sus huertos-, y, a mis espaldas, la sierra siempre nevada se mantenía de incógnito. Aquí veo a la vez el trasunto del Albayzín y un monte blanco tras de él, como si yo hubiese perdido la cabeza, o hubiese girado la geografía de Granada para jugar conmigo al escondite o a ese juego de las adivinanzas que Amina anoche planteaba. Siento una punzada en el costado, que me sube a la garganta y a los ojos...
Debo olvidar aquello. Debo mirar atentamente este mundo de aquí, esta mañana de hoy, que es mi última mañana. Los pájaros arrecian su jolgorio, incontenible ya. Y los hombres, el suyo. Un perro, tres, diez, ladran. La medina, inmóvil, se debate por surgir de la noche, por romper la indecisa e inexorable placenta de la noche. Parece que, dentro de su manto, la ciudad ha persistido luminosa, y se desnuda ahora de las telas sombrías; pero muy poco a poco, no dejándolas caer, ni desgarrándolas, sino asimilándolas, introduciéndolas en sí misma con un amor tranquilo, para volver a usarlas dentro de no mucho, cuando yo ya no esté en este mirador de cristal coloreado, tan semejante a mi vida y tan falso como ella...
La luna, erguida y sola, atenúa su poderío. Todo el cielo bajo es ya verde y se aleja; sólo el alto es azul. Hacia el Norte, una mínima nube tenebrosa, una equivocación, una mancha de tinta sobre este paisaje pintado por un niño.
Aún queda un gallo, sólo uno, y un millar de pájaros resucitados y enloquecidos. Las colinas del fondo se distinguen unas de otras, se separan, se acercan o se alejan según su oficio diario. El caserío del Este se concreta; el del Oeste, trepa definido y exacto, azoteas sobre azoteas, aún no quietas como habrán de fingirse durante el dominio de la luz, sino temblorosas, ateridas acaso, o desentumeciéndose. La luz creciente, apoyada sobre la ladera o sobre los más elevados edificios, hace crecer las casas ruines, y vacilar y entrechocarse...
Y, como cada amanecer, un infinito bando de zorzales brotado del olivar negrea de repente en el cielo: una red espesa que se abate para alcanzar en silencio y por sorpresa a la ciudad. Serpea, seguro y borbotante; traza formas distintas en lo azul; se abandera, se expande, se concentra en el gozo del alba; se abre y se cierra como una palmera aventada. Oigo el rumor difuso de su vuelo. Y en un instante, lo mismo que llegó, se aleja de nuevo al olivar. Vienen a mi memoria aquellos versos:
“Cuando más necesita su venida, se van del olivar los estorninos...”
El cielo queda más puro, más destelleante. El verde se diluye en el predominio de un azul casi blanco. Los ocres, los grises, los pardos de la medina recuperan su peso. Unos cuervos -las aves de la misericordia, según el desterrado Almutamid, tan despojado de ella como yo- cruzan muy cerca de mi frente. Al percibirme, frenan, o me parece así, su prisa... Ya identifico mezquitas, madrazas, mausoleos. Han roto a zurear las palomas, y oigo, sin verlas, los arrullos de las tórtolas. Se aleja la luna por su propio agujero de luz. Un par de cigüeñas atraviesa muy bajo sobre las terrazas. Han brotado de la noche las rosas del jardín entre los mirtos. El calor de la vida se derrama despacio sobre el mundo, aunque no sobre mi corazón. Y también el escalofrío de la vida, que es lo que en mí siento esta mañana... Llora un niño sin consuelo posible. Aún no ha salido el sol, y es todo luz; no hay sombras todavía, y todo yace bajo una leve sombra. Cuando el sol, frente a mí, irrumpa violento, todo caerá en la sombra otra vez: en la sombra del sol -de eso el que mandó sabe-, en el humo y la niebla. Salvo los airones de las palmeras, que se levanten y lo reten, y los agudos alminares; salvo lo que mantenga la soberbia de aspirar y elevarse: de eso el que estuvo por encima sabe... Hasta que suba el sol y se entronice y reine, la vida será bella... Entretanto, me temo que ha llegado mi hora: de ahí que me demore sobre estos papeles carmesíes que me traen al recuerdo tantas cosas.
En los últimos meses los asuntos del califa de Fez, Hamet al Benimarín, no han ido bien. Se han estado tramando intrigas y partidos. Yo revivo los días postreros de Granada. Hoy estoy convocado por él a su palacio. Creo que pronto va a tener que salir al campo a defenderse; el olfato de la traición es lo único que los desterrados no perdemos. Y yo sé lo que defenderse -no atacar- significa. Adonde vaya -y también sé dónde va- yo lo acompañaré. Los mariníes, una familia que es un poco la nuestra, son ambiciosos, y presionan los acontecimientos; nunca usaron de la paciencia. La tribu de los jarifes le disputa al califa su trono; yo, a estas alturas, no cambiaré de rey. He perdido a mis súbditos, y acaso también os he perdido a vosotros: es bastante perder.
Durante mucho tiempo deseé remitiros estos papeles míos. Considero útil que conozcáis la historia cognoscible de vuestra sangre, si es que la sangre puede conocerse. Afirman que toda historia se repite, y no es cierto: los que se repiten son los historiadores.
Cuando se escribe a la orden de alguien, siempre se acaba por escribir lo mismo: a los hombres los guían intereses monótonos. La Historia la suelen contar siempre los vencedores -los vencidos, o no viven, o prefieren olvidar-, y en consecuencia la alinean siempre entre sus aliados. Supongo que, si la contaran los vencidos, sucedería igual; pero ellos la usarían para mantener su esperanza. En todo caso, cualquier historia tiene que reducirse, antes o después, al tamaño de un libro: simplificarse, allanarse, decolorarse, es decir, en el fondo, dejar de ser. Por eso os advierto que no hago aquí -o no lo hice mientras escribía- mi panegírico, ni siquiera mi alegato.
No es una historia de reyes la que os cuento, sino la de un testigo que, por ser el último, tuvo mayor valor. Por otra parte, no es mi intención, ni lo fue nunca, corregir estas notas apiladas, cuyas fechas y cuyas procedencias son tan distintas como acrónicas. En ocasiones escribí, y volví sobre lo escrito; en otras escribí de pasada, como quien suda o vomita a su pesar.
Los personajes que pueblan todos estos papeles, menos Amín y Amina, han muerto ya; acaso yo también. Y acaso también vosotros dos, de quienes ignoro casi todo, o uno de vosotros. Sólo tengo noticias vagas, probablemente inciertas. Lo último que supe del mayor de vosotros, hijos míos, es que había estado en Tremecén, y que salió de allí con sus mujeres y sus hijos. No sé más. Procuraré que alguien con mayores bríos que yo -no con mayor interés- os busque y os encuentre, y lleve a vuestras manos este manuscrito carmesí -el color es lo más persistente de él-, que es lo único que os lego. Al califa, en pago a su generosidad, le ofrendaré, si hay lugar, esta casa. El resto de mis bienes es ya vuestro: os lo cedí cuando la muerte, hace ya años, pareció no rechazarme más. A partir de entonces no os he visto.
La pasada semana proyecté releer este penoso testamento, refundirlo, exponer con mayor orden y mayor detención mi testimonio; pero se me ha hecho tarde. Os lo envío como está, amontonado sin concierto alguno, o con el desatinado concierto con el que fue fluyendo.
Quizá si todo hubiera sido de otro modo -y yo también- lo habría redactado con meticulosidad y pormenores; pero pertenezco a una época y a una cultura -que es la vuestraen que los más esplendorosos palacios se construyeron con unos cuantos maderos y un poco de escayola. Ahí dejo, pues, los elementos necesarios para que alguien, si quiere, los mezcle y los transforme. Ni tengo tiempo ya, ni ganas, ni la certeza de que haya algo en este mundo que merezca la pena. El valor que conservan es el de haber sido escritos más o menos en la hora en que lo que narran ocurría.
Yo fui educado como un príncipe, y, por lo tanto, no fui un buen gobernante. Me atrajo la lectura; tuve curiosidad; pude haber sido más o menos sabio. No me lo permitieron; me obligaron, en cambio, a luchar por la supervivencia de mi pueblo. No desempeñé un papel airoso, ni pudo ser de otra manera.
Pero ¿por qué volver -acaso me lo pregunto por la comodidad de no revisar estos papeles- sobre lo que ya queda lejos? Lejos para vosotros, porque para mí, no: hay circunstancias en que la vida se detiene, se paraliza sobre un momento concreto, como una mula que se niega a avanzar, como una vieja ebria que se desploma y se adormece ante los lugares en que le dieron de beber...
No, no quiero pensar en que haya habido jamás acontecimientos más importantes que éste de hoy.
No el que sucederá en la batalla del califa contra sus enemigos, sino el de haber visto amanecer en Fez el día en que cumplo quizá sesenta y cuatro años... Mi memoria no es buena: Amina me lo probó anoche; podría añadir algo a estos papeles, pero con el aroma del recuerdo perdido, y ya sin ton ni son. Permanece el perfume de la rosa cuando la rosa se marchita; sin embargo, ¿qué es el perfume sin la rosa? Prefiero que los recojáis con la misma espontaneidad con que nacieron. Y además, ¿quién sabe si llegarán hasta vosotros, o si os interesará siquiera echarles un vistazo?
Hernando de Baeza -que formaba parte del cuerpo de mis traductores en la Alhambra, y que fue amigo mío y mi cronista- siempre aprobó que yo escribiera. Pero me conminaba -ésa es la palabra- a escribir lo que sólo yo sabía. Y me sublevaba que fuese el hecho de ser yo rey lo que a él le atraía; no mi corazón, ni los sentimientos provocados por nacer en un trono en el ocaso, ni los resentimientos que el entorno, marchito como la rosa de antes, producía en mí. Se me ha injuriado como perdedor del Reino; sin embargo, nadie se ha ocupado de averiguar cómo fui de veras, ni si luché con todas mis fuerzas, que no eran muchas ciertamente. A nadie se le ha ocurrido que acaso fuese yo -y no por rey- la mejor personificación de un pueblo condenado a abandonar el Paraíso... He sido más tiempo súbdito que rey, exiliado más que coronado. Hace más de treinta años que entregué las llaves de mi casa: una reproducción, porque las verdaderas acompañarán, para vosotros, este manuscrito, cuyo prestigio consiste en provenir de alguien que, cuando os llegue, no será, y de que apenas es mientras os lo dedica.
Acaso contenga lo que jamás un hijo debe saber de un padre; pero he ejercido tan poco tiempo de ello... El mayor de vosotros aún no tenía dos años cuando fue empleado como rescate mío. Apenas hemos vivido juntos. Os fuisteis en seguida de Fez. Para vosotros, como para los demás, seré el traidor tan sólo. Por otra parte, ¿quién dice lo que un hijo debe saber o no de un padre? ¿No os han contado ya, y de peor modo, lo peor? ¿No han sido inicuos conmigo, en favor suyo, los cronistas?
No intento defenderme; también es tarde para eso. Soy un viejo, y a los viejos se nos niega la épica tanto como la lírica. En la batalla próxima estaré al lado de quien me acogió (ni ahora ni nunca fui yo el que decidió las batallas): ya no queda en el mundo nadie al que le deba más que a este sultán de Fez, si no es quizá a vosotros, a quienes, imposibilitado de devolveros lo perdido, os obsequio con el relato de su pérdida. No intento siquiera con él poner el punto sobre las íes. Sólo que esta arca, donde guardo lo que aún permanece del jardín -el arca de la novia:
“Si tú quisieras, Granada, contigo me casaría,”
como cantó el romance de los castellanos-, logre alcanzar, ya que yo no, manos andaluzas. Y, de ellas, siguen las vuestras siendo las más significativas y las menos manchadas. No espero nada de vosotros: ni un retorno, ni una correspondencia, ni la reivindicación; pero lleváis aún sangre nazarí, la única sangre nazarí incontaminada que hay ya sobre la tierra. Mis antepasados hicieron Granada, y la deshice yo; leed sin prisa estos papeles para que sepáis cómo. Pero si os cogen desganados, arrojadlos al mar, o arrojadlos al fuego: dará igual; no se perderá nada. Aunque debéis saber que en ellos sólo relato lo que fue; de lo que será, nada sabemos. El Todopoderoso dirá a su hora la palabra que quiera. Una historia -no lo echéis en olvido- no puede contarse bien hasta que concluye. Comienza, por lo tanto, el turno vuestro. El mío se agotó:
“Lo que temí perder yo lo he perdido; lo que esperé ganar ya no lo espero”.
Mi esperanza se ha muerto antes que yo; la que me queda es muy humilde: que este legado no testifique contra mí.
“No te levantes tú, corazón, en mi contra también.
Una vez muerto, no te levantes, corazón: descansa.”
Debo irme ya. He de armarme -procuraré hacerlo solo- para acudir a la batalla. No retornaré de ella: ni vivo, ni muerto. Deseo entregarme a las aguas del río, como Aliatar en la derrota de Lucena; que no pueda encontrar nadie los restos del que fui, ni mis armas reales. Saldré sin despertar a Amín ni a Amina. Estarán juntos, idénticos y amantes, rezumantes de vida sobre la misma cama. ¿Para qué despedirme de nada ni de nadie? Todo está concluido.
Dios a sí mismo se interpreta; pero yo dudo que le haya dado a ningún rey un salario peor que el que me ha dado a mí.