I. A salvo en el jardín

Mi nombre y tú ya estáis a salvo en el jardín: fuera del tiempo, su maleficio no os perturbará.

Boabdil

De lo poco que aprendo en la madraza, fundada por mi antecesor Yusuf I, y de los encanecidos maestros, fríos y desdeñosos con los jóvenes, una sola cosa es la base de todas las demás: no somos libres. Nuestro destino se nos adjudica al nacer; se nos entrega, igual que la tablilla en que estudiamos de niños las primeras letras y sus combinaciones. Puede borrarse lo que en ella dibujamos, pero la tablilla permanece imperturbable; luego, cuando aprendamos a escribir y a leer, se nos regalará como recuerdo, y la conservaremos, enternecidos y altaneros, toda la vida. El texto de nuestro destino está desde el principio escrito; lo único que podemos hacer, si somos bastante osados, es transcribirlo con nuestra mano y nuestra letra, es decir, aportar la caligrafía que alguien nos enseñó.

Yo de mí puedo jurar que jamás he elegido. Sólo lo secundario o lo accesorio: una comida, un color, la manera de pasar una tarde. La libertad no existe. Representamos un papel ya inventado y concreto, al que nunca añadimos nada que sorprenda esencialmente al resto de los representantes. En mí nadie se fijaría si no fuese el primogénito de Abul Hasán, rey de Granada.

Aquí lo primero que aprende un príncipe a decir -antes aún que ‘padre’ o ‘madre’- es ‘no abdicaré’, para saberlo repetir con naturalidad desde el día de su coronación. A pesar de eso, nunca se está seguro de que la abdicación no se producirá, aun en el caso de que la coronación sí se produzca.

Somos distintos unos de otros, y eso nos induce a creer que somos libres; pero estamos prefigurados de antemano: nuestras determinaciones dimanan de nuestros jugos gástricos y de nuestros razonamientos, o sea, de nuestro estómago y de nuestro cerebro, que son intransformables. Nos parece, por ejemplo, que elegimos a la persona amada; no es cierto: sólo dos o tres posibilidades nos son -y apenas- ofrecidas. No la elegimos: nos resignamos a ella; nuestro sexo, que con el estómago y la cabeza nos perfila, es otro portavoz. El destino es quien manda; por eso respeto y comprendo a quienes lo cumplen sin rebelarse. Ellos son los que están más próximos a alcanzar la felicidad, si existe, que no creo: quienes se desenvuelven y se acaban en el lugar y en la dirección en que nacieron. Pero no comprendo ni respeto a quienes se rebelan. Pienso en Almanzor, el suplantador de los omeyas, que -con la ambición del que quiere reinar sin haber nacido en las gradas del trono, con su desastrosa ambición de rábula que no repara en barrastrastornó las páginas del libro de su vida al probar a los súbditos que contra el poder cabe el desprecio. Está escrito el destino: la dificultad reside en saberlo leer. Hay quienes, mientras aspiran a superar el suyo, son sólo el arma del de los otros: se erigen en dueños del azar, y, a fuerza de combatir desde su vulgar sino, se transforman en los apoderados del ajeno, y juegan al ajedrez en nombre de la Historia, derrocándolo todo, pieza a pieza, hasta inundar de sangre los tableros. Qué irreversible consternación para un hombre comprobar, al final, a la entrada de su Medinaceli, que, cuando resolvía en aparente libertad, estaba siendo utilizado.

Porque nadie sobrevive a la tarea para la que nació: todo fue enrasado y medido previamente. Cumplida su misión, solo ya el poderoso sobre el tablero que fue desalojando, el destino -su destino esta vez- le lanza el jaque mate.

La vida es una inapelable partida en la que todos los jugadores acaban por perder...

El discurso anterior era demasiado juvenil. Hoy me parece tópico y pedante; pero fue lo que estrenó estos papeles. Antes de que lo terminara, mi madre me llamó a sus habitaciones. Entraba la mañana por el ajimez como una llamarada, y encharcaba de oro el pavimento. Miraba yo, distraído de su plática, las dos clases de losas. En la primera, una figura femenina se enfrenta a otra masculina, con unos escudos entre ellas; visten trajes cristianos: él, calzas altas; ella, unas mangas ajustadas más oscuras bajo otras amplias claras, y el largo pelo partido en dos y unido en una trenza; el dibujo es azul, en varios tonos.

En el otro modelo también se enfrentan, y también con distintos azules, un ciervo y un caballo, esbeltos y rampantes...

Mi madre acaba de trasladarse a la Alhambra desde su palacio del Albayzín, donde se había retirado, en señal de disgusto, cuando el rey comenzó sus relaciones con Soraya.

Pero, al ver aumentar el poder de ésta, ha creído prudente recuperar su sitio de sultana y sus habitaciones oficiales.

Yo la escuchaba con los ojos en el suelo, sin prestarle demasiada atención. Suponía que se trataba de algo que yo había hecho mal, o de algún proyecto político de los que no me apasionan: era para lo único que mi madre podía convocarme. No obstante, percibí en sus palabras un tono nuevo, dulcificado, muy insólito en ella. La miré.

Reclinada, no me miraba a mí, sino un paño bordado que, entre las manos, doblaba y desdoblaba. Había ordenado retirarse a todas sus sirvientas, y, sorprendentemente, nos hallábamos solos. Cuando me decidí a atender, llevaba hablando un rato. Yo estoy acostumbrado a oír a rachas sus peroratas, en las que da rodeos interminables, y aborda los temas desde un lejano principio que sólo ella relaciona con el final.

Se refiere, por ejemplo, a su primo el rey Mohamed X, o a su padre Mohamed IX, antes de comunicar a quien sea que es necesario hacer obras en la planta de arriba, o modificar el trazado de un jardín, o celebrar la Fiesta de los Sacrificios de este año con especial suntuosidad.

Su monólogo estaba en marcha.

Yo puse los ojos en la delicada figura masculina de la solería, que tenía junto a mi pie derecho.

Si lo que fragua tu padre es atentar contra mis privilegios en favor de una esclava cristiana, le pararé los pies. Soy reina por los cuatro costados. No dependo de él ni por mi sangre, ni por mi economía, ni por mi inteligencia. Soy una mujer horra en todos los sentidos. No necesito nada; pero, puesto que tú has sido designado heredero, quiero contar contigo. Y te advierto que las trapacerías de Isabel de Solís te alcanzan tanto a ti como a mí.

Ella nunca la llama Soraya porque opina que su conversión áen lo cual acertabaú es una táctica.

No olvides que tu padre tiene tres hijos de ella. Y que, aunque sean más jóvenes que tú, o precisamente por serlo, los preferirá.

El poder de la lujuria (tú aún no lo sabes, aunque también de eso quiero hablarte) es muy grande.

Yo, sin comprender muy bien, trasladé mi mirada a la figura femenina del azulejo. Ya estaba hecho a lo sorprendente de los monólogos maternos.

Y el de la vanidad. Tu padre, siempre engreído, nombrará heredero, aunque sea volviendo sobre sus actos, a alguien más joven, como si eso le asegurara una más larga vida. Así se verá menos acuciado a dejarle el trono a nadie; ya sabes qué poco partidaria es Granada de los sultanes niños, y cuánto daño le ha venido por ellos.

Ignoraba adónde conduciría tal conversación. El trayecto era habitual. No valía la pena que hubiese interrumpido mis ejercicios para eso: ni los de equitación, según ella creía, ni los de poesía, por los que los había sustituido esa mañana, que me gustaban más.

Yo tengo que defender mi fortuna; tengo que defender mis derechos, y, por desgracia, ya que tú no lo haces, tengo que defender los tuyos. Eres mi prolongación y, dado el cariz de los acontecimientos, mi único medio de seguir en el trono, si hablamos claramente.

Quizá con otro hijo me habría ido mejor... Mírame cuando te hablo, Boabdil.

Lo hice. Levanté los ojos desde el ciervo azul, ahogado en el remanso de sol; pero ella tampoco me miraba. Fue entonces cuando levantó sus ojos. Son espléndidos.

Lo único espléndido que hay en su rostro no hermoso; oscuro, demasiado largo, con un ligero bozo sobre el labio superior; un rostro adusto y poco grato. Se puso de pie sin darme tiempo a ayudarla.

Ahora estábamos muy cerca y frente a frente. Continuó:

Sin embargo, no tengo más hijos que Yusuf y tú, y tú eres el mayor, qué le vamos a hacer. Es hora de casarte -añadió de repente.

Percibí en su mirada la alarma que ella debió de percibir en la mía. Me puse, en efecto, tenso como quien acusa una amenaza, o una llamada brusca o en exceso sonora.

He llegado a la conclusión de que ninguna de tus primas nos conviene. Seguir mezclando sangres en una familia como la nuestra es arriesgarse a tener descendientes aún más débiles que tú. Ya ves cómo nació tu hermano -se refería a la mano inválida de Yusuf; fui a protestar, pero me interrumpió con un gesto irrebatible-. Déjame proseguir. Por añadidura, una esposa de sangre nazarí metería en casa la ocasión y el peligro. No quiero que se susciten pretensiones al trono en contra de la tuya, ni que nadie se haga ilusiones de gobernar a tu través. Las ramas familiares deben quedarse en donde están. Bastante tenemos con la pasión de mando de los abencerrajes y con los disturbios de los Voluntarios de la Fe (estoy convencida de que la única fe que tienen es en ellos mismos y en su propia fuerza). Ya ves que trato el tema sin rodeos. No sé, ni me importa, cuáles hayan sido tus escarceos amorosos, aunque tengo noticias contradictorias, no todas de mi agrado -ahora sí me miraba-. Tampoco eso va a pesar en contra ni a favor de lo que voy a proponerte.

(Y digo proponerte por emplear una palabra amable). Espero que mi elección de esposa te parezca plausible.

Fui a interrumpirla, pero me interrumpió ella a mí.

Tu prima Jadicha sería la última que querría a tu lado.

Primero, porque no estoy segura de que no sea un muchacho -continuaba mirándome-. Y, si es una mujer, porque es de las que, para que el mundo entero sepa que son libres, le restriegan su libertad por la cara a todo el que se encuentran.

Es excéntrica, llamativa y necia.

Ninguna mujer inteligente desafía a nadie si no es imprescindible.

Me recuerda a aquella princesa Walada de los omeya: mucha estola blanca con versos de amor bordados en negro, mucha estola negra con versos de amor bordados en blanco; pero ni le sirvieron de nada, ni la acercaron un ápice a su meta. Tu prima Jadicha se tiñe el pelo de verde, y tiñe del mismo verde el pelo del caballo que monta: un despilfarro y una estupidez. Acabará por quedarse calva y por dejar calvo al caballo, lo que sería peor.

Y todo para pasear y trotar por el Generalife. Tales excesos me parecerían bien en el alcázar de Segovia, por ejemplo, para reírse de los cristianos, tan torvos y tan pusilánimes; pero, para andar por una huerta, sólo son ganas de llamar la atención.

Yo iba, en efecto, a referirme a mi prima Jadicha, de la que creía estar enamorado. Quedaba claro que mi madre, a pesar de ser mandona y distante, sabe todo de todos.

El Alcaide Mayor de la Alhambra es un hombre que empezó de la nada; menos que de la nada: vendía especias en el zoco de Loja. Es valiente, fuerte, leal y viejo; uno de los dos brazos de tu padre. Mi intención no sólo es que deje de apoyarlo, sino que te apoye a ti. Los granadinos lo veneran; forma parte de los escasos indiscutibles de este Reino. Después de los sucesos más recientes, me atrevo a decir que es más indiscutible que yo y que tú. Si se lo arrebatamos, cuanto tu padre pierda tú lo ganas (o nosotros, si quieres) haciendo lo que yo he planeado.

Por fin iba a oír el resumen.

Tiene una hija muy guapa. Se llama Moraima. La he tratado estos días. Puede darte hijos con rapidez y sin melindres. No tiene sangre real, pero tiene sangre en las venas, y de eso no andamos muy sobrados. A Aliatar le complacerá entroncar con la estirpe de los beni nazar, y se pondrá de parte de quien pueda otorgarle un nieto sultán. Es el mejor general con que cuenta el Reino, y te asesorará sin que tengas la duda de con qué fin lo hace, o de si rematará su buena carrera de especiero destronándote y sustituyéndote. Como carece de imaginación, le satisfará más ver a su hija en el trono por las buenas que sentarse él mismo mediante un alzamiento. Sé que, si yo te dejara, me dirías que tienes poca afición a gobernar, y que tus anhelos se limitan a mirar el paisaje, beber un poco de vino, y escribir lo que el vino y el paisaje te dicten; pero me temo que no hayas nacido para escribir al dictado, hijo mío, a no ser que quien te dicte sea yo. Una vez instalado en el trono, si deseas descansar en mi experiencia, te estará permitido seguir la vocación que crees tener; entretanto, no.

Ya estudiarás después; ya escribirás después. Granada, aunque no siempre, ha tenido sultanes sumamente cultos; recuerda a Mohamed “el Faquí”. Sin embargo, nosotros no somos los dueños de nuestra vida, ¿o no te lo han enseñado en la madraza? Tú te debes a tu destino y a tu pueblo. Y, para tal deber, ningún matrimonio más conveniente que el que te recomiendo, aunque sea quizá poco vistoso. Si no te gusta Moraima -eso era lo que, sin conocimiento de causa, le iba a oponer-, puedes luego hacer lo que te plazca. Ten un hijo con ella; o un par de hijos, mejor. Son dos o tres contactos, nada más, no es pedir demasiado. Más tarde, toma una o dos concubinas: más no es aconsejable. Ni necesario, creo.

Para ti, por lo menos; tu padre es otra cosa. Tú, por lo que observo, te inclinas más por el amor udrí, ese que siempre parece hacerse de perfil. Me pregunto si es un puedo y no quiero, o es un quiero y no puedo, y no sé qué será más desgraciado. Yo, ni entiendo de tales conjeturas, ni querría entender -concluyó-. Me alegra que estés de acuerdo con mi propuesta. Enhorabuena.

Dio una palmada para llamar a su servicio, y me señaló la puerta al mismo tiempo. Yo salí, recordando sin querer un hadiz de Bujari. Cuando un fiel le preguntó al Profeta quién merecía, de todos los vivientes, el mejor de los tratos, le contestó: ‘Tu madre, después tu madre, a continuación tu madre, y ya luego tu padre y los otros miembros de tu familia por orden de proximidad’.

Conocí a Moraima en el palacio del Albayzín. La vi cruzar el patio desde la galería superior, el lugar reservado a las mujeres, donde me había apostado. Vestía de blanco y amarillo. Alguien le debió de advertir que yo estaría espiando, porque, levantando los ojos, me miró. Los bajó a continuación de un modo muy gracioso.

Adiviné que sonreía debajo de su velo y, sin saber por qué, me descubrí sonriendo yo también. Era alta y no muy delgada. Se movía con una lenta majestad. Tenía -tiene- más aspecto de reina que yo de rey.

Las bodas se celebraron -con diecisiete años yo, y ella con quince- a finales de 1479. Semanas atrás Rodrigo Ponce de León, el hijo del Conde de Arcos, había conquistado el castillo de Montecorto. Dos días antes, la noche de la Navidad cristiana, mientras los castellanos se hallaban en los cultos de medianoche, los musulmanes de Ronda habían reconquistado aquel castillo. Todo era, por ello y por mi boda, alegría en Granada.

Yo iba de blanco y azul. Moraima llevaba una saya y un chal de paño negro bordados en seda azul, y una toca blanca le cubría la cara y los hombros. Cuando dejé de mirar su figura, no pude ya separar mis ojos de los suyos, que me atraían como si fuesen de piedra imán y yo un pequeño hierro. Unos ojos inocentes y pícaros, negros y claros a la vez, igual que dos almendras dulces o amargas; unos ojos absoluta, rigurosa e irresistiblemente sinceros.

Sobre la diadema del trono de la novia habían grabado un poema de Ibn al Yayab:

A la vista encanta la belleza de esta diadema, que parece un tejido de brocado.

Sobre su trono la novia es como el sol brillando en lo más alto de las constelaciones.

Dos astros se han reunido en este asiento y rivalizan sus deslumbrantes resplandores”.

No era cierto que rivalizaran: aquel día, junto a Moraima, cualquiera habría salido perdedor.

Como recién casados asistimos a los festejos populares que regaló mi madre. (Mi padre se mantuvo casi al margen de la boda, a pesar de que su consuegro era el jeque de Loja, señor de la Sagra, alguacil mayor del reino y su mejor lanza.

Supongo que intuía que todo era una treta de la sultana, a la que -por las no menos oscuras tretas de su amante Soraya- pretendía destituir). En la segunda tarde concurrimos a una fiesta taurina. Se habían soltado en el coso unos cuantos toros bravos de los que pastan en los cercados de la Vega sólo para tal fin, y después, una muta de perros alanos, bravos también. A los granadinos les encanta ver la línea y el ímpetu de los animales cuando luchan con nobleza y arranque unos con otros. Aguardaban que los toros, cansados ante el acoso de los perros -los cuales, más ágiles, esquivan las embestidas, y se cuelgan de sus orejas como zarcillos-, permitiesen salir a los caballistas, rejón en mano, para terminarlos. Iba a correr mi tío Mohamed Abu Abdalá con otros caballeros, y mi ansiedad por verlo me mantenía en vilo. Pero Moraima no gustaba de un juego tan sangriento y, aunque mi madre se oponía, me rogó que saliéramos del estrado. El que desobedeciera la orden de mi madre me compensó de no ver a mi tío, y me la hizo más deseable aún.

Por las confabulaciones que se despliegan a mi alrededor, y que no pocas veces me involucran, tengo muchas prevenciones contra la mujer. No he entendido bien nunca a quienes afirman que el hombre posee tanto la naturaleza masculina cuanto la femenina, puesto que ambas componen su totalidad, creada a imagen y semejanza de Dios; la mujer, según ellos, es para el hombre como un espejo de sí mismo, que le da a conocer la parte de su esencia que le está oculta (la facultad del ojo consiste en ver, pero no puede contemplarse a sí mismo). Y menos aún entiendo la consecuencia de que, al ser el hombre en su primigenia integridad el símbolo más perfecto de Dios, y al encontrarse tal integridad en el complemento femenino, la mujer se transforme para el hombre en el símbolo más perfecto de Dios. Hay quien asegura que ahí reside la médula del amor; pero la verdad es que nada más lejano a nuestro concepto de él que el compañerismo entre hombre y mujer: sus ámbitos son tan divergentes que es imposible conjugarlos. De la mujer es la casa, donde el hombre es un huésped; del hombre es el exterior, donde la mujer no aparece. Oscilamos así entre el harén y la veneración caballeresca -el amor udrí al que mi madre aludió-; en ninguno de los dos extremos existe la mujer: ya por gastada y disponible, ya por ausente. No obstante, de mis lecturas deduzco que el descuido y el menosprecio de la mujer es una secuela de la vida ciudadana, porque en el mundo beduino, donde aparecen los sexos como los dos polos de una esfera, el hombre admira a la mujer, y ella lo respeta como a su señor. Sin embargo, en ningún caso -ni aun en ése- se produce el acercamiento necesario para la convivencia y lo que ella supone. Lo máximo es un hadiz de Tirmidhi, según el cual el Profeta aconsejó: ‘Recordaos mutuamente tratar con amabilidad a las mujeres, porque ellas son vuestros depósitos, de los que habréis de rendir cuentas. A menos que sean culpables de una manifiesta mala conducta, no les impongáis vuestra sanción. A las culpables, dejadlas solas en su lecho y castigadlas, aunque no con excesiva severidad; a las obedientes, no las tratéis con dureza. Vosotros tenéis ciertos derechos sobre vuestras mujeres, y ellas sobre vosotros: ellas han de llevar vidas castas, e impedir la entrada en vuestro hogar de las personas que desaprobéis; a cambio, vosotros sois responsables de su subsistencia’.

Pero ¿qué representaban para mí tales ideas en mis relaciones con Moraima?.

Desde el primer momento ella se me manifestó como es: respetuosa y confiada, pero también respetable y confiable; necesitada de protección, y protectora al tiempo. Obra conmigo como una esposa, pero también como una madre, o una amiga, o una hija, según las circunstancias; goza además del raro privilegio de saber sin error cuándo ha de desempeñar uno u otro cometido. Y, por añadidura, no aspira, como mi madre, a reinar, sino que se halla conforme, orgullosa y humildemente a la vez, con lo que el destino le ha deparado: ser mi mujer. La mujer de alguien como yo soy en realidad, no como ella se hubiese imaginado antes de conocerme que podría ser yo, ni como se imagine que podría llegar mañana a ser por ella.

Antes de estar con Moraima había yo envidiado a los campesinos de sexo grande y contundente, de manos poderosas y anchos hombros, que dominan la tierra a la que aman, y aseguran sin aspavientos la vida de sus hijos. Y había envidiado también a las mujeres de tales campesinos, penetradas por ellos -sin pudor en verano, y casi cubiertas en invierno cuando anochece- una y otra vez; las campesinas que mordisquean los gritos de placer para no distraer ni molestar a quien se lo provoca. Antes de estar con ella, yo era un masturbador, porque el deseo de no sé qué cuerpos me asaltaba de pronto en mitad de un jardín, o en mitad de una lección, como una ola a la que me tenía que abandonar. áLa sola presencia de Moraima, sin que mediase siquiera su intención, me transformó desde el principio. Aun antes de que los hechos nos quitaran en parte nuestra hermosa y mutua razón de vida, y en parte nos la fortificarán.

Cuando esto escribo ella está embarazada. Será nuestro primer hijo. A media mañana nos hemos amado de una forma pausada y deliciosa. Hace cuatro meses, en los primeros encuentros, todo era apresurado y torpe. Moraima permanecía, después de derramarme yo, mirando los almocárabes del techo como si hubiese esperado algo más.

Poco a poco, mi satisfacción ha conducido a la suya. Ahora me presento a ella coronado de flores -sólo de flores-, como a una cita en la que podría ser sustituido, pero ella y yo preferimos que no lo sea. Entro en la alcoba como un copero que ha de servir a su joven ama, que lo espera, impaciente y ávida, sobre el lecho. Y la miro despacio, casi extraviado el deseo de tanto desearla. No soy ya hijo de rey; no lo necesito. Ni ella es la esposa de un príncipe, ni de ningún otro hombre de este mundo: es sólo una muchacha que ve a un muchacho semidesnudo, desatacados los nudos del cinturón, acercarse a su lecho. Y yo soy un hombre que besa la boca que en ese instante quiere; que desliza su mano, despojada de anillos, por el cuerpo que anhela, tembloroso de lascivia igual que quien al amanecer se destapa entre sueños; que llega hasta el lugar propicio, entre los largos muslos, y moja sus dedos en el inconfundible testimonio del ansia.

Y estoy allí sin obligación que me lo exija. Y el cuerpo junto a mí, o bajo el mío, se entrega y se abre, dulce y maduro lo mismo que una fruta, flexible y dócil, generoso de sí y hambriento de mi cuerpo, emanador de placer y placentero sólo con que se rocen su piel y la mía, bienoliente y no perfumado, como un pan recién cocido dispuesto para saciar un apetito.

A media mañana nos hemos amado con tan solemne lentitud que parecía que cumpliéramos una ceremonia religiosa, y sin duda lo era. He pasado mi lengua perezosa por los rincones de su cuerpo, y cubierto de saliva su ombligo, en el centro de su vientre, que guarece la promesa de nuestro hijo.

Así de pausadas dicen que se aparean las tortugas.

Y las serpientes -ha añadido ella, mientras yo trataba de tocar con la mano derecha el cedro de la tarima, tan oculta por sedas y cojines que he resbalado, entre las carcajadas de Moraima.

No vuelvas a decir semejante palabra, o te arrastraré al caerme de la cama, y malparirás.

Moraima, montada sobre mí, me ha devuelto todas las caricias. Ha recorrido los misteriosos triángulos de mi cuerpo, excitándome y aniquilándome. Poseído por esa embriaguez, en que se deja de vivir por vivir más, o en que uno deja de ser uno mismo para confundirse con todo lo que goza, con todo lo que vibra, con todo lo que palpita en este mundo, he pensado a ráfagas qué breve y sucedáneo es el deleite de la masturbación comparado con este otro, tan inducido como compartido, donde la crueldad y la generosidad, el egoísmo y la largueza se enredan y confunden.

Debilitada la cabeza por las largas caricias, agitada con los ojos en blanco sobre los almohadones, ignoro por qué me ha venido a las mientes una escena de mi adolescencia. Fue en una de las huertas del Generalife, en la más grande. Tenía entre las manos el libro de un maestro sufí, y veía -como antes y después tantas tardes- ponerse el sol. Era en verano. La humedad, y el ruido de las aguas que vienen y se alejan, y la luz resistiéndose a morir en la cañada que separa la colina de la Alhambra y la del Albayzín, suscitaban una gustosa melancolía.

Debajo de mí, que me hallaba sentado y silencioso, apareció por la ladera un muchacho de los que cuidan la huerta. Sin notar mi presencia, se dejó caer en un ribazo lleno de hierba a punto de agostarse. Estaba frente al sol poniente con la cabeza erguida, abiertas las piernas, las manos entre ellas. Y, sin prisa, con la parsimonia de quien obedece una sagrada rúbrica, se levantó la túnica, aflojó sus zaragüelles, y se masturbó como en un íntimo y total sacrificio al sol que se moría. O así lo entendí yo. El corazón me latía con fuerza, no sé si por el deleite al que estaba asistiendo, o por el temor de que el muchacho, concluido su acto, me descubriese.

Caído sobre la hierba, se contrajo su rostro en un gesto que podría haber sido de un dolor insufrible, hasta que el crispamiento se suavizó, y se apaciguaron sus labios. El muchacho era tan esbelto, tan rústico y delicado a la vez que, excitado yo mismo, sacrifiqué también al sol, y me derramé sobre la tierra. El libro de amor místico había caído desde mis rodillas, y aquel día ya no leí más.

A Moraima le conté, concluido nuestro rito, la visión que me había asaltado mientras la amaba.

Ella me interrogó sobre el pastor.

No era un pastor, sino un hortelano.

Es lo mismo...

No, no es lo mismo. Y además no recuerdo cómo era. Sólo la contracción de su boca y de su frente, como si fuese a gritar, y la mitigación después. Pienso si será eso lo que le sucede a quienes están a punto de morir: los convulsiona la agonía, y la muerte luego suaviza las facciones. Sólo me acuerdo de eso.

—¿Nada más? -preguntó Moraima con malicia.

Yo me eché a reír.

Recuerdo también algo muy ostensible: su sexo enhiesto y moreno, como los troncos que, según he leído, idolatran algunos africanos.

—¿Enhiesto y moreno? -repitió mientras retiraba el cobertor con el que nos habíamos tapado.

Me besó, riendo, la risa de mi boca, y recomenzamos, era pasado el mediodía, otra morosa tanda de recíprocos tactos.

Este jazmín -dijo Moraimano cesa de dar flores.

Y aun entre una y otra floración -le repliqué-, no le falta el perfume.

Y le besé los pechos.

La comprensión y el afecto que descubrí en Moraima los había buscado siempre; pero los había buscado mal: en mi padre, en mi madre, en mis maestros, en todos aquellos que la vida oficial ponía a mi alcance. Sin embargo, el cariño y el mundo real se alejan de los príncipes; si no fuese por unas cuantas personas, no estaría seguro de haber sido niño alguna vez. Por si algún día Moraima desea leer estos papeles para conocerme mejor, debo escribir en ellos cómo -o más bien, entre qué manos- transcurrió mi infancia. Para Moraima, y también por evocar a quienes estoy agradecido, dejo estampados hoy sus nombres aquí. Hoy, el día más feliz, porque ha nacido mi hijo.

Ahmad será su nombre.

Para que tenga la voz fuerte y clara, su madre, que alardea de no ser supersticiosa, le ha restregado la boquita con un antiguo florín de oro; para que tenga gracia -como yo, dice- le ha puesto un grano de sal entre los labios. Sus nodrizas, para que el pelo le crezca recio, han traído, antes de que el sol terminara de salir, agua de la fuente del camino que se desvía al pie de la Sabica, y le han frotado con ella la cabeza, ante la alarma de la madre, temerosa de que con el masaje no se le cierre bien la fontanela. Para que sea fuerte, yo le he puesto sobre los puñitos la espada de Al Hamar, el Fundador de nuestra Dinastía. Y he mandado venir al imán de la Gran Mezquita y al de la Alhambra -que, por cierto, se odian- para que recen sobre la cuna a fin de que las fuerzas del alma se unan a las del cuerpo, si es que no son las dos la misma cosa.

Quisiera que la infancia de mi hijo fuese más alegre y más acompañada que la mía. Imagino que la niñez es un tesoro del que se nos va desposeyendo poco a poco. Por eso le deseo, y procuraré que encuentre, personas como las que, casi a escondidas, yo encontré.

Fueron ellas quienes me acercaron el mundo y, lo mismo que un puente, me permitieron llegar con suavidad a él. Sin ellas, nada o muy poco habría sabido de la vida verdadera; sólo de las fúnebres ambiciones de los gobernantes y de quienes aspiran a serlo. De ellas aprendí el lenguaje de la sinceridad, el variado y significativo espacio que rodea a cada hombre, el que disfrutan juntos en la fiesta de la fraternidad, y la palpitación de los sentimientos elementales, que son los más puros, sin el disfraz de la cortesía que los desfigura hasta desarraigarlos. Dentro de mí, continúo dándoles las gracias, y llevo sus rostros grabados en mi corazón. Son los que siguen.

La nodriza Subh

Sus hijos, incluido el que entonces amamantaba, murieron cuando yo nací. Fue en un ataque que el condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo, llevó a sangre y fuego contra Lacalahorra para vengar su fracaso en el castillo de Arenas. Ella se ocultó, con el niño más pequeño en brazos, entre unas zarzas, no lejos de la casa donde quedaron su marido y sus otros dos hijos. Oía el griterío de los acuchillados, las broncas amenazas y las risotadas de la soldadesca, que se aprestaba a adueñarse de cualquier botín. En manos de un peón vio sus enseres, los humildes aperos de su cocina, las ya inservibles ropas de sus hijos. Rebotó sobre el umbral la cabeza del mayor, y la sangre salpicó el alto zócalo. Subh comprendió que todo había acabado allí para ella. Huyó por el camino de Guadix, cayendo y levantándose, mientras la tropa concluía de arrasar la aldea y de degollar a sus habitantes. Cuando llegó a Guadix, el niño estaba muerto: era en julio y, entre el sudor y el llanto, ella se había secado.

Subh era fuerte, grande y hermosa a su manera. Tenía unas manos maltratadas, pero de trazo fino, como si perteneciesen a un cuerpo diferente. Sus pechos, de los que yo mamé durante años, pues la prefería a las otras nodrizas, estaban siempre llenos. (Pienso que de leche muy sabrosa, porque, según me decía, yo me abrochaba a ellos con una insaciable avidez). No odiaba a nadie: ni al condestable Iranzo, ni a mi padre (que era quien había roto la tregua por abril con la batalla del Madroño, cerca de Estepa, contra el alcaide de Osuna, soliviantando la frontera. No odiaba nada, sino la guerra sólo).

Dios no es bueno -decía-, puesto que yo le temo.

Era devota y cumplidora de la ley, también a su manera. Rezaba con fervor y, cuando se postraba, lo único que pedía era que no hubiese guerras. (Supongo que eso era precisamente lo que Dios no estaba dispuesto a concederle).

Con el tiempo comenzó a salirle un ligero bigote que, cuando me besaba, me pinchaba un poquito y, como lo hacía casi de continuo, me irritaba la piel. Yo la veía muy vieja, pero no lo era: los niños se equivocan al calcular las medidas de los objetos, de las habitaciones, del porvenir que los aguarda, de la edad; quizá del cariño, no.

Subh justificó su vida con la mía. Me hacía, con sus manos enormes, extraños sortilegios para preservarme de todo mal, y musitaba oraciones inaudibles con los ojos en alto. No confiando en la bondad de Dios, debía precavernos a los dos hasta de él. Era una criatura misericordiosa, que se encontraba sola y acorralada en la mitad del mundo, como si cualquier conflagración, que jamás llegaría a comprender, se dirigiese contra ella y contra mí. Me colgaba una gran variedad de amuletos, de azoras que le proporcionaban los hechiceros del zoco, y de hierbas benéficas.

Cuando mi madre iba a verme -lo que no era a menudo- procuraba quitármelos; pero se descuidaba en ocasiones, y mi madre armaba grandes alborotos quejándose de la incultura del bajo pueblo. (Imagino que tampoco creía que me perjudicaran; en el fondo, descansaba en el afecto, ciego y arrebatado, de la nodriza Subh).

Mi leche llegará a ser sultana -repetía mientras me comía a besos, pues era una de las escasas servidoras que me anteponía a mi hermano Yusuf-. Tú me recuerdas a todos mis hijitos juntos. Eres un espejito donde los tres se reflejan. De Alí tienes la cara redonda y asustadiza; de Mohamed, los ojos tiernos; de Malik, ay, mi Malik, al que no alcancé a ver andar, de Malik tienes la boca mamoncilla y redonda... Vas a vivir la vida más bonita del mundo. Las mujeres se van a volver locas por tus huesecitos y por otras cositas que no puedo decirte. Los hombres te van a obedecer tanto que sólo les vas a ver la espalda, porque siempre estarán boca abajo ante ti.

En tanto me recitaba la buenaventura, me prendía de aquí y de allí sus ineficaces y no siempre limpios amuletos.

No los pierdas. Si los pierdes, se volverán antes o después en contra tuya. Tú, de cuando en cuando, en medio de las lecciones o de los juegos, tócalos para asegurarte que los tienes todavía. Y que no te los vean, porque te los quitarán. Tienes muchos enemigos, niño mío, pero tú no hagas caso: saldrás triunfante de ellos. Porque a Dios le conviene; él te va a utilizar. Yo se lo pido a todas horas: que tú seas el que acabe con la guerra; y sé que me lo va a conceder. A ti te quiere mucho más que a mí: ¿es que no lo notas? ¿No hueles tú a rosas, vida mía? Es el olor de rosas que te sale del cuerpo la prueba de que tú acabarás de una vez con las guerras.

Lo que más me unía a ella es que, al no fiarse de los mayores, ni poder expresar ante ellos sus creencias ni sus intimidades, me hablaba a mí, en quien sí confiaba, como si fuese mayor y la entendiera. Y, quién sabe de qué modo, sí la entendía, porque aún hoy recuerdo en gran parte sus confidencias, que supongo que desgranaba en mi oído como si hablara sola.

Mezclaba unas con otras. Me contaba los chismes del serrallo: las tiranteces de las concubinas de mi padre con los eunucos y con los que, aparentándolo, no lo eran del todo; sus pavorosas peleas de palabra y de obra; cuáles de ellas mantenían entre sí profundas y ruidosas relaciones de amor... No las quería, pero respetaba a las esclavas madres (princesas madres no había, porque mi madre no lo hubiera consentido); quizá era la maternidad lo único del mundo que aún la emocionaba y la ganaba. Y a todas las esclavas madres las atendía dentro de sus límites; menos a Soraya, por la que sentía un especial despego.

Tiene dos hijos áluego tuvo otro mású muy guapos; pero me escama su perpetua sonrisa. Una esclava digna no tiene ningún motivo para sonreír, a no ser que prepare una jugada sucia.

Aparte de la maternidad, le apasionaba el tema de los cuernos.

Los cuernos son la moneda más corriente en la Alhambra. Todo el mundo los pone, todo el mundo los lleva; con ellos se compra casi todo, y de ellos come la mayoría’.

Para dormirme, me cantaba coplas alusivas:

El cuerno de Al Hawzani creció tanto que ya no lo deja ni embestir; cuando enrojece el cielo por las tardes es que él le ha dado una cornada”.

O esta otra, cuyo sentido yo no alcanzaba bien:

Le dijeron a Hasán que su mujer era la mujer de todo el pueblo.

Calumnias’, contestó, ‘no me lo creeré hasta que vea la espada dentro de la vaina’“.

Y antes de terminar la copla con la que pretendía adormecerme, ya comenzaba a soltar una carcajada que me despabilaba. Sus carcajadas le salían del ombligo, y se le repartían por el cuerpo entero con una resonancia de cántaro vaciándose.

Un mediodía vino una vecina, niñito mío, allá en Lacalahorra, cuando todavía no había sucedido nada de lo que iba a suceder y yo creía en Dios, y me dijo: ‘A tu marido lo traen uncido a un carro.

Por la calle abajo viene; no cabrá por la puerta’. ‘Ay, gran puta’, le respondí, ‘esta mañana mi marido no quería salir al campo a trabajar porque, cada vez que ve los cuernos del tuyo, se caga en los calzones’.

Recitaba ensalmos, tomaba bebedizos y manejaba aliños para conseguir unos novios, que luego despreciaba sin probarlos. Le divertía la conquista, pero no aprovecharla. ‘Soy como la batalla de la Higueruela’. Ponía los ojos en algún sirviente, dejaba caer aleteando los párpados, se atusaba el pelo bajo la capucha, se sacudía bien la ropa, murmuraba dos o tres jaculatorias, sobaba de pasada sus propios talismanes, y se lanzaba al abordaje.

ése me va a seguir hasta la muerte. No resollará más que a mi alrededor. Hasta que no le corte yo los lazos, no querrá ver a nadie más que a mí.

A los dos o tres días, me decía:

He tenido que cortarle yo los lazos, porque se ha puesto insoportable: ni a sol ni a sombra me dejaba. Los hombres son lo mismo que las moscas. Peor: a ellos no hay mosqueador que los espante.

A veces yo no comprendía alguno de sus comentarios, y le pedía que me lo aclarara con una pregunta y otra y otra.

Eres tonto, Boabdil. Mentira parece que me hayas mamado tanta leche y que con ella no hayas aprendido nada. Tontito de remate -repetía.

Una tarde -no sé por qué recuerdo ésa y no otras- me bañaba en una pila con agua muy caliente.

Para que te enseñes. Para que te vayas enseñando. Los mayores, si son ricos, se bañan en agua fría y en tibia y en caliente, y se tumban, y se tocan las partes entre el vapor de las habitaciones, y descansan luego un ratito antes de volverse a tocar. Así, así -me restregaba con sus manos duras y delicadas-. Y en los baños hay barberos, para cortarle el pelo a quien se deje (hombres y mujeres, no te creas), y masajistas que te dan palizas y patadas, y gente lavando su ropa y estrujándola, así, así, y niños como tú, que ya se alegran de haber nacido, porque este niñito mío es que está retrasado, muy retrasado el desventuradillo...

áFue aquélla la primera vez que alguien me llamó con el mote que luego iba a seguirme de por vida, y aun más allá: “el Zogoibi”, el pobrecito infeliz.

Este niño es igualito, igualito a Faiz, el jardinero.

Faiz era otro de mis amigos más queridos.

—¿En qué me parezco a Faiz? -pregunté muy ufano.

En que él tiene la muleta siempre tiesa, pero lo demás lo tiene siempre lacio.

—¿Qué es lo demás?

Lo que a ti no te importa -y se ponía a canturrear-.

“¿Qué ha sido de mi cosa? ¿Qué ha sido de mi cosa?

Desde abajito se me ha caído, igual que un muro al que le faltan los cimientos.

Si volviera Jesús, el profeta, quizá podría curarte; pero el sitio en el que tienes la enfermedad es difícil que al profeta le gustara tocarlo”.

Ese jardinero no tiene ningún porvenir: para cavar hoyos, un azadón requiere un buen mango duro -y soltaba una risotada-. Mi Mohamed y yo -agregaba con los ojos rebosantes de repentinas lágrimas-, ay, niño, Boabdil, mi Mohamed y yo, entre nuestros tres hijos, éramos como una tijeritas: uno encima del otro, siempre uno encima de otro con un clavito en medio...

Dios no puede ser bueno. No lo es; si lo fuese, no haría lo que hace. Porque, ¿qué le hemos hecho nosotros, los infelices, niño, los zogoibis? ¿Quieres decírmelo tú, que tienes buenos maestros y alfaquíes, y que te sabes de memoria ya medio Corán? Dímelo tú, mi vida, ¿qué le hemos hecho a Dios para que se porte tan malísimamente con nosotros?

—¿Es que tú eres cristiana?

-le pregunté.

—¿Cristiana yo? ésa es una gente que sólo tiene fe en tesoros enterrados, o en ídolos aparecidos a los que pedir tesoros enterrados.

Un día, después de bañarme, dentro de la misma agua, bañamos unos perrillos chicos que había dejado una perra, a la que atropelló y mató un carro de los que se emplean para subir la leña a los baños desde el exterior. Era una perra muy cariñosa. Subh y yo la llamábamos “Nuba” -es decir, “Suerte”-, porque un día nos trajo en la boca una piedra negra que Subh afirmó que venía de la Luna y que era el más valioso de los talismanes. La pobre “Nuba” no la tuvo: una mañana la vimos con la cabeza aplastada por una rueda y con sus tres cachorros lloriqueando alrededor.

Subh lavaba a los perrillos, y ellos se sacudían al sol y jugaban a montarse unos a otros. Yo no distinguía si eran machos o hembras, pero Subh sí:

Mira este bujarroncete -me decía-, ¿pues no quiere montarse encima de su hermano? Y la machirulilla, mírala, mírala: en vez de recogerse la faldita, mírala, empinada de una manera que ya la quisiera para sí el jardinero. Y van los dos contra el más chico.

Acuérdate, Boabdil: siempre sucede igual.

Y, de pronto, los cachorros comenzaban a morderse y a pelearse desesperadamente entre los pies de Subh, que yo creo que los amamantaba también, y ella reía y palmeaba. Yo estaba muy asustado al verlos tan emberrenchinados y llenos de odio entre sí.

Si no es la guerra, bobo. No es la guerra -decía-: son cosas de chiquillos.

Y les volcaba jofainas de agua para separarlos, y los perrillos se quedaban reducidos, con el pelo mojado, a casi nada.

Subh acostumbraba contravenir casi todas las reglas. Yo creo que gozaba haciéndolo a hurtadillas.

Si, por ejemplo, estaba prohibido darnos dulces, ella (no sé de dónde los sacaba, ni a qué concubina complacía para conseguirlos) venía con un pañizuelo atado por las puntas, lleno de golosinas duras y crujientes.

Para mi vida -decía, y me las iba dando de una en una.

Un día apareció inesperadamente mi madre y nos sorprendió en flagrante delito. Sin inmutarse, mandó que le propinasen diez latigazos a Subh. Le bajaron allí mismo la ropa hasta la cintura y, delante de mí, cumplieron el castigo. Yo veía al principio cómo le temblaba la barbilla, cómo se le fruncía la cara de dolor, y cómo se iba viniendo abajo su cuerpo tan grande y tan querido. Luego, los ojos se me enturbiaron y ya no veía nada.

Para evitar que lo notasen, me puse una mano ante ellos. Otra mano bajó la mía, me levantó la barbilla, y me obligó a mirar; era mi madre, que, un momento después se alejó tan inesperadamente como había venido. Los dulces se quedaron por el suelo, unos dentro y otros fuera del pañizuelo en que Subh me los trajo.

Rompí a llorar entre hipos, y ella, sin cubrirse aún del todo, me consolaba riéndose.

Pero si no me han matado, vidita. Si no me han echado de tu vera, corazón mío. No nos han separado, mi rey. Anda, que no nos quedan dulces por comer juntitos...

No llores. Tú no llores, mis ojos. Si no me ha dolido, Boabdil, si no me ha dolido nada. Porque, mientras me atizaban, pensaba que los latigazos se los estaban dando al jardinero en esa muleta siempre tiesa que tiene. Y con la muleta no hay látigo que valga.

A los diez años seguía amparado en las faldas de Subh. Nunca supe dónde vivía, aunque me había llevado, de tapadillo, para satisfacer mi curiosidad, un día o dos a su casa. Ella venía cada mañana; me preparaba, me arreglaba, y se quedaba esperándome hasta la hora de comer. Una mañana no llegó. Al mediodía le pregunte a Faiz el jardinero dónde podría encontrarla.

No quise decirle a nadie que no había venido, no fuese a ocasionarle algún perjuicio. Fui hasta el extremo de la Sabica, en donde los molinos. Di sus señas. Era muy conocida; no como yo, a quien nadie identificaba por allí. Llegué a su casa, que compartía con otra mucha gente. La puerta de la alcoba estaba abierta. Entré, la llamé. La busqué. Sobre un montón de paja, tendida, con la mano derecha bajo la mejilla, sonriendo, estaba Subh. Grandes manchas de sangre enrojecían la yacija. Alguien le había arrancado por la fuerza su collar de amuletos. No pude despertarla. Estaba dura y fría.

Cuando por fin me encontraron, continuaba sentado junto a ella.

Era de noche ya.

Faiz, el jardinero.

La primera vez que lo vi, yo atravesaba los jardines con Ibrahim, el médico judío. Era yo muy niño, e íbamos desde las habitaciones principales a las de las mujeres. Alguna de ellas se encontraría enferma; de esas enfermedades imaginarias que las aquejan con frecuencia, o acaso por alguna descalabradura ocasionada por las peleas entre ellas, que provocan sangre y desmayos de rabia una o dos veces por semana.

Antes, y ahora también, la medicina recurría con frecuencia a las plantas. Muchos médicos -no era el caso de Ibrahim, que estudió en la Karauín de Fez- comienzan de herboristas. Ibrahim, que era pedagógico siempre y magistral, no desperdiciaba ninguna circunstancia, y hablar con un niño le causaba la gran satisfacción de no ser contradicho. Me contaba que un médico antiguo, acaso Al Sacuri, aplicaba el cardo borriquero sobre los tumores, con la seguridad de que los reabsorbía, y que convenía retornar -frente a la complicación de la farmacopea actual-, a la simple, como la carne de víbora, que era la esencia de la gran triaca y una verdadera panacea contra los venenos, según un médico de Málaga -de cuyo nombre no me acuerdo ahora- que gozó de gran predicamento en la corte de Yusuf I.

De momento no te importa, mi querido Boabdil; pero, si siguen así las cosas, en esta corte hará falta un antídoto contra muchos venenos.

Yo no adiviné a qué se refería; aunque temí preguntarle, porque se desbocaba en una catarata de datos que ni yo entendía ni me interesaban. Luego quedó muy claro qué era lo que el buen Ibrahim quiso decirme aquella tarde transparente y templada de fines de marzo. Sé que fue entonces, porque Faiz, al detenerse el médico ante él para tratar de yerbas y remedios, aludió a la benévola aparición de la primavera, que, como derogadora de las escarchas nocturnas de Granada, es muy de agradecer.

Faiz le preguntó que quién era yo.

—¿Es tu hijo? Se parece mucho a ti.

Rió el médico y le replicó que yo era hijo del sultán. El jardinero, sin cortarse, corrigió:

Debí figurármelo, porque se parece mucho a él, a quien Dios guarde y ensalce según su merecer -y me alargó una flor.

No recuerdo cuál, pero sí recuerdo su olor. Un olor que, si hoy no me equivoco, era leve y al mismo tiempo denso, como si tardara un momento en hacerse del todo presente, pero luego ya su presencia fuese rotunda e inapelable.

Era como el olor de la diamela o de la dama de noche o del nardo, pero ninguna pudo ser, porque tengo el convencimiento de que fue a finales de marzo o principios de abril cuando conocí a Faiz. Desde entonces, cada vez que me veía -y me veía cada vez más porque yo procuraba hacerme el encontradizome brindaba la flor que tuviera más cerca. Y yo volvía a palacio, muy encrestado y un poco ridículo, con la flor en la mano, o tras la oreja, como hacían los muchachos mayores.

Intento averiguar qué es lo que me cautivó de Faiz desde el primer momento, y no lo consigo. Físicamente era casi repugnante, con su ojo tuerto y su muleta renca.

Llevaba unos harapos por toda indumentaria, los pies descalzos en unos alcorques para que el corcho lo protegiera de la humedad, y un pingo atado alrededor de la cabeza.

No digo yo que fuese sucio, porque eso no se le habría tolerado; pero tampoco era el más aseado de todos los sirvientes. Poco a poco supe por qué tenía el privilegio de actuar con más libertad que ellos.

Había servido con mi abuelo, y, cuando mi padre lo destronó, entró en seguida al servicio del nuevo sultán, por lo que, al quedar inválido en una de las últimas incursiones que el rey Enrique Iv emprendió desde écija en la Vega, pasó a engrosar la lista de los servidores palaciegos. Quizá la expresión ‘servidores palaciegos’

produzca una impresión equivocada.

No había uniformes, ni riqueza, ni bordados; por lo menos, en la mayoría de las casas. Había un aluvión de mutilados de guerra y de impedidos, cuya única forma de vida consistía en desarrollar uno de los mil oficios que la Alhambra requería para ser lo que era: una ciudad auténtica. El de jardinero era de los más importantes.

Yo nunca supe -me decía Faiz cuando ya trabamos amistad- una palabra de jardinería. No es que la despreciara, pero no me parecía cosa de soldados. Lo mío era la guerra. Y la frontera. Con mis grandes bigotes (yo ahora, para que no me teman aquí, me los he recortado, pero tenía unos bigotes tan grandes que, para dormir mejor, me los ataba en la nuca), con mis grandes bigotes asustaba a los cristianos en cuanto me ponía por delante de ellos.

—¿Y tú ibas a la guerra con la muleta? ¿Cómo montabas a caballo?

Faiz, que evidentemente no había pertenecido nunca a la caballería, solventaba cualquier duda mía de la manera más airosa que imaginarse pueda.

Yo antes tenía piernas, reyecito. Cuatro o cinco piernas.

Sirviendo a tu abuelo, que se llevaba muy mal con Yusuf V (y viceversa, si me permites decírtelo), en pleno mes de febrero de 1464, una vez que murió el rey anterior (o, bueno, no anterior del todo, porque coincidían los dos reyes de cuando en cuando), digo que, muerto el rey Yusuf, ya se quedó solo tu abuelo, un poquito antes de que tu padre lo sustituyese. Lo sustituyese en vida, si me permites que te lo diga, reyecito; porque aquí los reyes han ido y han venido, o incluso ni han ido ni han venido: unos se han quedado en aquella colina -señalaba al Albayzín-, y otros, en ésta. Yo siempre he preferido a los de ésta: la Alhambra es más sólida, si me permites decírtelo. No lo olvides, reyecito, que a lo mejor te hace falta algún día: la Alhambra es muchísimo más sólida y, a la larga, da mejor resultado.

Se refería -creo- a algunas guerras civiles anteriores, y profetizaba -creo- las que luego vinieron. Pero lo que más me entusiasmaba era su estilo pomposo y zigzagueante de contar sus historias; de forma que, al concluir, no me había enterado de lo que quería contarme, pero sí de alguna circunstancia apasionante.

—¿Por qué tenías tantas piernas?

Porque en la guerra todas son pocas, reyecito. Con mis piernas y mis bigotes yo era el amo de la guerra. Hasta que llegó ese Enrique Iv, y me mató el caballo, y se me cayó encima, y me partió esta pierna. Me la partió de una manera que nada tenían que hacer más que cortármela. Así que me dieron unas adormideras y ¡zas!, me la cortaron, porque no era cosa de dejar desangrarse en medio de la Vega al amo de la guerra.

Y con las demás piernas, ¿qué te hicieron?

Las fui perdiendo una a una, hasta que tu padre, al verme con una sola, me dijo: ‘Como las adormideras te salvaron la vida, mejor será que te dediques a cuidarme el jardín, que, fuera de la guerra, es lo que más me gusta, y a distraer a mi hijo mayor, que yo oportunamente te presentaré’. Si me permites decírtelo, lo que sucede es que echo de menos la guerra. Echo de menos, ya ves tú, hasta a aquel rey que los suyos dicen que tiene cara de león, y lo que tiene es cara de mono, feo como un pecado de incesto.

—¿Qué rey?

—¿No te lo estoy diciendo?

Enrique IV. Muy alto, con el culo muy gordo y con cara de mono.

Yo, a la segunda vez que me lo encontré frente a frente, ya le hablé de tú, porque, si me lo permites, me estaba ya cansando. Seis entradas hizo en la Vega en muy poquito tiempo, y hubiera seguido haciendo más si es que no le paramos oportunamente los pies.

Mientras relataba sus gestas, cada día de una manera diferente, cavaba, podaba, regaba, quitaba hojas o recortaba los arrayanes.

Nada podía detenerlo cuando estaba en vena. A veces se quedaba con una podadora o con una azada en la mano, o apoyaba en un astil la barba, y le resplandecía la sonrisa, que era una de las más blancas y brillantes que yo he visto en mi vida. Porque él, que por fuera todo lo tenía feo, al acabársele la áspera cáscara del cuerpo y abrírsele el postigo de los labios, dejaba ver la belleza de su interior, y su interior ya empezaba en los dientes.

Mis cualidades” -canturreaba- “se corresponden con las de un palacio real: por fuera, manchas y desconchones; por dentro, las maravillas.”

Y se sonreía mirando de hito en hito al que tuviese en frente.

—¿Tú tenías caballo propio? -le preguntaba yo.

—¿No había de tenerlo? Yo era amigo de tu padre, y todos los amigos de tu padre estamos llenos de caballos propios de raza pura.

Tenía un caballito no muy largo, ancho de pecho, con una grupa que ni la de una mujer, y una cara alargada y fina, con ojos de princesa, y ollares como para colmárselos de alhelíes. Cuando cogía el trotecito, era capaz de subirte a la Alpujarra en menos de lo que canta un mirlo. ¿No había de tener yo caballos? ¿O es que yo no soy amigo de tu padre?

Pero ¿mi padre y mi abuelo se llevaban bien?

Yo había oído comentarios que a un niño, por muy simple que se le suponga, siempre se le quedan grabados. Trataban de reyertas o desagradecimientos familiares.

Mira, reyecito, eso era cosa de ellos. Yo fui amigo de tu abuelo, y soy el mejor amigo de tu padre. ¿Cómo no iba a tener yo caballo? ¿O, entonces, qué fue lo que me pasó?: ¿que se me cayó en lo alto el caballo de un cristiano y me rompió la pierna? Si me permites decírtelo, eso es sencillamente una suposición.

Yo, por muy pequeño que fuese, llegué a la consecuencia de que lo que él llamaba suposiciones es lo que llaman los demás realidades; pero un niño, igual que Faiz, nunca distingue cuándo acaba una suposición y cuándo empieza una realidad.

A tu abuelo lo apodaban los cristianos “Cereza”, que es una fruta roja, pequeña, muy rica de comer, que crece en un gran árbol que a finales de la primavera se pone como un milagro de Dios.

—”¿Cereza?” ¿Y por qué “Cereza”?

Porque le decían Cidi Sad; pero, como ellos no saben hablar, le acabaron por llamar “Cereza”, lo mismo que a tu padre le llaman Muley Hacén. Ellos son así.

Tienen una lengua muy dura, que no pronuncia bien; igual que las urracas... Pero tu abuelo “Cereza”, antes de que tu padre se aliase con los abencerrajes para destronarlo, lo que quería era firmar treguas con los cristianos y comerciar con ellos, porque Granada se había quedado pobre. Pero tu padre es de otro modo de pensar.

él quiere la guerra y las victorias; él no quiere el comercio, ni las treguas, ni los tributos.

Y tú, ¿qué es lo que quieres?

Yo, según. En la época de tu abuelo, prefería el comercio.

Ahora, la guerra. Pero ya no puedo ir a ella.

—¿Y en el ojo? ¿Qué te pasó en el ojo?

él tenía un gran leucoma que se lo blanqueaba entero. Pasado tiempo, yo tropecé en una antología de Ibn al Jatib con unos versos de Malik Ibn al Murahal:

Miraba con una pupila en la que había una nube, pero siempre se resistía, incrédulo, a aceptar la verdad, porque, en cierta ocasión, Al Sairafi había exclamado al verlo:

He aquí un contraste de plata que sirve como piedra de toque’“.

Algo semejante es lo que le sucedía a Faiz. Cuando alguien aludía a su ojo, él miraba con el otro a lo lejos y cambiaba de conversación, o enmudecía, o simplemente se iba. El caso es que nunca nadie consiguió que inventara ninguna fantasía como las que inventaba para explicar la pérdida de su pierna. Y eso que le habría costado poco esfuerzo. Subh me lo advirtió:

No le preguntes por su ojo a Faiz; no te contestará. Fue su segunda mujer que, con la mano del almirez, le dio un porrazo una noche en que llegó borracho. Y tan presente tiene el golpe, que no se atreve todavía a inventar otra historia.

Pero Subh se reía con tal gana, que hasta yo deduje que tal explicación también se la acababa ella de inventar.

Cuando el copero del rey me dio la cuchillada en esta pierna (el copero de Enrique, al que llaman “el Impotente”, y por algo será), cuando me la dio... En la pierna que me falta, si me permites que te lo diga... Cuando me la dio oportunamente, vi saltar mi pie solo, sin dueño, y le dije: ‘Ve con Dios’, porque hasta entonces nos habíamos llevado bien, y siempre me condujo por la buena senda, aun en las noches esas en que no sabes si la pared te está sosteniendo a ti o tú a ella, porque los dos habéis bebido demasiado y os estáis haciendo la mejor compañía.

Pero, Faiz, lo de la pierna, ¿te lo hizo una cuchillada, o un caballo?

Si me permites decirlo, reyecito, oportunamente fue de una cuchillada y de un caballo -aclaró con un tono de reproche-. Cuando uno defiende la santa religión en una guerra santa, uno ha de estar dispuesto a perder dos, tres, y hasta cuatro piernas por las causas que sean y en cualquier coyuntura.

Comprobé que no era amigo de mi padre, ni siquiera conocido, cuando vi una mañana acercarse al sultán.

Yo me escondí detrás de un ciprés grueso, aunque no estaba seguro de que mi padre me reconociera a mí tampoco. Faiz se quedó inmóvil, como aterrorizado, con la vista en el suelo, y dobló la cintura al paso del sultán, que lo miró al pasar con la indiferencia de quien mira un montón de estiércol dispuesto para abonar un arriate.

—¿Ves? -me dijo Faiz nada más perderse el cortejo-. Me ha dicho con los ojos que no ha olvidado mis hazañas y que cómo ando de la pierna. Yo le he contestado que muchísimo mejor; que sólo me molesta cuando va a cambiar el tiempo, aunque a veces me duele el pie que ya no tengo, lo cual no deja de ser una curiosa extravagancia de la Naturaleza. Y tu padre me ha replicado que el año próximo me mandará a Alhama, porque las aguas de sus baños son muy benéficas para estos alifafes de las piernas cortadas.

Yo, que en aquella época tenía de mi abuelo una gloriosa idea, insistía con torpe y desagradable frecuencia:

Dime a quién prefieres tú: ¿a mi abuelo o a mi padre?

Hasta que un día, después del almuerzo, Faiz, dando un golpe con la azada en la tierra y apartándome con cierta violencia del paseo, me soltó:

óyeme, reyecito. El Profeta, Dios lo tenga en el Paraíso rodeado de toda su bendita familia, autoriza (llegado el caso, que llega más de prisa y en mayor número de lo que se cree) la taquiya, o sea, la negación, no sé si me permites decírtelo, la negación, reyecito, de tus más redomadas convicciones. La negación pura y simple, así como suena. Porque el viernes y las convicciones se han hecho en bien del hombre, no el hombre en bien de las convicciones ni del viernes. La moralidad más alta, oportunamente lo sabrás, hijo mío, la más altísima, es la que más favorece al que la tiene. Si hay que traicionar para conseguir lo que tú te propones, ¿qué le vamos a hacer? No siempre es posible avanzar en línea recta. Los que hemos hecho la guerra santa lo sabemos muy requetebién: lo importante es ganar. Si hay que mentir al enemigo, se le miente. Se engaña a quien sea preciso. Uno, en tierra de cristianos, para salvar la vida, puede pedir el bautismo y renegar.

De mentira, claro: ¿quién va a querer convertirse en semejante porquería? Lo que ocurre es que la vida está por encima de todo. Hay que ser falso para ser decente, y apoyar la falsedad en el Corán, reyecito, sin salirse de él nunca.

Disimular, canturrear, mirar a otra parte, a estas hojitas tan verdes, ¿ves?, que tienen por debajo de las grandes casi todas las plantas... Con la verdad verdad, si me permites, no se va a ningún sitio. No sé si me he explicado.

Pues eso: yo he preferido siempre a tu abuelo y a tu padre; pero al que prefiero de todos, reyecito, es a ti.

Como me hablaba muy poco de plantas, salvo cuando comparecía el médico Ibrahim, me acuerdo muy bien de una vez en que me habló de ellas, y me explicó el calendario de los jardineros, que es el calendario solar de los cristianos.

Porque -decía- el lunar sólo sirve para viajes y caravanas y guerras, y los jardineros no pueden viajar nunca, ni los cojos pueden ir a la guerra.’

En enero se recolecta la caña de azúcar. En febrero se injertan manzanos y perales. En marzo se planta la caña, y el algodón también, y salen de sus huevecillos negros los gusanos de seda. En abril aparecen como loquitas las rosas y las violetas; se plantan las palmeras, la alheña y las sandías; y es la ocasión que el andaluz aguarda para que la lluvia le riegue el trigo y la cebada. En mayo se cubren de trama los olivos; nos caen en las manos la ciruela, el albaricoque, la manzana temprana y el pepino. Es el momento de recoger las habas y las adormideras, de segar el trigo y de arrancar el lino; las abejas nos regalan su miel, tan buena para todo (no quiera Dios que tengamos nunca el malpago de la colmena), y los pavos reales chiquitos vienen piando al mundo. En junio y julio pasan tantas cosas que no podría enumerártelas aunque no callase en mi vida. Hay tanto por hacer, que nos volvemos tarumba y nos tienen que llevar al maristán; la siega y la trilla son una siesta, no te digo más. En agosto maduran las uvas y el melocotón; se recogen la alheña, para que tú si quieres te tiñas tu pelo o las plantitas de tus pies, y las nueces, para que te las comas con la miel que ya tenemos en muy ricos pasteles, y las bellotas, que se desprenden así, de un tironcito, de su caperuza. Pero, en cambio, hay que sembrar los nabos y las habas y los espárragos para cuando llegue nuevamente su turno. Septiembre es el mes de las vendimias, tan alegres y cantarinas, y de las granadas y de los membrillos; el olivo engorda sus olivas, y el arrayán rompe a brotar con más fuerza que nunca. En octubre se abren las rosas más blancas, y se preparan, para chuparse los dedos, los dulces de manzana y de carne de membrillo. En noviembre se cosecha el azafrán, y se deshoja con delicadeza su rosita morada. En diciembre retornan las lluvias que alimentan la tierra y nos quitan la sed, y los narcisos nos visitan, y se acumula el agua en los aljibes, y en los huertos se siembran, para el bien común, la calabaza y el ajo y las adormideras, a las que les debo la vida y esta muleta, que el día menos pensado echará flores como los báculos de los más santos profetas.

Durante mucho tiempo vi a Faiz casi todos los días. Al cabo de un mes de no encontrármelo, pregunté por él. Un jardinero que ocupaba su puesto me dijo:

Tu padre lo ha enviado a los baños de Alhama para ver si se le aliviaba el dolor de la pierna.

Yo -sorprendido, aunque no demasiado- bendije los nombres de Dios y de Faiz dentro de mi corazón. Creo que, desde entonces, no he cesado de hacerlo.

Mi tío Yusuf

Fue el hermano mayor de mi padre. Mayor en todos los sentidos, porque era tan grande que no lo vi entero de una vez jamás. Altísimo y redondo, le llamaban, por descontado, “el Gordo”: decían que para distinguirlo de otros Yusuf de la familia, pero la verdadera causa saltaba a la vista. Estaba siempre recostado, hasta para dormir, porque si se tumbaba del todo no podía respirar, y tampoco podía enderezarse luego. Tenía tanta lucha con sus enfermedades y con su corpachón, que ni a él ni a nadie se le había ocurrido nunca que pudiese ser el sucesor de mi abuelo.

Con sus hermanos y su padre, había pasado la niñez y la juventud en la corte de Juan II de Castilla, y en el harén se comentaba que se había convertido al cristianismo.

Yo no creo que se hubiese convertido a nada: bastante tenía con moverse un poquito, comiendo como estaba todo el día y, según contaban, casi toda la noche. Vivía sólo para seguir viviendo, y llegó a Granada casado con una señora gallega, de nombre doña Minia, de la que se decía que, a pesar de haberse convertido al Islam, secretamente continuaba practicando su religión. Lo cierto es que en la familia nadie se ocupaba, salvo los médicos, de ellos dos, que residían en una de las torres, la segunda, de las que bordean el camino hacia el Generalife.

Yo los frecuentaba porque me entretenían los episodios, no sé si absolutamente veraces, que “el Gordo” me contaba de su vida, cuando él aún no era tan gordo.

Son embustes -puntualizaba doña Minia-. Yo lo conocí con diecisiete años y ya era así.

Y los dos se miraban, cómplices, y se sonreían con una expresión de cariño tal que me causaba una profunda envidia.

No tenían hijos, y nos adoraban como si lo fuésemos a mi hermano Yusuf y a mí. Nos regalaban toda clase de juguetes; en los envíos que recibían de la Cristiandad siempre había algo para nosotros.

Por las fiestas del Año Nuevo, de la Ruptura del Ayuno, de la Primavera, nos sorprendían con animalillos de cerámica o de plata.

Recuerdo las jirafas, de las que llegué a tener hasta cuarenta, con un especial cariño por ser un animal que yo nunca había visto, y que sospechaba además que no existía en ningún país de la Tierra. Quizá lo que más ansiaba entonces era tropezarme con una jirafa, mucho más que con un león o con un elefante, en los bosques de la Alhambra.

Mientras que el tío Yusuf era sonrosado y rubiasco, doña Minia, contra lo presumible, era morena, de ojos menudos, negros y muy vivos. El tío Yusuf consistía en una bola grande con otras menores a su alrededor: cabeza, brazos, piernas, manos y pies. Más que en la torre, habitaba en un imponente sillón horadado, dispuesto muy en alto para que los criados que se cuidaban de limpiar la letrina pudiesen realizar su tarea. Una vez por semana, entre siete u ocho de ellos lo apeaban, lo lavaban, le mudaban la ropa, y, en tanto aljofifaban y perfumaban el asiento, lo sostenían para que anduviese cuatro pasos contados. Pero ésta era una ceremonia muy íntima, que nunca vi.

Mi hermano y yo temíamos que, si se caía del sitial donde estaba instalado, rodaría hasta llegar por la pendiente del bosque al río, y allí el agua no podría moverlo de ninguna manera, y le brotarían plantas y árboles sobre la barriga, hasta formar una colina nueva entre la Alhambra y el Albayzín.

Yo tenía un gato que atendía, aunque no mucho, por “Luna”. Su nombre vino porque el tío Yusuf nos refería muchos enredos cuyo protagonista era don álvaro de Luna, visir y valido del rey Juan. Mi intención fue ponerle “Juan” al gato, pero doña Minia me advirtió que sería una falta de respeto, y que la grandeza de un pueblo se demuestra por el respeto que tenga a sus enemigos, y que, si los empequeñecemos o los ridiculizamos, somos nosotros a la larga los que salimos peor parados. Y por si era poco, el gato resultó ser gata, con lo cual ponerle “Juan” o “álvaro” habría sido un contrasentido. Para esa gatita, que era pelirroja como el tío Yusuf, me regaló el matrimonio un cascabel de oro, que ella se apresuró a perder, aunque hubo quien receló que cualquier criado pudo haberlo cogido, porque era cosa de orates ponerle cascabeles de oro a un gato. Sin embargo, el matrimonio siguió regalándome un cascabel tras otro, cada vez que “Luna” los perdía, hasta que se perdió ella misma, con lo cual se acabaron los gajes del ladrón de los cascabeles.

Era una pareja imperturbable, supongo que por las condiciones físicas de él. (Y aun de ella, que también era gorda, aunque, comparada con su marido, resultaba casi esquelética). Cada vez que nos presentábamos en la torre nos recibían con el mismo calor que el primer día, y desaparecíamos entre sus enormes abrazos y sus besos.

Después nos sentábamos para ver comer al tío Yusuf, cosa en la que él nos complacía con muchísimo agrado. En torno suyo había innumerables ataifores con una increíble variedad de manjares: salados, dulces, ácidos y hasta agrios.

El ser humano está mal terminado: sólo es capaz de distinguir estos cuatro sabores. Cuánto mejor sería que, en lugar de dedicarse a la guerra y a otras majaderías, se concentrase en aprender a combinarlos con más diversidad y sutileza.

Con la comida, por supuesto, era muy exigente, y no sólo en cuanto a la cantidad; pero, en último término, no desechaba ningún plato por mal condimentado que estuviese, porque era presa de una fruición como nadie podría concebir. El médico Ibrahim no disponía de armas frente a él. Le había diagnosticado muchas enfermedades: desde hidropesía hasta el mal funcionamiento de una glándula que decía que se hallaba en el cuello, aunque mi hermano y yo dudábamos que eso fuese posible, dado que el tío Yusuf no tenía cuello.

Ibrahim, especializado en atenderle, le sermoneaba sin cesar, incapaz de hacer nada mejor por el desobediente.

El estómago es la residencia de toda enfermedad, y la curación ha de empezar por la cabeza. Hasta la peste negra, el más inevitable látigo de la humanidad, se combate con la dieta; cuánto más una simple obesidad como la que, por tus pecados, tú padeces.

Al oír llamar simple obesidad a su infinitud, Yusuf rompía en carcajadas que lo ahogaban, lo congestionaban, y lo ponían a punto de destrozar el monstruoso trono en que vivía.

Mientras no te abstengas de salazones y pasteles, mientras no reduzcas tu ración de pan (y éste hecho de harina sin cerner, con sal y levadura en dosis razonables, amasado con vinagre y mojado en agua), yo no podré iniciar mi tratamiento.

El tío Yusuf se sofocaba de risa sólo con imaginarse comiendo las inmundicias que el médico le recomendaba, o absteniéndose de comer las exquisiteces que solía.

Si lo tuyo fuese la gota, habríamos empleado, de haberlo consentido tú, cataplasmas de bulbos de cólquido, aplicadas sobre la grasa en fresco o por medio de una pasta de cólquido seco molido.

Pero tú te niegas a todo... Resígnate, por lo menos, a comer carne con moderación, mejor de aves de corral, nunca de caza, y a no beber sino agua bien fría con un chorreoncito de vinagre para limpiar los conductos corporales. Podrías comer, eso sí, manzanas amargas, ajetes tiernos, zumaques, uvas en agraz, jugo de limón, verduras que te aligeraran el vientre, peras y granadas bien maduras, ciruelas, higos, dátiles...

Ya como todo eso. ¿Y legumbres? -preguntaba el tío Yusuf por chanza, sin el menor propósito de obedecer al médico.

Zanahorias, lentejas, garbanzos y calabacines -replicaba éste con seriedad y con la ilusión de ser un día escuchado.

Para mantener el corazón, cansado como estaba de proporcionar sangre a tan inmensa humanidad, le suministraban sin interrupción cordiales y tisanas, cocimientos de hierbas y de bayas, y jugos de plantas aromáticas que amortiguaban el amargor de las medicinas extraídas de otras plantas aromáticas. Es decir, entre lo que comía y lo que tomaba para impedir que lo que comía lo matara, el tío Yusuf no disponía ni de un momento libre.

Cuánto nos entretenía a mi hermano y a mí asistir al incesante trasiego de platos, fuentes, cuencos, jarras, salvillas y bandejas, que un aluvión de criados acercaba o retiraba en las proximidades del sillón.

Era tanto el amor que me profesó siempre el tío Yusuf, aun antes de nacer yo, que en la fiesta de mi circuncisión fue su voluntad estar presente.

El niño -dijo con buen humor-, por esta purificación aumentará su hermosura, del mismo modo que aumenta la luz del cirio cuando alguien despabila su mecha.

Según me relataba Subh, nadie podrá olvidar el jaleo que se armó en el protocolo cuando compareció doña Minia, enjoyada y muy tiesa, precediendo a una especie de catafalco, formado por unas andas repletas de cojines, sobre el que navegaba la mole del tío Yusuf.

él movía levemente las esferas de sus manos para saludar a la multitud, que nunca lo había visto hasta ese instante. Dada nuestra costumbre de construir no muy anchas las puertas de las casas y protegerlas con un recodo, para que la procesión de doña Minia y el tío Yusuf cupiese por la entrada de la torre, fue preciso derruir un muro entero y echar abajo el arco principal por el que había de emerger tan egregio asistente en sus no menos egregias parihuelas.

En Castilla -nos dijo a mi hermano y a mí una tarde, entre bocado y bocado- os llamarían moritos.

No marees con insensateces a los niños -le previno doña Minia.

Si es verdad: son moritos. Y tú eres también mora, de modo que no te pongas moños.

Deja de impartir calificaciones, José -así lo llamó en esta ocasión-. No siembres la discordia en tu propia familia -alargó la mano y le acarició maternalmente la papada-. Come y calla, niño mío.

—¿Por qué nos llaman moritos en Castilla, tío Yusuf? -pregunté cuando la conversación ya navegaba por otros derroteros.

Porque lo sois. Yo soy morazo, y vosotros, moritos. Para que dejen de serlo, allá les vierten a los críos agua sobre la cabeza pronunciando unas palabras mágicas.

—¿Y se vuelven rubios?

No; sólo se mojan.

—¿Cuáles son las palabras?

Yo te bautizo, dicen, en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

Porque ellos tienen varios dioses, y nosotros uno sólo -aclaró mi hermano, que era mejor discípulo de los alfaquíes que yo.

Dejaos de irreverencias -insistió doña Minia-. No me gusta, José, que hables a los pequeños de problemas teológicos. Cada cual se salva o se condena con arreglo a su propia religión y a su propia conducta.

ése sí que es un problema teológico -comentó el tío entre risas y con la boca llena.

No te rías mientras comes, Yusuf: está muy feo. Claro que, si hicieses caso de esa elemental norma de cortesía, no te reirías nunca.

Y rieron los dos. Pero mi curiosidad estaba ya picada.

—¿Por qué moritos? Nosotros somos andaluces, ¿no? Somos igual que ellos, pero nacidos en el Sur.

Si les disgusta nuestra tierra, ¿por qué bajan a quitárnosla? O a querer quitárnosla, porque nunca lo conseguirán, ¿verdad, doña Minia, tú que has nacido allí?

Esperemos que no. Las cosas están bien como están -respondió ella, mientras le alcanzaba una servilleta muy blanca a su marido para que se limpiase un chorrito de grasa que le resbalaba por la sotabarba.

No obstante, aquella conversación y el apelativo de moritos me había perturbado, y procuré enterarme de su fundamento. Interrogué a quien se dejaba, y fui cansándolos a todos, que terminaron por no escucharme o por no contestarme.

Me enteré de que nosotros practicábamos una religión diferente, o sea, que nuestro Dios era distinto del suyo; que el suyo tenía tres cabezas, y que nuestra raza era también distinta, pero muchísimo más perfecta. Sin embargo, las cosas no me parecían tan sencillas.

Primero, por las habladurías de que el tío Yusuf era un poco cristiano, y su única mujer -porque él no tenía ninguna concubina-, algo musulmana. Y segundo, porque nosotros no pertenecíamos, aunque se dijera lo contrario, a una sola raza.

Mis investigaciones y reflexiones sobre el tema se han ido acumulando; de ahí que ya ignore cuánto averigüé entonces y cuánto más tarde. No me refiero a la casa real de los beni nazar, cuya pureza no pone nadie en duda, por lo menos ante nosotros, sino a la raza de los granadinos en general. Aquí están los descendientes de los bereberes iniciales, tanto de la tribu sinaya como de la zanata (de éstos procedía la estirpe zirí, que gobernó Granada a la caída del califato omeya). Y están los que, cada cual de su padre y de su madre, vinieron a refugiarse desde los territorios conquistados por los cristianos. Y están los árabes, más o menos puros, que no pasarán de cincuenta, y que miran al resto por encima del hombro. Y los africanos acogidos, bien porque huían de los califas de Marruecos o de Túnez o de Tremecén, bien porque vinieron a ayudarnos en las guerras santas. Y los religiosos místicos llegados de la India, y muchos negros sudaneses, que vivían reunidos en ermitas, aunque no siempre, ni siempre casándose entre sí. Y los mudéjares, que, después de decidirse a permanecer en ciudades conquistadas, cambiaban de opinión y se venían con sus hijos -no creo ya que tan puros- a la capital o al Reino, para no sentirse tan discriminados como en la Cristiandad. Y están además los tributarios, es decir, los cristianos y los judíos. Unos cristianos hispanorromanos o hispanogodos (tampoco muy puros a su vez) que renegaron de su religión -los muladíes-, como la guardia de los sultanes, por ejemplo; y otros que no renegaron -los mozárabes-, y tienen su culto y sus iglesias, y hasta tocan las campanas media hora un día jueves que ellos llaman santo; y los cristianos que van y vienen mercadeando, de Génova o Venecia, o que se exiliaron en Granada descontentos de sus propios reyes. Y junto a todos ellos, los judíos, separados dentro de lo posible, pero ejerciendo sus oficios, y mezclándose también en ocasiones.

Al niño que yo era le indicaron que los cristianos, para distinguirse, llevaban un cinturón particular, y los judíos varones, una tela amarilla sobre los hombros, y las mujeres, una campanilla colgada del cuello o la escarcela. Pero yo, por mucho que me deshojaba, no veía a nadie con esas señales. Por lo que llegué a dos conclusiones: que muchas leyes no se cumplen -y ni siquiera se dan para que sean cumplidas-, y que lo de morito era algo tan irreal y superfluo como esas mismas leyes. Porque en Granada, desde que se construyó, todos se amalgamaban y se casaban y tenían hijos, y tales hijos no podía saberse con certeza si eran moritos o cristianitos o judiítos, salvo que se hable de religión tan sólo y no de raza. Y aun así.

¿Dónde están aquí los puros curaisíes, los puros fihiríes, u omeyas, o gaisíes, o jazrayíes, o ansaríes o yemeníes, o chozamíes, o gasaníes? No quedan. Todos son hijos o nietos de algún renegado; todos tienen una madre o una abuela cristiana, o son ya cristianos ellos mismos. ¿Quién hay de pura raza aquí? Ni siquiera los mejores caballos. De los doscientos cincuenta mil habitantes, no llegarán a diez los que conservan una sola sangre. Todos somos aquí andaluces, que es bastante. Y es necio empeñarse en el orgullo de las aristocracias y de las genealogías.

Por él nos criticó Ibn Jaldún:

Se imaginan que con el linaje y un empleo en el gobierno se llega a conquistar un reino y a dominar a los hombres’. (Probablemente hace falta mucho más. Y, por descontado, que los hombres se dejen gobernar, y conquistar los reinos.) En cuanto respecta a nosotros, los nazaríes, me temo que empezamos a exagerar desde el Fundador de la Dinastía. Ya cuando una dinastía se funda, mala cosa; eso prueba que tuvo un principio y que se imaginó cuanto lo precedía. Porque, ¿no eran esclavas cristianas Butaina, la madre del gran Mohamed V, y Mariam, la avariciosa madre de Ismail II, y Buhar, la madre de Yusuf I, y Alwa, la de Mohamed Iv, y Sams al Dawla, la de Nazar Abul Yuyus? Y ellos eran -todos ellos, comprensivos y abiertos- quienes verdaderamente merecían el nombre de andaluces.

áDespués, con mayor calma, he leído en Averroes que ‘el clima y el paisaje de Andalucía, más semejante a los de Grecia que a los de Babilonia, hacen a sus hombres sosegados e inteligentes. Y así como la lana de las ovejas andaluzas es más delicada que otra ninguna, así sus gentes son las de temperamento más equilibrado, como se trasluce por el color de su tez y por la calidad de sus cabellos.

La piel de los andaluces no es morena como la de los de Arabia, y su pelo no es ni crespo como el de los africanos, ni lacio como el de los nórdicos, sino sedoso y ondulado’. Y leí también en Ibn Jaldún que la fusión de elementos tan dispares había concluido en un tipo y una raza andaluces que se diferencian de los magrebíes por una singular vivacidad de espíritu, una notable aptitud para aprender y una graciosa agilidad en sus miembros. Aunque él lo atribuye, sobre todo, a la alimentación, muy apoyada en la cebada y el aceite, porque era partidario de proclamar la prez beduina y sus escaseces como origen de la grandeza. Y, desde más cerca, mi paisano Ibn al Jatib pintó un claro retrato que responde a la generalidad de los andaluces: nuestra talla mediana, nuestra tez apenas dorada, nuestro cabello oscuro y suave, nuestras facciones regulares y finas...

No sé qué tendrán que oponer a esto los cristianos, los árabes o los judíos; los andaluces somos diferentes de todos ellos. Y, en cualquier caso, como dijo el califa Alí, yerno de Mahoma, ‘en el curso de mi larga vida he observado que a menudo los hombres, más aún que a sus padres, se parecen al tiempo en el que viven’.

Todos los humanos, sólo por serlo, tienen tanto en común que las diferencias me parecen mínimas.

¿No es mayor la que hay entre un tigre y un lince que entre mi padre y Muley “el Negro”, por distintos que sean su estatura, su religión, su color y su fortuna? Más diferencia veía yo, por su forma de vida, entre mi tío Yusuf y Faiz el jardinero que entre el imán de la mezquita de la Alhambra y un hombre que solía subir por la Antequeruela, y que me señalaron como sacerdote cristiano.

Tanto me conmovió en aquel entonces este tema que quise comprobar los efectos de los ritos que el tío Yusuf nos describió. Un anochecer fui en busca de un eunuco que conocía, del que después escribiré, y le rogué que me bautizara. él no sabía cómo, pero yo le dije lo que había escuchado. Lo conduje a una fuente cercana a la Torre de Mohamed, el Fundador de la Dinastía (una torre a la que iba mucho, atraído por las pinturas que en ella se encontraban); le supliqué -él miraba a un lado y a otro, resistiéndose a mi caprichoque tomara agua con las manos, y que la vertiera sobre mi cabeza repitiendo lo que yo le apuntase.

Recuerdo que, impaciente, lo taladraba con los ojos, y detrás de él veía el Generalife y, más alto, el Palacio de la Quinta, y el cielo muy oscuro, porque venía la noche con mucha rapidez. ‘Yo te bautizo -él repetía _’yo te bautizo_’- en el nombre de nuestro padre, de nuestro hijo y de nuestro hermano santo’. Cuando concluyó la ceremonia, me apresuré a mirarme en una alberca próxima, pero nada veía en el agua negra. Y fui corriendo en busca de un espejo, y allí estaba mi cara, igual que la había visto siempre, aunque con el pelo empapado: mis ojos de color verde oscuro, demasiado grandes para el tamaño de las mejillas, mi nariz corta y recta, y mis labios quizá en exceso abultados. Ningún cambio se había producido en mí a pesar del ceremonial.

Un día, inopinadamente, nos prohibieron a mi hermano y a mí acercarnos en adelante a la torre en que vivía el tío Yusuf. Yo creí que sería por algo de los cristianos y de mi bautismo, y me arrepentí de la apostasía que siempre, hasta ahora, había mantenido secreta. Pero la prohibición no sólo nos afectó a nosotros, sino a todos los habitantes de la Alhambra, y provocó una alteración de las costumbres. El médico Ibrahim fue a vernos a mi hermano y a mí una mañana muy temprano.

Estaba descompuesto, alborotado el pelo, y con el rostro demacrado de fatiga. Nos examinó con detenimiento los ojos y las uñas; le preguntó a los ayos si andábamos bien del vientre; nos recetó unas pócimas a mitad de camino, según dijo, entre los evacuatorios y los astringentes. Y entonces fue cuando nos enteramos de que se había declarado una epidemia de peste, y de que el tío Yusuf había sido su primera víctima.

Doña Minia decidió trasladar a su tierra el cuerpo de su marido.

El negro Muley, un amigo mío que se ocupaba un poco de todo, supongo que para no ocuparse seriamente de nada, fue encargado de quemar las pertenencias del muerto, desinfectar la torre, y disponer un carromato, tirado por cinco mulas, para el transporte del cadáver embalsamado. Yo quise despedirme de él, y me lo enseñaron, desde el piso superior, a través de un mirador acristalado en colores. Esperaba ver al “Gordo” manchado de azul, verde, rojo y morado. No fue así: lo vi a través del hueco dejado por un cristal roto, y ya no estaba gordo, sino al revés, delgadísimo y alto como una torre caída, y con un sudario blanco que recortaba aún más su silueta. Arrodillada junto a él, doña Minia rezaba pasando las cuentas de un rosario, que -digan lo que digan- es igual que los nuestros.

El negro me contó que doña Minia pidió llevarse también la losa funeraria de mármol blanco que mi padre había mandado hacer.

Como el peso de mi hermano ha disminuido tanto, no perjudicará añadirle el del mármol. Que esa cristiana gallega (por Dios, que los gallegos en Andalucía no han sido nunca sino esclavos cargadores) se lleve las dos cosas. Ni la estela ni mi hermano nos servirían aquí ya para nada. Y doña Minia, tampoco. Lo mejor es que los tres desaparezcan -dijo mi padre.

Y así fue.

El negro Muley

Era la persona más horrorosa que había visto en mi vida. Más aún que Faiz. Le llamaban Muley por burla, porque “muley” quiere decir ‘señor’. De todas formas, él no era un esclavo, sino alguien que uno de la familia abencerraje había traído desde un pueblo de los montes de Málaga, donde pertenecía a una comunidad musulmana muy severa.

O, por lo menos, eso se chismorreaba en la Alhambra, donde se chismorreaba todo de todos. Por su inteligencia y un evidente don para contar historias, había ascendido a donde estaba ahora, bastante arriba en el servicio de mi padre. Convencido de su fealdad, no le extrañaba el espanto que de entrada causaba en cuantos lo veían. Tenía los ojos redondos y saltones, con venillas muy rojas, lo que los colmaba de crueldad y fiereza; las manos, desmesuradas, y una gran joroba que le hacía parecer doblado, como si anduviese a gachas por recoger algo que se le hubiera caído. Gastaba bromas, ideaba fantasías, relataba historietas burlescas, gesticulando con sus descomunales brazos y girando de modo aterrador sus ojos, como los bufones que a los reyes cristianos divierten en sus cortes, según había yo oído.

Subh decía que los muchachos guapos que sirven en las fiestas de la Alhambra lo querían tener siempre junto a ellos, para que resaltara su guapura. Hubo un mal poeta que le dedicó unos versos cuando actuaba de copero en una noche de septiembre, en la que mi padre se despidió antes de retirarse a descansar a Salobreña.

áNosotros acostumbrábamos alejarnos de Granada en otoño e invierno, después de las algaras del verano, para procurarnos un clima más benigno a la orilla del mar.

Decían así los versos:

Etíope Muley, con el que esta noche me he regocijado y ante cuyos destellos el sol se negaba a salir, prolongando la tiniebla.

Tu corcova hace pensar que llevas a cuestas el mundo y sus pesares, y que el cuello te brota en la mitad del cuerpo.

Las mechas de tu pelo son un racimo apretado de moras; tus manos, aspas de molino; tus ojos, dos hornos de pan, y, cuando circulas incansable con la jarra de cristal llena de vino rojo, semejas un escarabajo que rueda ante él su bola de excremento, sólo que en ti la bola es un rubí andaluz”.

Muley le dio las gracias más sinceras al invitado poeta, y recitaba sus versos, a quienes tenían la paciencia de oírlos, con tal salero y tal abundancia de muecas y meneos que nadie podía sustraerse a la carcajada. Con lo cual el insultador quedaba en peor lugar que el insultado.

Yo trabé contacto con él a causa de Subh y de Faiz. Los dos se habían puesto de acuerdo en que joroba más grande que la de Muley era imposible hallarla en toda Granada, y ambos me hicieron un encargo común. Yo debía coger el collar de amuletos de Subh y una talega con unas cuantas monedas que me entregaba Faiz, y, sin que el terrible negro lo percibiera, pasárselos por la joroba. Subh estaba convencida de que, después del restregón, sus amuletos serían los más eficaces e irresistibles de la ciudad, y Faiz, de que las monedas se multiplicarían al instante en su bolsa.

Dos días llevaba ya en posesión del collar y de la bolsa sin atreverme a cumplir el encargo. Acechaba a hurtadillas -o eso creía yo- a Muley. Iba y venía tras él, que correteaba por cierto con una rapidez insospechada para una carga tan abrumadora. Se impacientaban mis comisionantes, pero yo no me resolvía a dar el pavoroso paso de rozar la joroba con los objetos ocultos debajo de mi túnica. Octubre comenzaba a refrescar; la tarde había caído; trepaban las sombras por la ladera de la Sabica, y se encendían las antorchas.

Los braseros empezaron a encenderse días atrás, porque aquel año el frío se había anticipado. A mí me había puesto Subh un albornoz de lana verde, bajo el que podía guardar con mayor disimulo el collar y la bolsa. Me aproximaba al Palacio de Yusuf III, que era mi preferido (y aún lo es, y viviría en él mejor que en ningún otro por ser el más íntimo y moderado), cuando vi detenerse a Muley en la calle Real. A mí me acompañaba un ayo, al que engañé diciéndole que iba a dar un recado imprescindible, y que siguiese hasta la torre de mi tío Yusuf, que era adonde nos dirigíamos. De una carrera, sobrepasé a Muley y me apoyé en el quicio de la puerta con la esperanza de que, al cruzarse conmigo, me rozase él a mí con la joroba. Pero nada sucedió como lo previne.

Llegado a mi altura, Muley volvió a detenerse y se dirigió hacia mí con una sonrisa escalofriante.

Tú eres hijo del sultán, ¿no es cierto?

Contesté que sí con la cabeza: las palabras no me salían del galillo.

—¿Eres el primogénito?

De nuevo afirmé con la cabeza.

—¿Te llamas lo mismo que tu tío?

Ya no tuve otro recurso que musitar:

Mi tío se llama Yusuf. Voy a su casa ahora.

No. Me refiero a tu tío el más joven.

Entonces, sí.

Ojalá seas en todo igual. Tu tío es fuerte, generoso y valiente.

Eso aseguran todos.

Yo hice con él una campaña muy cerca de Comares, aunque no soy partidario de las guerras. Da gozo verlo galopar a banderas desplegadas.

Y luego, sin dejar de sonreír, se despidió. Yo vi perdida mi oportunidad. Alargué, bajo el albornoz, la mano, pero ya sin motivo, porque Muley se alejaba. Y, de repente, se volvió.

Si lo que quieres es tocarme la joroba con lo que guardas ahí debajo, no lo dudes y hazlo. Ya estoy acostumbrado. Me encanta ser portador de buena suerte para los demás.

No, no -repliqué aturullado-.

Dios te bendiga, pero no.

Está bien. Hasta pronto.

Y entró en el palacio, que entonces habitaba uno de los visires de mi padre. En ese momento, cayendo precipitadamente en la cuenta de que jamás se me presentaría ocasión tan propicia, corrí tras él y, sin decir palabra, restregué furiosamente el collar y la bolsa contra la chepa de Muley, que se retorcía de risa, en un ángulo del estanque.

Avergonzado de mi conducta, procuré esquivarlo durante mucho tiempo. Faiz me repetía que sus monedas, contadas y recontadas, no se multiplicaban. Subh, sin embargo, publicaba haber entrado en una racha de fortuna, tener novios a montones, y que su verruga del pómulo izquierdo -que antes era un simple lunar, y ahora estaba lleno de pelos- se reducía por momentos, gracias a una navaja de jabalí que colgaba de su collar. Pero ¿cómo iba yo a escucharlos? En la Alhambra todos nos encontrábamos, y yo temía la hora en que habría de enfrentarme cara a cara con el etíope, ‘ante el que el mismo sol se negaba a salir’.

Fue un mediodía. Acababa de evitar un encuentro con Muley, que venía de frente hacia mí, no lejos de la rauda donde yacen los antepasados, y el corazón me latía tan fuerte que tuve que recostarme en la pared. Pasado el peligro, casi veía aún su chilaba azul inflada por la jiba, cuando por el otro lado, exactamente por el lado contrario de la calle, apareció otra vez Muley. Dejó caer su terrible mano sobre mi hombro, y yo supe que estaba completamente perdido y que allí mismo me estrangularía. Sin embargo, aquella mano subió hasta mi cuello y mi mejilla con una suavidad inesperada.

Creí que éramos amigos desde el otro día; por lo que veo, no es así.

Tartamudeando de miedo le pregunté:

—¿Es que tú quieres ser amigo mío?

No deseo otra cosa. Si me das permiso, te acompaño donde vayas.

No voy a ningún lado. Sólo huía de ti.

ése será un trabajo que te ahorrarás de ahora en adelante.

Nadie me había fascinado tanto como él con sus relatos fabulosos.

Nadie como él despertó en mí el deseo de viajar y conocer tierras exóticas, remotos paisajes, gentes nuevas de costumbres insólitas, animales y flores recién estrenados por mis ojos. Por desgracia, hasta ahora no he podido realizarlo.

Yo, Boabdil, como la granada y como tú, coronado nací. Pertenezco a la familia imperial de Etiopía, más antigua que el mundo, que se vio destronada por otra, enemiga aunque no de distinta sangre, hace ya quince años. Todos mis hermanos murieron; pero yo, a quien, por mi monstruosa apariencia confundieron con un esclavo desechable, logré escapar de la matanza. Eso prueba cómo nunca se sabe qué es lo malo o lo bueno, qué lo que cae y qué lo que se eleva, y cómo hay algo siempre peor que lo peor. A mí, que me quejaba a los dioses de mi pueblo, antes de convertirme, por haberme hecho deforme y repugnante, quién me iba a decir que un día daría gracias al amor de Dios que, bajo este disfraz, salvó mi vida. Mi nombre no es Muley; o a Muley debería seguir mi propio nombre. Soy Fawcet, príncipe de Etiopía, aunque un príncipe sin reino no es más que un vasallo que ha de ganarse el pan y la consideración ajena, y mirar siempre el rostro de quien manda para procurar aligerarlo de nublados. Dicen que engendra alegría beber en vasos de oro y oler narcisos; dicen que sentarse a la vera de un río junto a una mesa de arrayán cura la melancolía. Yo, como copero de farsa que soy, sigo esas recomendaciones, salvo la de beber vino, porque acato los preceptos del Profeta; pero lo único que con ello se consigue es reavivar los recuerdos de cuanto se tuvo y se perdió. A pesar de todo, he aprendido de los andaluces la mejor lección: disminuir las necesidades para disminuir las fatigas que cuesta satisfacerlas. Y así he llegado a necesitar muy pocas cosas, y esas pocas, muy poco. Porque la verdadera felicidad no está en tener, amigo mío, sino en ser y en no necesitar.

Yo le planteaba la cuestión de si podría alguna vez sentarse en su trono familiar, y de si habría acertado al huir tan lejos de su patria.

Nadie -me contestaba- puede retener un reino sin contar con sus pobladores. Quizá mi familia gobernó mal, y los súbditos se sacudieron su yugo para siempre. Pero no hablemos del pasado: contar una catástrofe es como perecer de nuevo bajo ella. He visto demasiada hermosura en el universo como para entristecerme porque sólo yo sea feo y desdichado. Cuánto me gustaría enseñarte lo que llamas mi patria. Yo nací en el mismo macizo montañoso en el que nace el Nilo Azul. Siguiendo su sendero de agua atravesé el Sudán y el Egipto de los mamelucos y de los fatimíes. Serví para lo que me mandaron servir, y complací a quienes me asalariaban. He sido esclavo libre tantas veces, que ya no veo diferencia entre la libertad y la esclavitud. He desempeñado oficios tan distintos, que podría naufragar en una isla solo y saldría adelante. He tratado gente tan diversa, que nada hay ya que logre sorprenderme. Sin embargo, añoro aquí, ante esta ciudad tan bella que un día heredarás, las dimensiones de mi tierra. Añoro la lenta majestad de los leones, la serenidad indiferente y rayada de los tigres, los indescriptibles plumajes de las aves. Añoro una naturaleza no sometida al hombre, que se entrega, inagotable e incansable, sin esperar siquiera que nadie la recoja.

Yo le mostraba mi colección de animalitos de cerámica, y él me hablaba de animales incógnitos; de la jirafa, sobre todo, a instancias mías. Eran tan expresivas sus palabras que las confundo aún hoy con los versos de Ibn Zamrak. áEl poeta que colmó de aleyas y de antífonas las paredes de la Alhambra en la época de mi antepasado Mohamed V, y cuya historia, como ejemplo de la justicia de la vida, me complacería contar tarde o temprano, porque estoy convencido de que el que a hierro mata a hierro muere. Dicen así:

De terciopelo son sus flancos, tachonados de alhajas: la mano del destino recamó su prodigio.

Deslumbrante su piel, como un jardín donde florecen las juncias entre anémonas: blanca y jalde a la vez, igual que plata sostenida en oro.

Semejante a unos arriates de narcisos en los altos ribazos donde serpea el arroyo”.

Muley me hacía dibujos de flores, de fieras y de aves, que se cuidaba luego de romper para no quebrantar las normas del Corán.

Me describía criaturas increíbles; ríos que, si yo hubiera soñado, no habría conseguido soñar nunca; gacelas con los cuernos más finos y altos y retorcidos que es dado imaginar; cabras tan distintas a las nuestras que jamás les habríamos dado ese nombre; paquidermos como edificios, y de piel más dura que las corazas de los guerreros; ingentes animales, inofensivos y cariñosos como pájaros, y pájaros que llevan los colores del iris en cada una de sus plumas. Me describía a los hombres que se comen unos a otros; a los que descansan apoyados sobre una sola pierna; a los que, igual que los cristianos, se alimentan de bestias impuras; a los que adoran piedras, o árboles, o la Luna, o el Sol; a los que gimen y gritan cuando sus mujeres están de parto, y a los que, para evitarles la vejez y sus tristezas, matan a sus padres por amor.

Aunque pienso -concluía- que lo mismo sucede en todos sitios.

Nos sorprendemos de aquello que no hemos visto desde niños; pero en Granada hay también quienes adoran el dinero; quienes, para que se les considere, fingen el mismo sufrimiento que provocan; quienes descansan, como tu tío Yusuf, sin tenderse ni de noche ni de día; quienes destronan a su padre para sustituirlo en el poder...

Yo bajé los ojos al escuchar lo último, porque comprendí que se refería a mi padre, a quien no parecía tener devoción excesiva.

A Muley toda la Alhambra lo hallaba grotesco y divertido igual que un chascarrillo inventado por la naturaleza. A mí, por el contrario, me parecía solemne y variado como un libro que jamás se acabase, y nunca me hartaba de escucharlo. él era el único de los criados cuyo rostro no se cerraba al aparecer el amo a quien servía.

El único que adquiría de repente una expresión señorial y enigmática cuando entrecerraba los ojos, a pesar de tenerlos como huevos enrojecidos, y marcaba con los dedos sobre un tambor pequeño un ritmo volandero, tenaz y alucinante, que a mí me producía a veces sopor y a veces una excitación incontenible.

Una noche me fue a buscar y, contra el parecer de mis nodrizas, me sacó al patio bajo la fría luz de la luna llena, y me obligó -tan sólo con el son de unas frutas secas dentro de un cantarillo- a bailar y bailar lleno de gozo, mientras él entonaba una insondable salmodia, y se movía más ágilmente que una bailarina, como si el peso de su jiba se hubiese evaporado.

Las nodrizas, contagiadas por el alegre misterio, acabaron por acompañarnos también con sus palmadas, hasta que un mayordomo nos ordenó con muy malos modales volver a las alcobas.

Creo que fue al año siguiente -aunque insisto en que, para los niños, el tiempo se amplía o se empequeñece, como un recipiente cuya importancia no depende de él, sino de su contenido- cuando, a la vuelta de Salobreña, no encontré ya a Muley. Unos me dijeron que una noche se había despeñado desde el Cerro del Sol, donde se aventuró a subir borracho; pero yo sabía que él era de los pocos que en la Alhambra no bebía. Otros me dijeron que no había regresado de la sierra, a la que subió en busca de hierbas para los médicos. Otros me susurraron que mi padre había mandado cortarle la cabeza, porque se negó a burlarse de mi madre como le ordenaba Soraya. Otros, por fin, a los que me cuesta menos creer, me dijeron que, habiendo visto ya cuanto tenía que ver en el Reino de Granada, se fue a la Cristiandad a conocer otros lugares, otras costumbres y otras gentes.

Sea de él lo que fuere, me habría complacido tenerlo más tiempo junto a mí. Hoy incluso, porque era alguien en quien se reflejaba el mundo entero. Sentí no haberme despedido de él. Dificulto que haya otro hombre que merezca ser príncipe más que él, ni otro a quien le siente mejor el nombre de Muley.