Ibrahim, el médico judío.
De cuantos médicos ejercen en la Alhambra, y su número es grande, ninguno tan cercano a nosotros como Ibrahim. Era minucioso y cargante: de una bondad y una paciencia tales que ponían a prueba la paciencia y la bondad de todos.
Perito en hidroterapia, tenía una confianza acendrada en la virtud curativa de las aguas. áGozaba fama de tener infalible ojo clínico y una estupenda facultad para diagnosticar; yo no estoy seguro de que a mi tío Yusuf le ayudara extraordinariamente, pero tampoco mi tío se dejaba ayudar. Opinaba que el hombre había nacido para la salud y que, si la perdía, era por error suyo, aunque la naturaleza disponía de medios suficientes para devolvérsela sin recurrir a la mano de otro hombre. Recelaba de los astrólogos, y, a pesar de admirar a los cirujanos, los miraba por encima del hombro -lo cual es una paradoja-, por entender que las vías de la naturaleza no es bueno contrariarlas, ni interrumpir sus ritmos. Se llevaba especialmente mal con otro médico, llamado Alí Ibn Mohamed Ibn Muslim, de notable habilidad en las intervenciones quirúrgicas, y su vanidad sufrió un rudo golpe cuando tuvo que ponerse en manos de su rival para que lo operara de cataratas, porque estaba perdiendo la vista a ojos vistas (si es tolerable hacer un retruécano con algo tan grave).
áTengo entendido que las extirpan, o bien por extracción, o bien por reabsorción mediante agujas metálicas ahuecadas. Comentaba mi madre que en el plazo que su curación había impedido a Ibrahim tratarnos a nosotros, habíamos gozado de envidiable salud.
La opinión de mi madre es, sin embargo, rebatible; ella es poco propensa a contar con nadie que no sea ella misma. Hasta tal punto que, siendo Ibrahim el responsable de sus viajes a Alhama para remediar su ciática -o fuese cual fuese la causa de sus molestias-, nunca le confesó que mejoraba, aunque continuó yendo a los baños con puntualidad, y llevándonos a mi hermana, a mi hermano y a mí, supongo que para aligerar su aburrimiento. Alguna vez nos acompañó el propio médico. ¿Cómo olvidar esos viajes anuales? Su anuncio nos desvelaba desde muchos días antes, puesto que perdíamos memoria de un año para otro de lo pronto que nos hastiábamos. Yo, en cuanto veía el paisaje ondulado y fértil de las cercanías de Alhama, las verdes vegas con tan vigilante amor cultivadas, las laderas de olivos, y las lejanas sierras, que hasta marzo conservaban aún restos de la nieve, sentía como un abandono interior, una disponibilidad, por gratitud quizá al alejamiento de la monotonía de la Alhambra. Aún hoy me enternecen el puentecito sobre el río, las caídas de agua caliente, ferruginosa y salada, los barrancos con sus rocas todavía no asentadas, los pájaros que gorjean allí con otro brillo. Yo paseaba bajo la arboleda. ¿Pasear?: saltaba, como un pájaro también, desde una franja de sol a la siguiente, y evitaba, casi volando, la sombra de las copas. Escuchaba el gran ruido de la cascada cerca del agua quieta, como un espejo rodeado de zarzas, donde los ruiseñores anidan. Y siempre me sorprendía comprobar que el agua humeante desembocara en un arroyo tan helado.
Era en Alhama donde las razones de Ibrahim, respetuoso investigador de la naturaleza, mejor se comprendían.
áReleyendo lo anterior, me viene a la memoria algo que quizá nunca olvidé. Unos años después de aquéllos a los que se refieren estas líneas, al salir de las termas romanas, que se habían conservado con sus hermosas esculturas, divisé a un muchacho tan grácil que nada tenía que envidiar a los modelos de ellas. Para entablar conversación, le pregunté no sé qué. Y él, al ver de cerca al príncipe heredero, sobrecogido y tembloroso, no logró responder. Volvió la espalda y huyó. Yo me quedé a solas, observando un rebaño de cabras que trepaba por la otra orilla del río.
Especialmente me fijé en una, coja, que se esforzaba en seguir a las demás, y renqueaba, y permanecía la última siempre, arreada por el pastor, y se detenía un momento a descansar y considerar su mala suerte, y continuaba avanzando, fatigada y pesarosa, con su pata delantera rígida e inútil. No sé por qué -o sí- recuerdo con tal viveza hoy a ese muchacho ágil que huía, y a esa cabra inválida que no podía aligerar.
Ibrahim era muy religioso, y acudía a todas partes con una bolsa en que transportaba, además de las medicinas más habituales, la Biblia y la Misná: para consultarlas si lo precisaba, o sólo para sentirse acompañado. él cumplía los preceptos de su religión con estricta observancia, y respetaba a los que cumplían con estricta observancia los preceptos de la propia.
Cuando se declaró la epidemia de peste, la gente la atribuyó a una conjunción nefasta de tres astros, y hasta algunos colegas de Ibrahim la juzgaron un azote divino descargado por nuestros pecados. Sin embargo, Ibrahim, tan religioso, entendió que todo eso eran tonterías, y que se imponía trabajar sin descanso en contra de planetas y de azotes. Pregonó los peligros del contagio y la importancia del aislamiento de los enfermos; mandó hervir o quemar sus trajes y sus utensilios, y hasta los zarcillos de las mujeres; prohibió concurrir a los baños públicos que dispersaban la contaminación, y, en una palabra, atribuyó el mal a causas naturales, avivadas por la falta de higiene y por el hacinamiento y escasez de viviendas.
él sabía que los de su raza habían sido -y serán, afirmabaperseguidos en Granada y en muchos otros reinos. Y sabía que, en ocasiones, dieron motivos de persecución a un pueblo empobrecido por usuras, por tributos que en gran parte ellos cobraban, y por los altos precios que debía pagar a los profesionales judíos cuando los requería. Ibrahim habitaba en la judería, el barrio que trepa por la Antequeruela -donde se refugiaron los fugitivos de Antequera cuando la toma por el infante don Fernando- hasta las Torres Bermejas.
—Así -decía-, estoy dispuesto a venir en cuanto me llamen. Basta tocar un silbato desde la Alhambra para que yo lo escuche.
Y, en efecto, comparecía al instante con su bolsa repleta de hierbas, de remedios y de libros sagrados.
Se reconocía de la escuela de Ibn Zarzar, un judío famoso que fue médico de Pedro I de Castilla, y luego embajador suyo en Granada ante Mohamed V, cuyos destierros y retornos siguió para conservar la vida. Ibrahim estaba orgulloso de su antecesor, como físico y como hombre brillante partidario de dejar obrar a la naturaleza y despejar de obstáculos su acción. él mismo era también hombre de gran predicamento; incluso, según oí, un respetado talmudista, consultor de sus compañeros de raza en las situaciones nebulosas que a menudo suscitan sus escrupulosísimas leyes. Y más de una vez le escuché dos afirmaciones. La primera, que, para los andaluces, la religión es más que nada una cuestión de liturgia.
—Y hablo de cualquiera de las tres religiones -puntualizaba-.
Una serie de reglas prácticas, devociones o supersticiones para ganarse el Paraíso; una serie de amenazas y prohibiciones para evitar el mal físico, y, por fin, una serie de procedimientos con que conquistar el dominio social. Eso es la religión para nosotros.
Y la otra afirmación es que la superioridad literaria de los judíos andaluces sobre los de otros países se debe, sí, a que son descendientes de las tribus de Judá y Benjamín; pero aún más que a eso, al profundo aprendizaje de la lengua arábiga, que había enriquecido y ampliado la suya. Ibrahim, él mismo, era la demostración de cuanto decía: un hombre exquisita y firmemente religioso, que hablaba un bello árabe clásico, pero salpicado por las deslumbrantes locuciones y los hallazgos del árabe popular (con el acento de Imala, con el que aquí lo pronunciamos), y aderezado con numerosas expresiones romances.
—Al fin y al cabo -afirmaba-, un idioma ha de servir para entenderse con los otros, no para ocultarse detrás de él.
—¿Quiénes son los judíos?
¿Qué hay que hacer, o dejar de hacer para ser judío? -le preguntaba yo.
—Está claro, jovencito: haber nacido de madre judía, o haberse convertido al judaísmo. Pero, si quieres saber mi opinión, en el fondo, todas las religiones son la misma. Al menos, las tres que cohabitan en Granada. Su diferencia depende de dónde se detengan, de quiénes sean sus últimos profetas.
Para nosotros, los del Antiguo Testamento; para los cristianos, Jesús; para vosotros, Mahoma.
Por eso muchas veces me asalta la duda de si yo soy un auténtico ortodoxo; aunque espero en Dios que así sea, pero en el buen sentido de la palabra. Yo le temo a los ortodoxos, porque suelen convertirse en fanáticos. Acuérdate de los almorávides: para nuestra cultura y nuestra tranquilidad fueron como un martillo. En la biblioteca de la Alhambra existe la copia de un libro escrito por el último rey zirí, que deberías leer por si un día te encuentras en el mismo aprieto. A él le arrebataron Granada los ortodoxos, y lo desterraron a áfrica. No lo olvides, Boabdil. Abdalá fue también su nombre. Vivió hace exactamente cuatro siglos.
—Si es como dices, ¿qué diferencia hay entre las religiones para que sean tan incompatibles?
—Quizá ellas no lo son, sino nosotros. Ahí está mi peligro de heterodoxia. Después del exilio del pueblo judío a Babilonia, en el que no cantábamos porque no éramos libres y colgamos nuestras cítaras de los árboles; después de la destrucción del primer templo, surgió entre los judíos el temor a ser asimilados, a que se nos borrara como pueblo por la importancia de los vencedores, o por la importancia del helenismo en tiempo de los Macabeos. Por eso nuestro fin principal fue la continuidad, nuestra preservación como pueblo con características propias y singularidades. Y para ello se insistió, sobre todas las cosas, en las prohibiciones, paralizando la evolución. En tales circunstancias, imagínate qué tragedia supuso la destrucción del segundo templo por los romanos. Ello confirmó nuestros temores. Pudimos haber aceptado la doctrina de Jesús; pero sus seguidores gentiles la hicieron antagónica del espíritu hebreo, y, por si fuera poco, mi pueblo perdió la tierra prometida. Tuvimos que defendernos, agruparnos, encerrarnos alrededor de nuestros rabinos: el Talmud fue nuestra patria, el sustituto del suelo de la patria.
Como lo fue Sefarad, es decir, Al Andalus, desde hace muchos siglos. Hijo, el pueblo judío se ha visto obligado a luchar, a lo largo de toda la Historia, por seguir siendo él mismo. Nuestra religión no es dogmática como la cristiana, ni reglamentadora de comportamientos como el Islam; nuestra religión es política: ha llegado a ser sólo política. Vosotros y los cristianos creéis que nos empujáis y reducís a un barrio, a una comunidad, a un gueto. No es cierto: somos nosotros los que nos reducimos para guardarnos las espaldas unos a otros, para fortificarnos; porque, apiñados, nos defenderemos mejor de los contagios y las infiltraciones, resguardaremos mejor nuestra inmutabilidad. Ser judío, Boabdil, es luchar sin tregua por seguir siéndolo de la manera más rigurosa posible. Y por intentar a toda costa mantenernos indigeribles, es por lo que perpetuamente seremos expulsados del cuerpo que no puede digerirnos a pesar de intentarlo: ésa es también una elemental ley de la naturaleza.
De ahí que, en los momentos buenos, sintamos la tentación de abrir las puertas de nuestras juderías para perfeccionarnos, para evitar el estancamiento y la estrangulación; pero en seguida sucede algo terrible que nos convence de que aún no ha sonado la hora, de que acaso la hora nunca suene.
Ojalá, cuando llegue la tuya, Boabdil, se te permita ayudarnos; si es que se te permite dejar de ayudarte a ti mismo.
Habíamos llegado paseando, a las primeras horas de una tarde, ante la Torre del Homenaje sobre la Puerta de Armas. Ibrahim no se agotaba nunca, una vez tocado su punto flaco. Señalando la Torre, me dijo:
—¿Conoces la historia del judío que comenzó la construcción de la Alhambra?
—¿Un judío? -pregunté, convencido de que Ibrahim incurría en un apasionamiento racista.
—Sí; él levantó esa torre, y después se edificaron las demás y todos los palacios. Escucha. Esta historia pone de manifiesto lo malo y lo bueno de mi pueblo. El predecesor de Abdalá, el último zirí de que te hablé, fue su abuelo Al Muzafar. Entregándolo a una vida de crápula, se había adueñado de su reino un judío que comenzó de administrador. Se llamaba Ibn Nagrela. Gobernaba a su antojo, cuando le salió un contrincante.
Un antiguo esclavo de Almutamid de Sevilla, que formó parte de una conjura contra su rey, llegó a Granada precedido de fama y reclamado por los esclavos negros del sultán, que lo erigieron en jefe.
Al Naya, el sevillano, con su creciente influencia, más militar que administrativa, encelaba a Ibn Nagrela, al que Abdalá en su crónica designa siempre como “el Puerco”. Pues bien, “el Puerco”, sintiéndose en declive, con el afán de precaverse, calculó que la solución era ofrecerle Granada al rey de Almería, al Mutasin Ibn Sumadí, que, por agradecimiento, respetaría sus privilegios. La comunidad judía y sus rabinos le aconsejaron que tomase sus bienes y se fugase antes de que Al Naya acabara con él; pero Ibn Nagrela se aferró a su decisión, convencido de que, huyera donde huyera, Al Naya y el sultán lo perseguirían.
‘Entró, por tanto, en contacto con el rey de Almería, pero éste le exigió avales, porque, siendo Granada la ciudad mejor defendida, le asustaba una derrota que le haría perder su propio reino. Ibn Nagrela comenzó sus intrigas: mandó a los castillos principales del reino a los esclavos negros, a quienes indispuso con Al Naya, ganándoselos con tal comportamiento: por el contrario, los castillos secundarios los desguarneció para que Ibn Sumadí pudiese conquistarlos con facilidad. Como el judío y el sevillano, cada cual por su conveniencia, tenían al sultán placenteramente apartado de la vista del pueblo, comenzaron los granadinos a creer que había muerto y que el judío les ocultaba la verdad. A Ibn Nagrela le urgía la toma de Granada por el rey de Almería, que, dueño de bastantes fortalezas menores, no osaba aún acercarse a la capital. Esta tardanza dio lugar a que el populacho se rebelara, una vez más, contra los judíos, pretendiendo, una vez más, sacar tajada de ellos.
‘Ibn Nagrela, por si llegaba el caso que llegó, había resuelto construir esta fortaleza para protegerse con su familia una vez conquistada Granada por el de Almería, hasta que se apaciguasen los ánimos. Pero el pueblo y los nobles, que sólo en las grandes algaradas se unen, le atacaron, ayudados y enfervorizados por los esclavos negros, que salieron borrachos de una reunión pregonando a voces la muerte del sultán. Ibn Nagrela se ingenió para mostrarlo vivo al gentío, disfrazando para ello a alguien de su casa, desde una ventana de esa Torre. Pero los esclavos ya habían publicado que el rey de Almería se aproximaba (lo que no era cierto), y se sumaron en contra demasiados factores: la aversión a los judíos, la exageración de su perfidia, la generalización a todos de los defectos de unos cuantos y de la ambición de uno solo, el acaparamiento de cargos y prebendas, la ruptura de las tradiciones ziríes, y el miedo a una conquista provocada.
Ciegos y embravecidos por el odio y el ansia de botín, consiguieron entrar en aquel primer cuerpo de la Alhambra incipiente y matar a Ibn Nagrela. Después pasaron a espada, cómo no, a todos los judíos de la ciudad, aunque alguno quedó, como sucede siempre. Alguno, en efecto, que no tardó en hacerse con las riendas del nuevo gobierno.
Mira, pues, Boabdil, cómo este relato veraz demuestra que la Alhambra es obra de la previsión y el poder de un hombre de mi raza.
Y reía el buen Ibrahim de sus propias palabras, que a pies juntillas yo creí, ya que nada más lejos que la mentira de una persona tan pulcra y tan honrada.
Ibrahim tenía tantos hijos como tribus Israel. Su prole era numerosísima; como si sólo a él se le hubiese encomendado la perduración de su pueblo. Vivió muchos años.
Hace uno sólo que ha muerto, o mejor, que se ha extinguido, según la Naturaleza que a él le complacía respetar, entre el amor de su familia. Espero que en la Sión celestial lo recibieran el Coro de los Ancianos y la bienvenida de Yahvé. Sin embargo, confieso que siempre he considerado a Yahvé poco propicio a ofrecer bienvenidas.
El eunuco Nasim.
La primera vez que tropecé con él fue a causa de un tropiezo. Me explicaré mejor. Mi hermano Yusuf y yo jugábamos una tarde en los jardines que hay ante el palacio de Mohamed V, donde está la fuente de los leones. Las dependencias de la Secretaría habían sido ya cerradas, y nos entreteníamos viendo a los administradores y a los secretarios, con ese aire contrito e impersonal que caracteriza a los que escriben mucho, arqueada la espalda, de asuntos que no les interesan. Yusuf y yo entramos en “la sala de la ayuda”. (La llamábamos así entre nosotros porque sus muros tienen grabada de suelo a techo una misma aleya, que inicia esa palabra, con la reiteración que pusieron en su quehacer los decoradores de la Alhambra. Una reiteración que produce cierto mareo, como si uno estuviese rodeado de infinito, a fuerza de mirar las mismas frases innumerablemente repetidas.) Corríamos uno detrás de otro, acosándonos y agarrándonos de la ropa. Yusuf me había desgarrado una manga, y yo, con un agudo grito, me desprendí de él. Pasé entre unos cuantos secretarios sin mirarlos, y todos se apartaron. Menos uno, contra el que choqué de forma irremediable. Asiéndome del cuello, me dio una bofetada. Levanté los ojos desconcertado, y vi que era el sultán.
—¿De quién es este niño?
—De la sultana Aixa, señor -dijo una voz.
—Pues dile a la sultana que lo eduque mejor; que le prohíba alborotar y gritar como una mujerzuela.
Y apréndelo tú mismo.
Luego continuó despacio entre su comitiva, hablando de algún tema de mayor interés.
Yo permanecí inmóvil y azorado.
Yusuf había desaparecido, lo que hacía con admirable habilidad.
Sólo estaba a mi lado el dueño de la voz, que me conocía, aunque yo lo desconociera. Era blanco como el arroz con leche, de labios rojos y delicada cara casi infantil; rubio y sin barba, y de buena estatura, aunque no tenía el cuerpo tan fino como el rostro. Un rostro que en aquel momento me sonreía con un asomo de confabulación.
—Me ha confundido con uno de tus ayos. No me disgustaría serlo, porque eres muy agradable. ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Jugaba -respondí.
—¿Tú solo? ¿No tienes amigos?
¿De quién huías? -Y concluyó riendo-: ¿De ti mismo?
—Sí.
—Pues huir de uno mismo es mala cosa. Acabarás por no encontrarte nunca. -Cambió de tono para preguntar-: ¿Tú eres el mayor o el pequeño?
—El mayor.
—Por tanto, eres Boabdil, el futuro heredero si no lo estropea este encontronazo. -Me escrutaba con indiscreción-. Yo me llamo Nasim. áQue quiere decir ‘brisa’.
El nombre le sentaba como anillo al dedo: débil, pero persistente; y aun menos débil de lo que su cara denotaba, porque sus caderas eran marcadas y altas, un tanto femeninas.
—¿Vives aquí? -le pregunté.
—Trabajo aquí. En el harén; pero hoy no tengo guardia. Iba con un grupo de amigos, cuando te diste de cara con el Consejo en pleno.
¿En dónde vives ahora?
—Con mi madre -me arrepentí de haberlo dicho, y él lo notó.
—No temas; no le transmitiré el encargo del sultán. Todo eso ya pasó. -Echó a andar-. A estas horas suelo estar en los baños, o en este mismo sitio. Si quieres que nos volvamos a ver, a mí me gustará.
—Dios te guarde -le dije, y corrí en busca de Yusuf.
Pero Yusuf estaba escondido detrás de una columna exactamente a dos palmos de mí; su risotada me detuvo en seco.
—Es un eunuco -me dijo en voz muy baja-. No tiene la cosita que duele en la circuncisión.
—¿Por eso parece un niño grande?
—No lo sé, pero habrá que enterarse. Yo no querría estar sin barba toda la vida.
—Pues eres rubio como él -le advertí con muy mala intención.
—Pero el que ha hecho la amistad has sido tú.
No tardé en informarme, más o menos, de qué era ser eunuco, y de quién era Nasim. Tenía reputación de magnífico alcahuete: suave, convincente, educado, portador de los más refinados mensajes y de los regalos más costosos. Gozaba, a causa de su puesto, de múltiples y favorables ocasiones. No es que fuese uno de los grandes eunucos que se ocupan de la política, pero tenía una buena preparación y disfrutaba del respeto general. Se le estimaba como sirviente cumplidor, y todos le vaticinaban una buena carrera. Incluso como poeta, porque según Subh, aspiraba a ser poeta de la corte y en vías de ello estaba.
Mi amigo Muley, cuando me referí a Nasim, se echó a reír.
—Puede proporcionarte muchos datos que te serán muy útiles. Por la Alhambra circulan unos versos que tú no entenderás; pero si un día deseas halagarlo, recítaselos:
“Tu cuerpo es una rama de sauce, y tu rostro, la luna llena sobre el estanque, amada.
Pero no alardees de no otorgar a quien tanto te ama nada tuyo, porque mi mensajero es Nasim, y las ramas terminan siempre por doblegarse ante la brisa, y hasta la luna, por dejarse mecer bajo su soplo”.
‘Supongo que le encantará oírtelos. Está orgulloso de sus tejemanejes, y con toda razón.
Unos días Nasim me decía que era de Eslavonia, y otros, de Cataluña. No sé si quería encubrir su origen, o es que lo desconocía y lo inventaba de acuerdo con las circunstancias. Por lo que deduje, ignoraba quién lo había conducido a su actual estado y por qué albures había llegado hasta Granada. Fue esclavo, pero ya no lo era, porque mi padre lo había liberado en pago de no sé qué. él sonreía con misterio cuando aludía a aquel servicio, y a mí me daba la impresión de que debía de estar relacionado con Soraya, la concubina. Hablaba de ella con devoción, y yo intuí que pertenecía a un partido contrario al de mi madre, aunque hasta ese momento ignoraba la existencia de dos partidos tan poderosos dentro del harén.
Nunca habría imaginado que mi madre anduviese en lenguas de la gente, y puedo afirmar que mi madre tampoco. Pero, por lo visto, así era. Soraya se había llamado antes Isabel, y fue hija del comendador de Bézmar, don Sancho Jiménez de Solís. La apresaron en una incursión de la frontera y, adjudicada a mi padre, se la destinó a la servidumbre de mi hermana, de su edad más o menos. El sultán la vio un día y se prendó de su belleza, en elogio de la cual se deshacía Nasim.
—El harén está lleno de mujeres -me decía-. Todas son bellas de algún modo. Pero a Soraya ninguna es comparable. ése es su mérito. No es cuestión del tamaño y el fulgor de los ojos, ni de la lisura de la tez, ni de la carnosidad de los labios, ni de cualquier otra perfección. Sólo viéndola puede comprenderse. Es como un palacio, cuya fachada es tan hermosa que uno no aspira a llegar más que al umbral, y se queda ante ella perplejo y deslumbrado, satisfecho de que lo dejen estar allí, casi saciado ya. Se necesita habituarse, a lo largo de días y días, para acomodar nuestros ojos a su luz. Y nadie que no sea el más poderoso puede arriesgarse a entrar.
Ninguna de las madres del harén se había preocupado por Soraya, ni siquiera ante la predilección de mi padre tan mudadiza, hasta que se convirtió al Islam. Con ello, dejó clara su intención de ascender y de desplazar a mi madre. Rota su esclavitud por su conversión, y afianzada por el nacimiento de su primer hijo, abandonó el harén, y habitó en una de las torres exentas. Pero, según aseguraba Nasim, cuyo blasón consistía en estar al corriente de cuantos dimes y diretes hervían por la corte, poco duraría allí; mi padre le estaba habilitando uno de los palacios del Albayzín, de acuerdo con las demandas de ella, que exigía el tratamiento y el fasto de sultana.
Nasim me contaba que la irritación de mi padre por mi tropiezo con él fue consecuencia de otro tropiezo bastante más serio. Mi madre y Soraya habían coincidido, entre otras concubinas, en una fiesta que se dio con motivo de la venida de unos tañedores desde Málaga. La coincidencia se produjo a instancias de Soraya, que deseaba ya ostentar en público su supremacía. Sin embargo, mi madre trató con desprecio a la favorita; tanto, que ésta, herida en su amor propio, cuando llegó mi padre, acusó a la sultana de desacato, cosa absolutamente inusual en la corte de Granada. Y mi padre, en lugar de serenar la situación, devolver las aguas a su cauce, y cada mujer a su sitio, recriminó en público con dureza a mi madre. Nunca lo hubiera hecho: mi madre, colmada, sacó de su escarcela unas tijeras -Nasim opina que mi madre, más inteligente, había previsto todo- y, con la rapidez de un relámpago, le cortó a Soraya su gruesa trenza de color leonado. El alarido que dio la favorita se oyó hasta en Sierra Elvira. Naturalmente mi madre, por razones de seguridad, hubo de salir aquella misma noche de la Alhambra; pero fue a ocupar el palacio que mi padre disponía para la otra, que era propiedad suya. Con esto fracasó el ambicioso proyecto de Soraya, que estaba embarazada entonces de su segundo hijo, y llena de antojos y melindres.
Movido por una curiosidad no sé si infantil, porfié por conocer a Soraya. No fue difícil que Nasim lo consiguiera. Me condujo un día a la torre que hay junto a la de mi tío Yusuf, la tercera en el camino del Generalife. Es una calahorra que construyó Yusuf I, las inscripciones de cuyas cuatro esquinas son versos de Ibn al Yayab. A través de la claraboya que da al patio, después de aguardar un buen rato, vi cruzar a la favorita.
La verdad es que cualquier comparación con mi madre, sea mucho o poco el amor que yo le tenga, carece de sentido. Mi madre es arrogante, majestuosa y solemne; camina, habla y gesticula como una mujer educada para caminar -o sería mejor decir para desplazarse-, hablar y gesticular en público. No obstante, su cara es adusta, levemente asimétrica y, si no fuese mi madre, me atrevería a decir que algo hombruna. Es lo contrario de lo que ocurre con la cara de Nasim y, muchísimo más aún, con la de Soraya. Dice la tradición que hay unas huríes en el Paraíso que se llaman aín. Están conformadas de cuatro materias preciosas: desde los pies a las rodillas son de azafrán; de las rodillas a los pechos, de almizcle; de los pechos a los cabellos, de alcanfor, y sus cabellos son de seda pura. En el seno llevan escritas estas palabras: ‘Quien quiera ser mi dueño, que obre en la obediencia del Señor’. áY si una de ellas escupiese en el mar, endulzaría el agua. Por lo que pude ver, Soraya no está hecha de retazos, ni necesita tanta mezcolanza para resultar única. Yo era un niño, pero al verla me deslumbró lo que aún no conocía: su poder irresistible; al fin y al cabo, la razón que adquiere un adulto no es más que el envejecimiento de la inocencia. No es que en mí despertase un deseo; era aún peor, porque, sin desearla, me sentí dominado por la atracción que Soraya provoca en todo el que la ve. Nunca se justificó tanto el velo femenino. No me entenderá quien tenga junto al suyo un cuerpo de hermosura doméstica y trivial, de una hermosura subjetiva, agradable y afrodisíaca; sólo quien se haya inclinado y bebido en la abrasadora fuente de la belleza: la belleza absoluta, que disculpa cualquier guerra, cualquier crimen y las mayores injusticias; la belleza por cuya posesión los hombres son empujados a perder o a quitar el honor y la vida.
Mi padre había contraído ya matrimonio con Soraya y otorgádole rango de sultana. Una mañana mandó llamar al misuar, que era el guardián de su estado y persona, y su justicia mayor, y le ordenó que se apostase a la puerta de la torre de la joven. Sin necesidad de alharacas, aquello indicaba que una persona real habitaba allí. Por su parte, Soraya recibe los honores y homenajes con la naturalidad de quien, sin haber nacido entre reyes como mi madre, es depositaria de la belleza a la que todos los hombres deben pleitesía. Si esta mujer ha determinado ser reina de Granada -y así lo certifica Nasim, que no sé a cuántas cartas apuesta-, raro será que no lo consiga, a pesar de mi madre.
—Y -agregaba- si ha determinado que sus hijos sean reyes, tu hermano y tú deberíais moveros con precaución extrema. Sólo porque tu madre es hábil y hacendada, y tiene de su parte a la mayoría del ejército, de la nobleza y del comercio, no habéis sido ya desplazados. Tu padre hace tiempo que no ve más que por los ojos de Soraya, y el visir Abul Kasim Benegas atiza cuanto puede tal pasión, remunerado con largueza por la que la suscita.
—Pero, ¿de qué bando eres tú, si es que hay dos bandos?
—Los hay, y no soy de ninguno: ¿qué ha de poder un pobre eunuco?
O estoy quizá en medio de las dos rivales, a la espera de que las cosas tomen un rumbo cierto.
—Pero ¿qué rumbo querrías que tomaran?
—El mío, Boabdil -dijo riendo-. No obstante, ahora que te conozco, quiero que el río no se desborde, y que vaya a moler a tu molino.
Nasim me acariciaba con ternura, y abandonaba, con aparente despreocupación, su mano en mis hombros, en mi cuello, en mi talle.
Por un lado, eso producía en mí un rechazo; pero, por otro, me lisonjeaba, y me excitaba la excitación que demostraban sus caricias. No es que me ofreciera a ellas, pero fingía no notarlas. Qué complicada es el alma de un niño, al mismo tiempo transparente y hermética.
—Eres muy guapo -me murmuró al oído Nasim una templada tarde de mayo-. Más guapo te encuentro cuanto más te veo. Y eso es extraño en mí, que en seguida me canso de las cosas. -Y, después de mirarme largo rato con los ojos húmedos, concluyó-: Si Soraya fuese niño, sería igual que tú.
Un anochecer, cerrada ya la cancillería, subimos a la Torre de Comares. Comenzaba a cerrarse muy despacio la noche. Nasim abrió con una llave prestada -tenía amigos en todas partes- una puerta situada al lado contrario del oratorio, y ascendimos por la estrecha escalera, en lo alto de cuyos descansillos se abren unas menudas y graciosas cúpulas. Estaban abiertas las ventanas de las espaciosas naves donde trabajan los encargados de la secretaría.
—Tu padre -iba diciéndome Nasim- ha agilizado tanto las tramitaciones que hasta los granadinos, que son los súbditos más descontentadizos del mundo, se lo aplauden.
De repente, vi flotar y entrechocarse varias sombras. Se proyectaban agrandadas -Nasim llevaba una luz- sobre los muros. El eunuco apoyaba su mano libre sobre mi hombro, y, al seguir mi mirada, comprendió por qué me había detenido.
—Son murciélagos -dijo con ligereza.
A mí me pareció indecente gritar y descender como una exhalación las escaleras, que era lo que el cuerpo me pedía; pero me refugié en el suyo, y él me estrechó como si lo esperara. Yo entreví vagamente que por eso había avivado mi afán por visitar las salas de la Administración; pero ¿qué podía hacer?: allí estaban los murciélagos. Permanecí petrificado mientras, una vez dejada en el suelo la luz, Nasim me tomó entre sus brazos y me besó con devoto entusiasmo, al tiempo que sus entrecortados susurros me tranquilizaban.
—¿Que qué es un harén? -exclamó ante mi insistencia-. Ya lo sabes, y si no, te lo imaginas: un batiburrillo de mujeres que arden por pasar el mayor número posible de noches con su dueño. No por amor (en un harén no lo hay; si lo hubiera, lista estaría la que lo sintiese), sino por conseguir una preferencia, un favor, o simplemente un tarro de ungüento o de perfume, o un velo nuevo. A la que intriga en contra de la voluntad del amo, se le corta la cabeza, o desaparece una noche sin dejar huella alguna; a la que incordia, se la echa; a la que es repudiada, porque fue una de las cuatro esposas permitidas, se le proporciona una habitación fuera, a no ser que se resigne a su declive. En un harén las únicas contentas son las que aspiran sólo a acicalarse, gulusmear y estar ociosas, sin cuidarse de hijos, ni de comidas, ni de maridos, ni de suegras; las que aspiran sólo a chacharear, a oír músicas y canciones, y a aguardar engordando al dueño o al que traiga sus mensajes.
Era casi de noche cuando me introdujo en el harén. La guardia nos observó con simpatía. Era primavera avanzada, y no sé ahora por qué -y supongo que entonces tampoco- yo estaba triste. Al desembocar en el segundo tramo de la escalera, se me salió una babucha.
Nasim, en cuclillas, la besó y me calzó de nuevo. Con el dedo índice sobre los labios me indicaba que guardara silencio, aunque la barahúnda que venía de arriba era espeluznante: gritos, insultos, risotadas, músicas. Las alcobas de las concubinas daban a un pasillo no muy ancho, cuyo zócalo imitaba con pintura la azulejería de los salones del palacio. Yo veía a través de una ventana moverse los laureles de un patio, y eso me entristeció más aún. A la altura de una puerta, Nasim dijo:
—ésta era la habitación de Soraya, al principio. Ahora vive una negra.
Salió, en efecto, la negra.
Era alta y flexible, con una boca grande y la nariz aplastada. Me pareció imponente, pero no repulsiva. Llevaba unas cintas de colores prendidas en su pelo arracimado, y sonreía de modo tan total que la sonrisa le rebosaba de la cara y le resbalaba cuerpo abajo.
Se conoce que estaba en connivencia con Nasim, porque éste le dejó en las manos un minúsculo paquete, y recibió a su vez algo que yo no vi. En el patio del harén se erguían dos columnas de mármol muy oscuro que jamás he olvidado. Ignoro la razón; acaso porque las asocié a la concubina negra. A la salida tropecé con una viga atravesada que sobresalía, sin duda el sostén de una de las cúpulas que coronan los salones de abajo. El leve dolor del pie me distrajo de la tristeza, que alguna subterránea relación guardaba con mi madre.
Es cuanto recuerdo de aquella visita. Y el llanto de uno o dos niños de pecho, y el trasiego de nodrizas, criadas, gruesas tañedoras, bailarinas -que quizá no eran tales, sino concubinas del propio harén- y una vendedora, anciana y desdentada, de encajes y abalorios. Al bajar el primer tramo de la escalera, pensaba en la fatiga de mi padre para tener satisfecho a tal hato de hembras; aunque, por mi edad, no me fijaba en otra satisfacción que la del simple y vulgar mantenimiento.
Lo que más me maravillaba de Nasim era su capacidad para eclipsarse cuando alguien respetable aparecía. Mi hermano Yusuf se eclipsaba un momento y más bien por diversión, pero Nasim se evaporaba. No se tenía la sensación de que hubiera desaparecido, sino la de que no había estado nunca. Uno quedaba convencido de haber sido víctima de una alucinación, y de que estaba y había estado a solas.
La primera vez que mostró tal destacada facultad, después de algún tiempo de tratarlo, estaba refiriéndose a las ventanas con celosías de un piso alto, que dan a un armonioso patio con una alberca profunda e indiferente. Me decía:
—¿A que no sabes qué es lo que había ahí? Antes, pero no mucho antes.
—No lo sé. ¿Algunos oficios de la cancillería?
—No. Eso es ahora. En tiempos de Ismail II, el que se peinaba con trenzas que le llegaban hasta la cintura, enredadas con hilos de oro y sedas, ahí había un harén masculino.
—De eso hace más de un siglo -repliqué con involuntario despecho.
—También lo hubo con Mohamed Vi, el que se teñía las canas con aleña y cártamo, y por eso le llamaban “el Bermejo”. ¿Lo sabías?
Y fumaba hachís, y más cosas.
—¿Qué más cosas fumaba?
—No hablo de fumar. Cosas que no debe saber un niño como tú, pero que con los niños como tú tienen algo que ver. No siempre en la Alhambra han gozado las concubinas de tanto auge como ahora. En un pasado próximo hubo concubinos también. -Al notar que yo no aceptaba la conversación, la cortó-. Pero dejemos eso: no es lo que yo quería decirte de Ismail II. Quería decirte que su coronación fue el resultado de las maquinaciones de una mujer sin el menor escrúpulo.
Era hermanastro del gran Mohamed V, y su madre, Mariam, consiguió que una noche de Ramadán, en pleno verano, en mitad del calor, y en mitad de este mismo patio, usurpase su hijito (no tan pequeño: tenía veinte años) el trono de Granada.
—Pues, además de entronizarlo, esa Mariam pudo haberlo educado mejor: Ismail, según tengo entendido, era gordo, grosero, lleno de tics y, aparte de las trenzas, no se cuidaba nada de su aspecto exterior.
Nasim se echó a reír palmeándome la espalda.
—De todas formas, vigila a las madres del harén: son más poderosas de lo que parecen, y tienen demasiado tiempo libre para trapichear.
Aunque, sean ellas como sean, tú serás un buen príncipe heredero.
Apostaré por ti.
Pero antes de que yo dejara de percibir la presión de su mano y percibiera la proximidad del visir Benegas, Nasim se había volatilizado.
Cuando hace un año avanzaba yo por el patio de Comares hacia el Salón del Trono el día de mi boda, intenté ver de reojo el séquito que acompañaba a Moraima al otro lado de la alberca. Tanto me esforcé, que di un tropezón contra uno de los portadores de las pértigas floridas. Entre los invitados brotó un murmullo de simpatía, ya que advirtieron el porqué. En primera fila de los espectadores, a unos pasos de mí, con la misma cara de niño grande de antes, mucho mejor vestido -incluso demasiado-, más erguido si cabe, descubrí a Nasim. ‘Está de Dios -pensé-, que mis relaciones con él vayan de tropiezo en tropiezo.’ Al verlo me invadió una ambigua impresión: él o yo estábamos traicionándonos, no sé si el uno al otro o cada uno a sí mismo. Y pensé también: ‘De no haber nacido príncipe, mi vida habría sido por una parte más aburrida, pero mucho más divertida por otra’. Y concluí: ‘Antes de morir, me gustaría ser una vez yo mismo. Pero qué difícil... O quizá ya lo he sido, en algún momento, y no me he dado cuenta, y ni siquiera guardo la memoria de ello, ni la memoria de cuándo pudo ser’.
Por un instante me conmovió una tristeza anónima similar a la del día del harén.
Nasim se inclinó en una exagerada reverencia. A punto de sobrepasarlo, oí su voz.
—Sigues siendo un magnífico príncipe heredero. No cabe otro mejor. Apostaré por ti.