XXXV

Marisa y yo aterrizamos en el aeropuerto de Glasgow a una hora temprana del quince de diciembre. Para mí fue como revivir la primera vez que llegué allí, cuando mi maleta decidió conocer Italia y un gran cartel me daba la bienvenida a Escocia. Recuerdo la ilusión con la que llegué a aquel lugar buscando noticias sobre Connor, ignorante de todo lo que sucedería después. El cartel seguía allí y tuve la vana esperanza de que en la puerta un barbudo, borde y guapísimo escocés estuviera esperando para llevarme a Stonefield. Pero no fue así, Oliver no estaba allí.
Mi amiga estaba emocionada, aunque, al ver mi triste semblante, se esforzó por no hacer evidente su excitación por el viaje. Volver allí para mí era muy doloroso. ¡Habían cambiado tantas cosas! Rosalind había muerto y Oliver ahora tenía una vida con Laura Campbell y su precioso bebé. Yo había retomado mi vida en Barcelona, y las cosas no me iban nada mal. El amor me esquivaba, en serio, era gafe con mayúsculas. Entendí que quizá no estaba hecha para compartir mi vida con nadie, así que lo acepté e intenté adaptarme a esa idea para no hacerme más daño añorando a Oliver. Porque le quería, más que a mi propia vida. ¡Qué difícil es alejarse de alguien a quien amas!
Me preparé para el momento en que lo tuviera cara a cara de nuevo, pero tuve la certeza de que, hiciera lo que hiciera, no iba a poder controlar mis sentimientos.
El viaje fue tranquilo. El paisaje, ya cubierto de un manto blanco tras las nevadas invernales, se me hizo sombrío, acorde con mis sentimientos. Llegamos a Stonefield a media mañana. Perceval, el amable abogado de la familia Murray, nos recibió y nos informó de que estaba todo dispuesto para la reunión, una vez nos instaláramos en las habitaciones que, cordialmente, la familia había dispuesto para nosotras mientras estuviésemos allí. No me hizo mucha gracia la idea, estar bajo ese techo me traía demasiados recuerdos, pero aceptamos más por comodidad que por otra cosa. Total, mañana a esa hora ya estaríamos rumbo a España.
Una hora después, Marisa y yo nos dirigimos hacia uno de los despachos de Stonefield, según las indicaciones del abogado. Nos indicó que debía entrar sola pues se trataba de asuntos privados, así que mi amiga del alma me aseguró que me esperaría fuera por si necesitaba que entrara a partirle las piernas a alguien. Sonreí ante su ocurrencia, ya que estaba segura de que, en caso necesario, lo haría.
Tomé aire con el deseo de ser lo suficientemente fuerte para soportar lo que se avecinaba. Más que cualquier otra cosa, tener frente a mí a Oliver y mantener a raya mis sentimientos iba a ser todo un reto. Perceval me preguntó si estaba preparada y, tras darme una pequeña palmadita de ánimo en el hombro, muy caballerosamente me cedió el paso al abrir la puerta.
Alrededor de una enorme mesa de roble estaban Miranda y Oliver junto a una persona que no reconocí y que Perceval me indicó en un susurro que se trataba del administrador de varias empresas de la señora Hamilton-Murray, incluida la fundación contra el cáncer que presidía.
—¿Qué hace ella aquí? –Oliver se levantó de la silla como un resorte sin dar crédito a lo que veían sus ojos. No estaba enfadado, simplemente desconcertado.
Tres pares de ojos se posaron como cuchillos sobre mi persona. La verdad es que ni yo sabía qué hacía allí, por lo que deseé que aquello fuera un simple error y acabara lo antes posible. Miré sorprendida al abogado, puesto que pensé que la familia era conocedora de las circunstancias especiales de mi presencia. La idea de estar en la misma habitación que Oliver se me hacía insoportable.
—La señorita Mota formará parte de esta reunión testamentaria como así lo dispuso la señora Hamilton-Murray –comentó el abogado con tono calmado.
—Esto no tiene sentido. ¿Qué tiene ella que ver con los asuntos familiares? – preguntó Miranda confusa.
—Por favor, cálmense. Fue el deseo de la señora Hamilton-Murray que estuviera presente en la lectura de sus últimas voluntades, asunto al que legalmente no pueden negarse.
Lancé una mirada fría a Oliver y no me corté un pelo.
—No te preocupes, he venido obligada. No me interesa en absoluto el legado de tu familia si es lo que te preocupa. Escucharé lo que tengan que decirme y me marcharé.
El señor Dowley, viendo la tensión que impregnaba la habitación, se apresuró a realizar la lectura del testamento de mi querida Rosalind. Apenas entendí nada, más que el reparto de propiedades y negocios entre sus dos nietos. Me extrañó no ver allí a Benjamin. Miranda, con porte solemne, parecía mucho más joven que la última vez que la había visto, más serena, más tranquila.
Anduve perdida en mis pensamientos con tal de no desviar mi atención hacia Oliver, que me observaba con su característico ceño fruncido desde su posición al otro lado de la enorme mesa de roble, hasta que el letrado me nombró.
—Usted, señorita Elva Mota Fernández, recibirá una compensación mensual de tres mil quinientas libras en concepto de gastos de mantenimiento de la propiedad que hereda conjuntamente en un cincuenta por ciento con el señor Oliver ReidMurray…
—¡¿Qué?! –Ambos nos levantamos de la silla al mismo tiempo y con la misma cara de sorpresa.
El abogado, tras el sobresalto, continuó con la exposición:
—La señora Rosalind Hamilton-Murray, de soltera Rosalind Murray, dispone que su nieto Oliver Reid-Murray y la señorita Mota gestionen la propiedad de Stonefield Castle a partes iguales, con la indicación expresa de que esta propiedad no podrá venderse jamás sin el beneplácito de ambos herederos. Así mismo, el señor Oliver Reid-Murray es nombrado, a partir del presente, Laird del clan Murray, legítimo heredero de su legado y responsable de su continuidad hasta el día de su muerte.
El señor Dowley abrió su maletín y nos ofreció a cada uno un sobre acolchado de esos marrones de burbujas que ambos miramos con extrañeza.
—Como último punto, la señora Hamilton-Murray expresó su deseo de que ambos recibieran estos sobres, cuyo contenido no podrán conocer aquí, sino que ruego lo hagan en privado durante el día de hoy. Con ello, la señora Murray espera que queden cubiertas todas sus carencias y necesidades de cualquier tipo.
Expulsé el aire que había estado aguantando durante todo el discurso para evitar caer desplomada. Aquello debía ser un error y de los gordos. Oliver y su hermana estaban tan sorprendidos como yo, que no daba crédito a la última broma que el destino y la dulce Rosalind nos habían endiñado.
En cuanto el abogado me aseguró que lo allí expuesto era la última voluntad de mi querida amiga, le pedí que contactara con mi abogado en España y firmé una documentación para solicitar lo antes posible la devolución de la propiedad a sus legítimos dueños. No me despedí al salir de la sala, simplemente bajé la cabeza y salí por la puerta con paso firme, el corazón a punto de estallarme en las sienes y la atenta mirada de los hermanos Reid-Murray clavada en mi rostro. Marisa me esperaba en uno de los salones de té y al ver mi semblante se preocupó. Ella, que me supera en lo de no tener filtro pero de calle, no pudo remediarlo.
—¿Qué coño te ha hecho ese imbécil escocés?
Oliver apareció ante nosotras justo en el momento en que mi amiga lo nombró. Su semblante se tornó serio y una ola de melancolía invadió mi cuerpo. Se acercó a nosotras y ella, que aún seguía con la boca abierta y avergonzada por la metedura de pata, susurró un «lo siento» casi inaudible.
—Hola, tú debes ser Marisa. Soy Oliver, el imbécil escocés.
Marisa casi se cae de culo y eso que sorprenderla a ella es difícil. No pude reprimir una sonrisa al ver como le dio la mano con la cabeza gacha y se escabulló para dejarnos solos, lo cual no me gustó tanto. ¡Traidora! Me encontré sola ante el peligro y con serias dudas sobre si conseguiría aguantar el tipo.
—Ante todo quiero que sepas que siento mucho la muerte de tu abuela – balbuceé, intentando acabar cuanto antes con aquel silencio incómodo que se fraguó a nuestro alrededor.
Oliver suspiró, asintiendo serio y cabizbajo, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Reconozco que ha sido una sorpresa, eres la última persona a la que esperaba ver hoy aquí.
Aunque su tono no era inquisitivo, aquello me dolió.
—No te preocupes, arreglaremos esto en cuanto los abogados lo crean oportuno. No quiero nada que pertenezca a tu familia, estás en tu derecho de reclamar mi parte y no pondré ningún inconveniente para retornarla a su legítimo dueño –respondí lacónica sin apenas mirarle.
—Elva, eso no me importa.
—Pero a mí sí –espeté con más energía de la que esperaba. Tras ser consciente de mi error, retomé una actitud más conciliadora–. Le he otorgado al señor Dowley poderes para que solucione este tema directamente con mi abogado en España. Con un poco de suerte, no tendrás que volver a verme.
—Elva, tenemos que hablar…
Levanté la mano indicándole que parara. No había ido allí para escucharle. Lo único que quería era acabar con aquello lo antes posible.
—Marisa y yo aceptamos quedarnos aquí a pasar la noche, pero mañana a primera hora volveremos a España. Agradecemos vuestra hospitalidad y, como te he dicho, no os causaré ningún tipo de problema con la herencia. Por mi parte es lo único que tengo que decir.
Oliver desvió la vista, derrotado, y asintió.
—Está bien, estáis en vuestra casa. Si cambias de opinión, estaré en la cabaña por si…
No le di tiempo a acabar. Salí por el portón principal mientras escondía mi dolor tras mis gafas de sol. Estar allí era desolador y me quemaba el alma. Busqué a Marisa y nos dirigimos en el coche de alquiler hasta Tarbert. No estaría en aquel lugar más tiempo del que fuera necesario.
Marisa y yo cenamos en Tarbert, con la intención de volver temprano, acostarnos y marcharnos a primera hora. Evitó en lo posible hacer referencia a Oliver durante la cena, pero cuando llegó un momento en que vi que se retorcía en la silla, actué en consecuencia para evitar que estallara ante la incertidumbre.
—Vamos, dispara.
—Es guapísimo. No me lo imaginaba así –me indicó, precavida.
Ni tuve opción, no podía decir lo contrario porque no lo sentía.
—Lo es.
Metí un trozo de pescado en mi boca y mastiqué sin retirar la mirada del plato.
—Elva ¿tú estás segura de que ese hombre no siente nada por ti?
—¿Por qué dices eso? –Que mi amiga, la loca sin sentimientos, me dijera eso me escamó.
—He visto su cara cuando te ha visto al entrar a la habitación y me ha pillado in fraganti. Ese tipo está hecho polvo, se muere por tus huesos.
—¿Y qué si siente o deja de sentir? Ahora tiene una familia ¿recuerdas? ¿Acaso él se paró a pensar en qué sentía yo? Me hizo sentir como una verdadera idiota.
La verdad es que había sido mala suerte que en mis dos últimas relaciones me hubieran coronado con más cuernos que el padre de Bambi. Era patético y muy triste. Vale, las situaciones eran muy distintas en ambos casos. Carlos me engañó deliberadamente, con alevosía y ensañamiento, mientras Oliver se vio forzado a hacerse responsable de una situación creada anteriormente a mi llegada. Aun así, me sentí traicionada por sus inexistentes explicaciones que, la verdad sea dicha, yo tampoco le había dado la oportunidad de expresar. Si a eso le sumamos que, gracias a la arpía de Laura, los regalos de Connor habían llegado a sus manos, creando un malentendido que tampoco él quiso solucionar, aquello había sido un condenado fracaso. Ambos, enfadados y decepcionados, no quisimos comunicarnos y nuestro orgullo se impuso a cualquier disculpa o explicación. Pero era mi sino. Mi deseo siempre había sido formar una familia con alguien especial y, desgraciadamente, el destino parecía estar siempre en mi contra.
Marisa sabía lo desagradable que era ese tema para mí, así que seguimos cenando en silencio hasta que me soltó un chiste de esos malos que me hacían llorar de lo absurdos que eran.
Tras la cena, bien entrada la tarde, volvimos a Stonefield. Por supuesto, Marisa había quedado encantada con el lugar. «Me acabo de enamorar», me había dicho cuando llegamos por la mañana. No escatimó en elogios en referencia al castillo, pero me confesó que el nivel de highlanders buenorros, por lo menos en aquella zona, era decepcionante.
Nos dirigimos hacia la entrada deseando llegar a nuestras habitaciones para descansar, cuando nos encontramos con que había bastante actividad en el hall. Al parecer, al día siguiente se celebraría una boda y los invitados y familiares de los novios charlaban y reían animadamente en el bar del salón. Miré a la pareja que se abrazaba y bailaba con dulzura una pieza de Gershwin. La gente se arremolinaba a su alrededor con miradas de verdadero orgullo. ¡Me daban tanta envidia!
—Vamos, Elva, no te ralles.
Marisa intentó animarme, pero era complicado hacerlo cuando tenía a quinientos metros al hombre que amaba, con el pequeño detalle de que nunca podríamos bailar una pieza de Gershwin mirándonos a los ojos.
Me despedí de Marisa con el pretexto de estar cansada hasta la extenuación. No sé si me creyó, pero respetó mi decisión sin chistar. Ella me informó de que bajaría a mezclarse con la gente del lugar. Quizá entre los invitados de la boda encontraría algo interesante.
¡Qué peligro tenía ella solita!
Me duché y me puse el pijama. Abrí el bolso para coger el móvil y vi el sobre acolchado en un lateral. Lo había olvidado por completo. Desconocía las intenciones de Rosalind al otorgarme el cincuenta por ciento de este castillo, pero intuí que el contenido del sobre era algo más personal.
Me senté en la cama y algo excitada por la incertidumbre, lo abrí. De él cayeron dos cosas. Un sobre blanco que parecía una carta y un pequeño paquete cuadrado del tamaño de una cajetilla de tabaco. Miré el sobre con curiosidad y sólo encontré escrito en el exterior un «Para Elva», en la parte frontal. Lo abrí con cuidado y las hojas con el membrete de Rosalind y el escudo con la herradura de los Murray hicieron su aparición. Las dos páginas estaban escritas a mano, con letra elegante y definida. Tomé aire y tras expulsarlo con lentitud comencé a leer.
Queridísima Elva,
Si estás leyendo esta carta, significará que mi vida ha llegado a su fin, y ya habré partido hacia otro lugar, con mi marido y mis añorados hijos.
Aunque te habrás sorprendido, espero que aceptes las últimas voluntades de esta pobre vieja y disfrutes de esta casa tanto como yo.
¿Por qué lo he hecho? Te preguntarás. Muy fácil. Stonefield nunca hubiese existido si no es por ti. La leyenda del Laird hechizado se creó gracias a rumores e historias que empezaron a contarse cuando Connor Murray volvió a su hogar de modo inexplicable. Pero, ¿sabes que toda leyenda tiene su parte de épica y su parte de verdad?
En cuanto Rafael me llamó y me contó que te había encontrado lo supe. Y cuando te tuve frente a mí la primera vez no tuve duda alguna. Tu entusiasmo y pasión por todo lo relacionado con esta casa y su Laird acabó por confirmarme lo que mi corazón ya sabía: que tú, Cascabel, habías venido a Stonefield para ayudar a mi clan por segunda vez.
Cuando Oliver me enseñó el pañuelo y la insignia, obcecado con la idea de que nos habías engañado, supe que la única forma de mantener mi hogar y morir en paz era uniros.
Me llevé la mano al corazón y suspiré. Ahora no estaba nerviosa, estaba completamente emocionada. Hice acopio de valor y continué leyendo:
No seré yo quién ponga en duda o cuestione la naturaleza de lo que se contaba en esa leyenda, pero estoy completamente convencida de que tú, Elva, y Connor Murray, de alguna forma inexplicable estáis unidos para la eternidad.
Sabía que tu llegada auguraba un cambio, pero no imaginé que serías capaz de modificar la vida de tantas personas con tanta generosidad.
Siento enormemente que hayas sufrido en pos de que otros sean felices, pero estoy segura de que la vida te guarda una enorme recompensa. Sé que ha sido duro para ti mantener ese secreto en tu corazón, y te lo agradezco. Es por ello que Stonefield también te pertenece y es tu responsabilidad que siga siendo la cuna de los Murray con todo su esplendor. Confío en ti y en que sabrás valorar este deseo.
No soy buena dando consejos, ni seré yo quien te diga lo que has de hacer con tu vida, pero me voy a permitir pedirte un favor. Escucha, Elva, cierra los ojos y escucha. Escucha el murmullo de los sentimientos que flotan en el aire. Ellos te susurrarán lo correcto.
He ordenado que te entreguen también una pequeña biblia perteneciente al Laird hechizado y que supongo que tendrá un gran valor sentimental para ti. Allí, el Laird habla de una mujer. De esa muchacha de lengua afilada y buenos sentimientos que le guió hasta casa con su cariño y sus consejos. Habla de ti, Elva de Barcelona. Me gustaría que cuidaras de ella como un tesoro. Sé que lo harás.
Querida mía, disfruta de la vida. Eres una gran mujer y harás muy feliz al hombre que tenga la suerte de ganarte. Ha sido un placer coincidir contigo en esta vida, Cascabel.
Un beso muy fuerte,
Rosalind Hamilton-Murray
Estuve durante un buen rato releyendo esa última frase de mi querida Rosalind, hasta que mis lágrimas llenaron de borrones el papel color vainilla y me congestioné por completo. Si toda mi historia con los Murray era excepcional, averiguar que por mucho que yo intentara ocultar mi aventura, Rosalind y don Rafael eran conocedores de mi secreto fue como quitarme una pesada losa de encima. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Algunas de felicidad y otras tan amargas que quemaban mi piel. Decidí bajar al jardín para despejarme y respirar aire limpio, eso ayudaría a calmar mi ansiedad y a que pudiera respirar con normalidad. Cogí el pequeño paquete, me puse el anorak sobre el pijama y me calcé mis socorridas botas australianas. Introduje en el bolsillo el reproductor de mp3 y me coloqué los auriculares, esperando que la música, como en tantas otras ocasiones, espantara mis males y me calmara.
La fiesta en el bar continuaba, los novios seguían acaramelados, la gente charlaba y bebía animada en pequeños grupos. Hasta divisé a Marisa tonteando con un hombre moreno que se encontraba a su lado. Aunque me resultó familiar, no le reconocí hasta que se giró para ofrecerle una copa. ¿Elliot? ¡Madre mía! ¡Desde luego esos dos iban a encontrar la horma de su zapato el uno con el otro! Qué Dios le pillara confesado porque ¡con Marisa lo llevaba claro!
Divertida aún por la escena, salí al jardín atravesando uno de los ventanales para evitar ser vista con aquellas pintas. Necesitaba un poco de intimidad y, aunque la noche era fresca, la brisa era de lo más agradable. Bordeé prácticamente todo el castillo sin apenas darme cuenta hasta llegar a la zona de los jardines. Conocía cada estancia de aquel lugar y sentí, que a partir de ahora, estaría vacía sin la presencia de Rosalind. Evité que una nueva lágrima corriera libre por mi mejilla y me recompuse. Al girarme me percaté de que me encontraba junto al ventanal por el que aquella maravillosa noche en la gala benéfica me colé para resguardarme de la lluvia. Como si el cielo hubiese recordado aquella ocasión, una leve llovizna comenzó a caer hasta hacerse lo suficientemente molesta como para tener que guarecerme bajo una cornisa.
Sentí el deseo de hacer una cosa, pero me contuve. Ni era el momento ni lo apropiado. Yo ya no tenía ningún vínculo con aquellas personas y, mucho menos, quería ser denunciada por allanamiento. Pero como yo soy así, y hago todo lo contrario a lo que pienso, me deslicé con cuidado por el ventanal de la biblioteca, que afortunadamente estaba abierto, y me dispuse a ver a mi Connor por última vez.