XII

El paraiso de Elva - Felicidad Ramos_pic0003 1

Barcelona, marzo de 2015

 

Durante las dos semanas siguientes mi vida se convirtió en un continuo caos.

Aquel viaje inesperado a Escocia iba a cambiar mi vida más de lo que ya lo había hecho hasta ahora, y lo iba a aprovechar al máximo. Connor Murray, él era la causa de todo. Hacía unos meses había estado al borde de la depresión y ahora me dirigía hacia una tierra extraña para conocer el hogar de mi querido highlander, la persona que me hizo salir de la espiral de dolor en la que me había metido. Porque sí, acepté el trabajo.

Como siempre, gracias a la inestimable ayuda de Marisa, que se sentía casi más emocionada que yo, pude terminar mis trabajos de diseño pendientes y preparar la maleta con todo lo que pensaba llevarme. He de decir que cuando le comuniqué el resultado de la reunión casi le da un jamacuco. Estuvimos riendo y saltando como unas niñatas histéricas durante diez minutos. ¡Locas de atar!

Recibí varias llamadas de Macarena durante ese tiempo, informándome de la organización del viaje. Me envió un paquete con los documentos que le harían falta a don Rafael, junto con un desglose de las costumbres del hombrecillo. De todo lo que leí durante esos días, pensé que esto último sería lo más difícil de sobrellevar. ¡Ese hombre estaba cargado de puñetas!

Una semana antes de mi partida, me llegó el correo con la confirmación de la reserva de hotel y las indicaciones oportunas para mi llegada. El itinerario era bastante alentador. Saldría el jueves diecinueve a primera hora de la noche en un vuelo directo que me llevaría al aeropuerto Internacional de Prestwick, en la zona sudoeste de Glasgow. Allí, dada la hora de mi llegada, me esperaría un chófer para llevarme al hotel situado a unas setenta millas de allí, en un pueblo costero llamado Tighnabruaich. Suspiré nerviosa y sonreí. Era un hecho. ¡Me iba a Escocia!

Marisa se empeñó en ir de compras, dado que mi viaje inesperado no iba a ser precisamente en plan mochilero, sino que iba a ejercer de pleno derecho como asistente de una de las «escritoras» más famosas del mundo. La ocasión se merecía que me gastara unos euros en cuatro trapos de categoría por lo que pudiera pasar.

Nuestra visita a Sarin´s, la boutique en la que ella trabajaba, fue una tortura absoluta. Marisa no hacía más que obligarme a probarme ropa y al final me decidí por tres trajes chaqueta por si tenía que ir a alguna reunión, y uno de fiesta para el día de la gala benéfica que organizaban los Murray, y a la que don Rafael tendría que asistir, y yo con él, esperaba. Un traje precioso negro tipo esmoquin y camisa de lentejuelas en blanco y negro. Lo peor fue el calzado. Desde que tuve un esguince hace unos años no andaba segura con tacones, por lo que me había acostumbrado a zapato plano o, directamente, mis Mustang de colores, que ya no estaba la economía para las Converse clásicas. De nuevo, Marisa me obligó a comprarme unos zapatos, divinos eso sí, con un taconazo que en el caso de caerme no quedaría diente vivo. Unos preciosos salones de pulsera muy sexis, que realmente quedaban preciosos con el traje de fiesta. Finalizamos la jornada de compras con varios vaqueros, algunos jerséis de lana gruesa, y un anorak de plumas impermeable amarillo mostaza que, aunque llamativo, Marisa me aseguró que era de pluma de oca de calidad y, por tanto, no iba a pasar frío. Menos mal que hicimos uso del descuento que le hacían a ella por ser trabajadora de la marca, si no me arruino. Así que acabamos el día con mi VISA fundida y mi conciencia con una luz de color rojo parpadeando, recordándome que ya podía trabajar mucho para pagar el cargo. ¡Fuera de mi cabeza luz maldita!

Marisa resultó ser peor que mi madre preparando la maleta, llévate esto, llévate lo otro… lo típico, llenar la maleta de «por si acaso». Así que mi maleta se convirtió en un popurrí de ropa de diseño, junto a mis vaqueros y jerséis favoritos y mi pijama de estampado de vaca, eso era sagrado. Iban a ser dos meses de aventura en los que todo podía pasar, así que debía estar preparada.

Llegó el día y Marisa me acompañó al aeropuerto, sumida en un mar de lágrimas.

—Tía, no olvides llamarme cuando llegues, y conéctate cada noche y hablamos por el Skype y me cuentas todo lo que descubras sobre tu escocés buenorro.

—Que sí, pesada. Pero llegaré de madrugada, te llamo mañana mejor ¿vale?

—Toma, te he hecho un bocata de jamón para el viaje. Intenta comer bien, que dicen que allí se come fatal –aseguró mientras metía el bocadillo en mi bolso–. Y ponte guapa en la gala, déjalos con la boca abierta.

—Marisa, te pareces a mi madre. Estaré de vuelta pronto, no te preocupes. —Voy a echarte de menos, nena –sollozó mientras me abrazaba. —Yo a ti también. –Y era cierto. Ojalá pudiese acompañarme en esta locura.

—Venga, vete ya, que me pongo muy moñas. A por él, preciosa, y deja el pabellón español bien alto. Te quiero, lo sabes, ¿verdad?

—Yo también te quiero –dije sorbiendo mis lágrimas.

—Acuérdate, videollamada cada noche con la crónica escocesa. Disfruta y ¡ten cuidado!

Mientras me alejaba de Marisa y esperaba a que chequearan mi billete, la sensación extraña de que algo iba a cambiar se hizo más fuerte. Atrás dejaba a mi amiga del alma, mi casa, mi tranquilidad. Ahora, al mirar al frente, no vi sólo la puerta de embarque, era mucho más que eso. Era la entrada a mi futuro.

Subí al avión con un revoloteo en el estómago. No estaba nerviosa por el vuelo en sí, ya que no era la primera vez que lo hacía. Pero sí era la primera vez que salía sola de mi país y sin saber exactamente lo que me iba a encontrar. Aunque fue inevitable, no quise hacerme falsas ilusiones con lo que me depararía la experiencia. Connor, aunque real, no estaría allí para protegerme. Tendría que buscar la forma de empaparme de su vida sin ser tomada por una lunática, porque ¿cómo iba a contar mi noche mágica? Estar cerca de su familia, pisar la misma tierra por la que él luchó tanto. Desde luego di por hecho que había regresado a su casa aquella noche, dada la prole de descendientes que siglos después llevaban su apellido. Era emocionante pero estaba asustada, expectante, a punto de entrar en estado Bella de Crepúsculo. ¡Hiperventilando modo on!

Recordé el espectáculo que montó mi madre cuando llamé para informarles de que, como tantos otros jóvenes españoles, iba a probar suerte en el extranjero con un trabajo. A ver, que mi madre es muy buena gente, pero es alarmista como pocas. Lloró como una loca, me instó a volver a casa, a que no hablara con desconocidos, a que no bebiera de vasos ajenos y, sobre todo, a que huyera cuando viera algo raro. Pobre, si es que es normal, pero vamos, que Escocia no está en la Cochinchina, a pesar de que para ella todo lo que sobrepase las lindes de mi pueblo ya es lejos. Hasta que mi padre no le quitó el teléfono, no pude explicar con claridad el motivo y las intenciones veladas de mi viaje –no era plan de contarle a mi padre nada de Connor, claro–. Mi padre, más comprensivo y siguiendo su costumbre de animarme a buscar mi sitio en la vida, se quedó más tranquilo. Pero fueron las palabras de la abuela Bríxida las que me hicieron ver que, por muy excepcional que fuera esta experiencia, debía vivirla.

—No hay lazos más grandes en una promesa que las dichas con las palabras del corazón. Si quieres saber de él, ve a buscarle. Si no, te encontrarás mirando demasiadas veces hacia atrás, recordándole y maldiciendo el día que decidiste no intentarlo.

Sonreí ante el recuerdo de sus palabras y me coloqué los cascos del Ipod mientras observaba los pequeños puntos de luz de la ciudad, que se alejaban poco a poco a través de la ventanilla.

Eso iba a hacer, no iba a romper mi promesa y sabría por fin qué había sido de él.

En el mismo momento en que Elva subía a ese avión, un hombre y una mujer con sus cuerpos totalmente entrelazados entraban de forma abrupta en una casita de Tighnabruaich, Escocia. Era tanta la urgencia que tenían por devorarse, que dejaron la puerta abierta de par en par, arrasando con todo lo que había a su paso con tal ímpetu que casi se matan al tropezar con el pequeño sofá de cuadros instalado frente a la entrada. La mujer, de larga cabellera morena y ondulada, reía aún con sus labios pegados al cuello del hombre. Este, deshaciéndose con rapidez de su grueso abrigo y con la camisa de cuadros abierta y el cinturón a medio abrochar, intentaba con presteza recobrar el equilibrio. Retrocedió unos pasos para cerrar la puerta sin mirar, ayudándose de una patada certera.

Agarró entre jadeos ahogados las nalgas de la chica y la estampó contra la pared, manteniéndola a horcajadas en una posición perfecta para acoplar su erección entre sus piernas.

Ella hundía con decisión sus dedos en el revuelto pelo del chico, que ya estaba a punto de comérsela entera. Le levantó el minúsculo vestido hasta las caderas y mientras ella acababa de extraer su miembro de la bragueta del pantalón, él extraía con apremio un condón de su envoltorio.

Estaba en pleno proceso de colocación cuando el móvil comenzó a sonar dentro del bolsillo de su vaquero que descansaba a la altura de sus tobillos. Era tal la pasión que les embargaba por comenzar a desatar sus instintos que la melodía Hysteria de Muse que reclamaba su atención se ahogó entre jadeos y suspiros. Ignoró por completo la llamada y la penetró con ansia. Tan sólo había acometido cuatro o cinco embestidas, cuando en una de ellas el móvil se liberó del bolsillo, multiplicando ahora su volumen hasta romper la magia del momento. Él reparó, molesto, en los insistentes acordes del bajo de Chris Wolstenholme y redujo su empuje resignado.

—No contestes… –susurró ella instándole a continuar con un hilillo de voz ronco y sensual.

Él clavó sus ojos de un azul profundo y opaco en la boca de la morena, que en ese momento se mordía el labio con lascivia. No tuvo que hacer más. Siguieron con su ritual salvaje y animal durante varios minutos más, cada vez con más ímpetu, con más necesidad. Estaban a punto de culminar el encuentro cuando el móvil volvió a sonar sin cesar.

—¡Joder! –gruñó el muchacho en la boca de ella.

—Ni se te ocurra parar ahora Olly,…

Pero a Olly el maldito teléfono le había cortado el rollo soberanamente.

—¡Mierda! ¡Joder! Espera…

Se apartó de la chica con rapidez y ella boquiabierta no daba crédito a su descaro.

—¿No irás a contestar?

—Es muy tarde, podría ser una urgencia, nadie insistiría a estas horas si no fuera importante.

El hombre se apartó definitivamente de la chica, se subió el pantalón y recuperando el aliento, se dispuso a contestar la llamada sentado en el sofá.

—¿Si? Claro que estoy ocupado Miranda, ¿qué ocurre? ¿Qué? ¿Y tengo que ir yo precisamente? ¿Es que no hay nadie disponible en este puñetero lugar? ¡Mmmm! Está bien, está bien. ¿A qué hora llega? Joder, a estas horas ya no hay ferri, ¿estás loca? ¿Sabes lo que voy a tardar en ir y volver? Joder, vale. Saldré ahora mismo. ¡Mierda!

No se molestó ni en colgar, tiró el teléfono de mala gana sobre el asiento y se mesó el pelo contrariado.

—¿Qué pasa? –demandó la morena.

—Tengo que irme –contestó serio y con voz grave.

Se dirigió hacia el baño y tardó unos segundos en salir ya con el pantalón abrochado y recomponiendo de nuevo su atuendo con una camisa limpia. La chica lo miraba atónita desde el mismo lugar en el que la había dejado, incapaz de creer que Olly la hubiese dejado literalmente a medias.

—¿Ahora? ¿A dónde?

—A Glasgow, tengo que recoger a alguien en el aeropuerto.

La chica se desnudó por completo y con la piel perlada por el sudor del acto interrumpido, se tumbó en el sofá mientras observaba como el hombre que hacía unos minutos tenía en su interior buscaba las llaves del coche.

—¿Ahora también eres el chófer?

Al notar el tono burlón del comentario, Olly le advirtió con el dedo.

—No, Laura, no.

—Tu hermana hace contigo lo que quiere.

—He dicho que no sigas por ahí –escupió más que irritado.

Ella captó de inmediato que debía cambiar de tema si no quería terminar la noche peor de lo que estaba siendo ya, y decidió ser prudente. No podía estropear la oportunidad de estar con él. Porque de una cosa estaba segura, lo tenía a sus pies otra vez, como en los viejos tiempos. Así que no iba a cometer los mismos errores que en el pasado, ahora iba a jugar bien sus cartas para no perderle de nuevo.

Levantó una pierna dejando expuesta la zona de su cuerpo que más le necesitaba y con voz melosa y sugerente le instó a acercarse a ella.

—Olly, cariño, espero que esta no sea una de tus tretas para deshacerte de mí.

Pero Olly ya no se sentía con ganas de seguirle el juego. El arrebato sexual que había sufrido momentos antes había desaparecido. Se había enfriado por completo, ahora volvía a ser el hombre de hielo que acostumbraba a ser.

—Tengo excusas mejores que esta, deberías saberlo. Será mejor que vuelvas a casa, volveré tarde –ordenó casi saliendo por la puerta.

Laura enredó un mechón de pelo en uno de sus dedos y le aseguró a la sombra que desapareció ante sus ojos:

—Te esperaré, no tengo ninguna prisa. Además, esto que has empezado lo tienes que acabar.

El vuelo con destino el aeropuerto de Prestwick fue relativamente tranquilo, en tan sólo un par de horas me encontré esperando en la cinta mi equipaje, mientras me comía el bocata de jamón que Marisa, bendita ella, me había preparado en Barcelona. Apenas tenía hambre, pero me quedaban al menos otras tres horas hasta llegar a mi destino y poder llenar el estómago.

Después de quince minutos esperando a que mi maleta saliera por la cinta, temí lo peor. Me dirigí a uno de los pocos empleados que había en aquella zona y reclamé mi equipaje. No podía ser verdad, ¡no podían haber perdido mi maleta con todas mis cosas! Mi ropa nueva, mis libros, mis cremas, mis vaqueros, mi pijama de vaca, ¡¡mis bragas!!

Pero mis temores se cumplieron, tras varias comprobaciones, me indicó que mi maleta había salido rumbo a Roma debido a un error. ¿Un puñetero error? Y, ¿qué iba a hacer ahora? No tenía más que lo puesto, mis vaqueros, mis botas estampadas de leopardo, un jersey cisne negro y el anorak amarillo, eso sí, de plumas de oca de primera. El señor algo estirado, que en un principio me había dicho que no podría gestionar la reclamación hasta el día siguiente, se apiadó de mí al ver mi angustia. Me tranquilizó diciendo que él mismo la formularía esa misma noche y que, con suerte, podría tener mi equipaje de vuelta en un par de días. ¡¿Qué?!

Suerte que al no facturar la pequeña maleta con la documentación de trabajo de don Rafael y mi portátil, aún no estaba desahuciada del todo. Pero aun y así, nada más llegar a Escocia ya tuve ganas de marcharme.

Tras dar los datos de mi hotel al empleado, abandoné la oficina de reclamaciones y me dirigí totalmente perdida hacia una de las salidas en donde, supuestamente, el conductor que me llevaría al hotel estaría esperando.

Un gran cartel en la fachada con tres escoceses vestidos con kilt, me daban la bienvenida al país: Welcome to Scotland, Fàilte gu Alba. Desde luego, había hecho mi gran entrada triunfal en Escocia por la puerta grande y con lo puesto. «Mal empezamos», pensé con ironía. Supliqué rezando a todo el santoral, deseando que la cosa no fuera de mal en peor.

Con el estómago revuelto y a punto de llorar por la impotencia, saqué de mi bolso el móvil y busqué el número que Macarena me había dado en caso de emergencia. Estaba a punto de marcar cuando me detuve. No eran horas de llamar a nadie y, desgraciadamente, nada se podía hacer por mi ropa perdida. Hacía un viento horrible, y la humedad era latente. Suspiré derrotada y me coloqué la capucha del anorak de plumas sobre la cabeza, hundiendo mi cara en la bufanda mientras miraba a los lados en busca de mi dichoso conductor. Apenas quedaba nadie en la terminal, algunos pasajeros que montaban en los últimos taxis disponibles y que desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, dejándome sola con la mochila y mi bolso sobre la acera como única compañía.

«Elva, no te pongas más nerviosa, que seguro que el señor se ha retrasado por algo», me dije a mí misma cuando pasé de tiritar de frío a hacerlo de miedo. Mi mala suerte no podía acrecentarse en una sola noche de esa forma. No, no, no. Con la maleta perdida ya había tenido suficiente. Comencé a maldecir en voz baja cuando apareció un coche oscuro con los cristales tintados y se detuvo a dos metros de distancia. No quise moverme hasta que el conductor bajó del coche y con una expresión adusta se dirigió hacia mí como un doberman.

—¿Es usted Elva Mota, la española que trabaja para don Rafael? –asentí aturdida ante la agresividad verbal del hombre nada más llegar. ¡Qué agradable! Lo dicho, por la puerta grande, Elva, te has lucido–. ¿Y su equipaje?

—Camino de Roma. –Noté que su expresión se relajaba por un segundo al dibujarse una pequeña ¿sonrisa?, bajo la mata de pelo que poblaba su rostro.

—Suba al coche –me ordenó lacónico mientras él lo hacía sin tan siquiera meter mi bolsa de mano en el maletero. Este tío es tonto, ¿no?

Subí a la parte trasera del automóvil dejando mis bolsos a un lado y agradecí el calor del interior. Froté mis manos mientras echaba mi aliento sobre ellas, me desabroché el anorak y me mantuve en silencio mientras observaba de reojo al conductor. Parecía joven, no más de treinta y cinco años, pelo corto y con una barba descuidada que daba repelús. Vestido con vaqueros y un plumón oscuro que no tardó en quitarse en cuanto entró en el coche, dejando a la vista un grueso jersey de lana granate. No me había dado mala sensación al verle, pero esa expresión de mala leche, junto a ese aspecto descuidado me tenían desconcertada. Parecía un hooligan. Le observaba de soslayo cuando descubrí que me miraba por el espejo retrovisor.

—¿Sabe que llevaba más de una hora esperándola en la puerta de la terminal? ¿Dónde demonios se había metido? –preguntó en el mismo tono histérico que el de su llegada mientras se frotaba nervioso la descuidada barba.

—La maleta. Han perdido mi maleta. Lo siento –me disculpé con ironía.

—Podía haber avisado, creí que yo la había perdido a usted. Maldita sea… ¿Ha visto la hora que es? Aún quedan un par de horas de viaje hasta llegar a Tighnabruaich… ¿Cree que no tengo nada mejor que hacer?

El tono de sus palabras me hirió. Me sentí demasiado vulnerable después del incidente de la maleta como para tener que aguantar los malos humos de este señor. Callé durante unos minutos que se hicieron eternos, y decidí romper el hielo iniciando una conversación agradable.

—Me han dicho que el pueblo al que vamos es muy bonito. –Silencio–. ¿Conoce usted Stonefield? Estoy deseando ver el castillo, conocer a los Murray y disfrutar de esta tierra con tanta historia. –¿Me está ignorando? Sin duda, menudo antipático me ha tocado por compañero de viaje–: ¿Trabaja usted para los Murray?

El tipo, que no había dejado de observarme por el retrovisor, suspiró y su voz profunda y tajante me dejó claro cómo iba a ser mi viaje a partir de ahora.

—Mire, señorita, no he venido aquí a entablar una conversación sobre historia, mi trabajo o cualquier tema que pueda interesarle. Mi misión esta noche se limitará a llevarla a su hotel, por lo que le agradecería que no me distraiga y me deje hacer mi trabajo.

Asombrada y dolida por la contestación fuera de tono, decidí que ese escocés maleducado no iba a aguar más el accidentado comienzo de mi viaje y me coloqué los auriculares de mi móvil, esperando que quizá un poco de música y el silencio entre nosotros hicieran el viaje algo más agradable.

Durante más de media hora no volvió a dirigirme la palabra, tan sólo me observaba desde el espejo de vez en cuando y me intimidaba con su mirada. Era dura, implacable. La verdad es que en la penumbra ya se adivinaban unos ojos bonitos, pero ¡era tan borde!

Apoyé la cabeza sobre el costado de la ventanilla y observando las luces nocturnas que se perdían entre la oscuridad, cerré los ojos y comencé a dejarme llevar por la melodía de Ben Cocks, Your firefly.

Un golpe brusco acompañado de una maldición me despertaron de sopetón. Al abrir los ojos, miré a través de la ventanilla y vi que el coche se había detenido. No sé en qué momento se había puesto a llover, pero ahora llovía y mucho. Confusa, miré hacia mi acompañante, pero este ya no estaba ante el volante y me alarmé.

Un golpe en la puerta me desveló su ubicación. ¿Eso había sido una patada? Mi acompañante había salido del coche y gritaba bajo la lluvia con las manos en la cabeza bastante desesperado. Pegó otro golpe con el puño en el capó y me asusté más aún. ¿Seguro que se trataba de mi chófer y no de un asesino en serie? No supe cómo reaccionar ante el carácter del tipo, ¿debía salir para saber qué pasaba o quedarme dónde estaba? Recordé medio paranoica las películas de terror en las que la música avisa del peligro y la chica se lanza en picado hacia él. ¡Idiota! Mejor me quedo ¿no?

La puerta de mi izquierda se abrió súbitamente, dejando entrar el agua y poniendo perdida la tapicería del coche. El «simpático» conductor, completamente empapado, me miraba con cara de pocos amigos.

—¿Sabes cambiar la rueda de un coche? –Abrí la boca desconcertada y negué sin articular palabra–. ¡Mierda! –Maldijo–. Al menos baja y échame una mano.

—¿Con esta lluvia? –¿Está de broma?

—¿¡No esperarás que la cambie solo!? Baja del coche y ayúdame –sentenció.

Cerró la puerta y me quedé allí muerta de la impresión. Pero ¿es que ese tipo estaba loco? ¿Qué tipo de chófer era ese? Desde luego mañana me iba a oír don Rafael. Una cosa es que me obligara a viajar sola a esas horas y otra muy diferente que me dejara al cuidado de semejante idiota.

Entre que yo no me había visto jamás en la tesitura de tener que cambiar una rueda y que el tipo, atacado de los nervios, parecía tener menos idea que yo, la tarea fue un infierno. Por supuesto, tuve que salir del coche y ponerme a su lado con un gran paraguas que casi me obligó a coger, como las azafatas de la Fórmula Uno, mientras él hacía el trabajo. Un paraguas que, por cierto, no evitaba que nos estuviéramos poniendo perdidos de agua. Aquello era surrealista.

Miré a mi alrededor y comprobé que estábamos en una carretera secundaria estrecha perdida en medio de la nada. Mi acompañante no dejaba de maldecir por lo bajo a la mínima que podía, pero a un volumen suficiente como para que yo le escuchara.

Mientras él se afanaba en sacar la rueda de repuesto y el gato del maletero, pude fijarme más en él. Efectivamente, rondaba la treintena, y su aspecto era bastante agraciado. Me sacaba un palmo, y su complexión era, cómo decirlo, agradable de ver. Sus facciones duras era lo único que desentonaba en el conjunto. Recordé las categorías de Marisa para catalogar a los tíos –que os explicaré luego– y ese hombre en otra situación sería del tipo «follable», pero a mí en este momento me parecía que la vida era muy injusta al dar un físico estupendo a alguien con modales tan primitivos. Me estuvo mareando y amenazando con la mirada durante un rato, hasta que comenzó a realizar el cambio de rueda. Por Dios, ¡que esto acabe pronto! ¡Me estoy muriendo de frío!

Él tuvo que adivinar por mi semblante lo que estaba pensando, puesto que se dirigió a mí con un tono sarcástico que me sacó de mis casillas.

—¿Crees que yo estoy contento de estar aquí ahora mismo? ¡Maldita sea! ¿Podrías taparme con el puñetero paraguas? ¡Me estoy poniendo perdido!

Mi paciencia llegó al límite y no pude soportarlo más, dejando salir mi temperamento español que bullía como una olla a presión.

—Pero ¿qué coño te pasa? ¿Acaso tengo yo la culpa de que se haya pinchado la rueda? Acabo de llegar a este país, he perdido mi maleta, y ahora ¿tengo que soportar tu mal humor? –El hombre se quedó pasmado con mi reacción e intentó replicarme, cosa que atajé enseguida–. ¿Esta es la hospitalidad escocesa? Joder, llevo en este país una hora y ya tengo ganas de marcharme. ¿Por qué me ha tenido que tocar el tío más borde, antipático e insoportable de Escocia? –grité la última frase desesperada, y continué con mi verborrea imparable–. Y ¿sabes? yo también me estoy calando hasta los huesos. Si no te parece bien como utilizo el paraguas, lo haces tú solito.

Cerré el paraguas en un arranque de frustración y lo lancé con todas mis fuerzas hacia el vacío, como si me fuera la vida en ello. A continuación le miré con determinación y tras pegar una patada al suelo, exclamé un «¡Imbécil!» finiquitando el monólogo y me metí en el coche. Le dejé allí chorreando y con la boca abierta, mientras mi estómago subía a mi boca por los nervios y comenzaba a llorar presa de la rabia. Mi llegada a Escocia no podía haber sido peor. ¿Por qué?

Durante la siguiente media hora, mi orgullo fue flaqueando y me sentí mal por el hombre que seguía fuera. En ese momento ya tendría mojados hasta los calzoncillos. Vi el bulto formado por su chaqueta moverse de un lado a otro y mi conciencia pellizcó mi corazón. Quizá, después de todo, me había excedido, aunque no me arrepentía de haberle parado los pies con su injusta actitud. Si yo estaba tiritando de frío, él estaría al borde de la pulmonía. Me moví un poco para acercarme a la puerta y, de repente, la del conductor se abrió. Una ráfaga de agua y frío se metió en el coche acompañando al chico, que completamente chorreando, intentaba quitarse el abrigo húmedo y calentarse las manos con la calefacción una vez puesto en marcha el automóvil. Me sentí fatal, pero ¡se lo merecía! Por idiota, por maleducado, por… «No, Elva, creo que te has pasado tres pueblos» me recriminó mi conciencia. Joder, ¡qué rabia me da ser tan blanda!

Le observé y se me ocurrió decirle algo para suavizar el ambiente tenso y ridículo que se había formado entre nosotros, pero no me dio tiempo. Fijó su mirada profunda en mí por el espejo retrovisor y exclamó con lo que me pareció un tono más tranquilo que el anterior.

—Vámonos.

En apenas algo más de una hora, volví a notar que el coche se detenía. El sueño y el cansancio me habían vencido de nuevo, y me desperecé despacio, en busca de mi chófer, que ya no se encontraba en el interior del coche. La puerta se abrió y el hombre ,sin apenas mirarme, cogió mis dos bolsas con decisión y se marchó, dejándome su aroma varonil mezclado con tierra mojada como regalo inesperado. Aún saboreaba su olor cuando noté su voz cerca de mi oído.

—¿Piensas bajar del coche? Ya hemos llegado. Tus cosas están en la entrada. Me gustaría marcharme para darme una ducha y evitar coger una pulmonía.

Sus palabras no fueron severas, no en esta ocasión, algo sarcásticas pero no duras. Quizá, después de todo, mi furia española le había bajado los humos. Me tranquilizó el sabor de la batalla ganada y bajé del coche mientras me intentaba poner el anorak. No me dio tiempo a cerrar la puerta, cuando el coche derrapó y se perdió en la noche a una velocidad pasmosa, poniéndome perdida de barro mientras lo hacía.

¡¡Será imbécil!!