XXXI

El paraiso de Elva - Felicidad Ramos_pic0003 1

Me alejé de la cabaña de Oliver a toda prisa, aún con su tacto quemándome la muñeca y con el dolor atravesando mi pecho como un puñal. Si me detenía estaba segura de que me rompería en mil pedazos, así que continué andando hasta que el aire comenzó a faltarme y las lágrimas empezaron a salir a borbotones y, con ellas, un llanto resultante del cúmulo de emociones. Necesitaba descargar mi frustración, maldecirme por ser tan ingenua y haber creído por un momento que algo podría pasar entre Oliver y yo, que podría haber un acercamiento. Estábamos a años luz el uno del otro, y quizá la sombra alargada de Connor me había impedido ver la realidad. Es posible que buscara en Oliver a otro Connor, pero no lo era. ¿Por qué leches había tenido que soñar con él? ¿Por qué cada vez que pensaba en él y aunque no quisiera, mi cuerpo reaccionaba como el de una quinceañera?

Me aparté del camino y me senté en la falda de un árbol dando rienda a suelta a mis sentimientos para desahogarme. Miré mi bolsa violeta por la que asomaba la merienda que había preparado y la pequeña banderita de la paz, y lloré. Lloré de impotencia por sentirme dolida, rechazada, por necesitar sentir la piel de Oliver junto a la mía como hacía unos minutos. ¿Es que tengo un imán para los hombres granada? ¡Aaaaargh!

Mientras limpiaba mis lágrimas e intentaba volver a dejar mis vías respiratorias libres de mucosidades, una suave brisa me acarició la cara. Cerré los ojos ante tan agradable sensación de paz y sentí a Connor muy cerca, percibí su presencia, ese calor que me aportaba tanta seguridad y que ya conocía tan bien. Una sensación que me meció hasta calmarme y casi adormecerme. Permanecí con los ojos cerrados, temiendo que si los abría, Connor desapareciera. Sentí como su caricia se deslizaba por mi pómulo hasta llegar a mi barbilla, aportándome el consuelo que necesitaba. La anestesia que mi corazón precisaba para no sentir dolor. Esto no podía seguir así, Connor ya no existía, no podía aferrarme a su recuerdo toda mi vida.

—Vaya, ¿sigues aquí?

La voz ronca de Laura perturbó de nuevo mi paz interior, haciendo desaparecer cualquier rastro de Connor, cuyo aroma se fue con el viento helado tal como había llegado. Abrí los ojos y allí estaba junto a mí con los brazos cruzados y desafiándome con la mirada.

—¿Qué quieres, Laura ?

—No, ¿qué quieres tú?

—No sé de qué estás hablando.

—¿Aún no te has dado cuenta? Oliver juega en otra liga. ¿De verdad pensaste que tenías alguna posibilidad? –exigió con superioridad.

Sus palabras me atizaron como si quemaran mi piel. Sí, lo había pensado ¿y qué? Idiota de mí. Podía ser tonta pero también tenía orgullo. Si Oliver ReidMurray no quería arreglar las cosas, era su problema. Me quedaban apenas unas semanas de trabajo en Stonefield y después me marcharía a casa y adiós Escocia. Había encontrado lo que había venido a buscar, era inútil y absurdo esperar alguna cosa más. No debía ser codiciosa, a veces las cosas son como son, por mucho que queramos que sucedan de otra forma. Me levanté intentando parecer lo más entera posible y me enfrenté a ella.

—Mira, no voy a enzarzarme en una pelea contigo por un tío. No es mi estilo, eso te lo dejo a ti.

 

—¿Me estás juzgando?

 

—Sigue tu rollo o lo que sea que tengas con él, a mí no me importa en absoluto. Y, por favor, déjame en paz.

—Te estoy dando un consejo, Elva. Lo más que podrías conseguir de Oliver serían cuatro besos y, con suerte, un polvo rápido. Hazme caso, él no es un hombre que pueda enamorarse y menos de una mujer como tú. ¿Qué esperabas, que cayera rendido a tus pies? No le conoces, él no es tu príncipe azul.

—¿Una mujer como yo?

Laura se acercó amenazante y me agarró del brazo con fuerza hasta hacerme daño.

—Vuelve a tu preciosa y tranquila vida en España y olvídate de él. Es lo mejor que puedes hacer. Si no lo haces, puedes estar convencida de que no te lo voy a poner fácil, porque si no es para mí, te aseguro que para ti tampoco.

—Suéltame.

Me deshice de su mano de un empellón y recogí la bolsa del suelo. Laura me miró con prepotencia y escupió un «niñata» mientras desaparecía por donde había venido. Durante algunos minutos me quedé allí, con la mente en blanco, sin saber qué hacer o a dónde acudir. Miré en dirección a la cabaña y divisé a Oliver saliendo de la casa y subiendo al todoterreno con prisa. Me escondí tras el árbol para evitar que me viera y me dejé caer de rodillas. Estaba cabreada, decepcionada y dolida. Por las palabras incisivas de Laura, porque ella tenía razón. Un hombre como Oliver nunca se fijaría en una mujer como yo. Pero esta vez me resistí a flojear y llorar como una niñita a la que le han dicho no. Ni hablar. ¡Déjate ya de tonterías, Elva, y vuelve a casa! Con suerte, si don Rafael me lo permite en pocos días estaré de nuevo en España, mi verdadero hogar.

Como aún era pronto, decidí dar un paseo para despejarme, iba bien de tiempo y decidí disfrutar por mi cuenta de las maravillas de las tierras de Stonefield. Me instalé en un pequeño claro a orillas del río que me pareció tranquilo y me dispuse a merendar el pequeño tentempié que llevaba en la bolsa. Pensé en todo hasta que me agobié y decidí tumbarme para mirar el cielo y buscar parecidos razonables a las formas de las nubes.


 

***


Voy pegando cabezadas sobre Fury, el caballo de Connor. Hace un rato que conseguí que me dejara subir a él, bajo amenaza de volver a cantarle todo el repertorio pachanguero de las fiestas de mi pueblo. Escucho a Connor llamarme Cascabel, pero su voz está lejos, como acolchada. Abro los ojos y me sorprende la intensa neblina que se ha formado a nuestro alrededor, ya que el día se había levantado despejado e inusualmente soleado. Busco a Connor con la mirada, pero ya no está a mi lado dirigiendo a Fury como siempre. Me inquieto, no me gusta la niebla, me da miedo. Le llamo, grito su nombre, que se pierde con el sonido del viento. Silencio.

Espero que no sea otra de las bromas pesadas que suele gastarme. Sé que las merezco todas, pero esta en particular no me está gustando nada. Quiero despertar de este sueño en el que estoy sola, perdida entre la niebla.

Consigo que Fury se detenga y bajo de él con dificultad, deseando no partirme la crisma en el intento. Doy varios pasos tomando la delantera y vuelvo a llamarle.

—Como te estés quedando conmigo, te aseguro que te vas a arrepentir de esto. No me hace ninguna gracia ¿me oyes?

El silencio que obtengo por respuesta, sólo es roto por el relinchar de Fury, que de repente se encabrita y sale corriendo en la otra dirección. Chillo, me desespero. La niebla avanza y me envuelve. Me siento sola, pequeña, indefensa. Por inercia, salgo corriendo casi a ciegas. Tropiezo con una piedra y caigo. Me he magullado la rodilla y ahora sangra, pero no me importa, sigo corriendo. Tengo la sensación de que alguien me sigue, pero no es Connor, al que sigo llamando con gritos desgarradores que mueren en mi garganta.

Estoy aterrorizada. No sé dónde estoy, ni por qué este sueño se está convirtiendo en una pesadilla. Oigo mi nombre tras de mí, pero no reconozco la voz de Connor. No es la suya. Corro hacia adelante casi a tientas entre la bruma espesa, mirando hacia atrás con temor de que la voz del extraño que me persigue me atrape.

—Elva… Elva…

Tropiezo de nuevo y esta vez caigo sobre un cuerpo cálido que me recoge entre sus brazos con decisión. Me sobresalto al tacto, pero el aroma que desprende ese cuerpo desconocido me calma, lo conozco y me produce seguridad. Lo abrazo, deseando que me proteja de todo lo malo que viene a por mí.

—Elva, ¿estás bien? ¿Dónde estabas?

Asiento con la cabeza fundida en su pecho, no me salen las palabras. Observo que Connor ya no viste su kilt. Distingo una prenda marrón de cuero. Me extraño. Me aparto poco a poco. Aunque sé que ese cuerpo no me es indiferente, algo ha cambiado. Recorro con mis manos la prenda que ahora cubre el torso de quien me abraza y acaricia mi cabello con suavidad. Llego a la zona del cuello y doy un respingo. El tacto a lana me desconcierta. ¿Qué está ocurriendo aquí?

—¿Connor? –susurro con miedo.

El desconocido que me abraza se separa unos centímetros de mí. Me quedo paralizada, mi corazón acaba de explotar.

—¿Dónde te habías metido? Llevo tanto tiempo esperándote…

Me llevo la mano a la boca para acallar un gritito involuntario.

Oliver sonríe, le brillan los ojos de dicha por haberme encontrado. Recoge con suavidad mi rostro entre sus manos y me besa. El contacto de nuestra piel es como una chispa… recuerdo haber sentido esos labios presionando los míos. Recuerdo a Oliver en otro lugar y en otra situación haciendo lo mismo. Y me gusta. Me abandono, y todo a nuestro alrededor empieza a arder.

Había perdido la noción del tiempo y desperté entumecida por haber dormido a la intemperie. Ya había anochecido y maldecí mi poca cabeza. ¡Ahora a ver cómo me las ingeniaba para volver a Tighnabruaich! Pensé en avisar a Violeta, pero creí que era innecesario preocuparla y hacer que alguien viniera a buscarme desde tan lejos. Eso lo pensé antes de darme cuenta de que había olvidado el móvil sobre la cama de mi habitación. ¡Vaya tela, Elva! Subí el sendero y divisé luz en la cabaña de Oliver. Estaba sola y sin ninguna posibilidad de volver al hotel, así que me armé de valor y me presenté ante la puerta, decidida a pedir ayuda al único hombre que posiblemente dejaría que muriera congelada bajo un árbol.

—¿Qué haces tú aquí? –gruñó al verme cuando abrió la puerta.

—He tenido un problema y no puedo volver al Royal and Lochan.

—¿Qué clase de problema?

—Es una historia muy larga –atajé quitándole importancia–. ¿Puedo pedirte un favor? ¿Podrías llevarme de vuelta a Tighnabruaich? Ya sé que soy la última persona a la que quieres ver en este momento pero…

Ni siquiera me dio tiempo a terminar. Se apartó de la puerta y caminó sobre sus pasos hacia el interior, dejándola abierta en lo que supuse era una invitación para que entrara.

Oliver se apoyó en el respaldo del sofá, esperando que yo decidiera dar el primer paso.

—¿Vas a entrar o no? Hace frío.

Entré, cerré la puerta tras de mí y me quedé allí de pie, esperando no sé qué, muerta de la vergüenza ante su mirada acusadora.

—¿Te importaría llevarme, por favor?

—Sí, me importa. No voy a llevarte a ningún sitio.

—Al menos, ¿podrías dejarme un teléfono para llamar a Violeta? He olvidado el móvil en el hotel.

El escocés negó con la cabeza con desespero y me lanzó dos cuchillos al corazón.

—¿En qué mundo vives, Elva? ¿Cómo puedes salir de noche y sin ninguna forma de comunicarte? ¿Por qué eres tan kamikaze? ¿Y si te ocurre algo?

¡La madre que lo parió! No iba a soportar de nuevo sus reproches y menos en una situación como aquella. Si hacía falta pedir cobijo en otro lugar lo haría, pero no iba a compartir techo con aquel imbécil ni un minuto más. Cogí el pomo de la puerta y me dispuse a salir por ella para no volver nunca más.

Algo impidió que lo hiciera. Noté el calor del cuerpo de Oliver pegado a mi espalda y su brazo imposibilitando cualquier movimiento sobre mi hombro.

—¿A dónde vas? –musitó angustiado.

—No tengo por qué aguantar esto. Me marcho.

—He dicho que no voy a llevarte a ningún sitio, lo que no quiere decir que no puedas pasar la noche aquí.

Sentir su aliento sobre mi pelo mientras decía esas palabras fue de lo más erótico. Me avergoncé al darme cuenta de que el dichoso hormigueo que hacía acto de aparición cada vez que se me acercaba nacía en mi sexo y lo peor era que me gustaba esa sensación.

—No pienso pasar la noche contigo –vacilé de forma que hasta para mí sonó poco creíble.

—Entonces, ¿por qué has venido? Podías haber ido directamente al castillo.

Eso. ¿Por qué no había ido al castillo? Ni yo lo sabía. Y me molestaba que fuera tan evidente y él fuera consciente de ello. Deseaba a aquel hombre al cual no soportaba, pero que producía en mí tal desajuste emocional y físico que podría explotar de gusto. Quería tenerlo encima, debajo y en todas las posiciones posibles. ¡Me estoy volviendo loca! ¡Soy una puñetera ninfómana mental! Me sentí descubierta y no podía permitirlo, tenía que darle la vuelta a todo aquello.

—Tú eres el que ha estado evitándome durante toda la semana, y ahora ¿me ofreces pasar la noche aquí? Sé que muchas de las cosas que dije no estuvieron bien y es lo que he intentado decirte, me disculpo por ello. Siento si estás pasando un mal momento por mi culpa, pero no me cargues con la responsabilidad de todos tus problemas, no es justo. Yo también tengo los míos y no voy por ahí machacando a nadie.

—Te equivocas si piensas que estoy pasando un mal momento por ti. Creo que te das demasiada importancia, muchacha.

—Entonces ¿por qué te empeñas en alejarme de ti de esa forma si te importo tan poco? ¿Por qué malgastas tus energías en dañar a una chica según tú tan mediocre y simple?

Sentí como la respiración de Oliver se aceleraba y su cuerpo se tensaba tras de mí. Lentamente me di la vuelta, quedando nuestros rostros a pocos centímetros el uno del otro. Sus ojos estaban oscuros, y apretaba la mandíbula como intentando contenerse. Vi la lucha en su mirada, era ahora o nunca.

—¿Por qué? –insistí.

—Porque si no lo hago, temo enamorarme de ti más de lo que lo estoy ahora, y tengo miedo.

El poco aliento que me quedaba tras su confesión no tuvo tiempo de salir de mi garganta. Mi boca se fundió con la suya en un acto espontáneo, como si ella supiera que su sitio siempre había sido ese, y tras la sorpresa inicial, Oliver me correspondió fundiendo su cuerpo contra el mío y dejándome atrapada sin salida contra la puerta. Debíamos estar locos, no nos soportábamos, o eso es lo que creíamos, pero era evidente que despertábamos algo inexplicable el uno en el otro.

El beso se fue haciendo más salvaje, más hambriento, y pronto la boca no fue suficiente. Comencé a quitarle la camisa mientras él recorría mi cuello con pequeños mordiscos que no hicieron más que acelerar mi combustión. Hice míos cada milímetro de su cuerpo musculado mientras le despojaba del jersey de lana y la camiseta, acaricié cada tatuaje mientras le miraba a los ojos hasta que mis manos parecieron sabérselos de memoria. La complicidad que resultó tras ese momento de intimidad fue decisiva para dar el paso que nos llevaría a dejar de ser dos y fundirnos en uno solo. Cuando acabó de desprenderme de mis ropas, que quedaron tiradas en el suelo de cualquier manera, me levantó haciendo que me enroscara en su cintura, notando su sexo caliente y duro contra el mío reclamando ser el protagonista. Apenas nos dio tiempo de llegar a ningún sitio, era tal la necesidad de poseernos que acabamos en el sofá y casi sin tiempo de ponerse el condón. Lo que empezó allí continuó en el suelo, sobre la alfombra. Si se hubiese acabado el mundo, hubiéramos sido totalmente ajenos a ello. Allí no había nada ni nadie más que nosotros dos. Dos cuerpos que inexplicablemente se entendían y conocían a la perfección. Una atracción invisible que nos sobrepasaba y que era maravillosa.

Entre beso y beso mientras nos devorábamos, se nos escapaban profundos jadeos que compartimos mientras el vaivén de caderas se tornó salvaje hasta llevarnos al clímax más absoluto. Nos tumbamos uno al lado del otro mirando hacia el techo. Aún respirábamos deprisa, temblábamos y los espasmos eran la respuesta de nuestros cuerpos al festival erótico-festivo que nos acabábamos de pegar. Aunque había sido un polvo de aquellos de aquí te pillo, aquí te mato, abrió la puerta a emociones que no esperaba y que me sorprendieron hasta hacer que dos lágrimas de felicidad escaparan por el rabillo de mis ojos y cayeran sobre la mullida alfombra. Cuando recuperé el compás de mi respiración, giré la cabeza hasta encontrar la mirada de Oliver que me observaba con el mismo semblante de satisfacción que el mío.

—¿Qué me has hecho, pequeña panda? –susurró conteniendo el aliento mientras recorría con un dedo el surco húmedo que había dejado una lágrima sobre mi mejilla.

Por una vez en mi vida, me quedé sin palabras. No porque no tuviera nada que decirle, sino porque no encontraba la adecuada para explicarle lo que acababa de hacerme sentir. Simplemente, le miré a los ojos y sonreí. Me acerqué a él con cautela sin dejar de mirarle y apoyando mi cabeza en su tatuado pecho, justamente sobre aquel que rezaba «Mo Cion Daonnan», le abracé.

Tras unos minutos descansando en esa posición, Oliver se levantó y desapareció por una puerta tras activar el reproductor de música y dejando un vacío frío y desolador junto a mí. A la vuelta, se ocupó de asear con una pequeña toalla húmeda cada centímetro de mi piel sin dejar de clavar sus profundos ojos azules en los míos. Aquel baile de miradas y caricias nos llevaron a repetir una segunda vez. Esta, con más calma, sin prisas, disfrutando del más mínimo detalle. Apenas hablamos por miedo a estropearlo todo. Creí escuchar de fondo la canción Exogenesis Symphony part III de Muse, y el ambiente se tornó perfecto. No hicieron falta palabras para saber lo que ocurriría a continuación, pero ¿y si sólo así podíamos llegar a entendernos? No era lo que yo quería, pero era tanta la conexión y me sentí tan plena junto a él, que me conformé de momento.

En esta ocasión, se esmeró en recorrer mi piel y besar cada porción de ella con sus carnosos labios. Se dedicó a darme placer con su boca para alcanzar el cielo sin poner ni una pizca de resistencia en ello, empezando por mi cuello, entreteniéndose en mis pechos, deleitándose en mi abdomen y finalizando en mi sexo, en donde se recreó hasta hacerme perder la cordura. No me sentí avergonzada ni violenta. Aunque casi éramos unos desconocidos, Oliver no parecía serlo para mi cuerpo, que le acogió como si siempre hubiera sido el único destinado a disfrutar de él. Cuando estuve a punto de dejarme llevar por el éxtasis del orgasmo, le detuve, y le obligué con suavidad a que fuera él, ahora, el que me dejara disfrutar del suyo.

Le recosté sobre la alfombra y le hice saber que las riendas a partir de ahora las iba a llevar yo, con un profundo beso, cargado de ternura pero también de pasión controlada.

Su pecho, esculpido con total perfección y dibujado tan cuidadosamente con tinta, era como un imán para mis manos. Recorrí de nuevo cada línea, cada curva, pero esta vez con mi lengua, mientras mi corazón latía a toda máquina al notar como se le erizaba la piel.

Al llegar al costado, una enorme cicatriz me llamó la atención y me dirigí hacia ella para prodigarle los mismos cuidados pero Oliver se tensó y me agarró de la mano impidiendo que llegara incluso a tocarla. Le miré sorprendida ante su reacción y noté temor en sus ojos. Aquella marca no debía ser algo agradable en su recuerdo por algún motivo y con una media sonrisa cargada de ternura le supliqué que confiara en mí. Cedió la presión y, poco a poco, bajé mi boca hacia aquella línea pálida y alargada y la besé con cuidado. Oliver jadeó durante unos segundos, suspirando en profundidad en el momento en que colocó sus manos en mi rostro y reclamó mi boca con necesidad. Sujetó mi mentón con delicadeza y me besó como nunca nadie lo había hecho, con exigencia, con profundidad, sin dejar un hueco de mi boca sin explorar y con nuestras bocas encajando como un broche, luchando entre ellas.

Completamente turbada por el fuego que comenzaba a arderme en los labios y que fue descendiendo por mi garganta hasta llegar a mi sexo, perdí la capacidad de resistirme, si es que aún quedaba algún atisbo de duda, a aquel hombre que me hacía morir de placer.

Me acomodé sobre sus caderas y coloqué su miembro a las puertas de la cueva de mi deseo, que esperaba ansiosa por sentirle muy dentro.

—Vas a matarme, ¿lo sabes? –murmuró con dificultad mientras apretaba mis muslos con sus manos con fuerza.

—Entonces muramos juntos.

Y tras susurrar estas palabras me hundí en él, comenzando una danza de cuerpos meciéndose al compás de la sugerente voz de Matt Bellamy, que acabó con el batir de nuestros corazones latiendo al mismo son, convirtiéndose en uno solo.

Dejamos atrás la noche y caímos en un sueño reparador consumidos por aquella vorágine de sensaciones y sentimientos tan nuevos para ambos. ¿No os lo he dicho? Fueron los dos mejores polvos de toda mi vida, sin duda alguna.

Amanecimos en la cama, abrazados el uno al otro, como si fuese lo más normal. Nos acurrucamos hasta encajar con la sensación de que aquello era el paraíso. Habíamos pasado de no soportarnos a tener necesidad el uno del otro. No quise pensar en cómo lo que había pasado la noche anterior iba a cambiar las cosas, simplemente, quise disfrutar del momento. Había sido demasiado intenso como para estropearlo con cavilaciones sin sentido. Lo que debiera pasar pasaría y ya está.

—Eres insoportable, pequeña panda. ¿Lo sabías? –susurró cerca de mi oído.

—Tú odioso, maldito escocés.

Un beso largo y apasionado fue nuestra forma de darnos los buenos días.

Dejé a Oliver haciendo el desayuno mientras yo comencé un tour por la cabaña. Le noté algo azorado, nervioso y mirándome de reojo, esperando quizá que me fuera o le recriminara algo de lo sucedido. Pero yo tenía curiosidad por ver la casa y centrarme en los detalles para conocerle mucho mejor. Era sencilla en cuanto a decoración, muy parecida a la del apartamento de Glasgow. Encontré una habitación que me pareció una sala de juegos. Un billar y una gran butaca frente a una televisión casi de las mismas pulgadas que la pared eran sus únicos habitantes. Jugaba a introducir varias de las bolas en los agujeros, cuando un pequeño gemido llamó mi atención. Esperé otro, confundida, que me ayudara a ubicar de dónde venía, y un tercero me llevó hacia una pequeña galería en donde se escondían la lavadora y la secadora. En el suelo, encima de un cojín mullido de color azul, movía su colita desesperado el perrito al que días antes habíamos atropellado. El pobrecito, intentaba incorporarse para hacerme fiestas, pero aún llevaba la pata entablillada y le era difícil.

«Al final lo acogió él», me dije con satisfacción. Un gesto muy bonito que aprecié y me hizo sentir orgullosa. Debajo de aquel hombre duro y repelente, aparte de un amante excepcional, existía un ser compasivo y generoso, estaba segura.

Estuve un rato jugando con el perrito, que recibía mis carantoñas con total agrado, hasta que oí un ruido y al levantar la vista, encontré a Oliver apoyado en el marco de la puerta mirándome con devoción.

—¡Te lo quedaste! –afirmé feliz.

Él se sintió incómodo de repente, como si hubiese sido descubierto en una fechoría, y se sintiese expuesto. Noté como buscaba una excusa para quitarle hierro al asunto y no confirmar que sí, que a él también le importaba la suerte del cachorrito.

—Pero sólo hasta que encuentre a alguien que pueda atenderlo.

—Gracias, Oliver –respondí de todo corazón.

No hizo falta volver a Tighnabruaich, don Rafael se presentaría en breve en el castillo para continuar con nuestro trabajo y ya que estaba allí… Oliver insistió en acompañarme para no levantar sospechas. Obvié que llevaba la misma ropa del día anterior y recé porque los ojos del hombrecillo no se percataran de ello.

La relación con Oliver a partir de que salimos de la cabaña cambió. Ahora sí, debíamos enfrentarnos a lo ocurrido. ¿Qué haríamos ahora? ¿Había sido cosa de una sola noche? ¿Había algo más? Demasiadas preguntas que hacernos pero que teníamos miedo a formular. Hablamos poco hasta llegar a las puertas del castillo en donde mi jefe, que descendía en ese momento del coche, nos recibió con recelo. ¡Mierda! ¡Qué oportuno!

Me detuve junto a Oliver un segundo, simulando colocarme bien la bota y aproveché para susurrarle con disimulo.

—¿Y ahora qué? ¿Significa esto que hemos hecho las paces?

—Esto no puede volver a pasar –me comunicó él con convicción cuando don Rafael se encontraba ya a pocos metros de nosotros.

Sus palabras me sorprendieron y decepcionaron a partes iguales. ¿Qué esperabas, Elva? ¿Amor eterno? Le miré frustrada y asentí con todo el convencimiento del mundo.

—Nunca más.