XXVII

El paraiso de Elva - Felicidad Ramos_pic0003 1

Le vi salir del local, que por cierto se movía cada vez más. Me apoyé contra la pared intentando mantener el equilibrio sobre los zapatos de tacón y asumí que no podía. Era más que probable que me rompiera la crisma si seguía subida a ellos con semejante melocotón encima. Era cierto, llevaba encima tres copas de más y maldecí recordar demasiado tarde lo mal que me sentaba el alcohol. Tengo cierta hipersensibilidad a cualquier sustancia, incluidas las aspirinas. ¡Mierda, mierda, mierda!

¿Me habían besado?

Fuera quien fuera el perpetrador de aquel increíble beso, había traído a mi cabeza un recuerdo que tenía olvidado. Volví a rememorar la noche de los deseos, recordé a Connor, el beso que nos dimos, el calor de su cuerpo junto al mío, lo bien que me hizo sentir y lo protegida que me encontré a su lado. Una sensación muy parecida a la que me había producido aquel beso inesperado. Cuando conseguí respirar y abrí los ojos, lo que no imaginaba era encontrar a Oliver casi jadeando y con la mirada inyectada en fuego.

¿Oliver me había besado? ¿Aquel beso profundo y caliente me lo había dado él? No, no podía ser. De ninguna de la maneras, porque me había gustado y quería más.


 

***


Quise morirme desde el mismo momento en que tomé conciencia de la noche pasada. El retumbar de tambores que habitaba mi cabeza la iba a hacer estallar. Me incorporé como pude de la cama y al hacerlo, una arcada decidió acudir apresurada hacia mi garganta.

—Hazlo aquí –escuché, y llevé mis manos hacia la boca aguantando el impulso de vomitar.

Pero toda resistencia fue nula. Me encontré vomitando hasta la primera papilla en una palangana azul, mientras alguien acariciaba mi pelo retirándolo de mi cara con cuidado.

—Espero que estés orgullosa. –Sonó tan frío que hasta dolió. Aquella voz. Aquella maldita voz.

Cuando ya nada más quiso abandonar mi cuerpo, suspiré agotada por el esfuerzo y una toalla apareció sobre mis rodillas para salvar a mis lágrimas de estrellarse contra el suelo.

—Límpiate. –Señaló el hombre sereno. Levanté la vista confusa y busqué los ojos de Oliver Reid-Murray que me escrutaban cansados y cercados por dos sombras oscuras. Me sorprendió lo que vi ante mí, un hombre distinto al que me había encontrado en las últimas ocasiones. Vestido con un pantalón de chándal y una sudadera con capucha. Se asemejaba ligeramente a un boxeador profesional, y me dio un pelín de reparo. Al sentirse observado, se tensó y su humor volvió a ser tirante.

—¿Estás mejor?

—¿Qué haces aquí? –balbuceé aún con el amargo sabor recorriendo mi garganta.

—Lo correcto es que te preguntes qué haces tú aquí –respondió levantándose de la cama y dirigiéndose a otra habitación con la palangana en la mano.

Volvió a aparecer mientras yo hacía un reconocimiento del lugar en el que me encontraba. Un dormitorio enorme, de techos altos, sobrio y con pocos muebles. Un espacio que por su distribución me pareció el de una casa antigua, pero decorado de manera muy práctica y masculina. Las persianas estaban a medio bajar y las cortinas corridas, pero adiviné que era de día por el halo de luz que intentaba atravesarlas. Se apoyó con los brazos cruzados en el marco de la puerta que había frente a la cama y suspiró mientras no dejaba de ojearme. Turbada por encontrarme haciendo algo tan íntimo y vergonzoso ante el escocés imbécil, ataqué de nuevo.

—En serio, ¿cómo hemos acabado aquí? ¿Qué haces en la misma habitación que yo?

—Ya que lo mencionas, veamos… ¿quizá evitar que mueras ahogada en tu propio vómito? –escupió sarcástico.

—¿Dónde estoy? –pregunté con la cabeza gacha entretanto me fijaba en la prenda que me cubría, una camiseta de manga larga que al menos me iba tres tallas grande.

—En mi casa de Glasgow. –Aún no había reaccionado a esas palabras, cuando ya le tenía encima ofreciéndome autoritario y con el brazo estirado un brebaje de color verde en un vaso–: Bebe esto.

Miré aquella cosa que tenía aspecto de moho y desprendía un olor rancio y otra arcada amenazó con hacer acto de presencia.

—¿Qué es? –pregunté asqueada retrocediendo unos centímetros.

No me dio tiempo a más, casi me incrustó el vaso en los labios mientras con la otra mano agarraba mi nariz haciendo abrir mi boca, momento que aprovechó para hacer que tragara de una vez la mitad de aquel líquido nauseabundo.

—Bebe.

—¡Por Dios! Es repulsivo. ¿Quieres acabar de matarme? –Eso estaba realmente asqueroso.

En el rostro de Oliver se dibujó una sonrisa triunfal y se dispuso a recoger varias prendas caídas en el suelo.

—Túmbate y descansa, en un rato te encontrarás mejor.

—Tengo que irme. –Me apresuré a decir con la intención de levantarme de la cama–: ¿Qué hora es?

Una sola mirada bastó para que cesara en mi empeño. Cansada y con una resaca de narices, no alcancé a comprender el motivo por el cual estaba compartiendo habitación con Oliver Reid.

—¿Por qué? ¿Por qué cuidas de mí? –le exigí–. ¿A qué viene esto? ¿Por qué me sacaste de allí?

Evitó mirarme siquiera, pero noté como sonreía.

—Soy tu niñera, ¿recuerdas?

—¿Eso incluye traerme a tu casa y desnudarme? –repliqué, señalando la camiseta que me cubría. Entonces, como si hubieran activado un interruptor, un pensamiento horrendo se instaló en mi cabeza provocándome una angustia repentina–: No habremos… dime que no hemos…

Ahora sí que había captado su atención. Se sentó en una butaca de aspecto antiguo y tapicería de cuero gastado por el uso y me aguantó la mirada en silencio. La incertidumbre me estaba matando. De todas las tonterías que podía haber hecho la noche anterior, sin duda alguna la más grande habría sido acostarme con Oliver Reid, tatara tataranieto de mi Connor. Un grandísimo error que no me perdonaría jamás. Tuvo que leer el tormento que expresaba mi cara, pero el muy cabrito sólo me miraba y callaba. ¡Cómo estaba disfrutando!

—Di algo. No, mejor dime que no hicimos nada de lo que…

—No me gusta aprovecharme de una mujer inconsciente.

—En serio. ¿No ha… no hemos…?

—No estoy tan desesperado. Además, ¿quién te ha dicho que eres mi tipo?

¿Perdona? De nuevo su faceta imbécil hacía acto de aparición, ya decía yo que esto no podía durar mucho. Pero me dio igual, el alivio al saber que no había intercambiado fluidos con esta pesadilla de hombre me supo a gloria.

—Gracias a Dios. ¡Bien, Elva, bien! –Pero mi alegría se tornó en temor cuando vi la cara de pocos amigos que Oliver tenía al verme celebrarlo, así que cambié de tema–. ¡Ay! ¿Y mi ropa?

—En la lavadora. Vomitaste en el coche por si no lo recuerdas. Dos veces. También en la entrada, en las escaleras, en el salón, en…

—Basta. Creo que puedo hacerme una idea. ¡Qué vergüenza!

—Sí, deberías avergonzarte. Si no llego a estar ahí a saber dónde hubieses acabado.

—Oye, siento los problemas que haya podido causarte, en serio.

—A mí no me has causado ninguno, pero te podrías haber causado muchos tú solita.

—Supongo que bebí demasiado, y olvidé lo que me pasa cuando bebo… todo es demasiado confuso.

—Cariño, estuviste a punto de dejar sin reservas el bar. Pero eso no fue lo peor, créeme.

—Ay madre… no sé si quiero saberlo. ¿Hice mucho el ridículo?

—Estuvo bien hasta que Violeta y tú decidisteis subiros a la barra y hacer un espectáculo a lo Bar Coyote. A partir de ahí todo fue a peor.

—¡Mierda, mierda! ¡Joder, Elva, joder!

—¡Ah! Y no me olvido de tu refinado vocabulario, aunque veo que es marca de la casa aun estando sobria.

Ignoré este último comentario porque le hubiera soltado un imbécil en mayúsculas que no hubiese hecho más que acrecentar mi cabreo y la mofa de mi salvador.

—Sólo dime que no hice nada de lo que me tenga que arrepentir.

—Bueno eso depende de lo que tú entiendas por nada. Te bebiste el whisky de media Escocia, si a eso le sumamos que intestaste rozarte con todo bicho viviente y que casi te llevas una zurra de una novia celosa…

—Me quiero morir.

—Igual esto te resulta en España, pero aquí las cosas no funcionan así.

—No, por eso luego vais a nuestras costas y os ponéis ciegos hasta decir basta.

–Mi dardo envenenado dio en toda la diana. Su cara era todo un poema–. No aguanto la doble moral, y con eso no me estoy excusando, pero no lo soporto. Además, ¿cómo te atreves a juzgarme de un modo tan duro? No tienes ni idea, ¡ni siquiera me conoces!

—Creo que con lo de esta noche ya he visto suficiente como para hacerme una idea.

—¿Qué quieres decir con eso? No creo que tenga que darte ninguna explicación de si voy buscando plan por las discotecas. ¡No es asunto tuyo!

—Lo sé. Pero es imposible que lo hicieras todo tan rematadamente mal.

—Vale, lapídame. La he cagado ¿vale? Lo sé y me siento avergonzada. ¿Hace falta que me hagas sentir más miserable de lo que ya me siento? No tienes ni idea sobre mí ni sobre mi vida.

—El alcohol no es buen consejero. Sólo espero que te sientas tan mal como para que no lo olvides y no se te ocurra repetir.

—¿Puedes pasarme el bolso? –Casi rugí como un tigre de bengala mientras intentaba contener las lágrimas que de la rabia se escapaban furtivas de mis ojos. Noté como Oliver me observaba sorprendido por mi tono y me acongojé–. Debería llamar a Violeta, debe estar preocupada. ¡Ay, Dios! Como don Rafael se entere de esto me pone rumbo a Barcelona… ¡Idiota, idiota, idiota!

—Échate y descansa. Ya me ocupé de eso.

—¿Ya te ocupaste? ¿Y ya está? ¿Me tengo que quedar tan tranquila?

—¿Por qué tienes que replicar cada cosa que digo? Eres… eres… ¡Aaaagh!

—Soy ¿qué? Antes de juzgar a la gente mírate a un espejo, prepotente.

—Si no recuerdo mal, la primera que juzgó nada más llegar aquí fuiste tú. Sólo esta noche me has llamado chulo, pijo de mierda, machito, macarra, idiota… ¡Ah! y tu favorito: imbécil.

¿En serio le he dicho todo eso? ¡Ay, madre! Se dio la vuelta dejándome con cara de boba e intentando recordar cuántas cosas políticamente incorrectas habría soltado por mi linda boquita. Conociendo mi ausencia de filtro y añadiendo un poquito de alcohol… muchas, seguro, y Oliver Reid, estaba convencida, de que habría intentado sonsacarme hasta mi número de la seguridad social con tal de cachondearse de mí después.

Sospeché que me torturaría con su silencio, dejando que imaginara comentarios que me harían ponerme de todos los colores para luego utilizarlos contra mí. Recé para que lo único que no se me hubiese escapado fuese mi historia con su antepasado, Connor Murray. Odiaba no mantener el control, ahora me llevaba la delantera en cuanto a información.

Le vi quitarse la sudadera camino del baño, y entonces vi su espalda y sus brazos desnudos. Mi corazón comenzó a dar saltitos de alegría cuando divisé gran parte de su piel musculada y morena llena de tinta. Porque sí, una de mis fantasías secretas eran los hombres tatuados, bueno, bien tatuados. Y Oliver Reid lo estaba, perfecta y delicadamente tatuado. Los dibujos comenzaban en su clavícula izquierda y caían enredados entre sí desde la paletilla hasta llegar a la muñeca. Ni un milímetro de piel tenía su color natural. Apenas podía distinguir qué clase de dibujos eran, pero lucían maravillosos sobre aquella percha. Oliver estaba lleno de sorpresas, pero nunca hubiese imaginado que bajo aquella apariencia trajeada e impecable se escondiera un amante del arte de la tinta… Vaya, vaya con el imbécil.

Me sorprendí excitada y casi babeando ante semejante espectáculo varonil y me reproché a mí misma que, ante aquella incipiente resaca que se avecinaba, me dedicara a tasar de aquella forma el cuerpo del Murray.

—¿Qué estás haciendo? –le pregunté algo avergonzada por lo que me afectaba su cuerpo.

Oliver se giró aún con la sudadera colgando del cuello y me dejó patidifusa. Muerta, morida, matá. Con la vista frontal que me regaló, mis ovarios explotaron. Su pecho izquierdo albergaba un tatuaje sorpresa, un Mo Cion Daonnan que hizo detonar mi corazón como una granada.

—Voy a darme una ducha. Apesto después de pasar la noche con la palangana en la mano mientras echabas el hígado por la boca. Duerme un rato, luego te ducharás y volveremos a Tighnabruaich. Algunos somos adultos y tenemos cosas que hacer, Elva.

Escuchar mi nombre en boca de ese arrogante escocés me dejó al borde del derretimiento supremo. E-l-v-a… ¡Dios, pero qué sexi! Sentido común llamando a Elva, ¿hay alguien ahí? ¿He dicho sexi? Para hostiarme, vamos.

Supuse, por las enormes ojeras que vislumbré bajo sus ojos, que no había pegado ojo en toda la noche. Me supo fatal, al fin y al cabo y a pesar de ser un idiota rematado, si había estado atendiendo mi borrachera se merecía un poquito de compasión, pero sólo un poquito.

Entró en el baño y quise decir un lo siento, un gracias, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. Odiaba ser tan orgullosa, pero no podía evitarlo. ¡Idiota, más que idiota!